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Völuspá

(una visión que persiste al cerrar los ojos)

Sobre la piel de la piel de las cosas, en el comienzo de lo palpable donde se engendra el rocío y el
polvo que colorea las alas de las mariposas; usas tus propias alas para extender el negro. Aprietas el
tallo espinoso de la rosa mientras pintas líneas de carmín de granza sobre el oscuro absoluto. El
cuadro es un lugar donde lo imaginario surge y desaparece. Como flor que devora su propio fruto.
Lo que se muestra es siempre anterior a la imagen. La imagen es algo que nunca llegas a ver. Algo
siempre a punto de ocurrir. Distraídamente, adviertes que tus zapatillas de baile se alejan, casi de
puntillas, como cornejas asustadas o lejanas mujeres con largos y preciosos vestidos, mientras el
diablo de Tsvetáyeva te vigila, apoyado en la puerta, con el sol casi ocultándose.
Al colorear con verde, los labios se te enfrían y endurecen. Sientes el cuerpo hueco, como de
hojalata y un revoloteo de pájaros por dentro. Al mezclar los colores hacia las gamas violetas, notas
bajo la lengua un dulzor pringoso de fresas silvestres. Como si cada tono fuera acompañado de un
sabor que te traslada al mundo que le es propio. Trazas curvas hasta marearte. Si hay poniente, sales
y agitas los brazos para que el viento te arranque las mangas del vestido y vuelen y se pierdan entre
las ramas más altas. Escuchas el rumor de las hojas hasta que no es más que un murmullo oblicuo.
Miras directamente al sol a través del contraluz de pétalos que parecen hechos de agua. Descubres
el hilo de la araña por el brillo resbaladizo que lo recorre. Recoges flores zumbando los labios como
una abeja hechizada por el polen.
Juegas a hacer una pintura para una tienda de migas de pan, flores lilas, malvarrosas, escaramujos,
endrinas, ciruelas verdes, plumas de ganso, algas cubiertas de fango, calabazas exultantes de vida. Y
otra para una tienda de racimos color remolacha, remolachas color aceituna, aceitunas color tinta,
tintas color esmeralda, esmeraldas color marfil, marfiles color durazno, duraznos color nieve, nieves
color purpura de Tiro.
Asocias cosas por tamaños, por la inicial de sus nombres, por su coincidencia en el tiempo o por el
orden en que se aparecen. Primero adviertes la analogía después constatas la identidad. Todo habla.
La metáfora supone un alejamiento de la realidad pero también el principio del camino para
retornar a ella. La soledad no es como un lago; es un lago. Con sus espejos y con sus opacidades.
Nada es más importante que otra cosa pero cuando decides prestar atención a algo, el resto se
borra. Lo ordinario se muestra extraordinario. Sabes que cuanto más te concentras más distraída te
vuelves –esto es así. A partir de cierto punto dejas de esforzarte y eres absorbida hacia tu centro.
Como si entrarás de cabeza en el agua helada. El espacio pictórico es un afuera que se abre
perpendicular al espacio real. Un espacio que no obedece a las leyes ópticas, en donde las distancias
se alcanzan instantáneamente en el momento mismo en que las cosas distantes son percibidas. Ver
es desear. El deseo en la vista, avanza sin detenerse, saltando de objeto en objeto hasta la ebriedad.
Hoy despertaste con ganas de orden y de pintar cerca del jardín, al sol. Te preguntas cuántos de
estos pensamientos que te ocupan sobreviven en tus pinturas -esa es tu duda. Olvidas que sabes,
para buscar el saber que sabes. Consciente de la falsedad de las ideas y de los ensueños del lenguaje,
decides tomarte en serio el arte como alucinación. Te alimentas de su dulce hechizo como una abeja
del polen. Buscas salir del sueño con otro sueño. Sustancia, identidad y permanencia son tan irreales
como los paisajes y las catedrales que vislumbras en un chorretón de pintura. Palacios edificados
sobre arenas movedizas. Al menos las falsificaciones del arte son más fieles a las primeras
impresiones. En todos los casos el mismo obstinado empeño en sustituir el misterio por una
imagen. Errando en el error: pintas una amapola en la piedra, una piedra en el párpado, un parpado
en el muslo, un muslo en el mango del pincel. El mundo sensible no es más que una creación
personal. Hagamos de esa ficción una obra de arte.
La acción del cuadro se transmite a todo y el gesto de pintar se prolonga, al rozar el encaje de las
cortinas, al apoyarse fuerte en la baranda, al conversar con tu madre en la cancela, al pasar las
páginas del libro, al señalar haciendo círculos los barnices oxidados que envuelven el rostro
fantasmal de una vieja pintura, al aletear la mano sobre los vapores de la olla y aspirar el aroma, al
mover, sin romper, el vino aterciopelado en la copa. A veces, cuando todo se encharca, los bellos
arabescos parecen vientres hinchados de peces muertos y, en seguida, sin que nada cambie, la
misma escena hedionda se trasmuta en puros nenúfares y apacibles reflejos de bosques. Como si la
pintura diera la verdadera medida de las cosas, creando un mundo a su imagen.
Observas a los pájaros como una antigua sibila. Te preguntas cuántos de estos augurios figuran en
tus pinturas -esa es tu duda. Convertir el lienzo en un oráculo. Cubrirlo de signos que hablen el
mismo lenguaje que la Naturaleza. ¿Realmente, qué estamos presintiendo al enfrentar tus cuadros?
¿Qué mensaje se nos anuncia en esa lingua verte?… Lengua que no se aprende si uno mismo no es
aprehendido. Lengua que en vez de converger en un sentido último, se expande en lo múltiple. En
un tiempo fuera del tiempo, en el que el sentido se mantiene activamente incierto. Inexpresable si
no es a través de las cosas mismas. Percibimos, antes que nada, lo difícil que es pintar. La indecisión
frente al cuadro como una fricción constante de la que saltan chispas.

Secretos para pintar:


-Montar el bastidor, clavar la tela.
-Sumergir el lienzo en la niebla.
-Dejar que la humedad se condense.
-Dejar que aparezcan las flores de escarcha.
-Petalear sin fin con el pincel, partiendo de una esquina.
-Racimear en el aire, llegando a rozar a veces la superficie del lienzo.
-Pintar despintando.
-Manchar lavando, hasta restablecer con la pintura la presencia inmaculada de la tela.
-Girar el cuadro 90 grados.
-Esperar leyendo en busca del tiempo perdido.
-Abrir la lata del negro y asomarse a su abismo.
-Ver la propia vida pasar como hojas cayendo.
-Trazar y encontrar, al mismo tiempo, formas distintas de tachar lo trazado.
-Sentir que existe una correspondencia entre esa re-escritura y el devenir de la Naturaleza.
-Pintar con tintura de Giobert, por el puro placer del palimpsesto -¡qué miedo!
-Aplicar el color por su musicalidad: el negro niega, el verde arde, el rosa besa, el azul claro asciende
como un chorro invertido.
-Pintar pensando que el cuadro es una partitura.
-Voltear nuevamente 90 grados y dejar que lo claro penetre en lo oscuro sin mezclarse.
-Guardar silencio y celebrar esa belleza que se hace sola por el lento escurrir de la pintura.
-Esperar leyendo la evolución de las especies.
-Empapar el cuadro con el aqua vitae para transmutar su plomo en sabiduría.
-Separar y volver a unir, construyendo espacios exfoliables, tomando como modelo un bloque de
mica.
-Respetar la naturaleza fluida de la pintura. Su rápida absorción y su lenta oxidación.
-De noche, volver a dejar el cuadro expuesto a la intemperie, extendido sobre la hierba, para que se
vaya empapando del plateado rocío.
-Girar 90 grados
-Concentrar el cielo en una gota de pintura y aplicarla en el lugar preciso.
-Abrir al azar un bote de pintura, empapar la brocha y restregar tachando hasta que se agote su
carga.
-Si alguna de tus manchas parece el contorno de un continente, cubrirla con pámpanos y palmeras.
-Recordar la estructura de la espuma de las olas y bosquejar a su imagen un cortinaje, con sus
flecos, borlas y ribetes.
-Abrirse camino con la imaginación y situarse al otro lado del telón.
-Intentar transmitir formalmente la sensación viscosa de paso del tiempo -tal y como afirma
Brodsky a propósito de la poesía de Mandelstam.
-Dar por terminada la sesión en el momento en que el diablo se haya ido.

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