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GUIA DE ÉTICA- 6TO AÑO

CONTRACTUALISMO

THOMAS HOBBES (1588-1679)

LEVIATAN o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. (1651)

CAPITULO XIII- DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO,


EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y A SU MISERIA

Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las
facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más
fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto,
la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base
de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En
efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar
al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se
halle en el mismo peligro que él se encuentra. En cuanto a las facultades mentales (…) yo
encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza.
Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia
sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el
común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de
unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la
coincidencia con ellos mismos. (…) Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son
en este punto más bien iguales que desiguales.

De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad, se


deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa
de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos,
se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia
conservación) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme
otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o
posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas
unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida
o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a
otros.

De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún


procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la
anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los
hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de
amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es
generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los
actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en
diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no
aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si
se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la
conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir
también. Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un
gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos.
En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él
se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación,
procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no
reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan
uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño,
y de los demás, por el ejemplo. Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas
principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera,
la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la
segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la
violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros
hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos
insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro
signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su
descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.

Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es
manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los
atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal
que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el
acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se
manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta
respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así
como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión
a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual,
sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de
lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz. (…) En una situación semejante no existe
oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de
la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni
construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren
mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni
letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte
violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve. (…) Ahora
bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras
pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las
pasiones proceden hasta que consta que una ley los prohíbe: que los hombres no pueden
conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres
se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.

En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una
consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e
injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay
ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales.
Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían
darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y
pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado
solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni
distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto
que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el
hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de
superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la
paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida
confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas
normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso.

CAPITULO XIV- DE LA PRIMERA Y DE LA SEGUNDA "LEYES NATURALES"


Y DE LOS "CONTRATOS"

El DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale,


es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la
conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para
hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para
lograr ese fin.

Qué es la libertad. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la


palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen
parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que
use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten. Ley de
naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud
de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los
medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su
vida mejor preservada. (…) DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir,
mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho
difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incompatibles cuando se refieren a
una misma materia.

La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre es una condición de guerra de


todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo
nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra
sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a
hacer cualquiera cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras
persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber
seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que
ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o
regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la
paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe
buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla
contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La
segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por
todos los medios posibles.

Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se


ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno
acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz
y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la
misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con
respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le
agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren
renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha
atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo
como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).

CAPÍTULO XV- DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA

La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos
obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la
humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos
que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y
subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en
situación de guerra.

Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la


JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho,
y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser
injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de
INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que
no es injusto, es justo.

La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los
pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una
cualquiera de las partes, son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de
pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor,
cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de
guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo
e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al
cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que
esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa
propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho
universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Por tanto, donde
no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido
un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los
hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto.
Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien,
la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente
para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la
propiedad.

Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. No
hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti.

La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa
es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la
ciencia de lo que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana. (…) Un
hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra), mientras
el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los
hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente las vías o medios de
alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la gratitud, la modestia, la
equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes
morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios. Ahora bien, la Ciencia de la
virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de
naturaleza es la verdadera Filosofía moral. Estos dictados de la razón suelen ser
denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino conclusiones
o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los seres humanos,
mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los
demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de
Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas
leyes.

CAPITULO XVI- DE LAS "PERSONAS", "AUTORES" Y COSAS


PERSONIFICADAS

Qué es una persona. Una PERSONA es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas
o como suyas propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de
alguna otra cosa a la cual son atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.

Persona natural y artificial. Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se
denomina persona natural; cuando se consideran como representación de las palabras y
acciones de otro, entonces es una persona imaginaria o artificial.

Actor. Autor. De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones apropiadas
por quienes las representan. Entonces, la persona es el actor, y quien es dueño de sus
palabras y acciones, es el autor. En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque lo que
con referencia a bienes y posesiones se llama dueño y en latín, dominus, respecto a las
acciones se denomina autor. Y así como el derecho de posesión se llama dominio, el
derecho de realizar una acción se llama AUTORIDAD. En consecuencia, se comprende
siempre por autorización un derecho a hacer algún acto; y hecho por autorización, es lo
realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertenece el derecho.

Cómo una multitud de hombres se convierte en una persona. Una multitud de hombres se
convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona, de tal
modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta
multitud en particular. En efecto, la unidad del representante, no la unidad de los
representados es lo que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona,
pero una sola persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud.

Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser
considerada como uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o
hace en su nombre. Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de cada
uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que
le den autorización ilimitada. De otro modo, cuando le limitan respecto al alcance y medida
de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que le da la autorización
para actuar.

CAPITULO XVII- DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y DEFINICIÓN DE UN


"ESTADO"

El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. La causa final, fin o designio de los
hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir
esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado
de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el
deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es
consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder
visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos
y a la observancia de las leyes de naturaleza.

Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza son, por sí mismas,
cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a
nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la
venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que
palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de
las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas,
cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es
suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo
legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres.

(…) La buena convivencia de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo
artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que
haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a
raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.

La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de
defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles
de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí
mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una
asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus
voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de
hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se
reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa
su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que,
además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio.
Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y
la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si
cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí
derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él
vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud
así unida en una persona se denomina ESTADO. Esta es la generación de aquel gran
LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual
debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta
autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto
poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de
todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el
extranjero.

Definición de Estado. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así:
una persona de cuyos actos se constituye en autor a una gran multitud mediante
pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la
fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa
común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder
soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo. Se alcanza este poder
soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que
sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan
a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la
vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen
de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres
voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este
último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de
Estado por adquisición.

CAPITULO XVIII DE LOS "DERECHOS" DE LOS SOBERANOS POR


INSTITUCIÓN

Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una
multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o
asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de
todos. Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en
contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo
mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser
protegidos contra otros hombres.

Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los
derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el
consentimiento del pueblo reunido.

1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. Quienes acaban de instituir un


Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar corno propias las acciones y
juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a
cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes
son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y
retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la
sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno
respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo
aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su
soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben
quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los
hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo
deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte,
si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal
tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución,
autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo
cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón.

2. El poder soberano no puede ser enajenado. En segundo lugar, como el derecho de


representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente
por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir
quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus
súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión.

3. Nadie sin injusticia puede protestar contra la institución del soberano declarada por la
mayoría. En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos
concordes, quien disiente debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer
todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si
voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea, declaró con
ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la
mayoría de ellos ordenara. Por esta razón, si rehúsa mantenerse en esa tesitura, o protesta
contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente.
Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien
someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se encontraba,
caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.

4. Los actos del soberano no pueden ser, con justicia, acusados por el súbdito. En cuarto
lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios
del soberano instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede
constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por
ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria
alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en virtud de la Institución de un
Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien
se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y
de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco,
porque hacerse injuria a uno mismo es impasible.

5. Nada que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito. En quinto lugar, y como
consecuencia de lo que acabamos de afirmar ningún hombre que tenga poder soberano
puede ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que
cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones
cometidas por él mismo. Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y
como quien tiene derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde de derecho a
cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los
medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que
se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por
anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la
hostilidad del extranjero, ya, cuando la paz y la seguridad se han perdido, para la
recuperación de la misma.

6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. En


sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son
adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto
y respecto de qué puede confiarse en los seres humanos, cuando hablan a las multitudes, y
quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los
actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones
consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en
materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la
regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la
paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de
naturaleza. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir
todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de
prevenir la discordia y la guerra civil.

7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer
saber lo que es suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En
séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud
de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede
llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los
hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano todos los
hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por
consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano
es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad, y de lo
bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes
civiles, es decir, leyes de cada Estado particular.

8. También le corresponde el derecho de judicatura, y la decisión de las controversias. En


octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir
todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con
respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para
un súbdito contra las injurias de otro; y a cada hombre compete, por el apetito natural y
necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza
particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo
Estado.

9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es


inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es
decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser
reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos
para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser
defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la
unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido. Y,
por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder
soberano es siempre generalísimo.

10. Y de escoger todos los consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En
décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros,
magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano
está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de
tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su
propósito.

11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la


medida de ello) arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de
recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o
con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció;
o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para
estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario
al mismo.

12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valores acostumbran los
hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a
otros hombres, es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la
capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que
exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Corresponde, por
tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe
corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas,
debe otorgarse cada uno a otro.

Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la
soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o
asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos,
ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del
patrimonio y de las personas de los infantes herederos ; de tener opción de compra en los
mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el
soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el
soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no
podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil ;
o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán contra el temor de los
espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al
presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de
la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando
se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se
produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos.

Y no pueden ser cedidos sin renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos
esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que
alguno de ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en
términos directos, y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al
cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si
mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.

El poder y el honor se desvanecen de los súbditos en presencia del poder soberano. Como
el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos
sus súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord,
conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los
sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del
soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y otros menos,
delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.

El poder soberano no es tan gravoso como la necesidad de él, y el daño deriva casi
siempre de la escasa disposición a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la
condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras
irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo
común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de la
monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea soberana.
atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas
sus formas, si es bastante perfecto va a protegerlos, es el mismo. Considérese que la
condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más
grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente, al pueblo en
general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que
acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin
sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de
la venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no
procede del deleite o del provecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus
súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma,
que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los
gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de paz, para que
puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para
resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por
naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo)
vista a través de los cuales cualquiera pequeña contribución aparece como un gran agravio;
están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la
ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin
tales aportaciones.

DE LAS DIVERSAS ESPECIES DE GOBIERNO POR INSTITUCIÓN

Las formas diferentes de gobierno son sólo tres. La diferencia de gobiernos consiste en la
diferencia del soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud.
Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y
como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no
todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es manifiesto que pueden existir tres
clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias:
en este último caso o es la asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el
representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una
asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o
gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina
ARISTOCRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente uno, o
más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible).

Tiranía y oligarquía no son sino nombres distintos de monarquía y aristocracia. Existen


otras denominaciones de gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por
ejemplo, la tiranía y la oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno,
sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están descontentos bajo la
monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman
oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman
anarquía, que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de
gobierno sea una especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el
gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes
con él o son oprimidos por los gobernantes.
JOHN LOCKE (1632-1704)

Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690)

CAPITULO I

(…) 3. Entiendo, pues, que el poder político consiste en el derecho de hacer leyes, con
penas de muerte, y por ende todas las penas menores, para la regulación y
preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza del común en la ejecución de
tales leyes, y en la defensa de la nación contra el agravio extranjero: y todo ello sólo
por el bien público.

CAPÍTULO II. DEL ESTADO DE NATURALEZA

4. Para entender rectamente el poder político, y derivarlo de su origen, debemos considerar


en qué estado se hallan naturalmente los hombres todos, que no es otro que el de perfecta
libertad para ordenar sus acciones, y disponer de sus personas y bienes como lo tuvieren a
bien, dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso o depender de la voluntad de
otro hombre alguno.

Estado también de igualdad, en que todo poder y jurisdicción es recíproco, sin que al uno
competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de que criaturas de
la misma especie y rango, revueltamente nacidas a todas e idénticas ventajas de la
Naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían asimismo ser iguales cada una entre
todas las demás, sin subordinación o sujeción.

(…) 6. Pero aunque este sea estado de libertad, no lo es de licencia. Por bien que el hombre
goce en él de libertad irrefrenable para disponer de su persona o sus posesiones, no es libre
de destruirse a sí mismo, ni siquiera a criatura alguna en su poder, a menos que lo
reclamare algún uso más noble que el de la mera preservación. Tiene el estado de
naturaleza ley natural que lo gobierne y a cada cual obligue; y la razón, que es dicha ley,
enseña a toda la humanidad, con sólo que ésta quiera consultarla, que siendo todos iguales e
independientes, nadie, deberá dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque,
hechura todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio, servidores
todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del Él y a su negocio, propiedad
son de Él, y como hechuras suyas deberán durar mientras Él, y no otro, gustare de ello. Y
pues todos nos descubrimos dotados de iguales facultades, participantes de la comunidad de
la naturaleza, no cabe suponer entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a
destruirnos unos a otros. Cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no abandonar
su puesto por propio albedrío, así pues, por la misma razón, cuando su preservación no está
en juego, deberá por todos los medios preservar el resto de la humanidad, y jamás, salvo
para ajusticiar a un criminal, arrebatar o menoscabar la vida ajena, o lo tendente a la
preservación de ella, libertad, salud, integridad y bienes.
7. Y para que, frenados todos los hombres, se guarden de invadir los derechos ajenos y de
hacerse daño unos a otros, y sea observada la ley de naturaleza, que quiere la paz y
preservación de la humanidad toda, la ejecución de la ley de naturaleza se halla confiada,
en tal estado, a las manos de cada cual, por lo que a cada uno alcanza el derecho de castigar
a los transgresores de dicha ley hasta el grado necesario para impedir su violación. Porque
sería la ley natural, como todas las demás leyes que conciernen a los hombres en este
mundo, cosa vana, si nadie en el estado de naturaleza tuviese el poder de ejecutar dicha ley,
y por tanto de preservar al inocente y frenar a los transgresores; mas si alguien pudiere en el
estado de naturaleza castigar a otro por algún daño cometido, todos los demás podrán hacer
lo mismo. Porque en dicho estado de perfecta igualdad, sin espontánea producción de
superioridad o jurisdicción de unos sobre otros, lo que cualquiera pueda hacer en
seguimiento de tal ley, derecho es que a todos precisa.

8. Y así, en el estado de naturaleza, un hombre consigue poder sobre otro, mas no poder
arbitrario o absoluto para tratar al criminal, cuando en su mano le tuviere, según la
apasionada vehemencia o ilimitada extravagancia de su albedrío, sino que le sancionará en
la medida que la tranquila razón y conciencia determinen lo proporcionado a su
transgresión, que es lo necesario para el fin reparador y el restrictivo. Porque tales son las
dos únicas razones por las cuales podrá un hombre legalmente causar daño a otro, que es lo
que llamamos castigo. Al transgredir la ley de la naturaleza, el delincuente pregona vivir
según una norma distinta de aquella razón y equidad común, que es la medida que Dios
puso en las acciones de los hombres para su mutua seguridad, y así se convierte en
peligroso para la estirpe humana; desdeña y quiebra el vínculo que a todos asegura contra la
violencia y el daño, y ello, como transgresión contra toda la especie y contra la paz y
seguridad de ella, procurada por la ley de naturaleza, autoriza a cada uno a que por dicho
motivo, según el derecho que le asiste de preservar a la humanidad en general, pueda
sofrenar, o, donde sea necesario, destruir cuantas cosas les fueren nocivas, y así causar tal
daño a cualquiera que haya transgredido dicha ley, que le obligue a arrepentirse de su
malhecho, y alcance por tanto a disuadirle a él y, mediante su ejemplo, a los otros, de
causar malhechos tales. Y, en este caso, y en tal terreno, todo hombre tiene derecho a
castigar al delincuente y a ser ejecutor de la ley de naturaleza.

(…) 11. Por la distinción entre esos dos derechos (el de castigar el delito, para la restricción
y prevención de dicha culpa, el cual a todos asiste; y de cobrar reparación, que sólo
pertenece a la parte damnificada) ocurre que el magistrado - quien por ser tal asume el
común derecho de castigo, puesto en sus manos-, pueda a menudo, cuando no demandare el
bien público la ejecución de la ley, perdonar el castigo de ofensas delictivas por su propia
autoridad, pero de ningún modo perdonará la reparación debida a particular alguno por el
daño que hubiere sufrido. Porque quien el daño sufriera tendrá derecho a demandar en su
propio nombre, y él solo puede perdonar. La persona damnificada tiene el poder de
apropiarse los bienes o servicio del delincuente por derecho de propia conservación, como
todo hombre tiene el de castigar el crimen en evitación de que sea cometido de nuevo, por
el derecho que tiene de preservar a toda la humanidad, y hacer cuanto razonablemente
pudiere en orden a tal fin. Ello causa que cada hombre en estado de naturaleza tenga
derecho a matar a un asesino, tanto para disuadir a los demás de cometer igual delito (que
ninguna reparación sabría compensar) mediante el ejemplo del castigo que por parte de
todos les esperara, como también para resguardar a los hombres contra los intentos del
criminal quien, al haber renunciado a la razón, regla y medida común por Dios dada a la
humanidad, declaró, por la injusta violencia y matanza de que a uno hizo objeto, guerra a la
humanidad toda, lo que le merece ser destruido como león o tigre, como una de esas fieras
salvajes con quienes no van a tener los hombres sociedad ni seguridad. Y en ello se funda
esta gran ley de, naturaleza: "De quien sangre de hombre vertiere, vertida por hombre la
sangre será."

12. Por igual razón puede el hombre en estado de naturaleza castigar las infracciones
menores de esta ley; y acaso se me pregunte ¿con la muerte? Responderé: Cada
transgresión puede ser castigada hasta el grado, y con tanta severidad, como bastare para
hacer de ella un mal negocio para el ofensor, causar su arrepentimiento y, por el espanto,
apartar a los demás de tal acción. Cada ofensa que se llegare a cometer en el estado de
naturaleza puede en él ser castigada al igual, y con el mismo alcance, que en una nación.

13. A esa extraña doctrina -esto es: Que en el estado de naturaleza el poder ejecutivo de la
ley natural a todos asista- no dudo que se objete que hubiere sinrazón en que los hombres
fueran jueces en sus propios casos, pues el amor propio les hace parciales en lo suyo y de
sus amigos, y, por otra parte, la inclinación aviesa, ira y venganza les llevaría al exceso en
el castigo ajeno, de lo que sólo confusión y desorden podría seguirse; por lo cual Dios
ciertamente habría designado a quien gobernara, para restringir la parcialidad y vehemencia
de los hombres, sin dificultad concedo que la gobernación es apto remedio para los
inconvenientes del estado de naturaleza, que ciertamente serán grandes cuando los hombres
juzgaren en sus propios casos, ya que es fácil imaginar que el que fue injusto hasta el punto
de agraviar a su hermano, dudoso es que luego se trueque en tan justo que así mismo se
condene. Pero deseo que los que tal objeción formulan recuerden que los monarcas
absolutos no son sino hombres; y si el gobierno debe ser el remedio de males que
necesariamente se siguen de que los hombres sean jueces en sus propios casos, y el estado
de naturaleza no puede ser, pues tolerado, quisiera saber qué clase de gobierno será, y hasta
qué punto haya de mejorar el estado de naturaleza, aquél en que un hombre; disponiendo de
una muchedumbre, tenga la libertad de ser juez en su propio caso, y pueda obligar a todos
sus súbditos a hacer cuanto le pluguiere, sin la menor pregunta o intervención por parte de
quienes obran al albedrío de él; y si en cuanto hiciere, ya le guiaren razón, error o pasión,
tendrá derecho a la docilidad de todos, siendo así que en el estado de naturaleza los
hombres no están de tal suerte sometidos uno a otro, supuesto que en dicho estado si quien
juzga lo hiciere malamente, en su propio caso o en otro cualquiera, será por ello
responsable ante el resto de la humanidad.

14. (…) no cualquier pacto da fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino sólo el del
mutuo convenio para entrar en una comunidad y formar un cuerpo político; otras promesas
y pactos pueden establecer unos hombres con otros, sin por ello desamparar su estado de
naturaleza.

15. (…) Pero yo, por añadidura, afirmo que todos los hombres se hallan naturalmente en
aquel estado y en él permanecen hasta que, por su propio consentimiento, se hacen
miembros de alguna sociedad política.

CAPÍTULO III. DEL ESTADO DE GUERRA

(…) 19. Y esta es la obvia diferencia entre el estado de naturaleza y el de guerra, los cuales,
por más que los hubieren algunos confundido, son entre sí tan distantes como un estado de
paz, bienquerencia, asistencia mutua y preservación lo sea de uno de enemistad, malicia,
violencia y destrucción mutua. Los hombres que juntos viven, según la razón, sin común
superior sobre la tierra que pueda juzgar entre ellos, se hallan propiamente en estado de
naturaleza; Pero la fuerza, o el declarado propósito de fuerza sobre la persona de otro,
cuando no hay común superior en el mundo a cuyo auxilio apelar, estado es de guerra; y la
falta de tal apelación da al hombre el derecho de guerra contra el agresor, aunque éste en la
sociedad figure y sea su connacional. Falta de juez común con autoridad pone a todos los
hombres en estado de naturaleza; fuerza sin derecho sobre la persona del hombre crea un
estado de guerra tanto donde estuviere como donde faltare el juez común.

20. Pero cuando pasó la efectiva violencia, el estado de guerra cesa entre quienes se hallan
en sociedad e igualmente uno y otro sujetos al juez; y por tanto cuando en tales
controversias se pregunta "¿quién será juez?", no puede entenderse por ello que quién va a
decidir la controversia. Donde no hay juez en la tierra, la apelación va al Dios de los cielos.
Dicha pregunta, pues, no puede significar quién juzgará, si otro se ha puesto en estado de
guerra conmigo. De esto sólo yo puedo juzgar en mi propia conciencia, de lo que
responderé en el sumo día al Soberano Juez de los hombres todos.

CAPÍTULO V. DE LA PROPIEDAD

24. (…) Demostrar cómo los hombres pueden llegar a tener propiedad, en distintas partes,
de lo que Dios otorgó a la humanidad en común, y ello sin ninguna avenencia expresa de
todos los comuneros.

25. Dios, que diera el mundo a los hombres en común, les dio también la razón para que de
ella hicieran uso según la mayor ventaja de su vida y conveniencia. La tierra y cuanto en
ella se encuentra dado fue a los hombres para el sustento y satisfacción de su ser. Y aunque
todos los frutos que naturalmente rinde y animales que nutre pertenecen a la humanidad en
común, por cuanto los produce la espontánea mano de la naturaleza, y nadie goza
inicialmente en ninguno de ellos de dominio privado exclusivo del resto de la humanidad
mientras siguieren los vivientes en su natural estado, con todo, siendo aquéllos conferidos
para el uso de los hombres, necesariamente debe existir medio para que según uno u otro
estilo se consiga su apropiación para que sean de algún uso, o de cualquier modo proficuos,
a cualesquiera hombres particulares.

26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean a todos los hombres comunes, cada
hombre, empero, tiene una "propiedad" en su misma "persona". A ella nadie tiene derecho
alguno, salvo él mismo. El "trabajo" de su cuerpo y la "obra" de sus manos podemos decir
que son propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la
naturaleza le pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo
que de él es, y así se constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que
se hallaba por naturaleza, obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho
común de los demás hombres. Porque siendo el referido "trabajo" propiedad indiscutible de
tal trabajador, no hay más hombre que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde
hubiere de ello abundamiento, y común suficiencia para los demás.

27. El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de
los árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento es
suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo?, ¿cuándo lo dirigió, o cuando lo comió,
o cuando lo hizo hervir, o cuando lo llevó a casa, o cuando lo arrancó? Mas es cosa llana
que si la recolección primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel
trabajo pone una demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. Él les añade algo,
sobre lo que obrara la naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho
particular del recolector. ¿Y dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o
manzanas fuesen así apropiadas, por faltar el asentimiento de toda la humanidad a su
dominio? ¿Fue latrocinio tomar él por sí lo que a todos y en común pertenecía? Si tal
consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre de inanición, a pesar de la
abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por convenio en tal
estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del estado en que
lo dejara la naturaleza como empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera utilizable.
Así la hierba que mi caballo arrancó, los tepes que cortó mi sirviente y la mena que excavé
en cualquier lugar en que a ellos tuviere derecho en común con otros, se convierte en mi
propiedad sin asignación o consentimiento de nadie. El trabajo, que fue mío, al removerlos
del estado común en que se hallaban, hincó en ellos mi propiedad.

30. Tal vez se objete a esto que si recoger bellotas u otros frutos de la tierra, etc., determina
un derecho sobre los tales, podrá cualquiera acapararlos cuanto gustare. A lo que respondo
no ser esto cierto. La misma ley de naturaleza que por tales medios nos otorga propiedad,
esta misma propiedad limita. "Dios nos dio todas las cosas pingüemente". ¿No es esta la
voz de la razón, que la inspiración confirma? ¿Pero cuánto, nos ha dado "para nuestro
goce"? Tanto como cada quien pueda utilizar para cualquier ventaja vital antes de su
malogro, tanto como pueda por su trabajo convertir en propiedad. Cuanto a esto exceda,
sobrepuja su parte y pertenece a otros. Nada destinó Dios de cuanto creara a deterioro o
destrucción por el hombre.

31. Pero admitiendo ya como principal materia de propiedad no los frutos de la tierra y
animales que en ella subsisten, sino la tierra misma, como sustentadora y acarreadora de
todo lo demás, doy por evidente que también esta propiedad se adquiere como la anterior.
Toda la tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y cuyos productos pueda él usar,
será en tal medida su propiedad. Él, por su trabajo, la cerca, como si dijéramos, fuera del
común.

33. Dios a los hombres en común dio el mundo, pero supuesto que se lo dio para su
beneficio y las mayores conveniencias vitales de él cobraderas, nadie podrá argüir que
entendiera que había de permanecer siempre común e incultivado. Concediólo al uso de
industriosos y racionales, y el trabajo había de ser título de su derecho, y no el antojo o
codicia de los pendencieros y contenciosos. Aquel a quien quedaba lo equivalente para su
mejora, no había de quejarse, ni intervenir en lo ya mejorado por la labor ajena; si tal hacía,
obvio es que deseaba el beneficio de los esfuerzos de otro, a que no tenía derecho, y no la
tierra que Dios le diera en común con los demás para trabajar en ella, y donde quedaban
trechos tan buenos como lo ya poseído, y más de lo que él supiere emplear, o a que su
trabajo pudiere atender.

34. (…) Así que Dios, al mandar sojuzgar la tierra, autorizaba hasta tal punto la
apropiación. Y la condición de la vida humana, que requiere trabajo y materiales para las
obras, instauró necesariamente las posesiones privadas.

(…) 37. Cierto es que en los comienzos, antes de que el deseo de tener más de lo necesario
hubiera alterado el valor intrínseco de las cosas, que sólo depende de su utilidad en la vida
del hombre, o hubiera concertado que una monedita de oro, que cabía conservar sin mengua
o descaecimiento, valiera un gran pedazo de carne o una entera cosecha de trigo (aunque
tuvieran los hombres el derecho de apropiarse mediante su trabajo, cada uno para sí, de
cuantas cosas de la naturaleza pudiera usar), todo ello no había de ser mucho, ni en
perjuicio de otros, pues quedaba igual abundancia a los que quisieran emplear igual
industria.

38. Iguales normas gobernaban, también, la posesión de la tierra. Podría cualquier terrazgo
ser labrado y segado podían ser almacenados sus productos y usarse éstos antes de que
sufrieran menoscabo; este era peculiar derecho del hombre, dondequiera, que cercara; y
cuanto pudiese nutrir y utilizar, ganados y productos de ellos, suyos eran. Pero si las hierbas
de su cercado se pudrían en el suelo o perecía el fruto de lo por él plantado, sin recolección
y almacenamiento, aquella parte de la tierra, aun cercada, seguía siendo tenida por yerma y
podía ser posesión de otro.

40. Y no es tan extraño como, tal vez, antes de su consideración lo parezca, que la
propiedad del trabajo consiguiera llevar ventaja a la comunidad de tierras, pues ciertamente
es el trabajo quien pone en todo diferencia de valor; cada cual puede ver la diferencia que
existe entre un estadal plantado de tabaco o azúcar, sembrado de trigo o cebada, y un
estadal de la misma tierra dejado en común sin cultivo alguno, y darse cuenta de que la
mejora del trabajo constituye la mayorísima parte del valor. Creo que no será sino
modestísima computación la que declare que de los productos de la tierra útiles a la vida del
hombre, los nueve décimos son efecto del trabajo. Pero es más, si estimamos correctamente
las cosas según llegan a nuestro uso, y calculamos sus diferentes costes -lo que en ellos es
puramente debido a la naturaleza y lo debido al trabajo- veremos que en su mayor parte el
noventa y nueve por ciento deberá ser totalmente al trabajo asignado.

45. (…) Los hombres, al principio, en su mayor copia, contentábanse con aquello que la no
ayudada naturaleza ofrecía a sus necesidades; pero después, en algunos parajes del mundo,
donde el aumento de gentes y existencias, con el uso del dinero, había hecho que la tierra
escaseara y consiguiera por ello algún valor, las diversas comunidades establecieron los
límites de sus distintos territorios, y mediante leyes regularon entre ellas las propiedades de
los miembros particulares de su sociedad, y así, por convenio y acuerdo, establecieron la
propiedad que el trabajo y la industria empezaron. Y las ligas hechas entre diversos Estados
y Reinos, expresa o tácitamente, renunciando a toda reclamación y derecho sobre la tierra
poseída por la otra parte, abandonaron, por común consentimiento, sus pretensiones al
derecho natural común que inicialmente tuvieron sobre dichos países; y de esta suerte, por
positivo acuerdo, entre sí establecieron la propiedad en distintas partes del mundo

46. El mayor número de las cosas realmente útiles a la vida del hombre y que la necesidad
de subsistir hizo a los primeros comuneros del mundo andar buscando, son generalmente de
breve duración, de las que, no consumidas por el uso, será menester que se deterioren y
perezcan. El oro, plata y diamantes, cosas son valoradas por el capricho o un entendimiento
de las gentes, más que por el verdadero uso y necesario mantenimiento de la vida. Ahora,
bien a esas buenas cosas que la naturaleza nos procurara en común, cada cual tenía derecho
hasta la cantidad que pudiera utilizar. (…) Si daba parte de ello a cualquiera, de modo que
no pereciera inútilmente en su posesión, el beneficiado debía también utilizarlo. Y si
trocaba ciruelas, que se hubieran podrido en una semana, por nueces, que podían durar para
su alimento un año entero, no causaba agravio; no malograba las comunes existencias; no
destruía parte de esa porción de bienes que correspondían a los demás, mientras nada
pereciera innecesariamente en sus manos. Asimismo, si quería ceder sus nueces por una
pieza de metal, porque el color le gustare, o cambiar sus ovejas por cáscaras, o su lana por
una guija centelleante o diamante, y guardar esto toda su vida, no invadía el derecho ajeno;
podía amontonar todo el acervo que quisiera de esas cosas perpetuas; pues lo que
sobrepasaba los límites de su propiedad cabal no era la extensión de sus bienes, sino la
pérdida inútil de cualquier parte de ellos.

47. Y así se llegó al uso de la moneda, cosa duradera que los hombres podían conservar sin
que se deteriorara, y que, por consentimiento mutuo, los hombres utilizarían a cambio de
los elementos verdaderamente útiles, pero perecederos, de la vida.

48. Y dado que los diferentes grados de industria pudieron dar al hombre posesiones en
proporciones diferentes, vino todavía ese invento del dinero a aumentar la oportunidad de
continuar y extender dichos dominios. Supongamos la existencia de una isla, separada de
todo posible comercio con el resto del mundo, en que no hubiere más que cien familias,
pero con ovejas, caballos, vacas y otros útiles animales, sanos frutos y tierra bastante para
el trigo, que bastara a cien mil veces más habitantes, pero sin cosa alguna en aquel suelo -
porque todo fuera común o perecedero-, adecuada para suplir la falta dé la moneda. ¿Qué
motivo hubiera tenido nadie para ensanchar sus posesiones más allá del uso de su familia y
una provisión abundante para su consumo, ya de lo que su propia industria obtuviera, ya de
lo que le rindiera el trueque por útiles y perecederas mercancías de los demás? Donde no
existiere algo a la vez duradero y escaso, y de tal valor que mereciere ser atesorado, no
podrán los hombres ensanchar sus posesiones de tierras, por ricas que ellas sean y por libres
de tomarlas que estén ellos.

CAPÍTULO VII. DE LA SOCIEDAD POLÍTICA O CIVIL

87. El hombre, por cuanto nacido, como se demostró, con título a la perfecta libertad y no
sofrenado goce de todos los derechos y privilegios de la ley de naturaleza, al igual que otro
cualquier semejante suyo o número de ellos en el haz de la tierra, posee por naturaleza el
poder no sólo de preservar su propiedad, esto es, su vida, libertad y hacienda, contra los
agravios y pretensiones de los demás hombres, sino también de juzgar y castigar en los
demás las infracciones de dicha ley, según estimare que el agravio merece, y aun con la
misma muerte, en crímenes en que la odiosidad del hecho, en su opinión, lo requiriere. Mas
no pudiendo sociedad política alguna existir ni subsistir como no contenga el poder de
preservar la propiedad; y en orden a ello castigue los delitos de cuantos a tal sociedad
pertenecieren, en este punto, y en él sólo, será sociedad política aquella en que cada
uno de los miembros haya abandonado su poder natural, abdicando de él en manos de
la comunidad para todos los casos que no excluyan el llamamiento a la protección
legal que la sociedad estableciera. Y así, dejado a un lado todo particular juicio de cada
miembro particular, la comunidad viene a ser árbitro; y mediante leyes comprensivas e
imparciales y hombres autorizados por la comunidad para su ejecución, decide todas las
diferencias que acaecer pudieren entre los miembros de aquella compañía en lo tocante a
cualquier materia de derecho, y castiga las ofensas que cada miembro haya cometido contra
la sociedad, según las penas fijadas por la ley; por lo cual es fácil discernir quiénes están, y
quiénes no, unidos en sociedad política. Los que se hallaren unidos en un cuerpo, y tuvieren
ley común y judicatura establecida a quienes apelar, con autoridad para decidir en las
contiendas entre ellos y castigar a los ofensores, estarán entre ellos en sociedad civil; pero
quienes no gozan de tal común apelación, quiero decir en la tierra, se hallan todavía en el
prístino estado natural, donde cada uno es, a falta de otro, juez por sí mismo y ejecutor; que
así se perfila, como antes mostré, el perfecto estado de naturaleza.

88. Y de esta suerte la nación consigue el poder de fijar qué castigo corresponderá a las
diversas transgresiones que fueren estimadas sancionables, cometidas contra los miembros
de aquella sociedad (lo cual es el poder legislativo), así como tendrá el poder de castigar
cualquier agravio hecho a uno de sus miembros por quien no lo fuere (o sea el poder de paz
y guerra); y todo ello para la preservación de la propiedad de los miembros todos de la
sociedad referida, hasta el límite posible. Pero dado que cada hombre ingresado en sociedad
abandonara su poder de castigar las ofensas contra la ley de naturaleza en seguimiento de
particular juicio, también, además del juicio de ofensas por él abandonado al legislativo en
cuantos casos pudiere apelar al magistrado, cedió al conjunto el derecho de emplear su
fuerza en la ejecución de fallos de la república; siempre que a ello fuere llamado, pues esos,
en realidad, juicios suyos son, bien por él mismo formulados o por quien le representare. Y
aquí tenemos los orígenes del poder legislativo y ejecutivo en la sociedad civil, esto es, el
juicio según leyes permanentes de hasta qué punto las ofensas serán castigadas cuando
fueren en la nación cometidas; y, también, por juicios ocasionales, fundados en
circunstancias presentes del hecho, hasta qué punto los agravios procedentes del exterior
deberán ser vindicados; y en uno como en otro caso emplear, si ello fuere menester, toda la
fuerza de todos los miembros.

89. Así, pues, siempre que cualquier número de hombres de tal suerte en sociedad se junten
y abandone cada cual su poder ejecutivo de la ley de naturaleza, y lo dimita en manos del
poder público, entonces existirá una sociedad civil o política. Y esto ocurre cada vez que
cualquier número de hombres, dejando el estado de naturaleza, ingresan en sociedad para
formar un pueblo y un cuerpo político bajo un gobierno supremo: o bien cuando cualquiera
accediere a cualquier gobernada sociedad ya existente, y a ella se incorporare. Porque por
ello autorizará a la sociedad o, lo que es lo mismo, al poder legislativo de ella, a someterle a
la ley que el bien público de la sociedad demande, y a cuya ejecución su asistencia, como la
prestada a los propios decretos, será exigible. Y ello saca a los hombres del estado de
naturaleza y les hace acceder al de república, con el establecimiento de un juez sobre la
tierra con autoridad para resolver todos los debates y enderezar los entuertos de que
cualquier miembro pueda ser víctima, cuyo juez es el legislativo o los magistrados que
designado hubiere. Y siempre que se tratare de un número cualquiera de hombres,
asociados, sí, pero sin ese poder decisivo a quien apelar, el estado en que se hallaren será
todavía el de naturaleza.

90. Y es por ello evidente que la monarquía absoluta, que algunos tienen por único
gobierno en el mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y así no puede
ser forma de gobierno civil alguno. Porque siendo el fin de la sociedad civil educar y
remediar los inconvenientes del estado de naturaleza (que necesariamente se siguen de
que cada hombre sea juez en su propio caso), mediante el establecimiento de una
autoridad conocida, a quien cualquiera de dicha sociedad pueda apelar a propósito de
todo agravio recibido o contienda surgida, y a la que todos en tal sociedad deban
obedecer, cualesquiera personas sin autoridad de dicho tipo a quien apelar, y capaz de
decidir las diferencias que entre ellos se produjeren, se hallarán todavía en el estado
de naturaleza: y en él se halla todo príncipe absoluto con relación a quienes se
encontraren bajo su dominio.

91. Porque entendiéndose que él reúne en sí todos los poderes, el legislativo y el ejecutivo,
en su persona sola, no es posible hallar juez, ni está abierta la apelación a otro ninguno que
pueda justa, imparcialmente y con autoridad decidir, y de quien alivio y enderezamiento
pueda resultar a cualquier agravio o inconveniencia causada por el príncipe, o por su orden
sufrida.

93. (…) Porque si tal vez se preguntare qué seguridad, qué defensa habrá en tal estado
contra la violencia y opresión de su gobernante absoluto, apenas si ésta misma pregunta
podrá ser tolerada. Pronto estarán a deciros que el sólo pedir seguridad merece la muerte.
Entre súbdito y súbdito, os concederán, deben existir reglas, leyes y jueces para su mutua
paz y seguridad. Pero el gobernante debe ser absoluto y estar por encima de tales
circunstancias; y pues tiene poder para causar mayor daño y perjuicio, cuando él lo hace
justo. Preguntar cómo podríais guardaros de daño o agravio por aquella parte en que fuera
obra de la mano más poderosa, sería al punto voz facciosa y rebelde. Es como si los
hombres, al abandonar el estado de naturaleza y entrar en la sociedad hubieren convenido
que todos, salvo uno, se hallarían bajo la sanción de las leyes; pero que el exceptuado
retendría aún la libertad entera del estado de naturaleza, aumentada con el poder y
convertida en disoluta por la impunidad.

94. (…) y el pueblo, al hallar que sus propiedades no estaban seguras bajo el gobierno tal
cual se hallaba constituido (siendo así que el gobierno no tiene más fin que la preservación
de la propiedad), jamás pudo sentirse seguro ni en sosiego, ni creerse en sociedad civil,
hasta que el poder legislativo fue asignado a entidades colectivas, llámeselas senado,
parlamento o como mejor pluguiere, por cuyo medio la más distinguida persona quedó
sujeta, al igual que los más mezquinos, a esas leyes que él mismo, como parte del poder
legislativo, había sancionado; ni nadie pudo ya, por autoridad que tuviere, evitar la fuerza
de la ley una vez promulgada ésta, ni por alegada superioridad instar excepción, que
supusiera permiso para sus propios desmanes o los de cualquiera de sus dependientes.
Nadie en la sociedad civil puede quedar exceptuado de sus leyes. Porque si algún hombre
pudiere hacer lo que se le antojare y no existiera apelación en la tierra para la seguridad o
enderezamiento de cualquier daño por él obrado, quisiera yo que se me dijere si no estará
todavía el tal en perfecto estado de naturaleza.
Jean- Jacques Rousseau (1712-1778)

DISCURSO SOBRE EL ORIGEN DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS


HOMBRES (1755)

SEGUNDA PARTE

El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló
gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género
humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o
cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que
los frutos son de todos y la tierra de nadie!» Pero parece que ya entonces las cosas habían
llegado al punto de no poder seguir más como estaban, pues la idea de propiedad,
dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que sólo pudieron nacer sucesivamente, no
se formó de un golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir
ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de época en época,
antes de llegar a ese último límite del estado natural.

El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su


conservación. Los productos de la tierra le proveían de todo, lo necesario; el instinto le
llevó a usarlos. El hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesivamente diferentes
modos de existir, y hubo uno que le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación,
desprovista de todo sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente animal;
satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo nada era para la
madre en cuanto podía prescindir de ella. Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue
la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas los
dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien
pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura de los árboles, que
le impedía coger sus frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos
para alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó a
aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la
lucha. Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se
hallaron en sus manos. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en
caso necesario con los demás animales, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a
resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.

A medida que se extendió el género humano, los trabajos se multiplicaron con los hombres.
La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla
en sus maneras de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos, los ardientes
estíos, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar y
de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e ictiófagos. En los
bosques construyéronse arcos y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los países fríos
se cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un volcán o
cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno;
aprendieron a conservar este elemento y después a reproducirlo, y, por último, a preparar
con él la carne, que antes devoraban cruda.

Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros debió naturalmente de


engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, que
nosotros expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento,
temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una especie de
reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más
necesarias a su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su superioridad


sobre los demás animales haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en
engañarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha o en rapidez
en la carrera, con el tiempo se hizo dueño de los que podían servirle y azote de los que
podían perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo suscitó el primer
movimiento de orgullo;

Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para nosotros, y aunque no tuviera con
ellos mayor comercio que con los otros animales, no fueron olvidados en sus
observaciones. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su hembra y él
mismo, le hicieron juzgar las que no percibía; viendo que todos se conducían como él se
hubiera conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir era
enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una vez arraigaba en su
espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro y más vivo que la dialéctica, las
reglas de conducta que, para ventaja y seguridad suya, más le convenía observar con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones
humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por interés común, debía contar con la
ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que la concurrencia debía
hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía a ellos en informe rebaño, o cuando
más por una especie de asociación libre que a nadie obligaba y que sólo duraba el tiempo
que la pasajera necesidad que la había formado; en el segundo, cada cual buscaba su
provecho, bien a viva fuerza si creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidad si sentíase
el más débil.

He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea rudimentaria de
compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en la medida que podía
exigirlos el interés presente y sensible, pues la previsión nada era para ellos, y, lejos de
preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban en el día siguiente. ¿Tratábase de
cazar un ciervo? Todos comprendían que para ello debían guardar fielmente su puesto; pero
si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe duda que la perseguiría sin ningún
escrúpulo y que, cogida su presa, se cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a
sus compañeros. Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un lenguaje
mucho más refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco más o menos
del mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer el lenguaje universal
gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos; unidos a esto en cada
región algunos sonidos articulados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es
muy fácil de explicar, formáronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas.

Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Bien pronto los
hombres, dejando de dormir bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una
especie de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera, cavar la
tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en seguida aprendieron a
endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una primera revolución, que originó el
establecimiento y la diferenciación de las familias e introdujo una especie de propiedad, de
la cual quizá nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los
más fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse viviendas, porque
sentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los débiles hallaron más fácil y más
seguro imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían
cabañas, ninguno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le
perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no podía apoderarse de ella sin
exponerse a una viva lucha con la familia que la ocupaba.

Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de cosas
que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito de
vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor
conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida
cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. Entonces fue cuando
se estableció la primer diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces
habían vivido de la misma manera. Las mujeres hiciéronse más sedentarias y se
acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar
la común subsistencia. Con una vida un poco más blanda, los dos sexos empezaron a perder
algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo separadamente se halló menos
capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistencia común.
En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y
los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una
extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas, comodidades que sus padres
no habían conocido. Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer
fuente de males que prepararon a sus descendientes; pues, además de que así continuaron
debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdido esas comodidades, por la
costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privación de ellas
fue mucho más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser feliz poseyéndolas,
perdiéndolas érase desgraciado.

Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de la palabra se estableció o se


perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aun se puede conjeturar cómo
diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar su progreso haciéndole
ser más necesario. Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de
precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y cortaron en islas
porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a
vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que entre los que erraban
libremente en los bosques de la tierra firme.

Errantes hasta aquí en los bosques, los hombres, habiendo adquirido una situación más
estable, van relacionándose lentamente, se reúnen en diversos agrupamientos y forman en
fin en cada región una nación particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por
reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentación y por la influencia
del clima. Una permanente vecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relación
entre diferentes familias. Jóvenes de distinto sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero
comercio que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y más
permanente por la mutua frecuentación. Habitúanse a considerar diversos objetos y a hacer
comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de mérito y de belleza que producen
sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todavía. Un
sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en
furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de
las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.

A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el espíritu y el corazón se ejercitan,
la especie humana sigue domesticándose, las relaciones se extienden y se estrechan los
vínculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, al pie de un gran
árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la diversión o,
mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupados y ociosos. Cada cual
empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo
un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más
diestro o el más elocuente, fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la
desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por
una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, y la fermentación
causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la
inocencia.

Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se formó en su


espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue
posible que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun
entre los salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un
ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de su
persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo, como cada
cual castigaba el desprecio que se lo había inferido de modo proporcionado a la estima que
tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He
ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos
son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas y observado cuán
lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la
conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para
dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando,
colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestias que de las nefastas
luces del hombre civil, y limitado igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del
mal que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por nada, hacer
daño a nadie, ni aun después de haberlo él recibido.

(…) empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno,
antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que convenía
al puro estado de naturaleza no era la que convenía a la sociedad naciente; que era
necesario que los castigos fueran más severos a medida que las ocasiones de ofender eran
más frecuentes; que el terror de las venganzas tenía que ocupar el lugar del freno de las
leyes. Así, aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera
experimentado alguna alteración, este período del desenvolvimiento de las facultades
humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante
actividad de nuestro amor propio, debió de ser la época más feliz y duradera. Cuanto más se
reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el
mejor para el hombre, del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por el
bien común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados casi
todos en ese estado, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer
siempre en él; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos
ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo; en
realidad, hacia la decrepitud de la especie.

Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas cabañas; mientras se limitaron a coser
sus vestidos de pieles con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con plumas y
conchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y
sus flechas, a tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios
instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a trabajos que uno solo
podía hacer y a las artes que no requerían el concurso de varias manos, vivieron libres,
sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su naturaleza y siguieron
disfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi
hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo
poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue
necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar
con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las
cosechas la esclavitud y la miseria. La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo
desenvolvimiento produjo esta gran revolución.

La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano a
dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el
hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el número de
obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la común subsistencia, sin haber por
eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro,
los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para multiplicar los alimentos.
De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los
metales y multiplicar sus usos. Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto,
y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a
cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los
hombres ya habían empezado a pensar en el porvenir, y como todos tenían algo que perder,
no había ninguno que no tuviera que temer para sí la represalia de los daños que podía
causar a otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de
la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que
para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que su trabajo. Es
el trabajo únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que
ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta
la cosecha, y así de año en año; lo que, constituyendo una posesión continua, se transforma
fácilmente en propiedad.

En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes hubieran
sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los productos
alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporción, que nada
mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte hacía más obra; el más hábil sacaba mejor
partido de lo suyo; el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador
necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y trabajando todos igualmente, unos ganaban
más mientras otros, apenas podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se
desenvuelve insensiblemente con la de combinación, y las diferencias entre los hombres,
desarrolladas por las que originan las circunstancias, hácense más sensibles, más
permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la misma proporción sobre la suerte de
los particulares.

He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego,


interesado el amor propio, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección
de que es susceptible. Siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración,
bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el propio interés, aparecer
distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes,
y de esta diferencia nacieron la ostentación imponente, la astucia engañosa y todos los
vicios que forman su séquito. Por otra parte, de libre e independiente que era antes el
hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido, por así decir, a la
naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de los cuales se convierte en esclavo aun
siendo su señor: rico, necesita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le
impide prescindir de aquéllos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su
suerte y hacerles hallar su propio interés, en realidad o en apariencia, trabajando en
provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros,
y le pone en la necesidad de engañar a todos aquellos que necesita, cuando no puede
hacerse temer de ellos y no encuentra ningún interés en servirlos útilmente. En fin; la voraz
ambición, la pasión por aumentar su relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad
que para elevarse por encima de los demás, inspira a todos los hombres una negra
inclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que,
para herir con más seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una
palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el
oculto deseo de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el
primer efecto de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente.

Antes de haberse inventado los signos representativos de las riquezas, éstas no podían
consistir sino en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían
poseer. Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión, hasta el
punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse más
sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna porque la debilidad o la
indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se vieron obligados a recibir o arrebatar
de manos de los ricos su subsistencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cada
uno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Los ricos, por su parte,
apenas conocieron el placer de dominar, rápidamente desdeñaron los demás, y, sirviéndose
de sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la servidumbre, no pensaron más
que en subyugar y esclavizar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que,
habiendo gustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y sólo quieren
devorar hombres. De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más
miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, según
ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de
este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones
desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia,
hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del más fuerte y el
del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates
y crímenes. La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra; el género
humano, envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las
desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vilipendio, por el
abuso de las facultades que le honran, se puso a sí mismo en vísperas de su ruina.

No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una
situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos
debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas
consecuencias sólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los
bienes particulares. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus
usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un derecho, precario y
abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin que tuvieran
derecho a quejarse. Aquellos mismos que sólo se habían enriquecido por la industria no
podían tampoco ostentar sobre su propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he
construido este muro; he ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contestar:
«¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a nuestras expensas
un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis que multitud de hermanos
vuestros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, y que necesitabais el
consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiaros de la común
subsistencia lo que excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdaderas para
justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente a un particular,
pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo contra todos, y no pudiendo, a
causa de sus 41 mutuas rivalidades, unirse a sus iguales contra los enemigos unidos por el
ansia común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió al fin el proyecto más
premeditado que haya nacido jamás en el espíritu humano: emplear en su provecho las
mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles
otras máximas y darles otras instituciones que fueran para él tan favorables como adverso
érale el derecho natural. Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de una
situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan onerosas sus propiedades como
sus necesidades, y en la cual nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza,
inventó fácilmente especiosas razones para conducirlos al fin que se proponía. «Unámonos
-les dijo- para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y
asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de justicia y
de paz que todos estén obligados a observar, que no hagan excepción de nadie y que
reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al
débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra
nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo que nos gobierna con sabias leyes,
que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los enemigos
comunes y nos mantenga en eterna concordia »

Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para decidir a hombres
toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían demasiadas cuestiones entre ellos para
poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambición para poderse pasar sin amos.
Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con
bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían de la
experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los más capaces de prever los abusos eran
precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era
preciso resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, del mismo
modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.

Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al
débil y nuevas fuerzas al rico, aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo
tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un
derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el
género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria

(…) Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas revoluciones,


hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer
término; el segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la mudanza del
poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado
por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera, el de señor y
esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el término a que conducen en fin todos
los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen
a su forma legítima.

(…)el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de tal modo por el corazón y por las
inclinaciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de uno reduciría al otro a la
desesperación. El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, sólo pretende vivir y
permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima a su profunda
indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por el contrario, siempre activo, suda, se
agita, se atormenta incesantemente buscando ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja
hasta la muerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la
inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes desprecia, y
nada excusa para conseguir el honor de servirlos; alábase altivamente de su protección y se
envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que
no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo para un caribe los trabajos penosos y
envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas crueles muertes preferiría este indolente
salvaje al horror de semejante vida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien
dulcifica! Mas para que comprendiese el objeto de tantos cuidados sería necesario que estas
palabras de poderío y reputación tuvieran en su espíritu cierto sentido; que supiera que hay
una especie de hombres que tienen en mucha estima las miradas del resto del mundo, que
saben ser felices y estar contentos de sí mismos guiándose más por la opinión ajena que por
la suya propia. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje
vive en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión
de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia
existencia. No entra en mi objeto demostrar cómo nace de tal disposición la indiferencia
para el bien y para el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; cómo,
reduciéndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida:
honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al
fin el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando a los demás lo que somos
y no atreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de
tanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes, sólo tenemos un exterior
frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Tengo
suficiente con haber demostrado que ése no es el estado original del hombre y que sólo el
espíritu de la sociedad y la desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas nuestras
inclinaciones naturales.

De esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de


naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los
progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y
de las leyes. Dedúcese también que la desigualdad moral, autorizada únicamente por el
derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual
proporción con la desigualdad física, distinción que determina de modo suficiente lo que se
debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos los pueblos civilizados,
pues va manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la
defina, que un niño mande sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que
un puñado de gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece de
lo necesario.

El contrato social. Principios de derecho político (1762)

LIBRO PRIMERO

CAPITULO I: Asunto de este primer libro

El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal
cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos.
¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede 'hacerlo legítimo? Creo poder
resolver esta cuestión. Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva,
diría: mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el
momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando
su libertad por el mismo derecho que se le arrebató, o está fundado el recobrarla, o no lo
estaba el "habérsela quitado". Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a
todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente,
está, pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones

CAPÍTULO VI: Del pacto social


(…)"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la
persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema
fundamental, al cual da solución el Contrato social.

Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con
que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce
inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de
este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que
así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad,
y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros
Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus
semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se
llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y
súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden
frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean
en toda su precisión.

En efecto; conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es darle


la extensión máxima de que es susceptible? ¿Puede no ponérsele límites a este derecho?
¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para considerarse dueño de él? ¿Bastará
tener la fuerza necesaria para apartar un momento a los demás hombres, para quitarles el
derecho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de un territorio
inmenso y privar de él a todo el género humano sin que esto constituya una usurpación
punible, puesto que quita al resto de los hombres la habitación y los alimentos que la
Naturaleza les da en común?

Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la comunidad a los
particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace sino asegurarles la legítima posesión de los
mismos, cambiar la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad.
Entonces, siendo considerados los poseedores como depositarios del bien público,
respetados los derechos de todos los miembros del Estado y mantenidos con todas sus
fuerzas el extranjero, por una cesión ventajosa al público, y más aún a ellos mismos,
adquieren, por decirlo así, todo lo que han dado.

LIBRO SEGUNDO CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable

La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es


que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin de su
institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha
hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses
es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes intereses que
forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se armonizasen todos ellos,
no hubiese podido existir ninguna sociedad. Ahora bien; sólo sobre este interés común debe
ser gobernada la sociedad. Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la
voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo,
no puede ser representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido,
mas no la voluntad. En efecto: si bien no es imposible que una voluntad particular
concuerde en algún punto con la voluntad general, sí lo es, al menos, que esta armonía sea
duradera y constante, porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y
la voluntad general a la igualdad.

CAPÍTULO II: La soberanía es indivisible Por la misma razón que la soberanía no es


enajenable es indivisible; porque la voluntad es general o no lo es: es la del cuerpo del
pueblo o solamente de una parte de él. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto
de soberanía y hace ley; en el segundo, no es sino una voluntad particular o un acto de
magistratura: es, a lo más, un decreto.

CAPÍTULO VI: De la ley

Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo
sometido a las leyes debe ser su autor; no corresponde regular las condiciones de la
sociedad sino a los que se asocian. Mas ¿cómo la regulan? ¿Será de común acuerdo, por
una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político un órgano para enunciar sus voluntades?
¿Quién le dará la previsión necesaria para formar con ellas las actas y publicarlas
previamente, o como las pronunciará en el momento necesario? Una voluntad ciega, que
con frecuencia no sabe lo que quiere, porque rara vez sabe lo que le conviene, ¿cómo
ejecutaría, por sí misma, una empresa tan grande, tan difícil, como un sistema de
legislación? El pueblo, de por sí, quiere siempre el bien; pero no siempre lo ve. La voluntad
general es siempre recta: mas el juicio que la guía no siempre es claro. Es preciso hacerle
ver los objetos tal como son, y algunas veces tal como deben parecerle: mostrarte el buen
camino que busca; librarle de las seducciones de las voluntades particulares; aproximar a
sus ojos los lugares y los tiempos; contrarrestar el atractivo de las ventajas presentes y
sensibles con el peligro de los males alejados y ocultos. Los particulares ven el bien que
rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan igualmente guías. Es preciso
obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón; es preciso enseñar al otro a
conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y
de la voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en fin, la
mayor fuerza del todo.

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