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INTELIGENCIA SOCIAL Y CONFLICTO

ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 291 - 313.

Ideas para llevarse bien


Deberíamos ir a los árabes con palos en las manos y pegarles, pegarles y
pegarles hasta que dejaran de odiarnos.
Taxista de Tel Aviv

Un lugar común de la medicina es «Los médicos sonrientes rara vez reciben


denuncias por negligencia.»
Como la mayoría de generalizaciones, ésta contiene cierto grado de validez.
Si dejamos de lado el número de demandas por negligencia motivadas por
avaricia, malicia y excentricidad por un lado, y las resultantes de una
incompetencia médica clamorosa por el otro, las demandas que vemos en la gama
intermedia —posiblemente la mitad de todas, según algunos expertos— parecen
participar de relaciones agriadas. Parece, sin duda, que una porción significativa de
ellas, una cantidad sujeta a discusión, por supuesto, nunca habrían seguido
adelante si los profesionales de la medicina hubieran mantenido una estrecha
relación personal con sus clientes o hubieran dado un paso rápido para reconocer
su responsabilidad y expiarla activamente de algún modo generoso.
La gente que presenta demandas contra doctores y centros médicos suele
citar la «actitud» del médico o los administradores. La percepción de arrogancia,
despreocupación por el sufrimiento humano, frialdad, condescendencia o cierto
aire de infalibilidad puede sentar las condiciones. «Al principio sólo quería que se
disculpasen —puede decir el demandante—. Ni siquiera se les pasó por la cabeza
admitir que habían cometido un error.»

LA DOBLE ESPIRAL DEL CONFLICTO


Varios millares de años de historia han demostrado de manera bastante
concluyente que el conflicto tiende a crear más conflicto. Una vez empieza, tiende
a ir a más. En cuanto alcanza un grado crítico de intensidad, tiende a alimentarse
de sí mismo. Algunos países, facciones políticas, clanes y barrios llevan tanto
tiempo enfrentados que nadie parece saber cómo o por qué empezó el conflicto.
Sólo saben que no tienen más remedio que responder a las atrocidades del otro
bando y por lo general superarlas.
Recuerdo un ejemplo que presencié en una vieja película protagonizada por la
clásica pareja de cómicos Stan Laurel y Oliver Hardy.
Laurel y Hardy habían conseguido un trabajo vendiendo árboles de Navidad,
puerta a puerta. Paran su viejo cacharro delante de una casa, se acercan a la
entrada y llaman. El irascible propietario abre la puerta, escucha su discurso
durante unos segundos y los despacha con cajas destempladas.
Irritados al ver que les cierran la puerta en las narices, llaman otra vez. De
nuevo el dueño aparece y los rechaza con peores modos si cabe. Estalla una
discusión y uno de los furiosos vendedores decide enseñarle al grosero propietario
una lección. Con cierta fanfarria, profana la casa —no recuerdo la atrocidad
concreta; posiblemente rompe la aldaba de la puerta—, lo que provoca en el
dueño un acceso de ira descontrolada.
El propietario sale a la calle hecho una furia y les rompe el retrovisor del
coche, que lanza al suelo con desprecio. Se sacude las manos con aire desafiante,
los fulmina con la mirada y regresa a la casa. El incidente va experimentando una
escalada, en la que cada bando inflige al otro represalias cada vez más severas.
Laurel y Hardy le rompen las ventanas y él destroza las de su coche. Cuando el
propietario llega al extremo de arrancarles los guardabarros, ellos la emprenden a
golpes con su mobiliario. Laurel lanza un gran jarrón por la ventana para que
Hardy lo destruya con un bate de béisbol. Cada acto de agresión es recibido con
una nueva expresión de ultraje y un nuevo —y del todo justificado— contraataque.
Para cuando termina el episodio, han reducido su casa a escombros y él les
ha dejado el coche como un mero chasis con ruedas. Se alejan en él con cara de
justificada indignación —y perverso triunfo— mientras él contempla los daños
sufridos por su casa y se felicita por su tenaz defensa de sus intereses.
Por desgracia, muchos de lo conflictos más costosos de la experiencia
humana no tienen una redención cómica como ésa. Los observadores pueden
ridiculizar a los protagonistas por su descerebrada escalada de la situación, pero
con demasiada frecuencia los testigos inocentes también pagan el pato.
Para quienes observan y estudian los conflictos continuados, la escalada de
animosidad tiende a seguir un patrón muy bien definido, aunque las partes
atrapadas en él quizá no lo distingan. Sin embargo, también sucede que, a la
inversa, dos partes que se las ingenian para mantener relaciones cordiales y
cooperativas—individuos, familias, clanes, compañías, facciones políticas o países—
hacen gala del extremo contrario a la escalada de atrocidades. Las relaciones
positivas pueden crecer y reforzarse con el tiempo, ascendiendo en una espiral
positiva que se sustenta a sí misma, del mismo modo en que las relaciones
negativas descienden en una espiral cada vez más destructiva. La espiral
ascendente de la cooperación parece el reflejo especular de la espiral descendente
del conflicto. En general, para pasar del conflicto a la cooperación la situación tiene
que regresar hacia arriba por la espiral negativa hasta alcanzar algún tipo de zona
potencialmente neutral, para luego encontrar el camino de subida a territorios más
positivos, como ilustra la Figura 10.1.

Figura 10.1. La doble espiral del conflicto

Observad el avance de la espiral del conflicto, en la parte inferior de la


ilustración. Si la desconfianza se impone por cualquier serie de motivos, o existe
como legado histórico de una relación, entonces la situación está inclinada hacia el
conflicto de partida. Una provocación de alguna de las partes, o una serie de
provocaciones por parte de ambos antagonistas, ofrece a cada bando la prueba de
las intenciones negativas del contrario. Tras unas cuantas atrocidades, la situación
degenera en una escalada, momento en el cual ambas partes han abandonado
cualquier aspiración a una relación amistosa. Lo habitual es que se vean exigidos a
«defenderse» o tomar represalias por alguna trasgresión imperdonable del otro.
Durante ese descenso al conflicto irreversible, la química del cerebro cambia
en ambos bandos. Los dos antagonistas han consagrado sus plenas energías a
perjudicar al rival. Ya es impensable que alguna de las partes se plantee en serio la
posibilidad de permitir que la otra reciba algo de valor. Se convierte en un caso de
gana-pierde que, irónicamente, deviene una situación pierde-pierde.
Si la relación de conflicto dura lo suficiente e inflige el daño suficiente, puede
que con el tiempo descienda al cuarto nivel de punto muerto sin remedio. El
fenómeno resulta especialmente habitual en las animosidades religiosas y étnicas,
además de en las disputas territoriales enquistadas. En el caso del antiguo
conflicto entre judíos y árabes en Oriente Medio, ha llegado a estar plenamente
institucionalizado; configura las estructuras políticas, las leyes, las doctrinas
educativas, las políticas gubernamentales y las prácticas comerciales. En Irlanda
del Norte, protestantes y católicos se asesinan entre sí en nombre de la misma
deidad.
Puede antojarse idealista creer que una situación de conflicto que ha
degenerado hasta el cuarto nivel del punto muerto tiene alguna posibilidad de
invertir las tornas. En verdad, la mera duración de algunos de los conflictos más
destructivos del mundo parece contradecir la idea misma. Sin embargo, existen
muchas relaciones duraderas en las que varios países, grupos étnicos, regiones
geográficas, clanes e ideologías se las han ingeniado para combinar sus intereses
en beneficio mutuo. El hecho de que algunos matrimonios felices sean de verdad
para toda la vida, de que algunos países se lleven bien durante siglos o más y de
que algunas compañías lleven muchas décadas haciendo negocios juntas sugiere
que la espiral positiva y ascendente de la cooperación funciona.
La progresión ascendente de una relación debe empezar con un grado
adecuado de confianza, o empatía, en terminología de la IS. Las circunstancias
pueden fomentar el arranque positivo de una relación. Quizá varios de los
partícipes tengan una IS lo bastante elevada para orquestar un estado de las cosas
que invite a los demás a comunicarse, compartir sus intereses e intenciones y
buscar un terreno común.
Con la suficiente empatía, la relación puede avanzar el nivel de la
reciprocidad, en el que cada parte implicada contribuye de manera positiva a los
intereses de la otra. A regañadientes en un principio, quizá, pero cada vez más
como resultado de constatar que la dinámica obra también en su propio beneficio,
las partes buscarán un contacto más voluntario y activo para encontrar maneras
de colaborar.
Con suerte, habilidad y un poco de tiempo, la relación parece contener la
promesa de durar y compensar a todas las partes implicadas, y pasa de ser una
propuesta transaccional —«Te damos A si tú nos das B»— a ser una de
mutualidad. Si alcanza esa etapa, los participantes empiezan a verla en términos
de una relación duradera. Eso conlleva el aspecto crítico de las expectativas:
llevamos tanto tiempo tratando con la otra parte que atisbamos la posibilidad de
una interacción continua, incluso institucionalizada.
Por último, en algunas circunstancias afortunadas, las partes alcanzan una
fase de continuidad: la creencia compartida por todas las partes de que la relación
satisface tan bien sus necesidades e intereses que adopta una vida e identidad
propias. A esas alturas contemplamos la imagen especular exacta de la etapa de
punto muerto del conflicto. Allá donde en la fase final del conflicto ninguna de las
partes siente motivación alguna para atender los intereses de la otra, en la etapa
de la continuidad de la cooperación todas las partes comprenden el valor
pragmático de ayudar a los demás a satisfacer sus necesidades e intereses.
Por una lógica perversa, la etapa del punto muerto en realidad ofrece sus
compensaciones a quienes se sumen en ella. Tienen el premio de sentirse como
héroes defendiendo su patria, y experimentan ese pírrico triunfo que deriva de
infligir penurias a sus enemigos. Por desgracia, no pueden imaginarse un estado
de cosas diferente en que no tengan que perjudicarse para perjudicar a otros.
Caso ejemplar: Mientras llevaba a cabo una sesión de construcción de
equipos con un grupo de abogados y sus auxiliares, uno de mis colegas fue
asombrado testigo de cómo una cuestión ajena al trabajo había adquirido con el
tiempo la suficiente energía para convertirse en un gran problema. Al principio de
una reunión, todos los abogados se sentaron en un lado de la mesa y sus
auxiliares en el otro. El consultor empezó por preguntarle a la superior de las
auxiliares por sus metas para la sesión. Ella contestó: «Sólo queremos que la
gente esté más contenta, que el trabajo salga mejor y que todos nos
entendamos.»
Entonces el consultor le preguntó al jefe de los abogados por sus objetivos
para la reunión. Él dio un puñetazo en la mesa y gritó: «Quiero ver despedidas a
estas mujeres!»
Varias de las auxiliares rompieron a llorar y las cosas fueron de mal en peor
durante un buen rato hasta que el consultor atinó a determinar la causa: cuando
una antigua miembro del personal auxiliar que había fallecido de cáncer se
encontraba en el hospital, no la visitó ninguno de los abogados del bufete. Las
mujeres se lo tomaron como un desprecio a la valía de la difunta y se abrió una
profunda sima con los consecuentes «vacíos», frenazos en el ritmo de trabajo,
comportamientos pasivo-agresivos y hostilidad encubierta.
En un típico bufete de abogados, las auxiliares controlan gran parte del flujo
de trabajo. Llevan al día la agenda de los abogados, programan sus reuniones y
apariciones en los tribunales, se encargan de la investigación y tabulan las horas
minutables y los gastos. En muchas oficinas, cumplen una valiosísima función de
bufete alternativo, para que los abogados puedan concentrarse en sus casos o en
la adquisición de nuevos clientes.
A causa de su furia colectiva hacia los abogados por su percepción de que no
les había importado su compañera, su comportamiento de sabotaje se volvió
bastante costoso. Los abogados empezaron a saltarse reuniones con los clientes,
apariciones en los juzgados y plazos de entrega de documentos. Las cosas
llevaban así unos tres años.
En su defensa, los abogados se hallaban bajo la errónea impresión de que la
auxiliar del hospital no quería ninguna visita y, por tanto, habían respetado lo que
consideraban sus deseos. Cuando este problema de comunicación empezó a
adoptar consecuencias económicas (la bajada en el ritmo de trabajo) y crear
auténtica hostilidad, los socios mayoritarios decidieron llamar al consultor para
acometer aquel hongo nuclear de conflicto.
Un grupo quería «justicia» (los abogados) y el otro quería «paz» (las
auxiliares). El consultor se dio cuenta de que no avanzarían nada en la
construcción de un equipo hasta que ese tema crucial se pusiera sobre la mesa, se
discutiera y se solventase. Pasaron cuatro horas, con más lágrimas, cruce de
acusaciones y, por suerte, sin más puñetazos en la mesa. Al final fueron capaces
de trabajar como un grupo para finiquitar el tema y seguir adelante para debatir
los instrumentos necesarios para resolver de forma colectiva cualquier futuro
conflicto.
Tal vez los seres humanos hallarán un modo de convertir los puntos muertos
en continuidad, pero probablemente ni siquiera el más optimista de nosotros
sostendría que la prevención ofrece resultados mucho más prometedores que la
cura.
En una conversación harto repetida, un hombre de mediana edad le pregunta
a su médico: «¿Cómo puedo evitar quedarme calvo?» El doctor, en una referencia
paradójica a la naturaleza hereditaria de la calvicie, responde: «Procúrese un
abuelo diferente.»
El consejo equivalente para reducir o eliminar el punto muerto sería: «No lo
deje empezar.»

Los Hatfield y los McCoy declaran la paz


La legendaria rencilla familiar entre la familia Hatfield de Virginia Occidental y los McCoy de
Kentucky tocó a su fin definitivo en junio de 2000, cuando las dos familias celebraron su primera
reunión anual en Pikeville, Kentucky. La rencilla había perdido fuelle casi cien años antes, y en el
nuevo milenio la era del comercio por fin se impuso a la historia. Lo único que queda de la
sanguinaria disputa es un moderno enclave turístico: una especie de «H&M Sociedad Anónima».
Varias páginas web oficiales, un club de fans oficial el festival anual, recreaciones de sucesos
históricos vídeos y libros, artículos de regalo y una base de datos genealógica son testigos de la
sempiterna fascinación de un período de treinta años de conflicto que se cobró la vida de doce
miembros de ambas familias, enfrentó a los gobiernos estatales de Virginia Occidental y Kentucky y
generó una batalla legal que llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Puede que las dos familias sirvan como iconos históricos del conflicto, y la historia de su
rencilla ilumine algunos de los conflictos eternizados del mundo actual. Los Hatfield vivían en
Virginia Occidental, en el lado este del Tug Fork del río Big Sandy; los McCoy vivían en el lado
occidental, en Kentuky Dominadas ambas por patriarcas de físico imponente, crueles y agresivos,
las familias empezaron a reñir allá por 1863. La primera disputa tuvo que ver con una acusación de
robo de cerdos, y condujo a un tiroteo en el que murió un Hartfield.
Poco después, una pelea de borrachos en la celebración de unas elecciones terminó con la
muerte de otro Hatfield. El cabecilla del clan, un tal Devil Anse Anderson Hatfield, hizo que
prendieran y ejecutaran a los tres McCoy que habían asesinado a su hijo.
Las cosas fueron de mal en peor, con las dos familias asaltando las granjas y enzarzándose
en periódicos tiroteos. Sus batallas experimentaron una escalada hasta incluir a las comunidades
vecinas, hasta el punto en que los dos estados colindantes se implicaron. Los McCoy secuestraron a
un grupo de Hatfjeld y se los llevaron a Kentucky para juzgarlos. El Gobierno de Virginia Occidental
exigió su regreso, afirmando que Kentucky no tenía derecho legal a intentar secuestrar ciudadanos
de un estado vecino. El Tribunal Supremo de Estados unidos dictaminó que no había base legal
para impedir el juicio; uno de los Hatfield acabó en el patíbulo y los otros dos condenados a cadena
perpetua.
Con el tiempo la rencilla había poco menos que diezmado a las dos familias, y el desarrollo
económico abrió la región de los Apalaches a una gobernación más civilizada, de modo que las
batallas al final se terminaron. Al cabo de muchos años, el legendario enfrentamiento pasó a la
historia como ejemplo arquetípico de la escalada de un conflicto. En última instancia, la referencia a
«los Hatfield y los McCoy» sobrevivió sólo como metáfora de un estado de guerra sin sentido entre
dos facciones.
Los souvenirs de los Hatfield y los McCoy que se ofrecen en la página web
www.hatfieldmccoytradingcompany.com, entre los que se encuentran camisetas, tazas, etcétera,
dan fe de que nos conflictos, al menos, mueren de viejos.

¿POR QUÉ DISCUTIR?


Hace muchos años tuve una de las revelaciones más útiles de mi joven vida,
y la decisión que tomé a resultas de aquella revelación se convirtió en una de las
políticas más beneficiosas que jamás haya adoptado. Decidí, sin más, dejar de
discutir con la gente. No decidí dejar de intentar hacerles cambiar de opinión ni
dejar de tratar de que adoptaran mis puntos de vista o ideas. Sólo dejé de discutir
con ellos.
Al final concluí que en realidad nunca había ganado una discusión con otra
persona. Entendámonos: me había vuelto muy habilidoso en los debates, en la
esgrima verbal y en desestimar las ideas ajenas con mi rapidez de reflejos y mi
lengua afilada. Sin embargo, al final tuve que afrontar lo que se me antojaba la
verdad primordial del verso del poeta William Blake:
Un hombre convencido contra su voluntad
conserva su opinión en realidad.
Descubrí que, con todas las habilidades de debate que había adquirido
durante mi experiencia universitaria, lo único que conseguía era convencer a la
gente a mi satisfacción, no a la suya. Empecé a entender que derrotar a otras
personas en un combate verbal muy rara vez me procuraría algo de auténtico
valor, a menos que considerase mis sentimientos personales de triunfo como algo
valioso. Concluí que todo debate, toda discusión, todo incidente de esgrima con
vencedores y vencidos tenía un precio, además de una recompensa. Por bien que
la recompensa pudiera suponer la adquisición de mejores puntuaciones como
tertuliano a ojos de los presentes, el precio solía conllevar animosidad,
resentimiento y deseos de venganza.
Empecé a fijarme, a lo largo de una serie de discusiones con mis amigos
estudiantes, en que cualquier episodio de combate verbal parecía reproducirse en
el siguiente. Dos personas que habían tenido un encontronazo en el campo de
batalla intelectual parecían más propensas a chocar otra vez. La discusión parecía
convertirse en un patrón, un hábito que se alimentaba a sí mismo.
Este descubrimiento me hizo dar un paso atrás, ampliar mi «zoom» mental y
plantearme la pregunta clave: «¿Qué quiero en realidad de la situación?» Con
demasiada frecuencia, descubrí, reaccionaba a las opiniones ajenas, sobre todo las
expresadas con contundencia o agresividad, como un pez que muerde e1 anzuelo.
Me sentía impelido a responder a la agresión con agresión; no podía dejar pasar
aquel escándalo. Me contentaba con menos de lo que podía conseguir.
Empecé a darme cuenta de que podía atraer a los demás hacia mis puntos de
vista, inducirlos a escuchar con más respeto mis ideas y mantener una empatía
positiva con ellos dejando pasar la oportunidad de atacar sus ideas.
Escuchándolos, reafirmando su derecho a tener su opinión e invitándolos a
expresarse plenamente, parecía conseguir, cada vez con mayor claridad, lo que
esperaba de mi trato con ellos. También descubrí que hacer preguntas en vez de
lanzar declaraciones a menudo funcionaba mejor de cara a influirles para que
cambiaran de opinión.
Desde entonces a menudo he reflexionado sobre las palabras de una antigua
estrofa de «El camino de la vida», atribuido al filósofo chino Lao Tsu:
El mejor capitán no se lanza de cabeza
ni el mejor soldado está ansioso por luchar.
El mayor vencedor gana sin la batalla...

CONVERSACIONES CRUCIALES
Tratar de evitar los malos sentimientos causa más malos sentimientos que
cualquier otra cosa. La mayoría de gente encuentra el conflicto con los demás,
sobre todo cuando es uno contra uno, extremadamente desagradable. Salvo por la
pequeña población de personas altamente combativas, la mayoría haremos cuanto
sea razonable por evitarlo. Permitimos que se prolonguen malentendidos sin
aclararlos, consentimos que los demás se aprovechen de nosotros o nos traten con
desconsideración sin plantarles cara por ello y nos refrenamos de afirmar nuestros
derechos morales y civiles por miedo a que los demás se enfaden con nosotros.
Para la mayoría, este reflejo automático empieza en la infancia y nunca
desaparece. «No hagas enfadar a papá o a mamá», «No hagas enfadar al
profesor», «No hagas que los demás se enfaden contigo». Si lo trasplantamos al
sinfín de situaciones sociales que nos encontramos en nuestra vida adulta e
interactuamos con otros que hacen lo mismo, caemos en patrones deshonestos de
engaño, falsa armonía y guerra encubierta.
El experto en conflictos Steve Albrecht propone que «bajemos el listón de la
censura emocional» y le digamos a los demás lo que pensamos y sentimos más a
menudo. «La gente puede aportar un enorme beneficio a su vida —dice—
haciendo un uso eficaz de las “conversaciones cruciales”, básicamente, aireando
las cosas cuanto antes mejor. Si creo que otra persona o grupo de personas
pretende actuar de un modo que tal vez ponga en peligro mis intereses en una
situación, tengo dos opciones principales. Puedo afrontar su comportamiento de
forma encubierta: elaborando mi propia interpretación de su conducta,
imputándoles diversos motivos aviesos y, en última instancia, tratando de
contrarrestarlos con algún método indirecto en lugar de plantarles cara. La
alternativa es sostener una “conversación crucial” con ellos en cuanto descubra
cualquier posible causa de preocupación.
»Con la segunda opción—el curso de acción abierto— empiezo por hacerlos
partícipes de mis preocupaciones y ofrecerles la oportunidad de modificar sus
acciones o encontrar un modo de acomodar mis intereses. Cuanto antes tenga
lugar esa conversación, más opciones tendremos para trabajar a partir de allí. Si
espero a que exista un conflicto declarado con ellos, es posible que dispongamos
de muy pocas opciones atractivas.»
Steve Albrecht ofrece una fórmula básica, o plan, para decidir si y cómo
debemos entablar una conversación crucial:
1. Aclaraos con la situación. ¿Qué sabéis de la otra parte o partes implicadas?
¿Entendéis sus intenciones? ¿Qué pruebas tenéis que os lleven a concluir que han
actuado —o piensan actuar— en contra de vuestros intereses? ¿Necesitáis
mantener una conversación para aclarar las cosas?
2. Definid con claridad vuestros intereses. ¿Qué queréis de vuestras
interacciones o relaciones con ellos? ¿Qué queréis proteger, conservar o
conseguir?
3. Escoged una estrategia de acercamiento. Tal vez podáis empezar sin más
una conversación con la otra parte, con poca animosidad de por medio. A veces no
queda otra que expresar vuestros intereses y pedirle a la otra parte que los
respete. En una Situación más delicada, quizá prefiráis «telegrafiar» vuestras
inquietudes a la otra parte de alguna manera poco arriesgada. Un mensaje
privado, transmitido por alguien de confianza para ambos, puede conseguir que la
otra parte medite sobre el tema antes de la conversación. Podrías abordar el
asunto con educación en un e-mail, solicitando una conversación en privado.
Escoged el método que tenga más posibilidades de iniciar la conversación en clave
positiva y de cooperación.
4. Conducid la conversación con un espíritu positivo. Haced de ella una
búsqueda compartida de soluciones mutuamente aceptables. Explicad vuestros
intereses a la otra parte y decidle por qué los veis en potencial peligro. Aseguraos
de que también entendéis plenamente los suyos. Preparaos para los posibles
sentimientos de recelo, defensa o competencia por parte del otro.
5. Buscad un resultado claro. A ser posible, invitad a la otra parte a mostrarse
de acuerdo con vosotros sobre una declaración de principios, un punto específico
de acuerdo o al menos una política de la que podáis fiaros para seguir adelante. A
lo mejor el encuentro sólo sirve para mitigar vuestros sentimientos de aprensión o
animosidad. Quizá sirva como punto de partida para mejorar la relación con el
paso del tiempo.
Fijaos en que el proceso tiene menos que ver con la consecución de vuestras
metas que con la apertura de líneas de comunicación y el mantenimiento de una
conversación continua. Formulado en el lenguaje de la IS, sostener una
conversación crucial significa poner en práctica todas vuestras habilidades
S.P.A.C.E. para desactivar un potencial conflicto y quizás encontrar un modo de
satisfacer con el tiempo los intereses de ambas partes.

Los eclesiásticos discrepan... violentamente


Jerusalén, Israel (AP) Unos sacerdotes ortodoxos y unos franciscanos se enzarzaron el lunes
en una pelea a puñetazos en la iglesia del Santo Sepulcro, la más sagrada de la cristiandad, tras
discutir sobre la conveniencia de cerrar una puerta de la basílica durante una procesión.
Docenas de personas, entre ellas varios agentes de la policía israelí, resultaron heridas leves
en la pelea de la iglesia, construida sobre el punto donde según la tradición Jesucristo fue
crucificado y enterrado.
Se detuvo a cuatro sacerdotes, de acuerdo con el portavoz de la policía Shmulik Ben-Ruby.
La custodia de la iglesia del Santo Sepulcro la comparten varios credos que velan con celo
sobre su territorio y responsabilidades bajo un frágil acuerdo estipulado a trancas y barrancas en
los últimos siglos. Cualquier invasión que se perciba en el terreno de un grupo puede conducir a
ensañadas rencillas, que en ocasiones duran centenares de años
La pelea del lunes estalló durante una procesión de centenares de fieles ortodoxos que
conmemoraban el peregrinaje en el siglo IV de Helena, madre del emperador Constantino, a
Jerusalén. La tradición dice que durante ese viaje, Helena encontró la cruz en la que Jesús había
sido crucificado.
Eclesiásticos de la iglesia, en declaraciones bajo condición de anonimato, afirman que en un
momento dado la procesión pasó por delante de una capilla católica, y los sacerdotes de ambos
credos empezaron a discutir sobre si la puerta debía estar abierta o cerrada.
Policías antidisturbios israelíes armados con porras interrumpieron la pelea, según los
testigos. Después la procesión continuó.
Los sacerdotes ortodoxos, ataviados con vestiduras negras y elaborados tocados, salieron
desfilando de la iglesia bajo el sonoro tañido de las campanas. Atravesaron el claustro de la iglesia
llevando báculos de oro y rosas y se alejaron por un estrecho callejón adoquinado mientras los
cristianos ortodoxos aplaudían y vitoreaban.
En 2003, la policía israelí amenazó con limitar el número de fieles que podían asistir a una
ceremonia de Pascua si los credos no se ponían de acuerdo sobre quién dirigiría el acto. La policía
medió para conseguir un acuerdo de última hora y la ceremonia se desarrolló pacíficamente.
Sin embargo, un año después, el patriarca griego y el eclesiástico armenio designados para
entrar en la tumba intercambiaron golpes tras una disputa sobre quién sería el primero en salir de
la cámara.

NEGOCIACIÓN CON VALOR AÑADIDO


Hace unos años me interesé por el modo en que el conflicto puede afectar al
mundo empresarial y en particular por el modo en que la gente del mundo de los
negocios intentaba solventar las diferencias y llegar a acuerdos. Descubrí ciertas
doctrinas predominantes —al menos en el mundo de los negocios occidental— que
parecían dominar y limitar el proceso negociador.
Los educadores empresariales —instructores, departamentos de formación o
personal de las empresas, editores, compañías de seminarios, organizadores de
conferencias— llevan varias décadas ofreciendo cursos formales que abordan la
negociación. Periodistas y profesionales de la prensa económica han tenido por
costumbre homenajear y alabar a personas a las que describían como «duros
negociadores». Se supone que un negociador duro extrae algo de elevado valor
para su «bando», a ser posible «renunciando» a muy poco a cambio. El lenguaje
de la negociación, tal y como se usa en la empresa y la prensa económica, se
inclina mucho hacia el ganar y el perder, el obtener sin dar y el imponerse.
Las ideologías que parecen subyacer a esos diversos enfoques de la
negociación cubren un abanico que va desde una especie de combate a vida o
muerte hasta un punto de vista más cooperativo que acepta la idea de que la otra
parte en realidad puede recibir valor del acuerdo. La escuela del «gana-pierde
puro» habla con desprecio de «hacer concesiones», recomienda «explotar las
debilidades del contrario», utiliza varios «ardides negociadores» y establece un
«diferencial de poder». El lenguaje da a entender que una parte tiene éxito sólo a
expensas de la otra.
La visión opuesta a la ideología del gana-pierde puro recibe el admirable
nombre de negociación gana-gana. Es cierto que algunos de sus defensores
parecen propugnar métodos para ayudar a las dos partes a conseguir sus fines.
Muchos otros, sin embargo, parecen abogar por una especie de enfoque «gana-
pierde camuflado». Envuelto en el lenguaje de la cooperación, a menudo transmite
la premisa de «Sí, quiero verte ganar, siempre que yo gane más que tú». En
algunos casos, los métodos y estratagemas manipuladores todavía apuntan a la
misma mentalidad de vencedores y vencidos. En los casos extremos, la única
diferencia es que sus defensores no fomentan la agresividad o las tácticas de
poder puro; en lugar de eso, nos recomiendan que seamos más listos que el
oponente.
Un repaso razonablemente extenso a artículos, libros, seminarios y programas
de conferencias de negocios muestra una duradera inclinación hacia un concepto
de la negociación basado en la confrontación. Es más, muy pocos defensores de la
negociación ganapierde pura o una gana-gana genuina han concebido la
negociación como proceso sistemático. La mayoría de escuelas de pensamiento
parten de la misma premisa: una parte o la otra presenta una demanda, una
oferta o una propuesta. Eso, presumiblemente, señala el inicio real del proceso
negociador. También es posible que nos aconsejen «estudiara1 adversario» antes
de realizar la oferta o propuesta de partida; quizás eso cuente como auténtico
primer paso en su proceso de pensamiento.
La mayoría de métodos negociadores aceptados y populares en la actualidad
caracterizan el proceso como una batalla de ingenio. En consecuencia, al parecer,
el movimiento de apertura depende por completo de una evaluación habilidosa de
la situación por parte del negociador. Tiene que afrontar el reto de inventar una
estrategia para dirigir a la otra parte hacia un conjunto de concesiones que de otro
modo, es de suponer, no harían.
Hace unos años, cuando revisaba las ideologías y enfoques sobre la
negociación aceptados en aquel momento, me llevé la impresión de que la
ausencia de un proceso metódico, por pasos y aceptado por todas las partes,
imponía un severo obstáculo al avance hacia una solución. Empecé a experimentar
con una metodología que diera la vuelta a varias de las premisas más básicas del
proceso negociador tradicional, tales como:
 La negociación empieza cuando una parte presenta una oferta o una
demanda.
 La negociación consiste en una competición de tira y afloja alrededor
de la oferta o demanda original; cada parte busca alejar a la otra del
punto de partida.
 Hay que ocultarle las propias necesidades, intereses e intenciones al
otro bando; la transparencia debilita nuestra posición mientras que
conocer las necesidades del otro supone una ventaja.
 Hay que evaluar todos los acuerdos potenciales desde el punto de vista
de la ventaja relativa, es decir, el grado en que el acuerdo ofrece
mayor valor para nuestro bando que para el otro.
Por fundamentales, e incluso sagradas, que puedan parecer esas cuatro
premisas, en la práctica no ofrecen una base muy eficaz para lograr lo que
queremos.
La ironía fundamental de la negociación basada en el poder reside en el
simple principio de la reciprocidad negativa, a menudo omitido por los artículos,
libros y seminarios que profesan el modelo negociador «de la testosterona». El
principio de la reciprocidad negativa nos dice que, si tanto nosotros corno la otra
parte de la negociación abordamos el proceso con la intención de maximizar el
valor que recibimos y minimizar el que recibe la otra parte, es probable que ambos
fracasemos en el primer objetivo y ambos tengamos éxito en el segundo.
Suponiendo que los dos lados tengan las mismas habilidades de «negociador
duro», ambas conseguirán privar de valor al otro lado.
Esta irónica verdad convierte la negociación basada en el poder tradicional en
un proceso reductivo en lugar de aditivo. Si le damos la vuelta a los cuatro
artículos de fe básicos que acabamos de enumerar, en realidad podremos salir de
una negociación con más de lo que en un principio hubiéramos esperado.
Cinco pasos hacia el «sí»
Tras concluir que los enfoques convencionales casi siempre cosechaban
resultados insatisfactorios, empecé a experimentar con un procedimiento de
negociación por fases que contradecía el paradigma entero tal y como era
aceptado. Después de usarlo en varias experiencias negociadoras importantes de
mi vida profesional y personal, concluí que era válido y merecía un posterior
desarrollo.
En lugar de empezar con una demanda, oferta o propuesta, este heterodoxo
proceso comenzaba con un diálogo. Saltándose tanto la primera como la segunda
regla de una tacada, el primer paso del proceso exigía desvelar los propios
intereses a la otra parte e invitarla a compartir los suyos.
Descubrí que desvelar mis intereses a la otra parte no parecía ponerme en
una posición de particular desventaja; en verdad, tendía a centrar la negociación
con rapidez. También descubrí que, las más de las veces, la persona o personas de
la otra parte del acuerdo compartían sus intereses, al menos en una medida que
no sería de esperar en quien usa el enfoque convencional. Al fin y al cabo, se diría,
¿cómo voy a ofrecerle a la otra parte algo de valor si no tengo conocimiento
alguno de sus intereses?
Este enfoque antiintuitivo evolucionaba hacia una definición muy sencilla de
«acuerdo», a saber, un intercambio de valor que obre en beneficio de los intereses
respectivos de las partes implicadas. Negociar, entonces, significa cooperar en la
búsqueda de un acuerdo viable. Ese precepto requiere de inmediato que
definamos los elementos de valor que pueden tener cabida enel trato y luego
hallemos un modo de combinarlos en un paquete aplicable para las dos —o más—
partes. Además, antes de definir los elementos de valor en juego, tenemos que
definir primero los respectivos intereses a los que es posible que sirvan esos
elementos, de ahí el primer paso de definir los intereses.
Otro componente clave de este procedimiento antiintuitivo pasaba por
quebrantar la primera regla de una segunda manera. No sólo no empieza con una
oferta o propuesta este método negociador del valor añadido, sino que exige
presentar a la otra parte múltiples candidatos a «paquete de acuerdo» —al menos
tres—, cualquiera de los cuales debe poder obrar en beneficio propio. Sin
embargo, la fase de los paquetes de acuerdo llega después, y no antes, de una
meticulosa identificación de los respectivos intereses y un cuidadoso inventario de
los elementos de valor susceptibles de obrar en beneficio de esos intereses. Sólo
entonces tiene sentido diseñar varias combinaciones alternativas de valor —cada
una con un énfasis relativo diferente— para luego evaluarlas sistemáticamente y
constatar su atractivo mutuo.
El último elemento del proceso con valor añadido exige evaluar los posibles
acuerdos en función de su posible valor total para vosotros, al margen del grado
en el que generen valor para la otra parte.
Con el tiempo formalicé este heterodoxo enfoque en un procedimiento
negociador de cinco pasos, basado en la construcción y el mantenimiento de
empatía con la otra parte. El proceso de negociación con valor añadido sigue cinco
pasos o fases generales:
1. Identificar los intereses. Resulta de utilidad para las dos partes explicar lo
que esperan conseguir de la negociación, no en términos de los artículos de
cualquier posible acuerdo, sino de sus propias aspiraciones, necesidades o metas
individuales. Si la otra parte tiene escasa o ninguna experiencia en este tipo de
intercambio, tal vez os parezca apropiado guiar el proceso empezando con
vuestros propios intereses y luego entrevistarlos para ayudarlos a formular los
suyos. A menudo resulta útil plasmar los intereses de ambas partes en algún tipo
de documento, como una carta o un memorándum que pueda servir de punto de
partida y referencia para evaluar los diversos acuerdos posibles.
2. Definir los elementos de valor. Antes de que cualquier parte proponga
algún tipo de acuerdo, las dos deberían acometer un proceso de pensamiento «de
banda ancha» para identificar una gama de posibles elementos de valor
susceptibles de entrar en el acuerdo. Eso puede significar dinero, terrenos,
actividades —lo que cada parte accederá a hacer o dejar de hacer—, derechos y
riesgos. Cuanta más creatividad dediquen ambas partes a esta fase, más rico
podrán hacer el futuro acuerdo.
3. Diseñar múltiples (al menos tres) «paquetes de acuerdo». En un proceso
cooperativo, las dos partes se consultan para plantearse los diversos elementos de
valor a la luz de sus respectivos intereses, y utilizan un enfoque de «menú chino»
para combinar los elementos de valor en diversas distribuciones alternativas. Al
medir los elementos de valor en términos de los respectivos intereses, obtienen
varias configuraciones diferentes, cada una con un énfasis distinto y un conjunto
distinto de compensaciones. Cada paquete de acuerdo debería equilibrar los
intereses relativos de las dos partes a su manera. Si la otra parte no tiene
experiencia con este tipo de proceso, podéis diseñar de tres a cinco paquetes de
acuerdo alternativos, cada uno equilibrado de un modo distinto, y proponerle que
elija cualquiera de ellos. Este enfoque tiende a desarmar a la parte agresiva o
suspicaz, porque entenderá que todos los paquetes de acuerdo opcionales
satisfacen vuestras necesidades —aunque de modos diferentes— y que vuestra
disposición a permitirles elegir el mejor para su bando demuestra vuestra
confianza en el valor equilibrado.
4. Seleccionar de manera cooperativa el mejor acuerdo. Seleccionar el mejor
acuerdo quizá tan sólo suponga comprobar si uno o más de ellos obtienen un «sí»
por ambas partes. Si no, pueden intentar diversas modificaciones o sencillamente
regresar a la pizarra e idear varios diseños más. En cuanto surge un arreglo que
satisface a las dos partes, se convierte en la base del acuerdo definitivo.
5. Refinar y perfeccionar el acuerdo seleccionado. A menudo, uno de los
paquetes de acuerdo resultará atractivo para las dos partes, y necesitará poco o
ningún refinamiento. Aun así, ambas partes pueden repasar la solución preferida
para intentar dar con algún «extra» que puedan aportar: elementos de valor
susceptibles de enriquecer el valor para una o las dos partes. Esta etapa también
incluye fijar los factores «quién», «qué», «cómo» y «cuándo»: los detalles que se
incorporarán al arreglo definitivo.
Mi aplicación favorita de este método de la negociación con valor añadido fue
cuando negocié el contrato para escribir un libro sobre el método. No hice caso del
«contrato estándar» de la editorial y los invité a plantearse diversas combinaciones
de valor capaces de satisfacer sus intereses y los míos. Tras completar el proceso
negociador, el editor de la empresa reconoció que habían conseguido un acuerdo
mejor de lo que esperaban, aunque hubieran concedido un arreglo mejor que
aquel al que normalmente accedían.
Estas sencillas estrategias —no discutir, sostener conversaciones cruciales y
llevar a cabo negociaciones con valor añadido— aplican conceptos de la
inteligencia social a cuestiones eternas del conflicto humano. No son la respuesta
completa o ni siquiera una parte muy grande de la respuesta a la pregunta de
cómo pueden entenderse mejor los seres humanos, pero sumadas a un esfuerzo
consciente por desarrollar nuestras habilidades S.P.A.C.E. desde luego pueden
hacernos avanzar uno o dos pasos.

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