En este comienzo de marcha a la búsqueda de un tiempo aún no perdido, la crónica inicial
de esta página, que ha de ser de información y crítica semanal, desea subrayar —como señal de la hora— la ostensible depresión literaria que caracteriza los últimos años de la actividad nacional. En otras épocas, que nunca fueron de oro —fuerza es reconocerlo—, jóvenes inquietudes removían el curso de las generaciones, y por lo menos una apariencia de labor colmaba el correr de los días. En la actualidad, sobre los cotidianos escorzos poéticos, síntomas más bien de insuficiencia que de riqueza, las letras siguen destilándose de las antiguas y patinadas plumas. Esto induce a pensar en un país fantástico en que de pronto hubiera desaparecido la juventud y el reloj de la vida siguiera dando siempre una idéntica hora. No son ajenos a este fenómeno, a más de la universal latitud de la imaginación creadora, aprisionada en las redes de los antagonismos políticos y la pereza mental de nuestra idiosincrasia criolla, los acontecimientos políticos que hace ya más de un lustro paralizaron el cerebro de la comunidad, arremolinando sus energías alrededor de un solo centro. Esa sacudida histórica desvió el curso de las mejores voluntades, que por lo menos simbólicamente trocaron las letras por las armas; sacrificio intelectual de una generación en formación que una valiente y alta voz se adelantó a denunciar en el correr de la agitación ciudadana. No es éste un reproche —como no lo fue el del escritor aludido— sino una comprobación que hasta puede importar un elogio. Pero ya es tiempo de apearse —sin que esto importe adelantar un juicio en otros aspectos de la vida nacional— de aquella posición, y darse sin exclusivismos cada una a lo suyo a favor de esa aura reordenadora, neorromántica, impregnada de ancho humanismo que está dando la vuelta al mundo.
Entretanto vírgenes territorios literarios de la ciudad y el campo ofrecen su angosta pero
profunda riqueza sentimental a los más nuevos viadores. Es necesario que una ráfaga de atrevimiento, de firme y puro atrevimiento intelectual cure y discipline el desgano de las inteligencias nacientes y que haya alguien que sepa recoger las lecciones que Ortega y Gasset dictaba a los jóvenes argentinos, con estas palabras de Hegel, que deben grabarse como un lema: «Tened el valor de equivocaros».