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La mujer era fenomenal.

Cuando salió para su presentación en el tubo, espléndida, seductora,


todo el lugar se llenó de hombres impacientes. Con paciencia se preparó para el baile erótico
que haría a continuación. Vestía muy pocas prendas, y a través de ellas se podía apreciar su
excelente figura, sin excesos de nada y sin faltas. Su rostro también era hermoso.

Sonó la música y la bailarina realizó sus primeros pasos, sutiles. Era verdaderamente increíble
la enorme voluptuosidad que podía emanar con tan pocos movimientos: los más idiotas de
todos ya babeaban indecentemente. Poco a poco fue aumentando la fuerza y el erotismo de su
baile. Daba un placer realmente inmenso mirarle, y muy seguramente para todos los presentes,
ya era imposible disimular el abultamiento que se empezaba a hacer en los pantalones.
Después, finalizando el show, la presentación se hizo intensa, lasciva; pero era una imagen
realmente excitante y hermosa por el contraste entre la belleza de la bailarina y su presentación
impúdica: muchos pantalones, si no todos, terminaron revelando una mancha de humedad.

Y terminó por fin la presentación. Todos los presentes, incluyéndome, aplaudimos con
admiración y agradecimiento. Después pasó algo imposible de olvidar, y que fue realmente el
tesoro más grande que me llevé esa noche: el presentador de las funciones se acercó al
escenario y dijo: «¡Como siempre fascinante nuestro querido Roberto!». El público de repente
guardó un silencio sepulcral. No se profirió por largo tiempo el más mínimo sonido. Yo por
mi parte observaba tranquilo la reacción de todos. Estaban boquiabiertos, ceñudos y como
pensando: ¿Roberto? Y tras ese extraño lapso de perplejidad, lo que vino fue lo más
asombroso de todo: como si de la bailarina hubiera emanado un demonio abstracto y les
hubiera masticado sus partes viriles, todos los presentes se sacudieron furiosos en sus lugares.
Estiraban los brazos, las patas, torcían el cuello, iban de aquí para allá, agarrando su humedad
con dolor, y diciendo: «¿Roberto? ¡Roberto! ¿Roberto? ¡Roberto!».

Increíble acontecimiento: Roberto era bella, inigualablemente bella. Sus gestos y su mirada, y
posiblemente su voz, eran los de una mujer. Esos imbéciles que, a duras penas saben que una
de las cosas que diferencia a un hombre de una mujer son las tetas y la vagina, que por cierto
Roberto también tenía, hubieran pasado años a su lado sin sospechar nada, sin sospechar su
transexualidad. Todo se reducía a un nombre, tres sílabas, una miserable A. La cosa más
insignificante y virtual los había enloquecido.

Yo sin embargo me regocijé; pues no todos los días se presencia a un bello transexual bailar, y
al espectáculo gracioso de la ignorancia pura.

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