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20/07/13 Por una comunidad de monstruos de Andrea Torrano | caja muda

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“Tug-of-war between namazu and the god Kashima”.


Sawaki Suushi
http://pinktentacle.com/2008/02/edo-period-monster-
paintings-by-sawaki-suushi/

Por una comunidad de monstruos


Andrea Torrano
andreatorrano@yahoo.com.ar

“Reivindico mi derecho a ser un monstruo,


que otros sean lo normal”
Susy Shock

“No es un hombre. Tampoco es un dios.


No es yo, pero es más que yo:
su vientre es el Dédalo en el que se perdió a sí mismo,
en el que me pierdo con él y en el cual
me vuelvo a encontrar siendo él,
es decir, monstruo”
Georges Bataille

La pregunta por el hombre, que se remonta a los orígenes del pensamiento filosófico occidental, implica una consideración de la relación entre éste y el
animal. El hombre siempre necesitó reflejarse en el animal para hallar aquello que le es propio. La “diferencia antropológica” permitía afirmar la existencia
de una distinción, ya sea esencial o de grado, entre el animal y el hombre, que podía reducirse en último término a la oposición entre vida animal y vida
humana. Sin embargo, desde el siglo XVIII, con el surgimiento de nuevas tecnologías de poder1 que tienen como objetivo la vida biológica del hombre, dicho
límite es puesto en cuestión. Desde el momento en que la vida y la política se entrelazan, la política –que definía lo propiamente humano– se convierte en
mera administración de la vida biológica. Dicha inscripción de la vida en la política se ha denominado biopolítica.
Nos interesa aquí considerar la monstruosidad desde esta perspectiva biopolítica y, más aún, explorar la posibilidad de una comunidad de monstruos. Si bien
la monstruosidad ha sido relegada de las discusiones sobre la política de lo viviente, esto se debe a que tuvo mayor relevancia la problemática demarcación
entre el hombre y el animal. No obstante, cuando indagamos sobre “lo humano”, no sólo la bestia –según Derrida– o la animalidad –de acuerdo con
Agamben– nos sale al encuentro, sino que también la monstruosidad emerge desde el trasfondo de lo humano.
Existe una complicidad entre lo humano y lo monstruoso que, aunque ocultada, hace que cada vez que preguntemos por lo humano se muestre –la
etimología latina de monstruo es monstrum, y significa “mostrar”, “aquello que se revela, que se advierte” – lo monstruoso. Se trata de dos nociones que se
implican mutuamente: una es el reverso de la otra. Lo humano y lo monstruoso se encuentran a distancia uno del otro, uno frente al otro, pero al mismo
tiempo se hallan en una cercanía que obliga a reparar en uno cuando indagamos en el otro. Porque lo monstruoso no es “exterior y pura alteridad respecto
del hombre, sino más bien un «interior externalizado» de lo humano” (Giorgi, 2009: 325).
La literatura y el cine, especialmente el género de ciencia ficción, han dado muestra de este afán del hombre por distinguir lo propiamente humano de lo
monstruoso. Los monstruos usualmente son identificados con seres creados artificialmente, que presentan alguna anomalía, con mutaciones genéticas,
organismos cibernéticos, extraterrestres, etc.
Entre los clásicos de la literatura podemos mencionar a Frankenstein o el moderno Prometeo (1816) de Mary Shelley, que relata el conflicto entre el
científico Víctor Frankenstein y su creación monstruosa, donde se cuestiona la producción artificial de vida; El jorobado de Notre-Dame (1831) de Victor
Hugo, que cuenta la historia del deformado Quasimodo, quien vive en la catedral de Notre-Dame y se enamora de una bella joven; El extraño caso de Dr.
Jekyll y Mr. Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson, que describe el drama del médico Jekyll que adquiere la forma del monstruoso Hyde; Drácula (1897) de
Bram Stoker, que narra la historia del vampiro Conde Drácula que se alimenta de sangre humana y que no puede ni reflejarse en los espejos ni contemplar
la luz solar; La metamorfosis (1915) de Frank Kafka, que relata el caso del viajante comercial Gregorio Samsa, quien un día despierta transformado en un
monstruoso insecto.

Y en el cine no podemos dejar de referirnos a Alien (1979) dirigido por Ridley Scott, donde una criatura alienígena se oculta en una nave espacial en su viaje
de regreso a la Tierra e intenta asesinar a todos sus tripulantes; Blade runner (1982) también dirigido por Ridley Scott, donde los peligrosos androides
Nexus-6 regresan a la tierra y deben ser eliminados por el policía Rick Deckard, a quien se le presenta el problema de distinguir un androide de un hombre a

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causa de su similitud física; Terminator (1984) de James Cameron, donde un cyborg es
enviado desde el futuro para asesinar a Sarah Connor, madre del líder de la resistencia
contra la dominación de las máquinas, antes de que éste sea concebido; La mosca
(1986) dirigida por David Cronenberg, donde el científico Seth Brundle prueba consigo
mismo una máquina teletransportadora de materia que ha inventado, sin notarlo una
mosca se introduce en la máquina y le transfiere sus genes, por lo cual comienza a
transformarse gradualmente en dicho insecto.
Estas diversas representaciones de la monstruosidad señalan cómo la cultura
demarca los límites de lo humano contraponiéndolo a lo monstruoso, que si bien es
exhibido como una exterioridad respecto de lo humano, sin embargo su aparición no
deja de cuestionar lo que se considera humano. Estas narrativas de la monstruosidad
reflejan el acecho de los monstruos a los hombres, esto es, la posibilidad de que el
hombre devenga monstruo o de que muera a causa de ellos. En definitiva, lo que se
pone en juego en estos relatos es la pérdida de humanidad a la que se encuentra
expuesto ese ser que llamamos “hombre”.

Este temor social a los monstruos ha sido constante a lo largo del tiempo. Pero lo que
se identificaba como monstruoso ha variado en los diferentes períodos históricos. Según
expresa Foucault: “en cada época hubo formas privilegiadas de monstruos” (2000: 72).
En la antigüedad, la monstruosidad era la carencia de forma correcta en la materia por
exceso o por defecto. Monstruosos eran la hembra, la cría que no se parecía a sus
progenitores y el hermafrodita (Aristóteles, 770a). En la Edad Media se consideraba un
monstruo al hombre bestial, una combinación de reinos, una mixtura entre lo humano y
lo animal. En el Renacimiento eran monstruosos los hermanos siameses, uno que son
dos y dos que son uno: un cuerpo con dos almas. En la Edad clásica, la figura
monstruosa era el hermafrodita, que encarnaba una contradicción de la naturaleza que
separaría al género humano en hombres y mujeres. A fines del siglo XVIII, la
monstruosidad deja de asociarse con la mezcla y comienza a identificarse con el
comportamiento: son monstruosos los individuos que se encuentran fuera del pacto
social –el soberano– o quienes, tras haberlo suscripto, lo rompen –revolucionarios,
criminales– (Foucault, 2000: 61-106). Por último, en la contemporaneidad, los monstruos son las singularidades que afirman la diferencia pero que, al
mismo tiempo, reconocen la unidad de “lo común” (creación, cooperación, comunicación) que nos constituye y por ello se convierten en alternativa de
organización política (Hardt; Negri, 2004: 396-398).

Aunque es posible realizar una historización de lo que se ha considerado como


monstruoso, el monstruo se presenta como un concepto de difícil definición. Lo que
puede señalarse con respecto a éste es que siempre se lo ha considerado en relación
a la norma (Kappler, 1993: 291). El monstruo representa el despliegue de todas las
irregularidades posibles: es quien se enfrenta –o pone en cuestión– la norma de lo
humano. Monstruosos son los cuerpos que desafían las dicotomías heteronormativas,
las subjetividades que escapan a una constitución productiva económicamente y dócil
políticamente, las vidas que resisten a la apropiación por parte del poder. Así, el
monstruo emerge como un acontecimiento positivo que desborda y altera los
principios normativos (eugenésicos) en torno a los cuales se ha definido “lo humano”
(Negri, 2007: 104).
De allí que la monstruosidad encarne lo indecible y lo prohibido, que simbolice los
miedos y represiones de la sociedad, que represente los deseos y goces más ocultos.
Los monstruos condensan en sí mismos todos los temores sociales: son identificados
como una amenaza al orden social. Por ello son expulsados de la comunidad de los
hombres, son puestos al margen de esa vida humana (normativizada) que el poder
pretende proteger. “La vida se cuida y se mantiene diferencialmente” (Butler, 2006:
58), esto significa que sobre el continuum de la población se producen cortes entre
unas vidas que son altamente protegidas, conservadas; y otras que son abandonadas,
despreciadas. El poder, a partir de lo que considera normativamente humano,
organiza y distribuye al cuerpo biopolítico entre vidas valorables y sin valor, entre
vidas vivibles con muertes lamentables y vidas inhumanas que no “merecen ser
lloradas”, entre “cuerpos que importan” y cuerpos desechables.2
Pero desde esta marginalidad, “los monstruos empiezan a formar nuevas redes
alternativas de afecto y de organización social” (Hardt; Negri, 2004: 229). La
monstruosidad tiende a la superación de los límites disciplinarios, de la normalización
y del control por parte del poder. La vida resiste como si más allá de los poderes que
intentan apropiarse de ella siempre quedara un resto que puede afirmar su potencia.
Se trata de una vida que es pura inmanencia, potencia de variación y principio de
composición (Deleuze, 2007: 38). El monstruo es esa vida inapropiada e inapropiable
que se opone al poder –a la determinación de la vida–, es la posibilidad de la
metamorfosis, la potencia de la vida en toda su virtualidad.3

El monstruo es pura singularidad: no tiene identidad ni tampoco alguna propiedad que lo inscriba a un grupo. Por singular no debe entenderse un individuo
aislado, idéntico a sí mismo y estático, esto es, sustancializado. Por el contrario, el singular –único e irrepetible– se constituye a través de un proceso de
individuación (Simondon, 2009) que lo liga a otros singulares, no a partir de una cierta propiedad que comparte, sino por su capacidad constituyente, su
potencia. Lo característico de esta perspectiva ontológica es que se reconoce la diferencia de cada uno de los singulares. Sin embargo, esto no es un
impedimento para pensar la unidad. La unidad no debe concebirse en el sentido de pueblo, el Uno, sino como una unidad de singularidades. La diferencia
radical estriba en que esta última reconoce las singularidades diversas, mientras que el Uno las niega. En el primer caso, la unidad es una premisa, la base
que permite la diferenciación de los muchos en tanto muchos. Contrariamente, en el segundo caso, el Uno es una promesa, una unidad hacia donde se debe

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converger (Virno, 2003: 17).

Los monstruos se presentan como fuerza antagónica al poder que reduce al Uno y es
también la posibilidad de constituir una comunidad. Aquí la comunidad no remite a una
entidad preconstituida, sea como unidad moral o como nación, sino que alude
propiamente a la vida en común. La comunidad de los monstruos no adquiere la forma
de un “cuerpo político”, en tanto organización social jerárquica. Se trata más bien de una
especie de “carne social” que se organiza a sí misma en un nuevo cuerpo social que es
abierto y creativo (Hardt; Negri, 2004: 228-229). Mientras que el cuerpo designa la
estructura política del capital global, la carne productiva de la multitud es lo que posibilita
una forma de vida en común. La carne del monstruo es a la vez singular y común,
diferente e indiferenciada: es el poder vital informe que aspira a la plenitud de la vida.
Si la variedad de monstruos señala que somos una multiplicidad de formas de vida
singulares y que nuestras diferencias no pueden reducirse a un cuerpo político, pero que,
no obstante, compartimos una existencia común, entonces la monstruosidad es el rasgo
de comunidad por venir. Y, por tanto, la comunidad de monstruos es nuestra tarea
política.

Bibliografía
Aristóteles, Anatomía de los animales, Obras completas, Imp. L. Rubio, Madrid, 1932.
Butler, Judith. Vida precaria. El poder de duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.
Deleuze, Gilles, “La inmanencia: una vida…”, en Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida, Giorgi, G.; Rodríguez, F. (comps.), Paidós, Buenos Aires,
2007,pp. 34-40.
Foucault, Michel, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.
Giorgi, Gabriel, “Política del monstruo”, en Revista Iberoamericana, Vol. LXXV, Nº 227, Abril-Junio 2009, University of Pittsburgh, pp. 323-329.
Hardt, Michael; Negri, Antonio, Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio, Debate, Buenos Aires, 2004.
Kappler, Carl, Monstros, Demônos e encantamentos no fim da Idade Média, Martins Fontes, São Paulo, 1993.
Negri, Antonio, “El monstruo biopolítico. Vida desnuda y potencia”, en Ensayos sobre biopolítica, op. cit., pp. 93-139.
Simondon, Gilbert, La individuación a la luz de las nociones de forma e información, Ediciones La Cebra y Editorial Cactus, Buenos Aires, 2009.
Virno, Paolo, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Colihue, Buenos Aires, 2003.

1 Estos son algunos de los conceptos que Butler desarrolla cuando aborda la problemática biopolítica.
2 Por “virtual” se debe entender el conjunto de poderes para actuar (ser, amar, transformar, crear) que poseen las singularidades.
3 El conjunto de técnicas y saberes orientados hacia los cuerpos.

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