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LOS E ST U D IO S REG IO N A LES Y

LA A N T R O PO L O G IA SOCIAL E N M E X IC O 1

G u il l e r m o de la P eña

El Colegio de M ichoacán/CIESAS
ln M emoriam Angel Palerm (1917-1980)

¿Seguimos siendo antropólogos sociales?


En un compendioso artículo sobre la “civilización ru­
ral” europea, Emmanuel Leroy Ladurie (1979) ha seña­
lado dos constantes en la multisecular historia de las so­
ciedades agrarias (o “campesinas”). Primera: la estruc­
tura que presenta cualquiera de ellas en un momento da­
do es producto de largos procesos acumulativos: su his­
toria es “estratigráfica”; perdura el pasado —uno y múlti­
ple— a través de los efectos de la evolución tecnológica,
los movimientos demográficos, las catástrofes naturales, la
sabiduría tradicional cristalizada en símbolos. Segunda:
el comportamiento de una unidad social determinada (gru­
po doméstico, parentela, cofradía, comunidad local) im­
plica condicionamientos de relaciones horizontales (con
unidades semejantes) y verticales (con el feudo, la igle­
sia, el estado, la ciudad. . .) : un grupo agrario no se bas­
ta ni explica a sí mismo: se inserta en una estructura de
clases, en un sistema de dominación más amplio.
Si aceptamos estas dos premisas como válidas también
para la comprensión de las colectividades rurales latino­
americanas, empezaremos a entender los serios problemas
metodológicos que han enfrentado los antropólogos socia­
les 2 en nuestros países. ¿De qué nos vale el refinado ins­
trum ental analítico anglosajón, orientado a la disección
microscópica de las llamadas sociedades tribales, si desde­
ña la historia y excluye el análisis de contextos macroso-
ciales? Por otro lado: ¿podemos dedicamos a escudriñar
el pasado y a analizar variables macrosociológicas sin de­
jar de ser antropólogos sociales —sin convertirnos en his­
toriadores, sociólogos o economistas políticos?
¿Planteo un falso problema? ¿Son las divisiones en­
tre las disciplinas sociales una mera arbitrariedad, una ar­
gucia de la politiquería mandarinesca? N o lo pienso así:
creo en la división razonable del trabajo académico, expre­
sada en las tradiciones (o paradigmas”) que las distintas
comunidades científicas mantienen vivas).
Simplificando, podemos decir, por ejemplo, que la
pregunta que lanza al pasado un antropólogo social es dis­
tinta de la que formula su colega historiador, o incluso sus
cofrades etnohistoriadores y arqueólogos, en cuanto estos
últimos buscan establecer descripciones convincentes de
hechos pretéritos, y explicar su lógica, mientras que aquél
busca la lógica de la historia desde (y a causa de) la lógica
del presente.
El presente, por otro lado, es para el antropólogo so­
cial el aquí y ahora del universo vivo que lo confronta en
su trabajo científico: las personas humanas entre quienes
realiza trabajo de campo no son un objeto de investigación
sino construyen este objeto junto con el investigador: éste
—en buena medida— percibe las relaciones sociales median­
te las percepciones de los propios actores. En otras pala­
bras: el presente del antropólogo social necesita contextua-
lizarse. N o puede prescindir de indicadores “objetivos”
de la sociedad global (como los que manejan los sociólo­
gos y los economistas); pero su interés continúa centrado
en la cotidianidad multifacética que no es deducible de
ningún esquema general sino debe descubrirse en la aven­
tura de la investigación de campo.
La antropología social latinoamericana —y latinoame-
ricanista—, así, sin negar su genealogía académica, ha bus­
cado enriquecer su horizonte, tanto por la utilización de
perspectivas expropiadas de otras disciplinas (arqueología,
etnología, historia, ecología, sociología, economía, derecho
comparado. . . ) como por la creación y adaptación de con­
ceptos y métodos. Ambiciosamente, regresa a los ámbitos
totalizadores de la antropología evolucionista —la ciencia
del hombre— del siglo diecinueve, quizá con menos inge­
nuidad, ciertamente con un cambio más arduo delante de
ella.3

El tejido regional
El concepto región empieza a formar parte del instru­
mental ampliado de nuestra disciplina. No es nuevo: exa­
minaremos luego los significados que ha adquirido en tra­
diciones científicas diferentes. N o se trata de una catego­
ría trans-histórica, no expresa una definición real, no és
un concepto unívoco (monotético) en tomo al cual pueda
construirse un tipo ideal o una teoría general de las regio­
nes.4 Por el contrario: es un concepto histórico, politéti-
co, cuyo significado se modifica por circunstancias de tiem­
po y lugar. (Pero ¿no ocurre lo mismo con algunos de
los conceptos clave de la antropología social: parentesco,
matrimonio, religión, campesinado, sin que por ello dejen
de ser útiles y necesarios?).5 Refiere a “un espacio pri­
vilegiado de investigación” (Bellingeri, 1979); pero supo­
ne un planteamiento previo de problemas a partir de teo­
rías y conceptos “transregionales”; se trata, en fin, de un
recurso metodológico de particular importancia, que pue­
de incluso ser exigido por la propia teoría.
Q ue el concepto región no es unívoco lo prueban los
usos variados que le han dado diversas disciplinas. La ar­
queología tradicional y la etnología, sobre todo cuando han
estado influidas por las teorías difusionistas de cuño bda-
siano, hablan de áreas o regiones culturales para indicar la
distribución espacial y el ritmo de comunicación de cier­
tos rasgos ( traits) o patrones Qpatterns) creados o utiliza­
dos por un grupo humano durante cierta época u horizon­
te. Para los biólogos, el concepto está inextricablemente
unido al de nicho ecológico y al de ecosistema: remite a los
procesos y combinaciones por los que un conjunto más o
menos heterogéneo de seres vivientes coexiste y se adapta
en un territorio. Los economistas “regionalizan” un país
al dividirlo en espacios caracterizados por formas distingui­
bles de organización de los recursos y de la población; el
enfoque neoclásico ha creado, además, una sofisticada “teo­
ría de la localización” que pretende explicar las relaciones
entre población y recursos, y entre las zonas rurales y ur­
banas, a partir de criterios de optimización.6 Los planifi­
cadores parten de las regiones económicas para establecer
sus niveles diferenciados de desarrollo y buscar, con ma­
yor o menor ingenuidad, remedios a las desigualdades; ellos
mismos definen "regiones al futuro”, que supuestamente
resultarían de la acción de organismos gubernamentales y
planes de desarrollo.
Los geógrafos utilizan el concepto en forma más ver­
sátil. H an abandonado —me refiero sobre todo a las ten­
dencias francesa y británica contemporáneas— la rigidez
de la “región natural” para insistir en la formación histó­
rica de los territorios, condicionada, pero no determinada,
por factores fisiográficos (Brookfield, 1975; Bataillon, 1970,
1973, 1974). Recurren a las ideas de ecólogos y econo­
mistas sin olvidar que los espacios son también percibidos
y realizados por quienes los habitan: en el hombre el es­
pacio no es meramente categoría a priori de conocimien­
to sino experiencia acumulada, proyecto de cotidianidad
que puede continuarse o transformarse. Este énfasis fe-
nomenológico mucho adeuda a los psicólogos sociales (P ia­
get, 1948) y a los filósofos de la percepción (Bachelard,
1957); pero fueron los antropólogos sociales quienes desde
hace mucho mostraron empíricamente que el concepto de
espacio es socialmente creado porque es socialmente vivi­
do: recuérdense los análisis de Marcel Mauss (1904-1905)
sobre los esquimales, los de Evans-Pritchard (1940) sobre
los nuer, de Leach (1954) sobre los kachín o de Peters
(1960) sobre los beduinos. Recogido este enfoque por los
geógrafos, y yuxtapuesto a enfoques más objetivizantes”,
puede formularse una definición compleja (aunque no
real) de región:
.. .se presenta como un espacio medio, menos ex­
tendido que la nación o el gran espacio de civiliza­
ción, más vasto que el espacio social de un grupo y
a fortiori que un lugar.7 Integra lugares vividos y es­
pacios sociales con un mínimo de coherencia y espe­
cificidad, que hacen de la región un conjunto que
posee una estructura propia (la combinación regio-
na'l), distinguible por ciertas representaciones en la
percepción de los habitantes y los extraños (las imá­
genes regionales). La región es menos netamente
percibida y concebida que los lugares de lo cotidia­
no o los espacios de la familiaridad. Pero constitu­
ye, en la organización del espacio-tiempo vivido, Una
envoltura esencial, anterior al acceso a entidades mu­
cho más abstractas, mucho más desviadas de lo co­
tid ia n o ... (Frémont, 1976: 138).
Continúa el mismo autor distinguiendo entre regio­
nes fluidas, arraigadas y funcionales, según la mayor o me­
nor rigidez de las prácticas sociales de los grupos que dan
significado a una región; el primer tipo correspondería a
trashumantes, el segundo a campesinos, el tercero a eco­
nomías modernas —a sociedades orgánicamente planeadas
(Frém ont, 1976: 139-161).
Por último debemos hablar del tratamiento que del
término región hace la historia social contemporánea. La
escuela de Lucien Fabvre y Marc Bloch, al romper con
la historiografía superestructural y anecdótica, insistía en
la necesidad de una “geografía histórica”, de la búsqueda
por el arraigo espacial de los acontecimientos, del conoci­
miento “de los fundamentos naturales ofrecidos a las fuer­
zas productivas desarrolladas por el hombre en cada una
de las etapas atravesadas por la economía” (Vilar, 1979a:
13).8 Por otra parte, la llamada historiografía coyuntural
(Labrousse [1962], Hamilton [1947], en México Flores-
cano [1969]) insistía en las variaciones a largo plazo, de-
tectables en series estadísticas continuas, que no pueden
explicarse por constantes geográficas o estructuras intem ­
porales, sino exigen modelos interpretativos más comple­
jos. Pero ¿cuál es el sujeto de estas variaciones? ¿Es el
estado moderno el marco —la condición— de la historia, o
por el contrario la historia de los segmentos sociales, las
clases, las regiones debe emprenderse para entender la con­
figuración histórica del estado? A su vez, estas realidades
'm enores” ¿no surgen históricamente?
La respuesta a tales interrogantes la empiezan a dar,
por un lado, los historiadores locales o parroquiales (Luis
González [1968] en México, Emmanuel Leroy Ladurie
[1966, 1975] en Francia, Alan M acfarlane [1977] en In­
glaterra. . .) y por otro lado los historiadores del “hecho
nacional” en es';ados multinacionales (sobre todo Pierre
Vilar en su estudio de C ataluña). Ambos tipos de histo­
riadores hacen historia regional. En los primeros, la re­
gión es un marco de referencia que surge irremediable­
mente al hablar de fenómenos locales —pero que varía a
través del tiempo—, cuyos componentes “estratigráficos”
son las oleadas de poblamiento, los sistemas de propiedad
territorial y su concreción en patrimonios y heredades, los
sistemas de producción agraria y de organización del tra­
bajo, la movilidad de la mano de obra, las formas de do­
minación administrativa e ideológica y sus dimensiones es­
paciales, las configuraciones simbólicas (lengua, arte, ri­
tual), la conciencia de un espacio propio. . . Los segun­
dos cuestionan radicalmente la correspondencia entre es­
tado y nación: niegan que el hecho nacional pueda sub­
ordinarse a factores de continuidad política. N o es lí­
cito, entonces, hablar de “la España una, entera, gloriosa,
tal como salió del crisol romano, tal como nuestro impe­
rio del siglo XVI volvió a integrarla” (G arcía Rives y Gil
Robles, 1922: 267),9, o de la Francia, o la Alemania, o la
Gran Bretaña (o el México). La nación es la historia de
un tejido inextricable de etnia, política y economía, y la
región --en la acepción de los historiadores nacionales-
es la expresión espacial de tal tejido.10
Me referiré en las páginas que siguen a algunos ejem­
plos de investigación de antropología social en México don­
de se han utilizado enfoques regionales. La lista no pre­
tende ser exhaustiva: selecciono los ejemplos que me pa­
recen más significativos.

M anuel Gamio y la “población regional” del valle de


T eotihuacán
La antropología social profesional e institucionaliza­
da nació en México cuando, en 1917 y en plena euforia
revolucionaria, M anuel Gamio —egresado de la Escuela
Internacional de Antropología que funcionó en México
desde 1911 hasta 1920, y de la Universidad de Colum-
bia—, fundó la Dirección de Antropología, dependiente de
la Secretaría de Agricultura y Fomento.11
Para definir el programa de actividades de tal direc­
ción, Gamio, considerablemente adcVntado a su época, par­
tía del problema de ia falta de integración cultural y socio­
económica
. entre
. los di verdor, O
p itid- o s étnicos ("raciales”,
^ 7 di-
ce él) del país, y planteaba cono explicación las relacio­
nes de desigualdad y opresión existentes: las leyes de “las
minorías dirigentes” son un “azote” que “sojuzga y explo­
ta” a “las mayorías indígenas” (Gamio, 922, I: X X V III).12
La Revolución Mexicana debía formular nuevas leyes,
científicamente fundadas, que promovieran y guiaran “el
desarrollo moral, económico y artístico de las llamadas ra­
zas indígenas”. La antropología social, para Gamio,
no podía aspirar a ser ciencia sino como antropología apli-
' cada: debía emprender —con la ayuda ineludible de otras
‘ disciplinas científicas— un estudio exhaustivo de las po­
blaciones indígenas, en sus aspectos ecológicos, biomédi-
;:fcos, árqueológicos; ^tnohistóricós-, lingüísticos, sociales, eco-
nómicos y culturales, con el fin de promover sus tenden­
cias naturales a la evolución social y el progreso (cf. Ga-
mio 1919, y las editoriales de la revista Ethnos, que Ga-
mio fundó y dirigió). Ahora bien:
Como sería imposible abordar de una vez el estudio
de todas las poblaciones regionales de la República,
se resolvió seleccionar las principales áreas en que
habitan grupos sociales representativos de esas po­
b laciones... [C]on tal o b je to ...[s e realizó] la si­
guiente clasificación de zonas en las que, oportuna­
mente. se fijarán las regiones típicas por investigar:
1) México, Hidalgo, Puebla y Tlaxcala; 2) Chi­
huahua y Coahuila; 3) Baja California; 4) So­
nora y Sinaloa; 5) Yucatán y Quintana Roo; 6)
Chiapas; 7) Tabasco y Campeche; 8) Veracruí
y Tamaulipas; 9) Querétaro y Guanajuato; y 10)
Jalisco y Michoacán.
Estas zonas comprenden los diversos aspectós físicos,
climáticos y biológicos del territorio nacional, y las
poblaciones que las habitan sintetizan las diversas
características raciales, culturales, económicas y lin­
güísticas de la población total de la república ( . . . )
(Gamio 1922, I: x i).
Planeaba Gamio que la Dirección a su Cargo empren­
diera diez investigaciones, sobre otras tantas muestras tí­
picas de las poblaciones regionales. Sólo pudo llevarse a
cabo la primera. Gamio seleccionó la población del valle
de Teotihuacán como representativa de la región del M é­
xico central. Se reunió un equipo multidisciplinario, don­
de participaron ingenieros, geógrafos, geólogos, abogados,
etnohistoriadores, lingüistas. . . Dos años fueron dedica­
dos a trabajo sobre el terreno y de gabinete, y al levan­
tamiento de un censo socioeconómico —el primero de esta
naturaleza en nuestro país—. En 1922 se publicó La yo-
blación del valle de Teotihuacán: tres volúmenes que
reunían una docena de mónografías de especialistas y una
introducción general. En ésta, M anuel Gamio esbozaba
la metodología y las conclusiones geñerales. Insistía en
la necesidad de crear conciencia en la población local so­
so
bre la grandeza de su pasado y los “valores positivos” de su
cultura. Al mismo tiempo, la población debía superar las
“características negativas” de esa misma cultura e incor­
porarse —a un ritmo adecuado— a los beneficios de la ci­
vilización moderna. Proponía —además de la restauración
y recuperación de la zona arqueológica— la revitalización
de las técnicas agrícolas y cultivos tradicionales v su me­
joría —no reemplazo— por el contacto con tecnologías
contemporáneas; el respeto y estímulo a las artesanías e
industrias locales (n o su destrucción y sustitución por
industrias modernas), donde pudiera expresarse sin cor­
tapisas el sentido artístico indígena; y, sobre todo, la im-
plementación de un programa regional de educación co­
munitaria, que no simplemente alfabetizara sino se adap­
tara plenamente a la situación local.
Por ava tares políticos, Gamio abandonó en 1925 la
Dirección de Antropología, que fue entonces suprimida.
Se suspendió el ambicioso plan de estudiar todas las re­
giones del país y descubrir así el “sistema social complejo
que articulaba los distintos segmentos de la sociedad na­
cional” (Bonfil 1 9 7 0 :1 6 6 ). Seguramente otros labora­
torios de la talla del proyecto teotihuacano hubiesen per­
feccionado la metodología regional multidisciplinaria de
Gamio, cuyos titubeos son todavía muy obvios en el tra­
bajo de Teotihuacán. Más allá de ciertas ideas vagas de
difusión cultural (prestadas de Boas), no se llegaron a de­
finir criterios precisos para dividir una región de otra, ni
para seleccionar la población tipo dentro de una región13.
El plantear ingenuamente una continuidad lineal entre
el esplendor clásico teotihuacano y la época actual indi­
caba una ausencia de esquemas que relacionaran sistemá-
ticamente pasado y presente; en qué sentido Teotihuacán
podía definirse como la misma región en 1922 y en 500
A.C. Aguirre Beltrán (1972 :205) ha criticado además
el concepto atomístico y positivista que Gamio tiene de
la cultura (de nuevo, tomado de Boas), que lo lleva a
si
distinguir entre elementos materiales e intelectuales “po­
sitivos” y “negativos” como si se tratara de partes yuxta­
puestas y no de un sistema sociocultural.
La obra de Gamio la continuaron, en la medida de
¿o posible, los antropólogos indigenistas mexicanos. Por
ejemplo, Carlos Basauri había iniciado dentro de la Di­
rección de Antropología una recopilación etnográfica so­
bre los grupos indígenas de México, que terminó años
más tarde en el Departamento de Educación Indígena,
creado en la Secretaría de Educación Pública durante la
época de Cárdenas. El resultado de esta recopilación fue­
ron los tres tomos de La población indígena de M éxico
(1940) que, pese a sus grandes limitaciones teóricas y
metodológicas, llenó un importante vacío. Por su parte,
Moisés Sáenz, en 1932, fundó en Carapan una “estación
experimental de incorporación del indio”, en la zona de
La Cañada, Michoacán, con propósitos de investigación
multidisciplinaria y acción concentrada de agencias gu­
bernamentales de diversa índole. Lamentablemente, el
experimento fracasó y se desmanteló antes de cumplir un
año (cf. Sáenz, 1936).
Sin embargo, tocaría a Gonzalo Aguirre Beltrán ser
el heredero efectivo de la preocupación regional de M a­
nuel Gamio: fue el quien formuló, en las décadas de 1940
y 1950, una metodología de estudios regionales que rela­
cionaba sistemáticamente el concepto de cultura con el
de sistema social, así como las dimensiones sincrónica y
diacronica. Pero, antes de analizar su obra, conviene de­
tenernos en otras investigaciones que le sirvieron —junto
con la de Gamio— de antecedente y guía.

Robert Redfield y la península de Yucatán


Entre 1930 y 1945, el Instituto Carnegie, de W a­
shington, en colaboración con la Universidad de Chicago,
el Viking Fund y el recién fundado* Instituto Nacional de
Antropología e Historia, auspiciaron una serie de ínves-
tigaciones en Mesoamérica, y en particular en el área
maya: Yucatán, Chiapas, Guatemala (cf. al respecto Beals
et al. 1943, Goubaud et al. 1944, Redfield y Tax 1947).
E n estas investigaciones participaron un grupo de jóvenes
antropólogos norteamericanos y mexicanos (destacan los
nombres de Fem ándo Cámara, Calixta Guiteras, Isabel
Horcasitas, Arturo Monzón, Ricardo Pozas, Robert Red­
field, Sol Tax, Alfonso Villa Rojas), quienes produjeron
varias monografías y un libro conjunto: Heritage of Con~
quest (1952), el primer intento de discutir la información
disponible en torno a problemas clave de la antropología
social mesoamericana. Para los propósitos de este ensayo,
nos interesa la obra de Robert Redfield, quien es en nues­
tro medio “quizás el primero [en] sentar las bases sistemá­
ticas de una teoría socio-antropológica” (Comas 1964 : 33).
Venido de la Universidad de Chicago, este antropó­
logo hizo trabajo de campo en Morelos al final de la dé­
cada de 1920, y en Yucatán durante la década de 1930.
Traía a sus investigaciones los múltiples intereses de ese
centro académico, entonces el más importante para las
ciencias sociales en EE U U : a las teorías de difusión cultu­
ral aún dominantes podía sumar el evangelio funciona-
lista que había ido a predicar Radcliffe-Brown; al cono­
cimiento de los estudios urbanos que iniciaran los ecolo­
gistas de Chicago añadía el descubrimiento del campesi­
nado que para la vida académica norteamericana hicieran
Thomas y Znaniecki (1 9 1 8 )14, así como las preocupa­
ciones fenomenológicas de estos últimos autores y de los
discípulos de Meade.
El primer libro de Redfield —Tepozüán (1 9 2 8 )— se
esforzaba en mostrar la coexistencia y coalescencia de ras­
gos culturales heterogéneos —“indígenas” y “españoles”—
en una comunidad en estado de equilibrio social. Los tra­
bajos sobre Yucatán —y en particular el libro T h e folk
culture of Yucatan (19 4 0 )— buscaban encontrar un gra­
diente social existente en las poblaciones de una región
precisa, determinado en base a los tipos sociales de Maine,
Morgan, Durkheim y Toennies {status/contrato, sodetas
/civitas, solidaridad mecánica/solidaridad orgánica, Ge'
m einschaft/G esellschaft) y a las innovaciones culturales
difundidas a partir de un centro urbano.
La heterogeneidad cultural en un espacio —la penín­
sula de Yucatán— que, de alguna manera, se presentaba
como unitario, era pues el problema central de investi­
gación de Redfield y sus colaboradores (H ansen, Villa
Rojas, M argaret Redfield). La región se definía de acuer­
do a varios criterios: uniformidad ecológica (suelo plano,
calcáreo y poroso, seco) sólo matizada por la variabilidad
pluvial; gran aislamiento (en esa época sólo se accedía por
el puerto de Progreso); tradición cultural compuesta por
dos elementos combinados ( “lo maya” y “lo español”);
existencia de un foco exclusivo de innovación cultural:
la ciudad de Mérida; conciencia regional que incluso con­
dujo a ciertos yucatecos a intentos independentistas. Al
describir la morfología interna de la región, Redfield acu­
dió a los mismos criterios o variables y planteó la existen­
cia de variaciones concomitantes. La zona ecológicamente
más “salvaje” —la jungla tropical del sureste— era también
la que presentaba mayor aislamiento, menor exposición a
innovaciones, predominio de lo maya sobre lo español, con­
ciencia localista más acusada. La zona noroeste era la más
domesticada agrícolamente —predominaba la plantación
henequenera—; su economía, vinculada al mercado m un­
dial vía M érida y Progreso —situadas en esta zona— combi­
naba la agroindustria con el comercio y los servicios urba­
nos; las innovaciones culturales ocurrían continuamente
y producían una conciencia cosmopolita. Entre ambas
existía una zona intermedia (geográfica, ecológica y cul­
turalm ente): la franja maicero—ganadera, la más poblada
de todas.
La región, así, resultaba ser un espacio internamente
diferenciado que podía analíticamente situarse en una
escala graduada en términos de la intensidad y frecuencia
de la innovación cultural, pues en último término éste era
el factor determinante: incluso la ecología aparecía como
variable dependiente. Sociológicamente, la escala corres­
pondía a un continuum que iba desde la comunidad folk15
a la comunidad urbana, pasando por la comunidad campesi­
na. Redf'ield seleccionó cuatro localidades ejemplares en
puntos diferentes del continuum; en ellas, la diferenciación
obedecía al ritmo de la difusión de innovaciones, mediante
la acción de tres procesos básicos: desorganización, sécula
rización, individualización. Tusik, la comunidad folk de
*'‘indios tribales”, expresaba su perfecta organización fun­
cional en una visión colectiva del mundo que fundía lo
sagrado y lo profano e integraba a los individuos en un
todo armónico. Chan Kom, la comunidad campesina, con­
servaba cualidades armónicas; pero la penetración de ele­
mentos foráneos —dinero, valores de consumo y prestigio
urbanos, lengua castellana— empezaba a desorganizarla y
a demandar ámbitos de acción secular e individual. En
Dzitas, la pequeña ciudad —situada, como Chan Kom, en
la franja maicera— la desorganización iba más lejos: divi­
día a la gente en clases, privilegiaba las transacciones mone­
tarias, resultaba de —y a la vez aceleraba— los múltiples con­
tactos extemos, heterogéneos. Mérida se definía por la
heterogeneidad, los cambios acelerados, los valores mone­
tarios.

La crítica al modelo de Redfield

El valor del esquema de Redfield lo muestra sobre


todo que pudo generar un enorme volumen de investiga­
ción social16 que trascendía el ámbito comunitario y
mostraba una lógica en los procesos de cambio y las re­
laciones entre comunidades. Más aún: Redfield plantea­
ba que las diferencias socioculturales debían explicarse a
partir de la sociedad global: ésta genera a los campesinos
e indígenas en cuanto tales. La investigación empírica
también mostró las insuficiencias del modelo. Por ejemplo,
en los propios trabajos de Redfield y sus co-investigadcres
aparecían explícitamente muchos datos que escapaban a
las explicaciones del continuum folk-urbano. Los habitan­
tes de la armónica Tusik habían jugado un papel impor­
tante en un vasto conflicto social a mediados del siglo XIX
—la Guerra de Castas de Yucatán— y todavía en el mo­
mento en que los estudió Villa Rojas cultivában chicle
para intercambiarlo por armas y pólvora. Era ademas raro
que los ejemplares exponentes de la cultura maya inconta­
minada tuvieran una simboWoía religiosao netamente cris-
liana. Chan Kom resultaba haber sido fundada reciente­
mente; ¿por qué surge de súbito una comunidad “de
transición”? Dzitas había crecido a raíz de la aparición
—¿de la nada?— del ferrocarril. Mérida había sido un
pueblo soñoliento hasta la segunda mitad del siglo XIX,
cuando se convirtió en un detonador de innovaciones. En
otras palabras: en la historia real de las comunidades —en
sus procesos de cambio concretos— parecían ser de primor­
dial importancia factores que iban más allá del proceso
abstracto y autojustificado de difusión de innovacio­
nes17.
Las incongruencias empíricas del modelo folk-urbano
fueron pronto señaladas por numerosos críticos; el más
famoso, Oscar Lewis, realizó una etnografía exhaustiva del
mismo pueblo de Morelos que estudiara Redfield y re­
chazó empíricamente la pertinencia del concepto de des­
organización; pero no mostró interés en sistematizar las
relaciones entre el ámbito comunitario y el ámbito regio­
nal, ni ofreció un modelo explicativo alternativo.18 Este
se fraguaría en los. años cincuenta —me refiero al campo
de la antropología— dentro de la corriente de la ecología
cultural neoevolucionista. A esta corriente haré referen­
cia más amplia en los próximos apartados; ahora me limi­
taré a hablar de uno de sus seguidores, Arnold Strickon,
quien en 1965 publicó un artículo —“Hacienda and plan-
tation in Yucatán”— donde por primera vez se presentó
un modelo que reinterpretaba globalmente los datos de
la península yuca teca.

La región como una historia de


organización territorial
Strickon aceptaba que Yucatán era una región, es
decir, que podía considerarse como unidad de análisis;
pero a las variables definiíorias de Redfield añadía dos,
que llevarían mayor peso explicativo: la organización te­
rritorial de la economía (a partir de la conquista espa­
ñola) en función de un mercado externo, y los mecanis­
mos regionales de control político sobre recursos y fuerza
de trabajo. Ambas variables debían ser asumidas históri­
camente: sostenía el autor que la morfología interna de
las .comunidades estudiadas por Redfield mostraba un mo­
mento de un proceso evolutivo múltiple cuya lógica no
era la de la difusión progresiva de innovaciones sino la
de la organización diferencial y complementaria de los
recursos. Así, la distribución de distintos tipos de comu­
nidad en la península debía explicarse “en términos de
las adaptaciones cambiantes de diversos tipos de comuni­
dades rurales a H A BITA TS y nichos ecológicos-culturales
específicos y variados.” Tales nichos, a su vez, “formaban
parte de un sistema socieconómico global y comprehen­
sivo, y cambiante a través del tempo” (Strickon, 1965:36).
La economía territorial yucateca se caracterizaba por
ausencia de minas y drásticas limitaciones en el potencial
productivo de la tierra. En el siglo XVI, los españoles in­
trodujeron la ganadería extensiva como producto de ex­
portación. Los mecanismos de control de recursos fueron
la hacienda, la encomienda y la comunidad indígena. Las
haciendas —ingentes propiedades— abarcaban suelos de
pastoreo en la zona norte y de agricultura maicera en la
franja intermedia. La ganadería extensiva no requería
cantidades grandes de mano de obra; la hacienda, así —a
diferencia de otras regiones de México— no reclutó masi­
vamente indios como trabajadores de tiempo completo.
Quienes tenían esta ocupación, podían además combinar
su trabajo de vaqueros con cultivo de maíz para su propia
alimentación. Pero la hacienda también producía maíz
mediante el trabajo periódico de los habitantes de las co­
munidades indígenas campesinas. Estas, aunque existían
desde antes de la conquista, fueron reorganizadas por los
españoles como reservas de mano de obra, y proliferaron
sobre todo en la franja intermedia —pero también surgie­
ron en la zona del sureste. Tenían, a veces, su propia tie­
rra; a veces, recibían tierra del hacendado19. La enco­
mienda —que en Yucatán persistió hasta bien entrado el
siglo XVIII— era el mecanismo que otorgaba a un empre­
sario el derecho de recibir tributos de trabajo indígena.
La independencia de España, ocurrida en 1821, tras­
tornó los sistemas de exportación de ganado. A lo largo
de la primera mitad del siglo XIX, un nuevo producto de
exportación se fue afianzando: el azúcar. Surgieron plan­
taciones de caña dulce para sustituir a la vieja hacienda
ganadera. La tierra más codiciada fue la del sur, donde
existía mayor precipitación pluvial. Se despojó de sus tie­
rras a muchas comunidades indígenas. El nuevo cultivo
requería grandes cantidades de trabajo intensivo, para el
que se reclutaron indios masivamente y por la fuerza. El
trabajo de plantación competía con el de la producción de
maíz; hubo escasez crítica del grano. En esta coyuntura, en
1847, ocurrió la Guerra de las Castas. Sofocada a sangre y
fuego, algunos grupos rebeldes escaparon a lo más profundo
de las selvas del sureste, donde se organizaron en comu­
nidades compactas y defensivas —de las que Tusik es un
ejemplo—.
D urante la segunda mitad del siglo XIX, Yucatán
tuvo del mercado mundial una demanda sorpresiva de un
producto indígena hasta entonces poco importante: el he­
nequén. El enorme boom henequenero reorganizó de nue­
vo el territorio: las plantaciones de este producto crecie­
ron y se consolidaron en la zona noroeste, la más propicia
climáticamente. Mérida creció en función del henequén
y se convirtió en la suntuosa residencia de una élite ahora
millonaria. Los trabajadores permanentes vivían dentro
de las plantaciones, pero las empresas necesitaban además
mano de obra estacional y maíz —el alimento de los tra­
bajadores— producido en tierras más propicias. Para pro­
porcionar ambos surgieron —o se reconstituyeron— comu­
nidades campesinas como Chan Kom. El ferrocarril se ra­
mificó por la península para transportar el henequén y tam­
bién a los trabajadores estacionales y sus granos; así cre­
cieron pequeñas ciudades como Dzitas.
El proceso de reforma agraria y política que ocurría
en el momento del estudio de Redfield no implicaba una
mera intensificación de las comunicaciones sino el comien­
zo de otra nueva organización de la economía territorial.
Sin embargo, Strickon no se interesó en analizar las
repercusiones de los cambios posteriores: fluctuaciones crí­
ticas del mercado mundial henequenero, disolución del
latifundio y creación de empresas estatales, resurgimiento
del ganado, ampliación de las comunicaciones, creación
de zonas turísticas. . . Actualmente, con dificultad podría
Yucatán definirse como un sistema socioeconómico; pero,
si bien la península hoy constituye una región fragmen­
tada, no es posible entenderla sino como resultado de un
proceso de desintegración.

Julián Steward y Gonzalo Aguirre Beltrán


El abanderado de la corriente ecológico-evolucionis-
ta (donde debe ubicarse a Strickon) fue Julián Steward,
quien publicó en 1950 un trabajo sobre investigación re­
gional ( “área research”) y en 1951 otro donde desarrolla­
ba sus conceptos sobre los niveles de integración sociocul-
tural (cf. también Steward 1956): estos últimos permi­
tían analizar la existencia simultánea y complementaria
de formas compactas de organización local y formas comple­
jas de organización supralocal (es decir: las segundas no
suponen —como quería Redfield— la supresión o desor­
ganización de las primeras). El cambio sociocultural no
ocurre aleatoriamente sino conforme a principios de evor
lución; pero esta evolución es multilineal: implica desa­
rrollos paralelos no homogeneización.20
Entre 1943 y 1946, Steward dirigió el Instituto de
Antropología Social de la Institución Smithsonian, y des­
de ahí propició los estudios de área en México: el Pro­
yecto Tarasco, donde participaron Ralph L. Beals, Pablo
Velázquez, George M. Foster, Donald Brand, Gabriel Os-
pina y Pedro Carrasco, y el Proyecto Totonaco, realizado
por Isabel Kelly, Angel Palerm y Cristina Alvarez. Estos
proyectos produjeron algunas de las mejores monografías
comunitarias que se han hecho en nuestro país21 y sen­
taron las bases para la posterior reflexión metodológica re­
gional. Tal reflexión la harían tanto los propios partici­
pantes en los proyectos de la Smithsonian (vgr. Angel Pa­
lerm, de quien hablaremos más abajo, y Donald Brand
[1952]) como algunas figuras externas a los proyectos que
posteriormente recuperaron la información existente y la
combinaron con nuevos materiales en síntesis nuevas: los
geógrafos Dan Stanislawsky (1947, 1952) y Robert C.
W est, y el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán.
Brand, Stanislawsky y W est, en el área purépecha,
ensayaron las armas de la geografía cultural: la historia
hum ana moldea al paisaje y es a su vez por él moldeada.
Aguirre Beltrán, por su parte, realiza en la misma área
y en los años 1949 -1950 una vasta investigación de cam­
po, auspiciada por el Instituto Nacional Indigenista (crea­
do en 1946) y la Comisión del Tepalcatepec (creada en
1947), cuyo producto es el libro Problemas de la pobla­
ción indígena en la cuenca del Tepalcatepec (1952). Co­
mo Gamio y Sáenz, Aguirre insiste en la importancia de
proyectos gubernamentales que coordinen a nivel regio­
nal la multiplicidad de agencias que, con gran dispersión
y desperdicio de recursos, operan en las áreas indígenas
y rurales. Como Redfield, destaca que las comunidades
campesinas y /o indígenas deben entenderse en el con­
texto de sus relaciones regionales con zonas urbanas. Co­
mo Steward, niega la unilinealidad de los procesos de
cambio sociocultural (aunque para Aguirre el concepto
analítico clave al respecto no es evolución sino acultura-
ción). Afirma además Aguirre Beltrán la necesidad de
entender históricamente las interrelaciones de áreas eco­
lógicas y culturales, por una parte, y por otra la interac­
ción de distintos niveles y formas de organización.22
Véase, por ejemplo, lo que escribe a propósito de la orga­
nización económica:
La economía de la meseta tarasca está íntimamen­
te ligada a la economía de la Cuenca del Tepal-
catepec; ésta a su vez es parte integrante de la eco­
nomía nacional de signo capitalista; sin embargo,
la economía tarasca no puede clasificarse como una
economía capitalista (. . .) La dinámica de la acul-
turación al actuar sobre los modos de obtener !a
diaria subsistencia que caracterizaron al tarasco de
la época anterior a la Conquista, primero; del ta­
rasco sometido al régimen colonial, después; y, en
el presente, en fin, del tarasco preso en las mallas
del imperialismo industrial que norma !a conduc­
ta de las grandes naciones del mundo occidental
imprimió a las compulsiones que sobre él se ejer­
cieron y ejercen las mod:f daciones que le dictaron
las ideas y conceptos de su cultura tradicional. De
esta manera la economía de la Meseta Tarasca ad­
quirió un tono peculiar que impide situarla dentro
de los casilleros — primitiva, preindustrial, capitalis­
ta— comúnmente en uso. No es, ciertamente, una
mezcla indiferente de los tres sistemas sino. una no­
toria integración de formas y metas económicas en
.equilibrio inestable ( . . .) (1952: 233).
En otras palabras: a los indígenas no se les puede en­
gender, sin -entender a.los no indígenas (mestizos, ladinos,
blancos) y viceversa; más aún, muchos componentes de
"lo indígena” existen como resultado de la articulación inter-
rultural. En 1953, Gonzalo Aguirre Beltrán publicó Formas
de gobierno indígena, el primer libro de antropología políti­
ca mexicana, que incluía estudios sobre las áreas tarascas,
tarahumara y tzeltal-tzotzil23. Una de las tesis centrales
en la obra es que no es posible comprender —ni en el
pasado ni en el presente— la estructura de poder en los
grupos y comunidades indígenas sino cuando éstos son
vistos como parte integrante, y subordinada, de estructuras
de poder regional y nacional. La variable poder intercul-
tural —ignorada por Redfield— permitirá construir cinco
años más tarde, en el libro El proceso de aculturación en
M éxico:
. .. l a s comunidades ( . . . ) forman parte de una es­
tructura regional que tiene como epicentro una ciu­
dad mestiza con la que las comunidades indígenas
satélites guardan una relación de interdependencia
que varía de región a región y de comunidad a co­
munidad. Las relaciones posicionales entre el nú­
cleo y los satélites quedaron establecidas desde la
lejana época colonial y así llegaron en equilibrio
inestable, hasta que la Revolución trastocó la vieja
estructura al favor de profundas alteraciones en las
formas de la tenencia de la tierra, en los patrones
de dominancia política y, en lo general, en todas las
instituciones que sostenían la antigua integración
(1958 [1970: 17]).
Páginas adelante (56 ss.) explora el autor la importan­
cia histórica de la institución de la hacienda en la delimi­
tación de territorios regionales y la subordinación indíge­
na. Pero es sobre todo la ciudad, en la concepción de
Aguirre ( ibid.: 149-141), la que jugará un papel deter­
minante en la delimitación regional. En un nuevo libro,
pone en circulación el término región de refugio para
denominar las zonas donde viven— “extranjeros en su pro­
pia tierra”, sujetos a una “ecología enemiga”, atrapados
en una “economía dual”, víctimas de un “proceso domi­
nical”-— los indios, “en dependencia y subordinación res­
pecto de la ciudad que establece la ley y el orden y para
é2
ello emplea mecanismos de coerción física ( . . . ) ” (1967:
40). La 'acción indigenista” puesta en marcha por la Re­
volución mexicana, por tanto, debería ejercerse desde la
metrópoli regional (de ahí el término Centro Coordinador
para designar a las delegaciones del I N I ) : mediante la re­
forma agraria, la educación, las comunicaciones, la salubri­
dad, la extensión agrícola, la promoción económica. . . se
rompería la injusta integración regional y se crearía —sin
subvertir la unidad regional existente— una nueva forma
de integración, basada en los ideales de igualdad social y
respeto intercultural del México contemporáneo.

La madurez de la antropología social mexicana


Las ideas de Aguirre Beltrán no sólo generaron uno
de los programas formalmente más formidables de la his­
toria de la antropología aplicada24 sino también un número
importante de investigaciones antropológicas dentro y
fuerá del IN I, en México, y en Tlaxiaco, ciudad de
la Mixteca oaxaqueña, por el antropólogo centroamerica­
no Alejandro M arroquín, a principios de la década de
los 50; se especifica ahí la función comercial de la ciudad
como un mecanismo clave en el proceso de dominio regio­
nal intercultural. La 'profunda contradicción entre el
núcleo urbano de la cabecera y el resto del distrito” (M a­
rroquín 1957: 239), implicada en la relación de explota­
ción existente entre el acaparador mestizo v el campesino
indígena, no desaparece tras la Revolución y el reparto
agrario: adquiere nuevas modalidades e incluso se agu­
diza. ¿Desaparecerá por la acción de un Centro Coordina­
dor?
N o es éste el lugar para evaluar los resultados de la
acción gubernamental indigenista ideada por Aguirre
Beltrán.25 Cabe sin embargo hacer notar que su es­
quema no incluye el análisis de los aparatos estatales con­
temporáneos (como el propio IN I ) sino en cuanto son
(supuestam ente) capaces de romper la estructura de do­
minio regional existente: no se examinan ni se intentan
explicar las contradicciones engendradas por la propia ac­
ción del Estado, ni las condiciones en que éste modifica
o mantiene los límites regionales. Por otro lado, el modelo
metrópoli solar/comunidades satélite, formulado sobre
todo a partir de la región tzeltal-tzotz.il, aunque era una
herramienta valiosa para entender ciertas regiones indí­
genas, no funcionaba en otras; sin embargo, no hubo den­
tro de la antropología indigenista mucha discusión al res­
pecto, quizá porque criticar el modelo implicaba criticar
la política de los centros coordinadores. Uncida al carro
del Estado, la teoría de la región intercultural perdió su
propio impulso y se estancó a partir de 1960.
¿Qué pasa, entre tanto, con la antropología social
en México fuera del Instituto Nacional Indigenista? En
su trabajo panorámico sobre ella, José Lameiras (1979:
esp. 152 ss.) establece los hitos importantes cíe su creci­
miento y consolidación a partir de 1940: la fundación de
instituciones académicas (Instituto Nacional de-.Antropo­
logía e Historia, Escuela Nacional de Antropología e
Historia, El Colegio de México, Universidad.. Iberoameri­
cana, Instituto de Investigaciones Históricas de la U N A M
. . .etc.-)? las actividades de difusión de la Sociedad Mexi­
cana de Antropología, la fundación de múltiples revistas
y programas de publicaciones. . . Desde 1950 ha contado
la E N AH con grupos crecientes de estudiantes interesados
en el análisis sociocultural del México contemporáneo,
:uya desilusión del indigenismo gubernamental no ha si­
do menor que su desprecio por la antropología norteameri­
cana. A pesar de que México se fue con virtiendo en una
especie de coto de investigación de parvadas de yanquis
que. producían tesis doctorales (estudios .de. comunicad,
en su mayoría), la colaboración entre los mexicanos. v.si:s
primos del norte disminuyó. El marxismo fue adquirien<Jo
caria de ciudadanía en, la nueva ap tropología .(hasta ^con­
vertirse en su acervo conceptual dominante); pero él marco
fundamental de la investigación empírica continuó siendo
la región.
H a varias vertientes de investigación regional no in­
digenista en la antropología mexicana contemporánea. M-
voy a referir a una de ellas.

Eric W o lf y Angel Palerm


Quienes mejor han representado la comente ecoló-
gico-neoevolucionista en México han sido probablemente
Angel Palerm y Eric W olf. Aunque vinculados a Steward
ambos se sitúan en una amplia perspectiva intelectual
donde convergen la historia de las instituciones jurídicas
, que floreció en España en la preguerra y luego se transterró
a México, y el marxismo crítico de la escuela de Frankfurt
(W ittfogel particularm ente). Además, en la Escuela
Nacional de Antropología e Historia ambos recibieron el
influjo de dos grandes figuras que escapan a la fácil clasi­
ficación: Pablo M artínez del Río y Paul Kirchoff, así cottso
la de un contemporáneo arqueólogo: Pedro Armillas. T an­
to Palerm como W olf realizaron trabajos de campo donde
se combinaba la observación malinowskiana con los inven­
tarios etnológicos y la exploración arqueológica; ambos
investigaron de este modo en varias zonas del valle de
México.
Palerm, por su parte, realizó investigaciones en el
Totonacapan (centro de Veracruz, norte de Puebla, oriente
de Hidalgo) y en el sur del estado de México. Su preo­
cupación fundamental era el surgimiento de formas de
poblamiento en relación con formas diversas de produc­
ción agrícola. Su hipótésis (sustancialmente probada por
numerosas evidencias aportadas por él y sus discípulos):
en las condiciones prehispánicas de desarrollo de las fuer­
zas productivas (falta'de arado y animales de tiro, tecnolo­
gía deficiente en materia de transporte y metalurgia) sólo
pedían generarse excedentes agrícolas significativos me­
diante la'agricultürá de riego. Por tanto, donde encontre­
mos concentración de población encontraremos también
riego y además un sistema de diferenciación de clases que
permita a un grupo dominante encargarse de la organiza­
ción y el control de los sistemas hidráulicos. Las transfor­
maciones demográficas que se den a través de la historia
(colonial, moderna y contemporánea) en una región agra­
ria sólo podrán entenderse en función de las transforma­
ciones de las otras dos variables: sistemas de producción y
estructuras de poder (cf. Palerm 1972, 1973, 1980; Rojas,
Strauss y Lameiras 1974; Boehm de Lameiras (1980).
En cuanto a W olf, fue el primero en México en insistir
en que los campesinos, lejos de ser transicionales o resi­
duales, han cumplido un papel específico en la sociedad
regional y nacional; señaló en particular su funcionalidad
complementaria a los sistemas de hacienda y plantación.
Siguiendo a historiadores como Silvio Zavala y José M i­
randa, destacó que la diversidad cultural del país no podía
desligarse de la diversidad de situaciones jurídicopolíticas
existentes para las diferentes categorías sociales, y que a
su vez tales variables no eran independientes de los siste­
mas de producción agraria donde la persistencia de la co­
munidad campesina resultaba necesaria o al menos conve­
niente (W olf 1955a, 1956, 1966).
U n estudio de la región del Bajío, realizado por W olf
(1955b) en la década del cincuenta, mostró cómo esta re­
gión en el siglo XVIII articulaba una serie de segmentos
interdependientes: la empresa minera, que proletarizaba
a sus trabajadores y demandaba alimentos para hombres y
bestias así como una gran variedad de artículos requeridos
por los sistemas de producción; las haciendas agroganaderas
que surtían a las minas de alimentos, cueros, bestias de
tiro; las empresas textiles y en general las pequeñas indus­
trias y artesanías, cuya demanda provenía a la vez de mi­
nas y haciendas; las empresas comerciales y transportistas;
las comunidades campesinas; los ranchos; las burocracias..
. W olf se interesó en explorar la función de los mec^nis-
mos de articulación regional, tanto internos como externos:
algo que la teoría de niveles de integración sociocultural
había dejado bastante oscuro. Tales funciones de bróke-
rage económico y político se veían a veces investidas en
instituciones; otrás veces las adoptaban individuos. Las
ciudades del Bajío —varias ciudades, no una sola “metrópo­
li”— crecieron en tomo a la minería, la industria y el co­
mercio; fueron, amén de núcleos de articulación y poder re­
gional, crisoles de mestizaje, donde los indígenas descam-
pesinizados, los africanos libertos y los blancos empobre­
cidos se fundían én una nueva masa de mineros asalariados
e independientes, pequeños empresarios comerciales y a-
grícolas, lumpenproletarios: los ejércitos de la insurgencia
de 1810. N o ocurrió tal amalgama biocultural —no en
forma tan arrolladora— en regiones del sur y el centro
del país sino en las zonas de frontera: donde la produc­
ción y los sistemas de dominio se desplegaban en espacios
de escasa población prehispánica (cf. W olf 1953),,.

Los estudios del Acolhuacan septentrional

En 1954 y 1955 W olf y Palerm publicaron conjun­


tamente dos artículos sobre la región del Acolhuacan sep­
tentrional —coincidente con el territorio del antiguo se­
ñorío de Texcoco—, que se extiende al occidente del lago
de Texcoco, en las fronteras del valle de México. Su in­
terés era descubrir la lógica de las transformaciones en
esta región, que se presentaba diferenciada (en términos
culturales, ecológicos y económicos) tanto internamente
como respecto del resto del valle de México, donde ha
florecido por diez siglos la concentración urbana del terri­
torio mexicano. Los autores distinguieron cuatro subregio-
nes o zonas geográficas, que se extienden, paralelas, de
norte a sur: la llanura ribereña, los pequeños valles del
piedemonte o sómontaño, los valles serranos que forman una
franja erosionada, y la sierra alta. Conforme se avanza
hácia él oriente y hacia arriba, se observan varios fenóme­
nos: la densidad de la población disminuye, los asenta­
mientos humanos se vuelven más dispersos, las expresio­
nes culturales son más marcadamente “indígenas”.
Las relaciones cambiantes de estas áreas entre sí y con
el valle de México se analizan a partir del concepto de sis­
tema agrícola, cuyos componentes son el potencial ecoló­
gico diferencial, la tecnología agraria, y la capacidad
efectiva de control y movilización de recursos. El pri­
mero se define en Texcoco por el terreno accidenta­
do, la dispersión de tierras de cultivo, el carácter to­
rrencial de los ríos y la salitrosidad del lago; puede dedu­
cirse de esto que la producción agrícola alta requiere en
la región de una complicada tecnología de represas y terra­
zas de riego, que a su vez requiere de un poder político
concentrado, capaz de organizaría.
Existen, efectivamente, terrazas y una compleja red
de riego. La historia de su surgimiento, trazada arqueoló­
gica y etno-históricamente, se remonta a finales del período
arcaico de la civilización mesoamericana (siglos ¿IX-XI A.
D.?). Por esa época el valle de México se encontraba po­
blado por agricultores, llamados genéricamente toltecas,
y por cazadores-recolectores, llamados genéricamente chi-
chimecas. Los primeros se desarrollaron sobre todo en las
zonas del valle más propicias para el riego: donde existía
tierra plana y lagos de agua dulce. Los segundos ocupa­
ron el Acolhuacan; existían también en este último algunos
agricultores de roza y quema de cultivos de temporal (se­
cano) que pagaban tributo a los chichimecas. Desde las
ciudades-estado surgidas en el valle irrigado, avanzó un
procesé de toltequización, generado por la necesidad de
incorporar tierras al cultivo para alimentar a la población
creciente. Este proceso alcanzó al Acolhuacan meridional;
pero no a l septentrional, donde se consolidó el señorío de
Texcoco. Entré éste y el resto del valle se Organizó un in­
tercambio de productos especializados. Sin embargo, a
partir del siglo XV los propios señores chichimecas propi-
68
ciaron la agriculturización de sus dominios, mediante el
desarrollo de importantes obras hidráulicas. Las causas
de esto fueron, por un lado, la búsqueda de prestigio y
poder por parte de los gobernadores texcocanos —cuya im­
portancia se había acrecentado por su alianza militar con
los aztecas— y por otro la presión demográfica sobre terri­
torios de caza y recolección, así como una hambruna ge­
neralizada en el valle en la época de Moctezuma I. El
más célebre gobernante texcocano fue Nezahualcóyotl, el
rey poeta, en cuyo reinado se consolidó el nuevo sistema
agrario. U na vez introducidas las terrazas de regadío, los
valles del somontano y serranos adquirieron una impor­
tancia clave como zonas de cultivo. La llanura ribereña
se especializó como lugar estratégico de control adminis-'
trativo: ahí se ubicó la ciudad de Texcoco. Sin embargo,
la conquista española cambiaría el panorama. Texcoco se
convertiría en un lugar especializado en producción de
lana y textiles. Los valles serranos fueron invadidos por ove­
jas que aceleraron la erosión y les restaron capacidad pro­
ductiva; a partir de ese momento, la población serrana ha
disminuido drásticamente.
Varios discípulos de Palerm han realizado en las dé­
cadas de los sesenta y setenta estudios sobre el desarrollo
moderno y contemporáneo del Acolhuacan; entre ellos
destaca el publicado en 1975 por Marisol Pérez Lizaur:
Población y sociedad: cuatro comunidades del Acolhuacan.
Esta investigación muestra que las haciendas surgidas du­
rante la colonia utilizaron para sus propios fines algunas
partes de la vieja constelación de regadío; también, que
ciertas comunidades campesinas cumplieron un papel de
reserva de mano de obra para las haciendas hasta los pri­
meros años de este siglo; de ahí que después de la reforma
agraria haya podido organizarse un sistema de producción
agrario de nuevo basado —parcialmente— en las terrazas
de riego. Para entender la evolución diferenciada del
Acolhuacan en las últimas décadas, la autora examina
tres variables: densidad demográfica, patrón de asentamien­
to y sistema agrario, comparativamente en tres comuni­
dades: Amanalco, pueblo serrano; Tlaixpan, pueblo del 1
somontano; Chiautla, pueblo de la llanura. Se añade una
comunidad atípica: Tepetlaoxtoc, como elemento catali­
zador. Amanalco presenta un patrón de asentamiento dis­
perso y sufrió un estancamiento demográfico hasta que
pudo ampliar su superficie cultivada para el auto-abasto
y regenerar en parte la irrigación. Tlaixpan, con más te­
rrenos irrigados, incrementó más rápidamente su población
y adoptó cultivos comerciales; pero pronto su densidad de­
mográfica disminuyó, al parecer por una decisión cons­
ciente de los campesinos, que no requieren de mucha mano
de obra para sus plantíos frutales. Tlaixpan conserva un
patrón de asentamiento semidisperso; Chiautla, en cambio,
lo tiene concentrado; ahí se practica una agricultura irri­
gada de llanura y la población crece sin cesar; sin em­
bargo, tal crecimiento y concentración obedecen funda­
mentalmente a las oportunidades de empleo urbano en la
ciudad de Texcoco y en las inmediaciones de la ciudad
de México, que no sólo retienen población sino atraen in­
migrantes. Tepetlaoxtoc nunca formó parte del sistema
de riego acolhuacano; su patrón concentrado y alta dén-
sidad demográfica parecen deberse a su especialización
ganadera, comercial y actualmente avícola. La emigración
en busca de empleo no agrícola es característica de todos
los pueblos menos de Chiautla, convertida en una especie
de ciudad dormitorio. Este proceso continuará a menos
que lo interrum pa una planeación conjunta de la región,
que restaure sistemáticamente su potencial ecológico —co­
mo lo hizo Nezahualcóyod—. En la actualidad, el Acol­
huacan septentrional —al igual que Yucatán— es una
región fragmentada, cuyo proceso de disolución debe en­
tenderse a partir de una unidad previa.26
Estudios en el Estado de Morelos
La influencia de Palerm, W olf y la escuela de eco­
logía cultural ocurrió sobre todo a partir del liderazgo
ejercido por el primero en el Instituto de Ciencias Sociales
de la Universidad Iberoamericana y en el Centro de In­
vestigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antro­
pología e Historia27. Esta influencia no era única: junto
a ella, renació el entusiasmo por el M arx de los Grundrisse
y por los escritos de Rosa Luxemburgo sobre el colonia­
lismo y la acumulación primitiva de capital. Conceptos
tales como reproducción social y articulación de modos
de producción empezaron a ser de uso comente.
En la década de 1970 se realizaron varios estudios en
el estado de Morelos que llevan la impronta de Palerm
y W olf. Paradójicamente, Morelos era muy conocido en
el m undo antropológico por la polémica Lewis/Redfield
sobre Tepoztlán; pero se desconocía su estructura regional,
pues estos autores la ignoraron —si bien Lewis menciona
los vínculos con las haciendas y enfatiza la existencia de
contactos multidireccionales entre los pueblos y la ciudad
de México. En cambio, Arturo W arm an, en su libro
.. .Y venimos a contradecir. Los campesinos de Morelos
y el Estado (1976) analiza pueblos y hacienda como una
unidad simbiótica. La región que él llama 'oriente de M o­
relos” se define como el territorio controlado en el siglo
XIX por la enorme hacienda Santa Glara, que incorpo­
raba trabajadores permanentes y población campesina
de comunidades indígenas situadas en diversos nichos
ecológicos. W arm an sostiene que el campesino de esta re­
gión ha podido m antener una estructura social propia
—cuyos componenes básicos son las unidades domésticas
de producción/consumo y los vínculos simétricos entre
estas unidades— a lo largo del tiempo. Dos son las razones
principales de esta persistencia: las estrategias demográficas
complejas y precisas de los campesinos, y la necesidad ine­
ludible que tienen del campesinado otros segmentos que con
él mantienen relaciones asimétricas: la hacienda antaño
y las empresas capitalistas hoy. La violencia de la revolu­
ción zapatista se originó porque la hacienda en un mo­
mento dado desconoció esta necesidad e intentó liqui­
dar la economía campesina. Así pues, la complementarie-
dad de las zonas diferenciadas de una región obedece a
¡:na característica estructural del sistema capitalista, tanto
en su etapa mercantil formativa como en su etapa
industrial. W arm an construye sus conceptos con la
ayuda de autores que, al hablar de la economía del T er­
cer M undo, distinguen la lógica del sector de capital
i tensivo de la del sector de trabajo intensivo:. Arthur
Lewis (1954), Esther Boserup (1965), Clifford Geertz
(1963), aunque su modelo del campesinado sea básica­
mente el de Chayanov (1 9 7 5 ).28
W arm an encuentra que la unidad regional del orien­
te de Morelos pierde coherencia al disolverse la hacienda.
Por: mi parte (D e la Peña, 1980), yo encontré una fuerte
continuidad regional en el noreste de Morelos, donde la
mano de obra campesina ha sido utilizada estacionalmente
durante varios siglos para producir la misma cosecha: caña
de azúcar. La unidad simbiótica entre las comunidades
campesinas del noreste —llamadas también Altos de M o­
relos— y las empresas azucareras situadas inmediatamente
al sur nace, ante todo, de la capacidad que han tenido
las haciendas primero y los modernos ingenios después
de ejercer control sobre la tierra y el agua. Este control
impide a los campesinos usar el riego para producir en
cantidades importantes algo que no sea caña de azúcar;
el maíz queda confinado a las tierras de secano. La im­
posibilidad de cultivar maíz de invierno crea un desem­
pleo que aprovechan los ingenios para sus propias nece­
sidades de mano de obra cíclica. Los mecanismos de las
empresas para asegurar trabajadores estacionales —y des­
viarlos de otras alternativas han variado: a la encomienda
sustituyó la apropiación forzosa de tierras maiceras y el
endeudamiento de los trabajadores; hoy en día, los
sistemas de endeudamiento se combinan con la legisla­
ción que protege a los ingenios. La continuidad del do­
minio regional no fue rota ni por la revolución zapatista
ni por la reforma agraria. Sin embargo, el propio campesi­
nado ha experimentado cambios profundos: la penetración
radical de la economía monetaria y el crecimiento demo­
gráfico, propiciados ambos por la influencia de los ingenios
azucareros, han llevado a los mismos campesinos a pro­
ducir cosechas comerciales en las tierras tradicionalmente
dedicadas al autoabasto. Los cultivos comerciales han im­
plicado alta tecnologización, deudas y multiplicación del
trabajo asalariado. Para conseguir dinero, muchos cam­
pesinos migran a la ciudad de México y a EE U U . Hay que
destacar que este complejo proceso de capitalización de la
agricultura campesina —que ocurre en todo el país— ha
mantenido formas peculiares y adquirido particular agu­
deza dentro de los límites regionales de los Altos de Mo-
reíos.

Los Altos de Jalisco: una región de frontera


En este somero e incompleto recorrido por los estu­
dios regionales en México debe merecer especial mención
el emprendido por un equipo de investigadores de la U ni­
versidad Iberoamericana y el C IS-IN A H en los Altos de
Jalisco, bajo la dirección de Andrés Fábregas y la inspi­
ración de Angel Palerm. Los Altos de Jalisco es una de
las partes del país que presenta una conciencia regional
más acusada, manifiesta en un folklore abundante y orgu­
lloso. Fue el escenario principal de la llamada Guerra de
los Cristeros, o Cristiada, que ha historiado detallada­
mente Jean Meyer (1973-1974). Antes de Fábregas y su
grupo, sólo un antropológo (Taylor, 1934) había realiza­
do trabajo de campo en los Altos de Jalisco. Existía ade­
más un excelente estudio geográfico, que enfatizaba la
homogeneidad fisiográfica (tierra de meseta, árida, de vo-
7*
cáción''ganadera),: la alta densidad de población, el pre­
dominio de la propiedad privada sobre la ejidal, la falta
d e ’cóHesióri del espacio regional (pocas comunicaciones
o centros urbanos estratégicos) unida paradójicamente a
una iágüda ideología de pertenencia a una región (Dem yk
1973 [1978]).
: Fábregas (1979) busca el origen histórico de esta
sociedad1régiónal y la caracteriza como “de frontera”. (P a ­
rece aludir tanto a las ideas de W olf sobre el Bajío como
a los escritos de Frederick J. T u m er [1962] sobre la “men­
talidad fronteriza” de la sociedad norteamericana: una
mentalidad triunfalista y autojustificante). Fue poblada
a mediados del siglo XVI, por labradores castellanos en­
viados por Felipe II, destinados a colonizar el área y a
pacificar —o bien , exterminar— a los escasos indígenas se-
minómadas que la habitaban originalmente. Fábregas hace
um interesante paralelo entre la colonización de la fron­
tera —también bajo el dominio de los Habsburgo— y la
de los Altos de Jalisco. En ambas fronteras se implanta­
ron familias leales al rey, destinadas a ejercer funciones
tanto agroganaderas como militares. En ambas se otor­
garon concesiones de tierras en propiedad a estas familias;
en ambas surgieron formas peculiares de familia extensa
—la famosa zadruga en un caso, la familia externa patriar­
cal en el otro— dotadas de dinamismo económico y de
alta capacidad de movilización militar.
La historia de los Altos de Jalisco es en buena me­
dida la historia de estas unidades familiares, y de sus cri­
sis. Cada unidad ocupó un pedazo de tierra que recibió
el nombre de rancho. Al multiplicarse las unidades, los
ranchos se convirtieron en pequeñas aldeas (tam bién lla­
madas rancherías') semidispersas, que hasta’bien entrado
él siglo XIX albergaban a la inmensa mayoría de la pobla­
ción regional, y que hasta la fecha representan un porcentaje
importante de ella. Desde el siglo XVI hasta el XVIII, los
ranchos tuvieron un papel económico importantísimo: a-
bastecer a la población de las minas de Zacatecas. Junto
a los ranchos surgieron unidades territoriales más grandes
en el siglo XVII; las haciendas. Las más importantés
(Santa Ana Apacueco, Jalpa, Ciénega de la M ata) com­
prendían tierras tanto en los Altos como en el Bajío29,
las primeras dedicadas sobre todo al gañadb, las segundas
dédicadas sobre todo a la agricultura; todas, fuertemente
vinculadas a las minas. Sin embargo, las haciendas, aun­
que a veces absorbieron tierras de los ranchos, no los des­
plazaron; antes bien, promovieron su proliferación. Las tie­
rras de los Altos, por su naturaleza, resultaban más redi­
tuables si se daban a medievos que si trabajaban directa­
mente por medio de peones asalariados. Los medieros man­
tuvieron la estructura de la sociedad ranchera.
En el siglo XIX la crisis de la minería mexicana obligó
a la región de los Altos a reorganizarse, ahora en. función
del mercado de la ciudad de Guadalajara —y seguramente
del mercado interno que resultaba de su propia población
creciente—. Los hacendados fraccionaron sus tierras y las
vendieron a un buen número de rancheros enriquecidos,
que construyeron casonas en los pueblos más grandes y
formaron una oligarquía regional30. Con los rancheros
más pobres y con los trabajadores sin tierra que iban sur­
giendo al aumentar la presión demográfica, mantenían
vínculos múltiples: los segundos eran sus parientes leja­
nos, sus ahijados y protegidos, su fuerza de trabajo. La
iglesia católica reforzaba el ethos de esta sociedad ranchera:
un ethos de vida frugal y esforzada, respetuosa de la auto­
ridad, profundam ente religiosa. Las organizaciones piado­
sas proporcionaban una estructura corporativa y jerárquica.
La ideología religiosa y ritual cotidiano imbuían de
significado a una existencia de escasas recompensas materia­
les.
Según los autores de los estudios sobre los Altos, la
causa fundamental de la Cristiada fue una crisis ecológi­
ca. Los aspectos de esta crisis, ampliamente documenta­
os
da por Jaime Espín y Patricia de Leonardo (1978), y por
José Díaz y Román Rodríguez (1979), son la fragmentación
atomística de la propiedad territorial —debida al creci­
miento demográfico decimonónico y al sistema vigente
de herencia partible—, las potencialidades limitadísimas
del territorio, la escasez de alternativas ocupacionales,
y el desplome del mercado, causado tanto por la violencia
revolucionaria desatada en 1910 como por el casi mortal
tambaleo del sistema capitalista que culminó en 1929. La
rebelión cristera, que duró efectivamente desde 1926 has­
ta 1940, implicó la movilización de millares de familias
patriarcales de pequeños rancheros y medieros, quienes,
si bien luchaban contra un gobierno antirreligioso (y no
sólo anticlerical) que agredía el tejido simbólico de su
cotidianidad31, también lo hacían —con el beneplácito
de los oligarcas regionales— contra un Estado nacional e-
mergente cuyo poder tendía a nulificar la capacidad local
de enfrentarse a una profunda crisis. La derrota final de
los cristeros significó, por un lado, la implantación del
dominio del Estado frente a la oligarquía debilitada y dis­
persa; por otro, la destrucción de la estructura económica
regional, políticamente mediatizada gracias a la válvula
de escape de la migración masiva a los Estados Unidos32.

La vocación regional de la antropología social mexicana

Recientemente, algunos autores (cf. Coraggio s /f )


han definido la 'cuestión regional” como el problema de
las influencias recíprocas entre sociedad y espacio: ciertos
fenómenos (estructuras, relaciones) sociales —no to d o s-
exigen, para su estudio, ser diferenciados en términos de
un espacio, que a su vez se definirá en términos relativos
a la conceptualización del fenómeno y, por tanto, en opo­
sición a otros espacios regionales. Lejos de suponer un
relativismo empirista ( “hay tantos conceptos de región
como variables empíricas se tomen en cuenta”), este plan­
teamiento demanda una clasificación teórica previa a la
utilización exitosa del marco regional. U na tesis del pre­
sente artículo es que, por la naturaleza de las preguntas
que hace a la sociedad mexicana, la antropología social
ha debido emprender estudios de regiones. Otra tesis: el
concepto región ha tenido mayor nitidez y utilidad cuan­
to más nítidamente ha logrado el antropólogo articular su
problemática teórica.
Gamio se interesó en relacionar la diversidad cultural
y la desigualdad socioeconómica, y en buscar el aprove­
chamiento de los “aspectos positivos” de la primera para
desterrar la segunda. En la medida en que su concepto
de cultura era estático y atomístico, y su concepto de sis­
tema social embrionario, el término “población regional”
que Gamio proponía fue más un término “preparadigmá­
tico” que una herramienta definitiva. Redfield también
se planteaba el problema de la diversidad cultural; su
concepto de cultura era más dinámico y permitía visualizar
varios niveles interrelacionados: desde el folk, armonizado
en una esfera rousseauniana, hasta el urbano cambiante
y “desorganizado”; su región se defínia a partir del influjo
diferencial del polo urbano. En la medida en que tal
influjo se conceptualizaba en forma unilineal y ahistó-
rica, la concepción redfieldiana de región carecía también
de ramificaciones analíticas que permitieran tomar en
cuenta, en su complejidad dialéctica, los procesos histó­
ricos concretos: la formación regional propiamente dicha.
Los otros autores brevísimamente analizados en este
artículo, interesados también en el tema de la diferencia­
ción sociocultural, plantearon sin embargo su problemáti­
ca desde el punto de vista del surgimiento, consolidación
y crisis de los sistemas productivos: por éstos, la sociedad
y la cultura tienen una historia, v la región una definición
asimismo histórica. La principal inspiración teórico-me-
todológica de todos estos autores (e incluyo al propio Agui-
~ rre Beltrán en el paquete, a riesgo de incurrir en la repro­
bación de tirios y troyanos) proviene, según traté de mos­
trar, de Julián Steward y la corriente llamada ecología
cultural neoevolucicmista. Sostiene tal corriente que en
una sociedad en proceso de complejidad creciente surgen
segmentos socioculturales diferenciados, que corresponden
a procesos diversos (no mecánicos) de adaptación ecológica
(de organización territorial), y que se articulan en virtud
de las funciones complementarias que les asigna una es­
tructura de poder global. U n concepto clave es el de
núcleo cultural ( cultural core), que se refiere a la conste­
lación pautada de. elementos técnicos, sociales y simbólicos
que se vincula directamente a los procesos de adaptación.
Sin suponer un determinismo ecológico, tal concepto pre­
tende dar cuenta de las diferencias tecnoeconómicas v
socioculturales y a la vez referir a la coordinación global
que permite y fomenta (¿crea?) la especialización33.
Salta a la vista que este enfoque ayudó a rompe;:
. muchos mitos: el de la comunidad aislada, el de los cam­
pesinos transitorios, el de la hacienda feudal, entre otros,
y. que.abrió .brechas innovadoras en la arqueología y Ja et-
nohistoria. Propició, además la formacion.de equipos de
trabajo colectivo y cumulativo. Tiene drásticas limitacio­
nes teóricas: por ejemplo, el énfasis en el modelo de equi­
librio ecológico e inter-segmentario; o en la primacía ahis-
tórica de la adaptación ecológica. Estas limitaciones redu­
cen el estudio del cambio al de los ajustes adaptativos:
además, tienden a minimizar la influencia regionalizante
de factores distintos al de la potencialidad dada de un te­
rritorio. De hecho, todos los autores citados rompen con el
determinismo territorial; por ejemplo, los estudios del
Acolhuacan muestran la contingencia del potencial eco­
lógico respecto a la tecnología y sobre todo a la organiza­
ción sociopolítica.
.. . .Vale la. pena,, para, .terminar estos, apuntes., ..mencio­
nar algunos temas que aparecen en la literatura .citada, o t -
v géa. la *superación, .del enfoque ecologista* y. apuntan cam-
..bios importantes en la investigación antropológica regional;
La región y la economía 'política. Si el evolucionisnio
ingenuo suponía que las partes precedían al t^OM ^ u e
las regiones precedían a la nación y al Estado—, después
de Redfiel se acepta que Chan Kom y Dzitas, incluso
Tusik, proceden de la región yucateca; W olf y Stricfcon
muestran que la economía política colonial causa el surgi­
miento de regiones de distinto tipo; Palerm, siguiendo a
Luxemburgo, afirma que la formación del sistema jnun-
dial capitalista en el siglo XVI (cf. W allerstein 1974); es
el punto de partida del análisis regional: •el sistema no
tiene un efecto homogeneizante sino diferenciador. El
punto central del debate debe ahora plantearse en térmi­
nos de economía política —cómo se definen desde el sis­
tema los objetivos del trabajo y los productos en distin­
tas zonas, y por qué—; pero el antropólogo social tiene
la tarea de mostrar la complejidad del proceso, la varia­
bilidad de las respuestas y alternativas locales (zapatismo,
cristiada), la irreductibilidad de la historia a un esquema
lineal. El interés diacronico del antropólogo, adem ás,. le
permite explorar la importancia de la organización previa
al sistema capitalista (de nuevo, el Acolhuacan es un
ejemplo) en la determinación territorial.
La región y el Estado. L arelación entre las partes y
el todo es una relación definida por mecanismos de subor­
dinación: de poder. El análisis de la regionalización supone
conocer la historia del Estado colonial y del surgimiento
trabajoso de los Estados nacionales. Por un lado, :es­
tos mecanismos de poder centralizado crearon (o apoyaron)
la división espacial de la producción y el trabajo; por otro
el poder central debió enfrentarse al poder regional que
de tal división emergía. U na forma analíticamente efec­
tiva de definir la regionalización es a partir de la .existencia
de núcleos de poder localizados y relativamente capaces
de torrar decisiones independientem ente del; centro-(¡cf.
$ a r a S u r de Jalisco De 1$ Peña Í979 y . l980b^: Roberts
19*80; para el caso argentino, Balán 1978) : \<deja.ele existir
la regionalización cuando el Estado nacional centraliza
efectivamente el control. El análisis de oligarquías o élites
regionales (como los Altos y el Sur de Jalisco) o de ca­
ciquismo, y el estudio de las condiciones en que ocurre
una privatización del orden social, parecen ser temas esen­
ciales (y aún embrionarios) en la antropología regional34.
U na herramienta analítica de particular importancia al
respecto puede ser el concepto dominio de poder, desarro­
llado por Richard N . Adams (1970, 1978), que há sido
aplicado al caso de Morelos (D e la Peña 1980, Varela
1980): mientras la crisis del Estado nacional emergente
en el siglo XIX supuso el surgimiento de un dominio uni­
tario a nivel regional y correspondiente fragmentación del
dominio de poder nacional, la consolidación del Estado
nacional posrevolucionario ha significado la fragmenta­
ción del poder regional como una estrategia centralizado-
ra. En este sentido, los planes de coordinación regional que
han propuesto Gamio, Sáenz y Aguirre Beltrán están ne­
cesariamente condenados al fracaso: contradicen un me­
canismo hegemóriieo fundamental.
La región y el mercado. Strickon mostró que la de­
manda del mercado europeo creó Yucatán; a Morelos lo
articuló la .demanda azucarera de la ciudad de México;
Enrique Florescano y Alejandra Moreno, en un artículo
pionero sobre historia regional (1973), mostraron el im­
pacto del sector externo en la configuración espacial del
país35. Por otro lado el caso del Bajío patentiza la enor­
me diferencia que existe cuando en una región surge un
mercado interno: lo que ocurre espacialmente en el sur
de Jalisco (donde no hay minas ni plantaciones históri­
camente importantes), por ejemplo, no puede entenderse
sin tener en cuenta la existencia de un mercado regional
puesto en crisis por la llegada del ferrocarril (D e la Peña
1977, 1980): las transformaciones en el ámbito del merca­
do manifiestan y a la vez condicionan las transformaciones
regionales (Veerkamp 1977, 1 9 S í)/Á sí7: los estudios antro-
eo
pológicos de las redes de mercados resultan urgentes: con
la excepción de John Durston (1976) nadie, que yo sepa,
ha tratado de aplicar modelos normativos de localización
(■central-place theorj') a los lugares de mercado —cuya uti­
lidad para el caso de Guatemala ha puesto sobradamente
de manifiesto Carol A. Smi'ch. Nos tenemos que confor­
mar todavía con los estudios pioneros de Malinowski v
De la Fuente (1957) y de Marroquín, con los plantea­
mientos teóricamente innovadores de Ina Dinerman (1974)
sobre la relación entre mercado regional y organización so­
cial estable, y con estudios recientes como los de Beals
(1975), Coolc y Disldn (1976) y Oswald (comp.) (1979)
que, aunque interesantes, no tienen propiamente una me­
todología regional (cf. Smith 1976). Por supuesto, de la
regionalización de los mercados de trabajo aún sabemos
menos.
ha región y la ciudad. Redfield, Aguirre Beltrán,
Marroquín, destacaron el papel de una ciudad pa^a definir
una región, a partir de influencias de tino diverso: inno­
vación, poder, mercadeo. Otros autores (Bonfil 1972, Mo­
lina 1976) destacan que les centros de población grandes
tienen un efecto no de estímulo sino de freno en el cre­
cimiento de los centros más pequeños en su hinterla^d o
zona de influencia; dos estudios recientes sobre migrantes
a la ciudad de México muestran el efecto desestabilizador
de la megalópolis sobre la economía de dos regiones ale­
dañas (Arizpe 1978. Oswald 1979). ¿En qué condicio­
nes —de población, de mercado, de poder— surge un sis­
tema coordinado de ciudades como el que existía —v exis­
te— en el Bajío1? (cf. Molina 1980).
Región, desigualdad, clase social. Desde Gamio, los
estudios de los antropólogos han mostrado que la división
espacial de la producción y el trabajo origina agudas de­
sigualdades en el desarrollo regional; el tema ha provocado
estudios económicos (Yates 1965) y trabajes interdisci-
plinarios (Barkin et al. 1973), y además constituye el ob-
jeto de investigaciones aplicadas, políticas indigenistas y
planes de desarrollo regional que, para algunos críticos,
no han hecho más que agravar el problema. Con todo,
el campo de la investigación aplicada al desarrollo regio­
nal ofrece un reto que la antropología mexicana no puede
—no debiera— rehusar. Por otro lado, la oposición entre
regiones —o entre oligarquía regional y Estado— no sus­
tituye a las contradicciones básicas de clase traídas poi
la expansión del sistema capitalista: ambos tipos de opo­
siciones se combinan en formas cuya descripción, compren­
sión y análisis se plantean como tarea para el investigador
de campo. La oposición de clase también tiene una di­
mensión espacial: si existe un sistema regional de clase
(i. e., puesto en marcha por la operación principal de
mecanismos regionales: la hacienda, la ciudad mercadq
el enclave m inero), cada clase puede definir su región en
términos diferentes (cf. los trabajos sobre la plantación
citricóla de Montemorelos, de Luis M. Gatti et al.). Estas
múltiples oposiciones debieran plantear un problema
al planificador: ¿cuál de todas las concepciones regionales
subyace a los proyectos de desarrollo?.
Región, nación, etnia. La Constitución del Estado na­
cional ¿supone la hegemonía de una clase dirigente y la
implementación de instituciones, mercados, sistemas de
clases, cultura, nacionales? La pregunta por el futuro de
la regionalización se inserta en una polémica aún no re­
suelta, donde también rompen lanzas sujetos tales como
la proletarización, la descampesinización, la pluralidad
étnica. Esta última era supuestamente del mayor interés
para los antropólogos indigenistas; pero, de hecho, los
conceptos desarrollados para tratar con ella más bien centra­
ban su atención en la desaparición de la pluralidad (la
aculturación de Aguirre Beltrán) que en su persistencia,
quizás porque ésta se veía con gran escepticismo. Ahora
han surgido una pléyade de movimientos políticos que
utilizan un lenguaje “indianista” (Para oponerlo al tér­
mino “indigenista”) y han atraído el interés y apoyo ac­
tivo de algunos antropólogos: más que con análisis de
estos movimientos, contamos ahora con testimonios (cf.
Bonfil 1981). Las preguntas vuelven al tapete: ¿Cómo
entender la persistencia de las etnias, sin reificarlns o mi ­
tificarlas? ¿Cuál es la relación entre región y etnia? (En c\
análisis del Acolhuacan, Palerm y W olf conceptualizaban
el “ser tolteca” o el “ser chichimeca” como una variable
dependiente del sistema agrícola predominante) ¿Entre
etnia y nación? ¿Puede haber proyectos nacionales desde
la etnia? (La cuestión es candente en España, Gran Bre­
taña, Italia. . ., cuyas realidades plantean comparaciones
interesantes con la nuestra, y, por supuesto, en el redivi­
vo debate marxista sobre las nacionalidades). ¿Es la
refuncionalización de la pluralidad étnica una nueva es­
trategia del sistema? (Favre 1981).

N O T A S

1 Aunque mi interés por la “cuestión regional” data de varios


años, se ha visto notablemente estimulado por mi participación
como profesor e investigador en el Programa de Estudios Re­
gionales en el Occidente de México, auspiciado por El Colegio
de Michoacán y el Centro de Investigaciones Superiores del
INAH. El presente artículo se originó como una comunica­
ción preparada para el Simposio sobre Rumbos de la Antro­
pología Latinoamericana, XII Reunión de la Asociación Brasi­
leña de Antropología, Rio de laneiro, Julio de 1980. Me bene­
ficié, para la redacción de este ensayo, de las visiones panorá­
micas de la antropología mexicana debidas a Juan Comas
(1964) y José Lameiras (1979).
2 Para evitar confusiones terminológicas aclaro que por antro­
pología social entiendo específicamente la disciplina confor­
mada a partir de los trabajos de Durkheim, Mauss, Ma-
linowski y Radcliffe-Brown: implica la creación y / o el uso
de conceptos sociológicos en el estudio intensivo, holístico y
comparativo de grupos humanos.
3 La historia de la antropología presenta, en palabras de Guiller­
mo Bonfil (1970: 163) '‘un proceso de reducción” : tiene una
visión más amplia mientras más retrocede en el tiempo. No
hay que olvidar, por otro lado, que algunos antropólogos so­
ciales (africanistas y norteamericanistas) rompieron teórica y
metodológicamente el círculo mágico de la microcomunidad:
Max Gluckman (1940, 1958), J. Clyde Mitchell (1956), W.
Lloyd Warner (1962) son buenos ejemplos de ello, y además
los citados más adelante en este ensayo.
4 Una definición real aspira a describir una cosa {res) y no sim­
plemente a clarificar el significado de un término, como lo haría
una definición nominal. Las definiciones reales exigen la uti­
lización de conceptos monotéticos, i.e. que expresan constelacio­
nes de atributos predicables a fortiori de todos los casos a que
se aplique el concepto. El concepto politético expresa atributos
que no se aplican todos siempre a todos los casos. Los len­
guajes elaborados de las ciencias exactas contienen con frecuen­
cia conceptos monotéticos: H 20. Los conceptos de las cien­
cias sociales provienen en su mayoría del lenguaje natural, y
suelen por ello ser politéticos.
5 De los conceptos de parentesco y matrimonio se ocupan los
artículos reunidos por Rodney Needham en Reihinking kinship
and marriage (1971). Southwold (1978) disecta el concepto
de religión. Sobre la equivocidad del concepto de campe­
sinado véase De la Peña (1980). Digresión: Alan Macfar-
lane (1979) ha hecho recientemente un concienzudo esfuer­
zo por construir un tipo ideal o un concepto monotético
para el campesinado histórico europeo; pero a continuación
advierte que no se aplica a los pequeños cultivadores de Europa
Occidental, y menos a los ingleses, sino sólo a los de Europa
Oriental. El problema es que a todos se les llama campesinos
en la literatura y en la vida cotidiana; ¿es posible cambiar
-abolir- tal nomenclatura?
6 Me refiero a las influyentes teorías de von Thunen y sus dis­
cípulos. Para una discusión de esta escuela véase la antología
compilada por Friedmann y Alonso (1975) y los trabajos de
Carol Smith (1976).
7 En esta terminología, el lugar se configura por las activi­
dades consuetudinarias de una persona o una unidad social
menor (la casa es el lugar prototípico); el espacio social se
configura por las actividades de un grupo o una categoría social
más amplia (la ciudad, vgr.).
8 “Combinaciones entre suelos y climas, posibilidades de la
irrigación, capacidades energéticas de los ríos... me parecían
ser los datos siempre presentes, las ‘constantes’ de los proble­
mas que yo estaría llamado a resolver” (Vilar 1979a: 14).
9 Grandilocuencia y centralismo aparte, este poco conocido ar­
tícu lo (que no es cit ado ni siquiera por Vilar) incluye una de­
finición interesante de región: “circunscripción territorial más
amplia que la provincial y asiento de una colectividad públLa
y completa, unida por vínculos morales y tradicionales” (G ar­
cía Rives y Gil Robles, 1922: 460-461). Añade que el estado
centralista debe respetar las expresiones “naturales” de la re­
gión: lengua, arte, tradiciones.
H4
10 Veáse Vilar 1979b: un artículo dentro de un interesante número
de la revista Historia 16 dedicado al problema de las autonomías
nacionales y regionales.
11 Sobre Gamio véanse los trabajos de Luis Villoro (1950), Juan
Comas (1964), Eduardo Matos (1972), Manuel Villa (1976).
12 Con razón, Villa (1976: 193) afirma que Gamio es un precur­
sor importante de las teorías de la dependencia y el colonia­
lismo interno.
13 Véase el trabajo de Strug (1971) sobre las relaciones entre
Boas y Gamio. Entiendo que existe, inédita, una copiosa co­
rrespondencia entre ambos, precisamente durante el tiempo del
estudio de Teotihuacán.
14 Fuera del ámbito universitario, las polémicas vigorosas entre
marxistas y populistas habían vivificado el tema. Véase Palerm
1980: 147 ss.; Berlín 1979: 391 ss.
15 El termino Cultura folk procede de Toennies (1918): expresa
una voluntad de reconocer la cultura popular como válida y
con un contenido propio (y no como la antítesis negativa de
la cultura urbana europea).
16 En Yucatán mismo: Hansen 1934; Redfield y Villa Rojas, 1934;
Redfield 1950; Villa Rojas 1945 y 1977... Filho (1970) pro­
porciona una larguísima lista de la investigación realizada en
América Latina que ha recibido influencia del modelo redfiel-
diano.
17 Otras preguntas pertinentes: ;p o r qué Redfield no eligió
ninguna comunidad henequenera? (Bonfil 1970: 167 n. 4). ¿No
puede la dominación urbana tener también efectos inhibitorios
del cambio? (Henri Favre: comunicación personal).
18 Entre otros, Foster (1953) y Mintz (1953) habían señalado
la necesidad de superar la definición meramente residual de las
categorías intermedias entre lo folk y lo urbano —particular­
mente del campesinado— .
19 Tiende Strickon a confundir la encomienda (una institución
de control de hombres) con las instituciones de control te­
rritorial.
20 Steward no debe desligarse de otras figuras señeras del neoevo-
lucionismo, como Leslie White y Gordon Childe.
21 Por ejemplo Beals 1946, Foster y Ospina 1948, Kelly y Palerm
1952, Carrasco 1957.
22 Treinta años después de su publicación, el libro de Aguirre
sigue siendo el mejor estudio comprehensivo sobre el área pu-
répecha.
23 Aguirre estuvo al frente del programa del Instituto Nacional
Indigenista en Chiapas en 1951; aprovechó, además de las in­
vestigaciones del propio INI, las del Instituto Carnegie, y la
Universidad de Chicago. La investigación en la chihuahuense
tarahumara la realizó en 1950 y 1952 con la ayuda de Francisco
M. Planearte.
24 Fue Aguirre el primer recipiente del Premio Malinowski, otor­
gado por la Sociedad Internacional de Antropología Aplicada.
25 Véanse Warman et al. 1970; Aguirre Beltrán 1976; Warman
1980.
26 Otros estudios de discípulos de Palerm en el Acolhuacan son
los de Gómez Sahagún (1970 ) (sobre riego y poder en Tlaix-
pan), Campos de García ( i (}73) (sobre educación y cambio
social en Tepetlaoxtoc), y Creel (1977) (sobre la industria de
la lana en San Miguel Chiconcuac: muestra la transformación
de la región por la introducción del pastoreo y la manufactura,
desde el virreinato). Cf, también Dehouve 1977.
27 El CIS-INAH, hoy transformado en CIESAS (Centro de In­
vestigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social), lo­
gró entre 1973 y 1976 polarizar importantes recursos materiales
y humanos y promover intensivamente la investigación de cam­
po (quizás en forma sin precedentes).
28 Junto con Arturo Warman realizaron trabajo de campo en el
oriente de Morelos varios antropólogos del CIS-INAH y la
Universidad Iberoamericana: véanse Kelguera, López y Ramí­
rez 1974; Alonso, Corcuera y Melviüe 1974; Azaola y Krotz
1976; Melville 1979.
29 La coexistencia e interdependencia de ranchos y haciendas en
el occidente de México había sido señalada desde los estudios
clásicos de Chevalier (1956) y MacBride (1923); pero sólo se
ha explorado sistemáticamente en épocas recientes (González
1968, Brading 1978).
30 El término oligarquía regional cobra particular importancia
en los estudios de Martínez Saldaña y Gándara Mendoza (1976)
y Del Castillo (1979), sobre Arandas y San Miguel el Alto.
31 Jean Meyer ha demostrado, para mi gusto convincentemente,
que la participación directa del clero en la Cristiada no fue tan
importante (cuantitativa y cualitativamente) como la propagan­
da oficialista ha querido hacernos creer. En esto el equipo de
Fábregas no se muestra muy de acuerdo. Cf, Meyer 1980.
32 Consúltense también los estudios de María Antonieta Gallart
(1975), Virginia García (1975) y Carmen Icazuriaga (1977).
33 Algunos textos importantes en la historia de este enfoque,
además de los ya citados: Steward et al 1955, Adams 1957,
Cohén 1969, Sahlins y Service 1960. Acepto que es exagerado
clasificar a Marroquín, un marxista ortodoxo, como neoevo-
lucionista.
34 Los estudios de caciques regionales más bien los han hecho
historiadores (Chevalier s /f ; Díaz 1972; Olveda 1980); una
excepción importante es el libro compilado por Roger Bartra
(1975).
35 En el Acolhuacan prehispánico el impacto de la “demanda”
de la población del valle no se mediaba por relaciones mercan­
tiles sino por alianzas políticas: en su análisis Palerm y Wolf
son precursores de lo que más tarde John Murra, para el caso
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