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Materia: Historia Moderna.

Cátedra: Campagne.
Clase: 25.
Fecha: 8 de noviembre de 2013.
Tema: La demonología radical y la caza de brujas (I).
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne.
Corregido por: Fabián Alejandro Campagne.

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La idea es comenzar a ver el punto 4. 7 del programa analítico, cuyo título es “La demonología radical y la
caza de brujas: la construcción del enemigo interior”.
Mi intención es precisar el fenómeno que los manuales de Historia Moderna caracterizan como “la gran caza
de brujas temprano-moderna”, y precisar con el mayor detalle posible sus muchas implicancias. La clase de
hoy va a resultar muy descriptiva, se los advierto de antemano. La perspectiva de análisis más conceptual
quedará para la semana que viene.
Empecemos definiendo el fenómeno. En los 250 años que se extienden aproximadamente entre 1430 y
1680, Europa Occidental en este caso, mucho más que Europa Oriental, se vio inmersa en la persecución
masiva de un crimen imaginario. Éso fue la caza de brujas: la mega-represión de un delito inventado, de una
conspiración inexistente, y no sólo inexistente, sino que literalmente no podía existir, al menos tal como se
la imaginaba por entonces. A pesar de su relativa falta de referentes en el mundo real, sin embargo, el
fenómeno provocó por vía judicial la muerte de entre 40.000 y 50.000 personas. Subrayo la expresión por
vía judicial porque estoy dejando de lado las ejecuciones provocadas por linchamientos populares, más o
menos espontáneos, que continuaron produciéndose hasta muy entrado el siglo XIX, e incluso durante el
siglo XX en algunas regiones de Europa. Los linchamientos de supuestos brujos y brujas no se pueden
cuantificar, y por ello no se incluyen en la cifra que acabo de proponer para las ejecuciones judicialmente
avaladas.
La caza de brujas comienza hacia 1428, en una muy abrupta solución de continuidad con el pasado
medieval. La persecución judicial de la brujería comienza muy de golpe, y éste es uno de los problemas
mayores que este campo historiográfico específico viene tratando de resolver desde hace 150 años. Los
propios teólogos, que a partir de 1430 definían el fenómeno de la brujería en términos teóricos, y los
juristas, que justificaban la represión en términos prácticos, es decir, los ideólogos y los agentes de la
represión, eran muy conscientes de la irreductible novedad de la amenaza que por entonces comenzaban a
perseguir.
La abrumadora mayoría de las víctimas que produjo la caza de brujas mueren en los 60 años claves que se
extienden entre 1570 y 1630, el período de la gran caza de brujas propiamente dicha. Queda claro, pues,
que la caza de brujas fue un fenómeno esencialmente moderno. La Edad Media no persigue masivamente la
brujería, ni la real ni la imaginaria. Son los supuestamente más racionales y luminosos hombres del
Renacimiento y del primer Barroco los que lo hacen. Por eso alguna vez yo aludí a las “hogueras de la

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modernidad” para referirme a este fenómeno. La caza de brujas fue parte del proyecto moderno, no su
antagonista.
Se calcula que el 80% de las víctimas de esta cacería judicial fueron mujeres, lo cual nos deja, según el
cálculo que hagamos, entre 8000 o 10000 hombres condenados por el mismo delito, lo cual no es una cifra
menor. Concluimos por lo tanto que la caza de brujas fue un fenómeno “género relacionado” antes que
“género determinado”. Si hubiera sido esto último no se entendería el 20% de víctimas masculinas. El
género juega un rol pero no es el factor fundante de la persecución.
Tanto los jueces laicos como eclesiásticos que cazaban brujas en los siglos XVI o XVII eran conscientes de que
estaban persiguiendo un crimen colectivo, no un delito individual. Lo que supuestamente trataban de
extirpar era una conspiración liderada por el demonio en persona, con el objetivo de subvertir el orden
cristiano y arrebatarle a la divinidad el control de la Creación. Se perseguía una nueva herejía, en realidad,
una suerte de superherejía, más potente que todas las antes creadas: se perseguía una cofradía de
adoradores del demonio, de demonólatras.
Esta persecución masiva se basó en una de las expresiones más radicales de la teoría del complot y del
paradigma del enemigo interno jamás creadas por la cultura occidental: es lo que se conoce como
“estereotipo del sabbat”. El sabbat era, en esencia, una reunión, una asamblea de complotados. Se afirmaba
que los miembros de esta nueva secta de demonólatras, los supuestos brujos y brujas, se reunían por las
noches en espacios vírgenes, con dos objetivos: primero, para tributarle honores divinos a su maestro y
fundador, al demonio, que irrumpía en cuerpo presente; y en segundo lugar, para planificar nuevos
atentados de corte preternatural contra la sociedad cristiana. Estas asambleas tenían carácter periódico y
estaban organizadas según una lógica ritual que se fue tornando cada vez más sofisticada con el paso del
tiempo. Ya para comienzos del siglo XVII el sabbat había adquirido la apariencia de un contra-ritual
eclesiástico, propio de una verdadera iglesia invertida.
En un principio, durante las décadas centrales del siglo XV, a estas reuniones nocturnas se las denominó
“sinagogas”. Recién a finales del siglo XV se impuso el término definitivo de sabbat. Resulta evidente la
relación entre ambos términos y la ritualidad judía. Sin embargo, se trata de un mero espejismo, porque en
esta suerte de préstamo lexical terminan los puntos de contacto entre la caza de brujas y el antijudaísmo
tardomedieval. Siempre fueron fenómenos que corrieron por carriles separados. Es fácil de probar
fácticamente. A los judíos, de la Baja Edad Media en adelante, y muy especialmente en el Centro de Europa,
se los sindicó como responsables de horribles delitos: de apropiarse de la hostia consagrada con la intención
de profanarla, o bien de secuestrar niños pequeños cristianos en tiempo de Pascua para asesinarlos entre
atroces tormentos y así burlarse de la crucifixión de Cristo –el famoso “libelo de la sangre”, que provocó el
exterminio de muchas juderías en el sur de Alemania. Pero jamás se los acusó de asistir al sabbat, jamás se
los acusó de brujos y brujas, de ser miembros de la nueva conspiración. Y viceversa, a los brujos y brujas se
les acusó de los más horribles delitos imaginables (ya los veremos con detalle dentro de unos minutos), pero
jamás se los acusó de practicar en el sabbat rituales judíos (más bien, de burlarse de rituales cristianos). En
España –donde en rigor de verdad nunca cuajó demasiado el estereotipo del sabbat y mucho menos la caza
de brujas–, a partir de 1610 se impuso en el lenguaje coloquial un término específico para denominar estas
asambleas nocturnas de adoradores del demonio, un término de recia estirpe ibérica, por cuanto se trataba
de una voz derivada de la lengua vasca: “aquelarre”. Hasta entonces los términos que se usaba para estas
míticas asambleas brujeriles era los “juntas” o “ayuntamientos”. Aquelarre podría traducirse como “pradera
de la cabra macho”, “prado del cabrón”.
Fue esta construcción de la alta cultura teologal, el sabbat, la que habilitó que se produjera una persecución
judicial del estilo “caza”. ¿Por qué? Porque si el delito perseguido tenía carácter colectivo y secreto, y si
además los miembros de la nueva secta se veían las caras, se conocían, puesto que se reunían
periódicamente por las noches, lo primero que un magistrado iba a exigirle a un sospechoso de pertenecer a
esta conspiración era proporcionara los nombres de los restantes integrantes del grupo, o lo que es lo
mismo, que delatara a sus cómplices. Si a ello le sumamos que, por la gravedad del delito que se afirmaba
perseguir, se utilizaba en su represión el método inquisitorial, que habilitaba el uso de la tortura judicial, se
comprende entonces por qué la cadena de delaciones tendencialmente podía extenderse hasta el infinito.

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Un juez arrestaba a un sospechoso, lo interrogaba bajo tortura, le arrancaba por la fuerza nombres de
supuestos cómplices, arrestaba a algunos de estos últimos, los interrogaba bajo el mismo método, volvía a
extraerles nombres de otros integrantes de la secta, y así de seguido. Es por ello que está por completo
probado que los episodios de persecución judicial de alta intensidad concluían cuando la autoridad local
tomaba la decisión política de que terminaran, porque desde un punto de vista procedimental el esquema
represivo estaba pensado para no acabar jamás.
Vamos a leer una descripción tardía del sabbat, y por lo tanto muy rica en detalles. La encontramos en el
que tal vez sea el tratado demológico más ambicioso, más importante de la Edad Moderna, publicado en
dos tomos en Lovaina, en el sur de los Países Bajos, por un jesuita español, Martín del Río. Este tratado
demonológico enorme tiene por título Disquistionum magicarum (Las disquisiciones mágicas.) Esta
descripción del aquelarre que voy a leer se redactó 170 años después del comienzo la represión, y es por eso
que resulta muy elaborada. Cito a del Río: “Los teólogos mencionados traen varios casos y confesiones de
reas. Voy a resumir los más importantes. Por lo que respecta al bastón, las brujas lo suelen untar con un
ungüento preparado con variedad de ingredientes muy sosos, en especial con grasa de niños asesinados.
Otras veces no es el bastón lo que untan sino las piernas u otras partes del cuerpo. Así embadurnadas, suelen
viajar montadas en un palo, horca o percha, o apoyándose en un pie, o bien montadas en escobas, en una
caña, toro, puerco, macho cabrío o perro. Por todos estos medios suelen trasladarse a la fiesta de la buena
vecindad, como llaman en Italia la convención de las brujas. Una vez allí se enciende por lo general una gran
hoguera, siniestra y horrenda. El demonio preside, sentado en su trono, en forma horrible, casi siempre de
macho cabrío o de perro. Se le acercan para adorarlo, pero no siempre del mismo modo; unas veces de
rodillas, otras andando de espaldas, y otras intencionalmente con las piernas por alto. Ofrecen de nuevo
velas de pez o de cordones umbilicales, y en señal de homenaje le besan el culo. Ofrecen al demonio la
sagrada hostia que retuvieron al comulgar y allí mismo, delante de él, la pisotean. Cometidas estas maldades
y execrables abominaciones, y otras parecidas, pasan a sentarse a las mesas, a celebrar un convite de
manjares que proporciona el diablo. A veces bailan antes del banquete, a veces después. Al convite asisten
algunas veces a cara descubierta, otras oculta por una máscara. A veces desfilan ante el demonio con velas
encendidas para besarle y adorarle, entonando en su honor cantos de gran obscenidad. Todo lo dicho lo
realizan de forma ridícula y al revés. Es entonces cuando muy feamente se aparean con sus demonios
amantes [vemos que la lógica de inversión es fundamental en la estructuración del sabbat; curiosamente es
la misma que informaba al carnaval; se ha dicho –creo que con mucha lógica– que el sabbat es una suerte de
carnaval siniestro, pero carnaval al fin. Es también un mundo trastornado, trayendo a colación a Christopher
Hill, una suerte de world turned upside down diabólico]. Por último, proceden a relatar cada uno las
fechorías realizadas desde el último sabbat. Cuanto más graves y execrables, más alabados son los brujos.
Los descuidados que nada tengan que contar o solo pequeñas atrocidades, son azotados de la manera más
brava por el demonio o por algún brujo de los más antiguos. Como despedida los asistentes reciben unos
polvos o venenos. La vuelta a casa la hacen a pie los que viven cerca, y los que no, como vinieron. Las
asambleas dan comienzo casi siempre a media noche, cuando campea el poder de las tinieblas”.
En esta descripción vemos cómo se acumulan, cual estratos de una excavación arqueológica, los principales
mitologemas que conformaban el estereotipo del sabbat. Yo creo poder discernir al menos once:
1- el vuelo nocturno hacia el lugar de reunión, la transvección aérea (que vamos a ver que no era un
mero detalle de color, una creencia bizarra, sino una pieza clave del modelo).
2- el ungüento, la pasta, el preparado que facilitaba el traslado aéreo.
3- el asesinato de neonatos, de recién nacidos, el puericidio.
4- la presencia real del demonio bajo aspecto teriomórfico, bajo forma animal.
5- la adoración del demonio, es decir, la apostasía.
6- el ósculo infame, el beso anal.
7- las blasfemias y sacrilegios, como el remedo de los sacramentos y el mancillamiento de la hostia
consagrada.
8- el banquete y el baile.
9- el coito indiscriminado de los asistentes entre así o con el demonio, desbordes orgiásticos que
eventualmente podían llegar a incluir prácticas homosexuales o bestiales.

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10- el relato de las maldades llevadas a cabo desde la última reunión realizada.
11- la entrega de polvos o ungüentos para continuar realizando actos malignos en el futuro.
Ven ustedes que el Sabbat configuraba una antisociedad perfecta, una suerte de colectivo pensado para
violar de manera serial los principales tabúes en torno de los cuales se estructuraba –y en algún sentido,
continúa estructurándose– la cultura occidental; porque en el sabbat, supuestamente, se cometía incesto,
sodomía, infanticidio, filicidio, antropofagia, bestialismo, idolatría, sacrilegio, apostasía…. Prácticamente no
había crimen horrendo de que no se acusara a las brujas en el aquelarre.
La mayoría de los estatutos criminales arcaicos conocidos, yo diría desde el código de Hammurabi a
comienzos del segundo milenio antes de Cristo, hasta los fueros de la Alta Edad Española de los siglos XI y
XII, pasando por las Ley de las Doce Tablas de los antiguos latinos y los códigos de los reinos romanos
germánicos de los siglos VI a VIII d.C., todos reconocían diversas formas del denominado crimen magiae, es
decir, la posibilidad de provocar a distancia daño a la integridad física y a los bienes de terceros. Es el tipo de
delito que el antiguo derecho romano calificaba como crimen de maleficium, y que la antropología moderna
asocia con la práctica de la hechicería. Existe una diferencia fundamental entre el modelo de la brujería
renacentista y el de la hechicería tradicional (o maleficio clásico). Acabo de decir que la brujería renacentista
era definida como un crimen colectivo. La hechicería, por el contrario, siempre fue imaginada, la realmente
practicada incluso, como una actividad profundamente solitaria, propia de individuos marginales y
socialmente aislados (incluso temidos y/o estigmatizados). Es por ello que resultaba fácticamente imposible
montar una cacería judicial en torno del modelo clásico de la hechicería. Porque si un magistrado arrestaba
a una sospechosa de incurrir en este delito, los únicos nombres que iba a poder exigirle, por las
características mismas de la actividad, eran los de la maestra que le había enseñado el arte y los de la
discípula a quien se lo estaba enseñando. Era imposible provocar a partir de ello un efecto de denuncia en
cadena como el que hemos visto a propósito de la brujería renacentista.
Voy a leer a continuación un cuestionario modelo, con preguntas estereotipadas, extraído de un manual de
inquisidores, quizás el más famoso que existe, redactado a mediados de la década de 1320, es decir, cien
años antes de que estalle la caza de brujas en Occidente. El autor es un dominico, Bernard Gui, quien tuvo su
cuarto de hora de fama mediática porque Umberto Eco, de forma un tanto caricaturesca, lo transformó en
personaje de su novela más famosa, El Nombre de la Rosa. El título del tratado es Practica Oficii Inquisitionis.
Fíjense las preguntas que Gui recomienda a los inquisidores realizar a los sospechosos del crimen de
hechicería (no de brujería): “Al hechicero, al adivino, al invocador de demonios que haya que examinar, se le
preguntará la naturaleza y número de sortilegios, adivinaciones o evocaciones que conoce y que le hayan
enseñado. Podrán hacérsele las siguientes preguntas: ¿qué sabe? ¿qué ha enseñado? ¿qué prácticas ha
llevado a cabo para hechizar o liberar de maleficios a los niños? Se harán preguntas sobre almas perdidas,
sobre la concordia o discordia entre cónyuges, sobre la fecundación de las mujeres estériles, sobre la
predicción del futuro, sobre los encantamientos o fórmulas mágicas para frutos y plantas. ¿A quién ha
enseñado estas cosas y de quién las ha aprendido u oído? [estos son los únicos nombres que había que
exigirle al sospechoso, según Bernard Gui; fíjense, además, que la pregunta está formulada en singular. Los
magistrados no eran instruidos, evidentemente, para dar inicio a una interminable red de delaciones y
acusaciones cruzadas]. ¿Qué sabe de fórmulas o encantamientos para curar las enfermedades? Se indagará
particularmente la costumbre de apropiarse de la hostia consagrada y la de robar el crisma y los santos óleos
[también la profanación de la hostia sacramentada podía irrumpir en el modelo de la hechicería clásica en la
Baja Edad Media, pero no –como en el caso del Sabbat– con el objetivo de profanarla sacrílegamente, sino
para emplearse como un ingrediente más –por la potencia sobrenatural que se suponía conllevaba– en los
preparados de las hechiceras]. Se le preguntaré por quién ha obtenido tales enseñanzas [de nuevo, la
obsesión por el nombre del maestro o la maestra], desde cuándo comenzó a ejercer tales prácticas, cuáles y
cuántas personas han ido a consultarle especialmente durante el año en curso [de nuevo, una pregunta que
alude a nombres, pero fíjense que son los nombres de los clientes, a quienes en todo caso podría
acusárselos de facilitadores de la existencia de la práctica hechiceril pero nunca de hechiceros en el sentido
específico del término], si ya se le había prohibido ejercer esas prácticas y por quién. Y si había abjurado de
éstas y si había prometido no dedicarse más a ellas. Si cree en la realidad en cuanto se le ha enseñado y qué
recompensas o beneficios o regalos ha recibido por sus actividades [estas dos últimas preguntas son

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interesantes, porque revelan la sospecha del inquisidor de que algunos de esos hechiceros podían ser
potenciales farsantes, estafadores, personas que en rigor de verdad no creían en lo que estaban haciendo,
pero que se aprovechaban en la credulidad de los sectores populares para obtener un beneficio material].
Ven que del texto que acabo de leer no se desprende la idea de que se estaba persiguiendo una secta oculta
y omnipresente sino simplemente una práctica ilícita, un arte prohibido, una suerte de ejercicio ilegal antes
que un complot siniestro.
El modelo de la hechicería clásica hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Por lo tanto resulta muy
anterior al estallido de la caza de brujas en Europa hacia 1430. De la misma manera, cabe decir que la
creencia en la magia maléfica continuó existiendo mucho después de que hacia 1680 se produjera la
remisión de la represión judicial de la brujería en occidente. De hecho, yo creo que la creencia en la
hechicería continúa hasta el presente (basta con ver algunos canales de cable en los que aparecen
especialistas que ofrecen todo clase de rituales para contrarrestar lo que ahora se denominan “trabajos”,
pero que en rigor de verdad es un eufemismo para dar cuenta de lo que antes se llamaban “maleficios”).
Ahora bien, a pesar de las diferencias que existen entre ambos modelos, no se puede negar que la brujería
renacentista incorporó elementos de la hechicería clásica. A las brujas y brujos también se las acusaba en la
Edad Moderna de dañar por medios mágicos los bienes y la salud de los vecinos de sus respectivas
comunidades. Pero sin embargo no era el maleficium el que configuraba el supuesto crimen de aquellos
hombres y mujeres –entendido como delito colectivo– sino la asistencia al sabbat. A partir de 1570, cuando
estalle la gran caza de brujas propiamente dicha, sobre todo en el área germana bastaba con que un
sospechoso interrogado bajo tormento admitiera haber estado en la sacrílega asamblea nocturna, para que
pudiera imponérsele la pena de muerte, sin importar si además confesaba haber dañado a terceros
mediante hechizos y maleficios, porque por haber asistido al aquelarre ipso facto se convertía en culpable
de un listado muy extenso de crímenes nefandos –llamados así porque tan horribles resultaban que se
ofendía a la divinidad simplemente nombrándolos en voz alta– que no podían merecer sino la pena capital
(de la apostasía al canibalismo, del bestialismo al filicidio).
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Bueno, hasta acá la definición del fenómeno. Ya hemos visto lo que la caza de brujas era y lo que no era.
Pasemos ahora a presentar la cronología de la represión.
La larga historia del fenómeno puede dividirse en cuatro fases y una interrupción o hiato:
1° Fase: entre las décadas de 1430 y 1520.
Hiato: entre las décadas de 1520 y 1560.
2° Fase: década de 1560 hasta comienzos de la de 1630.
3° Fase: de mediados de la década de 1630 hasta fines del siglo XVII.
4ª Fase: de 1700 a 1784.
La primera fase abarca los 100 primeros años fundacionales. Allí comienza una extraña interrupción, una
remisión temporaria del fenómeno, un hiato, que según las regiones europeas entre 30 o 60 años. En la
década de 1560 estalla la gran caza de brujas propiamente dicha, el periodo más brutal de la persecución
antibrujeril. Luego identificamos una tercera fase que abarca el resto del siglo XVII. Y una cuarta que cubre
hasta 1782, fecha en que se produce la última ejecución conocida de una bruja por vía judicial en Europa.
Comencemos con la primera fase. El primer caso documentalmente probado de represión judicial de la
brujería como crimen colectivo en Occidente, estalla en diciembre de 1427, en un territorio del suroeste de
Suiza, el cantón de Valais, cuya capital era Sion –el mismo nombre que tenía Jerusalén antes de que el rey
David la convirtiera en capital del reino hebreo. Fue una persecución intensa: en 18 meses murieron en la
hoguera 200 personas, hombres y mujeres, acusados de pertenecer a esta nueva secta de demonólatras.
Esta cacería fue simultáneamente impulsada por el poder eclesiástico y por el poder secular. En el alto
Valais, es decir en el sur del cantón, la represión fue llevada adelante por jueces civiles que dictaban
sentencias en nombre del principal príncipe soberano de la región, que era el duque de Saboya. Y en el bajo

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Valais, en el norte del cantón, la persecución la impulsaron inquisidores dominicos, papales. Queda probado,
pues, que la caza de brujas comenzó en los Alpes Occidentales.
También en la década de 1430 nos encontramos con las cinco descripciones textuales más antiguas que se
conocen del estereotipo del sabbat:
1. Hans Fründ, Rapport sur la chasse aux sorciers et aux sorcières menée dès 1428 dans le diocèse
de Sion, redacción c. 1429; manuscrito c. 1438.
2. Claude Tholosan, Ut magorum et maleficiorum errores, 1436.
3. Anónimo, Errores gazariorum, 1436-1437.
4. Johannes Nider, Formicarius, redacción c. 1436-7 (libro III), c. 1437-8 (libros I-II, IV-V).
5. Martin le Franc, Le Champion des Dames, 1440-1441
Remiten a cinco géneros literarios diferentes, lo cual es una prueba del enorme impacto que en la opinión
pública regional debió producir este nuevo tipo de persecución judicial: estos cinco textos fueron escritos
por un cronista regional, por un juez laico, por un inquisidor, por un jerarca eclesiástico, y por un poeta
aficionado.
Hans Fründ redactó circa 1429 una relación sobre la caza de brujas y brujos que tuvo lugar a partir de 1428
en la diócesis de Sion, en el cantón de Valais. Durante este mucho se consideró que este texto contenía la
descripción más antigua el sabbat conocida, pero en los últimos años algunos investigadores han sostenido
que habría que correr la fecha de su redacción 10 años, hacia fines de la década de 1430, con lo cual no sería
entonces un texto tan arcaico.
Claude Tholosan, por su parte, redactó circa 1436, en latín, el Ut magorum et maleficiorum errores (Acerca
de los errores de los magos y de los maléficos [o hechiceros]). Era un magistrado civil, que dictaba sentencia
en nombre del rey de Francia en el Delfinado, una provincia al suroeste del reino, que limitaba con lo que
hoy es Italia. Fíjense en un detalle: para referirse al nuevo fenómeno de la brujería, Tholosan se ve obligado
a utilizar viejos términos latinos como malefico o malefica, que en rigor de verdad remitían a lo que nosotros
hemos caracterizado como hechicería, es decir, a individuos marginales que trabajaban aislados y en
soledad. El latín es un idioma muy conservador, ya lo sabemos, y consecuentemente no tenía demasiada
capacidad de incorporar términos nuevos para dar cuenta de fenómenos nuevos como la brujería
renacentista; no existía otra opción, pues, que resignificar antiguas palabras cargándolas de significados
diferente. Por eso, técnicamente –ya que no literalmente– el tratado de Tholosan debería traducirse como
Acerca de los errores de los magos y de los brujos.
No se conoce con certeza el nombre del autor de Los Errores gazariorum, de 1436-1437, pero está más que
probado que habría sido un inquisidor dominico. Hay un dato que resulta curioso. ¿Cómo se traduce al
castellano el título de este librito? Significa Los errores de los gazaros. Gazaro (en plural, gazari) era el
término que en el dialecto de los valles alpinos del extremo noroeste de Italia se usaba para nombrar a los
cátaros, a los herejes dualistas surgidos en el sur de Francia. Observen ustedes la curiosidad: uno de los
textos antiguos que contiene una de las descripciones más ricas del sabbat que se conocen, tiene por título
Errores de los cátaros. El dato revela que al menos en un comienzo la construcción del estereotipo del
sabbat tuvo mucho que ver con lo que yo llamaría la ultrademonización de las grandes herejías
bajomedievales, ya sea el movimiento albigense o –como veremos enseguida– la corriente valdense. Es
como si los teólogos de mediados del siglo XV hubieran llegado a la conclusión de que, para aquella época,
el diablo había decidido cortar camino, y en lugar de seguir fabricando nuevas herejías dedicadas a atacar
dogmas puntuales de la creencia, optó por fundar un nueva secta cuyos integrantes, por medio de un simple
gesto –la apostasía– rechazaban todos los dogmas cristianos en su conjunto. La apostasía era siempre el
máximo gesto herético posible. Si un cristiano bautizado adoraba como dios a quien no lo era, por medio
dicho de dicho acto negaba todo lo que el cristianismo creía. Es por ello que la brujería renacentista puede
concebirse como una suerte de versión premium de las antiguas herejías bajomedievales, una suerte de
herejía recargada, una “superherejía”.

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Sigue a continuación el más importante de los cinco textos del listado que estamos analizando, El
Formicarius (El hormiguero), de Johannes Nider, redactado entre fines de 1436 y principios de 1437. Nider
era un importante jerarca de la orden dominica. Fue provincial de los dominicos alemanes, impulsó la
reforma observante dentro de la orden, y fue uno de los organizadores del Concilio de Basilea (por el simple
hecho de que la asamblea ecuménica sesionaba en el edificio del convento dominico de Basilea, del cual
Nider era prior). Formicarius no es, como muchos piensan, un tratado demonológico. Se trata de una
colección de exempla (plural de exemplum). Los exempla eran fábulas con moralejas piadosas, a las que
recurrían los predicadores populares para atraer público y poder transmitir de manera más entretenida su
mensaje. Con ese objetivo compiló Nider esta colección: reunió gran cantidad de historias edificantes para
construir un catálogo del cual los predicadores populares pudieran extraer ideas. Pues bien, en algunas de
estas historias, en particular en los libros III y el V del Hormiguero, aparecen algunas de las descripciones
más antiguas y exhaustivas del aquelarre de las brujas que se conocen. Si tan famoso se hizo este libro de
Nider fue porque fue Heinrich Krämer, el autor del texto fetiche de la demonología radical temprano-
moderna, el Malleus Maleficarum, lo usó como una de sus principales fuentes de autoridad. La fama del
Formicarius es refleja, pues, como la luz de la luna, pues se debe al éxito del Malleus, uno de los best-sellers
de la Edad Moderna. Aclaro que el título de esta colectánea de exempla remite a la idea del hormiguero
como una sociedad perfecta, ordenada, laboriosa y disciplinada, espejo en el que debía reflejarse la
sociedad humana.
Cierra el listado de cinco textos que estamos presentando un largo poema, Le Champion des Dames (El
Campeón de las Damas), de Martin le Franc, redactado circa 1440-1441, que también contiene una extensa
descripción de la sacrílega reunión nocturna de los adoradores del demonio.

Bien, continuemos con la primera fase de la historia de la caza de brujas.


Durante sus primeros 30 años de existencia, la represión judicial de la brujería se mantuvo encapsulada en la
región que la vio nacer, en los Alpes Occidentales, y en particular en tres regiones: 1) en los cantones
occidentales suizos (Valais, el Pays de Vaud, Friburgo, Neuchâtel, Jura, Basilea, Berna, Lucerna, Zúrich….); 2)
en el Delfinado (capital: Grenoble), provincia francesa en el sudeste del reino, que en la actualidad abarca
tres departamentos de la Francia metropolitana (desde 1349 el titular del Delfinado era también el heredero
de la corona francesa, de ahí que al primogénito del monarca se le asignara el título de Delfín); 3) el Ducado
de Saboya, la principal potencia militar de la región y célula de donde después surgiría el reino de Piamonte-
Cerdeña, que a su vez sería el impulsor de la unificación italiana a mediados del siglo XIX; el Ducado de
Saboya incluía tanto la Saboya histórica (que no es una región italiana sino francesa, que hoy en día abarca
dos departamentos de la Francia metropolitana; la confusión seguramente surge porque la dinastía que se
hizo cargo de la corona italiana a partir de 1860 fue la casa de Saboya) cuanto las actuales provincias
italianas de Piamonte (capital: Turín) y Valle de Aosta.

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Para que tuviera lugar la primera represión judicial de la brujería fuera del área alpina tenemos que esperar
al estallido de la famosa Vauderie d´Arras, que se desarrolló entre 1459 y 1460. Arras era la capital de una
provincia del extremo norte de Francia, el Artois, técnicamente perteneciente al monarca francés, pero en la
práctica posesión de un potente príncipe territorial local, el Duque de Borgoña, que por entonces se
enfrentaba con el rey de Francia de igual a igual. Observemos el nombre con el que se conoce a esta primera
caza de brujas fuera del arco alpino: vauderie, término que deriva de vaudois, valdense; una vez más, la
nueva secta de demonólatras aparece recubierta por una palabra que remite a las grandes herejías
bajomedievales. No puede negarse, insisto, la existencia de una relación muy directa entre la fabricación del
estereotipo del sabbat y la radical demonización de las antiguas heterodoxias de los siglos XII y XIII. El
descubrimiento del supuesto conventículo de brujos y brujas en Arras tuvo enorme impacto en el reino, por
varios motivos. Primero, porque el grueso de los sospechosos provino del ámbito urbano, lo cual es todo
una rareza, sabiendo que en el futuro la caza de brujas extraerá la mayoría –no todos, sino la mayoría– de
sus víctimas del mundo rural (aún cuando los juicios y las ejecuciones tuvieran lugar en los cascos urbanos).
Segundo, porque una proporción muy importante de los sospechosos (no así de los ejecutados), pertenecía
a la oligarquía urbana, al más rancio patriciado de la ciudad de Artois (algunos acusados incluso eran altos
funcionarios de la corte del Duque de Borgoña), lo cual también es toda una rareza, pues sabido es que en
las décadas por venir los sospechosos de pertenecer a la conspiración mayoritariamente provendrán de los
sectores marginales. Tercero, porque esta fue la única caza de brujas en toda la Historia Moderna cuyas
víctimas fueron rehabilitadas en su misma época: en la década de 1490, treinta años después de los
procesos de 1460, el Parlamento de París, máxima corte de justicia del reino de Francia, declaró que todo lo

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sucedido en Arras había sido producto de un error judicial, y entonces absolvió pos mortem a los
condenados.
Ahora bien, la total independencia de la caza de brujas respecto del área alpina recién se producirá en torno
a 1478. En dicho año, el papa Sixto IV, el mismo que aprobó la bula que permitió a los Reyes Católicos fundar
la Inquisición española, nombró un inquisidor papal, el dominico alsaciano Heinrich Krämer –llamado a
convertirse en el cazador de brujas más famoso de la historia; no en el más feroz, pero sí en el más famoso–
para que actuara en un área extremadamente específica –la Alta Germania, un territorio que abarcaba
desde los archiducados austríacos hasta la frontera con los Países Bajos– con una finalidad extremadamente
concreta: la de extirpar la nueva secta de brujos y brujas. Krämer es también muy conocido con otro
nombre, el de Enricus Institor, derivado de la latinización de su apellido germano original (Krämer en alemán
significa algo así como vendedor ambulante, y éso es lo que significa institor en latín).
Krämer encontró enormes obstáculos para actuar como inquisidor en el sudoeste de Alemania. Ustedes ya
saben que el Sacro Imperio Romano Germánico no era por entonces un estado homogéneo sino un
conglomerado de principados soberanos. Pues bien, las ciudades-estado de la Alta Alemania veían como una
intromisión el accionar de un enviado desde Roma. Consideraban que la designación de Institor era una
suerte de estrategia de la curia romana para limitar los poderes locales. Tanta fue la oposición que debió
enfrentar Krämer que en 1484 el Papa Inocencio VIII se vio obligado a dictar una bula ad hominem, es decir,
un documento papal pensado para defender y legitimar la actividad de este inquisidor. Se trata de la famosa
“bula de la brujería”, la única en la historia de la Iglesia romana que alude de forma directa al complejo de la
brujería renacentista: se trata de la bula Summis Desiderantes Affectibus. Como siempre digo, es una gran
paradoja que un documento asociado a un tema tan siniestro comience con la amorosa frase “deseándoles
con mi mayor afecto”. Vamos a leer algunos fragmentos del documento: “Últimamente ha llegado a
nuestros oídos, no sin provocarnos la más amarga de las penas, la noticia de que en algunas partes del norte
de Alemania, así como en las provincias, municipios, distritos y diócesis de Maguncia, Colonia, Tréveris,
Salzburgo y Bremen, muchas persona de ambos sexos despreocupadas de su salvación e ignorando la
verdadera fe católica, se han abandonado a demonios íncubos y súcubos. Y por medio de sus
encantamientos, hechizos y conjuros, han matado a niños que aún se hallaban en el útero materno, lo que
también hicieron con las crías del ganado. Así mismo arruinaron las mieses de la tierra, las uvas de las vides,
los frutos de los árboles, a hombres y mujeres, animales de carga, rebaños y otros tipos de animales, viñedos,
huertas, praderas y campos, trigo, cebada y cualquier otro cereal. Además estos malvados persiguen y
atormentan a hombres y mujeres, animales de tiro, rebaños y animales de otras clases con terribles pesares
e impiadosas enfermedades internas y externas. Impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres
concebir, por lo cual los esposos no conocen a sus mujeres, que no los reciben. Además y por sobre todo, de
manera blasfema reniegan de la fe que recibieron con el bautismo. A instancias del demonio se permite
cometer y perpetrar las más espantosas inequidades y las más repugnantes abominaciones con que ultrajan
a la divina majestad, y son causa de escándalos y de peligro para muchos. Así entonces Nosotros, como es
nuestro deber, nos sentimos deseosos de remover todo impedimento u obstáculo que puedan demorar y
entorpecer la gran obra de nuestros inquisidores, así como de aplicar potentes remedios para impedir que la
enfermedad herética y otras infamias difundan su veneno para destruir a la multitud de almas inocentes. Y
como nuestro apego a la fe nos insta especialmente a ello, y para que estas provincias alemanas no se vean
privadas de los beneficios del Santo Oficio a ellas asignados, por el tenor de estas cartas y en virtud de
nuestra autoridad apostólica decretamos y ordenamos que los mencionados inquisidores tengan poderes
para proceder a la corrección, encarcelamiento y castigo de cualquier persona, sin impedimento ni
obstáculo”.
En 1486, dos años después de la redacción de la bula, Heinrich Krämer publicó en Spira (Speyer) el Malleus
Maleficarum (Martillo de las maléficas o hechiceras), y por supuesto, incluyó como prefacio del libro la bula
de Inocencio VIII. El Malleus fue un éxito extraordinario, un verdadero best-seller de la era de los incunables.
El tratado se benefició con doce ediciones en latín diferentes entre 1486 y 1523. Por ese entonces se decía
que si un imprentero deseaba ganar dinero debía asegurarse los derechos para publicar el Martillo. En el
caso de Krämer y su libro se cumple un patrón que ya había iniciado Claude Tholosan, aquel magistrado laico
que había perseguido brujas en el Delfinado a principios de la década de 1430, y que luego escribió un

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tratado para justificar a posteriori lo actuado. Tholosan sentó un patrón que se repite en el caso de Institor:
primero enjuició y castigó, y después trató de legitimarse ex–post facto a través de un libro. Observemos
también, una vez más, la falta de términos en latín para designar al nuevo fenómeno de la brujería moderna:
Krämer no tuvo más opción que resignificar la antigua expresión latina empleada para denotar a las
hechiceras, maleficae, y emplearla en el título. Una vez más, y a pesar de lo que el sentido literal sugiere, la
traducción correcta del tratado, si tomamos en consideración el contexto cultural, no debería ser El martillo
de las hechiceras, sino El martillo de las brujas.
Existe en la actualidad un debate intensísimo respecto de la cuestión de la autoría del Malleus. Durante más
de 500 años siempre se supuso que el texto tenía dos autores: Heinrich Krämer y Jakob Sprenger, también
dominico. En todas las ediciones del libro publicadas durante la Edad Moderna, en la portada figuran como
autores ambos religiosos. El Malleus consta de tres secciones claramente diferenciadas. La versión
tradicional sobre la cuestión de la autoría siempre supuso lo siguiente: que la tercera parte, de corte
procedimental, plagiaba la sección equivalente de un famoso manual de inquisidores de fines del siglo XIV,
el Directorium Inquisitorum de Nicolau Eymeric; que la segunda parte, la más bizarra y desorganizada,
plagada de anécdotas extraídas de procesos reales, era obra de Institor; y que la primera parte, de corte
teórico y en la que se define el nuevo fenómeno de la brujería, había sido redactada por Sprenger. Ésto fue
así a hasta el año 2000, en que uno de los máximos especialistas actuales en este campo de estudios
específico, el historiador alemán Wolfgang Behringer, publicó una moderna edición bilingüe del Malleus,
latín-alemán, con una introducción en la que propuso una revolucionaria reinterpretación sobre el problema
de autoría. A pesar de lo que dicen todas las portadas, Behringer sostiene que el libro tuvo un único autor:
Heinrich Krämer. Sprenger no habría escrito siquiera una línea. ¿Y por qué figuró entonces como autor de
1486 en adelante? En el momento en el que el libro debía salir publicado Sprenger se desempeñaba como
superior de la provincia dominica de la Alta Germania. Era, por lo tanto, el jefe directo de Krämer. Krämer
reportaba por lo tanto a dos superiores: al papa en cuanto inquisidor, y a Sprenger en cuanto dominico. Es
en el contexto de la gran oposición que encontró para actuar en Alemania que Krämer habría logrado
convencer a Sprenger de que prestara su nombre, como una suerte de autor de paja, como un autor de
fantasía, para que figurara en la portada. ¿Qué pensaba Institor? Que si a la bula papal utilizada como
prólogo se le agregaba la supuesta co-autoría del superior de la provincia dominica de la Alta Germania,
todos los obstáculos que hasta entonces había tenido para desempeñarse como inquisidor y cazador de
brujas desaparecerían. El historiador Behringer cree, sin embargo, que Sprenger se arrepintió de haberse
prestado a este juego inmediatamente después de la aparición del libro. Primero, porque tomó
conocimiento de que la mayoría de los teólogos de la Universidad de Colonia criticaban en duros términos el
contenido del Malleus. Y segundo, porque constató que la ambigua aprobación por parte de profesores de
dicha universidad que figura en la primera edición de la obra habría sido fraguada por Institor. Así las cosas,
Sprenger habría dedicado lo poco que le quedaba de vida –murió en 1495– para despegarse del libro,
aunque sin éxito (porque durante cinco siglos se lo siguió considerando co-autor). Hay algunos indicios que
otorgan credibilidad a la teoría de Behringer. Por de pronto, no existe ninguna prueba de que Sprenger
participara como magistrado en algún episodio de represión judicial de la brujería; o lo que es lo mismo,
nada indica que haya sido nunca cazador de brujas. Pero además, después de la aparición del libro Sprenger
se dedicó a perseguir por todos los medios a su alcance a Krämer. Está probado que los dos supuestos co-
autores del Malleus se volvieron irreconciliables enemigos tras la aparición del tratado: Sprenger prohibió a
los conventos dominicos del sur de Alemania que recibieran a Institor, y en 1491 directamente lo expulsó a
de la provincia dominica de la cual era superior. Aunque la tesis de Behringer a mí me resulta consistente,
debo reconocer que no ha logrado la aceptación total del campo historiográfico. En el 2006 se publicó otra
edición bilingüe del Malleus, en este caso latín-inglés, cuyo responsable es un norteamericano, Christopher
Mackay. Mackay rechaza la teoría de Behringer sobre la autoría, y adhiere a la tradición original: si bien
Krämer debe considerarse el armador principal del proyecto original, Sprenger no habría sido un autor de
fantasía sino que se habría encargado de redactar gran parte de la primera sección del Martillo.
Terminamos así la primera etapa de la caza de brujas y empieza el hiato, una interrupción muy extraña. A
partir de la década de 1520 la caza de brujas se frena. Es como si alguien hubiera bajado un switch y hubiera
apagado la caza de brujas. Los procesos se vuelven muy espaciados, cuesta encontrarlos y cuando se los
encuentra el número de víctimas era escasa, tres, cuatro o cinco procesados como mucho. No se puede

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explicar qué fue lo que pasó pero hay un dato fáctico que quizás ayuda a comprender. Esta interrupción
coincide a la perfección con el inicio del conflicto religioso provocado por la Reforma. Lo cual es lógico, qué
sentido tenía seguir persiguiendo enemigos imaginarios cuando se tenía allí adláteres de carne y hueso de
Satán, los respectivos enemigos confesionales, para los católicos lo luteranos y para los luteranos, los
católicos. Cuando hay un conflicto religioso real, los conflictos imaginarios tienden a pasar a un segundo
plano.
Concluye así la primera fase de la caza de brujas y llegamos al hiato, una sorprendente interrupción en la
represión de la demonolatría que se extendió cerca de medio siglo. Un poco por todas partes, de 1525 en
adelante la represión judicial de la brujería se interrumpe. El fenómeno cesa, se frena, casi como si alguien
hubiera bajado una palanca o apagado un interruptor. Resulta muy difícil explicar los motivos de esta
solución de continuidad, sobre todo porque cuando la caza de brujas se reanuda en 1570 lo hará con toda su
furia. Lo que sí resulta fácticamente demostrable es que este hiato coincide a la perfección,
cronológicamente hablando, con el fenomenal conflicto religioso provocado por Lutero y Calvino. La
remisión temporaria de la caza de brujas coincide con el feroz enfrentamiento inicial entre católicos y
luteranos en Alemania, y también con la primera década del enfrentamiento entre católicos y hugonotes en
Francia. Si analizamos en conjunto ambos fenómenos hallamos sentido a la interrupción. En esta era de odio
interconfesional, ¿qué sentido tenía ponerse a perseguir demonios imaginarios cuando los bandos
enfrentados contaban con demonios de carne y hueso a los que masacrar, los respectivos integrantes de las
confesiones rivales? Estas décadas en las que no se cazan brujas son las mismas en las que católicos y
luteranos se matan en los campos de batalla de Alemania, y hugonotes y católicos se degüellan mutuamente
en las calles de las ciudades de Francia.
Si el hiato resulta en sí mismo curioso, más aún lo es el hecho de que cuando se reanuda, la caza de brujas lo
hace con una intensidad nunca antes vista. La segunda fase en la historia del fenómeno es la de la gran caza
de brujas propiamente dicha. El primer indicio de un cambio de paradigma tiene lugar en 1563, cuando
estalla en un pequeño condado independiente del suroeste alemán la caza de brujas más importante en
Europa desde la década de 1520. En el lapso de pocos meses los magistrados del conde luterano de
Wiesensteig condenan a muerte a 66 mujeres, acusadas de haber provocado durante los meses previos una
serie encadenada de tormentas que prácticamente habían destruido las cosechas de la región (la magia
meteorológica era un de las características de la mitología brujeril del centro de Europa).
Pero la confirmación definitiva del cambio de tendencia, o lo que es lo mismo, la primera caza masiva de la
nueva era, comenzó hacia 1585 y se extendió por cerca de un lustro. Es la serie de juicios en cadena que se
desarrollan en Tréveris (Trier), en el oeste del Sacro Imperio Romano Germánico. En el lapso de cuatro o
cinco años mueren en la hoguera 368 personas acusadas de pertenecer a la secta brujeril (no tanto por
haber provocado maleficios cuanto por apóstatas, por adoradores del demonio). Es extremadamente
importante este caso por varias razones. Primero, es la primera instancia de represión judicial de la brujería
de carácter masivo que estalla en un principado eclesiástico católico alemán, un tipo de anacrónica
estructura política que abundaba en el sur y en el oeste del Sacro Imperio. Eran pequeñas teocracias cuya
máxima autoridad civil, cuyo soberano, era un sacerdote, el obispo o el arzobispo local. Eran equivalentes
germanos de los Estados Pontificios en Italia. El de Tréveris era un principado eclesiástico soberano
particularmente influyente, porque era uno de los tres electorados eclesiásticos, que junto con los cuatro
laicos elegían al nuevo emperador alemán tras la muerte del anterior. Pues bien, como veremos dentro de
unos pocos minutos, estos principados eclesiásticos alemanes del sudoeste del Imperio estaban llamados a
convertirse décadas después en el escenario de las más feroces cazas de brujas de la historia del continente.
Tan importante resultó por entonces la represión en Tréveris que generó la publicación del primer tratado
demonológico de envergadura teológica desde los tiempos del Malleus aparecido un siglo antes: me refiero
al Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum (Tratado sobre las confesiones de los hechiceros y
las magas), publicado en 1589 por el obispo sufragáneo de la ciudad, el jesuita Peter Binsfeld. Muchos
creyeron que este Tractatus remplazaría al Malleus, al que algunos consideraban ya pasado de moda –algo
que finalmente no sucedería. Observen que Binsfeld utiliza en el título el mismo genitivo plural que Krämer
había empleado cien años antes: maleficarum, maleficorum. No es casualidad. Es una prueba más del fuerte
carácter autorreferencial del género demonológico. Primero, porque se trataba de un discurso que carecía

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de referentes en el mundo real, por cuanto ni el sabbat ni la conspiración de las brujas existían. Y segundo,
porque la demonología carecía de tradición más allá de sí misma: el estereotipo del sabbat no aparece ni en
la Biblia, ni en las obras San Agustín o de los Padres de la Iglesia del primer milenio, ni tampoco en la
producción de Santo Tomás de Aquino o de los grandes teólogos escolásticos del segundo milenio. En otros
términos, no tiene otras autoridades a las que referirse más que los tratados demonológicos anteriores. De
todos modos, hallamos un matiz en el título del libro del jesuita que vale la pena comentar: me refiero el
género que utiliza, pues optó por el masculino “maleficorum” en lugar del femenino elegido por Krämer. No
resultaba caprichosa la elección de Binsfeld. Una de las características de la caza de brujas en Tréveris fue el
alto número de varones condenados a muerte. De hecho, la más famosa de las víctimas en la ciudad fue un
hombre muy poderoso, el doctor Dietrich Flade, canciller del príncipe-arzobispo, es decir, el ministro de
justicia del mini-estado. Tanto comenzaba a descontrolarse el fenómeno que ya nadie parecía estar a salvo.
Resulta obvio que para mediados de la década de 1580 la corte del principado de Tréveris se había visto
envuelta en una guerra de facciones, un enfrentamiento entre un partido favorable a la caza de brujas,
presidido por Binsfeld, máxima autoridad eclesiástica después del príncipe-elector, y un partido opuesto a la
caza de brujas presidido por el Dr. Flade, máxima autoridad civil local después del soberano. En función del
resultado de esta disputa –el canciller murió en la hoguera el 18 de septiembre de 1589– no hace falta que
explicite cuál de las dos facciones se impuso sobre la otra.
Para comienzos de la década de 1580 la caza de brujas ya se había instalado en Europa Occidental de
manera definitiva. Tanto las persecuciones de alta intensidad como la acumulación de gran cantidad de
procesos de baja intensidad se volvieron moneda corriente en los seis escenarios principales de la represión:
Alemania, Suiza, los Países Bajos Españoles (actuales Bélgica y Luxemburgo), Escocia, Dinamarca y Francia
(Francia en el sentido amplio del término, más acorde con las actuales fronteras que con las que el reino
tenía en la Edad Moderna: mientras duró la caza de brujas ,muchas provincias francófonas propensas a cazar
brujas no caían bajo la jurisdicción directa del rey de Francia sino que pertenecían al rey de España o bien
eran principados independientes dentro del Sacro Imperio).
También en esta segunda fase de la historia de la caza de brujas se vieron afectadas regiones hasta entonces
perdonadas por el fenómeno: Inglaterra y España. En Inglaterra la represión judicial de la brujería
formalmente comenzó cuando el Parlamento aprobó un estatuto contra la brujería en 1563 (ya se había
aprobado otro en tiempos de Enrique VIII, pero nunca se había aplicado). En otras palabras, en la isla la caza
de brujas comenzó con 130 años de atraso respecto del continente. En Inglaterra la persecución tuvo
características muy particulares:
(1) no se basó en el estereotipo del sabbat, que nunca llegó a cuajar en el reino, sino en una versión
fuertemente demonizada del maleficium tradicional. Si a ello le sumamos que en Inglaterra no regía
el método inquisitorial, se entiende por qué en el reino nunca estallaron –con una única excepción
que confirma la regla– persecuciones de alta intensidad, “a la alemana”, razzias que en un lapso
breve de tiempo y en un radio espacial limitado provocaban una gran cantidad de víctimas. Lo que
sí se vio en Inglaterra fue una gran cantidad de pequeños procesos, que nunca involucraban más
que a un puñado reducido de sospechosos, pero que por un efecto acumulativo a lo largo de 100
terminaron provocando una cantidad de víctimas nada despreciable, cercana a las cuatrocientas. En
síntesis: en la isla la represión tuvo un carácter mucho más crónico que paroxístico, mucho más
endémico que epidémico.
(2) los convictos por el crimen de brujería no eran quemados en la hoguera en Inglaterra, sino
ahorcados. ¿Por qué? Porque allí el delito no estaba tan asociado al sabbat, es decir a la herejía,
sino al maleficio, a los daños que se infligían a los bienes y a los cuerpos de terceros, y por lo tanto
era concebido como una suerte de homicidio a distancia. Y a los homicidas se los ahorcaba en el
reino.
También en España, donde siempre fue un fenómeno menor, absolutamente secundario, la caza de brujas
tuvo su episodio más célebre durante la segunda fase de historia del fenómeno. Ya había habido algunos
juicios en los valles pirenaicos desde la década de 1520, pero el más famoso de todos los procesos brujeriles
en España es el de Zugarramurdi, en el País Vasco, que se desarrolló entre 1610 y 1614. Fue a raíz de estos
juicios que comenzó a circular la expresión “aquelarre”.

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También en esta segunda fase de la caza de brujas posterior a 1570 asistimos a la edad de oro del discurso
demonológico. No solamente el Malleus Maleficarum recuperó la importancia que durante el hiato había
perdido, sino que el género se transformó por primera vez en una moda intelectual. Los tratados dedicados
a la materia demonológica tenían asegurado un éxito editorial incomparable. El libro de Krämer, que no se
editaba desde 1523, volvió a beneficiarse con una edición en latín en 1574, en Venecia. De allí en adelante
fue publicado en 16 oportunidades más (lo cual lleva el total de ediciones temprano-modernas a 28).
Durante la Edad Moderna el tratado fue editado por última vez en 1669. A partir de dicho año no volvió a
darse a la imprenta hasta la década de 1920.
Pero no sólo el Malleus gozó de una fama y éxito renovados. A partir de 1580 comenzaron a aparecer, cual
efecto cascada, tratados demonológicos de gran envergadura. Lo que estamos viendo ahora en pantalla es
el listado de los ocho principales tratados dedicados a esta materia a fines del siglo XVI y comienzos del siglo
XVII. Si a estos ocho libros le sumamos el Malleus, entonces tendríamos el Who is Who de la demonología
radical temprano-moderna:
1580 – Démonomanie des sorciers, de Jean Bodin.
1589 – Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum, de Peter Binsfeld, arzobispo auxiliar
de Trier,
1595 – Demonolatriae libri tres, de Nicolas Rémy, magistrado civil de Lorena.
1597 – Daemonologie, de James VI, rey de Escocia.
1599-1600. Disquisitionum magicarum, de Martín del Río S.J.
1602 – Discours exécrable des sorciers, de Henri Boguet, magistrado civil del Franco Condado.
1608 – Compendium maleficarum, de Francesco-Maria Guazzo, monje ambrosiano de Milán.
1612 – Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons, de Pierre de Lancre, magistrado del
Parlamento de Burdeos.
Voy a hacer un rápido comentario de cada uno de estos tratados. En 1580, el polígrafo francés Jean Bodin
publicó la exagerada Démonomanie des sorciers (la Demonomanía de los brujos), la demonología más
conocida y exitosa después del Malleus. Bodin es una figura ampliamente conocida. Sabemos que fue uno
de los padres de la ciencia jurídica moderna, un referente destacado de la teoría absolutista, literato, autor
de obras de filosofía natural, economista (recordemos su polémica con Malestroit) y demonólogo. La
Démonomanie es un texto bizarro porque le atribuye al diablo poderes que ni la propia teología ortodoxa le
atribuía. El texto roza decididamente el maniqueísmo. Por ello fue prohibido e incluido en el Index librorum
prohibitorum (Índice de libros prohibidos) por el Santo Oficio romano, algo inédito en la historia del género.
En 1589 jesuita Peter Binsfeld, del cual ya hemos hablado, publicó el Tractatus de Confessionibus. En 1595
Nicolás Remy publica en latín la Demonolatria.
Remy era un magistrado laico que actuaba en el Ducado de Lorena, una provincia francófona pero que por
entonces configuraba un principado soberano dentro del Sacro Imperio Romano Germánico. Este
magistrado es uno de los cazadores de brujas más importantes de todos los tiempos.
En 1597, el rey de Escocia Jacobo VI Estuardo publicó en inglés su propia Demonologie. Seis años después,
Jacobo se convertiría en rey de Inglaterra, tras la muerte sin hijos de al reina Isabel Tudor. Meses antes de
redactar el tratado, James VI se había trasladado en barco a Copenhague para buscar a su prometida, Ana
de Dinamarca, futura reina consorte de Escocia e Inglaterra. Cuando el convoy real regresaba a Edimburgo
se vio sorprendido por una fenomenal tormenta en el Mar del Norte, inusualmente violenta, que estuvo a
punto de hundir las naves. Jacobo atribuyó el fenómeno al accionar de sus enemigos, los brujos y las brujas
escocesas. Cuando volvió a poner un pie en tierra el rey provocó entonces el estallido de la primera caza de
brujas importante en la historia del reino, el caso de las brujas de North Berwick, en torno a las cercanías de
la capital.

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En 1599-1600 el jesuita español Marín del Río publicó las monumentales Disquisiciones mágicas, de las
cuales ya hemos hablado (e incluso leído un fragmento al comienzo de la clase).
En 1602, otro juez laico, Henri Boguet, publicó su Discours exécrable des sorciers (Discurso execrable sobre
los brujos). Boguet era un magistrado seglar que trabajaba en el Franco Condado, provincia francófona pero
que hasta el reinado de Luis XIV fue una posesión española.
En 1608, un monje de Milán, Francesco Maria Guazzo, de la orden de los ambrosianos, publicó el
Compendium maleficarum (Compendio de las hechiceras). Como su nombre lo indica es un refrito de
tratados anteriores. De allí que se trate del aporte menos original de toda la serie. Fue sin embargo uno de
los más exitosos a nivel editorial, porque estaba acompañado por ilustraciones.
En 1612, otro juez laico, Pierre de Lancre, magistrado del parlamento de Burdeos, en el sur de Francia,
publicó el extraordinario Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons (el Cuadro de la
inconstancia de los ángeles malos y de los demonios). De Lancre había sido comisionado por el Parlamento
bordelés para investigar las acusaciones de brujería en una región vasco-francesa del extremo sudoeste del
reino, el Labourd, a pocos kilómetros de la frontera española. Convencido de que la casi totalidad de la etnia
local se había entregado en cuerpo y alma al demonio, de Lancre provocó la única cacería judicial de alta
intensidad, “a la alemana”, que tuvo lugar en el reino de Francia durante la Edad Moderna. Dado que la
ocupación principal de los nativos del lugar era la pesca en alta mar, de Lancre estaba convencido que las
mujeres vascas aprovechaban dicha circunstancia para entregarse al demonio. En menos de un año cerca de
100 personas fueron ejecutadas en aquellas oscuras aldeas, perdidas en el extremo meridional del reino.
Llegamos así a la década de 1620, en la que tiene lugar no sólo el punto culminante de la caza de brujas en
esta segunda fase sino en toda la historia del fenómeno. Lo que vamos a ver a continuación son cacerías
judiciales fuera de control, persecuciones de un histerismo como nunca antes había sucedido. Escenario de
este descontrol judicial son los principados episcopales o arzobispados católicos al sudoeste de Alemania a
los que ya hemos presentado.

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Fíjense las cifras. En apenas diez años el Príncipe elector de Colonia, el arzobispo Fernando de Baviera, avaló
la muerte de 2000 personas (este principado tenía por entonces 200.000 habitantes). El príncipe-obispo de
Würzburg, Philip Adolf von Ehrenberg, en apenas cuatro años avaló la condenas a muerte de 900 personas.
En tres años, otro elector eclesiástico del Sacro Imperio, el arzobispo de Maguncia, avaló 768 condenas. Y en
cuatro años, Johann Georg II Fuchs von Dornheim, príncipe-obispo de Bamberg, avaló 600 ejecuciones. Si
ponderamos el tamaño de estos estados minúsculos, su densidad demográfica y la duración de las oleadas
represivas –relativamente cortas– llegamos a la conclusión de que estamos en presencia de los cuatro
cazadores de brujas más feroces de la historia. Si sumamos todas las víctimas tendremos 4.268 ejecuciones.
Hoy en día sabemos que la caza de brujas en sus 400 años de historia provocó la muerte de entre 40.000 y
50.000 víctimas. ¿Ello qué significa? Que en apenas una década, cuatro pequeños mini-estados alemanes,
del tamaño de un pañuelo, fueron responsables de casi el 10% del total del total de muertes provocada por
el fenómeno. Si incorporo a la encuesta dos principados más, el del obispo de Eichstätt y el del elector de
Tréveris, la cifra de víctimas se eleva a 8.000, es decir, cerca de un 18% del total de las víctimas en toda la
historia de la represión judicial de la brujería.
¿Cómo podemos explicar este fenómeno de desmadre judicial en el sudoeste alemán en la década de 1620?
Hay procesos macrohistóricos que ayudan a comprender lo que sucedió.
1) Primero, fíjense que el estallido de los procesos coincide con el comienzo de la Guerra de los
Treinta Años, en 1618, a la que alguna vez califiqué como el más terrible episodio bélico de la Edad
Moderna, que provocó una destrucción material y un costo en vidas humanas dantesco. Este
enfrentamiento comenzó como una guerra de religión y después se convirtió en otra cosa, en una
conflagración de corte más moderno (de hecho, la ciencia política considera que el moderno
sistema de estados europeo nació con la Paz de Westfalia de 1648, que puso fin a este conflicto).
Una guerra con estas características no podía sino aumentar de manera exponencial las tensiones
sociales, y con ellas la pulsión por hallar chivos expiatorios –entre ellos las brujas y brujos–
responsables de las desgracias materiales. Este conflicto fue la verdadera primera guerra mundial
europea (no la de 1914 como tradicionalmente se piensa). Hay que pensar que no duró 30 años
sino 41, porque si bien en 1648 la mayoría de las potencias firmaron la paz, España y Francia
siguieron luchando hasta 1659. Durante aquellos 41 años prácticamente no hubo potencia europea
que no se viera involucrada en la lucha: de Inglaterra al principado de Transilvania, de Dinamarca a
Portugal. Hasta se luchó en América, pues la ocupación holandesa del noreste de Brasil, Bahía y
Pernambuco, fue una consecuencia de la Guerra de los Treinta Años.
2) Segundo, el estallido de las persecuciones descontroladas de la década de 1620 coincidió con un
evidente agravamiento de la denominada “crisis del siglo XVII”, provocado porque el estancamiento
en la esfera del comercio se sumó al ya instalado estancamiento en la esfera de la producción
primaria.
3) Estos dos fenómenos, la crisis y la guerra, no alcanzan para explicar lo que pasó, porque se trata de
procesos paneuropeos, que afectaron a toda Alemania, y sin embargo no en todo el Imperio se
persiguió brujas con la intensidad que se observa en los principados eclesiásticos que ya hemos
identificado. Por lo tanto, a los dos factores anteriores hay que agregarle un tercer factor, el
ideológico. Estos cuatro mini-estados católicos eran puntales de la Contrarreforma alemana. La
Contrarreforma germana tenía características muy especiales. A excepción del Electorado de
Baviera y de los archiducados austríacos, el resto de los estados católicos alemanes, y en particular
estos principados eclesiásticos, configuraban pequeños islotes de catolicidad en medio de un mar
protestante. Estaban literalmente rodeados de ciudades y principados luteranos y calvinistas. La
sensación de que sus ciudades estaban literalmente rodeadas y sitiadas por adláteres de Satán era
muy fuerte. Estos príncipes-obispos y arzobispos eran además fanáticos religiosos, hombres de una
piedad personal muy intensa y torturada. En el caso de ellos estamos muy lejos del estereotipo del

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prelado mundano característico del Renacimiento pleno, como los que veíamos en Italia a fines del
XV y comienzos del XVI, aquellos príncipes de la Iglesia de vida desordenada y plagados de hijos
naturales. Éstos jerarcas eclesiásticos alemanes eran en cambio hombres piadosos, obsesionados
por purificar el cuerpo social y eclesiástico de sus estados, y la caza de brujas, en tanto pretendía
identificar y extirpar a los aliados del demonio, servía perfectamente a dicho objetivo de reforma
de costumbres y saneamiento moral.
4) El cuarto fenómeno es el climático. Por entonces Europa atravesada lo que se ha dado en llamar “la
pequeña edad glaciar”, fenómeno de muy larga duración. Comienza a mediados del siglo XIV y cede
recién a mediados del XIX. Esta era de cambio climático se caracterizó por picos agudos de
empeoramiento de la cuestión meteorológica. Pues bien, uno de estos clímax tuvo lugar durante la
década de 1620. Fíjense lo que sucedió en mayo de 1626, y subrayo la fecha porque observen en el
cuadro que es el año en el que comenzó la represión fuera de control en Würzburg, Maguncia y
Bamberg. El diario de un ciudadano de Stuttgart reporta que el 24 de mayo de 1626 (miremos la
fecha: ya hacía dos meses que había empezado la primavera y faltaba apenas uno para el verano),
una tormenta de granizo acumuló un metro de piedras sobre el suelo en el sur del Sacro Imperio.
Dos días más tarde se desató un viento del norte extremadamente frío, que sopló durante varios
días por todo el centro del continente. De un día para otro los ríos se congelaron, y los sembradíos
de vid, centeno y avena quedaron destruidos. Los árboles perdieron sus hojas, que se tornaron
negras. Estas noches polares en plena primavera tardía sembraron el terror en gran parte de estas
provincias. Un cronista, Johann Langhans, alcalde del pueblo Zeil escribió en su diario: “Año del
señor de 1626, 27 de mayo. Todos los viñedos de Franconia, tanto en el obispado de Bamberg como
de Würzburg, fueron destruidos por la helada, al igual de nuestro querido grano que se marchitó
por completo. En Deichlein, al igual que en todas partes alrededor de Zeil, todo fue destruido por la
helada, lo que según la memoria de los ancianos nunca antes había ocurrido, causando una
sustancial suba de precios. Mientras tanto se hicieron cada vez más fuertes los comentarios del
vulgo, que se preguntaban por qué las autoridades permitían que los hechiceros y las brujas
dañaran de tal forma las cosechas. Su Alteza Serenísima, el Príncipe-obispo, se hizo cargo de dichos
comentarios y la persecución de las brujas comenzó dicho año”.
Un dato de color para terminar con el tema de la caza de brujas en Alemania. Me refiero a una noticia que
salió publicada en el diario español La Vanguardia, el 14 de febrero de 2012. En realidad es la traducción al
español de un cable de la agencia EFE originado en Berlín, cuyo título reza “Absuelta una bruja en Alemania
400 años después de quemarla en la hoguera”. Cito: “La ciudad de Colonia ha rehabilitado oficialmente a
Katharina Henot, una mujer acusada de brujería y ejecutada en la hoguera hace cuatro siglos. Una comisión
del ayuntamiento de la ciudad, además, se distanció de forma unánime de todos los procesos de brujería
realizados en la ciudad en los siglos XVI y XVII. La rehabilitación de Henot es el resultado de una iniciativa del
pastor protestante Harmut Hegeler que, tras su jubilación como profesor de religión, se ha dedicado a buscar
una especie de indemnización moral para las víctimas de la caza de brujas. Katharina Henot (1570-1627),
una mujer de la clase alta de Colonia, se considera como una de las víctimas más célebres de la caza de
brujas. Algunos historiadores consideran que su caso fue uno de los que llevó al jesuita Friedrich von Spee a
convertirse en uno de los principales críticos de los procesos contra las brujas. Spee, confesor de mujeres
condenadas a muerte por brujería, llegó a la conclusión de que las confesiones se daban siempre motivadas
por la tortura, y cuando se le preguntaba por qué había envejecido tan pronto, explicaba que había tenido
que ver a demasiados inocentes morir en la hoguera. La detención de Katharina Henot se produjo en 1627,
por unos rumores, y el proceso, como casi siempre ocurría en estos casos, terminó con la condena a muerte y
su ejecución. Las acusaciones en su contra se basaron en una serie de hechos ocurridos en un convento
cercano a Colonia, donde se dio una epidemia que, en la interpretación de los acusadores, habría sido
generada por las artes mágicas de Katharina Henot. El caso de Henot fue, en Colonia, el comienzo de una ola
de procesos que se prolongó hasta 1630. En la conciencia de los habitantes de Colonia, Henot ya había sido
rehabilitada. Un colegio y una calle llevan su nombre y frente al ayuntamiento hay una estatua suya. ‘Se
trató de ahogar la voz de Katharina Henot pero no fue posible, hoy se sigue hablando de ella en esta ciudad’,
dijo el pastor Harmut Hegeler hoy ante la comisión del ayuntamiento”. He aquí repercusiones muy actuales
de la caza de brujas en plena sesión de un consejo deliberante en la Alemania de Angela Merkel.

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Pasemos ahora a la tercera fase de la caza de brujas, que se extendió entre mediados de la década de 1630 y
finales del siglo XVI. El hecho que caracteriza a esta etapa es que si bien los procesos de alta intensidad no
desaparecieron de Europa occidental, tendieron a concentrarse en los márgenes de la civilización
euroatlántica: en las Islas Británicas, en Escandinavia, en América del Norte, en Suiza Oriental, en Silesia. Acá
tenemos algunos ejemplos de estos procesos masivos, tardíos y periféricos, pero todavía muy violentos:
1645-1647: procesos de Matthew Hopkins en East Anglia (100 ejecuciones aprox.)
1651-1652: gran caza en el ducado de Neisse (Silesia), perteneciente al obispado de Breslau
(Wroclaw), a cargo del hijo del rey de Polonia (250 ejecuciones aprox.)
1652-1660: Groos Häxatöödi en el señorío de Prättigau [gran masacre de brujas] (entre 1648 y
1652 pasa de la jurisdicción del condado de Tirol [cap. Innsbruck] al cantón suizo de los Grisones]
(100 ejecuciones aprox.). El cantón de los Grisones produce 246 condenas entre 1650 y 1753.
1658-1662: la gran caza de brujas escocesa (250 ejecuciones aprox.)
1668-1676: la gran caza de brujas sueca (100 ejecuciones aprox.)
1678-1680: Zauberer Jackl-Prozess en el principado arzobispal de Salzburgo (140 ejecuciones, el
80% de los cuales eran jóvenes vagabundos menores de 20 años, seguidores del fantasmático Jakob
‘Jackl’ Koller, un mendigo hijo de una sospechosa de brujería, que nunca fue atrapado y se convirtió
en mito).
1692: procesos de Salem, Massachusetts (19 ejecuciones comprobadas).
Analicemos esta filmina. La única persecución de carácter epidémico que tuvo lugar en Inglaterra no por
casualidad estalló en torno a 1645, en pleno vacío de poder provocado por la Revolución. Son procesos
impulsados en East Anglia por el misterioso Matthew Hopkins, que en el lapso de pocos meses impulsó
cerca de 100 ahorcamientos. East Anglia abarca los condados de Norfolk, Suffolk y Essex, tres de los más
prósperos de Inglaterra. Me adelanto a lo que voy a decir durante la clase del jueves próximo: que la caza de
brujas no fue un fenómeno de la marginalidad sino de las regiones ricas del continente.
En 1651 estalló una feroz razzia en el condado de Neisse, en Silesia, en la frontera germano-polaca: 250
muertes en un periodo de tiempo reducido. En 1652 comenzó la gran masacre de brujas en los Grisones, un
cantón suizo oriental. Entre 1658 y 1661 se desarrolló la gran caza de brujas escocesa y entre 1668 y 1676 su
contraparte sueca. Entre 1678 y 1680 se desarrollaron los procesos en contra del mago Jackl y su banda en
el principado-arzobispal de Salzburgo, en territorio austríaco. Se trató de un episodio curioso. Este mago
Jackl (Zauberer Jackl) era, supuestamente, un joven vagabundo a quien se reputaba como líder de una secta
local de adoradores del demonio. Jamás pudo ser capturado ni localizado. Continúa siendo un personaje
fantasmático. Aún así, 140 personas murieron en la hoguera –la mayoría de ellas niños y jóvenes
marginales–, acusados de pertenecer a la secta. Esta represión parece poco menos que una excusa para
limpiar de vagabundos las calles y los alrededores de Salzburgo. Finalmente, la última gran represión que
tuvo lugar en el espacio euro-atlántico durante el siglo XVII estalló en Nueva Inglaterra: me refiero al famoso
caso de las brujas de Salem, en Massachusetts, no muy lejos de la ciudad de Boston, en 1692, con 19
ahorcamientos comprobados y una persona muerta durante los interrogatorios bajo tormento.
La cuarta y última fase de la historia de la caza de brujas europeas es la que se extiende durante el siglo
XVIII, en concreto hasta 1782 (fecha de la última ejecución legal constatada de una bruja en Europa). Ahora
sí, durante esta etapa, las persecuciones paroxísticas, que en poco tiempo generaban gran cantidad de
víctimas, desaparecieron de Occidente para concentrarse en Europa Oriental. En Hungría murieron 800
personas entre 1710 y 1750, y en Polonia la situación fue aún peor, con 2000 ejecuciones aproximadamente
entre 1676 y 1725 (fenómeno que recién está comenzando a ser conocido en Occidente gracias a dos
monografías sobre la situación polaca que acaban de publicarse en inglés, una en 2012 y otra hace apenas
pocas semanas, en octubre de 2013).
Buenos, seguimos la semana próxima con las estadísticas de la caza de brujas.
Desgrabado por Miguel Mejía Robledo

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