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XXXIX Convegno Internazionale di Americanistica.

Perugia 3-8 Maggio 2017

Plurinacionalidad y Derechos Humanos en el manejo participado del sitio UNESCO


de Tiwanaku (Bolivia): una aproximación desde la etnografía arqueológica.

Francesco Orlandi Barbano


(Department of Archaeology, University of Exeter – Centro Studi Americanistici ‘Circolo Amerindiano’ Onlus)

[*] Establecer el consenso sobre lo qué es el patrimonio cultural de una comunidad y

quiénes tienen derecho a su acceso y disfrute representa uno de los temas centrales para

entender cambios y continuidades en la relación entre estados y pueblos indígenas en

América Latina. En esta ponencia me centraré en un caso paradigmático y en cierta

medida paradójico. El complejo arqueológico de Tiwanaku no es solamente uno de los

sitios prehispánicos más conocidos de América, sino que su materialidad, y la memoria

que esta nos trae, están profundamente conectadas con el territorio que hoy en día se

conoce como Estado Plurinacional de Bolivia. A través de esto es posible contar una

historia de la relación entre derechos humanos y patrimonios culturales como sistema

práctico-discursivo multi-temporal que atraviesa diferentes escalas de identificación,

desde la producción de localidades étnico-identitarias, a la reformulación del estado, a la

dimensión global y cosmopolítica. Tiwanaku es un sitio de sentimientos entrelazados: es

la mayor atracción e industria turística del país, el lugar donde se manifiesta teatralmente

la participación política indígena en la vida cultural y política del estado, y también el sitio

donde se visualizan nuevas dinámicas de poder inherentes a la afirmación de un

movimiento indígena de gobierno.

[*] Lo que propongo es una lectura híbrida de la historia de Tiwanaku desde la etnografía

arqueológica: esto es, una investigación sobre las relaciones materiales y sensoriales que

gravitan alrededor de lugares cargados con memorias colectivas, para rescatar la

conflictividad inherente a estas relaciones y que suele ser eclipsada por las políticas de

patrimonialización dominantes. Por un lado, se recorrerá la temporalidad linear de los


eventos socio-políticos que caracterizaron la relación entre el sitio y su territorio, por otro

se mezclará este desarrollo histórico con la temporalidad fluida de las memorias de

quienes viven el sitio a diario y con quienes tuve el gusto de conversar durante un breve

estadía de investigación. Como espero quedará manifiesto, lo que está en juego para un

enfoque al patrimonio cultural desde y para los derechos humanos, es el encuentro entre

lo material y lo comunitario de lo que antiguamente venía llamado Taypi Qala - en Aymara

‘La Piedra del Medio’.

[*] Evidencias arqueológicas sitúan el periodo de mayor florecimiento del centro urbano de

Tiwanaku, y de expansión de la cultura homónima, entre el quinto y el décimo siglo.

Sucesivamente, el sitio permaneció en la memoria de los habitantes de la región, hasta

que fue ocupado por los Inkas en el siglo XV. Tiwanaku sirvió de fuente de legitimación

divina para los soberanos Incaicos, siendo esta majestuosa ciudad a orillas del sagrado

lago Titicaca relacionada con las cosmogonías andinas.

[*] O por lo menos esto es lo que nos transmiten las primeras Crónicas de la Conquista.

En particular, la Suma y Narración de los Incas (1551) de Juan de Betanzos, las Crónicas

del Perú (1553) de Cieza de León, la Historia de los Incas (1572) de Sarmiento de

Gamboa proporcionan las primeras, fascinantes, descripciones de las ruinas junto con las

interpretaciones que de éstas daban sus habitantes. Ya entrados en el siglo XVII, y en

pleno proceso de extirpación de idolatrías, el cronista mestizo Juan de Santa Cruz

Pachacuti Yamqui Salcamayhua muestra como temporalidades distintas se estaban

entrecruzando desde las historias y la materia de Tiwanaku: cuenta el mito de la creación

del mundo social en Tiwanaku y la conversión de su gente primordial en piedra, ya

reportada por Betanzos y Sarmiento, pero Viracocha esta vez es asociado con el Apóstol

Santo Tomás, el cual llegado a Tiahuanaco convierte a sus habitantes en las piedras que
‘hasta el día de hoy se echa[n] ber’ porque estando ocupados con ‘sus borracheras y

bayles’ no habían prestado atención a su palabras.

Tanto por curiosidad sobre la antigüedad de las ruinas como por deberes de oficio

administrativo, estos autores trabajan por transferir el tiempo mítico, narrado por vía oral e

inscrito en la memoria de las piedras, en su temporalidad bíblica, escrita en papel,

europea y colonial. Para poder ser pensadas estas ruinas tenían que ser traducidas en los

términos de una historia y cultura conocidas, y supuestamente universales. La relación

ancestral entre ruinas y comunidades era de hecho una idolatría que tenia que ser

extirpada, un disciplinamiento que encuentra su dimensión material, pero también su

resistencia en términos vernaculares, en la explotación de las piedras del sitio para

edificar la iglesia y la plaza del pueblo.

[*] Aun así, el texto de Salcamayhua, con interesantes parecidos a la obra de Waman

Puma de Ayala, muestra que en este juego de traducciones nada es perfecto, algo se

escapa del sentido común que es impuesto desde arriba y que sobrevive en las prácticas

cotidianas y en las relaciones íntimas e inter-subjectivas; en este caso, las cosas del

pasado ‘siempre suelen parlar’ a los habitantes de Tiwanaku no obstante el esfuerzo

colonial de acallarlas.

[*] En el trascurso de una entrevista, las memorias nos llevaron hasta estos eventos que

aparentemente mantienen una relación lejana con las circunstancias del presente. El

antepasado de la entrevistada participó de la construcción del pueblo de Tiahuanaco

espoliando las piedras de las ruinas, pero esta participación estaba vinculada a la

preservación de otro lugar sagrado. Esta historia le permite encontrar un elemento de

unión entre el área arqueológica y el pueblo y de esta manera sustentar su reivindicación

a participar en el manejo en cuanto vecina: estas piedras espoliada del sitio para construir
la iglesia son la prueba material de que pueblo y ‘ruinas’ están fuertemente vinculados,

aunque las políticas de gestión patrimonial tiendan a segmentar lo puramente indígena de

lo mestizo.

[*] Un nuevo tipo de extirpación de idolatrías y de separación entre lo material y

comunitario se desencadena con las independencias y el establecimiento de los estados

nacionales. En la visión del tiempo secularizada fomentada por las ideas ilustradas, la

temporalidad universal es la de la naturaleza, mientras que la visión disciplinante del

régimen colonial se remplaza con la normativación de la ciudadanía en el estado nacional.

El deseo de organizar un estado moderno, ordenado y orientado hacia el futuro, se

transfiere también a la relación con los restos materiales del pasado; y una concepción

nueva, la de patrimonio, empieza a desarrollarse en la forma de entender la ciudadanía.

Las primeras leyes para la definición del patrimonio nacional boliviano se promulgaron en

1906, a raíz de una queja formal presentada por Max Uhle, padre de la arqueología

andina, quien lamentaba las condiciones de abandono en que vertía el sitio de Tiwanaku.

Ésta reglamentación sancionaba la propiedad estatal sobre Tiwanaku, el expropio de

terrenos alrededor de las ruinas, y la creación de un museo regional.

Escribiendo en 1911, el arqueólogo Adolph Bandelier presentaba un relato del estado del

sitio a principio de siglo y, lo que merece aún más interés, es su mirada crítica para con

los habitantes. En este artículo Bandelier se alegraba por la presencia del pequeño

museo, teniendo en cuenta, escribe, ‘el carácter de la gente y la dificultad de recolección y

conservación de las reliquias del pasado’. Según el investigador ‘en relación a modos de

vida y grado de suciedad [los habitantes de Tiahuanaco] son como todos los demás

[indios], tan poco inclines a los blancos como hostiles al progreso, igual que cualquier otro

de la misma manada. Su respeto hacia las reliquias del pasado es mínimo, aun así cada

vez que un extranjero intenta hacerse con éstas, ellos oponen resistencia mientras se
afanan para vender las antigüedades que ellos mismos han podido recolectar, sin que les

importe desfigurar o incluso destruir los monumentos’. Otro motivo de ansiedad para

Bandelier es el hecho de que los nativos acudieran a celebrar la fiesta del pueblo a la

pirámide de Akapana, y allí ‘jugaban como niños, comerciando frutas entre ellos,

construyendo casitas de juguete, y sobre todo, tomando harto alcohol’. Otra vez bailes y

borracheras son las idolatrías que tienen que ser extirpadas para establecer una relación

correcta y disciplinada con el pasado.

[*] Entrando en los años treinta de Novecientos el tema de la conservación de Tiwanaku

se politiza. La coincidencia entre la guerra contra el Paraguay, agitaciones sociales, e

interés científico y esotérico hacia las ruinas dio lugar al Gran Proyecto de la Arqueología

Boliviana ideado por Arturo Posnasky. Dentro de este marco una Resolución Suprema de

1932 otorgaba al arqueólogo estadounidense Wendell Bennett un permiso especial de

excavación, y el año siguiente otro decreto autorizaba la expropiación de otros terrenos

alrededor de las ruinas. Con este proyecto se cumple la ruptura entre el sitio y su entorno

comunitario, un reflejo, si quieren, de la invisibilidad política y de la condición de extrema

marginalidad social vivida por la mayoría de la población indígena del país, sometida a un

régimen de semi-esclavitud en las haciendas patronales, condenada a desaparecer frente

a la avanzada del progreso, y encima acusada de no saber cuidar debidamente las ruinas

de sus antepasados. Estableciendo normas de conducta y fijando en la prehistoria la

componente nativa del patrimonio nacional, el indígena venia a ser constituido como

sujeto subalterno del estado.

[*] En las memorias que pude recolectar a lo largo de mi encuesta, un elemento material

recurrente es el proceso de enmallamiento (o alambramiento) con el cual, para muchas de

las personas entrevistadas, empezó oficialmente el cuidado profesional del patrimonio. El


proceso de racionalización del cuidado sobre el área es una zona de fricción

materializada en la presencia de una barrera entre pueblo, comunidades y área

arqueológica. Es la separación en sí que crea el patrimonio como recurso explotable: el

patrimonio ya no es algo que forma parte del paisaje cotidiano o ceremonial, sino un lugar

extranjero del que hay que tomar distancia para que pueda dar sus beneficios y para que

pueda ser entendido a través de la herramienta de la arqueología. Esta distancia no es

solo física/espacial sino también temporal/espiritual: esas piedras que ya eran de los

antepasados pero servían en el presente como parte activa de las relaciones

comunitarias, con el proceso de enmallado ya no sirven, esas piedras ya no participan, ya

no se comunican si no por medio de las explicaciones proporcionadas por los técnicos.

[*] Las disputas alrededor de las piedras de Tiwanaku en los años Treinta vislumbraban

los desarrollos del contexto socio-político boliviano que culminarían con la revolución

criolla de 1952. La búsqueda de unas raíces prehispánicas puramente bolivianas forma

parte de las políticas culturales del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y

puede leerse en continuidad con el periodo anterior. Sin embargo, la discontinuidad es sin

lugar a dudas dada por la Reforma Agraria: se desarticula el modelo de hacienda y se

fomenta la conversión de los campesinos indígenas en pequeños propietarios. En pos de

la unidad nacional y de una ciudadanía homogénea, se afirma el modelo asimalacionista,

dominante en todo el continente a partir de mediados del siglo XX. El punto de encuentro

entre políticas indigenistas y patrimoniales es representado por Carlos Ponce Sanjines,

hombre fuerte del MNR, designado secretario del Instituto Indigenista Boliviano y desde

1958 al mando del Centro de Investigaciones Arqueológicas de Tiwanaku (CIAT),

institución que propiciaría la educación arqueológica y patrimonial de los muchos

tiwanaqueños que participaron en distintos proyectos nacionales e internacionales.


Sin embargo, el sufrimiento de los miembros de las comunidades obligados a trabajar de

peón en las excavaciones no se tiene en cuenta a la hora de considerar qué tipo de

patrimonio es necesario preservar, y qué historias comunes es necesario recordar. Como

me contaba un anciano artesano de la comunidad de K’asa Achuta al preguntarle qué

opinión tenia sobre los actuales trabajos en los que están involucrados los miembros de

las comunidades, mucho ha cambiado desde los tiempos en que él trabajaba de peón en

los proyectos de Ponce.

[*] En los años ‘70 Tiwanaku se vuelve escenario político del insurgente movimiento

katarista indianista. Esta vez son los propio intelectuales indígenas que se apropian del

capital simbólico del sitio. El Manifiesto de Tiwanaku de 1973 firmado por varias

asociaciones campesinas e indígenas del país, pone a desnudo los límites de la Reforma

Agraria y del liberalismo económico que la sustentaba e ilumina sobre la continuidad de

violencia, física, simbólica y estructural, contra las comunidades indígenas entre régimen

colonial y estado nacional. Es esta ‘memoria larga’, como la llamara Silvia Rivera

Cusicanqui, que empieza a forjar el campo retórico en el que se situará la siguiente

transformación de la vida social del país en los años ‘90.

La avanzada del neoliberalismo propicia la abertura multicultural, tratando de incluir la

componente indígena en un discurso que aspira a neutralizar la emergencia de una voz

alternativa en el estado. Tiwanaku llega a ser una etapa obligatoria para los candidatos

presidentes interesados en atraer los votos del creciente movimiento indigena. Se

prometen mayores inversiones en la conservación del sitio, y lo que había empezado

años antes como un pequeño ritual que reunía arqueólogos, algunos residentes del

pueblo de Tiahuanaco, e intelectuales indígenas e indigenistas de La Paz, se torna la

’ceremonia tradicional’ del Willka Kuti y el mayor escenario de la revitalización de la

cultura aymara ancestral.


Parece que la conexión entre patrimonio y comunidad vuelve a estar presente, impulsada

tanto por el discurso político incline a la descentralización, como por el económico que

atrae a sí lo ‘cultural’ y ‘étnico’ en cuanto otras áreas de inversión y mercado.

[*] Es así que en el agosto del 2000, durante el proceso de inscripción de Tiwanaku a la

Lista de Patrimonios Mundiales, un grupo de autoridades originarias de las comunidades

reunidas en la Central Agraria ocupan el sitio y las oficinas administrativas reclamando su

derecho de hacerse cargo de la gestión del patrimonio por ser esto parte de su legado

ancestral aymara. Como recuerda uno de mis entrevistados ya a principios de los ochenta

hubo un primer reclamo, pero es con la intervención comunitaria de 2000 que emergen las

actuales dinámicas de poder. Si según él, vecino del pueblo, guía y con experiencia y

simpatía a la labor arqueológica, el solo cambio que se puede apreciar durante este

tiempo es la separación de los intereses, los de las ganancias turísticas al Municipio,

mientras que los avances científicos y la conservación es tarea de los expertos. En

cambio, para otro guía, también con experiencia en trabajos de conservación pero

residente en una comunidad, la intervención fue el evento que hizo posible una real

participación de los pueblos indígenas en la vida cultural del país mejorando, a la vez, su

economía agro-pecuaria. Una postura intermedia es representada por otro entrevistado:

para él, vigilante del museo y miembro de una comunidad, es verdad que la nueva gestión

ha abierto la posibilidad de mayores inversiones en el territorio, pero opina también que

las comunidades deberían tratar de reorganizar la forma de reglamentación de la

autoridad originaria por ‘usos y costumbres’ para adecuarlas a las perspectivas de

conservación del sitio, tanto sociales y culturales como turísticas. Finalmente, para los

actuales trabajadores involucrados en el proyecto de conservación de la Akapana el

propio aporte al cuidado del sitio se declina en términos de peones cuyo trabajo depende

de las voluntades de los mallkus, las autoridades originarias de las comunidades.


Ahora ya no hay garrotes, ni azotazos, ni militares que te vienen a buscar para ir a

trabajar. Aun así, en lugar de favorecer autonomía y desarrollo sustentable junto con la

trasmisión del patrimonio, se fomenta la creación de necesidades a través de un modelo

asistencialista del trabajo.

[*] En el contexto del reconocimiento multicultural, la performance de la indigenidad se

vuelve entonces el medio principal para reclamar intereses ancestrales sobre base étnica.

La simplista equiparación entre desarrollo cultural y económico, subrayaba a principios de

este siglo Rodolfo Stavenhagen, es síntoma de la miopía de los estados y transforma lo

que es eminentemente cualitativo y creativo en cuantitativo y cerrado. La alianza entre

sectores de la izquierda y los movimientos indígenas institucionalizados, que se opuso

con fuerza a las políticas neoliberales desde una visión culturizada de los recursos

naturales, llevaría a la presidencia de Evo Morales pero también acabaría con acallar la

incidencia de la voz indigena como alternativa posible. No es un caso, tal vez, que en los

primeros años de gobierno del Movimiento al Socialismo, la porcentaje de población que

se identifica como indigena haya bajado desde el 62% del censo de 2001 al 48% del

censo de 2012.

La tensión entre centralización y espacios de autonomía es muy lábil, y acontecimientos

como la represión de las protestas en contra de la carretera del TIPNIS y el malcontento

de la población local hacia la nueva ley de minería indican que la autodeterminación

indigena entendida en la constitucionalidad Plurinacional es muy parecida a la libertad

multicultural concedida para jugar a ser indio siempre que este juego no escape de los

cauces establecidos por los esquemas de gobierno. Y de forma parecida esta tensión se

transfiere a las políticas patrimoniales del manejo comunitario de Tiwanaku en las

múltiples escalas de identificación que lo atraviesan: localmente, en las distintas

aspiraciones entre comunarios y vecinos; a escala nacional, en la ambigüedad de un


proyecto político que aspira a garantizar la autodeterminación de las 36 nacionalidades

indígenas desde la ‘interculturalidad’, a la vez que trata de centralizar y purificar lo

indígena boliviano por medio de un control soberano sobre el patrimonio-como-recurso

económico y cultural; a nivel global, en el papel de la UNESCO, por un lado en promover

los valores locales y el manejo participado del sitio, por otro en insistir en ampliar la zona

de amortiguamiento alrededor de las ruinas para la conservación de los valores

excepcionales del sitio en términos de unicidad, integridad y autenticidad.

[*] Estas tensiones no han de silenciarse ni apagarse en estériles dicotomías, sino que

deben servir para crear algo nuevo desde la experiencia. Igual que cinco siglos atrás, es

la capacidad de restablecer relaciones significativas que afirma la dignidad y la integridad

cultural de las colectividades pese a las dificultades. Igual que cinco siglos atrás son las

voces de las piedras que permiten entender como algo siempre se escapa de los

dualismos simplistas y queda afuera del sentido común que se quiere imponer desde

arriba. Ariruma Kowii, poeta kichwa de Otavalo, Ecuador, se pregunta “[s]i las piedras se

han mantenido en diálogo constante con nuestra gente, ¿cómo podemos pensar que nos

han vaciado de nuestros referentes culturales?”.

En mis conversaciones en Tiwanaku apareció esta capacidad de estar en relación con lo

material de una forma que no puede ser completamente entendida por los discursos de

patrimonialización dominantes. Las políticas patrimoniales, entonces, más que fijarse en

qué determinada categoría tenga el derecho de hablar para unas piedras, excluyendo a

las demás, deberían enfocarse en dejar fluir las conversaciones entre los distintos actores

sociales, incluyendo a las piedras, ya que es a través de estas intra-relaciones que el

patrimonio adquiere su valor.


[*] La capacidad de saber escuchar y de saber traducir en práctica utilizando los

ingredientes correctos – lo cual no quiere decir que no puedan cambiar según cambian las

circunstancias – me parece que es el valor cosmopolítico del patrimonio. Luego, lo que

hay que cuidar es justamente esta capacidad de relacionarse, de saber escuchar la

materialidad que aparentemente no tiene voz pero que sí se sabe relacionar con la

colectividad. Entendidos así los derechos ya no son intereses que hay de proteger en

contra de los demás, sino responsabilidades hacia la alteridad.

El derecho al patrimonio de los pueblos indígenas puede representar una forma de

soberanía y autodeterminación alternativa a la del estado, y por ende una alternativa

culturizada y éticamente relacional de practicar los derechos humanos en general. Pero

esto va a ser posible solamente sacando lo indigena del determinismo nativista en lo que

ha sido confinado, para que vuelva a ser una fuerza critica, creadora de alternativas

posibles desde la solidaridad.

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