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Conozco de cerca la epilepsia, sobre todo aquella a la que llaman Gran Mal.

Andrea, la
madre de mi madre, la sufre desde muy joven. Dicen que su primer ataque se produjo a los 17
años, luego de caerse de un caballo encabritado. Pero tal vez se cayera del caballo a causa de
una primera crisis. No había por entonces medicamentos a disposición de los campesinos y,
de cualquier forma, la cultura andina atribuía a este tipo de enfermedades un carácter
religioso : era la señal de que sobre ella, sobre sus ancestros y sobre su prole había caído el
castigo del Dios de los cristianos.

Para entonces ya había sido entregada en matrimonio al que fue mi desconocido


abuelo, que tenía más de 40. Sus padres la cambiaron por algunas vacas y unos cuantos sacos
de trigo, como era el usual destino de las chicas de su región y de su condición. Como la
joven Andrea encontrara que su repentina enfermedad la ponía en salvaguarda de ciertas
cosas, como por ejemplo de los maltratos físicos del celoso marido viejo e incluso del trabajo
doméstico, comenzó a fingir algunas crisis de epilepsia, siguiendo la descripción que sobre
ella misma había oído de quienes hubieron presenciado tan espectaculares escenas.

Sin embargo, los terribles desplomes y las espantosas convulsiones, las sangrientas
mordeduras de lengua y las polleras mojadas de orina, no hubieran podido ser simuladas ni
por la mejor actriz de algún teatro. Andrea se partía el cráneo con cada ataque -o en casi
todos-, arruinándose la piel sobre las prominencias óseas que soportaban el brutal desmayo.
Pero sobre todo, con cada convulsión se acentuaba cada vez más la irritabilidad de su carácter.

Aún la veo, ya anciana, en quien las huellas de ese temperamento avinagrado se


adivinaban a través de las arrugas alrededor de ojos y boca, sobre la frente y las mejillas,
huellas que sin embargo podían tornarse en los más cálidos y hasta efusivos pliegues al
sonreírme o al hablar desde el momento mismo en que podía reconocer mi cara
acercándosele.

Mi abuela debe tener ahora algo más de nueve décadas, y hace ya una buena treintena
de años que utiliza medicamentos, aunque nunca ha dejado de presentar sus súbitas crisis. El
gran mal y ella cohabitan desde hace mucho. Y sin embargo no han trabado complicidad
alguna, ni se han visto jamás cara a cara. Porque él llega por detrás y sin prevenirla, la sacude
con feroz violencia y la estropea hasta causarle las peores humillaciones. Y se va como un
granuja, sin dejarle ningún recuerdo de lo que viene de inflingirle. Andrea no recuerda nunca
qué pasó o qué no pasó. Sabe solamente que el gran mal pisó fuerte sobre ella por las trazas
en su cuerpo hollado.

Yo la veo aún, sentada en el suelo después de la crisis, una vez que la rigidez de su
cuerpo se ha ido, con el alma ausente de este mundo, como si estuviera en un sueño mal
dormido, alzando los bordes de sus polleras, repasando las costuras con los dedos y
recortando con las uñas las hilachas que puedieran pender, como para dejar liso el tejido,
como para quitar de sus prendas todo lo que le sabe a defecto. Le sigue casi siempre el
tararear de una canción serrana, primero como un tenue aullido y luego, poco a poco, un ritmo
más sostenido y que se enciende hasta alcanzar un ritmo casi endiablado, al tiempo que se
pone de pie, palmea con sus dos manos y se pone a danzar al ritmo de un huayno de su tierra,
Abancay. ¡Taytita lindo, papito Jesús, mi Dios!, dice, besando en cruz sus dos manos a
manera de santiguado. Luego duerme profundamente.

Hace algunas semanas ha sufrido crisis convulsivas prolongadas a pesar de la


medicación, lo que le ha llevado al coma. Le dieron de alta hace algunos días, con sonda de
alimentación, pañales y un mal pronóstico. Los médicos dijeron que quedaría en estado
vegetativo, y aunque despertara las secuelas serían profundas. Sin embargo, ayer Andrea se ha
despertado.

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