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CIENCIA Y DEMOCRACIA

Santiago Tomás i Justribó


25/09/2003

¿Cómo hay que entender la relación entre la ciencia y la política? ¿Hasta qué punto el destino
de la ciencia puede ser objeto de un debate democrático? Probablemente la opinión dominante
es que la intromisión de factores políticos o sociales en el desarrollo de la ciencia es causa de
errores y distorsiones. El ejemplo que se aduce con más frecuencia es el del llamado caso
Lysenko: en la Unión Soviética de Stalin y Kruschov, el biólogo ucraniano Trofim Lysenko
rechazó por contrarrevolucionaria la teoría de la selección natural y la genética mendeliana;
defendió, en cambio, que la transformación del medio causaba cambios hereditarios en las
especies, concepción que resultaba congruente con los principios del materialismo dialéctico
dominante. Para algunos, la conclusión que se puede extraer de ejemplos como éste es
evidente: siempre que la política se entromete en el quehacer de los científicos se entorpece su
tarea de alumbrar la verdad; la ciencia, precisamente, debe intentar preservarse de esas
manipulaciones y desarrollarse au-dessus de la mêlée, casi como si no fuera cosa de este
mundo.

Sin embargo, esta concepción de la ciencia como una actividad ajena a la política y a la
sociedad esconde, a su vez, sus implicaciones políticas. Por de pronto, tiende a sustraerla al
debate público e inviste al especialista, es decir, al científico, de una autoridad que hace que
aquello que en ocasiones no es más que una opinión aparezca como irrebatible. Es, en
definitiva, una forma de justificar que la disputa sobre algunas de las cuestiones más
importantes que conciernen al futuro de la humanidad debe dejarse sólo en manos de los
expertos.

La historia de esta manera de entender la ciencia podría remontarse al Gorgias, uno de los
más conocidos textos platónicos. En este diálogo se fantasea sobre una supuesta discusión
entre Sócrates y el joven sofista Calicles. Tal discusión probablemente jamás tuvo lugar, o, al
menos, difícilmente se desarrolló tal como Platón la imaginó; pero lo cierto es que, a lo largo de
la historia, ha hecho correr ríos de tinta. Según algunos, Calicles defendería allí una moral
fundada en la opinión de que los únicos principios que deben regir la acción humana son la
búsqueda del placer y el dominio del más fuerte sobre el más débil. Eso es lo que explica que
se haya querido reconocer en Calicles a un precedente de Nietzsche o, incluso, que se lo haya
emparentado con a todas aquellas corrientes que, como el nazismo, han rendido culto a la
fuerza. A esas monstruosas posiciones Sócrates opondría, según se dice, el respeto a la razón
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o, como allí se escribe "el gran poder que la igualdad geométrica tiene entre los dioses y los
hombres", es decir, la fuerza de la verdad producto del conocimiento seguro. Se trataría, es
verdad, de problemas de filosofía moral. Pero, quizás más que eso, Sócrates y Caclicles están
dirimiendo una cuestión que atañe a la esencia misma de la ciencia o, para ser más precisos, a
la relación entre el poder, la sociedad y la ciencia. El sociólogo y filósofo francés Bruno Latour
lo ha puesto de relieve en su última obra, La esperanza de Pandora.

Calicles y Sócrates mantienen, aparentemente, posiciones enfrentadas: la fuerza contra la


razón. Pero, en el fondo, parten de un temor común: el temor a la democracia. Calicles
aborrece la posibilidad de que la opinión de una asamblea de necios se imponga a la voluntad
del hombre superior, que debería dominar a los que le son inferiores. Su inquietud, al fin, surge
de imaginar la dificultad que tendrá el solitario patricio para imponerse a las multitudes. Lo
mismo le ocurre a Sócrates –o, en realidad, a Platón. Pero él engendra una respuesta mucho
más hábil. Una respuesta que, desde aquel momento, ha marcado la concepción del saber y,
más concretamente, de la ciencia, en el mundo occidental. Se trata de inventar un mecanismo
poderosísimo que permita invertir la correlación de fuerzas: es la episteme, el saber seguro, la
ciencia. Sólo aquellos pocos esforzados capaces de adentrarse laboriosamente en los métodos
que conducen al conocimiento cierto deberán gobernar la ciudad. Los otros ciudadanos habrán
de estar satisfechos de cumplir con exactitud las misiones y tareas que los que saben les
encomienden. Por supuesto, a partir de este momento el problema está en establecer cuál es
el método correcto para reconocer el conocimiento cierto. Pero esta ya es otra historia.

Si se piensa bien, la maniobra de Platón resulta ser un juego de prestidigitación de un efecto


difícilmente igualable. Hace exactamente lo contrario de lo que dice: usa la ciencia –el
conocimiento seguro– para justificar una distribución del poder específica; es decir, cose
firmemente la ciencia con la realidad social y con el ejercicio del poder. Pero, para conseguirlo,
dice lo contrario de lo que hace: declara precisamente que la ciencia está por encima de los
dioses y los hombres, que no tiene nada que ver con la realidad social; en fin, que no es de
este mundo.

Una sociedad que pretenda avanzar hacia la democracia debe huir de la fullería platónica. La
ciencia, por supuesto, es de este mundo. Es una realidad inseparable de la sociedad en la que
se produce. La ciencia, la tecnología y la sociedad se configuran formando una unidad
indisociable. En nuestro entorno se va extendiendo el consenso sobre la necesidad de que los
ciudadanos intervengan de una manera activa en los debates y en la toma de decisiones sobre
las opciones que presenta la innovación científica y tecnológica. Aunque a menudo se cede a
la tentación de dejar todas las elecciones en manos de los expertos (la imagen presente del

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sabio platónico), se entiende que las determinaciones sobre, por ejemplo, el despliegue de la
energía nuclear o el desarrollo de técnicas de clonación conciernen a toda la sociedad.
Igualmente, ésta tiene que decidir qué líneas de investigación astrofísica se priorizan y cómo se
generan recursos para luchar contra la malaria. Esto no significa solamente que los ciudadanos
deben saber más sobre ciencia, para poder valorar en cada caso cuál es la decisión más
adecuada. Es fácil constatar que, sobre cualquier tema objeto de debate, se pueden encontrar
especialistas que defienden posiciones contrarias; y aún más: resulta que a menudo sus
posiciones tienen algo que ver con la procedencia de los fondos que financian sus
investigaciones. Lo que se quiere decir es que se debe extender la conciencia de que el futuro
de la ciencia y la tecnología no está escrito y que los expertos en las diversas ramas de la
ciencia y la tecnología no son los únicos profetas de este futuro: se trata, en definitiva, de evitar
que los científicos hagan el papel de los sabios de Platón, destinados a establecer los
designios de la ciudad, puesto que se asume que son los únicos que comprenden qué es lo
que ésta precisa. Hay que asumir, en fin, que la ciencia es demasiado importante como para
dejarla sólo en manos de los científicos.

06.12.04 http://www.caosyciencia.com/articulo.php?id_articulo=64

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