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LA SOCIEDAD MENTAL

pablo fernández christlieb


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a la tía Aurora
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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
Uno piensa con la sociedad. La sociedad piensa con la
realidad. La sociedad inventa la realidad con la que
piensa: la realidad produce a la sociedad que la piensa.
La realidad es la sociedad, y viceversa. Los pensamientos
son formas.

1.- LA IDEA DE FORMA


Definición de forma. El observador es parte inherente de
la forma que observa. El contenido es forma. Las formas
carecen de jerarquías o niveles. Si el contenido es forma,
entonces el pensamiento es afecto. El observador o
investigador se ubica en el límite de las formas. El mundo
como forma se opone al mundo como discurso. El caso de la
Teoría de la Gestalt. Las formas aparecen de repente.

2.- INAUGURACIÓN DE LA REALIDAD


La sonrisa
2.1.- La Intensidad
La realidad aparece como una iluminación repentina. Su
aparición carece de antecedentes o causas. Su aparición
ocupa el mundo completo y absoluto. Aquí no existe sujeto
ni objeto. La Conversión de William James. La Duración de
Bergson. La Empatía y la Imitación. Las masas de
multitudes.
2.2.- Lo Extenso
Lo intenso es inestable; para estabilizarse debe
extenderse: adquirir materialidad y magnitudes de
lenguaje, objeto, tiempo y espacio. Hay más y menos forma.
La realidad pierde intensidad y gana estabilidad. Mientras
más se estabiliza, se hace más rígida y fragmentaria. La
realidad es un continuo entre la intensidad pura y la
rigidización completa. La intensidad se extiende en
palabras, objetos, acontecimientos y situaciones. La forma
de la masa es la forma de la sociedad

3.- EL LENGUAJE
El estilo.
3.1.- El Silencio Lingüístico
El silencio es aquel lenguaje que está antes o más allá de
lo que puede decirse. El silencio es una sola palabra
enorme y absoluta que no puede pronunciarse. El hablante y
el habla están fundidos en una misma mole. Si el silencio
dura, se convierte en poema.
3.2.- Lenguaje Poético
El lenguaje poético nombra el silencio. Es sobre todo
musical. Es intraducible. Es ininterpretable. No se le
dice a nadie: sólo se dice. El hablante y el habla están
confundidos entre sí. El lenguaje coloquial es la
celebración cotidiana del lenguaje poético. Si el lenguaje
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poético dura lo suficiente, se convierte en lenguaje


especular. Las canciones son poemas coloquiales. La biblia
en verso: Los ripios se salen del lenguaje.
3.3.- Lenguaje Especulativo
El lenguaje especulativo nombra nombres. Se desdobla y
habla de sí mismo. Es un lenguaje reflexivo. Averigua el
sentido de lo que decimos. Utiliza conceptos y
definiciones. El hablante y el habla son cómplices. Se le
dice a alguien. Si al lenguaje especular se le deja durar,
se vuelve lenguaje técnico.
3.4.- Lenguaje Técnico
El lenguaje técnico se refiere a cosas. Se sale de la
dimensión del lenguaje y entra a la dimensión de los
objetos. Las palabras se vuelven cosas: herramientas o
instrumentos. Emite órdenes sobre la realidad. El hablante
y el habla son indiferentes uno al otro. El lenguaje
técnico emplea el estilo literario del "puro contenido".
Si se le deja durar se convierte en jerga tecnoide. Las
Jergas: Las jergas pseudotécnicas son el abuso del
lenguaje técnico: Ruido verbal: la palabrería
pseudotécnica produce un silencio a la inversa, es decir,
hecho de ruido.

4.- LOS OBJETOS


Aquella parte de la realidad que no tiene nombre.
4.1.- Los Objetos de Lejos, de Cerca y Desde Dentro
De lejos: objetos con contornos definidos. Son discretos,
con relieve, modulares, se descomponen, y no importan. De
cerca: objetos con valor sentimental. Sus contornos se
enturbian. Desde dentro: objetos que carecen de contornos:
no hay percepción de ellos, sino sensación. Los objetos
que carecen de contornos se llaman sentimientos.
4.2.- Sentimientos: Arte y Ciencia: Mercancías
Un sentimiento es un estado del mundo. Los sentimientos
son objetos ambientales, importantes y ciertos. Son
objetos fluctuantes o intermitentes. La reiteración
estabiliza la fluctuación. Los objetos de arte y ciencia
son sentimientos estabilizados. Arte: un objeto
considerado como un mundo; intenta convertirse en
sentimiento, o difuminar sus contornos. Ciencia: el mundo
considerado como un objeto; intenta convertirse en cosa, o
definir sus contornos. La repetición de la reiteración
rigidiza los objetos: el arte se convierte en mercancía y
la ciencia deviene tecnología. Las mercancías no son
objetos ciertos, sino verificables.
4.3.- El Secreto de las Cosas
En la verificación aparecen las mediciones, pero no
aparece el objeto. El objeto es lo que no está presente en
los aparatos de medición. La realidad física nunca sucede.
En última instancia, la realidad es psíquica porque
contiene al observador.

5.- LOS RECUERDOS


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La historia es el pensamiento y el pensamiento es una


historia.
5.1.- La Historia
Historicidad: cantidad de tiempo que contienen los
acontecimientos; tiempo: cantidad de sociedad acumulada
por un objeto. Historia: narración del tiempo: cuento o
relato. Toda narración está situada al final de una
historia pero tiene que empezar por su principio. La
rememoración consiste en situarse al principio de la
historia. La rememoración va quitando vestigios, y llega
al punto de partida de una historia cuando ya no puede
retroceder más.
5.2.- La Memoria
La memoria es el punto de partida de una sociedad o grupo.
Es aquel acontecimiento antes del cual no ha pasado nada.
La memoria no puede ser narrada porque carece de tiempo
acumulado. Los Marcos de Halbwachs y los Esquemas de
Bartlett. La memoria es una imagen estática, olfáctica,
actual, fundacional y pneumática.
5.3.- La Velocidad
La memoria es de lentitud enorme, porque casi no cambia.
Tiene una velocidad contemplativa. La remembranza consiste
en ir añadiendo vicisitudes o sucesos a la memoria hasta
llegar al final de la historia. A medida que se aumentan
recuerdos, la velocidad de la memoria aumenta. Velocidad
narracional de la historia: es aquélla velocidad de la
vida a la cual se puede rememorar y remembrar: hundirse en
los recuerdos: Es un modo de vida que permite la
conversación, la lectura, la reflexión, y la narración de
relatos e historias. La velocidad narracional es una
velocidad decimonónica.
5.4.- El Olvido
Cuando la sociedad rebasa la velocidad narracional, se
produce el olvido. La rapidez se convierte en una entidad
autónoma en el siglo XX, y ocupa todos los aspectos de la
vida. Las cosas, los hechos, etc., se suceden unos a otros
y pasan sin poder articularse en un acontecimiento, y por
lo tanto no pueden ser articulados en una narración. La
vida aparece como una sucesión de datos inconexos.
5.5.- La Edad
Si el pasado se inventa, y el significado también, el
tiempo puede escogerse: tener la edad de la biografía o la
edad de la tradición.

6.- LOS MITOS


Accidentes y milagros. Antehistoria: los mitos son la
existencia de una historia anterior a la historia, de una
sociedad anterior a la sociedad: un orden previo del mundo
donde colocar el origen de la sociedad. Aprioris: el
conocimiento necesita la presencia previa del espacio.
6.1.- Lugares Dados
El centro: punto de condensación de la realidad.
Representa el infinito y el absoluto. El laberinto es la
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primera expansión del centro: contiene todas las


direcciones, pero en desorden. Lo vertical y lo
horizontal: son las líneas de uno mismo mirando el
paisaje. Lo alerta y lo confiado. Lo alto y lo derecho:
son las orientaciones positivas y rectas de la sociedad.
El espacio es una entidad moral. Lo bajo y lo izquierdo:
son las orientaciones negativas y torcidas de la sociedad.
Lo dentro y lo fuera: lo familiar y conocido, lo
desconocido y extraño. Marcan la pertenencia a una
sociedad y el sentido de la vida. Los mitos no se narran:
se habitan. Trayectos: Las tramas de la vida, tragedia,
comedia y drama, son movimientos dentro del espacio
mítico. Los números: los números no son cantidades, sino
cualidades del orden mítico del espacio: el uno, el dos,
el tres, el cuatro, más de cuatro.
6.3.- La Dislocación del Espacio
La cábala medieval banaliza los números. El invento de la
perspectiva hace dibujable y mesurable al infinito y lo
absoluto. El infinito es susceptible de formulación
geométrica. El espacio deja de ser una cualidad y se
convierte en una cantidad. El espacio se racionaliza.
Espacio homogéneo: el espacio se convierte en un vacío por
donde se desplazan objetos independientes. Las posiciones
son puntos relativos. Los objetos y las gentes pierden su
pertenencia al espacio.
6.3.- Retorno Eterno del Mito El
Las explicaciones cotidianas y científicas emplean un
espacio mítico para comprenderse y darse a entender: las
representaciones del universo y el átomo emplean una
estructura mítica, al igual que la política o el
urbanismo. Mito que no es vigente no es mito. La
creatividad es un mito: el mito es el "antecedente
aposteriori" de toda creación, es decir, de la
inauguración de la realidad. La sociedad crea incluso lo
que es anterior a ella.

7.- EL RITMO. EL JUEGO. LA FUNCIÓN


La aparición de la realidad es la forma de una ausencia que brilla.
7.1.- Una Realidad Envolvente
Poesía, sentimientos, memoria y lugares dados tienen forma
rítmica. Definición de lo rítmico. El mundo es un objeto
envolvente. Lo uno y lo otro es uno. La Edad Media es un
mundo rítmico. El Ritmo se cansa.
7.2.- Unas Realidades Envueltas
Conceptos, arte y ciencia, historia y perspectiva tienen
forma de juego. Caracterización del juego. Interacciones:
relaciones simbólicas entre lo uno y lo otro. La relación
sujeto-objeto es una relación entre sujetos. El siglo
XVIII es un mundo lúdico.
7.3.- Una sociedad Disparatada
Tecnicismos, mercancías, datos y espacio vacío tienen
forma de función. Descripción de las funciones. Causas y
efectos: relaciones mecánicas entre lo uno y lo otro. La
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relación sujeto-objeto es una relación distante e


indiferente. El siglo XX es un mundo mecánico.

CONCLUSIÓN
La aplicación: la violencia aplicacionista. La elegancia:
la protesta elegante. La transparencia: la forma
transparente es la aspiración post-mecánica de pristinizar
la realidad.

ÍNDICE DE NOMBRES

ÍNDICE DE TEMAS

REFERENCIAS
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INTRODUCCIÓN

Dios no puede morir;


hay algo de eterno en
él, y eso eterno es
la sociedad
ÉMILE DURKHEIM

La sociedad que piensa y qué piensa la sociedad. Uno no


piensa con el cerebro: también puede decirse que piensa
con el lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio. La
sociedad es quien piensa. El pensamiento es intelectual,
colectivo, sentimental y material. La sociedad piensa a la
realidad: la realidad es la sociedad; y viceversa. El
conocimiento crea lo desconocido para conocerse a sí
mismo. La modernidad dicotomiza a la sociedad y separa al
conocimiento de la realidad. Esta separación abre un hueco
de sinsentido en medio. Se intenta tapar el hueco con
cantidades de cosas y paradójicamente el hueco se agranda.
El concepto de Cultura sintetiza la dicotomía y elimina el
hueco. La cultura hace cualidades con cantidades. La
cultura piensa con formas.

Uno dice que piensa con el cerebro. No es mala idea. Aunque si uno

se pone muy atento, mirando fijamente un libro serio, poniéndose las

manos en los parietales, repitiendo alguna frase célebre y otras

actitudes inteligentes para comprobarse que sus pensamientos se

hacen en la cabeza, se dará cuenta de que sabe que piensa con el

cerebro solamente porque desde hace dos siglos los neurocientíficos

lo han propagandado insistentemente, y ya todo el mundo se lo cree,

y se lo reafirma cada vez que alguien dice que tiene la cabeza

hueca, que no sabe dónde tiene la cabeza, que tiene cabeza de

chorlito, cerebro de pájaro, con lo que se sustenta la frase de

Franz Joseph Gall de que "el cerebro es el órgano de la mente",

quien la propuso en una conferencia en 1796, con lo que fundó la

frenología, una teoría muy muy popular según la cual las

protuberancias e hinchazones en el cráneo de alguien indicaban que


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por ese lado estaba pensando fuerte, y como la investigó en una

cárcel, concluyó que los ladrones de carteras tenían inflamada la

coronilla debido a que ahí se alojaba el pensamiento de la

adquisitividad (Boring, 1950, pp. 73 ss.); a los que tenían

pensamientos amistosos se les inflamaban las sienes, porque es lo

que se tocan el uno al otro los que andan siempre juntos. Pero en

todo caso, es Paul Broca, un científico totalmente inteligente,

"generoso, benévolo, amable, adorado, noble" y "extraordinariamente

bien parecido y apuesto" (M. Beynon Ray, c. 1943, p. 58), a quien le

obsesionaba la pregunta de de dónde vienen los pensamientos porque

no los podía sentir producirse en ninguna parte, hasta que en 1861,

en un hospital de París, le trepana el cráneo a un vagabundo mudo de

nombre Tan y encuentra, efectivamente, el Área de Broca. Y de ahí a

la fecha, se dice con todo el corazón que se piensa con la cabeza,

aunque, a decir verdad, lo más que pueden decir las neurociencias es

cuándo alguien está pensando (Smith, 1970, p. 388), pero no qué. En

1807, Hegel ya se quejaba del cráneo: "el espíritu debe ser algo

distinto de ese hueso" (1807, p. 205).


Y en 1857, todavía Thomas de Quincey igual: "hay realmente pocos

motivos para considerar al cerebro como órgano del pensamiento"

(1857, p. 34). Cierto: No es tan evidente que uno piense con la

cabeza, y tampoco es tan inverosímil que lo haga con cualquier otra

cosa que se le ocurra; históricamente, se ha pensado con el riñón,

el hígado, los intestinos, el corazón, y también con el cerebro.

Aristóteles opinaba que se pensaba con la sangre, porque cuando uno

perdía sangre, perdía también la conciencia, y cuando se le

calentaba demasiado en la fiebre, el pensamiento se le estropeaba en


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puros delirios, Y efectivamente, el uso de la cabeza para pensar es

más reciente. Si bien a Trotsky, cuando murió asesinado en 1940 le

extirparon el cerebro para averiguar el secreto de su genio, en

cambio, en 1821, para averiguar el secreto del genio de Napoleón, le

extirparon otra parte, aunque se lo merecía desde antes. Parece que

el sitio del talento se localiza en diferentes lugares según la

historia. Y antes del siglo XVIII nadie pensaba con la cabeza.

"Cabeza", capitia en latín vulgar en vez de caput (Corominas, 1973),

aparece en castellano en el año 957, pero en el siglo XII, el Cid

Campeador todavía no pensaba con la cabeza, porque en ese poema

épico la cabeza sólo señalaba la parte superior del cuerpo; Alfonso

El Sabio, quien le puso ortografía al castellano y expandió el

idioma por toda la península española, en el siglo XIII, tampoco,

porque sólo se refiere a ella como el extremo o el principio de

algo. Y así sucesivamente, cabeza es el término que designa al

extremo superior o inicial de algo, generalmente de forma abultada,

como la cabeza del clavo o del ajo, la punta de una montaña, el

título de un capítulo, la primera sopa que se saca de la olla, o al


que agarran primero para usarlo de chivo expiatorio que se le dice

"cabeza de turco" (Alonso, 1947). Cuando se dice "cabeza de ganado"

no es porque las vacas piensen mucho, aunque siempre tengan actitud

reflexiva. Es solamente por extensión que empieza a significar

superior en el sentido del que manda, quien es el jefe, y como a

menudo los jefes opinan, ordenan y hasta piensan, por extensión de

esto es que la cabeza comienza a ser sinónimo de talento en el siglo

XVI, pero no porque tenga un cerebro adentro, sino porque el que la

trae es el que manda y eso lo hace parecer inteligente.


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Porque el caso es que si uno "dice" que piensa con la cabeza,

quizá podría decir mejor que piensa entonces con las palabras que

dice, y tal vez se confundió sólo porque la boca la tiene incrustada

en la cabeza: después de todo, el lenguaje es lo que generalmente

aparece como prueba del pensamiento o inteligencia de alguien, y de

hecho, Broca, lo que buscaba en el mudo aquél era verdaderamente el

asiento de las palabras, de dónde salen, cómo se metieron ahí, y lo

que encuentra precisamente es el área del lenguaje hablado, después

la del escrito y más tarde la de los idiomas, como si todos

tuviéramos en el cerebro una partecita reservada para el idioma

vasco, el mandarín, el sánscrito y el tzetzal, aunque es de

suponerse que para el esperanto no había reservación. Pero también

puede decirse que uno piensa con las manos, como lo hace notar

Wolfgang Kohler en sus investigaciones con su chimpancé Sultán en

las Islas Canarias, ya que todo pensamiento originario viene

precedido de una actividad manual, razón por la cual el homo sapiens

es conocido como homo faber, toda vez que puede utilizar la mano

mejor que un chimpancé; hay quien piensa con los pies como los
futbolistas, o con todo el cuerpo como las bailarinas, o con los

gestos como los actores, y en suma con todos los movimientos,

posiciones y desplazamientos que hace la gente a través de los

lugares y objetos de la vida cotidiana, en donde no se tiene que

sentar uno a pensar con la cabeza qué es lo que sigue después de

despertarse: sin más, se levanta, va por el café, toma el periódico

y se asoma por la ventana, que es lo que se denomina inteligencia

práctica y que en efecto, es muy práctica. O que piensa con los

ojos, porque cada vez que trata de comprobar que piensa con la
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cabeza lo que hace es ponerse a ver algo, y si cierra los ojos ve

imágenes también, y porque además la cultura es ancestralmente una

cultura visual, en donde los pensamientos tienen nombres oftálmicos,

como "hacer una observación", "tener ojo para los negocios" o "tener

un punto de vista", o si se quiere, piensa con las cosas que mira,

porque cuando se dice que un pensamiento es muy profundo, se lo dice

como si se estuviera viendo un pozo, aunque esto de "ver" es una

forma de decir, porque para el caso también se piensa con el oído,

el tacto y los demás contactos con el mundo que tenemos, como la

nariz, que es tradicionalmente con lo que piensan los detectives, al

igual que los metiches que andan "husmeando" todo; o con el gusto:

sabor y saber tienen la misma etimología: la sabiduría de la lengua.

Y finalmente, se piensa con los recuerdos, sobre todo los que ya los

tienen, como los viejos, que piensan con su biografía, sus

historias, con el flujo de los días y del calendario, que es, como

dice Kant (1787, p. 63), con lo que uno se da cuenta de sus propios

pensamientos, de su propia vida y desarrollo, en suma, con lo que se

da cuenta de sí mismo.
En el mismo 1796 de la frenología, se inventa la primera cajita

musical por obra de Antoine Favre, esto es, una pequeña máquina

inteligente que sabe tocar la flauta mágica de Mozart. Y pocos años

antes habían hecho furor los autómatas (Larousse, 1971), muñecos de

caucho y fierro que sabían hacer ciertas gracias, como una robot

pianista, que aparte de eso se volvió famosa debido a que el médico

de la Reina denunció que su cuerpo había sido meticulosamente

copiado del de María Antonieta, y cómo es que le había hecho el

inventor. Asimismo, durante todo el siglo XVIII se pone de moda la


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noción del "genio" (Gadamer, 1960, pp. 90 ss.), según la cual las

grandes creaciones artísticas o científicas son hazaña exclusiva de

algunos tipos excepcionales que a solas y sin ayuda pueden pensar

tales maravillas. Y a partir del siglo XIX empieza a cuajar el

talante individualista, que coloca al individuo como centro de todas

las capacidades, todos los merecimientos y todos los pensamientos.

No es entonces de extrañar que en esas circunstancias surja la idea

del cerebro de cada uno como aparato de pensar y resulte tan

agradable para todo mundo: las cabezas son cajitas pensantes de

propiedad individual. Ya en 1886, la Coca-Cola puede anunciarse como

"tónico para el cerebro" y venderse en las boticas. En efecto, uno

solo es el dueño de su cabeza y de sus pensamientos. Pero, en

cambio, si uno piensa con el lenguaje, los objetos circundantes, el

tiempo y el espacio, resulta que esas cosas son mayores que uno,

miden más que los 1300 cms3 de masa encefálica, no caben en la

cabeza y duran más que los setenta años que uno espera de vida. El

lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio son más bien del

tamaño y la edad de la sociedad completa, y por simple cuestión de


tallas, se hace difícil afirmar que uno piensa con ellos; es más

bien al contrario: son ellos los que piensan con uno; uno pertenece

a ese pensamiento. Ciertamente, quien piensa con el lenguaje, con

los objetos, con el tiempo y con el espacio es la sociedad. Por eso

es una sociedad mental: la sociedad es una entidad psíquica. Se

puede decir o bien que uno piensa con la sociedad en la que vive, o

bien que la sociedad nos usa para pensar. Y como sea, de lo que se

trata este texto es de averiguar qué piensa y cómo piensa la

sociedad.
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Y la sociedad no tiene cerebro. Ni pies ni cabeza. Tiene ciudades,

atardeceres, monumentos, casualidades, absurdos, bibliotecas,

manifiestos, dioses y vista al mar. Tiene un Durkheim, un Wundt, un

Simmel, una ciencia de la sociedad y a Octavio Paz. Y tiene

pensamientos. El hecho de que la sociedad tenga pensamientos no

significa ni por asomo que sea lógica, ni mucho menos racionalista;

la sociedad no es inteligente como una computadora ni como un

edificio inteligente ni como un oficinista eficiente, porque el

pensamiento, si bien puede tener ocurrencias técnicas, frías y

distantes, más frecuentemente es un acto afectivo, cálido y cercano

pero impreciso: se parece más a un asunto del corazón, porque

cuestiones como la fe, las creencias, los valores, los principios,

la moral, las ilusiones, las aspiraciones, las posiciones políticas,

las visiones del mundo, son formas del pensamiento de la sociedad y

ni quién diga que son lógicas. En efecto, "pensar" y "pensamiento",

son vocablos que llevan como cualidad principal, no la de ser

astuto, sino la de ser atento, de estar interesado en algo o en

alguien, como cuando alguien le dedica "un pensamiento" a otro en


una tarjetita de San Valentín, o lee la sección de "pensamientos"

que vienen en las revistas, que probablemente tomaron su título de

los Pensamientos de Pascal (c.1662), escritos en el siglo XVII, y

precisamente para oponerse al racionalismo cartesiano. Pensar es

atender. La pastura seca que se le da al ganado se llama "pienso", y

viene de pensar en el sentido de cuidar a alguien, por lo que derivó

en "dar de comer al animal" (Corominas, 1973). En castellano

arcaico, "cuidar" significaba "pensar" (Alatorre, 1979, p. 140).

Esta cualidad cuidadosa y solícita del pensamiento puede notarse en


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una frase recurrente en, al parecer, cualquier idioma: "sólo pienso

en ti, sólo pienso en ti", como en una canción de Víctor Manuel en

castellano. O de Carol King en inglés: "cuando te sientas desolado,

piensa en mí". O en francés de Françoise Hardy: "si el hastío de la

vida se te instala, piensa en mí, piensa en mí". O en catalán, de

Joan Manuel Serrat: "piensa en mí, pequeña, piensa en mí, cuando las

brujas te arañen en el alba". Parece, ciertamente, que pensar es un

término consolador, reconfortante, y que se tiene que decir dos

veces. "El pensamiento acompaña", dice Maffesoli. Más que una

sociedad mental, parece tratarse de una sociedad pensamental.

Comoquiera, da la impresión de que pensar no significa producir una

idea racional y técnicamente aplicable, sino sobre todo constituir

una imagen, que tiene una forma, y no una lógica: una imagen de

principio, inicial, como en el caso de las convicciones o de los

principios, que motive todo lo demás, que haga moverse al resto del

pensamiento. La racionalidad, incluso, no puede moverse sin un

motivo, una motivación, o dicho más tautológicamente, el pensamiento

no puede moverse sin una emoción, para empezar, porque emoción


significa moverse. Entonces, puede plantearse que la emocionalidad,

o afectividad, es el principio y es lo principal de todo

pensamiento, porque la imagen de donde parte le da su forma, fin,

estructura, orden, proporción y razón a la racionalidad y al resto

del pensamiento. La racionalidad es una forma de afectividad. El

sentimiento es una forma de pensamiento.

Todo el que piensa y siente, tiene que pensar y sentir algo, algo

que, por así decir, sea distinto o esté fuera del pensamiento y el

sentimiento. Si uno declara "yo pienso", se vale preguntarle


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"¿piensas qué?", y no se vale responder "pienso pensamientos",

aunque sea cierto; necesita decir algo más que no sea pensamientos:

"pienso cosas", por ejemplo, ya es algo. La "cosa" que piensa la

sociedad recibe el nombre genérico de "realidad". No obstante, hoy

en día, que el mundo es "muy realista", se supone que la realidad es

algo distinto y aparte de la sociedad, para lo cual se esgrime el

argumento de que la realidad es algo diferente de lo que pensamos

por el simple hecho de que no nos gusta (Hessen, 1925, p. 95),

porque si la realidad fuera lo que pensamos siempre nos gustaría;

por eso los políticos y los banqueros, al imponernos cosas que no

nos gustan, dicen que "hay que ser realistas". Y ciertamente, aunque

uno no lo quiera, los aviones se caen, la selección nacional pierde,

las tigres de Bengala se extinguen. Ser realista es que nos guste

que sucedan cosas que no nos gustan, o más bien, que les sucedan a

los demás, a los que les dicen idealistas. Es cierto que los aviones

se caen de facto, pero los aviones también se caen de palabra, o

sea, que si uno fuera hongo o cimiento de hormigón, ambos objetos

que no hablan, el hecho de que se hubiera desplomado el primer


Concord en el año dos mil no sería un hecho: no hay consternación al

respecto por parte de la comunidad de hongos; asimismo, si uno sabe

hablar, pero resulta que es habitante del siglo veintisiete o

venusino, la tragedia no ha de ser muy real. En efecto, la realidad

es lo que está entre el lenguaje, los objetos, el tiempo y el

espacio, y por lo tanto, no puede estar aparte o en otra parte que

la sociedad: la realidad es estrictamente la sociedad. Y viceversa:

la sociedad es la realidad.
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La realidad es solamente el otro nombre de la sociedad; lo que

pasa es que la sociedad, para desenvolverse, necesita inventarse

algo que parezca distinto y exterior a sí misma que pueda ir

conociendo, y a medida que lo conoce, lo fabrica, y en la medida que

lo conozca, se conoce a sí misma. Es como uno que para conocerse se

compra un espejo, pero ya frente al espejo, no sólo se conoce, sino

que también se peina, y entonces al mismo tiempo que se conoce se

construye una apariencia, que es, recursivamente, lo que va

conociendo. Con los espejos, uno se pone "afuera" para enterarse

quién es uno, pero mientras se entera, se va arreglando. Más

teóricamente (Mead, 1927), en el caso de uno, el espejo son los ojos

y las opiniones de los demás, pero siempre puede preguntarse quién

es uno, si uno, o el otro que está en el espejo, y la respuesta es

que ambos son seres recíprocos, como dice Gadamer, "lo uno es lo uno

de lo otro y lo otro es lo otro de lo uno" (1960, p. 558). Nadie

puede ser un viajero si no viaja, y entonces resulta que el viaje

hace viajeros al mismo tiempo que el viajero hace viajes. La

sociedad hace la realidad en el justo instante que la realidad hace


la sociedad. El yo-espejo, como lo llamaba Charles Cooley (1902), es

la sociedad-espejo, el espejo-realidad, la sociedad-realidad y

viceversa. La gente cuenta su vida, no para informarle a los demás,

sino para convencerse de que es alguien. La sociedad se hace de ir

conociendo la realidad, pero la realidad está hecha de ese

conocimiento. Este truco lo enseñaron los piratas: esconder un

tesoro, hacer un mapa, perder el mapa, deducir el mapa, encontrar un

tesoro. La sociedad descubre, crea o inventa ciudades, leyes,

hábitos, héroes, riqueza, gestos, catedrales, ciencia, etcétera,


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para percatarse al final de que todo eso es ella misma. Inventa lo

desconocido para ir a conocerlo y averiguar quién era el inventor.

En efecto, este truco de inventar lo otro para conocer lo uno es lo

que se denomina propiamente conocimiento; "el conocer es el corazón

mismo del ser", como dice Henri Delacroix (1934, p. 1). Por el

conocimiento se advierte que la sociedad es mental.

Contraparafraseando a Gall, la realidad es el órgano de

pensamiento de la sociedad. Puede decirse de un modo u otro, que la

sociedad discurre un lenguaje con el que irá pronunciando su propio

nombre, o que el lenguaje discurre a la sociedad para tener algo de

qué hablar: uno habla porque tiene algo que decir, o tiene algo que

decir porque habla. La realidad es real, pero solamente tan real

como la sociedad que la conoce. La sociedad fabrica las categorías

donde podrá ir metiendo a la naturaleza, o la naturaleza insinúa las

categorías mediante las cuales puede ser descubierta. No se sabe

quién es el conocimiento de quién. Es como quien va a un museo y

ante una pieza de arte abstracto siente casualmente que parece que

la obra tiene movimiento y profundidad, y resulta que el autor


trabajó enormidades para producir dicha casualidad, o como quien

encuentra su vocación cuando fue su vocación la que lo encontró a

él. La mirada inventa el color verde que inventa una mirada que lo

vea. Seriamente hablando, no puede saberse quién es el espejo de

quién: el que está dentro del espejo siempre podrá declarar que

quien está dentro del espejo es el otro. En las escondidillas que

juegan los niños, quién es el que se encuentra perdido: "encontrarse

perdido" es una buena manera de describir el asunto. El conocimiento

se encuentra perdido y se pierde encontrado.


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Y así, dadas las circunstancias, el propósito de este libro es

averiguar cómo la sociedad se concibe a sí misma, tomando en cuenta

la doble acepción de concepción, a saber, cómo la sociedad se

concibe, se gesta, se da a luz o se hace nacer a sí misma, y al

mismo tiempo, cómo la sociedad se concibe, se conceptualiza, se

comprende, se imagina, se siente y se percibe a sí misma. Uno es lo

otro a la vez.

El título que le da Niklas Luhmann a un libro suyo, "el

conocimiento de la sociedad" (1960), juega el mismo juego, donde

conocer a la sociedad es investigar qué conocimiento tiene la

sociedad. Este gusto por mostrar que lo uno lleva lo otro como parte

de sí mismo, que lo cercano contiene lo arcano, que lo conocido

contiene lo desconocido, que, como escribió Paul Virilio (1993, p.

160), "inventar el tren es inventar el descarrilamiento", es lo que

puede denominarse Dualidad, que significa que una cosa tiene

"cualidad de dos": cada vez que hay uno hay otro. Y parece que, para

hacer una cosa en la vida, siempre hay que hacer otra, y que

genuinamente no más pueden hacerse dos: escribir y pintar como


Sábato, escribir y beber como Onetti, teorizar átomos y subir

montañas como Heisenberg, vivir al día y ver el futbol los domingos,

ser Jekill y Hyde, actuar en Hollywood y correr automóviles como

Paul Newman o Steve McQueen, filosofar y hacer política como Marx,

Russell o Sartre. Quien no hace otra cosa no hace una. Freud era

coleccionista; y no es mala idea preguntarse qué era eso otro que

hacían Kant, Brancussi, Danton o Greta Garbo. La dualidad no es un

antagonismo, sino un continuo, y es mítica e inmemorial, rastreable

por dondequiera, desde el yin y el yang de los chinos hasta la tesis


20

y la antítesis de Hegel o la frase de Mao Tse Tung, ésa de que "de

derrota en derrota llegaremos a la victoria". En los pares de la

dualidad cada uno es el oxígeno del otro: son como animales mutuos

en medioambientes recíprocos, y por eso se piensan atentamente entre

sí, con cuidado y solicitud.

Si la muerte viene dentro de la vida, puede ser a veces triste

pero no es un problema social porque no hay nada que hacer: el

problema social viene cuando se las quiere poner de enemigas. Y eso

hizo Descartes en el siglo XVII, con lo cual se puede acabar

verdaderamente la Edad Media y empezar la Era Moderna. Pero más bien

Descartes ha pagado el pato histórico, porque cuando el tenía cuatro

años, Jacob Bohéme, un zapatero de pueblo, y según Hegel, "el primer

filósofo alemán", ya había sentido la urgencia cultural de oponer y

enemistar ambas partes, y es que al parecer, el pensamiento

racionalista que está surgiendo en el Renacimiento no puede soportar

la tensión de la dualidad, ni su sutileza, el hecho de que algo sea

también otra cosa, la otredad intrínseca de la mismidad, que se

expresa claramente en el conflicto entre ciencia y religión, que le


dio a Galileo tantos disgustos. De hecho, la tragedia de la vida de

Pascal, que se murió de incertidumbre a los 39 años (Gusdorf, 1956),

fue que se le desgarró el pensamiento entre el cuerpo y el alma, sin

poder solucionarlo. René Descartes, quien se levantaba diario a las

doce del día, tuvo por las mismas fechas el mismo conflicto entre

espíritu y materia, pero para quitarse de problemas sin miramientos

lo resolvió de tajo cortando la dualidad a la mitad como lombriz y

dejando cada parte por su lado (1633, pp. 45 ss.), separada y

aislada, sin nada en común, y partiendo al mundo en res cogitans y


21

res extensa (Greene, 1964, p. 79), y le quedó tan bien su división

que ni él mismo la pudo volver a juntar, a pesar de que lo intentó

postulando el cunarium (Boring, 1950, p. 185), la glándula pineal

como punto de contacto. Quizá por venganza divina, su muerte fue

mucho peor que la de Pascal, ya que en 1650, a los 54 años, muere de

pulmonía debido a que la Reina Cristina de Suecia lo obliga a

levantarse a las cinco de la mañana para darle clases de filosofía.

"Lobotomía" significa cortar un lóbulo del cerebro; lo mismo,

aplicado a la dualidad, se le dice "dicotomía", "cortar en dos" por

obra de Descartes, y así el pensamiento de la sociedad queda

dividido en lo psíquico y lo físico, lo intangible y lo tangible. A

partir de ahí, el conocimiento y la realidad se vuelven mundos

separados que no pueden reunirse porque finalmente lo que se partió

en dos es el pensamiento que los piensa. La dicotomía es la

lobotomía de la dualidad. Y a partir de que se dicotomiza

oficialmente el mundo en espíritu y materia, ha venido sucediendo

una carrera de fragmentaciones -la sensación se separa de la

percepción, lo interior de lo exterior- cada vez más desbocada y


subdividida -la cantidad se separa de la cualidad, la estética de la

verdad-, de manera que a la fecha el pensamiento de la sociedad

resulta ser una entidad rota en dos -donde lo civil se separa de lo

íntimo, la ética del sentido del humor, las números de la

conversación- hasta conseguir una sociedad descuartizada -en la que

el trabajo se separa del gusto, lo tajante de lo difuso, la alegría

de la economía- que cada vez que una mitad es pensada, se vuelve a

descomponer en dos -la sensación se separa del sentimiento y de la

sensibilidad, el arte de la artesanía y de los artefactos- de manera


22

que la gente ya sólo puede pensar en trocitos, vivir en rebanadas,

razón por la cual se acomoda tan bien en las clasificaciones, las

especializaciones y las divisiones, que es la manera de ir

almacenando los fragmentos de la realidad -toda vez que uno queda

seccionado en 5 o 6 sentidos de la percepción, 8, 9 o 10 emociones

básicas, 50 mil ideas al día y recientemente, en 5 inteligencias

(Gardner, 1983). No es de extrañar que a la gente se la vea

últimamente medio inconexa y distraída. Esa frase que

cadacabezaesunmundo significa que el pensamiento de la sociedad

quedó hecho añicos.

Y si la gente estuviera contenta con sus estragos, vaya y pase,

pero parece que no, porque cada vez que algo se parte en dos -lo

racional y lo afectivo, lo abstracto y lo concreto- queda en medio

un hueco que no se puede rellenar porque no está hecho de ninguno de

los dos. Ese hueco es el que se le apareció a Blaise Pascal cuando

dijo que "el silencio de los espacios infinitos me horroriza",

porque se trata del vacío que queda entre la sociedad y el mundo,

entre el conocimiento y la realidad, y que es lo que la gente del


siglo XXI resiente como falta de sentido de la vida, pérdida del

significado. Por eso Pascal también dijo: "no puedo perdonar a

Descartes" (1662, p. 27). Es muy raro, porque el hueco duele de una

manera vacía. Lo que ha hecho sin querer la sociedad moderna es

fabricar y expandir ese hueco todo el tiempo, y todo el tiempo

tratar de llenarlo siempre con el resultado equivocado, como si

verdaderamente lo que estuviera produciendo el pensamiento, no son

ni siquiera las partes fragmentarias de la dicotomía, sino el hueco

que queda entre ellas. La sensación de la sociedad contemporánea es


23

que hay de todo, pero algo falta que parece no ser nada, y es que

hay vacaciones, medicinas, mascotas, aventura, subalternos, dinero,

vértigo, ropa para toda la familia, y cuentas que hacer para ver

para cuánto alcanza, y efectivamente, puede observarse un intento

cada vez más desvergonzado para ir adquiriendo todo lo que se pueda,

incluyendo amigos, títulos universitarios, cursos de personalidad y

belleza, nirvanas y éxtasis, para ver si así se rellena ese hueco

que se siente en ninguna parte, para percatarse quién sabe si con

horror o ya con cinismo que el hueco crece a medida que se le pone

algo, como la Nada de Michael Ende. En 1969, el físico John Wheeler

planteó la idea de los agujeros negros en el espacio: si a toda la

opinión pública se le hizo tan creíble, es porque ya los había

visualizado en alguna parte.

El vacío de la vida, la falta de sentido de la sociedad y de

significado de sus gentes no es algo fáctico ni imaginario, ni

verificable ni incorrecto, sino que es lo que queda y se acrecienta

entre dos modos del mundo que se hicieron repelentes entre sí y con

los cuales tienen que cargar todos los ciudadanos de la modernidad,


jalonados por un mundo oficialmente considerado como verdadero

teniendo mucho de falsificado, y por un mundo considerado como

fantasioso teniendo mucho de necesario. Es normal entonces que el

desencanto de la población se distribuya en una parte de crédulos

tecnófilos que dan su corazón a los gadgets de la electrónica, y en

otra parte de ingenuos esotéricos que se desviven buscando la

energía trascendental en los botaderos del mercado místico, ambas

partes partidarias de las soluciones fáciles de dejarse arrastrar

por un extremo de la dicotomía: almáticos y corpóreos llenando la


24

vida de vaciedad, y es que las ciencias aplicadas y la tecnología

son capaces de producir cualquier cosa excepto una: sentido; tampoco

andar de tibetano artificial debe ayudar gran cosa: ambos son modos

de la descultura. La cultura, en cambio, dirá que la ciencia tiene

su magia o que el arte tiene su técnica, así que finalmente también

hay una parte de la población ocupada por los dudosos, partidarios

más bien de las soluciones difíciles de aguantar los jaloneos de

ambos extremos, con resultados diversos. En todo caso, la sociedad

sigue viviendo la tragedia de Pascal, que es la misma que la del

Quijote y la Modernidad, tironeada todavía entre la información y la

sabiduría, lo universal y lo local, la fineza y la geometría

(Pascal, 1662, p. 15). En estas circunstancias se puede suponer

entonces que las soluciones políticas, administrativas,

filantrópicas, ecologistas, técnicas, lógicas, económicas o

caritativas, son buenas para darles las gracias, pero no pasan de

ser otras tantas fragmentaciones que siguen restándole sentido y

significado a la sociedad, y mientras sean los expertos, los

técnicos y los especialistas los que se pongan a decir como arreglar


las cosas, la dicotomía empeora, porque las soluciones se hacen con

el mismo pensamiento con que se hicieron los problemas.

Si la sociedad está hecha del pensamiento que la conoce, y no de

los héroes que la quieren salvar mientras la echan a perder, podría

sostenerse que el conocimiento en general, en vez de dedicarse a

buscar aplicaciones eficientes que sólo producen dinero para un

número minúsculo de triunfadores, tendría que intentar pensar de una

manera no fragmentaria, no partida en ciencias duras y ciencias

blandas, y puesto que obviamente las disciplinas del conocimiento no


25

son instancias que estén por arriba de la sociedad ni por fuera de

la realidad, como les gusta creer a los burócratas académicos, sino

que son de por sí modos de pensamiento de la sociedad y maneras de

ser de la realidad, porque pensar es hacer, el sólo hecho de que se

intenten pensamientos no fragmentarios, hace que la realidad esté un

poco menos rota, que la sociedad tenga menos hastío, porque lo que

se piensa es real, aunque no se note y no salga en las noticias, y

aunque la única prueba de que eso genera algo de sentido es que

valga la pena ensayarlo. Aquí no se trata de salvar a la humanidad,

sino meramente de pertenecer a la realidad.

El término Cultura parecía tradicionalmente connotar bien la idea

de un pensamiento completo de una sociedad mental, antes de que a

los neoliberales del siglo XX se les ocurriera la feliz ecuación de

que si la mercancía es cultura, entonces la cultura se pude volver

mercancía, que hace decir a la pintora Barbara Kruger que "cuando

oigo la palabra cultura, saco mi chequera", y con toda razón, ya que

esta frase se imprimió en camisetas y se vendió muy bien en la

boutique de souvenirs culturales de los museos estadounidenses. En


fin, antes que la abarataran los comerciantes, la cultura designaba

la cualidad espiritual de lo material que está inserta en la

cualidad material de lo espiritual. La cultura es la inseparabilidad

de todo. La cultura es aquello dentro de lo cual vivimos, con lo

cual pensamos y sentimos, y que no aparece en ninguno de los

aparatos de medición o clasificación, incluidos entre ellos nuestros

propios sentidos de la percepción. La arquitectura, al ser

forzosamente habitable, es un buen ejemplo de esta definición, ya

que quien la ocupa no tiene por qué percibir su funcionalidad, sus


26

distribuciones y su colorido, sus sombras, distancias y volúmenes,

sino que simplemente se siente cómodo o incómodo, en paz o

intranquilo, listo o aburrido, inteligente o tonto en medio de ella,

sin saber de dónde viene ni dónde está el estado de ánimo y de

pensamiento que lo ocupa a él; Luis Barragán, el arquitecto

universal de México, jamás pretendió construir una casa-habitación

con los materiales que iba poniendo sobre el terreno, sino que, como

él mismo declara, lo que pretendió con sus tablones, muros y

colores, fue construir una "alegría silenciosa y serena para ser

disfrutada en soledad".

La cultura hace cualidades con cantidades. Inculto es el que sólo

sabe medir y contar, como los que le ponen precio y costo al

conocimiento de las galerías y las universidades, aquél que

fragmenta la cualidad de la vida en cantidades, sean de dinero,

calorías, información, actividades o amistades influyentes. Culto ha

de ser el que no confunde la calidad de vida con la "cantidad de

vida", que prefiere vivir "mejor" que "más" y que por lo tanto sabe

que tener todas las comodidades resulta un poco incómodo. Culto es


aquél que está dentro del mundo; inculto, el que lleva la cuenta del

mundo en una libreta de contaduría. La cultura es aquello que

produzca sentido, que dé motivos y razones para la vida, y que

cierra la grieta abierta entre lo material y lo espiritual. La

cultura es la sociedad cuando no está separada de la realidad, es

cuando uno forma parte del mundo y, por lo tanto, no existe ruptura

entre los valores y los hechos, entre el sujeto y el objeto, entre

las cosas y las ideas, sino que existe una continuidad o gradación,

de manera que lo material es lo espiritual desde el otro lado, que


27

eso que se llama realidad física es una forma de ser de la sociedad

mental: lo opuesto no es algo extraño, sino otro modo de ser de uno

mismo.

Parece ser que aquello que no tiene nada en común, lo único que

tiene en común es que tiene forma, porque cualquier cosa que sea

algo, lo que sea, lo primero que tiene es alguna forma. Por eso

tenemos la tendencia a encontrarle a todo algún parecido, sean las

nubes o la pintura abstracta: ante un horror nocturno que se mueve y

sisea, uno se tranquiliza apenas le pone forma, "ah, es la cortina

con el aire"; la forma es la presencia del orden. Dios, cosa

desconocida si la hay, carente de contenido admisible, puede decirse

que existe porque tiene forma; el inconsciente, los sueños, las

entelequias, los fantasmas, la angustia o la felicidad, su única

existencia es que tienen alguna forma en la imaginación de quien las

piensa, y si pierden esa forma pierden su existencia por completo, y

se devuelven al caos y a la nada. Lo que tiene en común Dios o el

fantasma con un Volkswagen o con Mae West es que a pesar de que su

material, función o fotografiabilidad sean de lo más dispares, es


que tienen alguna forma, no importa cuál. Entonces puede decirse que

la forma es la sustancia de la realidad, lo común de la realidad.

Las palabras, las cosas, los lugares y los tiempos con que piensa la

sociedad constituyen un pensamiento común porque todos tienen forma:

tienen la forma de la sociedad. En efecto, la cultura piensa con

formas. La ciencia tiene forma, el dinero tiene alguna forma. Las

formas de los formatos y los formularios que hay que llenar en las

ventanillas tienen precisamente la forma de la burocracia. El

presente libro intentará averiguar cuáles son las formas de la


28

sociedad. Pensar con formas es probablemente el modo en que se puede

intentar un pensamiento no fragmentario, porque da la impresión de

que la noción de forma elimina los términos dicotómicos de mente Vs.

cuerpo o masculino Vs. femenino, y por ende elimina el problema o

hueco que se había instalado entre ellos. Le cura, si de algo sirve,

las heridas a Pascal. Y por lo demás, la idea de forma evita la

monserga de estar hablando en pares, esto y lo otro todo el tiempo,

porque lo otro siempre resulta ser una forma de esto, de la

siguiente manera, dos puntos, la racionalidad es una forma de

afectividad y la afectividad es una forma de racionalidad, lo

desconocido es una forma de lo conocido, lo empírico es una forma de

lo simbólico y la sociedad mental es una forma de realidad física.

La naturaleza es una forma de la cultura y así sucesivamente: lo que

no tiene forma es una forma de la forma: la cantidad es una cualidad

que va perdiendo forma y, de hecho, lo que se llamó "falta de

sentido" se refiere a una sociedad que se le desdibuja la forma.

Es curioso que por todas partes vaya apareciendo la idea de forma,

que es la idea de cualidad, incluso por donde no debía venir, que es


por el lado de las ciencias físicas y naturales. En 1917, D'Arcy

Wenthworth Thompson, un biólogo y matemático escocés, publico un

raro libro cuyo título es Sobre el Crecimiento y la Forma, donde

hablaba de las coliflores, porque en ellas, no importa si uno la

esté viendo completa, o nada más una parte, o sólo una partecita, la

forma sigue siendo la misma (Noël, 1994, p. 33), lo cual en 1975

recibe el nombre de Fractal (Talanquer, 1996, p. 25), aunque en

1904, Helge Von Koch, sueca, había ramificado una especie de

coliflor matemática que no se terminaba de partir nunca. De entonces


29

a la fecha se ha desarrollado una suerte de ciencia natural de las

formas, denominada genéricamente Morfología, que tiene por objeto el

estudio de las entidades globales, esto es, las cosas no tomadas en

sus componentes sino en sus totalidades, y que se dedica a

investigar la génesis, permanencia, transformación y desaparición de

las formas (Aranda Anzaldo, 1997, p. 109). Desde este punto de

vista, las burbujas de jabón son esféricas no por su composición

química, sino porque la esfera es el máximo de superficie que se

puede cubrir con el mínimo de material; las abejas hacen panales

impecablemente hexagonales no porque vengan con transportador

instintivo integrado, sino porque el hexágono es la forma que cabe

más veces en un espacio restringido, y que es lo mismo que les pasa

a los granos de arroz dentro de la cacerola, y a las columnas de

basalto, donde de paso se observa que la naturaleza tiene una

tendencia a producir ángulos de 120º sin ningún pretexto, que son

los que forman los hexágonos de los panales, los brotes de las

plantas, las escamas de las serpientes y cada vez que se juntan tres

burbujas de jabón en el lavamanos. También le gustan, y parece que


es literalmente por gusto, las espirales. Es como si, por razones

personales, la naturaleza pensara, y prefiriera, unas formas y no

otras. Y los átomos y las leyes de Newton no ayudan para nada.

D'Arcy Thompson, en un buen exceso, mostró un pez, que al variarle

proporcionalmente la forma, se convertía en otra especie y cambiaba

de código genético (Noël, 1994, p. 176). Comoquiera, la morfología

es una ciencia que da cuenta de una realidad que aparece sin que

existan las causas -como ya había avisado David Hume dos siglos

antes-, que no está hecha de componentes, que no puede ser


30

cuantificada, y que no puede ser reducida a realidades más

elementales. Las estrellas de cinco picos son una forma que no se

encuentra en sus células. Para la morfología, la realidad es algo

distinto y algo anterior que la suma de sus partes, razón por la

cual no puede descomponer para contabilizar, sino que tiene que

interpretar la idea y la sensibilidad de las formas, de modo que

tiene que ser una ciencia fenomenológica y hermenéutica (Aranda

Anzaldo, 1997, pp. 119 ss.). Es como si la naturaleza pensara, y lo

hiciera con formas. O sea, las formas son cosas mentales, o

psíquicas.

Estas teorías morfológicas han sido empleadas en biología,

embriología, evolución, paleontología y lingüística entre otras, y

actualmente, las teorías de fractales, catástrofes, caos y otras

(Aranda Anzaldo, 1997, p. 108), parecen tener cualidades de forma.

Sólo un morfólogo -Richard Owen- pudo inventar el término

"dinosaurio", porque quiere decir "lagarto terrible". Sin embargo,

por costumbre, los científicos filosofan por lo menos con un siglo

de retraso, y la frase de los morfólogos que proviene del lema de la


Teoría de la Gestalt (Guillaume, 1937, p. 17), ésa de que el todo es

anterior y distinto a la suma de sus partes, aparte de que ya la

había dicho Aristóteles, estaba ya presente en los psicólogos del

siglo XIX: la había usado Christian Von Ehrenfels en 1890, en un

artículo sobre las cualidades de la forma (Hothersall, 1984, p.

217). Durkheim también se sabía la frase, que se la había leído a su

maestro Charles Renouvier (Alpert, 1939, p. 31). John Stuart Mill se

refería al pensamiento como una "química mental" que consistía en la

emergencia de compuestos cuyas partes han desaparecido, y Wilhelm


31

Wundt, el presunto fundador de la psicología experimental, decía que

sí, que cada formación psíquica resultaba de algo más que la suma de

sus elementos, a lo que él denominaba "síntesis creadora" (Rossi,

1904, p. 301; Boring, 1950, p. 629), Leibniz (1714), enemigo jurado

de Newton el fabricante de tuercas universales, al hablar de sus

Mónadas sin componentes como la esencia básica de la realidad, y que

eran pura forma, formas puras, dice que éstas tienen una sustancia

mental. Charles Sanders Peirce, el fundador de, digamos, la

filosofía norteamericana (Murphy, 1980), personaje intelectual de la

mayor importancia en el siglo XX, opina igual, que el mundo es una

cosa mental (Feibleman, 1946, p. 410; Almeida Salles, 1994, pp. 226

ss.). George Berkeley lo había dicho en Irlanda en 1710 (Boring,

1950, p. 205). Pero lo que cabe resaltar es que para ninguno ni lo

mental ni lo psíquico está dentro de la conciencia de los

individuos, sino al revés, los individuos son los que están dentro

de lo mental. Concretamente, Hermann Lotze, en un libro de tres

volúmenes llamado Microcosmos, escrito por ahí de 1860, dice que las

mónadas son de naturaleza psicosocial, que la realidad, incluso la


física, es una entidad psicosocial (Baldwin, 1913, Vol. II, p. 68).

Pasquale Rossi, un psicólogo colectivo de principios del siglo XX,

de quien no hay que mencionar que es un petulante horrible de leer,

al estudiar a las multitudes como la sorprendente aparición de un

alma colectiva de carne y hueso, enuncia como su primera ley el

hecho de que la reunión de varias personas es distinta a la suma de

cada una de ellas (1904, p. 278).

Si cualquier forma tiene cualidad mental, entonces, eso que se

llama mente está presente en cualquier cosa que se le vea forma, en


32

una pintura y una cara. Y ciertamente, todo lo que tiene que ver con

formas es lo que se refiere a la vida de la cultura, esta mente

hecha y hacedora de materia y espíritu, y el presente libro intenta

relatar sus maneras de aparecer, sobrevivir y deshacerse. Pero no

debe pensarse que esto es lo que hacen las denominadas "ciencias de

la cultura". En los tiempos que corren, alegres pero tontos, las

ciencias de la cultura consisten en aplicar el método más inculto

posible a la cultura para desarmarla y encontrarle estadísticas e

informaciones, causas y utilidades, tuercas y resortes, que es

precisamente lo que salta descompuesto cada vez que se destruye una

forma. Cuando un niño rompe un reloj para ver qué tiene dentro, lo

único que no tiene dentro es un reloj. Para curarse en salud, lo más

recomendable no es hacer una ciencia de la cultura, sino entender

que la cultura es un conocimiento que incluye a las ciencias*.

____________________
* Para efectos de aparato crítico, a la sociedad mental se le puede otorgar el
sinónimo más académico de Psicología Colectiva, y en efecto, este trabajo puede
considerase como la exposición, en teoría, método, objeto e investigación, de una
psicología colectiva, según podría construirse ésta en la actualidad. La
psicología colectiva es aquella disciplina que concibe a la sociedad como una
entidad psíquica, como siendo un pensamiento completo, o, si se quiere, como si
fuera una persona del tamaño de todo el tiempo y el espacio de la cultura. Sus
nociones clásica de mente grupal, alma de los pueblos, conciencia colectiva,
espíritu público -y, añádasele, sociedad mental-, referían a esto. Ahora bien, si
se dice que la sociedad es como una persona, también debe decirse a la inversa,
que una persona es como una sociedad, como decía Novalis (en: Vital, 1995, p.
154), "una pequeña sociedad", y ciertamente, el hecho de que la sociedad sea una
entidad psíquica, implica su revés, que cada entidad psíquica es una sociedad, y
33

de este modo la psicología colectiva también considera que un individuo aislado,


un grupo, una ciudad, una emoción, un pieza de música, una casa o un evento
cualesquiera, siendo entidades psíquicas, tienen todos, la forma de una sociedad.
Hay una cierta fractalidad en la concepción: una sociedad está llena de sociedades
y dentro de éstas hay más sociedades. La ideas de Mead (1927), el "mejor" fundador
de la psicología social, de que una interacción entre dos es ya una sociedad, y
así entre tres, treinta o treinta mil, hace eco de esto. El caso es que la
psicología colectiva puede ocuparse de cualquier cosa, cualquiera, que sea
considerada en sí misma como una sociedad mental: una silla, un solitario en el
siglo XIX, la velocidad, el cerebro como órgano del pensamiento, y la sociedad.
No obstante serlo, el presente texto preferiría no ser tomado como el trabajo
particular de una disciplina, porque la psicología colectiva propugna por una
desdisciplinarización del conocimiento (Ibáñez-gracia, 1994), empezando porque
esta separación de teoría, método, objeto e investigación es insostenible, y
terminando porque hoy en día las ciencias van confundiéndose entre sí. Y que se
confundan cuanto quieran. Y es que, verdaderamente, el conocimiento, sea de
física, filosofía, artes, o ciencias sociales, no puede subordinarse a los frenos
y controles que le imponen desde fuera los trámites de las burocracias, los
controles de los funcionarios, las departamentalizaciones de las universidades o
las necesidades de la tecnocracia y demás mandatos de dudosa legitimidad, porque
siempre quieren algo que no dicen qué es, pero que evidentemente no es el
conocimiento: probablemente quieren -y mucho- el poder tan poca cosa que detentan.
El conocimiento no puede saber qué es lo que va a conocer, y por ende no se le
debe imponer de antemano: quien diga por dónde y hasta dónde debe conocer una
ciencia cualquiera, tiene que ser burócrata, sea de oficio o de vocación.
Así pues, este texto es de psicología colectiva, pero, por tradición, la
psicología colectiva tiene vocación de no serlo, de ser una desdisciplina, de modo
que podría hablarse de psicología colectiva y ciencias afines, pero como la
psicología colectiva podría ser asimismo la ciencia afín de otras, entonces parece
que el término que les corresponde es justamente ése, el de "ciencias afines",
afines a otras ciencias afines.
34

1.- LA IDEA DE FORMA

El mundo sólo se da
una vez
ERWIN SCHRÖDINGER

La forma de ser de la sociedad. Definición de forma; una


forma es una unidad que escapa a su descripción y atrapa a
su observador. Enfrascamiento. Implicaciones de la
definición: Las formas son inintencionales, no tienen ni
obedecen intenciones; no hay observador ni participante de
la forma, sino integrante: el integrante es uno mismo, y
uno mismo es la sociedad; las formas son sólidas: la forma
es una cualidad profunda y tensa: no es su mera
apariencia; la forma es su material; la forma es sus
componentes: color, tamaño, función o contexto; uno mismo
es su forma; la forma es su contenido; la racionalidad
tiene forma, el racionalismo tiene cáscara. Las formas son
información desclasificada: no siguen el ordenamiento
racionalista; objetos dispares tienen la misma forma; lo
trivial y lo solemne son indistintos: se vale cualquier
ejemplo. El problema de la sociedad es su pérdida de
forma. La investigación de las formas; Georg Simmel: el
extraño soy yo; el investigador de la forma se sitúa en su
límite: el límite es estar en dos lugares y en ninguno; el
investigador es siempre un ser un poco marginal. Las
formas no hablan; forma versus discurso: el discurso es
lingüístico, construido, relativo, interactivo, público,
simbólico, triádico, distinto y expansivo; la forma es
imágica, aparecida, absoluta, simple, colectiva,
inmediata, monádica, indistinta y condensada. Susanne
Langer: formas y sentimientos. La Teoría de la Gestalt:
transponibilidad, isomorfismo, sinestesia, fisonomía
moral, emergencia e insight.

La cultura, que quiere decir algo así como realidad-y-sociedad al

mismo tiempo, piensa con formas, y las formas, como la de las olas o

la de ser de alguien, tienen la cualidad de la unidad. Para darle

todas sus implicaciones a esto, puede hacerse la siguiente

definición: una forma es una cosa (objeto, entidad, etc.), física o

no física (verbal, situacional, etc.) que consiste en algo más o

distinto que sus descripciones o medidas, que se presenta o aparece


35

como una unidad independientemente de sus componentes, y que

contiene dentro al observador (uno mismo, la sociedad, etc.) o de la

cual uno (la sociedad) es coexistente.

Una novela, por ejemplo, es buena cuando tiene forma; quién sabe

cuál sea su forma, pero cuando es buena, el lector está "metido" en

ella, envuelto en su trama, revuelto en sus personajes, como si

viviera dentro de sus renglones, y no se puede zafar aunque se le

haga tarde o tenga cosas urgentes que hacer; no puede salirse, y no

se da cuenta de cómo pasan los párrafos ni los cuartos de hora. En

bonita metáfora, está uno "enfrascado", o sea, dentro del frasco de

la forma, y, como en el caso de la mermelada, uno adquiere la forma

del frasco. En cambio, cuando se empieza a aburrir, se desenfrasca,

y le da por ver en qué página va, cuánto le falta, le resaltan las

inconsistencias, que un párrafo no tiene que ver con el otro, que

tal personaje ni viene al caso, y entonces, la novela se va como

desamarrando y unas partes se despegan de las otras y finalmente la

novela pierde forma, que es cuando uno se cansa, se "sale", y se va

a otra parte, y opina que la novela es mala. Le sucede con


frecuencia a los best sellers, a las películas de Hollywood y a

muchos libros de teoría y crítica, que empiezan muy bien, animosos,

planteando situaciones creíbles y atractivas, y a la mitad se caen

porque el autor ya está cansado y ya no sabe cómo resolver la trama

y termina metiendo algún crimen, un héroe de más, o una receta. Hay

cosas que debieran acabarse a la mitad para que estuvieran enteras.

Michel Tournier escribe primero el final de sus libros porque es

mejor que terminen bien a que comiencen bien.


36

Mas sutiles que cualquier novela, son las "formas de ser" de las

personas. La forma de ser de alguien es algo reconocible, unitario e

intrigante, pero que no se puede decir qué es, porque no consiste en

nada concreto; es inasible, por lo que uno nunca puede describirla

sino solamente aportar ciertas vaguedades del tipo de "es que

siempre quiere hacer su santa voluntad" o "tiene elegancia", de las

que uno sólo puede dar uno que otro ejemplo que no convence a nadie:

uno no puede explicar porque alguien le es tan aborrecible o tan

encantador. Y es que, solamente se puede conoce la forma de ser de

alguien por la sensación que produce: es como si del prójimo uno

nada más tuviera su fantasma, que está aquí pero como flotando

alrededor, más respirable que visible, como aire, como clima,

vaporoso y envolvente. Los modos de vida, el ambiente de ciertas

situaciones, el espíritu de equipo, el signo de los tiempos, la

atmósfera de un lugar, son también formas de ser. De hecho, un

fantasma es la forma de ser de ciertas situaciones: a solas, en

penumbra, un ruido, un miedo, etc.

Pero cosas supuestamente más duras que un fantasma, que tienen


hasta precio, también tienen formas aéreas: tómese, aunque no

literalmente, una Coca-cola, ese icono del siglo XX, identificable

por el 95% de la población mundial, cosa que ni Jesucristo, y podrá

verse que su forma no radica ni en el líquido negro inventado por

John Pemberton en l886 para su farmacia en Atlanta, ni en la

botellita patentada el 16 de noviembre de 1915, ni en la lata ni en

su legendario logotipo blanco y rojo, porque también está, entre

otras cosas, en su sabor cosquilleante, como de metal pulido, y en

el cuento de la fórmula secreta 7X que incluyó cocaína hasta 1903 y


37

cafeína hasta la fecha, el cual, en ambos casos, siguen produciendo

cocacolainómanos; está asimismo en sus slogans como tome-Coca-cola,

la-pausa-que-refresca, la-chispa-de-la-vida, en sus cancioncitas de

amor y paz a la norteamericana como it's the real thing cantadas por

los Moody Blues o Aretha Franklin, y en otras canciones donde sale

una Coca-cola, como alguna de los Beatles, de Chava Flores o de

Mecano; está desde luego en ese Santa Claus verdaderamente light que

pintó Haddon Sundblom para la firma en los años treinta y que se

convirtió en la imagen oficial y standard de San Nicolás para todo

occidente y alrededores, como gordito infantiloide y simpaticón que

toma Coca-cola cuando hace frío en diciembre, y en otras pinturas de

Norman Rockwell y hasta en anuncios involuntarios como la foto del

Che Guevara tomando una Coca-cola en la ONU que publicó la revista

Life; y en fin, está en los conciertos de rock y en las olimpiadas

para que la juventud y la alegría y la salud y el planeta Tierra

empiecen a adoptar la forma de la Coca-cola, que permite hacer que

su definición sea impecable: Coca-cola-es-así.

Se puede advertir que las formas se hacen solas, es decir, son


cosas inintencionales, en el sentido de que no se pueden planear,

porque siempre sale otra cosa que lo que se planeó y nunca se sabe

qué es lo que va a salir. Lo que se encuentra tiende a ser diferente

de lo que se busca. Puede asegurarse que toda pintura no es lo que

el pintor tenía en mente, y lo que aparece en el cuadro no es lo que

quería expresar; por eso en el arte no se puede decir que el artista

"expresa" algo, porque a lo mejor quiere expresar una "maternidad" y

lo único que le sale es una "frustración". Por definición, lo que la

gente planea hacer con su propia vida, no corresponde a lo que


38

resulta después; a veces hasta puede salirle mejor. Pero la manera

más eficaz de desmoronar una ilusión es tratar de realizarla. No hay

por qué destruir los sueños haciéndolos realidad. Lo bonito de un

proyecto es el proyecto mismo y no su realización. Tal vez la

nostalgia de la infancia y juventud no es la nostalgia de una época

plena, sino de una en la que había ilusiones, sueños, proyectos, no

realizaciones. Y es que tener ilusiones es ya un hecho: la intención

en sí misma no es una intención, sino un hecho real, con forma. En

general, en las formas de ser de las gentes puede notarse claramente

la inintencionalidad, toda vez que uno no es lo que puede hacer,

sino lo que no puede no hacer. Uno mismo no es adrede, sino

inevitable: quien es lento, aunque se apure, lo hará con lentitud:

hacer las cosas rápido con lentitud es tal vez una definición de la

elegancia. En efecto, la cultura se hace sin querer, no es el plan

preconcebido de ninguna sociedad, de la misma manera que una

sociedad no es lo que quiere ser, sino lo que le resulta. Por estas

mismas razones, ni la historia, ni la cultura ni la sociedad tienden

a ninguna dirección, ni a la felicidad ni a cualquier otra: ya se


sabe qué es lo que pasa con las buenas intenciones, incluso con las

mejores, como diría Ingmar Bergman.

Su definición dice que una forma es una cosa que consiste en algo

distinto de sus especificaciones, que constituye una unidad

independiente de sus elementos, y que lleva dentro a su observador.

Al observador hay que tomarlo con pinzas: esa palabra "observador"

es muy cientificista, viene del siglo XIX y se refiere al individuo

circunspecto que estaba presente ante un fenómeno como quien ve

llover; en el siglo XX, a instancias de John Wheeler y debido a la


39

extrañeza de fenómenos como los de la física cuántica, se le empieza

a denominar más bien "participante", pero, si verdaderamente es

coexistente con la forma, inherente a ella, el participante todavía

parece un invitado que llega de fuera, así que al siglo XXI le

tocaría tal vez llamarlo "integrante", y más aún, dejar de nombrarlo

del todo porque la existencia de una forma lo implica de principio.

O, en dado caso, ese integrante es uno, ya sea uno mismo o uno

cualquiera como el hijo del vecino, no importa quién, como cuando

"uno" lee una novela, uno tiene una forma de ser, uno toma Coca-

cola, y ése es el concepto que tiene Kant de la forma como condición

del conocimiento, y se refiere a aquello que la mente del conocedor

el aporta al objeto de conocimiento; es eso del cristalconquesemira,

pero vale también a la inversa, o sea, que el objeto conocido le

confiere forma a la mente del conocedor, como cuando uno entra a una

fiesta y entonces se pone alegre como fiesta. Cuando uno anda

preocupado por los achaques de la enfermedad, el pensamiento adopta

la forma del cuerpo, y percibe a las vísceras moviéndose por dentro:

los hipocondríacos son seres para los que el mundo entero tiene la
forma de su cuerpo, y por eso no pueden ver ni pensar otra cosa.

Egoístas y egocéntricos no son del todo distintos. Uno le da forma a

la forma y la forma le da forma a uno; por ello son una misma

entidad. Esta compenetración entre observador y objeto, de uno y la

forma, es rigurosamente lo psíquico, y lo que podría estudiar por

ejemplo la psicología. Pero uno no es uno solo, individual y

exclusivo, que nació por su cuenta y aprendió a hablar y a ver a

solas y a pensar lo que se le antoje, sino que uno comporta un

lenguaje que comparte, unos modos de percepción genéricos, un


40

espacio común y una tradición de ancestros, por lo cual cada vez que

alguien es uno, encarna a toda su sociedad, con sus lógica, moral,

sentido común, maneras de moverse y sus verdades: por decirlo así,

uno es el punto de vista de su sociedad, su mirada, y por esto, todo

lo psíquico es colectivo y la sociedad es mental.

Forma, en latín, se dice forma, y parece sintetizar las dos

palabras que se usaban en griego para decir forma: µορϕη −morphé-,

que servía para referirse a la forma física o aparente, como en

"morfología", y ειδοσ -eidos- con que se refería a la forma

espiritual o esencia, y que todavía aparece en palabras como

infantiloide, cotidianeidad o femineidad; Aristóteles (Ed. 1999, pp.

117, 119) se refería a este doble sentido cuando decía que "la forma

da el ser a las cosas" (forma dat esse rei. Tatarkiewics, 1976, p.

268; Maffesoli, 1985, p. 80; Aranda Anzaldo, 1997, p. 140). En

efecto, la forma es una cosa profunda, que viene desde dentro, como

una potencia, como un empuje (Noël, 1994, p. 123). Una nube no es

nada más nube por fuera, porque también está llena de nube por

dentro, y no se puede hablar de una nube que esté hueca; no se vale


decir que una pelota está vacía, porque por dentro está repleta de

aquello que la hace ser pelota por fuera, porque si dentro tuviera

baquelita o gasolina dejaría de ser pelota. La forma no es una

cáscara o disfraz, sino que abarca su interior: toda forma es de

fondo, lo que se aparece en su exterior le viene desde dentro, y por

mucho que se gaste o se desgaste, como la Venus de Milo, sigue

siendo esa forma, como una cuchara de plata que aunque se raspe

sigue siendo cuchara de plata: no saca el cobre, o como una tablilla

de chocolate que no basta que parezca chocolate, sino que también su


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sabor y sus ingredientes deben ser de chocolate, o como la ira,

cuyos gestos enrojecidos vienen desde las vísceras, como fuerza

interior.

Cuando no hay eso, sino la pura cáscara y la mera apariencia, se

sabe que ahí no hay una forma, y es cuando se habla de palabras

huecas, de frases vacías, de promesas vanas, de chocolate corriente,

de chapa de plata, de hipocresía, de falsificación o de que algo

enseñó el cobre a la primera oportunidad. Lo superficial, lo

frívolo, lo banal, es aquella forma que no se mantiene en su

interior, como las personas que se aplican un curso rápido de buenos

modales o de altos principios como "ética en la empresa" o algo así,

pero que al primer obstáculo sacan aquello de lo que están

profundamente hechos y muestran que su forma genuina es la

pacotilla, según se ha visto reiteradas veces en las esferas del

poder y de la fama. La vanidad debe su nombre a su característica de

cáscara vacía: lo vano es aquella forma que no se sostiene por

dentro.

Una forma es la tensión entre fuerzas internas, como la forma de


una sonrisa, que si se contrae demasiado se vuelve puchero, y si se

expande más de la cuenta se convierte en carcajada; a la sonrisa,

hay que alentarla y refrenarla al mismo tiempo, porque una forma es

la tensión existente entre lo que la hace deshacerse y lo que se lo

impide. Es bonita esa descripción de alguien que está "a punto de

estallar" de rabia, que significa, literalmente, que si no "se

contiene", literalmente, no tardará en saltar un cachete por un lado

y una oreja por el otro. Por eso, básicamente, una forma no puede

ser de otra forma: hay una especie de necesidad; un coche requiere


42

más o menos cuatro llantas (excepto un Morgan o un Meschersmith, que

los fueron de tres), un habitáculo para el chofer y un motor, y eso

le da su forma. La solidez es la necesariedad intrínseca de la

forma. La forma está hasta en lo más recóndito; eso quiere decir que

una forma es una entidad sólida. Lo sólido no es lo duro ni lo

pesado ni lo estático, sino aquello que tiene un "valor estable"

(Corominas, 1973), que se mantiene por detrás y por debajo de la

superficie y por encima y por delante de las apariencias, que es

como se usa cuando se habla de un matrimonio sólido o de una

educación sólida; cuando alguien es buena gente hasta el tuétano

significa que es buena gente hasta en los detalles en los que no se

podría ser: hasta para subirse al elevador o para odiar a un

enemigo. Esto es lo que se dice cuando se habla de "integridad", de

"ser de una pieza", de "entereza", sinónimos de solidez. La forma es

algo constante, íntegro, entero, que recorre todo el objeto, como el

chocolate macizo.

Por ser cosas sólidas, el material con que están hechas no se

distingue de la forma misma: el metal de por sí tiene forma de


metal, no importa si está puesto en lingote, cacerola o puente

colgante, y en cambio, algo no tiene forma de metal, aunque le

pongan su color y su actividad, si está hecho de plástico, como

sucede con las molduras de los coches. El mármol, aunque sea en

trozo, en Victoria de Samotracia o en lavamanos, sigue teniendo

forma de mármol; Julio Cortázar presenta una "manera sencillísima de

destruir una ciudad: se espera, escondido en el pasto, a que una

gran nube de la especie cúmulo se sitúe sobre la ciudad aborrecida.

Se dispara entonces la flecha petrificadora, la nube se convierte en


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mármol, y el resto no merece comentario" (1967, p. 7): eso no es una

nube sencillamente porque no se puede decir que la ciudad quedó

nublada; el material es su forma porque su forma es su material. Y

si la forma es una entidad psíquica, entonces los materiales también

lo son, y por eso puede decirse que alguien tiene el corazón de

piedra.

Si la forma es sólida, entonces, asimismo, las partes que la

constituyen se disuelven, porque se solidarizan con el todo y

derriten su identidad particular dentro de la forma misma y ya no

pueden separarse de ella. Un Ferrari es un automóvil

tradicionalmente rojo, pero, como dice Baudrillard, es de un "rojo

único, que no se encuentra en ninguna otra parte, sino que forma

unidad con las demás cualidades del automóvil; no es 'además' rojo"

(1968, p. 168); quítesele a la esmeralda su color verde, a Oxford su

color gris, y se verá que eran la forma misma. Como el color, el

tamaño también se borra al entrar dentro de la forma: la Estatua de

la Libertad de Auguste Bartholdi es monumental, pero, como dice otro

escultor, Eduardo Chillida, "lo monumental no tiene dimensiones", y


en efecto, esta estatua conserva su monumentalidad sin importar su

tamaño, ya que se encuentra a escala gigantesca en la Isla Ellis de

Nueva York, a escala mucho menor en el Puente Mirabeau sobre el Río

Sena, y en diferentes formatos minúsculos en el Museo de Artes y

Oficios de París, sin perder nunca su monumentalidad. Y es que,

ciertamente, la mirada no tiene tamaño: la mirada es un punto que

adopta la magnitud de la forma, y así, uno puede recorrer con los

ojos la maqueta de una ciudad, dar vuelta a sus esquinas y meterse

por sus callejones como si fuera un transeúnte, que es lo que hacen


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las niñas con las casitas de muñecas. La mirada siempre es del

tamaño de la forma.

La divisa de Louis Sullivan de que "la forma sigue a la función"

(Form Follows Function. Selle, 1973, p. 165) quiere decir que las

formas deben tener forma de lo que son, que no se vale disfrazarlas

de otra cosa, y se escribió para atacar especialmente a los

adornitos pegoteados sobre las cosas para que no se note lo que son,

como ponerle a las ventanas cortinas con brocados para que en vez de

ventanas parezcan vestidos de XV años, o como los garigoleos de las

patas de las mesas que no por eso hacen que la mesa se sostenga

mejor; en este sentido Adolf Loos escribió un artículo que se

intitulaba Ornamentación y Delito (1908): el delito de frivolidad o

deshonestidad de las formas. Pero, bien vista, la función de una

mesa rococó hecha en Chicago, Illinois, en 1970, no es la de

sostener platos o cuadernos, sino la de ser cursi, y entonces puede

verse que la función sigue a la forma, como sucede en las iglesias y

otras ambientaciones, e incluso en las maquinarias, porque si se les

hace estricta forma de maquinaria, de seguro funcionan: un tornillo


debe tener forma de tornillo, inexorablemente, de la misma manera

que un adorno debe tener forma de adorno y una cursilería de

cursilería. La forma es una función.

Y paradójicamente, una forma lleva dentro a su alrededor: su

fondo, su contexto, o su emplazamiento, y así, para que una persona

sea inteligente, debe estar colocada en una situación que la

intelija, que haga que sus desplantes sean inteligentes: todos los

ciudadanos son listos, en su ciudad, pero cuando se vuelven

turistas, o sea, cuando están colocados en otro lugar que no les


45

corresponde, adquieren forma y fama oligofrénicas, porque traen la

boca abierta mirando para todos lados, no saben contestar lo que se

les pregunta y se visten sin ton ni son. Efectivamente, la gente que

está en su habitat, por ejemplo viajando en el metro o haciendo sus

diligencias, por ejemplo el mecánico en su taller, se comporta con

seguridad, preciosismo, incluso con belleza, y da la envidiable

impresión de tener dominio sobre las cosas y control de su vida:

muestra la seguridad exacta del maestro y se ve, podría decirse,

perfecto; pero si a esa misma gente se le trasplanta de contexto, y

se lo pone en una oficina, se vuelve desencajado, "fuera de lugar"

precisamente, espantoso, de la misma manera que el oficinista en el

taller mecánico viendo cómo arreglan su coche, tratando de parecer

que sirve para algo; es como si el fondo, en vez de incorporarlos,

los supurara. La figura y el fondo no son asuntos discernibles: toda

forma incluye su fondo y por lo tanto no puede prescindir de él: una

cacerola llena de mejillones es un platillo en un restaurante, pero

la misma cacerola llena de mejillones en la Galería Tate de Londres

es una obra de arte de Marcel Broodthaers, belga él, realizada en


1964, de modo que la forma verídica de ésta es el contexto en que se

encuentra. Lo que hace a una obra de arte es el museo que tiene

alrededor. Hay pinturas que, si uno les quita el marco, se vuelven

paredes que hay que resanar; se sabe del caso de un museo que tuvo

que advertir al público que una pared que estaba en reparación no

era una pintura abstracta.

La forma es su materia, sus componentes, y también su propio

contenido. Una película de "mucho contenido", de ésas que se dice

que traen "mensaje", podrán exponer muy pormenorizadamente los


46

conflictos del alma o de la política, pero a veces resultan

terribles, porque lo único que debe contener una película, no es ni

una terapia ni un panfleto, sino una película, en sus escenas,

guión, fotografía, actuación, y eso en sí, sin avisos de por medio,

es todo lo demás, como las de Bergman o las de Ken Loach. Forma y

contenido son una misma cosa. La gente se enorgullece de su cara

bonita como si fuera mérito propio, como si uno la hubiera decidido

y pedido por anticipado, y es que ciertamente la apariencia personal

se experimenta como si fuera su ser más profundo; lo mismo sucede

con el dinero y otras posesiones, que aunque sean heredadas, la

gente las percibe como contenido interiores, porque en efecto, la

forma es el contenido. Y al revés, también sucede que hay gente

abiertamente desgraciada, con sentimientos de exclusión y pequeñez

por ser feos y defectuosos, como si ellos mismos por tontos hubieran

escogido ser así; esto le sucedía a Miguel Ángel. El caso es que

nadie se cree eso de que las apariencias no importan y de que la

belleza es interior; será injusto, pero la apariencia física es la

identidad personal porque la forma es el contenido. Incluso por


ricos y bonitos creen que ya son inteligentes y elegantes.

Forma y contenido son una misma cosa: trátese de extraerle el

contenido a la Novena Sinfonía de Beethoven y veremos qué sucede:

debe ser gracias a una trampa portentosa del pensamiento moderno que

se pueda hablar del contenido separado de su forma: quítesele la

forma a la Capilla Sixtina y a ver con qué se queda. Fue el

racionalismo cada vez más exacerbado el que dio con la estrambótica

idea de que la forma es un estorbo del contenido que hay que ir

suprimiendo hasta que quede contenido puro, y es que por contenido


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se suele entender "racionalidad" en oposición a la emotividad

inconmensurable de las formas: según esto, si a uno le tararean la

novena sinfonía, le platican una película o le dicen cuánto mide la

capilla sixtina, es más racional que ir a verlas: se quiere entender

por racionalidad algo así como los fines sin necesidad de los

medios, como tener las ideas sin tener que pensarlas; creer que es

más racional enterarse del resultado sin ver el partido. Pero en

buen castellano sin trampas, la racionalidad consiste en encontrarle

un orden a la vida, dándole a los elementos disímiles una similitud,

convertirlos a una misma materia, dotarlos de coherencia, otorgarles

proporciones y, en suma, darle una forma al pensamiento y a la

realidad, en el entendido de que sólo y sólo si el mundo tiene forma

se vuelve importante, porque sólo teniendo forma es cuando incorpora

al observador, nos "enteramos" de él, esto es, nos hacemos "enteros"

con él, nos integramos, pertenecemos a él, y entonces el mundo tiene

sentido y vale la pena: la racionalidad es darle a las cosas razón

de ser. Esto fue lo que pretendió, desde el siglo XIII desde Roger

Bacon, la racionalidad científica, que alcanzó una buena cuota de


orden en el mundo. La peculiaridad de la racionalidad científica es

que busca las formas más sencillas, simétricas, equilibradas,

necesarias, correctibles, sin adornos gratuitos, como la fórmula de

la relatividad de Einstein, y también durables, baratas, reparables,

como el Volkswagen de Ferdinand Porsche (Dorfles, 1968, p. 106). Y

en ello radica su belleza: razón y proporción eran sinónimos.

Si la forma es una entidad básicamente afectiva debido a que uno

mismo está inmiscuido en ella, y no es descriptible, como lo muestra

el arte, entonces resulta que la racionalidad, al tener una forma,


48

también contiene una afectividad, que en el caso de la racionalidad

científica podría ser un sentimiento de reaseguro y confianza, que

es más o menos lo que prometía. De hecho, el problema de la

recionalidad científica sobreviene cuando pierde su forma y se queda

solamente con esa conducta hueca y endurecida que nada más fabrica

resultados y eficiencia sin razón de ser que hoy se denomina

racionalismo cientificista, debido a que se quiso llevar a la

racionalidad a niveles de tiranía, y al pretender deshacerse de las

formas del pensamiento, lo que quedó no fue un pensamiento "puro",

sino una forma disecada que ni siquiera piensa: de la forma se pasó

a la formulación y de ahí a la formalización: de la vida se pasó a

la anestesia y de ahí a la autopsia. El racionalismo cientificista,

muy usual entre los dizque científicos sociales, solamente sabe ver

la costra seca y hueca de las cosas, pero así y todo es hoy por hoy

una superficialidad de gran prestigio, una frivolidad de éxito.

Pero si la racionalidad es una forma, entonces toda forma tiene su

racionalidad, su razón de ser, su orden y su proporción, y si se

quiere, su sensatez y su inteligencia: la inteligencia como forma no


puede ser esa capacidad de puntear alto en un test de inteligencia

ni la de saber manipular palancas, cosas o personas, ni el hecho de

tener muchas neuronas haciendo sinapsis fastuosas. Implicaría más

bien algo más refinado, más elegante, algo así como, con los

recursos de que se disponen, aunque sean pocos, en dinero, neuronas,

educación, aptitudes y otras gracias, hacer los más que se pueda

para que el mundo resulte un lugar más vivible: hacer lo que se

pueda con lo que se tenga para embellecer la vida, la de uno y la de

los demás. La inteligencia sería un asunto de sensibilidad hacia el


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mejor grado del orden. Y tontos, debe haber muchos de alto cociente

intelectual.

Una forma es una unidad dentro de la cual se encuentra uno. Lo que

no tiene forma no existe, pero las formas son un continuo, es decir,

que pueden tener más, o menos, forma, según su grado de intensidad y

de compenetración con el observador: una histeria colectiva tiene

mucha forma, tal vez demasiada, mientras que una burocracia

administrativa la tiene muy poca. Toda vez que todo lo que se mete

en la forma se disuelve, el material, el tema y otros accidentes

dejan de importar, y lo único que importa es la calidad: pueden

hacerse conversaciones mentecatas sobre la liberación de la

sociedad, que suenan huecas y forzadas, y conversaciones

emocionantes sobre los palillos de dientes, que suenan fluidas y

vitales. Las formas atraviesan, por así decir, no importa qué

acontecimientos y materiales, y lo que importa entonces es qué

formas. Los estados de interfase entre los sólido y lo líquido, el

colapso de la bolsa de valores (Aranda Anzaldo, 1997, p. 140), el

punto suspenso en el que un enfermo se cura o se muere, el momento


de inflexión entre el amor o el desamor, las crisis sociales y el

instante en que uno toma una decisión, tienen todos la misma forma.

La tienen también un tropezón y el pecado, los negocios y la guerra,

el frío y la indiferencia. Dentro de la forma del triángulo se

encuentran el aparato psíquico freudiano, las Pirámides de Egipto,

una relación amorosa digamos sobrepoblada, el equilibrio de poderes

de la democracia y la táctica de decírselo a juan para que lo

entienda pedro. La forma de la seriedad puede aparecer en una

preadolescente analizando a Bart Simpson, en un tendero atendiendo a


50

sus clientes, en un señor contando un chiste, y en cambio, la forma

de la ridiculez puede aparecer en unos intelectuales y artistas que

se dan premios nacionales los unos a los otros, en los discursos de

los funcionarios o en el que cree que su traje de Hugo Boss le

confiere don de mando: la ridiculez es la seriedad que pierde forma.

Las formas de la vida, del juego, de las pasiones, etc., son lo

más apegado y lo más palpable que se pueda tener de la sociedad y de

la realidad, porque son lo único que se da sin mediaciones y lo

único que nos incluye, porque no hay nada que aparezca como más real

que lo que se siente aunque no se mida, y por eso, la creación

profunda de la sociedad son sus formas, y todo lo que contengan

adquiere la realidad de la forma en que se encuentra, de modo que,

en rigor, el problema de esta sociedad no es la economía ni la falta

de educación ni la violencia, sino el hecho de que la forma general

de la sociedad se ha fragmentado, ahuecado y/o endurecido, de suerte

que cualquier cosa que se emprenda es fragmentaria, vacua y rígida,

y así, se pretenden resolver los problemas de educación, de

convivencia o de miseria de la misma forma en que se provocaron,


como cuando el Banco Mundial quiere resolver el endeudamiento de un

país haciéndole otro préstamo, como cuando la frustración que deja

el consumismo se pretende consolar yéndose de compras.

La forma de lo sagrado, que es tal vez la de un momento en que se

abre algo que no está aquí, o de religancia de uno con su comunidad,

como dice Maffesoli (1988, p. 112), aparece en una mesa de comedor,

en un grupo de gente esperando que pase la lluvia, en alguna página

de un libro, o en un estadio de futbol repleto, como prefería Camus.

La forma de la felicidad puede aparecer al fumarse un cigarro en


51

lugar prohibido. El alivio es quitarse un peso de encima, y da lo

mismo si el peso era una enfermedad, una culpa o una mochila.

Rosario Castellanos describe su tristeza de la siguiente manera: "no

lloro en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe; lloro cuando

se quema el arroz o cuando pierdo el último recibo del impuesto

predial".

La puerilidad del racionalismo reside en que siempre quiere

parecer muy grave, relevante y altamente especializado, y por eso

sus adeptos siempre quieren hablar de cosas que ni le suceden a

nadie ni nadie sabe de qué están hablando, para que no se equivoquen

y para que se vea que ellos sí estudiaron. Por eso siempre escogen

ejemplos grandotes y sólo para expertos, en los que se adivina una

jerarquía donde manda el poder, el status, la ganancia, el tamaño,

las cantidades y otras cosas de gran reputación. En cambio, al

conocimiento de las formas le suelen tener sin cuidado las

jerarquías del racionalismo y se permite conjuntar ejemplos

dispares, porque aquí no hay que guardar la reputación, sino sólo

hay que guardar las formas, y las formas de la vida están tanto en
el acontecimiento como en la anécdota (Maffesoli, 1985, p. 86), en

lo superior y en lo inferior, en lo serio y en lo trivial, en lo

práctico y lo epistemológico, lo inmemorial y lo urgente, lo

material y lo mental, lo local y lo universal, la poesía y el

automovilismo, en el escándalo público y en la revuelta íntima, en

el arte del renacimiento y en las modas para este otoño, porque lo

que importa es la forma que atraviesa cualquier contenido.

Es por estas razones que Georg Simmel, a principios del siglo XX,

se atrevió el lujo desdeñoso de hacer, por ejemplo, una filosofía de


52

la coquetería (s.f., pp. 6l ss.), de cuando una mujer mira tantito y

sonríe y luego se voltea como si no hubiera hecho nada, o deja

entrever en una frase o en la ropa una especie incierta de doble

intención. Y es que, en efecto, la forma de la coquetería es la

conjunción, en un solo acto, de dar y no dar, de mostrar y ocultar,

de soltar y guardar, en donde, mediante ciertos gestos, tonos,

acercamientos, se realiza un ofrecimiento que consiste en su

negación pero cuya negación es en sí misma el ofrecimiento, asunto

sutil como se ve, y por ello el coqueteado se queda atrapado en un

hechizo que no entiende porque es una mezcla simultánea de tener y

no tener, de ganar y perder. Es, como dice Simmel, la oscilación del

sí y el no, el ritmo del quizás. La forma básica de la coquetería es

precisamente la misma que la de la unidad de la dualidad que está

presente en el fondo de la realidad y del conocimiento, y que parece

que en la coquetería se muestra en toda su intensidad pero también

en todo su refinamiento. La coquetería, que proviene del francés

coq, "gallo", se acaba en el momento en que se da su cumplimiento,

ya sea de dar o de no dar, es decir, cuando se acaba la indecisión,


ya sea porque uno de los dos involucrados lo toma en serio y se

anima y pide cuentas, o se asusta y se va, esto es, cuando se pide

que la coquetería tenga que tener un resultado. Y eso sí que no. Por

esto dice Simmel que la coquetería tiene la misma forma que el arte

y el juego, porque los tres sólo existen mientras la resolución está

en suspenso, debido a que ellos son una finalidad en sí mismos. La

coquetería es un arte, pero es un juego.

Simmel nació en Berlín en 1858; estudió filosofía, historia y

psicología en la universidad de esa ciudad, donde después dio clase


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de filosofía de la ciencia, ética, sociología y psicología social

durante treinta años, hasta 1914, cuando por fin le dan una plaza

permanente de profesor de psicología social en Estrasburgo, donde

murió en 1918. Junto con la coquetería, escribió textos sobre la

moda, la cultura femenina, los pobres, la nobleza, los aventureros,

y otros temas superficiales para profundizarlos, descascarándoles la

apariencia y encontrándoles la forma, por lo que Moscovici (1988, p.

288), dice que Simmel es "el Borges de la literatura sociológica".

Hay quien dice que es "el Freud de la sociología", y como sea, lo

que está haciendo es plantear que la cultura piensa con formas, y

que los variados objetos empíricos adquieren su realidad y sentido

cuando entran dentro de una forma que les da identidad, estructura y

significado (Levine, 1971, p. xxxii).

Sus clases eran un éxito, como las de Bergson en París, pero

mientras que a Bergson le dieron el Premio Nobel en 1927, a Simmel

lo bloquearon por todas partes, por ser judío, por pensar por cuenta

propia, por despreciar el estilo académico esclerotizado, por no

citar en sus textos a las vacas sagradas, por envidia, por celos,
por solitario, por hacer una "sociología de esteta", por no

organizar grupitos de discípulos aduladores, y por eso nunca le

dieron la plaza de profesor titular en Berlín, porque en el examen

le contestó feo a un sinodal que decía que el alma estaba en el

cerebro. Por extraño. Y escribió un artículo que se llama El Extraño

(1908): un extraño es aquél que se encuentra dentro de un lugar o en

un grupo pero que no pertenece de origen a él, de manera que, aunque

hable el mismo idioma, se sepa los mismos chistes, trabaje con los

demás y sea conocido por todos, hay algo en él que de repente lo


54

hace aparecer como un desconocido, como alguien que está adentro y

es cercano pero que al mismo tiempo como si se alejara y estuviera

afuera, y que por esta razón puede contemplar a la comunidad de otro

modo, y aprender cosas de ellos que nadie puede conocer, porque,

curiosamente, es al extraño a quien a veces se le cuentan los

secretos que no se dicen, como cuando uno le platica sus intimidades

al psicoanalista, al cantinero, al confesor o al compañero de viaje

que sabe que no volverá a ver jamás. Pero al extraño, en mitad de la

calidez y la acogida, de pronto le repunta algo de frío y distante

que lo desarraiga y lo aísla. Los inmigrantes, los viajeros, los

extranjeros, los que provienen de otra clase social, entre otros,

son estos extraños, aunque, como dice Simmel, todos somos los

extraños de todos, que se descubren incluso dentro de las relaciones

más íntimas, cuando, un instante después de haber creído que el otro

se compenetraba totalmente, que le pertenecía y era idéntico con

uno, de repente, hay un modo de desviar la mirada, de guardar

silencio, de interesarse por el cuadro colgado en la pared, o de

"sacar de su cartera un viejo itinerario de trenes", como dice


Leonard Cohen en La Canción del Extraño, que revela que hay algo en

el otro que nunca se puede saber, tocar, alcanzar, y que siempre

estará lejos por muy cerca que esté, porque hay recuerdos, golpes y

búsquedas donde nunca podrán coincidir.

El extraño es quien mejor puede conocer la forma de una sociedad,

porque tiene la doble cualidad de pertenecer a ella, de sentir lo

que se siente ser ella, y de no pertenecer, de poder analizarla como

si se tratar de un objeto aparte. En efecto, para investigar el

mundo de las formas, el investigador debe necesariamente encontrarse


55

al mismo tiempo dentro y fuera de la forma, porque quien solamente

está dentro de ella, como lo está un neoyorkino en Nueva York, un

adolorido en su dolor, solamente la puede vivir pero no reflexionar

o comprender, y porque quien solamente está fuera de ella, como lo

está un científico social que revisa sus reportes y sus

estadísticas, solamente la puede catalogar y graficar pero no

entender. Hay que pertenecer y no pertenecer. El lugar que está

dentro y fuera a la vez es aquél al que se le denomina límite o

frontera: quien está parado en el umbral de la puerta de un cuarto,

no se puede decir que está en el interior de la habitación, pero

tampoco se puede decir que está en el pasillo: está en ambos lados,

y también en ninguno, y es un buen lugar porque a uno le permite

irse o quedarse sin mayores preámbulos, y puede mirar todo lo que

está pasando dentro del cuarto sin que le esté sucediendo a él: está

como si no estuviera, o no está pero como si estuviera; los

entrenadores de los equipos deportivos están parados en el límite

del campo, mitad cancha mitad no, y el hecho de que los

responsabilizan de todo significa que son los que saben qué sucede.
Todo el mundo hace lo mismo: es notorio en los restaurantes, en

donde la gente, para investigar a los demás, tiende a ocupar las

mesas pegadas a las paredes y ventanas.

Toda pregunta se hace desde un límite. Quien es muy sociable o muy

militante o muy concientizado, paradójicamente no puede comprender

la sociedad. Hay que ser un tanto antisocial. Hay que ser testigo,

no protagonista; los testigos de un crimen se asustan pero no se

mueren. Se requiere un grado de marginalidad, porque, ciertamente,

estar en el margen es estar en el borde, como alguien que forma


56

parte pero no tanto. Hay que ser un tanto marginal, y en efecto,

Simmel pudo comprender su sociedad porque no se juntaba con los

demás académicos y porque no recibía privilegios ni premios: el

precio del reconocimiento y del éxito de los intelectuales,

académicos, compositores, artistas y demás trabajadores del

conocimiento es que se les quita del límite y se les invita a pasar

adentro del sistema del prestigio y las canonjías, y una vez estando

adentro, ya sólo se pueden divertir y enorgullecer, pero ya no

pueden conocer: cuando se les quita su marginalidad se les quita su

pensamiento; como diría Joaquín Sabina, cuando a un poeta le

empiezan a gustar los aeropuertos, su trabajo está finiquitado.

Situarse en el límite consiste en el método de asumir una mirada

marginal no importa dónde esté situado uno, porque, en efecto, cada

investigador u observador hace aproximadamente la forma que se le

antoja y se coloca donde quiera: uno puede ver un partido de futbol

y ha escogido eso como forma, pero uno puede ponerse a ver al

público de las tribunas y con eso le ha puesto a la realidad otra

forma; habrá quien se dedica a ver la estructura del estadio, quien


sólo mira los anuncios o quien no deja de ver sus propias

preocupaciones aunque lo hayan llevado al futbol para distraerse. Si

uno depende de la forma, las formas también dependen de uno. Por eso

el conocimiento tiene la forma de la realidad, y la realidad tiene

la forma del conocimiento. En general, a la realidad se la ha visto

como diferentes formas, unas más descompuestas que otras: se le

puede ver como si fuera toda biología, o toda economía, como si

fuera una máquina, o un hormiguero, como si fuera Disneylandia, como

si fuera un organismo, o una guerra santa. Los cientificistas han


57

visto a la realidad como si fuera "la realidad", y creen que el

conocimiento consiste en describirla con un lenguaje que también es

"real", el de los números y las mediciones; la ocurrencia es un poco

peregrina, pero entre ellos se dan ánimos. Durante el siglo XX, sin

embargo, apareció una forma de ver la realidad que consiste en verlo

todo como lenguaje y comunicación, ya sea conversación, texto, o

discurso, y que ha figurado como vanguardia en la filosofía, la

sociología, la psicología, la teología, la crítica de arte y

cualquier otra disciplina que se apunte: según esto, una pintura no

es una pintura sino un texto que hay que "leer", por lo cual Miró ha

de ser más bien retrasado ya que tuvo que pintar porque no supo cómo

escribirlo, y un sentimiento no es un sentimiento sino un acuerdo al

que llegan las personas respecto a lo que significa sentir. Este

enfoque es sumamente interesante porque desmoronó las pretensiones

de realidad real y total del cientificismo al mostrar que su

realidad era solamente lo que decían que era la realidad, porque lo

único que en verdad conocemos y poseemos son las palabras con que

nombramos todo lo demás: lo único real es el lenguaje.


Puesto que no siempre se puede admitir que un dolor de cabeza sean

meras palabras que se puede quitar con el hecho de decirlas

correctamente, o que la alegría sea solamente un discurso que uno se

sabe sobre la alegría, ni que la música o la muerte y en fin la

realidad sean sólo una cuestión lingüística, vale la pena contrastar

una realidad que está hecha de discurso (Cfr. Moscovici, 1984b;

Bruner, 1990, p. 56; Shotter, 1993, pp. 179-182; Gergen, 1994, pp.

72-79; Ibáñez-gracia, 1994, pp. 245-257) contra la realidad vista

como forma. Primero: Para el discurso, la realidad es obviamente


58

lingüística; se hace de irla hablando o escribiendo, y consiste en

conversaciones, acuerdos, o retóricas. Para la forma, la realidad es

"imágica", de imágenes, hecha de materia infra-para-supra-

lingüística (Ricoeur, 1960, p. 22), como lo es un retrato, u el odio

o las percepciones. Segundo: Para el discurso la realidad es

construida, como un edificio, que se va armando pieza por pieza

paulatinamente: una pintura comienza con un trazo, luego otro, luego

un color, luego otro, y así hasta acabar. Para la forma, la realidad

es aparecida, como se aparecen los fantasmas y los espantos, todos

de golpe y completos, como las revoluciones y las ideas: en una

pintura se van haciendo trazos que no son la pintura, hasta que, en

cierto momento, aparece ya, y a veces no aparece. Tercero: En el

discurso, la realidad es relativa, esto es, que algo sólo es real

con respecto a algo más: la luz sólo es luz con respecto a la

obscuridad, y existe el amor solamente porque existe el odio y la

amistad. En las formas, la realidad es absoluta: "absoluto" quiere

decir "lo que no tiene relaciones" (Abbagnano, 1961), y por ende, es

real por sí misma, y ella es su propio significado; uno no se enoja


solamente con respecto a "estar contento", sino que uno se enoja y

punto. Cuarto: Para el discurso, la realidad es interactiva,

interactuada, interrelacional, o sea, que se hace entre el diálogo

de los participantes: unos platican con otros. Para la forma, la

realidad es simple: "simple" quiere decir "lo que no tiene

componentes" (Abbagnano, 1961), así que no se hace con la

intervención de varios factores: la sociedad no es una interacción,

sino una totalidad. Quinto: Para el discurso, la realidad es

pública, porque las relaciones se realizan con lenguaje comprensible


59

para todos: no se puede ser "simpático" si sólo él es el que está de

acuerdo: todo lo existente debe ser públicamente reconocido porque

se basa en acuerdos. Para la forma, la realidad es colectiva: lo

contrario de lo público no es lo privado, porque eso nada más es

menos público, sino que es lo colectivo; puesto que cada forma ocupa

en su momento toda la realidad, y uno se encuentra dentro de ella,

entonces cualquier cosa, y uno mismo, consiste en toda la realidad y

toda la sociedad, además de que, después de todo, "uno" significa su

sociedad. Sexto: En el discurso, la realidad es simbólica, esto es,

la realidad tal cual nunca está presente, y en cambio en su lugar

siempre se presentan símbolos, como las palabras u otros signos, y

puesto que la realidad es relativa, el significado de unas palabras

siempre resultan ser otras palabras: la realidad es una cosa

mediada; no se presenta, sino que se representa: para conocer el

significado de un símbolo, hay que hacer traducciones. En la forma,

la realidad es inmediata, porque la forma ya es la realidad

directamente: un sueño es ese sueño, la tristeza es esa tristeza y

no cabe preguntarse qué significa porque ella es el significado;


como dice Gadamer (1960, p. 204), "lo representado está por sí mismo

en su imagen". Séptimo: Para el discurso, la realidad es triádica,

como enseñó Charles Sanders Peirce, en donde existe un sujeto que

habla, un objeto del que habla, y el punto de vista desde el cual se

dice algo sobre el objeto, es decir, el marco de interpretación que

establece la conexión entre el sujeto y el objeto, y que en general

es el lenguaje, las tradiciones y la sociedad. Para las formas, la

realidad es monádica, como enseñó Gottfried Wilhelm Leibniz, o sea,

que sujeto, objeto e interpretación no existen así, porque eso


60

implicaría que la forma tienen componentes y relaciones, y en

realidad va toda junta; por ejemplo, uno mismo, al estar concentrado

en su labor se convierte en esa labor y en lo que se necesita para

hacerla: el sujeto es forma de la forma del objeto; por eso se dijo

que teoría, objeto de estudio y método no son separables. Octavo:

Para el discurso, la realidad es distinta, porque, efectivamente, el

lenguaje es un sistema de distinciones, mediante el cual se separan

unas cosas de otras y se vuelven diferentes: la palabra amor sirve

para distinguirse del odio, así como de la pasión, de la amistad o

del cariño, al igual que odio se distingue del hastío o de la

indiferencia. Para la forma, la realidad es indistinta, porque todos

los componentes están disueltos en su interior, de modo que no se

pueden diferenciar los pensamientos de los sentimientos de los

valores de los instintos del medioambiente de todo lo demás. Y

noveno: En el discurso, la realidad se expande, porque se va

llenando de más y más elementos que se tienen que desplegar sobre el

tiempo y el espacio, toda vez que, mientras más se quiera decir,

toma más páginas y lleva más tiempo hacerlo: por ejemplo, platicar
un sueño es más largo que soñarlo; medido en unidades

psicoanalíticas, toma como cincuenta minutos. La realidad es

extensiva. En la forma, la realidad se condensa: los cincuenta

minutos de descripción se soñaron en diez segundos; de hecho, toda

forma es una realidad compactada, en donde todo está puesto en una

sola unidad que se presenta completa. La realidad es intensiva. Y

por último, el discurso es de sentido común, razón por la cual suena

verosímil y convincente, ya que el sentido común son las verdades

que aprendemos a decir para cuando nos pregunten, y en cambio, las


61

formas son precisamente el conocimiento que nunca aprenderemos a

decir.

Esta contrastación no tiene nada de veredicto, ya que mientras la

forma diría que el discurso es sólo una forma, a su vez el discurso

diría que la forma es sólo un discurso. Comoquiera, la idea de forma

como modo de ser del pensamiento la plantea en los años cuarenta una

filósofa norteamericana de ascendencia alemana de nombre completo

Susanne Katherina Knauth Langer, que nace en 1895 y muere en 1985

(Craig, 1998). Entretanto, discípula de Alfred Whitehead, el que

escribe junto con Bertrand Russell los Principia Mathematica,

iniciada dentro de la lógica discursiva del estilo de Russell y de

los primeros tiempos de Ludwig Wittgenstein, Susanne Langer lee sin

embargo la Filosofía de las Formas Simbólicas de Ernst Cassirer, en

la que habla de los mitos y esas cosas como formas del conocimiento,

que es donde ella encuentra lo que considera una Nueva Clave de la

Filosofía (194l), la cual desarrolla, y que no consiste en la

discursividad propia del lenguaje, tan de moda ya desde entonces,

sino en una "presentatividad" (1941, p. 116), típica de las formas.


Según la Langer, el discurso es un pensamiento que para pensar

tienen que transcurrir, discurrir, como si se desenrollara una tira,

como cuando se usa el término "rollo" cada vez que alguien empieza a

hablar, porque está hecho de símbolos lineales, separados,

secuenciales y sucesivos, de suerte que las palabras deben ir una

por una y una tras otra para poder hablar, ya que "no podemos hablar

con manojos simultáneos de nombres" (194l, p. 98); por sus

características, el discurso es un tipo de pensamiento apto para

conocer solamente las realidades que se pueden desmenuzar para


62

ponerlas en una línea de piecesitas separadas y sucesivas y que son,

específicamente, las realidades del conocimiento científico, lógico

y racional, con el cual se pueden hacer muchas cosas, como medicinas

y misiles. Pero hay asimismo otras realidades cuya complejidad no

puede distribuirse en una fila para desfilar por turnos, sino que

tienen que aparecer todas juntas de una sola vez, de manera que

deben configurarse en un conocimiento de orden simultáneo, no

legible, sino sensible, no verbalizable sino afectivo, que es el de

las formas y los sentimientos que aparecen en las artes plásticas,

las música y la literatura, y en los mitos y los rituales en los que

se capta la rítmica de altibajos, vaivenes y claroscuros de fuerzas

interiores con que está hecha la tensión fundamental de la vida,

esto es, las formas contienen el conocimiento de lo que se siente la

vida, que es el conocimiento de principio del que deriva todo

conocimiento ulterior, toda racionalidad y realidad. En un retrato,

por ejemplo, las líneas y sombras que conforman la nariz, las

pupilas o las sienes no significan nada más que rayas y manchas si

se las pone solas en otra hoja, y sólo tienen validez en la medida


en que estén también presentes el resto de rasgos y colores en

conjunto, y además, se supone, un buen retrato debe mostrar la vida

del personaje retratado, sus ánimos y decaimientos, sus trabajos y

aspiraciones, y eso en absoluto puede decirse que se localice en

línea alguna, y por lo tanto lo que presenta el retrato no puede

describirse, sino sólo sentirse.

Por esto, Susanne Langer concluye que el sentimiento y la forma es

el conocimiento de fondo de la realidad, y del que consiste

básicamente la mente, o conciencia o psique, incluyendo la


63

racionalidad y el pensamiento discursivo. Aparte de otros cinco

libros de ocasión, no es de extrañar que su siguiente obra, expresa

continuación de la anterior, se intitule Sentimiento y Forma (1952),

para finalmente sumar una trilogía cuyo último título, publicado en

tres volúmenes, el último de los cuales es de 1985 (Craig, 1998), se

llame La Mente: Ensayo sobre el Sentimiento Humano (1967, 1972), y

en efecto, lo que hizo a lo largo de cuarenta años fue una teoría de

la mente, o una psicología. Lo curioso, o no tanto, es que, con la

excepción de Howard Gardner (1993), los psicólogos en general no

tengan ni idea de ella, tal vez porque es culta y escribe bien, dos

defectos que causan urticaria en la psicología cientificista. Pero

puede que no sea tan malo pasar inadvertida por la psicología

oficial, porque, esta disciplina, al parecer, como mesías al revés,

opina lo contrario de levántate-y-anda y todo lo que toca lo

paraliza y lo deja lisiado, como justamente le sucedió a la

psicología de la Gestalt.

Y ciertamente, la Gestalt es otra teoría fuerte de la forma que,

en paréntesis dedicado a los nacidos en la era esotérica, cabe


aclarar que no tiene nada que ver con la patraña pseudo-psi

inventada por un señor cuyo nombre no interesa para sacar dinero hoy

que todo mundo busca curaciones fáciles para el alma, y que como

todo buen estafador se plagió el nombre para vender una mercancía

llamada "terapia gestalt", marca registrada, de éxito rotundo, sin

haber siquiera leído ningún libro sobre la Teoría de la Gestalt

(Hothersall, 1984, p. 252). Eso no se vale, pero es la misma razón

por la cual hay un bodrio que se llama "jazz aerobics". Mejor hay

que cerrar el paréntesis. Gestalt, plural gestalten, es una palabra


64

que venía del alemán antes de convertirse en sustantivo común culto

en cualquier idioma y significa "forma, y más ampliamente, manera y

aún esencia" (Boring, 1950, p. 610), esto es, aquello que es "otra

cosa o algo más que la suma de sus partes" (Guillaume, 1937, p. 17).

Edwin Boring dice que es una "psicología de los todos". La

psicología académica la redujo a una psicología de la percepción, la

redujo a tres responsables, Max Wertheimer, Wofgang Köhler y Kurt

Koffka; la redujo a un ejemplo es esos foquitos que parece que

caminan en los árboles de navidad denominado fenómeno phi, y la

redujo a una clase aburrida en algún temario introductorio. En

revancha, sus autores le quitaron el nombre de "psicología", porque

les quedaba chico.

Y la denominaron mejor "teoría", toda vez que es la realidad

completa la que es una forma, y la forma es una entidad mental. Kurt

Lewin, que era el psicólogo social de los gestaltistas, lo entendió

como que la sociedad es mental. En fin, aparte de unas leyes como la

de proximidad y semejanza, y una muy elegante que se llama "ley de

la buena forma", la Gestalt habla de transponibilidad, isomorfismo,


sinestesia y fisonomía moral de la realidad de las formas.

La transponibilidad es la cualidad por la cual, si a una forma se

le cambian todos los componentes, medidas, tamaños, pero manteniendo

su proporción o su estructura, la forma se conserva (Merleau Ponty,

1942, p. 76), como, por ejemplo, en los retratos estilizados de

Modigliani o de Giacommetti, que alargan todos los rasgos, el

cuerpo, la cabeza, la nariz, y el retrato sigue pareciéndose, que es

la misma razón por la cual uno reconoce su cara en una foto tamaño

pasaporte. En cambio, si sólo cambiara un rasgo y nada más,


65

alargarle la nariz por ejemplo, no importa de quién fuera el

retrato, siempre sería el de Pinocho.

El isomorfismo es la transponibilidad general de la vida, mediante

el cual uno puede dejar de ser de carne y hueso y volverse de papel

y tinta, como en los retratos, y todavía ser el mismo. La forma

puede mudar de material, sustancia, soporte, sustrato, y se conserva

(S. Langer, 1967, pp. 76, 182). Cuando uno llora en el cine, es que

la escena de la película es isomórfica con la tristeza propia, o sea

que, cambiándolo todo, mantiene no obstante su misma forma, que es

cuando uno dice que se identifica con el personaje, e incluso,

cuando uno ejecuta sus gestos tristes como llorar tras el pañuelo,

las vísceras, a su manera, se ponen tristes, ejecutando ciertos

gestos como constreñirse, y hasta la química del cuerpo se

entristece alterando la composición de los humores, que es lo que

los clásicos llamaban paralelismo psicofísico (James, 1890): cuando

uno está alegre en el alma, está endorfinado en las neuronas. La

Gestalt argumenta que hay una identidad de formas entre la mente y

la materia, lo animado y lo inánime, lo interior y lo exterior, y en


suma, que la realidad siempre es análoga.

La sinestesia es a su vez el isomorfismo existente entre los cinco

sentidos de la percepción, que a pesar de uno usar la lengua y

registrar comida y otro la piel y registrar textura, la forma que se

percibe es la misma, razón por la cual la salsa Tabasco "pica", que

es lo mismo que hace un alfiler, o como dice Gómez de la Serna, "el

agua mineral sabe a pie dormido". La realidad se encuentra

unificada: los colores suenan y tienen temperatura, los sonidos

tienen tacto y peso y tamaño, los olores se ven, y así


66

sucesivamente. El lenguaje cotidiano nombra las sinestesias, y se

habla de colores chillones como si fueran niños malcriados o cálidos

como si fueran estufas, la música se "toca" como si fuera un objeto

sólido, y hasta tiene "volumen", el cual lo puede uno subir o bajar.

Un gastrónomo (Medina, 1988, p. 91) habla de "un vino limpio, sin

grandes aristas, pero nada pastoso". Paradójicamente, del olfato no

hay mucho ejemplos porque es el más sinestésico de todos y siempre

aparece como si fuera otro sentido, pero cuando alguien "tiene

olfato" para los negocios, es que los percibe sin saber cómo, que es

lo mismo a lo que se referían en los seminarios cuando se decía que

alguien tenía "olor de santidad". Los recuerdos se huelen. Las voces

se apagan, como si fueran luces, existen "ruidos sordos", y

Baudelaire resume: "dentro de una oscura y profunda unidad, los

perfumes, los colores y los sonidos se responden".

Puede decirse que es que se llama sexto sentido es la sinestesia.

Pero también hay paisajes indolentes, océanos amenazadores, cielos

tristes, es decir, cosas que es como si pensaran y sintieran. Un

químico hace esta descripción de un proceso de oxidación-reducción:


"a esta alta temperatura, el carbón es sumamente ávido de oxígeno y

se lo roba al óxido de fierro"; el carbón parece una persona, y no

muy buena gente por cierto. En efecto, los objetos pueden tener las

mismas formas que los sentimientos y pensamientos; a esto la Gestalt

le llamó percepción fisonómica o fisonomía moral (Guillaume, 1937,

pp. 183-187). "Fisiognomía", en el siglo XIX, quería decir que se

podía conocer el carácter y temperamento de una persona por sus

rasgos, y entonces, puesto que las cosas también tienen rasgos, así

los edificios, los árboles, los frascos de perfume, tienen asimismo


67

carácter y temperamento. El ejemplo consagrado es el de un sauce

llorón. Si un día gris, lluvioso y con todas las gentes, los gatos y

las plantas agachados bajo el peso del clima, es un día triste, es

porque tiene la misma forma de alguien que no trae buen color, que

camina mirando al suelo, como si lloviera, y que las comisuras de la

boca, y las cejas y las manos, parece como si escurrieran; la

tristeza es una forma que empieza yendo para arriba pero que termina

yendo para abajo, que se levanta pero se escurre, y unos colores que

iban hacia el blanco pero que van de regreso hacia el negro. Son

este tipo de formas el que usan los artistas para configurar sus

obras. Puede que los científicos no, pero el resto de la gente

vivimos todavía en un mundo animado, donde los coches nos quieren

atropellar, los edificios se levantan, las noches nos asustan, las

puertas se nos cierran aunque siempre les podemos responder con una

patada. Hay lugares que se ven más amables que otros, hay

restaurantes alegres y templos lúgubres.

Y además, la Teoría de la Gestalt habla de insight y de

emergencia: ambas palabras significan que la forma, puesto que no es


una construcción, sino si acaso un monolito, aparece de repente y no

estaba ahí desde antes de ninguna manera: las formas son emergentes

en el sentido de que no hay nada en las piezas previas que prefigure

o contenga a esa forma, de manera que lo que surge o emerge en rigor

no tiene nada que ver con lo que le antecede (Guillaume, 1937, pp.

19, 97; Boring, 1950, p. 611), como cuando a uno se le ocurre una

solución: uno podría seguir piense y piense por los siglos de los

siglos y siempre estaría exactamente tan lejos o tan cerca de ella,


68

porque en ningún momento hay garantía de que llegará la solución: no

hay nada en los componentes que asegure el todo.

Y cuando llega la solución, llega de pronto y como de ninguna

parte, es decir, viene por insight (Köhler, 1966, pp. 193 ss.), que

es el término que utilizó la Gestalt para referirse a la aparición

de las formas y la creación de realidades; se le intentó traducir

como introvisión o discernimiento, pero sigue siendo intraducible:

significa que en un momento dado y no previsto, los elementos

diferentes de una realidad, por ejemplo, de esa realidad que uno

llama problema, se acomodan ellos solos y sin aviso en un nuevo

orden que quién sabe de dónde salió, e instantáneamente aparece una

otra realidad, totalmente emergente, esa realidad que uno llama

solución. Y todo se ve más claro, más sencillo, más bonito. Esto

sucede al resolver un crucigrama, al fundar una ciudad, al

interpretar un sueño, o al bajar una penca de plátanos del techo,

que es la escena original en donde a Köhler se le ocurrió,

supongamos que por insight, la idea del insight, con la

circunstancia de que era un chimpancé, de nombre Sultán, quien


encontraba la solución del caso. Esta aparición de una forma está a

la base de todo lo que se denomina descubrimiento, conocimiento,

creación, fundación, invención: es la inauguración de la realidad*.

____________________
69

*.- La Psicología Colectiva se ocupa de indagar las condiciones y cualidades de


génesis, generación, genealogía, regeneración y degeneración del sentido y el
significado generales de una sociedad, es decir, de aquello que la hace surgir,
desarrollarse y deshacerse, o, dicho de otra forma, de aquello que hace que valga
la pena la vida o, en otras palabras, aquellas fuerzas o potencias que mueven
desde el fondo a la sociedad hasta en sus más nimios detalles, desde las razones
del arreglo personal y las veleidades de la moda hasta los grandes movimientos
civiles o fenómenos religiosos, porque esto es lo que más genuinamente puede
calificarse de psíquico o de mental: la fe, las creencias, los valores, los
principios, las pasiones, las ilusiones, las tradiciones, los hábitos y las
representaciones pertenecen a este orden de lo psíquico, y constituyen en conjunto
el sentido que da significado a la sociedad, o, lo que es lo mismo, son el alma de
la sociedad, a la cual pertenecen y de la cual participan todos sus integrantes.
Como puede advertirse, este sentido es superior a cualquier índole de
racionalidad, y toda racionalidad queda subordinada a este sentido, porque en la
dimensión del significado no opera la lógica; no es lo que se demuestra ni lo que
se argumenta sino lo que se siente. La sociedad es por naturaleza una entidad
afectiva. Por ello, la psicología colectiva coloca como principio de comprensión
el orden de los afectos. Después de todo, la psicología colectiva se inauguró con
el estudio de las multitudes, fenómeno en el que sobresale esta dimensión. Según
esto, todas las cosas, situaciones y acontecimientos tienen una esencia afectiva,
aunque los ejemplos más distinguidos son las emociones, los sentimientos, los
estados de ánimo, etc. Ahora bien, cuando se intenta dilucidar la naturaleza de
los afectos, se concluye que consisten en una forma, esto es, que la forma es el
contenido de la afectividad y, a su vez, la cualidad fundamental de las formas es
su carácter unitario independientemente de sus características accesorias; esta
unicidad es la que hace que algo se presente como algo al conocimiento. No
casualmente, eso raro que se denomina unidad es igualmente los que se denomina
"belleza": es bello aquello que se presenta como una unidad de la mejor manera
posible, al grado de que el mismo observador cede su autonomía y se entrega y pasa
a formar parte de dicha unidad. Aunque no es estrictamente por razones de belleza,
sino de unidad, entonces la forma y lo afectivo son una instancia estética,
entendiéndose por "estético" el grado de unidad de la forma, o mejor dicho, el
grado de inclusión recíproca entre el sujeto y el objeto: a mayor unidad, mayor
estética y mayor afectividad, y a mayor disgregación del sujeto y el objeto, menor
estética, menor forma, menor significado, menor sentido, menor realidad, y menos
psique. Si la psicología colectiva tiene como criterio el grado de unidad de una
forma, entonces, por definición, se convierte en una ciencia estética de la
sociedad, en cuanto a su método y a su modo de ver la realidad, y por ello puede,
por ejemplo, criticar a la tecnocracia por su poca esteticidad, o sea, por la
desarticulación de la forma de la realidad.
De esta manera, la psicología colectiva no puede considerar a la sociedad como
un aparato compuesto de múltiples piezas que interactúan, como ciertamente lo hace
70

la psicología social (Cfr. Vgr. Moscovici, 1984a), ni tampoco como un sistema que
contiene elementos y produce subsistemas, como lo hace Luhmann (1990), sino que
tiene que verla como una forma panorámica sin reparar en sus protagonistas, obras,
eventos y demás piezas del engranaje social, aunque, cabe insistir que la
psicología colectiva se arroga el permiso de considerar a cualquier cosa, por
particular que sea, por el hecho de tener forma, como poseedora de las cualidades
de la sociedad, y por lo tanto, de proceder a investigarla como tal.
71

2.- LA INAUGURACIÓN DE LA REALIDAD

La riqueza constituye
un implacable enemigo
de la inteligencia
JOHN K. GALBRAITH

La sonrisa del pensamiento; la sonrisa es la señal de que


algo nuevo ha aparecido. La aparición de una realidad es
el acontecimiento más intenso de la vida. La inauguración
de la realidad es un suceso caracterizado por su
repentinidad, iluminación, completud, cualidad de primera
vez, e inexistencia de sujeto y objeto. Es un evento muy
inestable: para mantenerse debe extenderse, y adquirir
magnitudes de lenguaje, objeto, tiempo, y espacio.

El ser humano es el animal que sonríe. Es el zoonriente. Las hienas

y los changos pueden burlarse o soltar carcajadas, pero no sonreír.

También hay eslabones perdidos. La sonrisa es una boca que alza el

vuelo, una cara que viene de la oscuridad. La razón por la cual los

otros animales no sonríen es porque siempre están atareados en su

biología y nunca les ha dado tiempo de asombrarse con el mundo. O

serios como alacranes o a risotadas como guajolotes, pero no

sonrientes. Bien vista, la sonrisa es el rostro justo que cae entre


el gesto del peligro y el gesto del descuido, entre el ansia y el

abandono: es la cara del alivio, cuando la vida pierde su pesadez y

se hace ligera, cuando uno sale de un problema, le da el primer

sorbo a su cerveza, encuentra una respuesta inusitada o acaba por

fin una tarea: cuando lo que no estaba ni se veía venir de pronto

llega. La sonrisa aparece en el instante intermedio entre que se

acaba-de-terminar el riesgo y empieza-a-comenzar la celebración.

Algo importante debe haber en el momento de la sonrisa para que se

haya quedado como marca de agua en la cara de la gente, y en efecto,


72

se debe a que ha sucedido lo imprevisto, lo improbable y lo

imposible, razón por la cual la sonrisa resulta siempre espontánea,

y por ende se trata de una sonrisa que no es para nadie, como si más

bien se sonriera sola y como para sí misma, y por eso se puede ver

gente en la calle que anda a solas y de improviso se le dibuja una

sonrisa por algo bueno que le vino a la cabeza, alguna de sus

maldades de la que se acuerda, y es que, en efecto, este tipo

genuino de sonrisa que es, por decirlo así, la primera sonrisa, no

brota como elemento de alguna comunicación, sino que es la señal

natural de que se ha aparecido de pronto algo que antes no estaba

ahí de ningún modo, es decir, que se ha hecho presente una realidad

que ocupa todo el cuerpo y el pensamiento y el mundo del sonriente,

y si las sonrisas no hacen ruido, es porque no deben interrumpir la

inauguración de esa realidad.

Eso pasa cuando alguien se topa con un descubrimiento, un

hallazgo, una creación, una invención, un conocimiento, chiquito o

grandote, y aunque por alguna razón nunca ha quedado documentado, es

cosa de imaginar la cara de Cristóbal Colón viendo tierra, la de


Américo Vespucio descubriéndola entre sus papeles, la de Arquímedes

en la tina cuando desplaza el agua con su cuerpo, la de los mexicas

mirando a un águila devorar una serpiente, la de los hebreos

vislumbrando las murallas de Jericó, la de Sherlock Holmes

encontrando una pista en el pretil del puente de Thor, la de un bebé

reconociéndose en el espejo, la de Dios cuando sin querer se le hizo

la luz. Y si los enamorados siempre traen esa cara, es porque

ciertamente se hallan en mitad de la fundación de una sociedad para


73

dos, de la inauguración de la ciudad de una recámara con cerradura y

baño.

2.1.- La Intensidad

La realidad aparece en la forma de creación, invención o


descubrimiento: es el encuentro entre lo desconocido y el
conocedor. Las teorías de la "creatividad" son pura
ideología de la novedad comercial. La inauguración tiene
la marca del pasmo. Repentinidad: llega de improviso y sin
antecedentes. Iluminación: tiene el color o la forma de la
luz. El fenómeno de Conversión de William James. Todo
hallazgo comporta la cualidad de la primera vez y abarca
el mundo completo. En el momento de la inauguración no
existe sujeto ni objeto, sino solamente una realidad
unitaria. La inauguración contiene la sensación de
certeza, precisión, ubicuidad y actualidad. La Duración
creatriz de Henri Bergson o la inmortalidad del cangrejo.
La Empatía de Edith Stein y la Imitación de Gabriel Tarde.
La Sinestesia Estática de la teoría de las masas de
Pasquale Rossi. La intensidad es inestable.

La aparición de no importa qué realidad, la de un chiste o la de la

mecánica cuántica, es la forma más intensa, concentrada e

inolvidable de la vida, y de hecho trae dentro la fuerza para

mantener el resto de esa realidad; la Francia moderna todavía sigue


viviendo de las motivaciones de su revolución, los estadounidenses

todavía tienen aliento de cow-boy. Toda sociedad aparece así, pero

nunca se trata en rigor de un hecho comprobable, sino más bien

mítico, porque en sentido estricto en ese momento no existe nadie, y

mucho menos alguien que pueda tomar nota: la primera sonrisa del

bebé, que es el instante en que ingresa a la especie humana, no ha

sido vista por ninguna mamá o, como dice Bronowski con respecto a la

ciencia, "las cosas siempre ocurren cuando uno no está mirando"

(l979, p. 103), o Durkheim respecto a la sociedad, "las


74

instituciones humanas no comienzan en ninguna parte" (1912, p. 13),

o Santo Tomás de Aquino respecto a la Creación, "no tuvo un

principio en el tiempo, no obstante no puede decirse que no tuvo un

principio" (parafraseado por Tatarkiewics, 1976, p. 291).

La aparición de la realidad consiste en el hecho de que de buenas

a primeras, sin saber ni cómo ni dónde ni cuándo, se presenta un

orden contundente sin que uno hubiera hecho algo efectivo para

merecerlo, como cuando se da con la palabra que llena el crucigrama,

o la fórmula que acomoda la energía. La inauguración de la realidad,

la creación de lo que sea, puede concebirse como el punto en el cual

el observador y la cosa coinciden, como en un encuentro o en un

encontronazo; cuando uno choca con otro al volver la esquina, en ese

instante ese prójimo se hace real, y uno también, porque se acuerda

de sí mismo y de que no debe andar tan distraído, así que,

curiosamente, uno se conoce y se reconoce en esos eventos creadores

de la realidad que también lo crean a uno. Jesús Ibáñez dice que un

corpúsculo, o partícula, que es real, se produce por el efecto del

colapso de una onda, que es virtual, con una observación (1993, p.


16): el orden del mundo se inaugura en la colisión entre el caos y

el observador, y más románticamente, Novalis (Vital, 1995, p. 149),

dice que "el alma se encuentra en el punto en que se tocan el mundo

externo y el mundo interno". Y así se da el caso de que vivimos en

un universo que es capaz de producir a alguien que lo mire, y más le

vale, porque si no desaparece.

Efectivamente, así debe ser el punto de partida de la realidad y

de la sociedad y de cualquier cosa que se inventa, y no tiene caso

buscarle causas o componentes, porque si no no sería punto de


75

partida y además porque la realidad que se aparece no está

prefigurada ni contenida en ellos: los componentes no explican al

todo y por lo tanto el todo no tiene antecedentes (Alpert, 1939, p.

27): ni toda la biología, ni toda la química, la física y la

evolución y la astronomía explican la aparición de la conciencia.

Hay miles de gentes que reúnen todos los requisitos para "encontrar

la felicidad" o cuando menos escribir su diario y nada más no se les

da ni la una ni lo otro. Podría decirse sencillamente que existen

las creaciones, pero la creatividad no. Y a pesar de ello, cierta

estulticia malévola del racionalismo contemporáneo ha puesto de

moda, entre otros temas de "superación personal", la noción de

"creatividad" como habilidad para tener ideas geniales aunque uno

sea un pelmazo, en esa línea comercial de saque-al-superdotado-que-

todos-llevamos-dentro o haga-de-su-hijito-un-genio-creativo, con lo

cual se vende aire para inflar egos. Es curioso que mientras los

griegos no tenían ni el término ni el concepto para la creatividad,

ni les interesaba (Tatarkiewics, 1976, pp. 279-280), hoy cualquiera

que se ponga una corbata que no combina se considera "creativo". Lo


que parece que hay en el fondo de este creativismo es, por un lado,

una ideología de la novedad que consiste en producir más mercancías

sin importar cuán superfluas, incongruentes e innecesarias sean,

total, son muy creativas, para venderse como pan caliente por la

misma razón, y por el otro, instaurar la flojera mental como forma

del pensamiento, ya que, en efecto, el abandono de la sistematicidad

o la disciplina del pensamiento es lo que hoy en día se considera

como el gran talento y aptitud, debido a que en verdad ése es

precisamente el tipo de pensamiento que se necesita para comprar


76

esas mercancías tan novedosas. Todo esto se presenta, dentro de las

recetas para desarrollar la propia creatividad, como instrucciones

del tipo de rompa-esquemas, deje-vagar-su-mente, a-vangogh-lo-

llamaron-loco, mantenga-una-atención-flotante, libérese-de-los-

dogmas, mezcle-peras-con-manzanas, einstein-por-poco-y-reprueba-la-

preprimaria y los-genios-son-incomprendidos, después de lo cual

cualquier necio cree que el hecho de que nadie le haga caso es

garantía de su propia creatividad: no cualquiera que se corte la

oreja va a pintar mejor.

Sólo los lights quieren ser creativos, lo otros nada más quieren

que los dejen en paz. Manuela Romo (1997), en un muy buen libro al

respecto, concluye, más o menos, que la creatividad como capacidad

de crear se llama trabajo, mucho trabajo, 20,000 horas de trabajo

subcreativo, lleno de ganas, carencias, egoísmo, ocio, mucho ocio,

enojo, tenacidad y modestia, después de las cuales puede que

aparezca algo, y puede que no. Marcel Proust decía que un escritor

no debe interrumpir su trabajo nada más para ir a ayudar a un amigo

en desgracia. Gertrude Stein decía que escribir consiste en escribir


y escribir y escribir y escribir y escribir. Entonces diríase que la

verdadera creación sucedió antes, el día que se le ocurrió escribir,

el momento único e instantáneo en que a uno se le apareció la

vocación, y vislumbró una vida dedicada a una terquedad que lo tiene

trabajando siempre, donde puede que aparezca algo, y puede que no.

Kant, Wundt, Rodin, Flaubert, eran, ante todo, unos obsesos. Las

musas sólo llegan por la espalda.

Parece entonces que eso que se llama creatividad es una carencia

interminable, en cuya persecución se van dejando de lado obras como


77

si fueran peldaños. Ignace Meyerson dice que es una "incompletud" de

espíritu, de cuya completación inacabable van surgiendo las obras

(1948, p. 193). Si se tiene éxito, se acaba la carencia; si se acaba

la carencia, se acaba la creatividad, y entonces la creatividad

tendrá que consistir en buscar una carencia.

Según encuestas, el 17% de las ideas de los ejecutivos ocurren

camino a la oficina, y el 11% en la regadera, de manera que la única

recomendación para la creatividad es vivir lejos y bañarse diario.

El instante intenso en que la realidad hace "clic", que es cuando

todas las piezas del mundo se han acomodado en su lugar y, como dice

Cioran, surge el "ah" de las cosas, y se les prende un foquito en la

cabeza a los monitos de los comics, es precisamente el momento de

las emociones del asombro y el azoro, el pasmo y la sorpresa: este

pasmo es un instante estático, de inmovilidad perfecta del mundo,

que se puede advertir en los testigos de los crímenes, que todos

presenciaron la escena como en cámara lenta y nadie acertó a moverse

ni un milímetro, o como cuando se está cayendo un vaso, y va en el

aire con lentitud de gravedad lunar, y todos lo miran pero nadie se


mueve hasta que se estrella en el piso y entonces sí, todos corren

para tratar de detenerlo. Nadie diría que en estos casos hay una

sonrisa, pero, si bien se ve, el rictus del terror es lo que más se

parece a la sonrisa. Comoquiera, esta inauguración de la realidad

sucede en los individuos al descubrir su vocación, al tener una

ocurrencia o al localizar en el aparador los zapatos que buscaban.

Sucede a nivel grupal cuando en una ceremonia o ritual, llámese misa

o sobremesa, se hace presente la razón de ser de la ceremonia, que

reunifica al grupo. Sucede en algunos acontecimientos de la


78

sociedad, por la vía de una catástrofe o de algún triunfo nacional,

en que la sociedad se reconoce a sí misma en un símbolo, en su

gente, en su ciudad. Es decir, cuando la realidad obtiene sentido.

Sucede también en el bebé que dice su primera palabra y se le

inaugura la realidad en ella, sucede en el mismo modo en las

fundaciones de las ciudades, y vuelve a suceder todos los días cada

vez que alguien entiende un chiste, comprende un gesto, soluciona el

contratiempo del menú para hoy o se topa con una sonrisa, ajena o

propia. Este clic, pasmo, inauguración o sentido, tiene un número de

características evidentes, que se pueden mencionar a continuación.

En primer lugar, la repentinidad, que es el hecho de que la

creación cae de pronto como un relámpago a quienes la necesitaban

pero no la estaban esperando y da toda la impresión de que se hace

sola, y por eso se dice que las ideas "se ocurren", esto es, que uno

estaba ahí parado sin hacer nada y así sin más se le ocurrió la

idea, como pudo ocurrir un accidente o pudo ocurrir un aerolito. La

inauguración es meteórica. Por eso siempre es misteriosa y no le

sirven las recetas. A nadie se le puede llamar autor de esas


ocurrencias, si acaso, víctimas, y todas suelen describir el

acontecimiento con esta característica. Henri Poincaré, el

matemático que popularizó este género de descripciones cuando lo

invitaron a un congreso sobre creatividad, habla de cuando le

acaecieron las funciones fuchsianas -que quién sabe qué sean- en las

siguientes frases: "en el momento en que ponía el pie en el estribo

del tren me vino la idea, sin que nada me hubiera podido preparar

para ella"; "un día, paseándome por el tajamar, me asaltó la idea";

otro "día, atravesando la avenida, la solución se me presentó de


79

repente" (1908, pp. 242-243). A los cientificistas no les gusta esta

creación porque quieren causas, sabiendo que si encuentran causas

destrozan la creación, y esto si les gusta. Cassirer (1994, p. 61),

hablando de algo que aprendió Hellen Keller, dice que "este

descubrimiento se produce como un choque súbito". King Gillette,

como su nombre lo indica, relata la invención de su revolucionario

rastrillo de rasurar, en 1903, así: "una mañana, cuando me comencé a

afeitar, encontré mi navaja sin filo. Mientras estaba con mi navaja

en la mano, posando mi mirada sobre ella con la ligereza que un

pájaro se posa en el nido, nació la maquinita gillette" (Pinfold,

1999, pp. 117-118). Bertrand Russell, al no poder solucionar un

problema de lógica matemática, narra lo siguiente: "una tarde salí a

dar un paseo en bicicleta y, de pronto, comprendí que ya no amaba a

mi esposa" (citado por Bronowski, 1979, p. 89), o sea que solucionó

otro problema. Karl Gauss, matemático y niño genio, describe así:

"como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció

resuelto" (citado por Jiménez Burillo, 1997, p. 69). El historiador

francés Jules Michelet relata que se le apareció el panorama


completo de su obra como una luz interior, una iluminación mística,

y "una brillante mañana de julio el trabajo fue concebido en su

mente 'como un relámpago" (S. Corcuera, 1997, p. 268). Como se ve,

estos creadores no son nada originales: siempre piensan en un

relámpago, y es que, en segundo lugar, está la característica de la

iluminación, porque, al menos en la cultura occidental y al menos

desde el primer día de la creación, todo lo nuevo aparece con el

color de la luz, resplandeciente; por eso se dice "dar a luz" y

"alumbrar", y Goethe, cuando se moría, sus últimas palabras fueron


80

"luz, más luz", como si la luz fuera la vida y la realidad. Y parece

que sí: los escolásticos del siglo XII opinaban que la forma y la

esencia de las cosas radicaba en su "esplendor" (splendor, claritas;

Tatarkiewics, 1976, p. 268), así que no es de extrañar que la

sonrisa también tenga la capacidad de brillar, porque a la gente

como que se le ilumina la cara. Se dice "arrojar luz" sobre un

asunto. Ponerle colores a un dibujo se le llama "iluminar". Se

entiende que la publicidad quiera hacernos creer que los fiascos de

la farándula son "estrellas" o "luminarias". Los períodos clásicos

de la modernidad reciben el apodo de "siglo de las luces". Ahora que

los términos "ilustración" e "iluminismo" que se emplean para

señalar el surgimiento de la racionalidad en las ciencias y las

artes en Francia en el siglo XVIII, en realidad provienen de que

París fue la primera ciudad en la que se pusieron faroles en cada

esquina, 7,000 linternas de bujía en 1766 (Roche, 1997, p. 135), y

eso de que es "la ciudad luz" también viene de ahí, y lo interesante

es notar cómo, para el pensamiento de la sociedad, la forma de las

lámparas y la forma del conocimiento es la misma. Anaïs Nin, más


apagada y menos turística, la llama "la ciudad gris-perla".

William James habla en Las Variedades de la Experiencia Religiosa

del fenómeno de Conversión, donde "los misterios de la vida se

iluminan" (1902, p. 298), que, al parecer, corresponde a una

inauguración de la realidad. El caso más sonado de conversión, por

seguir el guión al pie de la letra, es el de San Pablo de Tarso, un

infiel de lo peor en tiempos de romanos que yendo en el camino de

Damasco a perseguir cristianos, es derribado del caballo por una luz

divina que viene de lo alto y, tras un breve diálogo, que nadie oyó,
81

se convierte de inmediato en el discípulo más ferviente de Jesús, en

"el gran león de Dios", como lo llamó Taylor Caldwell, en especial

por su melena roja. En la conversión según James se da la

transformación drástica de una persona, que tiene la "sensación de

percibir verdades desconocidas hasta el momento", y donde "una

apariencia de novedad embellece cada objeto" (1902, pp. 198-199).

Pascal sufrió una conversión de este tipo el 23 de noviembre de

1654, que cayó en lunes (Gusdorf, 1956). Dentro de las biografías de

psicólogos, a Gustav Theodor Fechner, el fundador de la psicofísica,

ésa que mide las sensaciones dentro de un laboratorio, "el gran

Fechner", en palabras de Freud, le sucedió algo similar tras un

colapso físico y psíquico, y después de sanar, "Fechner fue un

filósofo y un psicólogo innovador" (Bonin, 1983, p. 111),

orientándose hacia temas del alma y la conciencia religiosa (Boring,

1950, p. 300), como si la conversión lo hubiera hecho abandonar la

psicofísica. Como puede advertirse, toda conversión es finalmente el

descubrimiento de una vocación y, a todas luces, el enamoramiento es

también un fenómeno de conversión: como dice James, "los súbitos y


explosivos modos en los cuales el amor cae por asalto sobre uno son

de todos conocidos" (1902, p. 163).

Sir Bertrand Russell se casó varias veces, sin rozar nunca el

record de siete de su conciudadana Elizabeth Taylor, pero, de ser

genuino, cada asalto del amor, como cada sonrisa y sorpresa,

solamente puede serlo por primera vez. En efecto, en tercer lugar,

la inauguración de la realidad, cada creación y descubrimiento,

tiene la cualidad de la experiencia insólita que solamente sucede

una vez y siempre sucede por vez primera, porque de otra manera se
82

le rebaja su intensidad: en rigor, no importa cuántas veces pase,

cada vez es la primera, como a los niños que todo lo que les sucede

es la primera vez que les acontece, a ellos, y según ellos, al mundo

entero; por eso se dice de los artistas como Picasso o de los

científicos como Einstein que viven toda su vida con el azoro de los

niños, siempre encandilados con hallazgos que no se habían visto

jamás. Todo chiste, que es la aparición de algo inédito, debe ser

nuevo, y aunque sea muy bueno, la segunda vez que se cuenta ya no

hace reír a nadie, y la tercera quita hasta el chiste de la primera;

un asombro que fuera el mismo que el de ayer no asombraría. Y es que

la intensidad de la inauguración reside en este carácter de radical

novedad que después ya pierde su chiste, como le va sucediendo a

todos las "novedades" que se van vendiendo en el mercado hasta que

uno queda hastiado de tanta novedad.

El hecho de que algo sea intenso significa que lo máximo se

condensa en lo mínimo, como un piquete de alfiler, donde toda la

fuerza está puesta en un puntito y por eso hace brincar, que es lo

que sucede en los chistes, donde todo un relato se resuelve en una


última frase muy corta, y por eso hace saltar la risa, así que puede

decirse que la intensidad carece de magnitudes de espacio, tiempo,

lenguaje y objeto, esto es, que no puede decirse cuánto mide una

sorpresa, cuánto dura un asombro, cuál es el nombre de la

fascinación: la creación no tiene medidas y, tal vez no tan

paradójicamente, en cuarto lugar, ocupa el mundo completo, porque,

efectivamente, para quien se encuentra con la maravilla de lo

totalmente nuevo, todo lo demás deja de existir y no tiene ojos ni

lugar ni tiempo para nada más, sino que está tan abstraído en el
83

objeto inaugurado que éste se convierte en el único y lo único en

este mundo; José Antonio Marina dice que se trata de "un objeto

gigante en un mundo desierto" (1993, p. 100), o como decía Ernesto

Cardenal en un poema: "cuando tú estás en Nueva York, en Nueva York

no hay nadie más; cuando tú no estás en Nueva York, en Nueva York no

hay nadie". Juan José Arreola, en un cuento, platica de un enamorado

abandonado quien, sellando todas las rendijas de su casa, coloca

dentro una migala, araña de veneno letal y fulminante, para que,

siquiera de cuando en cuando, pueda, al mover una sábana o abrir un

cajón, invadirse del terror absoluto que le ocupe el mundo entero y

así, aunque sea por un momento, pueda dejar de pensar en la que se

fué. Y en fin, el hecho de que se trate del mundo entero, hace que

toda inauguración sea por definición una instancia colectiva, porque

toda colectividad es precisamente eso: un mundo entero. Y en quinto

y último lugar, si la aparición de la realidad es un suceso que

verdaderamente carece de magnitudes, entonces ahí dentro no cabe

nada, ni nadie, ni siquiera uno mismo ni tan solo un objeto, como si

solamente cupiera la luz despoblada de la iluminación y el arrobo.


Dicho en claro, en el acontecimiento de la inauguración de la

realidad es inapropiado hablar de sujeto y de objeto, porque ninguno

existe: cuando se está absorto en un milagro de este tipo, lo

primero que a uno se le olvida es su nombre, no sabe ni cómo se

llama, ni se da cuenta de la sonrisa que trae, pero al mismo tiempo

no puede diferenciarse de lo que ha hallado: en ese momento el

creador es su creación y la creación es su creador. Los arrebatos

místicos son un buen caso de fusión de objeto y sujeto, en donde el

extasiado y su visión están totalmente indiferenciados, y uno podrá


84

gritarle a Santa Teresa de Ávila que se baje de ahí y no habrá

manera de que escuche; como dice Théodule Ribot (1904), los éxtasis

no son ni siquiera "monoideáticos", sino "aideáticos" (p. 171): los

arrebatos más terrenos, como la fascinación, que quiere decir

"hechizo", son como un éxtasis de este mundo, y en ambos aparece la

sonrisa embobada.

Lo que hay en ese momento, en vez de lenguaje, objeto, tiempo o

espacio, es otra cosa, a saber, certeza, precisión, ubicuidad y

actualidad absolutas y simples. Por ejemplo, si uno descubre su

vocación en un minuto dado de su vida, mientras dura tal minuto está

presente la sensación de que no se puede estar equivocado, aunque al

minuto que sigue ya no le parezca tan cierto; Poincaré hablaba "del

sentimiento de certeza absoluta que acompaña a la inspiración"

(1908, p. 245). Asimismo, está presente la evidencia de que eso no

puede ser de otra manera, sino que así está correcto, bien hecho,

aunque al minuto siguiente ya no esté tan bien y pueda ser de otra

manera. Cuenta Bergson que cuando Durkheim tenía como dieciocho años

y eran compañeros de escuela en la Normal Superior, si le decían que


sus ideas eran contrarias a los hechos, respondía: pues "los hechos

están equivocados" (Barlow, 1966, p. 19), y tenía toda la razón,

porque así es la precisa certeza de los descubrimientos, como bien

lo sabía Hermann Lotze en el siglo XIX, quien, en su psicología, se

dedicó a enfatizar este conocimiento cualitativo e intensivo; por

eso Boring dice que "Lotze prefirió la verdad a los hechos" (1950,

p. 294). Y de igual manera, como abarca el mundo entero, es ubicua,

en el sentido de que no hay lugar para nada más, y también es

siempre actual, aunque sólo dure un minuto, porque los


85

acontecimientos intensamente pasionales solamente existen y son

reales mientras están presentes, como puede advertirse en el hecho

de que uno solamente está asombrado mientras está asombrado, y no

antes ni después. Manuel Vicent, escritor de novelas y ensayos, dice

que en esos momentos de adquiere una "inmortalidad vertical".

A esta ubicua certeza precisa y actual en la cual estamos de vez

en vez tan metidos que ni cuenta nos damos pero que resulta ser lo

verdaderamente real que tenemos de la vida toda vez que el resto son

puros informes que se nos dan de ella, es lo que Bergson denominó

Duración: cuando uno está absorto, concentrado, olvidado y distraído

en lo que sea, tal vez en el ruido de la hierba al crecer como James

Dean en una película, y no se sabe el tiempo de los relojes ni nada

más, y cuando lo interrumpen preguntándole qué estaba haciendo se

sobresalta y contesta "nada", y de lo cual no queda ningún registro

que valga, en esos momentos uno sólo está percatando la fluencia de

la vida (Simmel, 1918, p. 362), sin más, desprovista de contenidos.

Aquí, el tiempo no viene ni pasa, sólo "dura", y uno está instalado

en su duración. La duración es pensar en la inmortalidad del


cangrejo, papar moscas, ser ciudadano de Babia. Henri Bergson era un

señor muy famoso y solitario que tuvo sobre su escritorio hasta su

muerte la fotografía de William james: James le envió una vez su

libro sobre la experiencia religiosa después de leer el de Bergson

sobre Las Dos Fuentes de la Moral y la Religión, y de ahí salió una

afinidad de almas que ambos cuidaron con delicadeza. Según Bergson,

la vida psíquica, o la realidad de verdad, no vive un tiempo lineal

y sucesivo, de ésos que se pueden seccionar en horas y minutos,

donde se pueden depositar cosas antes y después, y que se puede


86

medir como si fuera un camino, sino una especie de tiempo esférico

donde toda la vida con toda su diversidad está junta y mezclada en

ese momento, y al siguiente momento ya es otra esfera de tiempo que

la anterior, que vuelve a fundir y fusionar toda la diversidad,

incluyendo la esfera previa; por eso dice Bergson que la duración es

la compenetración de la multiplicidad (Viellard-Baron, 1991, p. 39),

y por eso mismo, cada momento de la vida psíquica es irrepetible y

siempre nuevo, como otra vez la inauguración de la realidad a cada

instante, y así, la "duración significa invención, creación de

formas" (Bergson, 1907, p. 23), y también el constante momento del

principio y también el primer dato a partir del cual se debe

construir toda psicología. La duración es la pura intensidad sin

magnitud (Bergson, 1888, p. 197). Es el tiempo de verdad. Y Kant

parece entenderlo así (1787, pp. 63-64). Hay otro psicólogo francés,

igual que Bergson, también Henri de nombre, de apellido Delacroix,

de filiación gestáltica (Merani, 1976), que tiene un libro que se

llama Las Grandes Formas de la Vida Mental (1934), en que dice que

"la conciencia es siempre una organización comenzante" (p. 4), es


decir, que cada vez que uno piensa, es otra vez toda la conciencia

empezando de nuevo, toda completita de principio a fin, recogiendo

todos los recuerdos y sabidurías y volviéndolos a iniciar en un

nuevo reacomodo, por lo que a cada pensamiento la conciencia es

nueva y es otra, como el río de Heráclito.

Esas esferas de tiempo en que sucede la inauguración de la

realidad no pueden ser conocidas con métodos y técnicas ni mediante

instructivo ni recetario, o sea que no pueden enseñarse en las

escuelas, aunque otorguen doctorados. Quizá por eso fueron


87

descatalogadas del aprendizaje institucional. Sólo el insight lo

entiende; sólo por intuición se puede. Y sí, según Bergson, la

intuición es el único modo de enterarse de las cosas: la Intuición

es el acto raro por el cual uno "se transporta al interior de un

objeto para coincidir" (Bergson, citado por Vieillard-Baron, 1991,

p. 106) con él y saber entonces qué piensa y qué se siente ser él, o

sea, convertirse en el objeto por un momento, y la señal de que lo

ha logrado es la sonrisa dibujada en la cara de alguien cuando

recibe una intuición, o como lo dice Bergson, la prueba de la verdad

es la alegría (citado por Barlow, p. 8), la única prueba que el

cientificismo nunca alcanza. Amado Nervo decía que "el signo más

evidente de que se ha encontrado la verdad es la paz interior", y es

cosa de notar que la paz interior siempre viene acompañada de una

suavísima sonrisa. Y efectivamente, la intuición es un acto de

simpatía para con el objeto, o si se quiere, de compasión, que

etimológicamente quieren decir lo mismo: sentir junto con el otro;

un simpático es alguien que trata de entendernos y finge que lo

logra al sonreírnos, como si le diera gusto todo lo que le contamos,


que es lo mismo que hace el compasivo en casos más tristes. Esta

coincidencia comprensiva de la realidad como teoría del conocimiento

ha recibido también el nombre sinónimo de Empatía, traducido del

alemán (einfühlung) y trabajado a principios del siglo XX por

Theodor Lipps con una explicación medio simplona (Cfr. Boring, 1950,

p. 477) en tanto una proyección de las ilusiones de las personas, y

además por Edith Stein, una filósofa judía alemana, convertida en

carmelita descalza, asesinada en Auschwitz y canonizada por el Papa


88

Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998, por razones obvias y porque

este papa fue un canonizador al mayoreo.

La empatía es el hecho de adentrarse uno mismo en algo (G.

Echegoyén, 1998), o estar junto al otro mientras mira algo; en ambos

casos significa saber más o menos que se siente ser el otro, o lo

otro. Como dice Edith Stein, uno también contiene el aliento cuando

el trapecista va a saltar (1916, p. 40), y pone los músculos tensos

y hasta adopta el mismo gesto, como igual sucede entre los que viven

juntos, que ya entonan la voz y alzan las cejas con el mismo estilo.

Por ello a la palabra alemana también se la tradujo mejor como

"resemblanza estética" (Baldwin, 1913, p. 126n., Vol. II), que

implica que el observador de cualquier cosa, de un acróbata o de una

película o una pintura o un pastel, trata de comportarse como el

objeto para, por semejanza, coincidir con él, y así pone la cara

cubista cuando ve Las Señoritas de Avignon, o acerca la lengua al

paladar como si ya tuviera el turrón en la boca que se le hace agua

en consecuencia para saber el sabor del pastel y sentir su dulzura;

ciertamente, uno imita como puede a un pastel, trata de adquirir su


forma abstracta y así, por intuición y por simpatía, uno se

transporta a su interior: ésta es la forma del apetito, la creación

del antojo, y la Teoría de la Imitación, que tuvo su día a fines del

siglo XIX, y sus teóricos en las figuras de William Bagehot, Gabriel

Tarde Y James Mark Baldwin (Baldwin, 1897, p. 5; Caso, 1945, p.

113). Así, por el procedimiento de imitación se puede explicar el

adentramiento de uno en los objetos y la inauguración del

conocimiento de la realidad. La imitación no es un mero copiaje,

sino que implica adoptar las formas del objeto con la finalidad de
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empezar a moverse en su flujo y con su ritmo, como si uno se dejara

llevar por la corriente de sus ademanes y gestos hasta llegar a

tener su forma misma y por lo tanto, convertirse por un momento en

ese objeto. Esto es lo que sucede precisamente con la música al

bailar: al principio uno no tiene ni ganas, pero sí, aunque sea a

regañadientes, uno se empieza a mover con la cadencia de la música,

siguiendo con los pies el compás que está en el sonido, rápido o

lento, largo o corto, hasta que llega el momento en que

efectivamente la música como que se mete dentro del cuerpo, o más

bien el cuerpo se mete dentro de la música, y uno se deja de mover

para dejarse llevar, y uno ya no está imitando, sino que ha pasado a

convertirse en esa música. Ahora lo difícil es parar de bailar.

Cuando uno oye un cuento triste, trata de poner cara triste para

sentir realmente la tristeza del cuento. Se puede ver, sobre todo en

infancias y adolescencias, a veces bastante tardías, cómo la gente

imita las formas de caminar de padres, maestros e ídolos, no para ir

a alguna parte, sino para sentirse como el otro; se ponen poses de

galán de película para convertirse en galán como de película hablada


en ingles. Y también, para explicar cómo está construido un puente

colgante, uno imita con los dedos el cableado tenso para creerse su

propia explicación y que se la crean los demás. Los ademanes son la

imitación del objeto descrito.

No obstante todo lo anterior, el ejemplo correcto para la

inauguración de la realidad con sus tonalidades de invención,

creación y descubrimiento, es el de los fenómenos de masas o

multitudes, tal como se documentan en la historia de los pueblos,

como en el éxodo o las cruzadas o la revolución francesa, y como se


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siguen dando hoy en día en mítines, protestas civiles contra

deslices gubernamentales, fanáticos del Manchester United celebrando

otra victoria, fans de los Beatles en los años sesenta, estudiantes

parisinos en revuelta callejera, sectas místicas que un día hacen

maletas para esperar al Arca de Noé y al otro se suicidan, e

histerias colectivas cuando llegan los marcianos o sobreviene un

terremoto, magnicidio, hambruna, erupción de volcán, quiebre

financiero o viene el papa a visitarlos. Las gentes se salen de sus

cabales, se ponen como locas y lo gozan indescriptiblemente. Lo que

pasa cuando adviene una multitud es que en un momento dado, por

angas o mangas, la gente se junta y estando allí se deja llevar por

el acercamiento y el contacto piel con piel, por las canciones y las

porras y otros grito, por la cadencia y el movimiento, como de olas

y marejadas que se genera entre todos, por el pretexto que los haya

juntado, por una especie de unísono generalizado que se autonomiza y

agarra vida propia al cual uno ya no puede resistirse ni tampoco

quiere, y en una de ésas, de repente, la muchedumbre entra en

trance, que quiere decir que las gentes se olvidan de sí mismas y le


regalan su voluntad a la vida propia de la multitud, y entonces, las

gentes cantan, bailan, pegan, rezan, alucinan, se arrullan, se

callan, lloran, esto es, hacen lo que haga la multitud y no lo que

harían cada una por su parte y a solas, y es que, verdaderamente, se

ponen "fuera de sí" mismas y se colocan dentro de la masa, por lo

que las idiosincrasias individuales, tales como las ideas propias,

la clase social, los modos de percepción, los sentimientos

personales, la educación, cara, estatura, ropa, etcétera, dejan de

contar y de existir para dar paso a una existencia inusitada: la de


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la multitud. El ya mencionado Pasquale Rossi habla de una

"sinestesia colectiva por la cual las psiques individuales se

componen en una sola alma" (1904, p. 185). En efecto, como

definición, una multitud es la disolución de las personas

individuales en un único ánimo colectivo, que toma el mando y todo

lo abarca y se convierte en la realidad completa. Puede advertirse

que no importa el número de personas implicadas, porque de todas

maneras se van a disolver, así que una masa puede estar formada

igual por dosmil, doscientas, veinte o dos personas, porque la

masividad no es el número, sino la intensidad que disuelve al

número. En apariencia, una multitud no descubre ni inventa nada,

porque al parecer, solamente se junta y luego se separa, pero

entonces puede notarse en el fondo que su única posible realidad es

ella misma, esto es, la comunión de una comunidad, de suerte que una

masa es el estado naciente de una sociedad (Alberoni, 1977), no

importa de cuántos socios y no importa por cuánto tiempo, pero

siempre con la desproporcionada carga vital que ello requiere,

porque de esa carga es de lo que se va a sostener y conservar. La


multitud es la sociedad viéndose a sí misma aparecer. Es el origen y

la fundación de la realidad social, y eso nunca deja de ser un

milagro, de donde se entiende fácilmente el carácter sagrado que

siempre se le ha adjudicado a esta clase de acontecimientos. De

hecho, los rituales, que suelen armarse con música y cantos, danzas

y procesiones, con ropas, adornos, accesorios y aditamentos

propicios, en suma, que son acontecimientos de masas, son

invariablemente rituales de fundación, o refundación que es lo

mismo, de algún tipo de sociedad. Por ejemplo: las bodas, los


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cumpleaños, las navidades, los aniversarios e incluso los funerales

y otras ceremonias tristes, que son estrictamente rituales de

refundación de la comunidad justo cuando más falta le hace, aunque

los mejores rituales de todos son los que se dan sin invitación ni

previo aviso, como los cantos y juegos que organizan los niños, los

momentos en que la música de un grupo "prende" en el auditorio, los

vecinos admirando la casa incendiándose de otro vecino, los

enamoramientos y algunos silencios colectivos memorables e

irrepetibles. En todos los casos, puede verse en las caras un inicio

apenitas delineado de sonrisa, la sonrisa a punto de la baba típica

del éxtasis. En el fondo de toda sonrisa genuina hay una fundación.

Así es, ciertamente, el origen de la sociedad, y todo el

desarrollo ulterior de la cultura parte de este punto, y sigue su

lógica. La sociedad mental comienza en un estado de masa. Rossi dice

que este estado es "estático" (1904, p. 173), o sea, que tiene un

tiempo y un lugar muy circunscritos, que se termina, como el lapso

de una fiesta o un concierto o una revolución, y que, para

prolongarse, debe desplegarse "dinámicamente". Esto indica que el


momento de inauguración de la realidad es un hecho muy intenso pero

muy inestable, porque no tiene nada fijo, ni un ancla ni un bastón,

de dónde detenerse, como la risa de un chiste, porque no puede durar

ni aunque le repitan el chiste, como la sorpresa de encontrarse a

alguien impensado, porque si se esconde y se vuelve a aparecer ya no

es tan impensado, de modo que la creación tiene que buscar medios

más duros y fijos en donde estabilizarse, y por eso cuando alguien

tiene una idea de ésas que le iluminan la cara, corre a escribirla,


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dibujarla o ponerla en práctica, porque la idea, así solita y sin

ayuda va a desvanecerse y desaparecer tal como vino.

2.2.- Lo Extenso

La sonrisa se enrisueña; para estabilizarse, lo intenso


debe convertirse en extenso aunque con ello pierda
intensidad. Lo extenso es aquello que tiene magnitudes o
medidas, y por lo tanto es material y físico: lo físico es
la desintensificación de lo psíquico; lo psíquico es lo
que no sigue las leyes de la física. Lo extenso pierde
unidad, forma y psique. La Estética es el grado de unidad
de una forma. La progresiva extensión implica el paulatino
endurecimiento de la realidad y el distanciamiento del
observador. La sociedad adquiere magnitudes de lenguaje,
objeto, recuerdo y mito.

A lo mejor no es verdad que la sonrisa se hace con la boca: tal vez

es ahí simplemente donde va a terminar, donde queda capturada.

Probablemente la sonrisa está lo más momentáneamente posible en un

resplandor de los ojos, en el aliento que se contrae como para no

estorbar, en alguna claridad que se atraviesa por la piel y enciende

el color de los vestidos, cosa que todos notan pero nadie registra,

y en que por un instante el que sonríe pesa doscientos gramos menos


en promedio, dato imposible de verificar porque cuando llegan los

verificadores ya lo único que queda es una agradable marca en la

boca, como recuerdo de que acaba de pasar lo inaudito, sin

detenerse. La sonrisa embellece, pero no como cosmético sino como

relámpago. Se supone que es una lástima, tanto milagro y tan

inasible, y entonces, para que no termine, se elabora alguna

conducta supersticiosa, igual a aquélla de amarrarle a los árboles

los frutos que se le cayeron para ver si así no llega el invierno,

como hacían los pueblos germánicos con los árboles que después se
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volvieron árboles de navidad con sus esferas amarradas como

manzanas; así, de la misma manera, se amarra entonces a la cara el

último vestigio que consiste en la boca sonriente acompañada de

cierto gesto similar en las comisuras de los ojos y en las líneas de

las arrugas, que es cuando alguien es risueño, lo cual siempre se le

agradece: la risueñez embellece, pero no como relámpago sino como

cosmético. La risueñez sirve como memoria de una sonrisa, y hay

quien logra preservarse así, contento hasta la vejez debido a una

sonrisa que tuvo cuando las viruelas, y también sirve para hacer que

sean los demás a quienes se les ilumine la cara al descubrir a

alguien tan risueño, pero también sirve para tener listos los

resortes de la sonrisa el día en que se necesite, y no vaya a pasar

el milagro de largo.

En estas circunstancias, mientras que no puede decirse de qué está

hecha una sonrisa debido a que carece de toda magnitud, siendo pura

intensidad, a la risueñez en cambio se le hace lugar para que se

conserve en el tiempo, y ciertamente, uno puede andar risueño por

horas y horas, y asimismo, se le da tiempo para que cristalice en el


espacio, para que se delinee en la boca. Se le pone un nombre:

sonrisa, que aquí se tuvo que cambiar a risueñez, y se le coloca un

objeto, la boca, como bien puede advertirse en las happy faces que

puede dibujar cualquiera, como si fuera su logotipo.

Así con todo. Lo que es intenso, para seguir viviendo, sea bonito

o feo, debe adquirir las magnitudes que no tiene: concretamente

magnitudes de espacio, tiempo, objeto y lenguaje. El piquete de

alfiler, para no desaparecer, tiene que transformarse en un

dolorcito alrededor, de superficie más amplia, pero que ya no duele


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tanto; cuando uno se soba de un golpe o piquete es como para

esparcir la agudeza del dolor por la piel, de modo que la misma

cantidad de dolor quede distribuida y se sienta menos. Lo intenso se

hace extenso. La NASA planta una bandera y deja cierto tiradero a la

redonda sobre la luna para que su acontecimiento mayúsculo de 1969,

aunque no tenga ya su ímpetu, siga presente. Por la misma razón, la

gente anota en su diario las emociones del día, Es decir, lo

intenso, para durar, debe extenderse, debe empezar a medir cualquier

magnitud, una longitud, un peso, unos minutos, unas palabras, pero

al hacerse extenso, necesariamente pierde intensidad. Los enamorados

guardan los boletos del cine y el ticket del estacionamiento de su

primera cita, para que la primera cita no se esfume y no se acabe, y

en efecto perdura en el boletito, aunque debe admitirse que no con

el mismo frenesí. Lo que se pierde en calidez se gana en

preservación; a las cosas para conservarlas hay que meterlas en el

refrigerador. Si una comunidad por ahí de repente se descubre o se

inventa a sí misma en tanto sociedad, lo primero o lo único que hace

es poner un monumento, un dolmen, una placa de bronce, un corazón


arañado en la pared, lo cual equivale a darle a la fundación de esa

sociedad un tamaño, una dureza, una descripción, para que se

mantenga.

La intensidad es lo más puramente psíquico o espiritual porque no

obstante ser real carece de materialidad toda vez que no hay nada en

ella que pueda registrarse con ningún aparato ni conforme a ningún

patrón: lo psíquico es materia sin material (M. Hernández, 2001). En

cambio, lo que ya tiene extensión empieza a ser físico porque

adquiere materialidad; la materialidad es la materia con magnitud.


96

Eso es lo que quiere decir "extenso" desde Aristóteles hasta la

fecha. Cuando uno dice que algo es muy extenso, lo que dice es que

tienen mucho material y va a medir mucho. La extensión es "el

carácter fundamental de los cuerpos físicos, cuando están dotados de

tres dimensiones en el espacio"; con Descartes se hizo más popular

el término, donde también la extensión es "la naturaleza de la

sustancia material". Bergson sigue opinando lo mismo aunque a él ya

no le hace tanta gracia, porque parece que en la extensión y en la

magnitud del material, la intensidad se desparrama por falta de

concentración y voluntad: "es la distensión del esfuerzo del yo",

dice (citados por Abbagnano, 1961). A esto, a la pérdida de

intensidad y ganancia de materialidad se le ha dado en llamar

realidad física, porque la física es la ciencia que mide las cosas.

Lo físico resulta ser aquí la desintensificación de la realidad,

si se quiere, una degradación, en el sentido de que se trata de lo

intenso en menor grado, una suerte de cuantificación de la cualidad,

porque obviamente ya puede medirse lo que no se podía medir,

contabilizar lo que no tenía números: un susto es inconmensurable, y


cuando se puede describir o medir, ya no asusta tanto, porque uno ya

está más entretenido midiéndolo que asustándose, y lo que es más,

puede poner sus mediciones sobre la mesa y guardarlas en el cajón e

irse a lavar los platos, lo cual no habría podido hacer cuando

estaba todo asustado, "presa del pánico". El susto dejo de ser un

asunto psíquico y se convirtió en un asunto físico, en cierto grado,

porque ya acepta ser tratado con reglas, termómetros, palabras,

índices de asustamiento y manos para guardarlo en el cajón. En

definición negativa, puede decirse que lo psíquico es aquello que no


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sigue las reglas de la física y, congruentemente, las formas

resultan ser entidades psíquicas porque no siguen dichas reglas, y

de todas las formas, las formas intensísimas de la creación, el

descubrimiento y la invención, sea en amor, conocimiento, sociedad o

lo que sea, son las que menos la siguen, de manera que la realidad,

al extenderse y perder intensidad ganando magnitud, está, en

diferentes graduaciones, perdiendo forma, y desde luego, si se puede

decir así, perdiendo psique, aunque nada de esto es nunca

absolutamente, porque si lo fuera, dejaría de existir, porque sería

algo que existe para nadie, y eso no existe, porque es como un reloj

que da la hora en un mundo inhabitado: eso no es la hora. En fin, en

sentido estricto, las formas y lo psíquico son un continuo que tiene

gradación, esto es, que puede tener más o menos forma, más o menos

psique, ser más o menos intensos o extensos, y el criterio de esta

gradación es el grado de unidad entre uno y la cosa, entre sujeto y

objeto: si es mucho, hay mucha forma y es muy psíquico; si es poco,

hay poca forma y es más físico.

Se puede decir correctamente que es una cuestión de belleza,


porque, bien visto, lo que a uno le parece "bello" es aquello que

tiene mucha forma, y con lo cual uno se "identifica", tiende a

hacerse idéntico, o sea que tiene unidad al grado de que uno se hace

parte de ello y lo siente en carne propia, o, como dice Kant, al

grado de que uno está invitado a unirse íntimamente con el objeto

(Parret, 1988, p. 270). Por el contrario, lo que le parece horrible

es algo que es amorfo y deforme, que no muestra unidad entre sus

partes al grado de que a uno como que lo repele: uno se voltea para

otro lado para no verlo. En efecto, esta gradación que va de más a


98

menos unidad, de más a menos forma, de intenso a extenso y de

psíquico a físico es estrictamente una gradación estética. Aquí hay,

pues, una definición de Estética: la estética es el grado de unidad

que hay entre alguien y algo. Así es como se usa en arte y vida

cotidiana; por ejemplo, si uno está absorto, transportado, rendido

en una pintura de Remedios varo, es obvio que la verá bonita, y eso

no es otra cosa que el hecho de que uno está metido en ella, como

adecuadamente reza la famosa definición de belleza de George

Santayana: "es el placer experimentado como una cualidad del

objeto", aunque "placer" es una palabra engañosa: no se trata de un

sentimiento tan fácil. En fin, cuando esa experiencia pierde

intensidad, uno empieza a percibir las características físicas del

cuadro, cuánto mide, si es óleo sobre masonite, qué colores, quién

lo pintó y demás ficha técnica, y uno ya está desapegado, desunido,

francamente, de la pintura.

Y conforme se va haciendo más extensa cualquier realidad,

haciéndose más estable, consecuentemente se va endureciendo y

rigidizando, tal como es el típico tránsito de bebé recién nacido a


momia embalsamada, de invento a marca registrada, de juego a

deporte, de pan tierno a mendrugo, de teoría a doctrina, de método a

receta, esto es, que va teniendo más presencia en términos objetivos

pero ya no mucha en términos culturales, porque cuando algo se

endurece, digamos el pan, pierde eso de su forma que lo incluía a

uno, tal como la ternura, la suavidad, el calor, que son cosas que

también tiene uno como cuerpo o alma vivos, y adquiere más bien

propiedades de realidad física, y a uno ya no se le antoja, como si

se desidentificara del pan para verlo entonces como cosa distante,


99

separada y ajena que está ahí pero de lejos, sin nada que ver con

uno. Ésa es por ejemplo, la diferencia entre gastronomía y

nutrición, y en general, en la historia de la cultura puede

observarse este progresivo endurecimiento de la vida de la sociedad,

de aprehender el mundo como un fantasma según era el modo de

percepción de la Edad Media, de mirar al mundo como un organismo en

el siglo XVIII, a verlo como una máquina en el siglo XX: cada vez la

cosa tiene más piezas fijas y cada vez uno está más lejos de esa

cosa. Lo que se va dando en la cultura es paulatinamente una

creciente rigidización del mundo y un creciente distanciamiento de

uno con respecto al mundo: los fantasmas lo envuelven a uno, con los

organismos hay que entendérselas, y las máquinas pueden ser

manipuladas a control remoto. Este endurecimiento y distanciación

se advierten en el lenguaje, en los objetos, en los recuerdos y en

los mitos de la sociedad. Y en todo lo demás también.

Si en las multitudes se mostraba la fundación de una sociedad,

también en ellas puede observarse el anquilosamiento. La forma que

tienen las multitudes, sobre todo vistas desde los helicópteros,


como hacen los que las temen y las vigilan, es una imagen panorámica

de la intensidad y la extensión simultáneamente: vistas desde

arriba, se parecen mucho a una ciudad, a una rueda de carro, a una

cúpula, a un estadio, a un sistema planetario, al modelo atómico de

Rutherford o Bohr, y por lo tanto puede decirse que se parecen lo

suficiente a la realidad y su conocimiento: se crean en un punto,

central y original, que puede ser un incidente, un accidente, un

cantante, una pelota, un linchamiento, un meteorito como en la Meca

o alguien demasiado atractivo como en El Perfume de Patrick Suskind,


100

donde convergen todas las miradas, atenciones, pasos, ansias, y que

es su lugar más compacto, apretado, intenso y vivo, donde todos se

apachurran con tal de acercarse al centro, y así las cosas, a medida

que se está más lejos de ese núcleo, la gente se va también

separando más una de otra pero también va poniendo menos atención a

lo que sucede en él, y así sucesivamente, mientras más distancia

hay, más se dispersan las gentes y menos pertenecen a la multitud,

de suerte que en sus suburbios ya puede uno ver puros individuos

desperdigados que de vez en cuando echan una ojeada a lo que sucede

allá en el centro y mientras tanto platican de otras cosas y releen

su periódico: en esta orilla, la masa está más extendida pero con

muy poca intensidad. Eso mismo sucede con las reuniones de diez

personas, y también en las modas, las corrientes de pensamiento, los

intereses y las vocaciones, las penas, las actividades, las

relaciones interpersonales, las creencias y lo que sea. Esta

multitud es la forma de la cultura.

Y así, cuando la intensidad se extiende, la realidad se

desenvuelve y la sociedad se desarrolla, lo hace en las siguientes


cuatro formas básicas: la del espacio en que se constituyen los

mitos, la del tiempo en que se hacen los recuerdos, la de los

objetos en general, y la del lenguaje*.

____________________
101

*.- Según se dijo, la Psicología Colectiva surge como disciplina con el estudio y
teorización de las multitudes, aproximadamente entre los años 1890 y 1905,
aproximadamente en Francia e Italia, con los trabajos, entre otros, de Scipio
Sighele (1892), quien fija el término "psicología colectiva", Gustave Le Bon
(1895), que escribe el libro más conocido y exitoso sobre el tema, Gabriel Tarde
(1901) y Pasquale Rossi (1901, 1906), en los cuales, unos plagiando a los otros,
aparecen siempre las características básicas de las masas y de la visión de la
psicología colectiva, que consisten en: (a) lo que Le Bon denominó la ley de la
unidad mental de las muchedumbres, (b) una irruptibilidad o aparición y
desaparición abruptas, (c) una afectividad fundamental, según la cual las masas
piensan con imágenes. Puede advertirse, por sus características, que el
conocimiento de la psicología colectiva se basa en una epistemología de las
formas, porque en las multitudes se puede apreciar: (1º) la aparición del sentido
o significado primordiales , que consiste en el hecho de ser y pertenecer a una
sociedad; (2º) la forma global de la sociedad, que es aproximativamente la de un
punto central u original que se irradia, y que puede verse claramente en la
geografía e historia de las ciudades; (3º) la afectividad como único contenido de
la forma. Ahora bien, por razones que no viene a cuento mencionar, pero que tienen
que ver con el positivismo, el cientificismo y el mercantilismo derivado de la
aplicación tecnológica, la psicología colectiva se descompuso, hacia los años
veinte, en una "psicología social" que dejó de ver a las masas, a las sociedades y
hasta a los grupos, para entretenerse con los individuos, y la psicología
colectiva desapareció de la academia, aunque no de la cultura, que en realidad es
lo que importa. Así pues, la psicología colectiva en la actualidad es una
disciplina que pertenece a la cultura pero no a las universidades, y se mantiene
en su tradición sin instalarse en su nostalgia, es decir, conserva su
epistemología y su versión del conocimiento, con las que pretende comprender la
realidad. En esta perspectiva, el grueso de la sociedad -con sus ciudades, grupos,
obras e individuos- se debe entender como el desenvolvimiento natural de las
características originarias del estado de masa en que se inicia, esto es, como la
extensión de una intensidad, de manera que las formas normales que hay en el
lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio, por citar las principales,
comienzan genealógicamente como formas muy intensas e indistintas en donde el
hablante, el usuario, el transcurrente, el transeúnte de éstas está indisoluble y
afectivamente envuelto en ellas, y solamente poco a poco se va extendiendo y
separando de sus palabras y sus cosas. Es como si la historia de la cultura fuera
la constante desagregación y desintensificación de una masa o una creación de la
realidad. El resto del texto intentará relatar esta desintegración y
distanciamiento así como las formas que van apareciendo en el proceso.
102

3.- EL LENGUAJE

Una metáfora es mucho


más inteligente que
su autor
GEORG C. LICHTENBERG

La versión callada del lenguaje; el estilo es una


afortunada incorrección del lenguaje; el estilo involucra
al que habla en lo que dice; el estilo es lo que no se
dice de lo que se dice. El lenguaje comienza con un
silencio: el silencio lingüístico es aquella parte del
lenguaje que está más allá de las palabras. Si el silencio
dura lo suficiente, se convierte en lenguaje poético o
mimético. Si el lenguaje poético dura lo suficiente, se
convierte en lenguaje especular o conceptual. Si el
lenguaje conceptual dura lo suficiente, se convierte en
lenguaje técnico o práctico. Si el lenguaje técnico dura
lo suficiente se hace ruido verbal.

Nosotros hablamos rebien: quien se equivoca es la gramática, la

dicción, el diccionario y la Real Academia de la Lengua, porque

ellos son correctos, pero les falta estilo. El estilo es la

incorrectitud que "pule y da esplendor" a lo que se habla o escribe.

Nos saltamos unas palabras y cercenamos otras, siempre estamos

hablando de otra cosa que es precisamente lo que se denomina hacer


metáforas, titubeamos y nos trompicamos, nos quedamos sin nada que

decir y ni así cedemos la palabra y luegoluego hablamos lo doble

para compensarlo, bajamos la voz, salpicamos puntos y comas como

dios nos da a entender, que no es gran cosa, hacemos gestos y

ademanes que pueden ser hablados o escritos. Los puntos suspensivos

de un texto son un gesto puesto por escrito, de hecho un poco

sobreactuado; las comillas parecen levantar las cejas entre

incrédulas e irónicas. Y no importa de qué se esté hablando, como si

el tema fuera un mero gaje del oficio, y de todos modos la perorata


103

de alguien es tremendamente interesante, no por lo que dice, sino

por la forma en que lo dice, como si la forma fuera justamente lo

que se dice: piénsese en alguien que no sabe contar chistes y se

verá dónde está el chiste. Flaubert decía que "el estilo es la

sangre misma del pensamiento"; "dime cómo escribes y te diré qué

escribes", dice Cortázar en alguna parte (1950, p. 113),

refiriéndose a alguien que "escribía muy poco pero con muchísimas

palabras" (p. 108): la misma idea dicha en tres palabras no es la

misma idea que dicha en diez; pocas palabras hacen una realidad más

fuerte, muchas la hacen más graciosa. Decir ¡ven aquí! es algo

contundente y perentorio, pero decir ¿no quisieras acercarte un

poquitín? es menos amenazante y más negociable (Lakoff y Johnson,

1980, pp. 167 ss.). Nunca se dice lo mismo de otra manera.

Un lenguaje correctísimo y sin sobresaltos es letal -muerte por

aburrimiento-, como el que se oye en las oficinas de los abogados o

el que se lee en un informe de actividades de un director

cualquiera. Porque el estilo sí tiene sobresaltos que lo hacen

interesante, ya que el que habla, gracias a sus pausas,


impredecibilidades y retruécanos, queda como dentro de lo que dice,

implicado y comprometido con sus palabras, como pasando a formar

parte del lenguaje que pronuncia, y debido a esto, resulta que en el

lenguaje hay alguien, y por ende está vivo y siente y piensa, y eso

es exactamente lo que lo hace interesante y colectivo, es decir, que

el que lo oye también esta dentro de él. En cambio, un lenguaje sin

estilo está deshabitado, como si lo emitiera una guacamaya mecánica,

como la de las grabadoras que a veces contestan el teléfono, pero

ahí no hay nadie, ni pensamiento ni lenguaje, sino sólo computación.


104

Si así es lo interesante de hablar y oír, de leer y escribir,

parece entonces que lo interesante del lenguaje -el alma misma- no

radica en lo que se dice, porque a veces ni se sabe lo que se dice,

como en las ambigüedades inherentes e inexpurgables de toda palabra,

sino en lo que no se dice, en lo que queda no dicho, sino nada más

insinuado y convocado con las palabras. El estilo es lo que no se

dice de lo que se dice, como puede notarse en los tonos de voz, las

gesticulaciones, las pausas y otras cosas que no son propiamente

palabras, con las cuales se advierte que quedó algo pendiente por

ser dicho, en suspenso, mientras se decía algo, y que resulta que

era verdaderamente lo que se estaba esperando, lo que nos tenía tan

interesados, de manera que el estilo en el lenguaje no es

estrictamente un modo de decir algo, sino un modo de no decirlo, de

callar, como si se tratara de la invención de un silencio que se

hace con las palabras. Es el vapor que se desprende de las palabras

al hablarlas o escribirlas, como si el lenguaje no fuera nada más lo

que se dijo, sino sobre todo lo que se quedó por decir: "dice más de

lo que enuncia", asevera Johannes Pfeiffer (1936, p. 53); el


lenguaje, ante todo, va montado sobre un silencio (Ricoeur, 1976, p.

34; Gadamer, 1986, pp. 151, 174, 200), que lo circunda y lo

interviene, lo antecede y lo procede, del que huye y al que

persigue, no sólo incansablemente, sino gozosamente.

3.1.- El Silencio Lingüístico

El lenguaje mudo. El silencio es el lenguaje que está más


allá de lo que puede decirse: es una masa lingüística de
una sola pieza que no puede pronunciarse. No contiene
palabras, sino una cadencia. En el silencio, sucede que el
105

hablante, el habla, el lenguaje y el mundo son una misma


instancia indisoluble. Es el punto de contacto del
lenguaje con lo que no es lenguaje (objetos, tiempo y
espacio). Las teorías pictóricas o icónicas del origen del
lenguaje son afines a este silencio. El silencio es la
palabra en la punta de la lengua.

Digamos que el lenguaje es lo que se está leyendo y lo que se

necesita para entenderlo. Y este lenguaje comienza con un silencio.

Sería un poco tonto opinar que los niños de la primera infancia, un

minuto antes de decir su primera palabra, no tienen ninguna noción

del lenguaje, o que ya saben hablar pero no lo dicen: ni la una ni

la otra; parece más sensato suponer que ahí hay algo que ya es

lenguaje pero que todavía no está articulado en palabras, algo así

como un cierto compás mudo, como si ya estuviera la cadencia y la

medida de las palabras, pero todavía no anclara en palabras de

verdad. El balbuceo charlatán de estos niños de pocos meses, como

diría Howard Gardner (1983, p. 115), que semejan conversaciones, o

cuando alguien imita idiomas que no conoce, tienen las formas del

lenguaje, con excepción de las palabras. En un libro que se llama

Amor y Terror de las Palabras, J. M. Briceño Guerrero, un filólogo

venezolano, relata que de niño sus mejores conversaciones eran en


idiomas inventados: "astrapalún galabir decía un compañero y yo le

respondía de inmediato paslacatar" (1987, p. 16). Lo que hay aquí es

en rigor silencio, pero no es el silencio de las vacas o de las

piedras ni el de la noche, sino un silencio lingüístico, más claro,

con el que comienza el lenguaje y que ya es parte del lenguaje

mismo: un silencio que ya está hecho del material del lenguaje.

Es este silencio de cuando uno tiene la palabra en la punta de la

lengua, y efectivamente, sabe lo que quiere decir pero no sabe cómo


106

hacerlo, y mientras tanto, hace muecas, ademanes, y pronuncia

sílabas inconexas como si estuviera dibujando en el aire y

tarareando a capela lo que todavía no puede ser dicho. El

interlocutor no tiene la menor idea de lo que el presunto hablante

va a decir, pero puede darse cuenta de la emotividad con que busca

en el silencio la palabra. Es un silencio incendiado. En suma, el

lenguaje, sea el de los niños, el de un conversador en apuros, el

del zoon politikon -que significa aquél capaz de discurso-, o el del

homo sapiens, comienza con un silencio. Sobra decir, pero por si

acaso, que no se trata del silencio de quien ya está pensando,

porque es obvio que quien está pensando está simplemente hablando en

voz muy baja consigo mismo.

El silencio es la forma del lenguaje que está por el momento más

allá de lo que puede decirse, y no tiene la forma del mutismo, sino

la del suspenso de cuando algo tiene que ser dicho, de que eso de

ahí enfrente tiene que tener un nombre que debe ser pronunciado

necesariamente, pero que el nombre que debe ser pronunciado tarda en

aparecer: a los niños que todavía no han hablado se les adivina a


menudo que están trabajando en ello y por eso andan con sus caritas

contraídas, pero igual a cualquiera en el proceso de pensar o

escribir, que está moviéndose dentro de las armonías del silencio,

que ya está dentro de la forma del lenguaje aun cuando todavía no ha

dicho ni pío. Eso dice Gorostiza en Muerte sin Fin (1964): "oh

inteligencia, soledad en llamas, que escucha ya en la estepa de sus

tímpanos, retumbar el gemido del lenguaje. Y no lo emite". Este

suspenso es, por ejemplo, el lapso que se da entre una pregunta y

una respuesta: a cualquier que se le pregunta la hora por la calle,


107

por un instante pone cara de turista, y casi, porque no sabe decir

lo que sí sabe.

Como decía T. S. Eliot en su Miércoles de Ceniza (1930), la

palabra que no está dicha ni escuchada de todos modos es palabra,

"la palabra sin palabra", "la palabra silente", y algo le debe haber

dolido a Eliot porque después de eso dice "oh pueblo mío, qué te he

hecho". Y tiene razón, porque, en efecto, el silencio es un momento

de ansiedad del lenguaje: es cuando existe la mayor necesidad de la

realidad de ser nombrada, y justo cuando no se puede, pero, al mismo

tiempo, es la razón permanente de ser del lenguaje; el silencio es

la vitalidad del lenguaje, su pila alcalina, aquello que lo mantiene

andando una vez que se articula en palabras, porque el lenguaje y

las palabras solamente están hechos para hablar de ese silencio: lo

que quieren o quisieran decir las palabras es lo que está callado, y

ciertamente, cuando existen palabras dichas que ya perdieron la

razón de ser del silencio, que ya están como desconectadas de él,

como son la palabrería de la publicidad o de los discursos

oficiales, estás palabras ya están bastante cadavéricas, y habría


que incinerarlas.

Este silencio es ya lenguaje, es la forma callada del lenguaje. Se

trata de un lenguaje en donde no se puede distinguir ninguna palabra

porque todavía están fundidas las unas con las otras, y no se pueden

desentrañar entre sí, de manera que todas las palabras suman un mero

titubeo trémulo e incompetente, que es lo mismo que se le oye a todo

aquél que empieza a hablar de improviso. Es como si todas las

palabras que todavía no existen estuvieran amasadas, compactadas en

una sola inmensa palabra del tamaño de todo el lenguaje, y que ya


108

por eso mismo es absolutamente impronunciable, como si tamaña mole

se atorara en el embudo de la garganta. Para decir algo finalmente

habría que ir separando partículas de aquella mole lingüística

callada: la partícula "mamá", la partícula "leche", etc. : la

garganta es angosta, el punto de la pluma también, y por ahí el

lenguaje sólo puede pasar en forma de collar. Al mismo tiempo,

pareciera que esta masa lingüística silenciosa se encontrara

desparramada sobre el resto del mundo, confundida con el secreto de

las cosas, con la duración del tiempo y con la ubicuidad del espacio

que también andan flotando por ahí en el mismo estado de disolución,

y por lo cual, no es del todo correcto que el silencio del lenguaje

sea solamente acústico, porque cómo saber esto; posiblemente, como

supuso la Teoría de la Gestalt, también es visual y táctil, kinético

y olfativo, porque en rigor, el silencio vendría a ser el punto de

contacto del lenguaje con lo que no es lenguaje. El silencio es el

olor de la vida y a ver quién puede pronunciarlo. A lo mejor un

poeta.

3.2.- Lenguaje Poético

El nombre del silencio. El lenguaje poético nombra al


silencio: dice lo que no puede decirse. Es un lenguaje
difuminado cuyas palabras se entrañan unas con otras. No
designa nada, sino que reproduce vocalmente los compases
del silencio, y por eso es muy armónico. En el lenguaje
poético, sucede que el hablante, el habla, el lenguaje y
el mundo están involucrados entre sí, sin diferenciaciones
claras. El lenguaje poético es símbolo de sí mismo, i.e.
es su propio significado. No contiene claves de
interpretación: es lo que dice. Es conciso: carece de
conectores; habla menos de lo que dice. Es intraducible:
dicho de otra forma es otra cosa. Es indivisible: cada
poema es "la palabra": una sola. La palabra pertenece a su
objeto y viceversa. Es necesario, no arbitrario. Crea la
109

realidad que nombra: el objeto con nombre es distinto al


mismo objeto sin nombre. No se le dice a nadie: sólo le
habla al silencio. Es un lenguaje mimético. La poesía
propiamente, y los lenguajes religioso, primitivo,
infantil, y de comprensión, son poéticos. Las teorías
interjectiva, onomatopéyica, metafórica y musical del
origen del lenguaje son teorías poéticas. Las canciones
son una familiarización del lenguaje poético, a medio
camino entre la poesía y el lenguaje común y corriente.
Los ripios o la biblia en verso. El lenguaje familiar
propiamente es la celebración festiva del lenguaje
poético.

Hay una teoría sui generis del origen del lenguaje, la teoría

Icónica o Pictórica, que defendió, por ejemplo, Sir Herbert Read

(1955, p. 16), según la cual "antes de la palabra fue la imagen", o

sea, que el lenguaje se inicia con un gesto gráfico, un ademán

pintado, como las pinturas rupestres de Lascaux o Altamira, o

también, como el lenguaje matemático (Abbagnano, 1961), que no se

leen, sino que hablan en silencio, y sólo posteriormente se

pronuncian. Es una teoría silenciosa.

Si el silencio dura lo suficiente, aparecen las palabras. El

primer lenguaje que aparece, reproduce, por la vía de las palabras,

las cualidades formales del silencio: sus acordes, cadencia, vaivén,

y es entonces una especie de resonancia o tintineo del silencio que


le antecede. El lenguaje no surge, al parecer, para la comunicación,

pero tampoco surge para nombrar muebles, herramientas, gobiernos,

plantas ni planetas, ya que nada de esto, sea lo que sea, puede ser

tocado con el lenguaje, porque no está hecho de lenguaje: el

lenguaje solamente puede tocar lo que pertenece a su dimensión, y

por ello, en verdad, lo que nombra el lenguaje son silencios, o sea,

algo que en sí mismo forma parte del lenguaje. Lo que hace el primer

lenguaje es darle forma vocal al silencio, y como dicho silencio no


110

contiene ningún mensaje ni ninguna información, sino que es

únicamente una cadencia muda y atractiva, entonces, el lenguaje que

lo nombra no puede consistir en lo que dice sino en su velocidad,

consonancia, gravedad, etc. Es una mimesis del silencio: es un

lenguaje mimético. Los niños, con esa "hambre de nombres que aparece

a cierta edad", como dice Cassirer (1944, p. 199), se la pasan

preguntando palabras y enunciando cosas sin referencia por el simple

hecho de que suena bonito, esto es, a esas palabras es a lo que

suena el silencio en el que estuvieron suspendidas: por eso dicen

que los niños están locos, exactamente como si fueran poetas, esos

otros niños que ya de adultos no escarmientan y siguen tratando de

decir lo indecible y de escribir lo innombrable, como decía la nobel

sudafricana Nadine Gordimer; dialogando con eso obscuro, como dicen

múltiples poetas a la hora que los entrevistan. Asimismo, el

lenguaje religioso, como el que se usa en las misas blancas o

negras, al igual que los lenguajes llamados primitivos, por ser

justamente el primer lenguaje que aparece, también son

denominaciones del silencio. Por eso, el primer lenguaje es un


lenguaje poético, aquél cuyo mensaje es su forma y cuya forma es su

mensaje, o, puesto de otro modo, que lo único que dice es la manera

en que lo dice, o, como define a la poesía un poema de Haroldo de

Campos: "poesía, no tienes mensaje, tu contenido es tu forma, no

sabes contar ninguna historia, y por eso eres poesía".

Quizá la manera de notar que un lenguaje es poético es que sus

palabras no pueden ser sustituidas por otras, el orden en que están

dichas no puede alterarse, y en general es intraducible (Pfeiffer,

1936, p. 39), porque lo que dice radica estrictamente en la forma de


111

decirlo, y decirlo de otra manera es decir otra cosa: cuando lo que

alguien dice sólo podía ser dicho así y no existe otra manera de

decirlo. Ejemplo de lo anterior son ciertos argumentos de los niños

ya mayorcitos que usan para ganar sus debates, y son del tipo de

"cómo te llamas -come lagañas -cómelas tú porque me engañas".

estos argumentos son irrebatibles, y el perdedor lo reconoce y se

queda hundido en su derrota, porque no se basan en la lógica, sino

en la rima. Los adultos los siguen haciendo, porque también ganan

disputas con frases como "el que calla otorga", "di no a las drogas"

o "y sin embargo se mueve", que no son verdaderas porque digan algo,

sino por la forma en que suenan, y dichas de otra manera ya no

funcionan. Títulos legendarios como lo que el viento se llevó o por

quién doblan las campanas, siguen las reglas de versificación en

castellano. Palabras como Hosanna, Aleluya, Eureka, y la lista de

palabrotas que tiene cada idioma, que son palabras "fuertes", no por

lo que dicen, sino porque usan letras fuertes como la p, la t, la k,

son todas poéticas por musicales e intraducibles, y porque contienen

exactamente lo que dicen de suerte que eso nunca podrá ser dicho de
otra manera: usar sinónimos como "bellaco" o "malandrín" no espanta

a nadie. Dentro de los vicios más detestables, según encuestas de

sobremesa, están el de ser "hipócrita", pero la razón de fondo es la

belleza recia de las palabras esdrújulas: los mustios, como debe

ser, pasan inadvertidos en estas encuestas.

Este lenguaje es intraducible porque no se trata de palabras que

quieran decir algo, sino porque ese algo es ya de por sí la palabra:

un poema no dice cosas, sino que la cosa que dice es el poema mismo

(Gadamer, 1986, p. 77); un poema no es la descripción de una


112

realidad: es esa realidad. Si se le cambia una palabra, una coma o

lo que sea, se altera la cosa, es decir, deja de nombrar el silencio

que estaba nombrando, un silencio que es exacto. Por ello a un niño

no se le debe preguntar qué quiso decir en su cantaleta o

soliloquio. Se entiende entonces que el lenguaje poético no pueda

ser dividido en sus palabras, porque aquí las palabras no tienen

límites definidos, y se mezclan entre sí para formar, todas ellas

juntas e inseparables, eso que se conoce como "la palabra", como

cuando se dice "creo en tu palabra" o "ésta es la palabra de dios",

una especie de única conjunta palabra la cual, por lo demás, al no

ser substituible, es ininterpretable, porque es lo que es y ninguna

otra cosa. Por eso a un poeta nunca se le debe preguntar qué quiso

decir con su poema.

Si se observa la forma de un poema, que es conciso y carece en lo

posible de palabras que sirven para conectar, modular, especificar,

graduar, etc., esto es, carece de todas las palabritas que sirven

para ir aclarando lo que se dice, implica que el lenguaje poético no

contiene claves o códigos para su interpretación, cosa que,


ciertamente, ni el lenguaje infantil ni el febril ni el religioso la

tienen tampoco.

Por lo tanto, para entender un poema no se necesita un

diccionario, porque aquí, en el poema, las palabras se utilizan como

quieren, y si alguien, como Octavio Paz, dice "un sauce de cristal,

un chopo de agua", seguramente la definición de "chopo" no va a

servir de mucho, porque no está diciendo eso. El lenguaje poético es

un idioma nublado, indefinido, en donde cada palabra se traslapa con

las demás, porque lo que está diciendo en última instancia es el


113

lenguaje completo, el vocabulario total que se encontraba en el

silencio: cada palabra vale por todas o por cualquier otra y por eso

se pueden mover y colocar independientemente de la Real Academia.

José Antonio Marina dice que los niños creen que con una sola

palabra expresaron todo lo que piensan (1993, pp. 62-63). Podría

decirse que lo que describe el primer lenguaje que surge del

silencio es el estado de ánimo del mundo, o más bien, en el lenguaje

poético el mundo es un estado de ánimo.

Y en efecto, en este ambiente de bruma, o "aroma" (Greimas y

Fontanille, 1991, p. 21), el que habla todavía se encuentra inserto

en lo que dice y con lo dicho, como si no hubiera demarcaciones

claras entre el hablante, el lenguaje y el silencio que se llama

mundo: la corriente del lenguaje arrastra a quien lo habla, y con

eso, se participa de verdad en el ánimo de las cosas. A mucha gente

le gusta recitar en voz alta, porque, en su sentido más genuino, el

lenguaje poético es el que establece un contacto más estrecho con la

realidad lingualizada: toca más directamente lo que pronuncia, como

si no fuera uno, sino el mundo quien hablara, y entonces pudiera


decir por sí mismo lo que él es (Gadamer, 1986, p. 73): ahí, el

conocedor todavía se revuelve con lo cognoscible: logra decir lo que

se siente el silencio. En este sentido, la palabra "yo" y el nombre

propio son muy poéticos, y según se sabe, a la gente le encanta

decirlos, porque en ellos se siente sobresalientemente la realidad

que están llamando; cada vez que alguien dice "yo", se le acelera el

pulso; cuando oye su nombre se le ensancha el tórax, ya que esas

palabras son íntimamente su realidad.


114

Puede advertirse en los que recitan, cantaletean o rezan, que el

lenguaje poético no se le dice a nadie, sino a sí mismo: no es un

lenguaje de comunicación sino de nominación; es como si uno hablara

con las cosas que nombra, como sucede con los niños que preguntan el

nombre de las cosas nada más para decirselos a las cosas. De igual

manera, en la ducha siempre se canta en intransitivo: uno no le

canta a nadie, pero canta.

Y sin embargo, a fin de cuentas, el silencio sigue y seguirá

callado, y por lo tanto, el lenguaje poético no representa o

reproduce una realidad ya existente, sino que, por el hecho mismo de

haberla nombrado, crea, estrictamente, la realidad que nombra, que

es una nueva forma de la realidad, que no estaba ni antes ni en

ningún otro lugar: se trata de una realidad de la cual su nombre

forma parte, de una realidad que está hecha de su nombre: la

mandrágora no existe sin su nombre, porque sin él es otra cosa. Y

así, el nombre de algo se le vuelve necesario, como los niños que se

llaman Julián saben que tienen cara de Julián y por ende no se

podrían llamar de otra manera. De ningún modo el nombre es un pegote


impuesto al azar y por decir algo.

Así que solamente desde una posición exterior al lenguaje, como de

administrador de la lengua, es que se puede admitir que el lenguaje

sea arbitrario. o como dice el escritor Eusebio Rubalcaba, "ese

equívoco terrible en el que se funda la lingüística contemporánea,

el de la arbitrariedad de la lengua", porque, como dice Gadamer

(1960, p. 501), "uno busca la palabra adecuada, esto es, la palabra

que realmente pertenezca a la cosa, de manera que ésta adquiere así

la palabra". Kandinsky, el pintor, dice que "la palabra es un sonido


115

interno que surge del objeto al cual designa" (1910, p. 29); Borges

tiene razón, "en las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en

la palabra Nilo".

La mayoría de las teorías del origen del lenguaje son poéticas, y

de paso son las más desprestigiadas, aunque eso, en nuestros tiempos

endurecidos, hay que tomarlo como un cumplido. Son poéticas porque

aducen que el lenguaje constituye el sonido interior del silencio de

la realidad, o sea, revela su objeto. Max Mueller, en 1861, les puso

nombres, a saber, primera: la teoría pooh-pooh o teoría de la

interjección, cuya traducción sería "teoría ay-ay", según la cual el

lenguaje proviene de las exclamaciones espontáneas en las que la voz

proviene de expresiones de espanto, alegría, etcétera, que son, como

dice Rousseau, "el grito de la naturaleza". Segunda: la teoría bow-

bow, o de la onomatopeya, aunque en castellano todo mundo le diría

"teoría pío-pío", que es nuestra onomatopeya favorita, que arguye

que las raíces del lenguaje son imitaciones de los sonidos de la

naturaleza. Y tercera: la teoría ding-dong, o teoría de la metáfora,

que no requiere traducción, y cuyo título proviene de la idea de que


hay una resonancia, o más bien, una analogía, de la naturaleza en el

lenguaje. Según estás teorías, habría una especie de ósmosis

ópticoaudioral por la cual lo que se ve y se oye se puede reproducir

en el habla, y así, por ejemplo, cuando hay urgencia, se habla

rápido, como indicando en la misma forma que hay que correrle; en el

enojo, se levanta la voz para que el que habla parezca más alto y

temible; si se habla de algo grande, la palabra también se hace

"graaande"; si se habla de algo cercano, se usan palabras con i,


116

como "aquí", en donde los labios se acercan el uno al otro, y así

sucesivamente (datos tomados de Abbagnano, 1961 y/o Danesi, 1995).

Según acota Gadamer, tanto Vico como el filósofo del lenguaje

Johann Gottfried Herder, opinaban que la poesía era el lenguaje

genuino y primigenio, y lo demás su triste destino, y tanto Herder

como el fundador de la lingüística Wilhelm Von Humboldt, opinaban

que no había que plantearse el origen del lenguaje, porque éste es

el que hace al ser humano y no el revés. Además, ninguna hipótesis

puede ser corroborada, pero como parece que este ocioso ejercicio es

tan agradable y se producían literalmente millares de artículos

sobre el tema, la Sociedad Lingüística de París decidió prohibir, en

1860, a sus afiliados, ocuparse del origen del lenguaje, y la

Sociedad Filológica de Londres, en 1911, hizo otro tanto (K.

Mandoki, 1994; M. Yaguello 1994, p. 141). Según parece, el filósofo

Otto Jaspersen no estaba afiliado, y si le atraía bastante el

asunto, así que en 1922 añade otro nombre: la teoría ya-he-ho, o

teoría de los cantos comunitarios, donde el lenguaje surge cantando

como modo de marcar el compás y seguir los ritos religiosos y las


tareas cotidianas, así que es sospechoso que el nombre de esta

teoría se parezca demasiado a la canción de los enanitos de Blanca

Nieves según Walt Disney, quienes, en efecto, cantaban mientras

trabajaban para acompañar el golpeteo de sus zapapicos y aligerar la

jornada.

Esta teoría del canto es lo único que explica por qué no es

ridículo lo ridículo que es cantar, ya que, visto en frío, tendría

que ser francamente exótico que alguien a solas en la regadera, y lo

que es peor, en público, deforme las palabras como si les inyectara


117

síndrome de Dawn, y en vez de decir amor diga amo-oor, y nadie se

escandalice, y todos tan tranquilos. Una de las etimologías más

antiguas de la palabra "balada", proviene de "balar" (Corominas,

1954-57), que es más o menos lo que hacen los borregos: "ba-aa". Y

la gente. Su primogenitud explica la inmarcesibilidad del canto, y

también la musicalidad intrínseca del lenguaje poético. Y entonces,

lo exótico es no cantar. Asimismo, se entiende el carácter sagrado y

fundacional de los cantos comunitarios en las iglesias, las

manifestaciones políticas, los estadios y los grupos de amigos en

las noches de luna. Von Humboldt tenía razón: "el ser humano es la

criatura que canta".

Por estas razones, las canciones pertenecen de entrada al lenguaje

poético, ya sean las canciones tradicionales, populares o

folklóricas que posee toda sociedad, o las canciones comerciales que

en la actualidad se han convertido en fetiche del consumismo

cultural, dentro de las cuales las que se cantan en castellano

tienen un rotundo éxito dados los 400 millones de parlantes de la

cuarta lengua más hablada del orbe. Los intelectuales, que las
tararean camino de su trabajo, en cuanto llegan allí se olvidan de

ellas, tal vez porque tienen que pensar en cosas más eficientes,

como las que levantan el status o aumentan el curriculum vitae,

excepto Gabriel Zaid, que se da cuenta de que -aparte de

mercadotecnia y sociología-, se trata de acontecimientos

lingüísticos pertenecientes a la dimensión poética; dice: "cuando

pensamos que a la gente no le interesa la poesía, pensamos en los

libros de poemas que no venden más que cientos de ejemplares. No en

los millones de aparatos de radio donde se escucha a todas horas


118

poesía (cantada)" (1999, p. 119). Podría pensarse que lo malo del

lenguaje poético es que sólo puede decirse una vez, porque el

silencio -Vgr. el "dolor", la "alegría"- que nombra pasa y se

desvanece. Y entonces, para decirlo otra vez, se canta, para lo cual

hay que añadirle una especie de musicalidad segunda que permita

reproducirlo y memorizarlo, y así puede ser vuelto a decir, por

razones no tanto de denominación del silencio, sino de diversión y

celebración de la existencia del lenguaje poético, como

entreteniéndolo y quedándose con él. Esta segunda musicalidad es en

principio la rima, consonante o asonante, y la métrica, que en

castellano consiste generalmente en hacer frases, o versos, de

siete, ocho u once sílabas, con acentuaciones determinadas: si es de

once, los acentos van en la cuarta y en la octava, o en la sexta

sílabas, como en "quiero morir cuando decline el día", o "en torno

de una mesa de cantina"; con esto, ya puede cantarse. También se les

puede adosar música y demás arreglos orquestales. Una canción es

aquel lenguaje que puede incorporarse al canto. Eventualmente puede

ser cantado en coro y aprendido por toda la comunidad. En suma, una


canción es la familiarización del lenguaje poético: su entrada a la

calle.

Así puesta, toda poesía que sigue los cánones de la métrica entra

dentro del territorio de las canciones, como los poemas de Ignacio

Manuel Altamirano, Guillermo Aguirre y Fierro, Antonio Machado,

Evaristo Carriego, Rubén Darío, León Felipe, Rafael Alberti, y de

hecho, a todos ellos, alguien les ha puesto alguna vez música, como

Joan Manuel Serrat con los de Miguel Hernández: "llegó con tres

heridas / la del amor / la de la muerte / la de la vida", que, como


119

se sabe, son los tres único temas de toda poesía. Puesto que se

trata de la familiarización del lenguaje poético, toda canción viene

de la poesía y va hacia el lenguaje común y corriente de todos los

días, de manera que pueden encontrarse canciones que están más cerca

de lo poético, como algunas de Luis Eduardo Auté, por ejemplo la más

exitosa comercialmente, que llegó a ser casi himno de una generación

de hispanoparlantes, de nombre Aleluya: "un acorde disonante / nueve

infiernos sin el Dante / unas flores en mi tumba / siempre nunca

nunca nunca", respecto de la cual, el propio cantautor opinaba que

cuando la escribió "no estaba claro qué quería decir", pero que

"ahora está claro que no quiere decir nada", y ciertamente, la falta

de un mensaje, el no querer decir nada, es característico de la

poesía; por eso Proust le hace decir a un personaje suyo que "el

mayor de los méritos de un verso es no significar absolutamente

nada" (1913, p. 93). Por el contrario, hay canciones que están más

cerca del lenguaje de todos los días, como las que escribe un

compositor español de nombre Rafael Pérez Botija, con una talentosa

mezcla de cursilería y buen humor: "faldas cortas / piernas largas /


maquillada para él / maniquí de porcelana / provocándole". Dados

ambos extremos, puede ser que en medio esté lo que sería plenamente

canción, ni pura poesía ni pura divulgación, sino aquel lenguaje

capaz de nombrar silencios con palabras de diario, para lo cual se

requiere una rima y una métrica tan bien hechas que ni siquiera se

note que hay ahí un trabajo de versificación, sino que parece que

están emitiendo enunciados casuales con toda naturalidad, y cuyo

mejor ejemplo en el año dosmil en castellano es Joaquín Sabina,

capaz de enumeraciones sorpresivas como sólo Borges, y que tanto


120

puede imprimirse en libros como grabarse en discos, como una canción

que se refiere a "los pájaros de la ansiedad", "los grillos de la

depresión", y "los perros del amanecer", que ladran a la misma hora

en que "marca las cartas el tahúr / y rompe el músico su partitura /

y vuelve Nosferatu al ataúd / y pasa el camión de la basura".

Pero hay cosas cantadas que no son canción, sino cascajo, porque

el lenguaje es creación y no maquiladora de barrabasadas sobre

pedido para encumbrar cantantitos artificiales. Actualmente, la gran

mayoría de lo que pasa por la radio comercial y obtiene discos de

platino no es lenguaje, sino ripio. Los ripios, palabra que viene de

la albañilería y refiere al cascajo o escombro que se utiliza para

rellenar algún desnivel en el terreno, son aquellos versos o rimas

que se embuten a fuerzas con tal de terminar otra canción más para

vender, y se reconocen fácilmente porque invariablemente riman amor

con dolor, pasión con corazón, botellas con ellas, ellas con bellas,

bellas con estrellas, y cuyo ejemplo proverbial es el de un señor

muy devoto de nombre Juan Carulla, que se puso a escribir la Biblia

en verso, logrando bodrios como uno que dice "vivía Jacobo en


tiendas / y evitaba sencillo las contiendas", por lo cual recibió

dos cosas, una condecoración de la Santa sede, y la burla

regocijadísima de sus contemporáneos, que inmortalizaron la frase

"la biblia en verso" (Vega, 1952), para referirse a tonterías con

elevadas intenciones, a algún domingo siete como el de "te extraño /

como se extrañan / las noches sin estrellas / como se extrañan / las

mañanas bellas", cuyo autor no tiene caso delatar.

Y cuando algo se dice varias veces, aunque no sea cantado, se le

denomina "estribillo"; si se dice hasta el cansancio, se le denomina


121

"cantilena" o "cantaleta", y si ya es desesperante se emplea la

expresión interjectiva "¡ahquelacanción!". En efecto, el lenguaje

poético que se convierte en estribillo a fuerza de acompañarnos por

todas partes dado lo bonito que suena es lo que a la postre resulta

ser propiamente el lenguaje cotidiano u ordinario, un lenguaje que

se usa de diario y de fijo y que proviene de lo más musical de lo

poético, lleno de metáforas, sinécdoques, metonimias, catacresis y

otros tropos, pero ya sin la necesidad acuciante de nombrar silencio

alguno, sino con el sólo ánimo de decir las palabras por puro gozo,

porque hablar es sencillamente bueno. El lenguaje que aparece en la

poesía y reaparece en las canciones se convierte en el lenguaje

familiar propiamente dicho, que usa le gente para saludarse y

platicarse, sin intención de decir nada ni de decírselo a nadie, ni

mucho menos entablar comunicación ni establecer acuerdos, sino con

el único fin de pronunciarse, para celebrar el hecho de pertenecer

al lenguaje en general, porque la gente no habla porque tenga algo

que decir, sino que tiene algo que decir porque habla, que es lo que

hace que esta sociedad de todos los días sea tan parlanchina que,
como si siempre fuera día de fiesta, convoca a chismes y cotilleos

en las esquinas, tiendas, pasillos y autobuses, aprovechando no

importa qué pretexto para activarse, entre los cuales el más

tradicional consiste en hablar del clima, en especial el clima

político, al grado de que no se habla de política para cambiar la

sociedad, sino para hablar, que es lo que importa, y además, ahí

puede constatarse que las críticas y las quejas son mejor

dispositivo para el arranque del lenguaje familiar que las

felicitaciones y los encomios, y la razón es que una queja produce


122

siempre más lenguaje que una felicitación, y de lo que se trata es

de hablar, así que el lenguaje familiar no se ahorra, no regatea, no

se guarda ni mide sus palabras, hable y hable todo el tiempo, como

si fuera el idioma oficial de los pericos, y habla mucho, pero dice

lo mismo, porque, al ser poético, no es un lenguaje largo, sino

insistente, igual que las canciones, que vuelven y vuelven a

decirse, como si en ello radicara la alegría.

Si bien el lenguaje familiar, el que se emplea cuando no hay nada

que decir, que es casi siempre, es más fijo que el de los poemas,

por lo cual ya empieza a presentar una cierta convencionalidad, que

hace preguntar a la gente si así se dice algo o si está mal dicho,

es todavía, no obstante, lenguaje poético, y por ende, su

convencionalidad es mínima y despatarrada, de modo que se desarrolla

con laxitud, lleno de equivocaciones, muletillas, frases hechas,

ambigüedades, vaguedades, e interjecciones, manoteos, oraciones

inconclusas, señalamientos digitales y otras ostensividades,

adjetivos y adverbios, palabras cuyo significado se desconoce, o

sea, en breve, nada que aporte descripciones de la realidad, sino


palabras que sólo comportan la sensación de pertenencia al lenguaje,

y de hecho, gracias a todas estas intervenciones del azar, dentro

del lenguaje familiar se puede volver a detonar en cualquier momento

el lenguaje poético inicial, cuando de repente, entre tanto que se

dice, cae por ahí algún enunciado inesperadamente originario, que

pronuncia lo que nunca había podido ser dicho. Y también, en

diversos momentos de la familiaridad cotidiana, se forman callejones

sin salida por donde el parloteo ya no puede seguir, como cuando

alguien toca un tema delicado sin querer o alguien sale herido de


123

algún chiste, entonces aparecen silencios intensos que interrumpen

la celebración y que obligan a ser dichos de algún modo tarde o

temprano por alguien, para lo cual hay que evocar una canción o

invocar un poema. Tanto unas como otros sirven para rebautizar los

silencios que se le engendran a la gente a la hora del mal de

amores, de la soledad, de la plenitud o de la vida en general, y si

nada de lo que hay a la mano funciona, habrá que volver a crear el

lenguaje que nombre ese silencio trémulo.

3.3.- Lenguaje Especulativo

El nombre de los nombres. El lenguaje especulativo nombra


al lenguaje mismo: es un lenguaje especular o reflexivo.
Estabiliza, delimita y procesa al lenguaje por medio de
conceptos y definiciones. El hablante, lo que dice, y el
lenguaje son distinguibles pero comprometidos entre sí.
Las palabras son el símbolo de otra palabra. El lenguaje
especulativo contiene las claves de su propia
interpretación: basta con saber el idioma. Es traducible:
se puede decir con otras palabras. Su extensión es justa:
no habla más ni menos de lo que dice. Está compuesto de
muchas palabras pequeñas combinables entre sí. Es
convencional pero no arbitrario. Se le dice a un
interlocutor. El lenguaje conceptual, la teoría, la
filosofía, los metalenguajes, etc., son ejemplos de
lenguaje especular; el género literario del ensayo es su
mejor ejemplo. Aquí pueden incluirse a las teorías
convencionalistas del lenguaje.

El lenguaje poético era algo así como la palabra en carne viva, como

un raspón. Pero un raspón no puede pasársela ardiendo de por vida;

termina por dejar de arder aunque siga ahí. Y después le sale

costra. Así, el lenguaje sufre un proceso de endurecimiento

creciente que lo hace durar más pero decir menos, como quien se

aprende una canción que le gusta mucho y al cabo se la sabe mejor

pero ya no entiende la razón por la cual se la quería aprender.


124

Una vez que el lenguaje poético se familiariza, se vuelve como un

animal domesticado, que ya no maravilla, ya no asusta, y pasa a

formar parte de los enseres y las costumbres de la casa, con lo cual

gana en trato pero pierde en emoción, y puede que esté bien, porque

si, como dice William S. Burroughs, el lenguaje poético puede "hacer

que las cosas ocurran", que si se habla, por ejemplo, de la muerte,

la produce, y algo se muere, en cambio, cuando se familiariza, uno

ya puede decir "me muero de hambre" sin que verdaderamente haya que

irse preparando para el funeral. Cuando entra en la rutina, el

lenguaje familiar es un mero perrito faldero que no sirve para nada

pero no se va.

El lenguaje familiar, de tanto hablar, se agota, y sin embargo,

sigue estando ahí. Esto implica que en un momento dado existe una

buena cantidad de palabras establecidas y convencionalizadas que se

encuentran en estado libre, como desempleadas, ociosas y a entera

disposición de la sociedad para que haga con ellas lo que quiera. Y

así, si el lenguaje poético familiarizado dura lo suficiente, se

convierte en otra cosa. Con tantas palabras acumuladas y sin nada


que nombrar, el lenguaje comienza a emitirse como un eco y se

atiende y se responde como tal, es decir, el lenguaje comienza a

hablar de sí mismo consigo mismo: las palabras ya no pueden

referirse al silencio y por ende solamente pueden referirse a sí

mismas. Entonces sucede como si el lenguaje se desdoblara, produjera

un doble, a saber, el lenguaje éste que habla, y el lenguaje aquél

sobre el cual habla; este renglón que se lee en este momento está

haciendo justamente eso: son palabras que hablan sobre las palabras,

y es como si el lenguaje mismo hiciera las veces de silencio, como


125

si las palabras estuvieran calladas y hubiera que decir su nombre,

que es lo que pasa cuando uno se encuentra un vocablo que no conoce,

y entonces busca en el diccionario qué es lo que "quiere decir". El

eco es el espejo de la oreja: se refleja. Las palabras se señalan a

sí mismas, como en los espejos, y esto es precisamente lo que se

denomina reflexión, que es lo que produce un espejo, speculum en

latín, de modo que se trata de un lenguaje especular, especulativo,

que ya no nombra silencios como hacía el lenguaje poético, sino que

nombra nombres: le busca su nombre a las palabras, esto es, se

dedica a averiguar qué se quiso decir con tal frase, a qué se

refería cuando se dijo eso, por qué esto se dice así, etcétera, lo

cual, si bien se ve, es una actividad muy socorrida, y cada vez que

algo no queda claro en una conversación, la gente interpela: "¿qué

me estás queriendo decir?", y se defiende: "eso no es lo que yo

quería decir; yo estaba diciendo otra cosa", y asimismo usa

muletillas especulares como "en otras palabras", "por decirlo así",

"es decir". Antes sí se sabía lo que se quería decir pero no se

sabía cómo decirlo; ahora ya se sabe decir pero no se sabe qué


quiere decir. Cuando se habla así, que es muy seguido, la gente está

haciendo reflexión y usando lenguaje especulativo, y en verdad, está

filosofando, porque el trabajo de la filosofía consiste en hacer

esto; según Susanne Langer, la filosofía consiste en averiguar el

"sentido de lo que decimos" (1952, pp. 15, 18; Cfr. también Nicol,

1941, p. 99). Por eso acusan a los filósofos de "especulativos",

que, según Gadamer (1960, p. 558) significa sobre todo no ser

dogmático.
126

Si en el lenguaje poético uno está envuelto por lo que dice, con

el desdoble del lenguaje especulativo, el hablante adquiere cierta

corta distancia de sus palabras, la que hay entre un espejo y uno,

porque al hablar de ellas, ya las puede poner enfrente, y aunque

todavía pertenece a lo que pronuncia, ya no le ocurre todo lo que

dice: puede escudriñar la crueldad sin resentirla mucho. Esta

separación mínima y prudente entre el habla y lo dicho es la que

produce la ilusión de que la función fundamental del lenguaje es la

comunicación, de que el lenguaje es un "medio" para contactarnos con

los demás y establecer acuerdos y resolver conflictos -como si nos

entendiéramos tanto-, y que de paso el lenguaje parezca un modo de

describir la realidad, pero que él mismo no sea esa realidad, sino

sólo, como criticaba Richard Rorty, su espejo, pero creyendo que los

espejos no están en este mundo, sino enfrente. Pero los espejos

están dentro de la realidad, a pesar de su apariencia.

De cualquier manera, así como el lenguaje se desdobla y separa a

quien habla de lo que dice, asimismo, su reflexión va distinguiendo

y distanciando unas palabras de las otras, de manera que no ya


cualquier palabra refiera a la totalidad del mundo, sino que cada

una refiera a un aspecto particular del mismo, que es lo que

significa ir dándoles nombre a las palabras, lo cual se logra

mediante los conceptos y las definiciones. Un concepto determina

todo lo que puede incluir una palabra, o sea, todos los discursos,

frases, definiciones, sinónimos, etc., que se pueden agrupar,

organizar y clasificar como pertinentes a una categoría, por

ejemplo, lo que es válido y verosímil pensar respecto a las palabras

"democracia", "cronopio", "violencia", "Blefescu", "maquillaje",


127

"jitanjáfora", "psicología", "aleph", como entrando dentro del eco y

buscando el sonido interno del lenguaje, como sumiéndose en el fondo

del espejo para extraer de cada palabra su silencio. Casi debería

decirse que los conceptos tienen su poesía, y no está mal, según se

vio, que concepto y concepción provengan de concebir, de dar a luz,

cuyo concepto incluye el nacimiento, la comprensión, y los focos de

cien watts. Un concepto es una definición muy larga, y una

definición es un concepto muy corto. Las definiciones determinan,

por el contrario, todo lo que se puede excluir de una palabra,

marcando sus límites de tal manera que no puedan quedar dentro de

ella cosas que no le quepan, y la definición normal de luz, por

ejemplo, ya no deja entrar nacimientos ni comprensiones, sino

solamente ondas y partículas. "Puede ser considerada definición toda

restricción del uso de un término en un contexto determinado"

(Abbagnano, 1961). Así pues, se entiende que "definición" se refiera

a todo lo que está ya definido, finalizado, acabado, finiquitado y

terminado: por eso se dice que lo que es definitivo es terminante, y

por eso las palabras del diccionario son "términos", hasta-ahíes,


algo así como acabóses.

El lenguaje especulativo se mueve entre estas dos fuerzas: por un

lado, enriquecer cada palabra con muchas otras, y por el otro,

rigidizar cada una para que ya no se vuelva a mezclar con las demás.

Por esta negociación, se puede entender por qué el lenguaje

especulativo es mucho más largo que el lenguaje poético. Mientras

que el poema Tierra Baldía (o Yerma, 1922) de T. S. Eliot mide 433

líneas que ni siquiera llegan al final del renglón, para

"explicarlo", que quiere decir "desplegarlo", el autor remite, por


128

lo menos, entre otros, a La Rama Dorada de James George Frazer, que

medía por entonces 12 volúmenes, y luego (1922) fue reducido a un

mamotreto de 840 páginas de letra apretadísima. Es cierto, mientras

que un poema sobre la luz puede ser de media página, un tratado

sobre la luz puede llevarse quinientas -el de Leonardo es de 602-

llenas de multitud de palabritas breves y combinables con las que se

va especificando, matizando, ejemplificando, corrigiendo, lo que se

quiere decir para que quede claro, mientras que el poema no tiene

intención de aclarar ni de que se entienda: con que se entienda solo

le basta. Esto es lo que Philip Wegener (S. Langer, 1941, pp. 161-

167) llamó "mecanismo de enmendación", por el cual evoluciona el

lenguaje: de grandes conglomerados inseparables como los poemas, a

elementos pequeños y múltiples, como las preposiciones,

conjunciones, o pronombres. Del monolito al rompecabezas. "La"

palabra, así, en singular, se convierte en las palabras, así, en

plural. Por lo tanto, al revés del lenguaje poético, el lenguaje

especulativo contiene en sí mismo las claves de su propia

interpretación: trae dentro las instrucciones para entender lo que


se dice o se lee, basta saber el idioma.

A propósito, también hay una teoría del origen del lenguaje que

plantea que es una convención (Abbagnano, 1961) que se establece

entre los interlocutores, toda vez que lo único que se puede decir

de algo es su nombre, sin que haya correspondencia alguna entre éste

y lo nombrado, por lo que todos los nombres son correctos, a

condición de que sean entendidos por los hablantes, y que hoy en día

es la más prestigiosa y de la cual su más prestigiosa representante


129

es la idea de los juegos lingüísticos de Ludwig Wittgenstein (1953,

p. 65).

El lenguaje reflexivo tiene al mismo tiempo que, de una parte,

reconstruir la resonancia interior de las palabras y, de la otra,

darles la fijeza y estabilidad que las haga comprensibles y

comunicables; como en esto hay muchas recetas falsas y ninguna

receta segura, las única posibilidad es intentarlo: las hipótesis,

los modelos teóricos, la crítica, el pensamiento sistemático, los

metalenguajes, las reflexiones personales y grupales, las

interpretaciones, se den en ciencia, academia o vida cotidiana,

realizan este tipo de lenguaje. El género literario del ensayo,

iniciado por Michel de Montaigne en 1580 (1580-1588) con una larga

serie de estudios libres donde se mezcla la erudición escolástica

con los humores personales sobre temas como la soledad, la vanidad,

los cojos, la incomodidad de la grandeza o unos versos de Virgilio

(Nueda y Espinas, 1940-1969), que cuando se leen, no se discierne si

es ciencia o literatura, porque como dice Alfonso Reyes, es "el

centauro de las géneros". "El género entre los géneros", remata


Eusebio Rubalcaba (1997, p. 107). El ensayo puede, como querría

Theodor Adorno, "recobrar con los medios del concepto aquel momento

mimético que en verdad está profundamente conexionado con el amor"

(s.f.). Un ensayo es una perquisición sobre algún objeto de la

realidad, cualquiera, desde los datos inmediatos de la conciencia

hasta los tacones de los zapatos de mujer, en el que se invierten

hechos, investigaciones, estadísticas, etimologías, recortes de

periódico, experimentos, historias, frases oídas al pasar,

introspecciones y lo demás que haga falta, para procesarlos con los


130

recursos del lenguaje y presentar dicho objeto de una manera que no

es sólo correcta sino más novedosa, atrayente y profunda que el

objeto inicial, con lo cual, el ensayo le confiere al objeto de

estudio una cualidad que no tenía y que puede consistir en la manera

de decirlo. Por ello, a los poetas se les da más naturalmente ser

ensayistas que a los historiadores o a los novelistas: Amado Nervo,

Alfonso Reyes, Octavio Paz y Gabriel Zaid son eso. El objeto que

aparece en el ensayo no está hecho solamente de sus datos sino de la

forma del lenguaje que lo describe, porque la forma de su

descripción pasa a ser parte del objeto descrito, y por ende, ahora

se sabe algo más y algo mejor sobre ese objeto. El ensayo muestra,

frente a la novela, que la realidad es una mejor mentira, y frente

al reporte científico, que la fantasía es una mejor verdad. Cabe

avisar, empero, que "el ensayo es tan difícil que los escritores

mediocres no deberían ensayar: deberían limitarse al trabajo

académico" (Zaid, 1999, p. 20). Gustave Ichheiser, un malhadado,

sobresaliente e irreconocido psicólogo social, escribió una vez que

"los científicos sociales no deberían aspirar a ser tan


'científicos' y 'exactos' como los físicos y los matemáticos, sino

que deberían aceptar cálidamente que lo que hacen pertenece a la

dimensión desconocida que se abre entre la ciencia y la literatura"

(citado por Rudmin et al., p. 171): el ensayo es esa dimensión

desconocida; puede afirmarse que todo pensamiento sistemático,

teórico, serio, disciplinario, cuando de veras piensa, es

ensayístico. Y cuando de veras piensa, también siente. Ahora bien,

no se sabe qué tanto está permitido pensar en las instituciones

académicas actuales, pero parece que se trata de una actividad que


131

alguien debe hacer bajo su propio riesgo, porque eso no lo cubre el

seguro de daños.

Es curioso que cuando una definición no se entiende, se tenga que

explicar de vuelta en lenguaje familiar, y que cuando un concepto se

profundiza, reaparezcan giros del lenguaje poético. Es notorio que

en la lejanía y en la última instancia siga presente el silencio

básico del lenguaje. Por ello, Adorno (s.f.), al tratar de averiguar

el sentido de lo que decimos, se da cuenta de que la filosofía es

"el esfuerzo permanente e incluso desesperado de decir lo que no

puede propiamente decirse", que es exactamente lo que opinaban los

poetas de su trabajo: decir lo indecible.

3.4.- Lenguaje Técnico

La etiqueta de las cosas. En el lenguaje técnico, las


palabras se salen del lenguaje y entran al mundo de la
naturaleza. Es un lenguaje útil y práctico. Es un lenguaje
unívoco; las palabras son fijas: el hablante, lo que dice
y el lenguaje son distantes e indiferentes entre sí. Las
palabras dejan de ser palabras y se vuelven objetos. No es
un lenguaje interpretable, sino obedecible: emite órdenes;
es instrumental o herramental. Es preciso; es arbitrario.
Los lenguajes científico, práctico cotidiano,
computacional, empresarial, etc., son lenguajes técnicos.
Las teorías instrumentales del origen del lenguaje son
afines al lenguaje técnico. Jergas: publicitación del
lenguaje técnico: la jerga cientificista y otras jergas.
El ruido verbal, el eco cínico y el próximo silencio.

Sin embargo, nadie debe andar filosofando a deshoras por la vida:

tarde o temprano habrá que ir a comprar mantequilla, cobrar un

cheque, decirle al de junto que no moleste o leer las instrucciones

de los sobrecitos de sopa para ver cómo se prepara. Dicho de otro


132

modo, si el lenguaje conceptual dura lo suficiente, se convierte en

lenguaje técnico, aquél que se usa para propósitos prácticos.

Al durar lo suficiente, va constituyéndose una especie de depósito

de palabras ya-terminadas, convenientemente definidas y acotadas,

que pueden conservarse estables y sin variaciones de concepto, al

punto de que pueden ser llevadas y traídas sin que se altere aquello

que querían decir. Son como el glosario de palabras que todos pueden

conocer pero que no está a discusión, que es lo que le pasa a cada

palabra que se pronuncia con mucha frecuencia para diversidad de

motivos sin que su significado esté a debate, como la libertad, la

democracia, la psicología o el "lenguaje". Da la impresión de que a

estas palabras les ha brotado una pátina como la de las cosas

mugrosas, un caparazón como el de los armadillos, una madeja de

alambre de púas como la de los erizos y puercoespines que las

mantiene resguardadas y protegidas de la intemperie y de las demás

palabras y por lo tanto no se mezclan con el resto del lenguaje. No

tienen nada de difusas, son más bien muy precisas y tajantes como

las aristas de los cubos. Los conceptos y las definiciones que han
sido producidos por la especulación teórica, se usan tanto y se

vuelven tan corrientes que llega un momento en que se pronuncian sin

pensarlos, como el sociólogo que dice y dice "sociología", dando por

hecho que se conoce su definición y concepto, pero que por el

momento, para no interrumpirse de lo que está diciendo, no los

menciona, porque está hablando de otra cosa como, por ejemplo,

cuántos libros de sociología hay en la biblioteca. Para comprar

mantequilla exitosamente en la tienda, hace falta no ponerse a

especular con el tendero sobre su noción y significado.


133

Una vez que las palabras adquieren esa fijeza que les da la

repetición constante, que ya no sirve para averiguar el sentido de

la mantequilla sino para comprarla en la tienda, ni el de la

sociología ni el de la democracia ni el de la paz, a las palabras

les acontece el extraño fenómeno de que dejan de usarse para

propósitos lingüísticos, que eran los de nombrar el silencio y

nombrar los nombres, y pueden empezar a utilizarse para asuntos

exteriores al lenguaje como comprar mantequilla, y obtener cosas,

fabricar artefactos, realizar actividades, producir comportamientos,

ejecutar funciones, o sea, hechos que no forman parte de la

dimensión del lenguaje, sino, específicamente, de la dimensión de

los objetos de la naturaleza, y es que, como dice Gadamer, "las

expresiones técnicas poseen un perfil especial que rehusa integrarse

a la verdadera vida del lenguaje" (1986, p. 73). Las palabras ya no

se usan para crear o recrear el lenguaje, sino para hacer que el

mundo físico y material obedezca. "Las palabras se convierten en

monedas", dice Pfeiffer (1936, p. 26). Ciertamente, las palabras

técnicas no nombran algo, sin dan órdenes, indicaciones,


instrucciones, señalizaciones, como solicitar un estado de cuenta en

el banco, estipular qué es lo que se tiene que hacer -como en los

manuales de operación-, describir los procedimientos que han de

llevarse a cabo -como en un programa de computadora, una fórmula de

álgebra, una receta de cocina, el método científico-, o plantear las

características que debe tener un objeto para que cumpla sus

funciones, tales como tener talla 36 en la ropa, 3/8 de pulgada en

un tornillo, o benzoato de sodio como conservador en una mermelada.

Todo esto puede prescindir del lenguaje y sustituirse con señales,


134

acciones, ostensividades, y con flechitas y otras rayas en el caso

de lo escrito. Así, los extranjeros pueden sobrevivir prácticamente,

indicando las cosas con el dedo, pero no lingüísticamente.

Según puede advertirse, el lenguaje técnico concibe al vocabulario

como una serie de piezas utilizables para diversos fines, esto es,

concibe a las palabras como si éstas no fueran lenguaje, sino,

estrictamente, como si fueran útiles, herramientas, que no sirven

para hablar sino para ejecutar operaciones variadas. por ello Sartre

puede decir que "los poetas son personas que se niegan a utilizar el

lenguaje". En el lenguaje técnico, las palabras se salen del

lenguaje y entran al territorio de la naturaleza.

Es precisamente la pretensión incongruente, propia del

racionalismo, de que todo lenguaje deba aspirar a ser lenguaje

técnico, la que ha hecho pensar que el lenguaje debe seguir las

reglas de la lógica, y de que lenguaje que no sea lógico es

primitivo y malhablado. El lenguaje técnico genuino ha de ser

ciertamente lógico, porque la lógica es inherente a la forma de los

dispositivos, las máquinas y las organizaciones, las jerarquías o


los organigramas, porque en todos ellos hay elementos que deben ir

antes o después, de mayor a menor, etc., para que el aparataje

funcione, sea una licuadora o la inteligencia de los ingenieros. La

lógica lingüística es la que cree que todo el lenguaje es un aparato

de inventariar la naturaleza, y que por lo tanto se debe comportar

según sus leyes, y cuando no lo hace, como sucede en la poesía o la

especulación, opina que el aparato está descompuesto, y que los que

hablan así también. La lógica lingüística es una física del

lenguaje, pero no una psíquica. Como dice Susanne Langer, "el


135

pensamiento puede ser lógico, pero la lógica no es el pensamiento"

(1967, p. 148).

Puesto que ya no se está tratando con lenguaje auténticamente, en

la forma del lenguaje técnico se advierte un descuido incontrito por

la gramática, el léxico y la sintaxis, o sea, un descuido

generalizado con respecto a lo que sí es apropiadamente lenguaje, y

así, siempre y cuando se capten las indicaciones necesarias, lo

demás es irrelevante, toda vea que no ser trata, como los conceptos

o los argumentos, de un lenguaje interpretable que requiere claves

de comprensión, sino que es meramente obedecible. A los perros se

les habla en lenguaje técnico. Sin embargo, la más importante

característica y diferencia con respecto a los lenguaje previos es

que aquí se da una separación y una distancia entre quien habla y lo

que dice: el hablante ya no pertenece a las palabras ni tampoco está

involucrado con ellas, sino que las palabras técnicas se vuelven

objetos que se pueden poner, como las pinzas o el lápiz, allá fuera

y lejanas del que las utiliza, y por eso no le importan gran cosa a

condición de que cumplan su cometido: son herramientas, no palabras.


Por esta misma razón de separación las palabras técnicas tampoco

están ligadas a lo que mencionan, a su referente, sino que fungen

como etiquetas que se pegan sobre dichos referentes, sin confundirse

con ellos. Para el lenguaje técnico, el referente es lo que

constituye lo "real", lo importante, mientras que el lenguaje es

solamente su etiqueta. Por eso es tan difícil encontrar un

tecnócrata que hable con estilo.

El lenguaje técnico se da en cualquier asunto que dure lo

suficiente, sea futbol, donde se habla técnicamente de fuera de


136

lugar y entrar con los tacos por delante; sea cocina, donde los

enunciados una-pizquita-de-sal y pimienta-al-gusto son cabalmente

terminología técnica, y sólo quien conoce la disciplina gastronómica

sabe bien qué cantidad es eso; sea política, con términos del tipo

de coalición o grupos de presión; sea arte, con vocabulario

compuesto de estridentismo y ultraísmo; sea doméstico, como decir

medio baño, sala de estar, puerta de servicio, cuarto de atrás. Las

teorías instrumentales del origen del lenguaje (Abbagnano, 1961),

según las cuales el lenguaje va determinando su significado por su

uso, por como va sirviendo, parten de que el lenguaje es

esencialmente técnico. Sin duda, el más técnico de los lenguajes

técnicos es el lenguaje científico, porque todas las ciencias, para

su propio desarrollo y comunicación, han debido construir una

terminología de vocablos usuales cuyo sentido se dé por sentado y

que se utiliza para seguir hablando, con tales palabras, de otros

temas de la ciencias, o para realizar aplicaciones diversas, o para

enterarse de lo que están trabajando los colegas: en física serán

términos como positrón, fotón, Plank, escuela de Copenhage; en


psicología serán cognición, sensopercepción, Piaget, Laboratorio de

Leipzig. Supuestamente, las revistas científicas se escriben en

lenguaje técnico. Supuestamente.

El lenguaje técnico cree que una cosa son las palabras y otra cosa

es la realidad, que palabra y referente son asuntos aparte. La

técnica no sabe que el lenguaje es real, y así, no obstante usar

palabras, considera que éstas no existen, que son más bien algo así

como protonúmeros aún incapaces de cuantificar la realidad, mientras

que lo existente real es únicamente aquello a lo que remiten; por


137

eso el lenguaje técnico sueña con no usar palabras sino números. Y

por eso, mientras tanto, hay un pavor científico a los adjetivos,

los adverbios y a veces hasta a los verbos, ya que se considera que

éstos no contienen nada, es decir, que son puramente palabras,

solamente lingüísticos, meras formas, y en cambio, hay un furor

científico por los sustantivos, porque éstos parecen más cosa de

veras, medible y tangible. Así, en el lenguaje técnico, científico,

práctico y útil, se da un especial interés por mostrar que no

interesa la forma en que queda dicho: es el intento de transmitir el

referente crudo. sin nada de forma, o dicho de otra manera, hay un

intento de falta de estilo.

El tecnicismo trata de escribir imposiblemente con un lenguaje sin

forma porque quisiera que apareciera en sus comunicaciones solamente

el referente, la cosa prima, despoblada de lenguaje, y por ende sin

que faltara nada por ser dicho, sin silencios alrededor, razón por

la cual escribe con ese modo tan inhóspito, mismo que le confiere la

ilusión eventualmente ingenua de que así está en control de la

realidad de los objetos, pero, obviamente, este modo de escribir más


bien inculto, este estilo sin estilo, se convierte específicamente

en su estilo propio, el género literario de las revistas científicas

que, después de todo, si únicamente va ser intercambiado entre

técnicos dado que en buena lid un verdadero tecnicismo sólo puede

ser entendido por sus usuarios, no pasa a mayores por mucho que se

vuelva en contra del lenguaje. Y puede defenderse su correctitud.

Pero el lenguaje técnico comporta dos amenazas que siempre se

cumplen: una es la tentación del control, y la otra es el miedo al

silencio, que ambas son los que puede llamarse "el prestigio de la
138

ciencia", y hacen que la gente se agarre del lenguaje técnico a la

primera provocación, y lo pervierta, como si lo hiciera comercial.

Por ejemplo, debido al éxito de las matemáticas en la astronomía, a

finales del siglo XVII se produjo un ataque de "matematismo"

(Giuculescu, 1985, p. 17), que consistía en ponerle lenguaje

matemático a todo, no sólo a la biología, sino a la política, la

ética y la filosofía. Esta epidemia numérica reapareció, como el

cólera, a finales del siglo XX. O sea, después del lenguaje técnico,

empieza a popularizarse un tipo de lenguaje cuya única pretensión es

la de carecer de forma, estar hecho a martillazos, para que parezca

muy técnico y muy especializado (Edelman, 1977, p. 98), para lo cual

ya ni siquiera le interesa referirse a algo.

Se trata de un lenguaje pseudotécnico, tecnoide: una pura

palabrería que es una jerga, palabra ésta cuya etimología no es la

misma que la de trapo, sarga o seda, sino de la voz onomatopéyica

garg, como en "atragantar" (Corominas, 1973). Si el lenguaje técnico

era una especie de etiqueta sobre las cosas, la jerga son las

etiquetas sueltas a lo loco, o como dice Susanne Langer, "es un


lenguaje más técnico que las ideas que expresa" (1967, p. 36).

Y en efecto, para el siglo XXI, el susodicho prestigio de la

técnica, la sobreproducción de tecnicismos, y la tecnología de la

información, obligan a la publicitación de jergas, que es una suerte

de vulgarización del lenguaje técnico, y que además cree que los

lenguajes poético y conceptual son también lenguajes técnicos. La

publicitación consiste en la posibilidad de la repetición de las

palabras sin que tengan nada que nombrar, en la obligación de hablar

sin nada que decir toda vez que existen bocas a las que les pagan
139

por abrirse en vano debido a que hay orejas que necesitan oír

cualquier cosa con tal de no quedarse en silencio. No se dice nada,

pero suena impresionante.

Evidentemente, la jerga más conspicua es la jerga cientificista,

que comienza su palabrería con pruebas-de-laboratorio-han-

demostrado, expertos-del-tecnológico-de-massachusets, para después

seguir con palabritas como feromona, asertividad, liposucción,

tonomuscular, genoma, neurona, nutriente y otras miles más que no

solamente usan los anunciantes de detergentes ni los consumidores de

supermercado, sino también los académicos al escribir sus artículos

toda vez que tienen el imperativo de publicar, no algo que hay que

escribir, sino algo que suene muy técnico para parecer científico

(Ibáñez-gracia, 1993), y cuya única prueba de cientificidad radica

bien a bien en que ni su propia madre se anima a pasar el trago

amargo de leerlo porque todavía no ha nacido madre tan abnegada, ya

que en realidad no se trata de textos para ser leídos, sino para ser

citados, que es la manera en que los académicos se recompensan los

unos a los otros: siempre sale algo de dinero de todo esto. Por
razones que provienen de aquí mismo, el idioma inglés tiende a

convertirse en una jerga en sí, en la jerga oficial del Planeta

Tierra, y todo lo que esté dicho así es automáticamente impactante,

como si quien lo dijera supiera verdades eternas; por eso la frase

just do it parece filosofía trascendental.

La jerga tecnoide consiste en el uso de términos especializados

para cuestiones anodinas, en vocablos profundos para asuntos

superficiales, en el empleo de enunciados dramáticos o heroicos para

referirse a acontecimientos banales. Existen frases como "promover


140

la cultura del cuidado del calzado". Se oyen normalmente en la vida

política, civil y laboral declaraciones verdaderamente épicas, como

"enfrentar nuevos retos", "aceptar el desafío", "continuar en la

lucha", "lanzarse a la aventura", y uno creería que se encuentra en

el Desfiladero de las Termópilas, pero no, nada más está en una

junta de gerentes de ventas. Para decorar sus frivolidades, el

oficinismo en boga hace uso de grandes palabritas miserables como

"un nuevo concepto", "gran auge", "mucha trascendencia", y por otros

lados, abundan enunciados como "estado represor", "gobierno

autoritario" o "guerra sucia" que suelen quedarle demasiado grandes

a ciertos desacuerdos políticos. Pero quizá la verborrea turística,

que es el mecanismo más sofisticado de la tontería universal, una

especie de premio cervantes en sentido contrario, es el que mejor ha

destazado el lenguaje con su inspiración elevada al rango de

captadora de divisas: hoteles de plástico y mal gusto que se llaman

"el mesón del molino" que en vez de cuartos tienen "villas y junior

suites", apto para "quienes disfrutan el placer de la aventura" que

consiste en sesiones de "rapeling, esnorkeling y parasailing"


-estricto castellano de Burgos- sobre "esta playa de blanca arena

acariciada por el caribe". Y así sucesivamente, "admire la

arquitectura de Tolsá" o "deja que los exóticos parajes cautiven tus

sentidos", son frases que solamente pueden ser dichas por un agente

de viajes. Con tal ejemplo, a cualquier terreno baldío de le puede

poner "rinconada del bosque", a cualquier restaurante que acepte

american express ponerle "la casona del trovador", y al más nuevo

edificio empresarial bautizarlo "torre siglum" porque el vate de la


141

empresa pensó que con poner la terminación "um" ya se vuelve latín

culto.

No cesa de hablar, y no obstante, ya no es lenguaje. Entonces es

más bien una especie de ruido verbal que a pesar de usar también

palabras se diferencia del lenguaje en que no produce ningún

silencio, nada que quede pendiente esperando a ser dicho, nada que

se pueda agregar y por lo tanto parece que no se produce para ser

escuchado sino nada más para tapar el silencio de manera que no

aparezca.

Pareciera que en el siglo XXI la sociedad no tiene nada más que

decir, pero al mismo tiempo, no existe tal cosa como el fin del

lenguaje porque aquello equivale al fin de la sociedad, y no existe

tal cosa. En efecto, el ruido verbal de la jerga expertoide produce,

a pesar de todo, algún eco, alguna especie de repetición reflexiva

de los sinsentidos que se acaban de pronunciar, que es cuando se

nota su absurdo. Es como la lucidez última que carga un borracho en

sus adentros. Cuando alguien habla de "un nuevo paradigma en la

metodología de atención focalizada en el cliente", por ejemplo, su


frasecita le retumba en la conciencia al acabar de decirla, y por

tantito que la atienda, cae en la cuenta de que ni siquiera sabe qué

quiere decir "paradigma", y además que no es nuevo. Es como si

hubiera un silencio que lo delatara, que le hiciera sentir su

falsedad y que, si fuera honesto, le daría vergüenza o risa

(Maffesoli, 1985, p. 143). El eco es el silencio que suena después

del ruido, y ahí se queda, como todo silencio, esperando a ser

dicho. Da la impresión de que eso es lo que está sucediendo con el

lenguaje actualmente. Actualmente, no obstante, se trata de un eco


142

cínico, una especie de burla que recae sobre todo lo que se dice con

ínfulas tecnicistas, según puede advertirse, por ejemplo, en la

misma publicidad que se burla de sus propias intenciones, y además

vende la burla: "hay dos cosas que una mujer no puede evitar: llorar

y comprar zapatos", "los adultos todavía quiere los mismos juguetes

que cuando eran niños; la única diferencia es el precio" Esta

resonanción cínica se observa asimismo en el cine, novela, por la

calle, en los negocios, y en rigor no contiene un lenguaje ni una

poesía, pero implica que en esta sociedad hay algo así como un

próximo silencio que se va gestando y que irá creciendo poco a poco

y que probablemente, en las partes más anónimas y sensibles de la

sociedad, en el lenguaje de los perdedores, de los adolescentes, de

los escritores desconocidos, y de los niños que están a punto de

decir su primera palabra, ya se empiece a balbucear*.

___________________
*.- Es claro que es el lenguaje especulativo o conceptual el que les corresponde a
las ciencias y disciplinas académicas, y de entre ellos, el ensayo es el género
literario que mejor se le ha acomodado a la Psicología Colectiva, sin duda porque
resulta isomorfo o análogo a la realidad que estudia: sus textos típicos, como los
ya mencionados de Le Bon o Rossi, y los de Wundt (1912), Blondel (1928) o
Halbwachs (1950), son ensayísticos, y de hecho, la primera crítica que le hizo el
cientificismo a la psicología colectiva dio al clavo, al descalificarla por usar
un lenguaje que "aunque no es preciso, se comprende" (Allport, 1923, p. 72:
inviértase la frase y se obtiene, por contra, la caracterización de la psicología
social positivista), que es justamente como ensaya un ensayo: "un poco de claridad
-afirma Maffesoli, 1985, p. 143- no es sinónimo de frivolidad y, después de todo,
acaso 'el ensayismo', que tiene carta de nobleza, sea adecuado para expresar las
143

dificultades de que está plagada la vida de la sociedad". El ensayo respeta y


aprovecha las ambigüedades inexorables del lenguaje y si, como dice Bronowski
(1979, p. 120), hay como siete tipos de ambigüedad, la psicología colectiva, en
vez de tratar inútilmente de eliminarlas, lo que hace es elegir las suyas, con lo
que se hace más cercana al lector, porque la psicología colectiva si quiere que la
lea alguien más que su mamá. En efecto, debido a que el objeto de la psicología
colectiva es el estudio de las formas de la sociedad, o la sociedad mental, objeto
verdaderamente ambiguo e impreciso, la manera más expedita de decir algo falso
respecto a él es declarar una cosa y sólo una, porque lo único seguro es que la
sociedad mental no es una cosa y sólo una, sino otras a la vez entreveradas y
contradictorias, de modo que la manera más veraz de aproximarse a ella es a través
de un lenguaje que permita las variadas lecturas propias de toda ambigüedad, donde
se toma en cuenta que su lectura es también una forma de esa realidad. En el
ensayo, lo que es verdadero no es la realidad, sino su lenguaje, y eso es mucho.
Esto nunca implica que se pueda decir cualquier cosa: solamente se puede decir lo
que sea comprensible y convincente, y eso es poco. En tiempos de Montaigne,
ensayar no era una experimentación a ver qué sale y todo se vale, sino que se
refería a la prueba de los alimentos por parte del ayuda de cámara del rey para
verificar que éstos no estuvieran envenenados (Arreola, 1959, p. 14). Y por
cierto, lo que hace la psicología colectiva es poner a prueba la solidez y
viabilidad de su versión de la realidad frente a cualquier tema, sea
epistemológico, cotidiano, abstracto, empírico, mientras más variado mejor prueba;
a veces sale bien y a veces no, pero ése es su trabajo. El ayuda de cámara a veces
se moría. Como puede colegirse, entonces, los objetos que estudia la psicología
colectiva no existen de suyo en la realidad, porque en rigor no los descubre, sino
los inventa, toda vez que el ensayo crea el objeto que describe, y lo que se
describe ensayísticamente no estaba de antemano presente, sino que al escribirlo,
es como si lo colocara ella misma en la realidad declarando mustiamente que ahí
había estado previamente, y es que en general, la psicología colectiva no analiza
la cultura, sino que hace cultura. Las Representaciones Colectivas no eran antes
reales sino hasta que llegó Durkheim (1898) y las mostró. Es como lo hace también
la literatura; por eso tal vez, en un momento dado, Octavio Paz habló de "la
psicología" como una de las "disciplinas literarias" (1956a, p. 15), y es de
llamar la atención que El Laberinto de la Soledad (Paz, 1956b), o Masa y Poder
(Canetti, 1960), que son muy psicocoletivos en el sentido de que explican la forma
de una sociedad, sean tenido por literatura sólo porque los escribieron sendos
premios Nobel; en cambio, La Era de las Multitudes, tema similar, de Moscovici
(1984), espléndido ensayista, es tenido como psicología colectiva: los tres
provienen de una misma tradición. La lista de ejemplos de ensayos de esta índole
es fácilmente multiplicable. Como diría Simmel (Levine, 1971, p. xv), la vida no
tiene forma sino hasta que hay un pensamiento que se la da, y así pues, la forma
del ensayo es el tipo de forma que la psicología colectiva asume que tiene la
realidad: ambigua pero comprensible, peculiar pero argumentable: si la psicología
144

colectiva le cambia la forma a su escritura, la realidad que estudia cambia de


naturaleza. Su escritura es una cualidad de su objeto. Un ensayo es una hipótesis
sobre la realidad (una hipótesis, como dice Abbagnano, es "un enunciado que puede
ser puesto a prueba sólo indirectamente", o como dice Mach, es "una explicación
provisoria que tiene por finalidad la de hacer comprender más fácilmente los
hechos, pero que escapa a la prueba de los hechos" -Abbagnano, 1961), pero como
dice Borges en La Muerte y la Brújula (1942): "usted replicará que la realidad no
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad
puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis". O sea, el trabajo de
la psicología colectiva es hacer el mundo interesante.
145

4.- LOS OBJETOS

Las cosas son el


único sentido oculto
de las cosas
FERNANDO PESSOA

Las sillas por ejemplo. Un objeto es aquella parte de la


realidad que carece de lenguaje, y que ya estaba ahí con
anterioridad. No es ciertos que los únicos reales sean los
objetos físicos. "Físico" es aquello que aparece en los
aparatos de medición.

Uno dice "silla", es decir, la llama por su nombre, y la silla no

hace caso: así son los objetos de la naturaleza en general,

incluidos los planetas, la taquicardia, el cemento Portland, la mala

conducta, las jacarandas en marzo, los zapatos, las piedras, el

hipotálamo, los desfiles, el Facel Vega en que murió Camus, los

virus, los cactus, el gesto del enfado, los hechos, el olor del

cloro, la luz de las ventanas de Veermer, el buen comportamiento, la

guerra, las leyes, los gatos, el Chanel Nº 5, el dolor moral, el

dolor molar, el Monte Ávila, los embotellamientos de tránsito o la

silla del dictador en donde se sentó el revolucionario Pancho Villa

nada más para que le tomaran una foto, y cada vez que alguien quiere

dar un ejemplo de objeto al pasar, escoge una silla, en primer

lugar, porque siempre hay una a la mano, y en segundo, porque es un

objeto superantiquísimo, instrumento de sedentarización, ya que ser

sedentario significa poder sentarse para por fin ponerse a hacer la

civilización. Antes que la rueda, más viejo que las cerraduras,

previo al trigo y al maíz, la silla es el primer acompañante de la

especie, el más humano de los enseres, y casi se diría, el primer


146

órgano del pensamiento, porque el pensamiento sólo empezó a

funcionar hasta que alguien estuvo sentado. El único mueble que

había en el asteroide del Principito. Residencia quiere decir

sentarse dos veces; presidente es el que se sienta primero; sede,

sillar, asentamiento, que se refieren a un predio, significan silla,

y por eso se entiende que los grandes artífices de terrenos y

emplazamientos, o sea, los urbanistas, arquitectos y diseñadores,

suelan fabricar alguna silla, como las varias de Le Corbusier, o más

aún las múltiples de madera o tubo de Marcel Breuer, precursor de

todo lo que se considere una silla práctica y moderna (Bayer,

Gropius e Ise Gropius, 1938), donde sobresale la Silla Wassily, en

honor, claro, de Kandinsky.

Un objeto es aquella parte de la realidad que no tiene nombre. La

definición es negativa, y no puede ser de otra manera, pero tal vez

eso implica la paradoja de que es necesaria la existencia del

lenguaje para que haya algo que no lo tenga, y en efecto, uno se da

cuenta de que hay algo que no puede nombrar debido a que hay cosas

que sí pudo, de modo que un objeto es lo que carece de lenguaje en


un mundo de lenguaje. Los objetos son una especie de secreto que

sólo se dice en silencio.

De la silla se puede decir que es una silla, pero su color, número

de patas, material o edad quedan fuera de su nombre, y entonces el

objeto es todo lo que es menos la palabra silla, y si se agrega que

es de madera, de pino, desflemada, laqueada, barata y maltratada, de

todos modos lo que queda, que es mucho, menos lo que se diga, que es

poco, sigue siendo el objeto, y, dígase lo que se diga, lo que no se

puede decir, lo que significa ser silla, eso es el objeto. Si la


147

naturaleza de la silla fuese realmente dicha, a la silla le pasaría

algo, se sentiría sorprendida in fraganti, se pondría nerviosa y a

la mejor se le quitaría lo silla, pero, hasta donde se sabe, no ha

sido el caso. Si la descripción de un dolor de cabeza pudiera agotar

el objeto, el dolor se quitaría, como, en efecto, a veces sucede con

los dolores del alma, que se alivian con palabras porque están

hechos de lenguaje. En fin, un objeto es lo que queda después de lo

dicho, y que ya estaba ahí desde antes. Se entiende que el polvo

estelar o el mar Mediterráneo ya estuvieran ahí desde antes de que

uno llegara, o incluso la ciudad de Jerusalem o la casa donde uno

nació, pero, en rigor, cuando uno se topa con una silla que no

esperaba en el pasillo a oscuras, uno debe admitir que la silla ya

estaba desde antes de que uno se tropezara. Por eso a los objetos

también se les llama cosas, porque cosa quiere decir "causa", algo

que está con anterioridad.

Pero como "cosa" es una palabra muy bonita que sirve para decir

muchas cosas, no hay que desperdiciarla en un solo asunto, así que

se les llama "objetos", porque objetan, porque ponen objeciones,


esto es, que se instalan contra uno y lo confrontan, le oponen

resistencia, sea para cruzar a través de ellos, para utilizarlos o

para comprenderlos. Todo objeto es un misterio. Y la materia es el

objeto por antonomasia. Sin embargo, sería bueno no confundirlos con

la realidad física, según se hace cuando se trata de ser "realista",

debido a que la física clásica, la anterior a la mecánica cuántica y

a la Teoría de la Relatividad, logró elaborar un modelo tan exitoso

de realidad que después le vendió la idea al sentido común de que la

realidad es tal cual física. Eso está bien para la física, pero no
148

para la psíquica, porque la física es una construcción que estipula

que el observador, o científico, debe ocupar un punto de vista

independiente y ajeno de lo que observa, y asimismo, que lo que

denomina "realidad" es únicamente la serie de datos que se indican

en los aparatos de medición, de manera que 20ºC no es una

temperatura, sino una marca en el termómetro, y entonces se entiende

por realidad física a la impresionante red de coincidencias entre

todos los instrumentos, y puede verse que los sentidos de la

percepción, la piel con la que se registra el clima, y los demás,

son estrictamente aparatos de registro de datos, y hay quien percibe

menos o más frío con el mismo clima: "nuestro cuerpo es nuestro

primer instrumento de medida", dice Poincaré (1912, p. 110). La

conclusión de esto es que los objetos de la naturaleza son

registrado por otros objetos, sea el termómetro o el tacto, así que

en la física no se da una relación sujeto-objeto, sino una relación

objeto-objeto, donde no debe haber nadie, mientras que en la

realidad psíquica, forzosamente, por definición, tiene que haber

alguien.

4.1.- Los Objetos de Lejos, de Cerca, y Desde Dentro

Los objetos lejanos son aquellos que están separados del


observador y cuyos contornos son definidos: son objetos
discretos, relevantes, modulares, componentes,
intercambiables e inimportantes; los objetos que no
importan no son ciertos, sino verificables. Los objetos
cercanos son aquellos que tienen valor sentimental; sus
contornos son ambivalentes: no se sabe dónde termina el
objeto y dónde empieza uno mismo. Los objetos desde dentro
son aquellos que carecen de contornos: uno mismo queda
incluido en ellos; uno es parte del objeto y el objeto es
parte de uno; al no tener límites, ocupan el mundo entero,
y uno mismo es ese mundo entero.
149

Los objetos que se miran desde el punto de vista de la física, así

como de la percepción, y de la opinión aceptable de la gente, sean

sillas, libros, nubes, coladeras, cometas o motores, pueden

caracterizarse de la siguiente manera específica: son objetos que

tienen contornos definidos, tajantes, bien recortados. Es obvio:

véase una silla, y se puede marcar exactamente dónde termina la

silla y dónde empieza el aire, hasta cuándo es todavía silla y

cuándo ya es basura, y también lo que pesa y lo que mide, y cómo se

llama, porque incluso el nombre "silla" es un contorno que la

delimita.

Por lo tanto, todos los objetos de contornos definidos son objetos

discretos: la discreción no les viene de que sean prudentes o

recatados, sino del verbo "discernir" o "cerner", que es el acto de

separar o de distinguir, y que hace que una silla siga siendo

enteramente silla por sí misma independientemente de lo que le

suceda a la silla de junto o a cualquier otra cosa. Un libro, aunque

fuera el último sobre la tierra, seguiría siendo tan libro.

Son objetos relevantes, y otra vez, no en el sentido de que sean


espectaculares o extraordinarios, sino de que hacen relieve, esto

es, que las sillas no se camuflan de cortina como en los cuadros de

Remedios varo, ni se mimetizan con el mayordomo, sino que resaltan

del fondo o contexto y uno advierte una silla sobre la alfombra y

contra la pared. Ya sea por razones de color, textura, densidad o lo

que sea, una nube se distingue del cielo y una coladera del

pavimento.
150

Son objetos modulares, o engranables, lo cual quiere decir que

pueden operar como piezas de un mecanismo mayor, y así, las sillas

pueden embonar con las mesas para hacer un comedor, hecho éste que

no sucedió sino hasta el siglo XV (Roche, 1997, p. 190), o pueden

complementarse con un domador de leones, aunque por lo común, el

módulo natural de una silla es alguien que se sienta. Los muebles y

aparatos modulares serían típicos ejemplo, pero el sistema solar es

también un buen aparato modular.

Y por contra, son objetos que se descomponen, es decir, que se

descomponen en sus componentes, y así, la silla se puede descomponer

en patas, asiento y respaldo, y cuando algo se descompone, porque ya

no embona con el resto, se desmodula, y por lo común echa todo a

perder.

Y sobre todo, son objetos que no importan, porque, después de

todo, si alguien viene a decir que en el cuarto de junto hay una

silla, que el otro día un señor se sentó en una silla, que una vez

una silla se descompuso, uno le cree a la primera, porque para

empezar, uno no es silla, y para terminar, a uno qué le importa.


Esto implica un hecho notable, a saber, que la existencia o

inexistencia de un objeto es algo que no tiene que ver con uno y por

ende ni depende de uno ni uno puede hacer nada para que sean reales

o no reales, de modo que uno acepta como correctos los datos de los

indicadores que se le ofrecen sin mayor escándalo, porque, a fin de

cuentas, no interfieren en la vida propia y, además, después de

todo, si una silla se rompe o está ocupada, uno va y se sienta en

otra, porque tales objetos son intercambiables.


151

Por ello, se puede decir que estos objetos no son ciertos ni

falsos, sino que son exclusivamente verificables, esto es, que el

observador cree o admite los datos arrojados por los aparatos de

medición, sean el metro, la vista, la descripción o cualquier otro,

porque es la única prueba que puede haber de su existencia. Si un

ocioso quiere contar cuántos coches rojos pasan por minuto, no

necesita para nada que sea un número u otro número. Lo que no es

importante tampoco es verdadero, sino sólo verificable.

Evidentemente, también a las personas se las puede tratar como

objetos de esta clase, aunque, al parecer, a las personas no les

gusta que las traten como objetos, y por eso dicen "yo no soy cosa

para que me trates así". Comoquiera, estos objetos indiferentes con

contornos marcados, son objetos remotos, tanto porque su percepción

nítida requiere de tomar cierta distancia para poder percibir bien,

como porque el perceptor se comporta de manera distante,

indiferente. Pero si la silla resulta ser la mecedora de la abuelita

que vivía con nosotros y a quien dios tenga en su gloria, se hace

difícil vera como un objeto de lejos -a la silla-, porque cada vez


que se ve la mecedora vacía donde tomaba el sol la abuelita, la

vista de una se confunde con la visión de la otra, al grado de que

no se puede saber bien a bien dónde termina la silla y dónde

comienza la abuelita, de modo que los contornos del objeto ya no son

tan definidos, sino que empiezan como a reblandecerse, y a mezclarse

con otros objetos y a interferir con uno mismo. La silla se vuelve

un objeto cercano, y así, la mecedora de la abuelita ya no es igual

a las demás, porque ya sólo es intercambiable en la medida en que lo

es una abuelita. La silla presidencial, las sillas que están en los


152

museos de mobiliario, la Silla Azulgrana de Gerry Rietveld, y la

mecedora de la abuelita que resultó ser el modelo Nº 9 de la firma

J. & J. Kohn puesto a la venta en 1882, ya no son sillas

cualesquiera, y valen por algo más que por el hecho de sentarse, y

de hecho, a uno ni siquiera lo dejan sentarse en ellas, porque son

cosa que ya tienen su importancia. Esto es lo que le sucede a todas

las cosas de las que se dice que tienen valor sentimental, como el

suéter luido, viejo y raído que uno se pone para no salir de casa y

que uno no cambiaría por otro nuevo, como si el grueso de la mugre

fuese proporcional al grueso del cariño. O los retratos de familia.

O los utensilios, instrumentos y herramientas de trabajo, las

pinzas, la pluma, la tetera, que han servido tan bien que sería una

traición deshacerse de ellos. Como decía el Principito, uno se hace

responsable de aquello que ha domesticado. Gadamer (1983, p. 39)

denomina a estos objetos, "bienes de trato", opuestos a los bienes

de consumo. Esto del valor sentimental significa que el objeto es

parte de uno mismo y que hay algo de uno mismo en el objeto; no

existen separados y no se puede discernir tajantemente entre uno y


otro. El papel de las cartas de amor no es reciclable. Un objeto

típico de esta índole es la tierra, en tanto suelo patrio o lugar

donde se vivió toda la vida, al que la gente siente que pertenece y

que no podría abandonar so pena de nostalgia, porque, según se dice,

ahí tiene sus raíces, igual que los árboles, que no se van.

Entonces, no son objetos discretos, sino continuos, cuya realidad no

puede deslindarse de la de uno mismo. Las costumbres, los hábitos,

las tradiciones, son objetos de cerca que desaparecen si falta su

dueño, y que uno mismo deja de ser uno mismo si los pierde. Y
153

finalmente, todavía, una gran parte de las relaciones

interpersonales, de simpatía y antipatía, no pueden medirse ni

catalogarse como "conductas" ni "respuestas" emitidas por un

organismo, porque da la casualidad de que uno lo rozan de cerca y

está inmiscuido en ellas, y por eso a los científicos sociales y

conductuales no les sirve para nada su ciencia de objetos lejanos

cuando están con sus amigos o enemigos, que son objetos de cerca,

próximos, prójimos.

Y cuando uno está sentado, no ve la silla. Pues no: está dentro de

ella, hundido y repantigado, y puede hasta asegurar que no ve sillas

por ningún lado. En un lugar sin sillas, el objeto no ha

desaparecido, sino que está disuelto en el resto del mundo, lo cual

quiere decir que son sus contornos los que se esfuman, y por eso el

objeto se hace imperceptible, pero "lo silla" está presente en la

sensación de estar sentado, ya sea en la silla, ya sea muy bucólico

en la hierba, a lo pensador de rodin en una piedra, o en los

rebordes de la chimenea, sobre un cofre o en cualquier saliente de

la construcción que se ofreciera, como se hacía en la Edad Media


cuando en los hogares no había más que una sola silla ya ocupada por

el habitante de mayor rango (Roche, 1997, p. 190). Las sillas

concretas no están, por lo que lo silla en abstracto radica en los

músculos distendidos de las piernas, en el tronco desparramado del

cuerpo, en la atención dedicada a otras cosas que no sean sostenerse

o caminar, y en el gusto de presidir (Rheims, 1990, p. 1101) o de

mirar pasar la gente y la vida, como cuando uno se sienta en un

café. Entonces la silla está como en todas partes, en las vísceras

acomodadas, en las ideas, en la mirada, en lo que mira, como si


154

ocupara el mundo entero, porque el hecho de estar sentado hace que

el mundo adquiera otra forma. Por eso un aforismo de Lichtenberg

reza más o menos así: he notado claramente que tengo una opinión

sentado y otra de pie. Penélope pudo ser paciente porque es de ella

la frase proverbial "hay que esperar sentado".

En sentido estricto no puede hablarse de una silla ni de ninguna

cosa, sino más bien del mundo en el que uno queda sumido: aquí no

hay objetos de lejos, no hay objetos de cerca, sino objetos desde

dentro, y por lo tanto uno misma forma parte de ese objeto que se

disuelve con el resto de la vida porque no tiene límites. Cualquier

objeto cuyos contornos se desvanecen y está como flotando en el

ambiente, como lo hace la música ambiental del supermercado, lo

envuelve a uno y uno mismo adquiere las características del objeto,

de modo que uno se torna relajado con la musiquita relajada que lo

hace quedarse más tiempo en la tienda compre y compre. Esto ya lo

argumentaba la Teoría de la Gestalt: cuando no se puede localizar la

fuente del estímulo, se atribuye que la fuente es interna

(Guillaume, 1937, p. 190); el perceptor no percibe, sino siente: la


percepción se transforma en sensación. La sensación es la percepción

de objetos que carecen de contornos. La presión y la ansiedad de las

grandes ciudades es un objeto así, que no se ubica en ninguna parte

sino que en conjunto es el río de la vida fluyendo y uno

arrastrándose inmerso en él, sintiéndose por ende presionado y

ansioso.

De lo que se cuenta actualmente de la cultura celta, probablemente

lo atractivo y mágico que tiene, es esta visión de una realidad

disuelta, "donde se hunden mundos distintos, como la bruma entre el


155

mar y el aire" (Sharkey, 1975, p. 19). Cuando se deshacen los bordes

de las cosas, la gente pasa a formar parte de esa cosa y, en vez de

percibir, siente lo que se siente ser esa cosa. Esto lleva a la

siguiente conclusión: los objetos carentes de contornos se llaman

sentimientos, o sensaciones, tanto en el sentido de que no son

percepciones porque uno ni siquiera se percata del objeto, como en

el sentido de que, literalmente, el objeto le acontece a uno: es uno

mismo.

Si a cualquier objeto, hecho, acontecimiento, etc., se le cambian,

disfrazan o mueven los contornos, se confunde con uno mismo y se

convierte en sentimiento y en sensación. Los testigos de accidentes

o crímenes, estuvieron tan involucrados en el episodio, que

sintieron todo pero no vieron nada, y por eso, a la hora de las

pesquisas, no pueden decir qué fue lo que pasó. Ciertos directores

de cine son capaces de filmar esta realidad sin contornos en escenas

que lo ameritan: Kurosawa en Kagemusha o Ridley Scott en Gladiador

filman batallas en donde lo que se ve son trozos de brazos, cachos

de gritos, chorros de sangre, pedazos de caballo, brillos de espada


que cruzan la pantalla sin detenerse y que fotografían justamente lo

que se siente estar dentro de esa guerra. Pero cualquiera que haya

jugado algún deporte, lo que ve mientras juega es algo por el

estilo. En efecto, una realidad así está hecha de emociones y no de

cosas físicas o conductas medibles. Claude Monet, el pintor más

borroso de los impresionistas (Vaudoyer, 1956, p. 33) no podía

pintar sus catedrales y paisajes porque la luz se transformaba

minuto a minuto y los objetos se desdibujaban todo el tiempo

(Marina, 1993, pp. 167-168), enseñando sólo su belleza pero no sus


156

contornos, que es lo mismo que sucede en el sentimiento religioso

que se produce en las iglesias, donde, mediante el dorado de los

altares y los transluces de los vitrales, se dan brotes de luz por

todas partes que rompen o recubren las aristas de las cosas haciendo

el ambiente un tanto "irreal" y un tanto sagrado, truco que, por lo

demás, también aplican los bares y centros nocturnos con intenciones

no del todo diferentes. Los enamorados tiene experiencias semejantes

a las de los impresionistas, porque cuando tratan de recordar las

líneas cambiantes de la cara de quien los tienen encandilados, no

pueden por más que no puedan olvidarla, ya que la cara de la gente

en rigor se va transformando en cada gesto, en cada giro, en cada

ángulo, como si nunca regresara a ser la misma; "la cara querida es

trémula", dice Proust (1919, p. 87), y quien ansiosamente quiere

registrar cada rasgo para atesorarlo en la memoria, falla, y en

realidad no pesca ninguno, y por eso siempre le urge volver a verla.

4.2.- Sentimientos: Arte y Ciencia: Mercancías

Los objetos carentes de contornos se llaman sentimientos:


son tan materiales como los objetos físicos, sólo que no
pueden asirse ni localizarse de ningún modo; son objetos
atmosféricos, importantes, y ciertos: constituyen la
aprehensión más directa posible de la realidad, pero su
certeza es inverificable. Cuando los sentimientos se
repiten, se convierten en objetos de arte y ciencia, que
son objetos dudosos; ciencia y arte son similares porque
ambos buscan armonía: el arte es un objeto considerado
como un mundo, y propende a borrar sus contornos y
convertirse en sentimiento; la ciencia es el mundo
considerado como un objeto, y propende a fijar sus
contornos y a convertirse en otra cosa. Cuando arte y
ciencia se repiten, se convierten en mercancía. Las
mercancías son objetos que se producen en serie y que sólo
tienen valor de cambio; la lógica profunda de la ciencia
produce la tecnología y las mercancías; el arte y la
157

ciencia contemporáneas, y todo lo demás, no son ni arte ni


ciencia sino mercancías.

Los sentimientos son objetos carentes de contornos. Y así, a la

inversa, si uno está alegre, se siente sano, ágil, despierto, joven,

y ve a los demás simpáticos, buenas gentes, y el clima es agradable,

y la calle está bonita, y el futuro soleado, esto es, la alegría,

como objeto, es exactamente del tamaño del mundo. Cuando uno se

siente desganado, trata de averiguar en qué consiste su desgano,

para luego arreglarlo, es decir, trata de localizarlo, acotarlo,

asirlo, pero lo que advierte es que está por todas partes, en el

espejo, en las noticias, en las nubes de la tarde. Por lo tanto: un

sentimiento es un estado del mundo.

Lo que hay que subrayar de los sentimientos es que son objetos

igualmente materiales, igualmente empíricos, igualmente reales,

igualmente objetivos que las sillas y las piedras y las conductas, y

que difieren, no es su realidad ni materialidad, sino en la

contundencia de sus contornos, de modo que, así vista, la realidad

no está partida en dos, sino que constituye un continuo cuyos

extremos son, en una punta, los contornos absolutamente definidos, y


en la otra, la ausencia absoluta de contornos, con la infinidad de

gradaciones que media entre ambas. La fuerza de gravedad, por

ejemplo, es un objeto que en el siglo XVI no tenía contornos,

carecía de descripción y de medición, y por ende aparecía como una

sensación, mientras que el átomo, después de haber sido una cosita

física y perceptible, empezó a perder sus contornos entre 1911 y

1927 (Miller, 1978), cuando dejó de seguir las reglas de la física

clásica.
158

Los sentimientos son objetos atmosféricos, vagarosos, como el

otoño o la neblina, o como el espíritu de los tiempos, el aire de

fiesta o el clima político, que uno los atraviesa o los respira, y

que tanto está uno dentro de ellos como ellos dentro de uno. Y

también, los sentimientos son objetos muy importantes porque, se

nota, es uno el que los sufre, se alegra y se le va la vida en

ellos: los objetos carentes de contornos son uno mismo y siquiera ya

por eso a uno mismo sí le importan. Y sobre todo, los sentimientos

son objetos enfáticamente ciertos, poseen la certeza máxima posible,

irrefutable e inapelable, porque, al ser lo mismo y estar hechos de

lo mismo que uno mismo, uno nunca puede estar más fácticamente cerca

de uno objeto que en este caso.

Los demás le pueden discutir a uno sobre cómo se llama lo que

siente, pero no sobre el hecho de que está sintiendo; a uno le

podrán decir que lo que siente no es cierto, pero no le pueden decir

que no es cierto que siente; uno puede no estar seguro de qué es lo

que siente, pero de lo que sí esta seguro es de que siente: De

ningún otro objeto de la realidad se puede tener esa certeza que de


los sentimientos. Por eso tan a menudo las realidades sentimentales,

como la confianza o el escepticismo, le funcionan a la gente como

verdades, con las variadas consecuencias prácticas que esto

comporta. La certeza de Descartes no radicaba en que pensaba, sino

en que se sentía pensando. Novalis dice que esa "sensación de

inmediata certidumbre es la visión de nuestra verdadera vida"

(Vital, 1995, p. 150). No sólo los sentimientos, sensaciones,

afectos, estados de ánimo, emociones, etc., sino además temas más

cognoscitivos, tales como la fe, los principios morales, los valores


159

o creencias, son decisiones culturales de certeza inquebrantable que

pertenecen al mundo de los objetos carentes de contornos. No podía

ser menos, porque en la presencia de los sentimientos, es cuando la

realidad de la naturaleza logra ser verdaderamente tocada, cuando no

hay ninguna línea divisoria entre uno y el objeto que impida su

compenetración, y uno entra dentro de la realidad y la realidad se

mete dentro de uno: como si uno tuviera el misterio de las cosas en

la palma de la mano. Einstein hablaba de una "percepción directa"

del mundo (Wilber, 1984, p. 214), o, como dice un psicólogo,

(Humphrey, 1992, p. 149), "el sujeto se percata de las sensaciones

en forma directa e inmediata".

Merleau-Ponty dice que esa certidumbre es "el asiento de la

verdad" (M. Montero, 1997, p. 64). Y no obstante, existe la tragedia

de ser una verdad que no se puede mostrar ni nadie puede aceptar,

porque no se pueden aceptar coartadas como "tu" verdad o "mi"

verdad. Como sea, en efecto, al contrario de los objetos físicos que

son verificables pero no ciertos, las sensaciones son objetos

ciertos pero no verificables: son una certeza inverificable, a la


que uno accede con cierta frecuencia, pero que nunca podrá

comunicar; en esto consiste lo que se podría llamar el secreto de

las cosas: un secreto que sólo se puede decir en silencio.

A lo mejor se podría decir que estar sentado es lo que se siente

ser silla, pero no se puede decir qué se siente estar sentado. Claro

que si uno se pone de pie desaparece todo esto, que es lo que

acontece cuando uno se sentó a descansar un rato sobre una bardita y

luego se levanta, o lo que acontecería en un período más bien mítico

como la alta Edad Media, cuando se puede afirmar que hubo gente que
160

jamás en su vida se sentó en una silla o taburete propiamente

dichos. Ahora bien, cuando un objeto se repite y se repite, se

estabiliza, y así terminará por formarse una silla en la que se

pueda sentir estar sentado y que además no desaparezca cuando uno se

pone de pie, cosa que debió suceder hacia finales de la baja Edad

Media, y que provocó, para el siglo XVI, "una verdadera furia

creativa en torno a la silla" (Roche, 1997, p. 190), que convocó a

las artes a construir no sólo asientos firmes sino posturas cómodas.

Entre la certeza y la verificabilidad está la incertidumbre, que

es la característica de los objetos cuyos contornos son difusos,

borrosos, permeables, osmóticos, como los de la mecedora de la

abuelita, y son, propiamente, los objetos de arte y ciencia,

queridos y bonitos para sus dueños, usuarios y espectadores, en

especial según se utilizaban dichos términos aún en el siglo XVII,

cuando no estaban separados (Racionero, 1986, p. 10), ni entre sí y

se podía hablar de la ciencia de la música o del arte de las

matemáticas, ni de arte con respecto a artesanía ni de la ciencia

con respecto a la técnica, así que habría el arte o ciencia de la


ebanistería y la ciencia o arte de la relojería. Los científicos de

esos tiempos, incluyendo a Galileo y a Descartes, estaban

interesados en la música porque, no obstante ser la más aérea de las

artes, era susceptible de tratamiento matemático (Berman, 1989, p.

229): "los movimientos celestiales no son más que una canción

continua" decía Kepler (citado por Koestler, 1980, p. 129). Mientras

que Kepler trabajaba con la música de las esferas, las partituras de

Bach eran como notaciones matemáticas: se diría que las matemáticas

son una música con contornos fijos y que la música es una matemática
161

con contornos desvanecidos (Racionero, 1986, p. 17). En esencia, no

hay distinción entre arte y ciencia, como no la hay entre "hacer" y

"saber", que son sus respectivas etimologías, como tampoco la hay

entre realidad y pensamiento. Ni entre artesanía y técnica. Galileo

fabricaba sus telescopios, Leonardo sus pigmentos, y a la fecha,

todo aquél que respeta su trabajo, cuida sus instrumentos y sus

materiales, por lo que pinceles, martillos, overoles, escritorios,

probetas, tablas de picar, frascos de tinta, mochila del colegio,

botas para caminar y cualquier adminículo implicado en el proceso de

arte y ciencia, son objetos de esta índole. Y finalmente, tampoco

vale la distinción entre teorías científicas y teorías legas, por lo

que este rubro incluye opiniones y cualquier otra versión e

hipótesis cotidiana con respecto al mundo. Añádanse arreglos

florales, gastronomía, modas y todo lo que se quiera que de verdad

se quiera. Las fragmentaciones del mundo son más bien materia de un

fraude mental y mercantil.

Los objetos de arteciencia son cosas que ya son perceptuales pero

que valen por sus cualidades sensibles, de las que uno se puede
distanciar físicamente pero no anímicamente. Son los objetos

cercanos a medio camino entre la sensación y la percepción, los de

valor sentimental; tal vez a esto era a lo que habría haber llamado

sensopercepción, perceptosensación: son objetos que son y al mismo

tiempo no son algo, que ya son una cosa concreta y no son

concretamente una cosa. Los impresionistas hallaron la técnica para

poner en pintura fija aquella luz que no estaba quieta: para hacer

perceptible una sensación, o al revés. Comoquiera, del arte se

entiende que sean objetos, pero la ciencia también se constituye en


162

objeto, porque una teoría científica, cuando es real, es una visión

del mundo: un mundo visible ocupado por cosas reales, porque el

mundo toma la forma de la teoría. En los términos de Serge Moscovici

(1984), un psicólogo social del conocimiento, la teoría se

"objetiva", se vuelve objeto, y una vez vuelta objeto, se nos

presenta frente a nosotros: uno puede ver neuróticos, traumados y

reprimidos entre sus amistades porque el mundo ha sido tocado por el

dedo de Freud (Moscovici, 1961); y además de ser objetos, son

queridos y cercanos, porque uno se confunde con sus teorías y

ciencias preferidas, porque Marx es su marxismo y viceversa, porque

entre la mirada y la cosa vista no hay demarcaciones precisas. Entre

uno y sus teorías no hay fronteras claras: un médico no se llama

juánperez sino doctorjuánperez.

Arte y ciencia, en tanto objetos, son similares en su origen, que

es el de la búsqueda de orden, armonía, elegancia y belleza. Otra

vez, se entiende en el arte, pero en la ciencia es notorio el uso de

estas palabras como criterio de correctitud de una teoría (B. Lovett

Cline, 1965, p. 87: Le Shan y Margeneau, 1982, p. 96; Racionero,


1986, p. 17). Werner Heisenberg, el físico cuántico famoso por su

Principio de Indeterminación, decía que "en las ciencias exactas, no

menos que en las artes, le belleza es la fuente más importante de

iluminación y claridad" (Wilber, 1984, p. 110). Arte y ciencia son

el mismo conocimiento de la misma realidad.

También al final serán similares, pero, como, mientras tanto,

entre la certidumbre y la comprobación está la duda, los objetos

dudosos de este tipo pueden optar por direcciones contrarias: los

objetos de arte son aquellos que eligen volver a convertirse en


163

sentimientos, mientras que los objetos de ciencia son aquellos que

prefieren transformarse en mercancía. Ahí está la diferencia.

El arte es un objeto considerado como un mundo. Quien lo hace o

quien lo mira, si quiere que eso de enfrente sea arte, ha de adoptar

la actitud de que no existe nada más que lo que mira, de suerte que

eso tienda a tomar el lugar de la realidad completa. Tal vez por

esto los objetos de arte son aislados en museos y galerías, y

también colocados sobre una base o dentro de un marco, como dando la

indicación de que lo de afuera no debe existir para el espectador, y

el espectador, si es que no va nada más a papar moscas -cosa válida,

por supuesto-, debe concentrarse en la obra y abstraerse de lo que

queda fuera; por eso se apagan las luces en los cines y los teatros,

para que el resto desaparezca y lo que hay ahí en la pantalla o el

escenario se convierta en el mundo completo. Para hacer o ver arte,

existe la regla de fingir que, o comportarse como si, el objeto

fuera uno mismo, o uno mismo fuera el objeto, de modo que el objeto

que aparezca en la obra de arte sea en rigor la vida entera. Que el

mundo completo sea la vida entera. La intención es pues, que uno se


meta dentro de la obra, y ya dentro, que la obra no tenga límites.

En efecto, en el arte se da la pretensión de borrar los contornos

del objeto en cuestión, tanto los de la pintura o escultura o

película, como los del autor o espectador, para que se conviertan en

sensaciones. Son objetos que pretenden dejar de ser una cosa

concreta. El arte es un objeto que quiere convertirse en

sentimiento. En las artes plásticas abstractas, ésas de las que se

oye decir que hasta uno lo puede hacer, y que a simple vista parecen

puras manchas sobre el lienzo, puede advertirse esta propensión,


164

toda vez que en ellas no se percibe ninguna cosa definida, ninguna

cara, casa, fruta ni paisaje, sino que es como si el objeto quisiera

revolverse con el resto del medio ambiente, con el aire del lugar y

la mirada del espectador. Por eso los contornos de la cosa son tan

desmoronados. Y es que no pretenden pintar una cara dulce, sino la

dulzura sin cara, el puro sentimiento, y por eso ya no pueden

anclarse a una representación. El arte abstracto, típicamente, es un

objeto que es algo y no es nada a la vez. Las esculturas abstractas

son muy ejemplares al respecto. Cuando Walter Patter dijo, en 1877,

que "todo arte aspira a la condición de música", a esto se refería,

a que el objeto se volviera como un éter sin límites dentro del cual

uno quedaba inmerso. Y estando dentro, con en el mundo, el objeto se

torna interminable, nunca acaba, que es a lo que se refería Paul

Valéry cuando dijo que una obra de arte "no se termina, sino que se

abandona".

Por el contrario, la ciencia es un mundo que es considerado como

un objeto, que es lo que hace justamente Gerardus Mercator en 1569,

cuando toma todo el mundo y lo puede poner en un planisferio sobre


su mesa de trabajo, y lo aplana y lo endereza a su gusto. Por eso

los científicos hablan de "objeto de estudio" aunque se trate de

todo el universo o de toda la materia. La razón por la cual en

ciencia un universo tiene que ser visto como un objeto es para poder

apreciarlo desde fuera, bien delimitado, toda vez que existe la

regla de procedimiento de que quien haga o lea ciencia debe

comportarse como, o fingir que, uno no existe, sino sólo el objeto.

Así que uno se queda afuera. Por ello, los objetos científicos sí se

terminan, tienen un acabado (M. Romo, 1977, p. 64). Quien hace uno
165

de éstos, sabe cuándo está terminado: cuando se obtiene el

resultado. Una vez resuelto el mapa del genoma humano, ya no hay

nada más que hacerle, ni modo de ponerle un gen más por puro gusto.

Y cuando ya no haya nada más que hacerle al genoma humano, lo que

sigue es reproducirlo o repetirlo de todas las maneras posibles, es

decir, buscarle sus aplicaciones, que tarde o temprano se volverán

medicinas y cirugías y así sucesivamente: esto es connatural al

desarrollo de la ciencia. La ciencia es un pensamiento que se

convierte en cosa. Se entiende, pues, que la dirección de la ciencia

sea opuesta a la del arte: la ciencia pretende que sus objetos sean

cosas concretas. Así, a fin de cuentas, por su vocación de dividir

el mundo en múltiples objetos independientes, el objeto de la

física, el objeto de la química, el objeto de la psicología, y cada

uno a su vez subdividido, y por la distancia estatuida entre uno

mismo y esos objetos, la ciencia no tiende a convertirse en estados

de ánimo como el arte, sino en cosas cada vez más particulares y

específicas y cada vez más tangibles y manipulables, sean vacunas,

trigo mejorado, uranio enriquecido, conductas adecuadas, o sillas al


por mayor, es decir, la ciencia tiene una tendencia natural hacia la

tecnología y por ende hacia la producción de objetos, ya no de

trato, sino de consumo.

Las sillas que se fabricaron durante el reinado de Luis XV fueron

idóneos ejemplos de los objetos de ciencia y arte: aparte de lo feas

que son, estaban hechas para ser sinceramente estimadas por sus

constructores y sus poseedores, toda vez que proporcionaban el largo

confort, la sostenida comodidad, firme y estimulante, que es

necesaria para entregarse y perderse en una conversación de toda la


166

tarde, actividad favorita del siglo XVIII, u otras actividades,

tales como trabajar en el taller o tocar un instrumento, ya que es

la fecha en que los modelos de sillas empiezan a adaptarse a las

particularidades de su actividad: silla de tornero, de lectura, etc.

(Rheims, 1990, pp. 1102-1103). Las sillas de autor del siglo XX, que

también representaban una solución equilibrada entre estética y

ergonomía, como la Silla Barcelona de Mies Van Der Rohe (Pearce,

1991), diseñada en 1929, son igualmente objetos de este tipo. O sea,

en suma, cuando una sensación, la del mundo sentado en plena

conversación, se repite y se reitera, se convierte en objeto de

ciencia y arte.

Sin embargo, las sillas Luis XV se siguieron produciendo, ya

abaratadas en material y usuario, durante doscientos años más;

asimismo, la Silla Bertoia, una maravilla del diseño industrial, fue

comercializada con mucho éxito por la firma Knoll International a

partir de 1952. Entonces, cuando un objeto de ciencia y arte, sea

teoría, obra, instrumento o utensilio, a su vez se repite y se

reitera, se convierte en mercancía. Las mercancías son objetos cuyos


contornos son fijos y definidos, y ya pueden ser percibidos de

lejos, y, como su nombre lo indica, son intercambiables con otras

mercancías. A mediados del siglo XIX, los hermanos Thonet, de Viena,

sobre todo Michael, construyeron unas sillas de baguetas de madera

esbeltas y curvadas, sencillas y prácticas, con asiento de mimbre

(Selle, 1973, p. 62), que, por lo mismo, pronto dejaron de ser una

pieza singular para producirse en serie, hasta alcanzar la venta de

cincuenta millones de unidades. Todavía hay algunas, del modelo Nº

14. Una mercancía es una cosa con características físicas que ya no


167

vale por sí misma sino que vale sólo por lo que mide, en especial

por lo que mide en dólares, y cualquier cosa que cumpla con las

medidas, esto es, que se venda al mismo precio, es equivalente.

Werner Sombart (1913) relata que alguien llevó el primer tulipán a

Holanda en 1554, y que, en 1630, surgió una curiosa fiebre de los

tulipanes, merced a la cual todos querían poseer tulipanes, que se

empezaron a comparar y vender desaforadamente, por lo cual los

precios se elevaron al grado de que un bulbo de cierta especie podía

costar literalmente una fortuna, y así, la gente empezó a vender

tierras y posesiones para comprar tulipanes y hacer negocio con

ellos. Los tulipanes dejaron de valer como tulipanes y empezaron a

valer como acciones económicas, y así es como una flor se convierte

en mercancía, y así es como surgen las casas de bolsa, que en este

caso se derrumbó estrepitosamente siete años después, dejando a

multimillonarios en la ruina, con dos florecitas en la mano en vez

de sus capitales (pp. 58-60). Cualquier cosa que se reproduce en

serie y se torna indiferente a sus cualidades intrínsecas, se

convierte en mercancía. La ciencia, por su mera lógica procedimental


que tiende a colocarles medidas, cantidades y contornos delimitados

a sus objetos, se vuelve tecnología, esto es, actividad

manufacturadora de mercancías, cuya medida final, según se está

viendo, es el dinero, de suerte que lo que verdaderamente se produce

en serie y que lo único que verdaderamente se produce es esta última

mercancía: el dinero. Si el dinero, bajo la apariencia, por ejemplo,

de poder, es un arte y un sentimiento, eso ya es otro asunto. La

ciencia está terminando por ser una mercancía que lo único que

produce son mercancías. Por esto, cualquier objeto mercantil es


168

soberanamente intercambiable por cualquier otro cuya medida a fin de

cuentas sea económica: a la marca Marlboro de la Philip Morris le da

lo mismo si lo que vende son cigarros, camisas de mezclilla o

monoplazas Fórmula 1, y también da lo mismo si lo que se subasta en

Sotheby's es unos girasoles de Van Gogh, el lápiz labial de Marilyn

Monroe, los papeles ocultistas de Issac Newton que compró Milton

Keynes o el vestido azul de Mónica Lewinsky. La familia Wilkinson,

de la Gran Bretaña, que tradicionalmente forjó las espadas de la

Corona, ahora vende hojas de afeitar. Los cosméticos Avon, que se

venden de puerta en puerta, son industria de un señor de nombre

Daniel McDonald, que vendía biblias de puerta en puerta, pero que en

1893 cambió de giro porque los perfumes dejaban más; en días de

mercado, da lo mismo anunciar cremas que la palabra de dios. Parece

que para el siglo XXI el papel de la tecnología consiste en buscar

qué otro objeto se puede convertir en mercancía: ya se ha logrado

con la salud y el sistema médico en general, incluyendo medicinas,

médicos, hospitales, urgencias, servicios y la misma muerte, que

están a la venta sólo para quien puede alcanzar el precio, y la


investigación científica y tecnológica que se lleva a cabo en el

ramo es porque se vende bien; nada que ver con Florence Nightingale

ni la Madre Teresa. En salud mental, la psicología pone a la venta

autoestimas y otras superaciones personales que incluyen terapias

para no comerse las uñas. En ambos casos, ya no hay pacientes, sino

clientes.

Se suele argüir que esta situación no es culpa de la ciencia y la

tecnología: no es su culpa, pero sí su lógica, que es intrínseca a

su propio raciocinio, porque está dentro de la ciencia misma el


169

hecho de que se trata de un pensamiento convertido en cosas. Si las

cosas en que se convirtió no eran las que querían, pues ya ni modo,

pero, como quiera, dado el éxito tecnológico, esa misma lógica es la

que está operando a la hora de convertir la religión en mercancía,

la buena figura en mercancía, la política en mercancía, la cultura

en mercancía, y claro, por qué no, los objetos de arte en mercancía:

es "lógico" que exista entonces un mercado de arte como si fuera

mercado de tulipanes, y que haya en él corredores de arte como si

fueran corredores de bolsa, y que los escritores, pintores y músicos

solamente aspiren a convertirse en libros, firmas y discos que se

reproducen en serie por diversos métodos y se pueden anunciar,

ofertar y demandar como cualquier otro bien de consumo. También hay

mercado de personalidades, donde las gentes se adquieren y se

desechan, se casan y se divorcian, se aman y se olvidan, se conocen

y se desconocen con el mismo tipo de relación que cualquier otra

mercancía, porque si se puede tirar una licuadora, cambiar una

religión, pagar una salud, olvidar una camisa o patear una silla, no

quedaría clara la razón por la cual no se pueda tirar, cambiar,


pagar, olvidar o patear una amistad, y meter en la calculadora los

datos del próximo prospecto.

4.3. El Secreto de las Cosas

La realidad física no sucede nunca: cuando la física entra


dentro de la materia la materia física desaparece. Toda
materia requiere de un observador. La materia es una
realidad psíquica: es una realidad mental. El conocimiento
de los objetos es el conocimiento del propio pensamiento.
170

Y además de trágico y curioso, es paradójico que mientras más

información se tenga de los objetos, menos conocimiento se tenga de

ese objeto, o sea: la realidad más dura, concreta y verificable, es

la menos real. En la física no existen los colores (Tomasini

Bassols, 1993, p. 186), sino solamente lo que se puede verificar de

ellos mediante los aparatos de registro y medición, de manera que lo

que se tiene es su longitud de onda, su ángulo de refracción, su

posición en el espectro, y su nombre. Pero la física no puede saber

qué es el azul, mientras que uno puede saber qué es el azul aunque

no se sepa ni su nombre (Wittgenstein, Ed. 1977, p. 144), porque

siente algo así como un frío que no le da frío sino introversión

(Humphrey, 1992, pp. 80, 66). Lo que se tiene del objeto desde la

posición de la física, de la percepción y del sentido común público,

es sus medidas en las cuatro dimensiones, su función, el nombre de

su color según nomenclatura establecida, su peso, dureza,

temperatura, resistencia, comportamiento, maleabilidad, densidad,

etcétera. Lo que no se tiene es el objeto. Lo que no se puede

obtener mediante ninguna medición ni verificación es lo que implica


ser ese objeto, su significado, por así decir: aquello que está

presente pero que no queda consignado en ningún medidor. Se puede

decir que se ignora todo menos lo que aparece en los aparatos de

registro, y es que la ciencia y la tecnología pueden producir todo

menos significado.

Cada vez que se pide la demostración de la existencia de un

objeto, se pueden enseñar sus contornos, utilización, clasificación,

descomposición, comparación, etcétera, pero el objeto es lo que no

se puede mostrar, así que, siendo francos, el objeto tal cual nunca
171

aparece ante los sentidos de la percepción de nadie, de manera que,

estrictamente hablando, la realidad física nunca sucede, porque, una

de dos: o siempre hay un observador que da fe, y entonces su

existencia la comparte con este observador, o solamente sucede

cuando no hay nadie, en cuyo caso es sinceramente difícil decir que

sucedió, porque, puede uno preguntarse, qué tiene el espejo cuando

nadie lo está viendo. El color azul, cuando es real no es físico, y

cuando es físico no es real: solamente azul cuando alguien lo mira,

y cuando nadie lo mira, solamente 450 milimicrones de onda.

Este tipo de argumentos, resumidos en que "la conciencia es

materia y la materia conciencia", ya se usaba desde los tiempos en

que Leibniz (Boring, 1950, p. 191) escribió su Monadología (1714), y

actualmente, no han sido desempolvados por místicos ni esotéricos,

sino por la "nueva física" (B. Lovett Cline, 1965), la de la

mecánica cuántica, merced a dos conclusiones. La primera es la de la

impenetrabilidad de la materia (Russell, Ed. 1975, pp. 559 ss.), que

se refiere a aquella idea lógica tradicional de que dos objetos no

pueden ocupar el mismo lugar en el espacio, pero que quiere decir


eventualmente que entonces, por lo tanto, la mirada del observador

no puede entrar dentro de la materia física, porque no puede ocupar

su lugar, y así, cuando lo logra, cuando entra, se encuentra con que

la materia ya no está: encuentra electrones, protones, neutrones,

neutrinos, quarks, pero estos objetitos ya no cumplen con los

requisitos de los objetos físicos, como si se desmaterializaran al

ser invadidos por la vista y resultaran hechos del material de la

mirada: ya no son físicos sino mentales, como había planteado

Leibniz (Fuentes Benot, 1957, p. 25). Y en efecto, la segunda


172

conclusión es entonces que el observador es parte del objeto que

observa, que es lo que se supone que está contenido en el Principio

de Indeterminación de Heisenberg, Nobel 1932, según el cual, cuando

se observa la posición de un electrón, la velocidad no puede ser

rastreada, y cuando se atiende a la velocidad, la posición se vuelve

ilocalizable, como si hubiera un pacto entre electrón y observador

de decidir cuál mitad de la realidad es la que existe: por eso el

observador se hace no sólo participante sino integrante de la

realidad. Y es que como dice el Nobel del año siguiente, Erwin

Schrödinger (Wilber, 1984, p. 126), "no hay el mundo que existe y el

que es percibido. El sujeto y el objeto son solamente uno". Es el

mismo mundo para la materia y para la mente.

La conclusión de estas conclusiones es que la naturaleza sólo es

física en lo que le sobra, en lo que rezuma, en sus excedentes, es

decir, en lo que excluye a uno mismo, y por lo tanto, no se puede

conocer, sino sólo verificar, y el resto del objeto resulta ser

psíquico en el sentido ya estipulado de la compenetración de uno

mismo con la cosa: psíquico es todo, menos lo que aparece en los


aparatos de medición.

Como se ve, cuando los nuevos físicos terminaron de ganar sus

premios Nobel, se dedicaron a filosofar, con cierta ingenuidad, es

verdad, ya que les daba por encontrar a Dios antes de tiempo, y por

eso a veces sus textos son catalogados como místicos para uso de

esotéricos, pero, en fin, aquella parte indeterminada de los objetos

e indeterminable por la física que constituye su naturaleza íntima,

que sólo puede ser alcanzada por la sensación y el sentimiento,

resulta, necesariamente, ser de naturaleza psíquica, por lo cual,


173

por ejemplo, Sir Arthur Eddington, quien proporcionó la primera

prueba empírica de la teoría de la Relatividad, asume que "toda

realidad es de naturaleza mental" (Wilber, 1984, p. 253), y postula,

en consecuencia, que el material de que están hechos todos los

objetos, incluyendo los objetos físicos, es el de una "materia

mental" (Wilber, 1984, pp. 259, 261).

La materia mental de que están hechos todos los objetos es la

cultura, porque, como dice Max Plank, no puede haber un orden a

menos de que intervenga la cualidad creadora de la mente, y como

decía Durkheim, no puede haber una mente que no sea la sociedad. Lo

que conocemos de la realidad es creación humana, decía Niels Bohr

(B. Lovett Cline, 1965, p. 278). Pero, a su vez, la sociedad y la

cultura es un objeto hecho de material mental: la naturaleza del

pensamiento es el pensamiento de la naturaleza. Por lo tanto, en

palabras de James Jeans, un físico y astrónomo que terminó siendo

filósofo de la ciencia, al que no le dieron el premio Nobel pero sí

el título de Sir, "la mente ha dejado de ser considerada como un

intruso en los dominios de la materia", y por ende, "el universo


está empezando a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran

maquinaria" (Wilber, 1984, p. 196).

Por eso, conocer el universo es un pretexto para conocer el

pensamiento, que, según Tolstoi, es lo único que le interesa conocer

al ser humano. Y eso, aparentemente, es lo que está haciendo la

física teórica, porque lo que verdaderamente encuentra en los

objetos, en la naturaleza y en el universo, son las formas de su

propio pensamiento: lo que averigua la física es qué consiste y cómo


174

se comporta el pensamiento que piensa la materia: se busca lo otro

para encontrar lo uno.

Heisenberg cuenta un cuento (Wilber, 1984, p. 117): "Nos hemos

encontrado con una huella extraña, en las playas de lo desconocido.

Hemos inventado, una tras otra, las más profundas teorías tratando

de explicar su origen. Al fin, hemos podido determinar la criatura

que dejó la huella. ¡Já!: la huella es nuestra"*.

___________________
*.- Hay algo de animismo en todo esto. Puede acusársele correctamente a la
Psicología Colectiva de "neoanimista". Por animismo se puede entender aquella
forma de conocimiento que consiste en dotar de vida a aquello que según la
biología no lo tiene -aunque lo que no tiene la biología es una definición de la
vida-, o que asume que los objetos piensan. Ahora bien, es "neo" porque no se
trata de ese animismo cándido que opina que un árbol está triste porque no tiene
nidos, que es el tipo de animismo que usa el ecologismo comercial y que, en
efecto, se ha explicado dentro de la psicología como un antropomorfismo que
proyecta las intenciones propias en las cosas ajenas; esta versión supone que
existe una realidad independiente y objetiva sobre la cual se proyecta la mente
subjetiva; por supuesto que el animismo de la psicología colectiva no tiene que
ver con esta versión. Para el conocimiento de la psicología colectiva, no es que
los objetos piensen independientemente de la sociedad, sino que, porque pertenecen
a la sociedad, forman parte de su pensamiento.
La posición epistemológica de la psicología colectiva le viene de origen
porque, en efecto, plantear que las masas, independientemente de sus componentes
individuales, piensan (concretamente: piensan con sentimientos), y por lo tanto,
están vivas, es una posición animista. Es exactamente lo mismo con respecto a la
sociedad, como lo hacen Durkheim y Wundt. No puede, al parecer, ser de otra manera
en psicología, porque una vez que se requiere de la conciencia o del significado
para que las cosas, no importa cuáles, tengan realidad, en ese momento ya quedan
adscritas a esa conciencia y a esa vida. No es de extrañar que Baldwin, psicólogo
social del tiempo de la Psicología de las Masas, tematice el asunto del animismo
en su Historia de la Psicología (1913, pp. 121-124), y cite en ella a William
175

McDougall, autor de un libro sobre el animismo en psicología, en 1911, quien más


tarde sería un extremo defensor de la tesis de la mente grupal. Junto con la masa
y la sociedad, lo estético y lo afectivo son categorías que piensan y sienten,
porque ahí hay algo del objeto que se siente en uno mismo, y el objeto se resiente
de uno mismo. Y finalmente, como también menciona Baldwin, antes de la existencia
oficial de la Teoría de la Gestalt, el concepto de forma es animista, porque una
forma contiene dentro el pensamiento de quien la percata, y por lo tanto, si es
real, necesariamente está viva. En suma, la psicología colectiva es animista
debido a que el conocedor de la realidad es integrante de esa realidad, o dicho de
otro modo, a que lo psíquico implica la reunión de sujeto y objeto en una misma
entidad. Si no hay este animismo, no hay psicología alguna, sino solamente las
ingenierías del comportamiento que tanto les gustan a los cientificistas que se
han encargado sesudamente de desencantar al mundo, como decía Max Weber.
Parece pues, que hoy en día, desde la psicología colectiva hasta la física
cuántica, hay una tesis animista de la realidad: es el reencatamiento del mundo,
como lo parafrasea Morris Berman (1981). No tiene nada de raro, porque el
pensamiento de la sociedad -no ya de las ciencias y disciplina- siempre ha sido
animista, no tanto en la connotación mágica del término, sino en el hecho de que
cotidianamente los objetos, las situaciones, las circunstancias, nunca aparecen
separados de la gente que los hace, los usa y los sobrelleva. El animismo es una
manera de ser del pensamiento, y por ende, una manera de ser de las cosas.
Ciertamente, los objetos, sean fabricados, descubiertos o alucinados, tienen
dentro la vida de la sociedad en la que aparecen, y por lo tanto, tienen dentro el
pensamiento de su sociedad: son una forma de su pensamiento y de su sentimiento;
justamente, es esto lo que los hace comprensibles. De hecho, en verdad, resulta un
poco lerdo que ciertas ciencias sociales, como la psicología social, supongan que
para saber algo de la sociedad tengan que ir a preguntarle a las personas, las
cuales, dicho sea de paso, no son muy confiables en sus respuestas y sí muy
fragmentarias, porque responden desde su corta vista y desde su corta vida,
cuando, en cambio, se puede interrogar a los objetos, los cuales, si la pregunta
es adecuada, no sabrían mentir. El pensamiento de los objetos es el pensamiento de
la sociedad. Ello avala como línea de trabajo una psicología colectiva de las
cosas, porque en efecto, si se toman las sillas, las ciudades, los cementerios o
lo que se quiera, y se describen como formas del pensamiento de la sociedad, puede
aseverarse que se obtiene un conocimiento más largo y hondo de la sociedad.
Tampoco es algo fuera de lo común: con otros motivos, la crítica de arte, la
teoría urbana, la arqueología o la historia cultural hacen esto, y les sale bien.
176

5.- LOS RECUERDOS

El armagnac no se
toma, se huele
LEON LAFITTE

Cuando se pregunta un significado, se pide una historia:


contar una historia es proponer un significado; el
pensamiento es su historia y la Historia es el pensamiento
de la sociedad. La historia es la narración que parte de
una memoria y se desarrolla a una velocidad específica;
cuando se rebasa esta velocidad, sobreviene el olvido.

Cuando alguien pregunta ¿por qué?, lo que está haciendo es pedir que

le cuenten una historia. Por eso a veces se evita la pregunta,

porque la respuesta es demasiado platicada: por qué la izquierda no

sabe organizarse, por qué ya no me quieres, por qué soy así, y

aunque le puedan salir a uno con respuestas más conceptuales o

lógicas, uno solamente se queda tranquilo con una historia, algo

nada diferente de los niños que se duermen con un cuento. Uno en

verdad está pidiendo el significado de algo importante para uno,

para lo cual nunca ha habido concepto que lo llene ni lógica que lo

cubra, y es que, si uno hace repaso de cada vez que ha tenido que

dar o pedir el significado de lo que sea, podrá darse cuenta de que

lo único que se acerca al significado de algo es su historia.

Umberto Eco, después de haber hecho semiótica y otros tratados

conceptuosos, tuvo que escribir El Nombre de la Rosa porque supo que

había algo que sólo podía ser contado, sin explicaciones. Y es que

cuando alguien solicita el porqué y el significado, en el fondo de

su pregunta lo que está pidiendo es que le muestren, así, vivito y

coleando, el pensamiento de una realidad determinada, y quien tiene


177

que responder se percata de que el pensamiento "sólo" es su

historia.

Esta historia es el pensamiento. Ni éste ni la mente ni la

conciencia son un producto terminado ni tampoco un aparato, y por

ello no se pueden sacar del proceso en el que vienen ni tampoco

desenchufar y tenerlos listos para cuando haga falta. Un pensamiento

se constituye pensando, moviéndose, y solamente existe cuando está

todo completo, desde que empezó hasta ese momento, y por eso, para

conocerlo, hay que relatarlo; aquí no vale que nada más se digan los

resultados, porque eso no es un pensamiento. "Todo conocimiento de

la mente es histórico", decía Collingwood (1946, p. 214), un

filósofo e historiador inglés. Si se le resta su historia, se acepta

el absurdo de un pensamiento que en algún momento no estuvo

pensando, o de que primero se hizo el pensamiento y ya después se

puso a pensar, y eso en rigor se podría decir hasta de un adoquín,

que es muy inteligente, nada más que hasta el momento todavía no ha

pensado nada. La marcha se muestra andando, si el pensamiento no

tiene historia, no tiene pensamiento.


Y viceversa, si la historia no lo es del pensamiento no es

historia, y por eso Collingwood también dijo que "la historia no

presupone la mente; es la vida misma de la mente" (1946, p. 217).

Las historias no platican los hechos que acaecieron, sino solamente

lo que viene al caso, y lo que viene al caso es aquello que es

significativo, aquello que fue importante para el protagonista: lo

que sintió, intentó, fracasó, quiso y pudo: "la historia es una

historia de las pasiones", dice Cassirer (1944, p. 280). Lo que se

platica es estrictamente el pensamiento de un acontecimiento, y que


178

es el pensamiento del cual el que lo sufrió, el que lo cuenta y el

que lo oye, siguen tomando parte, y pueden entender, sólo así, su

propio pensamiento. Cuando alguien cuenta su vida, es de esperarse

que no cuente los hechos, porque, para empezar, se tardaría toda su

vida otra vez, y para acabarla, tener que oír que y-entonces-voló-

una-mosca, y luego había-una-cacerola, y después también-otra

(mosca, no cacerola), que no tienen nada que ver pero innegablemente

son hechos, resultaría mortal, esperemos que para el que lo cuenta.

Sólo se acepta oír una historia cuando lo que se narra, sea

verídico, de hadas, película o chisme, es un acontecimiento mental.

Como decía Marc Bloch, en su discurso de ingreso al Colegio de

Francia que nunca pronunció (S. Corcuera, 1997, p. 179), "los hechos

históricos son, por esencia, hechos psicológicos" (Bloch, 1941, p.

148).

5.1.- La Historia

Todas las cosas tienen tiempo dentro, que es la cantidad


de vicisitudes que les han acontecido: el tiempo se puede
definir como la cantidad de sociedad que tiene un objeto
dentro; la historia relata ese tiempo; la esencia de la
historia no son los hechos pasados, sino su narración: la
narratividad parece ser una forma inmanente del
pensamiento que sirve para experimentar el tiempo. Sin
embargo, para comenzar una narración hay que transladarse
al primer momento: para recordar hay que "desrecordar";
rememorar es ir ignorando vestigios acontecidos hasta
llegar al inicio de las cosas. El inicio de las cosas es
la memoria.

Tal vez sea por este fondo común que los historiadores también se

han dado la vuelta hacia la idea de forma: el título que le coloca

Hayden White a un libro suyo es El Contenido de la Forma (1987), y


179

Peter Burke, Formas de la Historia Cultural (1997). Y así, porque

todo debe tener significado, todo tiene historia, aunque no nos la

sepamos, que le da sentido más profundo a lo que sea. Esta

historicidad de las cosas no es tanto el hecho simplón de que

transcurren en el tiempo, como que traen dentro el tiempo

transcurrido, y ese tiempo no es un tiempo pasado, sino un presente

dilatado, ancho, que es como si, mientras más historia tuviera algo,

mayor fuera su presente. Es la cantidad de tiempo que algo tiene

dentro. Las catedrales góticas tienen mucho. Entonces, el tiempo, es

un material de las cosas; así como tienen color, peso, función, así

también tienen tiempo. Las catedrales góticas son altas, calladas,

de piedra, y viejas. Y es por esta última cualidad por la única que

ya no se puede actualmente hacer catedrales góticas. Se les puede

poner todo, menos tiempo. Si se falsea el tiempo, como en efecto se

puede hacer, añadiéndole pátina mediante trucos técnológicos, su

historia ya es otra, la de los trucos tecnológicos y el prestigio de

las "antigüedades". Pero para poner tiempo hace falta tiempo.

El tiempo es la cantidad de actividades y movimientos que se van


superponiendo sobre una cosa o un lugar: el primer día de una

catedral gótica no pasa de algunas piedras ordenadas a ras de suelo,

pero al siguiente se ponen otras hileras y así sucesivamente, una

tras otra, hasta que, al cabo, queda alta y terminada. Llena de

adornos. El tiempo se deposita como en capas. Se puede calcular el

tiempo de abandono de una casa por el grueso de la capa de polvo

sobre el piano, que es justo lo que sucede en los sitios

arqueológicos, en los que el emplazamiento de una ciudad antigua se

ha ido recubriendo de otras construcciones, con tierra,


180

demoliciones, con la selva, con el amontonamiento del tiempo, y ahí,

para averiguar su historia, no hay que desandar ningún camino, sino

escarbar sin moverse de sitio. El tiempo, más que nada, es lo que se

nos viene encima. El tiempo parece tener una profundidad, porque los

acontecimientos se desarrollan sobre sí mismos, como en redondo o en

espiral, como también de desarrollan los zigurats, la Torre de Babel

o la Columna Trajana. Por eso uno se "hunde" en sus recuerdos, sin

moverse de lugar. A las catedrales góticas se les ha ido acumulando

no solamente piedras, sino desgastes, ceremonias, hollín,

modificaciones y turistas; las pobres, como Notre Dame, traen

impregnadas las luces de cincuenta millones de flashazos de cámara

Kodak, o sea, que tienen mucho tiempo, y para encontrar la catedral

original, hay que remover bastante, quitarle tanta tarjeta postal.

Las actividades y movimientos que las cosas traen dentro son los

trabajos, los cansancios, los talentos, las invenciones, las

equivocaciones, los cuidados y los imponderables naturales de la

sociedad que las produjo, por lo que, en suma, el tiempo es la

cantidad de sociedad que algo trae dentro.


Las historias son las que cuentan todo esto, pero, en verdad, una

historia no lo es porque registre lo que aconteció, sino porque lo

cuenta, porque a la gente desde siempre le gustan más los cuentos

que los registros, de modo que es conveniente entender a la historia

como un cuento, un relato o una narración, en el sentido de que la

Guerra de Troya es una historia, la Cenicienta es una historia,

Batman es una historia, un chiste de Pepito es una historia, un

reportaje sobre una huelga es una historia, un infundio sobre un

vecino es una historia, la Historia es una historia. Lo que tienen


181

en común es que se cuentan, así que parece que la esencia psíquica

de la historia radica en su estructura narrativa (Bruner, 1990, pp.

55 ss.; Gergen, 1991, pp. 147-149), en una secuenciación concatenada

que tiene un principio y se acerca a su culminación, como si fuera

ganando fuerza y expectativa conforme se desarrolla. Parece que esto

es lo básico.

Hay una especie de encantamiento inexorable en las narraciones, de

tentación por oírlas y contarlas, y se puede advertir que la gente,

en mitad de otras explicaciones, aunque ya esté cansada y aburrida,

si de pronto ve venir una parte narrada, sea un ejemplo, un caso, un

chiste, la gente se despabila y guarda el cansancio y el

aburrimiento para después de que pase el cuentecito, como si todo el

mundo encontrara algo de fundamental interés en las narraciones en

general, sin que parezca importar el contenido, lo verídicamente

dicho, sino la estructura narrativa. Cuando alguien avisa que va a

contar un chiste, todos atienden. Cualquier evento se convierte en

atractivo cuando se presenta como una narración: lo único que se

necesita para que suceda algo interesante es que alguien lo cuente.


Sartre decía que "para que el acontecimiento más trivial se

convierta en una aventura es necesario y suficiente que uno se ponga

a contarlo". "Las aventuras solamente le suceden a la gente que sabe

cómo contarlas", decía henry James (citado por M. Romo, 1997, p.

134). Un buen profesor debe ser un buen narrador; cualquier proyecto

educativo debe basarse en historias, hasta para las matemáticas.

Esta esencia narrativa de la historia ha desatado esperanzas,

desconsuelos y polémicas entre los historiadores (White, 1987, pp.

42 ss.), porque se les cuela el dilema de lo fáctico y lo ficticio,


182

de la ciencia y la literatura, pero como en una sociedad mental lo

fáctico y lo ficticio son igualmente reales, no resulta difícil

sacudirse el embrollo. Comoquiera, la atracción universal que

ejercen las narraciones muestra que el significado que se busca en

las historias no radica en el contenido de los hechos, sino en que

la narración misma tiene algo así como la forma de la vida, de modo

que al oír cuentos de hadas se entiende más la vida que al escuchar

reportes fidedignos. Es como si el que oye o cuenta un cuento

sintiera que el cuerpo y el alma se le tranquilizan al momento en

que se dejan llevar por el influjo del relato. Niños oyendo cuentos;

adultos, especialmente adultas, leyendo novelas; todos yendo al

cine; ancianos contando historias. Paul Ricoeur (citado por White,

1987, p. 180), dice que en la narración lo que se aprende es "la

experiencia humana de la temporalidad": la vida y la muerte. Y qué

más verdad puede alguien querer que saber que todo va adquiriendo

sentido a medida que se cuenta, sea chiste, chisme, o mentira.

Quizá por esto último se entienda por qué la narración, a pesar de

estar relatada con palabras, no es precisamente un acontecimiento


del lenguaje, sino del tiempo, y, como argumenta Gardner, tiene más

características visuales que sintácticas o semánticas (1983, p.

127). Parece cierto que para narrar no hay que escuchar, sino

vislumbrar: Michelet dijo que él "veía" la historia, y Bartlett

plantea que narrar y recordar tiene que ver con imágenes, no con

palabras (1932, pp. 214 ss.). Por esto, por ejemplo, los novelistas,

que son buenos narradores, no resultan buenos poetas; como Cortázar;

porque aunque ambos usen palabras, las palabras que usan no están

hechas del mismo material. Las mujeres son más históricas y menos
183

lingüísticas que los hombres: son menos conceptuales y más

narracionales; prefieren las novelas a los ensayos.

De cualquier modo, la narración tiene una tarea paradójica que

cumplir, porque cualquiera que esté apto para contar una historia,

se encuentra aproximadamente al final de la misma , después de que

ya pasó, y sin embargo, tiene que empezar por el principio. Se puede

notar que cuando a alguien le piden que platique lo que sucedió,

tiene que tomar una pausa o hacerse el distraído mientras aprovecha

para ordenar sus pensamientos, o sea, para acomodarlos a la inversa,

de manera que primero quede el principio y luego esté el final. El

narrador tiene que ir hacia donde empezó la historia, allá donde

comienzan las cosas, que es donde radica el significado de lo que

sucedió después: si no se encuentra el lugar de donde surgen las

narraciones, éstas carecen de sentido. Gadamer dice que "la

comprensión del significado es una especie de reconstrucción de lo

originario" (1960, p. 219). La sociedad contemporánea tiene alguna

debilidad por encontrar ese punto en la Edad Media o en la Grecia

clásica: ambas parecen principios del mundo; los norteamericanos,


que prefieren evitar las complicaciones, encuentran el principio del

mundo en el nacimiento de George Washington. En todo caso, el punto

de origen donde el resto de la sociedad va a empezar a suceder

resulta más importante que el desenlace, porque sin aquél ningún

acontecimiento posterior tiene razón de ser, y también porque todos

los errores y desvíos se arreglan porque todavía no existían. En el

comienzo de una historia está todo lo bueno y nada de lo malo. Y

bueno, uno tiene que llegar al había-una-vez, al en-un-lugar-de-la-

mancha o al "Rodin estaba solitario antes de su gloria", que es como


184

empieza Rilke, pero resulta que, cuando había una vez, entonces no

había otra ni nada más y no existe aún lo que va a suceder más

tarde, y el problema es que el narrador sí lo sabe, tiene presentes

todas las vicisitudes que no pueden estar presentes, y que por lo

tanto le hacen ruido a su narración, y que no sólo abruman y manchan

el panorama, sino que incluso tapan y ocultan el momento del inicio

de la historia, que es el punto de la memoria y la razón de ser de

la misma narración. Así que paradójicamente, para recordar una

historia, hay que borrar su historia, es decir, hay que ir quitando

los vestigios, adornos, capas, incidentes que se le han ido adosando

en el curso del tiempo al acontecimiento original (Halbwachs, 1925,

pp. 86-87). Es lo que hace el arqueólogo en el sitio, el historiador

en los archivos, los grupos cuando les da por la nostalgia y las

gentes cuando rascan en su infancia. Hay que "desrecordar", que es

ir ignorando una serie de recuerdos que no pueden haber sucedido en

el principio, y también es ir desarticulando cualquier viso de

narración, porque las narraciones solamente deben empezar por el

principio.
Desrecordar no es tanto desandar como precipitarse, ir hacia el

fondo, sacando tierra, descartando documentos, haciendo de lado

álbumes de fotos que no vienen al caso, que es como ir suprimiéndole

adornos a las cosas hasta que uno logre toparse con la cosa sin

adornos. Pero al hacer esto, sucede algo: cuando la gente se hunde

en sus recuerdos, poco a poco lo que va diciendo se hace más

deshilvanado, su plática se torna entrecortada, hace pausas más

largas, se queda quieta a ratos, como si fuera deteniendo el paso.

En la asociación libre practicada por Freud se nota esto. Milan


185

Kundera, en una novela que se llama La Lentitud (1995), describe a

un transeúnte que va tratando de acordarse de algo y paulatinamente

aminora el paso, hasta que se detiene en su camino por completo, que

es cuando encontró el recuerdo que estaba buscando,

"¿dóndevistoestaseñora?", por ejemplo. Cuando uno hace esto, es como

si fuera regresando al pasado, y es como si el pasado fuera más

lento que el presente, por el mero hecho de que está compuesto de

mucho menos elementos. "El grado de lentitud es directamente

proporcional a la intensidad de la memoria", dice Kundera en la

página 45. En los pueblos viejos, por donde se dice que "no ha

pasado el tiempo", que siguen viviendo en el pasado, la vida también

se mueve lentamente, y cuando uno transita por ellos, en

consecuencia, también empieza a moverse con menos prisa, a poder

sentarse toda la tarde a contemplar cómo no sucede nada: mientras

menos tiempo tenga algo, sus movimientos y actividades son más pocos

y la vida se hace más lenta. En las iglesias y en los museos, ambos

monumentos que resguardan el pasado, la gente, cuando entra, camina

como más despacio, habla menos, mira más, y se le quitan las


preocupaciones y las ideas del presente, porque en el recuerdo, uno

realmente entra en el pasado. "Recordar" quiere decir volver a

sentir otra vez con el corazón, lo cual no significa registrar un

hecho que ya pasó, sino que el pasado vuelve a ser tan presente como

antes, como si todavía se viviera entonces. Es por eso que, cuando

se ingresa a lugares viejos, como los pueblos antiguos, también los

pensamientos, los movimientos y las actividades, uno mismo en suma,

vuelve a adquirir las cualidades de ese momento, y la vida se

convierte en la de antes, y entonces uno vuelve a pensar con los


186

pensamientos de entonces, y a moverse con los movimientos de ese

lugar por donde no pasa el tiempo. Woddy Allen dice que hace sus

películas en blanco y negro porque así vuelve a sentir que ve

películas como cuando era niño.

5.2.- La Memoria

La memoria es aquel recuerdo antes del cual ya no hay


ningún otro y da sentido y significado a todos los
recuerdos posteriores. La memoria carece de palabras, de
imágenes y de tiempo: es más bien una actitud pura.
Maurice Halbwachs y los marcos sociales de la memoria;
Frederic Bartlett y los esquemas de la memoria. La
memoria, como momento intemporal, es: estática, inmóvil;
olfáctica, etérea; actual, viva; fundacional, primigenia;
pneumática, alentadora.

Hasta que llega un punto en que el recuerdo se detiene porque ya no

puede hundirse más; ha tocado fondo: éste es el lugar de la memoria,

y el principio del relato. La memoria carece de historia porque ella

es su punto de partida, y en ella el tiempo de la sociedad no fluye

porque ahí es donde se echa a andar. Y se sabe que éste es el


acontecimiento primario que se buscaba en los recuerdos, tanto

porque ya no existe un recuerdo previo, como porque no hace falta,

porque ya con éste el resto de la vida tiene significado y la

historia obtiene sentido. Uno lo reconoce porque se reconoce a sí

mismo en él (Halbwachs, 1925, p. 114). En efecto, hay un tinte de

plenitud en la memoria, en el origen de un grupo, en el primer

recuerdo de la infancia, en la primera impresión sobre una persona,

en la instalación de una ciudad, porque la memoria es, por así

decirlo, la sociedad completa, incluso perfecta, en su mínima


187

expresión, sin adornos ni incidentes, incluso sin imágenes ni

recuerdos, que permitirá entender los incidentes que se irán

añadiendo luego. La memoria es con lo que uno siempre cuenta, sobre

lo que uno descansa y se reanima. Mientras que la historia es el

relato del cambio, la memoria es lo que no cambia, y a lo que

siempre se puede recurrir para asegurarnos que seguimos siendo los

mismos a pesar de los avatares de nuestras historias: que no

cambiamos no obstante tanto cambio. Mientras que la historia marca

el paso del tiempo, la memoria sella el no paso del tiempo. Como lo

sabía Proust, la memoria es intemporal.

Es claro que si la sociedad es un pensamiento que piensa con todo

lo que haya en su sociedad, la memoria no puede ser un fenómeno

subjetivo, sino colectivo, y así, en cualquier ámbito de la

sociedad, se pueden encontrar los puntos en los que se detiene el

tiempo, donde la duración se queda. Está en unas ruinas por donde

uno camina como de puntillas a la expectativa de que de repente,

desde un rincón o bajo una piedra, la historia se levante y echa a

andar; claro que dentro de la categoría de ruinas hay que consignar


a las ruinas de los cajones donde cada uno abre buscando su memoria

en la forma de una foto amarillenta. Está en la traza de la ciudad,

que se mantiene ilesa y que uno puede seguir con los mismos pasos

que la primera generación: aunque cambie el edificio, las esquinas

perduran. Está en los rituales y las ceremonias públicos o privados

y civiles o religiosos que son como ruinas activadas o fósiles

vivientes, donde uno participa de la actividad social que tuvo lugar

el primer día. O está, por supuesto, en las tradiciones, esos modos

de vestirse, de gesticular, de servir la mesa y de tener confianza


188

cuya única razón para realizarlos es que así se han hecho siempre.

Razón suficiente. Asimismo, cuestiones de creencia, normas, sistemas

de interpretación, de percepción, principios morales y otras cosas

cuyo fondo se pierde en el tiempo, son cosas hechas de memoria.

Hay dos clásicos de la memoria de la sociedad mental: Frederic

Charles Bartlett, inglés, y Maurice Halbwachs, francés. Los libros

de ambos son maravillosos, e insuperados. Bartlett, que era un

psicólogo experimental biologicista de Cambridge, cayó en la cuenta,

contra su educación, de que la memoria no la hacía ni la evolución

ni los individuos, sino la sociedad. Halbwachs no tuvo que caer en

la cuenta de nada: era durkheimiano, de esos que ya saben que Dios

es la sociedad, pero a cambio tuvo que argumentar contra todo

sentido común que una facultad que se tenía de suyo como fenómeno

individual y subjetivo, pertenecía en realidad a la sociedad: de él

es el término "memoria colectiva", tan generalizado ya. Ambos

trabajaron el tema por los mismos años; el libro de Bartlett se

llama Remembering y lo publicó en 1932; los de Halbwachs, que son

tres, los publicó en 1925, 1941, y uno póstumo editado por su hija
en 1950 con el título, sí, claro, de La Memoria Colectiva. En los

dos casos, el tema del recuerdo se desespecializa, esto es, que no

es un estudio particular sino que se convierte en una teorización

general de la sociedad, en donde aparecen imágenes, lugares,

imaginación, creatividad, lenguaje, grupos, política, sentimientos,

objetos, impugnaciones al cientificismo, y también, la memoria. A la

memoria, tal como se la concibe aquí, Bartlett la denomina

"esquema", "esquema grupal" (1932, p. 299), "esquema social" (p.

264), en los siguientes términos: "me disgusta sobremanera el


189

término 'esquema'. Continuaré, no obstante, usando el término

'esquema" (1932, pp. 200-201): el esquema, de donde salen todos los

recuerdos y relatos que se hacen para contar una historia, no es un

hecho empírico, ni verídico, ni siquiera es una imagen, sino que es,

sobre todo, una "actitud", y una actitud es casi por completo "una

cuestión de sentimiento, o de afecto" (Bartlett, 1932, pp. 206-207),

así que lo que se narra como recuerdo no es otra cosa que una

historia construida con el fin de justificar dicha actitud. Bergson,

entre paréntesis, dice que el esquema "consiste en una espera de

imágenes" (Ed. 1957, p. 65); así es una actitud pura. Halbwachs la

denomina, predominantemente, y aproximadamente, "marcos sociales de

la memoria", en los términos de la siguiente frase: "no hay memoria

posible por fuera de los marcos de los cuales la sociedad se sirve

para fijar y encontrar sus recuerdos" (1925, p. 79), aunque a lo

largo de veinte años sus conceptos se iban deslizando de un lado a

otro, y de ser los marcos sólo ayudas o hitos del recuerdo, se

convierten más tarde en depositarios fehacientes de la memoria, en

especial los lugares, tales como plazas, esquinas, monumentos, que


son, directamente, la memoria de la sociedad, y que si desaparecen,

con ellos desaparece la memoria, y por lo tanto la sociedad a la que

pertenecían (1941). Bergson, entre otros paréntesis, opina que la

memoria es el punto donde el espíritu y la materia coinciden, y

entonces también parece llamarlo "simultaneidad" (1888, p. 121), que

es el punto en que el tiempo y el espacio se intersectan; por eso

puede permitirse decir que la realidad sólo existe en el recuerdo, y

que sólo percibimos el pasado (Ed. 1957, pp. 84-85).


190

En suma, la memoria es el momento más antiguo que se puede

recordar y el primer momento de toda narración. La memoria es el

único momento de toda historia que tiene la obligación de ser

inolvidable. Y por ello, a la memoria se le pueden poner cinco

adjetivos:

El primero: es estática. Si en los pueblos viejos pasan muy pocas

cosas y hay poco que escribir a casa, en la memoria, que es como la

ciudad de Pompeya, no pasa nada, y tal vez hay algo que describir,

pero que contar, nada: esto es lo que la hace permanente, segura y

confiable. Por ello Halbwachs sitúa el baluarte de la memoria en los

lugares intocados por la gente, y habla de una sociedad inmóvil,

porque son un acontecimiento de velocidad cero. Por eso, los

cementerios, esas ciudades talla chica, son típicamente

emplazamientos de la memoria, y todos sus letreros estilo jamás-te-

olvidaremos se refieren a ella. Y la razón de esa quietud perenne es

que la memoria es un momento casi vacío, sin adornos, con poquísimos

elementos, justo los esenciales, que incluso no llegan a juntar una

imagen hecha y derecha, y por ende no hay mayor cosa que pueda
moverse. Para que la memoria se mueva, habría que adosarle algunos

añadidos, pero eso ya es historia; no hay memoria detallada ni con

pelos y señales. Los sueños también parecen pertenecer a la

categoría de la memoria, porque son apenas como un jirón de imagen,

un barrunto de vida, pero los sueños que se sueñan, porque los que

se cuentan ya son construcciones que pertenecen a la narración. La

fijeza de las tradiciones y otras convenciones colectivas son

igualmente una muestra de la inmutabilidad de la memoria. Uno puede

verlo: las primeras impresiones de una cosa vista o de la infancia


191

son imágenes muy exiguas, como incompletas, que no se mueven para

nada. Proust lo dice bien, "esas imágenes irreales, fijas, las

mismas siempre" (1913, p. 384). Bartlett relata la primera impresión

de la matemática rusa Sonia Kovalevsky, que recordaba una pared en

obra que los albañiles habían recubierto con hojas de desperdicio

escritas con fórmulas y fórmulas para pintar encima, en una

guardería cuando pequeña: ella se recordaba "viéndolas por horas"

(Bartlett, 1932, p. 230), sin entender ni hacer nada, pero sobre

todo, indeleblemente. Lo más probable es que hayan sido minutos,

pero minutos muy estáticos. Podría definirse a la memoria como la

narración inmóvil.

El segundo: es olfáctica. Perdónese el "neoarcaísmo", que proviene

de olfactus, que es como se decía en latín (Corominas, 1973), pero

es que, además de ser el perceptor evolutivamente más primitivo, y

el que guarda los recuerdos más antiguos, es también el más

inatrapable de los perceptos: la imagen olfativa es la más difícil;

cuando antes se decía que alguien moría en "olor de santidad", se

refería a que daba la impresión de haber sido santo, pero que no se


podía precisar en qué residía la impresión; cuando en las cosas hay

un no-sé-qué, éste huele, como cuando algo "huele" a trampa. Jacques

Le Goff dice que la memoria es el no-sé-qué de la historia: digamos

que la memoria es a lo que huele el pasado. No en balde uno de los

textos más vendidos sobre historia mental es el que relata los

olores de París en el siglo XVIII (Corbin, 1982). Mientras que las

demás cosas que se perciben encarnan en algo concreto y notorio, el

olfato vuela. El jamón sabe, la mugre se ve, pero lo que huele es la

única fuente que, literalmente, "despide" su percepción, la deja ir,


192

"la manda a volar", y ésta se desprende y se convierte en parte del

aire; se parece más a la música que a las rocas, pero mientras que

la música se entiende, se intelige y hasta se transcribe, el olor es

límbico, esto es, no alcanza la conciencia sapiens. En efecto, la

memoria es un olor. Hay un perfume que se llama Clío: Clío es la

musa griega protectora de la memoria. Es para quedarse en la memoria

que ciertos rituales religiosos emplean el incienso, que es lo que

se preservará cuando el resto se haya desvanecido en la desmemoria.

La memoria tiene los rasgos del olfato. La memoria no se ve ni se

oye: se huele, y lo que parece tener de memorable el sentido del

gusto se debe a que en su mayor parte es olfativo (Morgan &

Gilliland, 1927, p. 118; McKeachie y Doyle, 1970, p. 138). La

memoria se aspira, como dice Bergson: "yo aspiro el olor de una rosa

y en seguida vienen a mi memoria recuerdos confusos de la infancia"

(1888, p. 155). Y Marcel Proust, profesional de los recuerdos,

pariente de Bergson, que buscaba la duración en la intemporalidad de

la memoria, no sólo recordaba magdalenas en el té, sino también "un

olor a barniz que en cierto modo absorbió y fijó aquella determinada


especie de pena que yo sentía todas las noches" (1913, pp. 33-34).

Sin duda, en materia de memoria hay que hacerle caso a Proust, quien

dice lo siguiente: "cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,

cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,

más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más

fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y

recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y

soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme

del recuerdo" (1913, p. 52). Y más leída que Proust, aunque menos
193

que Corín Tellado, Yolanda Vargas Dulché, autora de dramones

legendarios, titula su biografía como El Aroma del Recuerdo.

El tercero: es actual, tanto en el sentido inglés de que se hace

real como en el castellano de que se hace presente. La memoria no es

para nada una recapitulación de datos porque no es una actividad

cognoscitiva de recuperar alguna información almacenada. Cuando

aparece la memoria, uno se instala en ella y vuelve a pensar y

sentir y ser como en aquel momento. Por eso se puede ver que la

gente que rememora su infancia, al sentirla vuelve a poner cara de

niña. como si perdiera las arrugas que ha ganado con la edad, y

hasta las agallas que le han salido, porque también se le aniña la

voz y llegado el caso hace pucheros. Cuando uno se pone triste o

conflictuado, que es una circunstancia típica para ir en busca de la

memoria, tiende a adoptar posturas antiguas, y es que cuando

aparece, la memoria está más presente que el presente. Esto se nota

en las diversas ceremonias cuya función es reactualizar, hacer que

vuelva a suceder, el momento del principio, como los cumpleaños, las

navidades, la misa, los aniversarios y reuniones de viejos amigos,


que no pretenden juntarse en el presente de hoy, sino en el presente

de siempre, y por eso en todas estas ceremonias se llevan a cabo

puntualmente los mismos actos, los mismos chistes, los mismos roles,

de manera que los pensamientos y los sentimientos vuelvan a ser los

mismos. Las creencias, los principios morales o los valores, son

nítidamente pensamientos de la memoria, que están tan presentes y

actuales que ni siquiera se sospecha su antigüedad.

El cuarto: es fundacional, porque si es el punto de partida de la

historia, entonces es el primer día de la realidad: lo que guarda la


194

memoria es el momento de fundación de una sociedad cualquiera, sea

mayor como en los aniversarios de las ciudades o sea menor como en

los aniversarios de las parejas, o de uno mismo en tanto sociedad,

que es cuando celebra su cumpleaños, para lo cual se le hace creer

que el día en que él nació se fundó el mundo, "nacieron todas las

flores", cosa que no hay que tomar tan al pie de la letra. Y si el

comienzo de un acontecimiento es por definición algo emocionante e

inusitado, entonces la memoria, que es lo más antiguo posible,

contiene paradójicamente las dotes de lo nuevo. Ahora bien, si toda

memoria tiene características de fundación de la sociedad, puede uno

imaginarse que aquella forma sin imagen de una sociedad fundándose

debe ser la de la convergencia y la reunión, que es la que adoptan

los deportistas en team back, o cualquier grupo de gente que se

junta para confabular en un pasillo, para presenciar un incidente

callejero o la aparición de un águila sobre un nopal devorando a una

serpiente como les sucedió a los fundadores de Tenochtitlán. Los

monumentos de la memoria muestran frecuentemente la forma de un

grupo en plena comunión, como los monolitos de Stonenhenge o las


columnas de la Plaza de San Pedro, lugares consagrados de la

fundación de algo. Se trata de un recinto, esto es, de un perímetro

cerrado hacia el exterior y sólo abierto hacia su interior, como

descargándose sobre sí mismo: así es siempre un sitio de reunión:

plazas, foros, ágoras, que no son lugares de tránsito sino de

estancia, el lugar más interior de una ciudad, y el más lento

posible de una sociedad: llegando aquí, lo que queda es quedarse.

Una de las construcciones más sabias y amables de la cultura

occidental es la del peristilo romano, mejor conocido como patio,


195

adonde llega todo aquél que sale de sus habitaciones privadas, y no

puede hacer otra cosa que juntarse con los demás. Los patios son

puntos de memoria.

Y el quinto: es pneumática. Se recurre a la memoria porque el

momento de la fundación de una sociedad es aquél en el que ésta

tenía más ánimos y fuerzas que nunca, y así, cuando en momentos

posteriores de la historia, las fuerzas flaquean y los ánimos se

desinflan, el mejor lugar de donde sacarlos es de donde los hay, del

primer momento. En efecto, es sabido que son las sociedades en

crisis, en decadencia, las que más fervientemente recurren a su

pasado para reponerse y salir del bache. Esto es lo que quiere decir

"pneumático", que infla los ánimos; por eso así se llaman las

llantas de los coches. Pneuma es aliento: la memoria es típicamente

pneumática porque reconforta el presente de una sociedad y la

alienta para seguir siendo la misma sociedad que al principio. Por

eso se habla, en períodos conflictivos, muchas veces, en nombre de

los viejos tiempos, del día en que nos conocimos, del primer beso y

esas cosas, para darle ánimos a una sociedad alicaída que ya no


puede sostenerse con la fuerza del presente, y de hecho, al parecer,

ninguna sociedad puede; la sociedad que pierde su memoria se vuelve

oficina de trámites. Otra vez, el motivo de ceremonias, rituales,

aniversarios, monumentos, navidades, días de la liberación, de la

independencia, de la madre o de la secretaria, es reconfortar a las

sociedades, grupos y gentes frente a los desalientos propios del

paso del tiempo. En rigor, toda sociedad vive de memoria.

5.3.- La Velocidad
196

La velocidad de la memoria es nula y contemplativa; la


velocidad contemplativa es aquélla que carece de perceptos
y por lo tanto la percepción no se activa, sino que se
aquieta. La historia requiere una acumulación de
vicisitudes, detalles, adornos y pormenores que pueda
narrar: su velocidad es narracional; la velocidad
narracional es aquélla a la que se mueve una sociedad en
la que hay tiempo para contar historias, y en la que hay
tiempo para hundirse en los recuerdos y urdir historias.
Una sociedad que se mueve a velocidad narracional es
aquélla es la que las cosas se hacen a mano, a pie, y de
día, con herramientas manuales.

Así que la memoria parece ser acontecimiento de una pieza, y como

todo lo que está "de una pieza", está como paralizado: nada se

mueve. Su velocidad es nula. Y esto quiere decir que la antigüedad

de los recuerdos se puede medir por su velocidad, que no se refiere

exactamente al desplazamiento de un objeto en el espacio, como haría

la física, sino al movimiento que requiere la mirada para abarcar un

paisaje o, dicho más feo, a la cantidad de información que tiene que

procesar la percepción para cubrir un objeto. Para cubrir el paisaje

que tiene ante sí un empleado de MacDonalds, atiborrado de clientes,

caja registradora, teclas, comanda, dinero, gente, cambio, papas,

cocacola, reloj, catsup y niño llorando, tiene que mover todos sus
receptores a una muy buena velocidad, descartando, eligiendo

estímulos y atendiéndolos apenas el tiempo suficiente para poder

lidiar con ellos, y jamás ponerse a ver qué tan bonito le salió el

nueve a su máquina registradora; en cambio, si lo que hay que

atender es "el paisaje más bello y triste del mundo" que dibuja

Saint Exupéry, el cual consta de dos rayas y una estrellita arriba,

uno no puede verlo como a un MacDonalds, porque acabaría de verlo en

medio segundo y se aburriría el resto del tiempo, sino que hay que
197

quedarse mirándolo de otra manera, tratando de atisbar en el blanco

de la página a ver si regresa el Principito. Ésta es la diferencia

entre la percepción y la contemplación: es la diferencia que hay

entre un grupo de turistas que visitan diecinueve ciudades en once

días, y el desempleado que todos los días toma su lugar en la misma

banca del parque. Cuando hay mucho, hay que verlo poco; cuando hay

poco hay que verlo mucho.

En efecto, el grado de velocidad de las cosas y los eventos tiene

relación directa con la cantidad de elementos presentes, y por eso,

la memoria, con tan poquísimos rasgos y tan tenues, tiene la menor

de todas, nula, cero, que es una velocidad contemplativa, donde casi

nada pasa, y que por ende, resulta imposible de narrarla

genuinamente. La memoria tiende a parecerse más bien a esos cuadros

de los museos de arte contemporáneo, en donde aparece el lienzo en

un mismo color, ocre por ejemplo, y sólo por ahí una textura, un

puntito, un raspón o una firma, y puede estar muy bonito o muy feo,

pero en todo caso no hay manera de platicarlo. Por lo común a la

gente no le gustan porque le da miedo que le estén tomando el pelo,


pero en la preferencia por los cuadros, digamos, de Remedios Varo,

en donde aparece alguien haciendo algo con muchos instrumentos, a la

gente se le nota la motivación narrativa, porque ahí sí que puede

decir que "estaba un señor que levantaba piedras con una flauta".

Si para rememorar había que ir desrecordando, quitando cosas,

restando episodios, apartando vestigios, suprimiendo circunstancias,

removiendo vicisitudes hasta encontrar la capa original de la

memoria, por el contrario, para remembrar, para empezar a relatar la

historia, que no es otra cosa que justificar una actitud pura, hay
198

que ir añadiendo piezas, sumando detalles, adosando adornos,

superponiendo elementos, no necesariamente de la manera ni en el

orden que sucedieron, porque a la mejor quedaría un parchadero de

hechos inconexo, poco congruente e insatisfactorio (White, 1987, p.

38), sino de tal modo que vayan hilando bien, y se pueda ir diciendo

"y entonces..., y luego..., y de pronto...", para lo cual hay que ir

inventando puentes, tapando huecos, atando cabos, modificando

asuntos que no encajan, es decir, que se vuelvan interesantes por el

único hecho de irse articulando y desplegando en una narración. Y es

que si bien la memoria se preserva, la historia, en cambio, se

construye. Los cuentos de hadas y las leyendas son sumos ejemplos de

historias reconstruidas tantas veces según las conveniencias del

caso que sus hechos positivos han quedado definitivamente borrados,

aunque muchas versiones de la historia patria o de los vencedores

son auténticos cuentos de hadas, como la leyenda llamada biografía

que cada quien cuenta de sí mismo. Le Bon dijo en alguna parte que

"el talento de los historiadores consiste en hacer verosímiles las

inverosimilitudes de la historia".
Agregándole vicisitudes, así es como se echa a andar la historia.

La diferencia entre memoria e historia reside en la velocidad de sus

acontecimientos. Al ir colocando adornos y detalles a la memoria, de

tener una velocidad muda y contemplativa, adquiere una velocidad

narracional y se convierte en historia. Una velocidad narracional es

aquélla a la que se puede contar una historia, que debe contener un

determinado número de personajes, escenas, incidentes,

proporcionalmente distribuidos a lo largo del relato, para que éste

pueda ser entendido y sea entretenido: demasiados sucesos o


199

demasiado pocos deshacen la historia, porque se hace o indigerible o

somnífera. Pero la velocidad narracional también es aquélla en la

que hay tiempo para contar una historia, y para oírla, y a la vez

aquella velocidad a la que se puede recordar, esto es, que hay

tiempo para hacer historia. Ello quiere decir que la velocidad

narracional es una velocidad de la vida, a la que se mueve la

cotidianeidad de una sociedad, y que tiene que ver con la cantidad

de cosas y hechos que hay dentro de esa sociedad.

No se pueden contar cuentos con prisa: los niños notan si lo único

que quiere uno es dormirlos cuanto antes, y es esa sola apuración la

que les da la ansiedad por la que no se duermen. Para contar una

cuento, y para oír una historia, no hay que estar bajo el imperio de

las urgencias ni tener mucho que hacer. Y de la misma manera, para

tener algo que contar, su vida como Canetti, la del Mediterráneo

como Braudel, que la hizo en la calma pesada de un campo de

concentración, o un chisme de lavadero, hay que tener tiempo

despreocupado para obtener los recuerdos, conseguir los pormenores y

urdir la trama de una narración verosímil y convincente. Esto es, se


hace necesario encontrarse en una situación, mala o buena, pero sin

urgencias perentorias y en suma con pocas actividades, de manera que

la velocidad general de la vida sea lo suficientemente movida para

tener intereses y ganas de buscar significados, y lo suficientemente

apacible para ponerse a hacerlo. A mayor número de actividades, hay

consecuentemente una aceleración de los giros de la atención del

pensamiento, sin poderse concentrar en ninguno, y por lo tanto, se

suscita una indisponibilidad de las gentes para demorarse con

historias, relatadas, construidas o escuchadas: no están para


200

cuentos. Concretamente, la velocidad narracional es la velocidad que

alcanza la sociedad cuando las cosas se hacen con las manos, a pie,

y de día, y en la que existen aparatos que efectivamente facilitan

las tareas pero no las aceleran inconmensurablemente, porque siguen

siendo no obstante instrumentos manuales, pedales y diurnos, que se

detienen cuando se cansa el cuerpo y cuando se acaba la luz. Toda la

manufactura como muebles, iglesias, pan o jubones, se pueden hacer

con técnicas y utensilios artesanales, tales como garlopas,

malacates, hornos o telares. E incluso algunos objetos

verdaderamente sofisticados, desde aquel relojito mecánico que en

1509 construyó Peter Henlein (Sombart, 1913, p. 377; Mumford, 1934,

p. 33), en Nuremberg, o los varios telescopios realizados en los

años 1608 y 1609 (Pascoe, 1974), hasta un exacto cronómetro del

siglo XVIII o el concreto reforzado producido por Joseph Monier en

Francia en 1849, fueron hechos, no sólo con precisión, sino también

con paciencia, de relojero. Las cosas hechas a mano, que es lo que

quiere decir manufactura, dan la oportunidad de que entretanto haya

historias de vecinos o de política que contar, o de que se vaya el


santo al cielo.

A pie, se camina a cinco kilómetros por hora, y en caballo, que

sería algo así como la herramienta de los pies, aunque se puede

galopar, se suele ir al paso, que no es mucho más aprisa. A 5 k.p.h.

uno no puede pretender tener prisa, ni tampoco tiene que ir muy

pendiente de los imprevistos del camino, así que tiene la obligación

de darse el lujo de perder el tiempo, esto es, de distraerse,

ensimismarse, imaginar tontería y media, acordarse de cosas y tener

ideas, y en suma, de ir armando mentalmente sus comentarios, chistes


201

y cuentos para cuando se encuentre con los demás, que es lo que

todavía sucede cuando alguien sale a dar un paseo para meditar o

para despejarse, como si, en efecto, la velocidad del paso fuera la

misma velocidad que la del pensamiento, porque a esta velocidad, lo

que se ve, se siente, se huele, se oye y se toca, también se pega,

es decir, puede ir procesándose sobre la marcha, como si el mundo y

el pensamiento se sincronizaran, mientras que, a velocidades mucho

menores o mayores, el pensamiento se duerme o se atasca. El

pensamiento está hecho para pensar a 5 kph; por eso Christophe

Studeny dice que es "el paso del alma" (1997, p. 17): la velocidad a

la que uno se puede subir a la nave lenta de la narración. Caminar

es el método para inventar historias, y todo pensamiento reflexivo

lo que hace es irse contando historias con los conceptos del

lenguaje o los acontecimientos de los alrededores. Y cuando se va a

pie, no se puede ir muy lejos, porque uno va despacio, porque se

cansa, y porque tiene que regresar, así que quien vive pedestremente

se organiza para moverse dentro de un radio de 500 pasos. En el

siglo XVIII, típicamente peatonal, la medida de longitud para


transporte era la legua, que equivalía a lo que se puede caminar en

una hora, y una hora equivalía a lo que se tardaba el reloj de la

torre en repicar sus campanas, 7500 pasos aproximadamente, porque

nadie usaba reloj, que es entre 4 y 5 kilómetros, razón por la cual

no todas las leguas ni en todas partes medían lo mismo: hay leguas

largas y cortas, según si en ese pueblo fueran más o menos

paticortos. Para trayectos más largos, la medida era la jornada, lo

que se puede caminar en un día, 8 leguas. Dado que a esas

velocidades no se llega lejos, los lugares, pueblos, villas y


202

ciudades no podían ser grandes. Una muy grande, París, que tenía un

perímetro de 26850 pasos (Studeny, 1997, p. 25), no pasaba de 6

kilómetros de diámetro; hoy en día su área conurbada es

interminable. Estos parámetros quieren decir que, cuando se camina

despacio, se va cerca, y ya que se va cerca, no hacen falta lugares

adonde ir, y como no hay lugares donde ir, uno no tiene que ir a

ninguna parte, y por eso puede andar despacio. Los trajines van con

calma. Y es cierto, el reloj de la torre de las iglesias (Mumford,

1934, p. 31), lo que medía en realidad era el tamaño del pueblo, que

terminaba ahí donde se dejaban de oír las campanas; cuando eso

sucedía, uno ya estaba de viaje.

Ni modo que el reloj mida el tiempo de trabajo, porque éste tiende

a ser simple: de sol a sol, lo que dure el día, y por eso, en el

siglo XVIII, los sueldos en invierno eran más bajos (Roche, 1997, p.

129), y también la temperatura, lo cual se presta a recluirse en

torno al fuego y hacer lo que de ello resulte, como Descartes, que

escribió sus Meditaciones junto a la estufa en un largo invierno

holandés en el que el ejército del que era soldado quedó varado.


Ciertamente, cuando la única luz verdaderamente práctica es la

natural, y la gente se tiene que adecuar a sus ciclos, el tiempo

nocturno, por un lado, se vuelve ocioso, es decir, narracional, toda

vez que se presta espontáneamente para esta actividad: cualquiera lo

sabe incluso actualmente; cuando se va la luz, la ciudad y la casa

se detienen, y después del error común de intentar prender la

televisión mientras regresa, y de asomarse a la ventana a ver qué no

se ve, no queda otra cosa que hablar con el de junto o consigo mismo

si no hay de otra, y curiosamente, estas conversaciones y


203

reflexiones dejan poco a poco de ser prácticas y utilitarias, y se

hacen un poco más profundas y filosofantes, como si la velocidad de

la penumbra, sólo diera para sumirse en el pensamiento. Y otra

curiosidad afín: de las pocas cosas que se puede hacer con luz de

vela es leer o escribir. Por otro lado, en el tiempo diurno, toda

vez que es limitado y que las cosas se hacen a mano y a pie, la

actividad cotidiana se tiene que hacer sin pausa y sin prisa, de

modo que no hay tiempo de sobra ni de falta para hacer y dejar de

hacer, sino ambos a la vez, dando entonces un flujo de vida en que

se mezclan, dentro de la misma actividad, la producción y el

cotilleo, la concentración y la distracción, el sacrificio y el gozo

de la vida, y dentro del trabajo están inmersas las amistades, las

rencillas, las ilusiones, las rendiciones, el humor y lo sagrado: la

vida en sí misma está articulada como si fuera una narración, igual

a la que las gentes cuentan mientras la viven.

Se hace poco, se va cerca, se vive despacio. Una velocidad

narracional constituye una sociedad en la que la vida solamente

alcanza para trabajar, comer y dormir, y mientras hace esto, produce


el pensamiento narrativo. Hasta dormida; los sueños son excelente

materia prima para las narraciones (Burke, 1997, p. 59); a medio

mundo, no más, le encanta contarlos al día siguiente, lo cual es

prueba de que a la gente le importa poco si las historias son

verídicas. Como sea, la narracionalidad es una velocidad de

profundización: es la tarea de ralentizar la realidad para, por pura

gravedad, sumirse en los pensamientos y hundirse en los recuerdos:

dejar que la tarde "corra" por todo el mundo menos por este cuarto,

como cuando un tal señor Lafitte, propietario de un dominio de


204

armagnac, que es un licor también francés del mismo rango que el

cognac, afirma que una copa debe beberse en tres horas, algo

bastante distinto de la ansiedad dipsómana de quien quiere olvidar

sus problemas en minuto y medio. "La cultura es una renuncia a las

soluciones veloces y rudimentarias" (Innerarity, 1995, p. 32). Con

dos copas da tiempo para dedicarse al "oficio de historiar", como lo

llama Don Luis González (1988, p. 43): 6 horas es el tiempo diario

que recomienda aislarse en su escritorio, en el archivo o la

biblioteca a quien quiera ser historiador, además de tener

distracciones tranquilas como salir a dar la vuelta, ir al cine, oír

música y tener la compañía de alguien que de vez en cuando lo saque

de las profundidades, y, citando a Ramón y Cajal, el biólogo premio

Nobel de 1906, recomienda, si no es mucho pedir, que de preferencia

se busque una esposa modesta y hacendosa, porque las frívolas,

sociables o intelectuales, tienden a ser muy aceleradas para la vida

sosegada del historiador.

Según puede advertirse, la sociedad se movió a una velocidad

narracional hasta principios del siglo XX, que es lo que Studeny


llamó "una cultura del paso" (1997, pp. 7-8); los grandes cuentos de

hadas como La Caperucita Roja o La Bella Durmiente, se recopilaron y

publicaron en el siglo XVI; los siglos XVII y XVIII constituyen el

auge de la novela (Burke, 1997, p. 20); en el siglo XIX es cuando

surge la historia ya con su hache mayúscula, es decir, ya como

disciplina académica, y es asimismo "la época clásica de la

narración histórica" (White, 1987, p. 36). También apareció la

psicología, y Hegel la definió como "la narración de las vicisitudes

que le acontecen al alma".


205

5.4.- El Olvido

La velocidad narracional se mantuvo hasta principios del


siglo XX. El olvido consiste en moverse rápidamente; es
una velocidad motorizada: surge con la fabricación de
aparatos para hacer rápido las cosas, y se instala en la
vida cotidiana con la producción masiva de automóviles, La
rapidez obliga a que haya lugares adonde ir, no al revés;
a que haya más actividades que hacer, no al revés. Cuando
la sociedad se mueve rápidamente, el pensamiento no puede
hundirse en sus recuerdos ni profundizar en nada: la
rapidez es una velocidad superficial. Con la rapidez, los
hechos no alcanzan a articularse en un acontecimiento,
sino que son puros datos atomizados. Las noticias son el
sustituto veloz de la historia y se olvidan a medida que
se producen. Los datos no alcanzan a articularse en una
narración. Una vida sin significado es aquélla que no
puede ser narrada.

Hay sociedades que se alimentan de historia; uno mismo es una de

estas sociedad cuando cuenta sus aventuras. Y hay sociedades que

están hechas de memoria: por ejemplo, las comunidades estáticas

donde la vida es un ritual idéntico que se repite. Y cuando uno

mismo sólo hace los que se tiene que hacer sin saber por qué

hacerlo, como obsesivo compulsivo, es una de estas historias, es

alguien que aún no ha comenzado su historia, como en la sociedad

medieval: en el siglo XIII, los relojes de los monasterios

benedictinos, que eran de agua, clepsidras se llaman, servían para

medir la repetición de la eternidad siete veces al día, a la hora de

las oraciones; en invierno la eternidad se congelaba. O como en las

sociedades fundamentalistas, que a la fecha no han salido del día de

su fundación, que ya lleva siglos.

Pero también hay sociedades que se nutren de olvido. El olvido

consiste en moverse rápidamente. El transeúnte de Kundera que se

detuvo en el momento en que encontró el recuerdo que buscaba, y ya


206

se acordó dónde había visto a esa señora, y el recuerdo no era

bueno, ahora, para olvidarlo, lo que hace es apresurar el paso, como

para escapar de la memoria y para que no lo alcance el recuerdo: "el

grado de rapidez es directamente proporcional a la intensidad del

olvido" (Kundera, 1995, p. 45). El olvido es un exceso de velocidad.

En el transcurso del siglo XIX, el panorama de las ciudades

modernas empezó a llenarse de cosas, para empezar, de ruido, humo y

hollín (Sombart, 1913, pp. 182, 187), de edificios de hierro y

concreto, de hectáreas, de ajetreo y tráfico y, por si fuera poco,

de gente, que más que observar el panorama veía el menudeo de cosas

novedosas que aparecían en el mercado una tras otra, sin que la

fascinación pudieran detenerse en una cuando ya venía la siguiente;

para decirlo pronto, tuvieron que surgir, como una cosa más, los

grandes almacenes, como el Bon Marché o Printemps en París, o Sears

& Roebuck en Chicago, que eran edificaciones mitad bodega mitad

vitrina donde podían acumularse, exhibirse y comprarse todas las

novedades en materia de muebles de baño, vestidos de este otoño, las

primeras estufas de gas, regalos y adornos, y hasta novedades


comestibles como la margarina que había producido un químico francés

en 1863, o los chicles que fabricaba el señor Adams. Al mayoreo y al

menudeo, la sociedad decimonónica empieza a presentar un espectáculo

tan abigarrado de cosas que la percepción no puede procesar, es

decir, que no alcanza el tiempo para mirarlas, palparlas,

escucharlas, sino apenas, para sortearlas, para moverse en medio de

ellas, comprando las que se puedan y usándolas para que sirvan ya

que, por muy novedosas que sean, no pueden servir para contemplarlas

como si fueran bellezas, y como si mientras más cosas haya menos


207

tiempo hubiera para estar con ellas, y como si las cosas quitaran

tiempo. Por eso, en estos mismos años también se vendieron en el

mercado relojes portátiles y baratos que se fabricaban en Ginebra y

Estados Unidos, que permitían ir checando la hora y los minutos que

se les podía dedicar a las cosas y las actividades, y asimismo, ir

pergeñando cómo se podría hacer para que cupieran más actividades

dentro de los mismos; un siglo después se sospecharía que su

mecanismo debía traer una falla de origen, porque siempre había más

actividades que las que pudieran caber en un reloj, y que a la mejor

esa falla se llama especie humana, incapacitada para procesar con

rapidez, atascándose en la parálisis y el stress y echando a perder

todo. Y así, no obstante, entre otras novedades, como si fueran

accesorios de los relojes en su búsqueda de tiempo, empezaron a

inventarse aparatos para hacer las cosas rápidas, como la aspirina

en 1893, la máquina de coser Singer en 1851, los viajes organizados

por Thomas Cook, la sumadora Burroughs en 1888, el elevador Otis en

1854, el horno Siemens en 1870, la mermelada McCormick en 1889 o la

catsup Heinz en 1876 que se patentó en calidad de medicina:


pareciera que el mercado actual es una feria de lápidas vivientes,

la de Clemente Jacques, la de Mercedes Benz, la de Don Pedro Domecq.

Hasta el siglo XVIII, las únicas cosas que se movían rápido eran

los relámpagos, los caballos a veces y las urgencias tales como la

furia, la pasión o llamar al médico, y el siglo XIX solamente

trataba de fabricar más de estas cosas, aunque al parecer lo único

que empezaba a moverse más rápidamente era la imaginación, porque

estos inventos en realidad no eran de uso corriente, sino prototipos

ingeniosos y sorprendentes, pero en todo caso más bien lentos. Entre


208

éstos estaban ciertamente los motores, de gas, eléctricos y de

vapor, que se aplicaban todos a ferrocarriles, barcos y automóviles,

pero ninguno con la intención de moverse rápidamente, sino de

transportar carga: en 1804, la primera prueba de locomotora no fue

andar rápido, sino remolcar 10 toneladas de acero y 70 pasajeros a

lo largo de 16 kilómetros en 4 horas 5 minutos. La primera línea de

pasajeros de inauguro en Inglaterra en septiembre de 1825 e iba de

Stockton a Darlington, equipada con la locomotora de George

Stephenson, y sí, los ferrocarriles del XIX alcanzaron efectivamente

a acelerar bastante, pero su velocidad no es ni urbana ni cotidiana,

sino excepcional y foránea, una mera curiosidad, con el añadido de

que una vez que uno se subía al tren, disponía de una buena cantidad

de horas para no hacer nada, así que la vida sigue sin moverse

rápido, y de cualquier modo, hacia 1850, la velocidad promedio de

los trenes es de 40 kph, 8 leguas, mientras que la de las calles en

la ciudad es de 16 kph en tranvía, que es todavía una velocidad que

permite al pensamiento ir al paso de lo que percibe, como cuando uno

va corriendo, en carreta o en los patines que se pusieron de moda


allá por 1880. En 1924, Le Corbusier todavía informa que, digan lo

que digan, la velocidad citadina es de "16 kilómetros, señores"

(citado por Studeny, 1995, p. 279): ésta es aún una velocidad

gentil, acorde con los pies, los ojos y los pensamientos de la

gente, y es a la que van las bicicletas desde 1884, que es cuando se

vende la primera realmente práctica, con pedales y cadena y todo,

marca Rover, cara, rara y snob, aunque para 1900 ya era barata y

popular, y para 1920 multitudinaria e imprescindible, aunque, sin

proponérselo, pavimentó, literalmente, el camino de la aceleración


209

de la velocidad, porque, por un lado, se empezó a tender el

pavimento que John Macadam había ideado hacia 1810, y por otro,

provocó la invención de la llanta inflable, el neumático, que John

Dunlop le puso a la bicicleta de su hijo en 1889. Tampoco la primera

carrera de automóviles es de velocidad, sino de fiabilidad, a fines

del siglo XIX, y la media fue de 21 kph.

"Rápido" es un adjetivo correspondiente a ciertos objetos, incluso

a las locomotoras, es decir, es una cualidad inherente de las cosas,

que pocas lo tienen. La conclusión hasta aquí es que el siglo XIX no

se mueve rápidamente, pero ya empieza a pensar en ello, como lo

muestra el hecho de que entonces aparezca el sustantivo "rapidez",

que es una sustancia, esto es, algo que se despega de los caballos y

los relámpagos y puede andar por su parte, como siendo un objeto por

sí mismo y que entonces ya se puede manufacturar, desear y comprar

igual que uno podría comprar unos miralejos para la ópera. Sólo es a

partir de la aparición de la rapidez como objeto por derecho propio

que se empiezan a usar los motores para que puedan alcanzar a la

rapidez que va delante, y no para hacer algo más rápido, que en


rigor no había razón, sino para tener entre las manos el último

juguete, la rapidez. Y sí, un juguete, y bien pueril. Sombart (1913,

pp. 183-185) dice que el alelamiento ante la rapidez es un valor

propio de los niños, que todavía no están capacitados para la

sutileza y por ende sólo pueden tener admiraciones de grano grueso y

de bulto; a los niños se les quita con la edad, pero en los adultos

infantiles es crónico y terminal. Un periódico de la época lo expone

más didácticamente: "un ataque de snobismo que transforma en piloto

a cualquier imbécil" (citado por Studeny, 1995, p. 322). Y si no


210

tienen con qué ir rápido, entonces se encandilan consultando los

records de velocidad, que si la locomotora Crampton batió la marca

mundial a 144 kph, que si Malcolm Campbell en su Blue Bird rompió

todos los records de automovilismo en 1935 a 484 kph (Hill, 1939, p.

559); en ferrocarril, en 1840, el record era de 80 kph, en 1846 de

108, en 1853, 120, y en 1890, 144; en 1900, el de automóvil iba en

105; en el 2000, el de avión en 7 mach, 8000 kph. Y los niños

grandotes cada día más emocionados. Sombart dice a principios del

siglo XX que dentro de cien años los historiadores llamarán a la

época "la era del record", y parece que el Barón de Coubertin fue

muy oportuno en 1896 al organizar las Olimpiadas y ponerles como

lema el infantilísimo más-rápido-más-alto-más-fuerte, más-bobo no

podía ser.

Etimológicamente, rapidez significa "arrebato", y la rapidez

ciertamente arrebatadora, la que arrebata los recuerdos y corre a la

velocidad del olvido, es la que se logra con el motor, especialmente

de gasolina, que probó ser más explosivo. Es cierto que hubo

intentos de automóviles y motocicletas desde 1885, como los de


Gottlieb Daimler en Alemania (Pascoe, 1974), y que para 1900 los

coches ya podían subir una cuesta a 50 kph y bajarla a 100, pero

eran tan caros que no pasaban de ser ostentación de alta burguesía,

como lo prueba el hecho de que estos pocos automovilistas empezaran

a hacer sus exigencias contra los peatones, que deberían aprender a

manejarse a pie como ellos sabían conducir en automóvil, y por

ningún motivo cometer la desvergüenza de caminar con un libro en la

mano (Studeny, 1995, pp. 277-278); en revancha, en 1902, se funda

una Sociedad para la Protección de la Vida Humana contra los


211

Automóviles. Clara lucha de clases. Cuando la rapidez se hace

cotidiana se cuando la gente empieza a creer que necesita un coche,

y esto sucede aproximadamente en los años veinte, que es cuando se

venden los primeros de uso y precio popular, el Citroën en Francia,

el Ford en Estados Unidos. Y ahora sí, todos al volante, pudiendo

llegar rápido, hay que buscar a dónde ir, y entonces se empieza a

antojar necesario y perentorio ir a todos lados, no porque haya algo

que hacer ahí, sino porque se puede llegar, y si no hay lugares

allí, pues hay que construirlos. Los automóviles no surgen porque

haya adonde ir, sino que surge adonde ir porque hay automóviles, y a

medida que se hacen los lugares, la gente empieza a tener cada vez

más cosas que hacer, pasar a visitar, encargos que recoger, niños

que llevar, y por lo tanto hay que moverse más rápido, lo cual

justifica la necesidad de tener un coche, y así, teniéndolo, no se

pueden dejar de hacer cosas y visitar lugares, cada vez más, cada

vez a mayor velocidad. Orson Wells, en Nueva York, para llegar más

rápido, alquilaba una ambulancia para ir de la radio al teatro y

viceversa, gracias a que descubrió que la ley no especificaba que


uno debiera estar enfermo para viajar en ambulancia.

El primer reloj de cristal de cuarzo es de 1929 (García Segoviano,

2001, p. 35). Es a partir de los años treinta del siglo XX que la

rapidez se instala en la sociedad occidental como un objeto

autónomo, valioso por sí mismo, y el más codiciado de todos, y junto

con los coches, todos los adelantos industriales eran adelantos por

el hecho de que servían para hacer las cosas más rápido, y así

ahorrar tiempo, no para descansar, sino para tener más actividades

que hacer. Desde entonces ser "dinámico" es una virtud. Empezando


212

por la plancha, primer electrodoméstico, los demás hacen su

aparición en seguida, licuadoras, secadoras de pelo, rasuradoras,

ventiladores, estufas, hasta llegar a los hornos de microondas y

refrigeradores que son "inteligentes" porque avisan cuando se les

acabó la mantequilla; la comercialización del teléfono que permite

no tener que ir a tratar el asunto cara a cara y que permite

inventarse más asuntos que tratar por teléfono mientras se está

haciendo otra cosa; la aparición de los supermercados en los años

cincuenta, adonde, en franca alegoría automovilística, se entra con

un carrito de carga y se recorren las callejuelas llenas de latas y

cajas para después subirse al coche y seguir haciendo lo mismo. Y

así sucesivamente, los servicios en su coche de pollos y

hamburguesas en los años sesenta, las tarjetas de crédito en los

años setenta, Dinner's Club, que aceleran el gasto, las computadoras

en los años ochenta que hacen creer que el trabajo se hace más

rápido aunque en realidad sólo se hace más trabajo porque todavía no

se sabe de nadie que salga más temprano de la oficina por usar

computadora, los satélites de telecomunicación y las supercarreteras


de la información y la telefonía móvil en los años noventa, hasta

los años cero del siguiente siglo donde el gadget del momento es un

adminículo que contiene todos los anteriores y que cabe en la palma

de la mano del señor o señora que va en su coche. Así es la vida

contra reloj. Ya se trata de una rapidez de uso general, donde cada

vez más cosas ocupan menos tiempo, y estos aparatos, que no siempre

son tan rápidos como proclaman, porque entre leer las instrucciones

y toparse con el primer imprevisto en su funcionamiento la rapidez

se desvanece, lo que estrictamente aceleran es el pensamiento en su


213

conjunto, que se repleta de prisas y ansias y de la obligación de

tener muchas cosa por hacer aunque no haya nada que hacer. Y no debe

omitirse que el olvido es la velocidad de los triunfadores. En el

año 2000, un anuncio reza así: "YO vivo apurada, organizo eventos,

necesito vacaciones, tengo una IBM". La rapidez comporta la paradoja

de que permite ahorrar tiempo en ocupaciones que de otro modo no

tendría: uno debe ir hasta el otro lado de la ciudad solamente

porque se llega en quince minutos, pero si uno no llegara tan

rápido, y no fuera, tendría quince minutos libres, y gratis. Si no

tuviera su IBM ya estaría de vacaciones.

Con tantos lugares adonde ir, ya lo único que importa es el

destino, pero no el trayecto: ya sólo importa el fin pero no los

medios, y no se trata de justificar éstos, sino de eliminarlos, toda

vez que la interposición de un medio, de un trayecto, o de un

proceso para alcanzar un resultado, parece ser como una lentitud que

se alza entre uno y sus propósitos, porque si se tiene que transitar

por un camino, quiere decir que no se ha alcanzado toda la

velocidad, y que si se corriera más rápido, ya se estaría allá, ya


se tendría el resultado y no estaría apenas camino a él. Los medios

y los trayectos aparecen como si fueran un obstáculo, y en otras

palabras, diríase que el tiempo presente, el de estar haciendo algo,

se vuelve un defecto de la vida que no permite estar en el futuro

con ese algo ya hecho; estar aquí y ahora es un estorbo que impide

estar allá y después. No tiene por qué extrañar que deje de valer la

pena hacer las cosas bien, porque lo único que importa es

terminarlas cuanto antes mejor, sin detenerse en los modos, en el

gusto o en la elegancia con que se hicieron. Tiene razón Daniel


214

Innerarity, "la rapidez indica a menudo educación mínima" (1995, p.

32). Con que aprueben el control de calidad con eso basta. Eso es lo

que se conoce como "productividad" y cada quien lo aplica por igual

a tareas hechas, deberes cumplidos, libros, películas, amistades y

lugares, donde lo que vale es cuántos y no qué ni cómo ni por qué.

Tener muchos amigos hoy en día significa identificar muchas caras

con nombre con las cuales entretenerse en lo que llegan otras caras

que identificar. Toda vez que lo único que importa es el destino y

los resultados, las cosas que se hacen sólo valen porque se terminan

y los trayectos porque se dejan atrás, como si todo existiera

solamente para ser rebasado, y eso acaba por incluir a los destinos,

fines y resultados mismos, que sólo sirven para ser abandonados a su

vez por el próximo destino, que cuando se alcance se perderá. Si

todo esto produce angustia, es lo único digno que produce. Hay quien

dice que los que viajan mucho no lo hacen para ir a muchos lugares,

sino porque siempre odian en el que están. Para lo que están hechas

las cosas en el mundo de la rapidez es para ser olvidadas. Charles

Chaplin utiliza el cine sonoro por primera vez en 1940 para decir,
en el discurso del Gran Dictador: "hemos dominado la velocidad, pero

estamos encerrados".

Cuando alguien quiere olvidar el trago amargo de un mal amor, lo

más aconsejable es que se ponga a hacer muchas cosas, que visite a

sus tías, que se aficione al teatro, que trabaje turnos extras, que

vaya de compras, haga favores y zurza calcetines, esto es, que

replete la atención de tantos pormenores que no tenga un solo minuto

para sumirse en sus recuerdos, porque la rapidez es una velocidad de

tipo superficial, como la que usan los esquiadores en el agua, que


215

van tan rápido que sólo pasan por encimita de las cosas, rozando

muchas, pero sin profundizar en ninguna. La rapidez impide hundirse

en la memoria. La rapidez produce un pensamiento superficial, que

puede hablar, hacer y lograr mucho, pero nunca una idea de fondo. La

portentosa capacidad de la sociedad contemporánea para tanta

frivolidad es una muestra de que nunca se detiene a revisar sus

banalidades. Precisamente lo light, en novelas, cereales y visiones

del mundo no es la levedad que flota, sino la ligereza que no se

hunde, descapacitada para cualquier gravedad, y horripilantemente

autocomplaciente: de hecho a esta frivolidad la llaman "autoestima".

Halbwachs ya se había dado cuenta que en la incipiente rapidez que

le tocó vivir, "los pensamientos que llenan el tiempo son más

numerosos pero también más cortos: no pueden echar raíces profundas

en el espíritu" (1944, p. 117). Actualmente, el conocimiento,

también el de las universidades, está frivolizado, también es light,

con sus investigaciones obvias y numerosas y sus críticas

políticamente correctas. Y es que no da tiempo de pensar, y no tener

tiempo de pensar es de los más chic. Un académico tiene que producir


diez artículos al año, dar clases, sentarse en su escritorio,

presentar proyectos, hacer informes, buscar financiamientos, planear

sus vacaciones, solicitar apoyos, asistir a reuniones, establecer

contactos, pedir un préstamo, figurar en comités, ir al médico,

contestar su mail, estar al día y consumir cultura. Lo bueno es que

lo de sentarse en su escritorio ya sólo le toma un cuarto de hora.

La esposa hacendosa que tenía ya hizo sus maletas y fue olvidada.

Karel Kosik, el filósofo de lo concreto, también se queja: "la prisa

y la precipitación empuja a las personas y no les permite detenerse


216

ni demorarse, ni guardar admiración continua por las cosas que les

rodean" (1998, p. 68). El conocimiento se ha convertido en

producción de curriculum vitae.

Halbwachs decía que "aquéllos que multiplican sus ocupaciones y

distracciones, terminan por perder la noción del tiempo real, y

quizá por hacer desvanecerse la sustancia misma del tiempo, el cual,

partido en tantos trozos, ya no se puede extender ni dilatar, y

carece de consistencia" (1944, p. 115). Efectivamente, cuando los

hechos de la realidad se suceden tan rápido uno tras otro y sin

tener ni mínima relación uno con el que sigue, está ciertamente

disgregados, y así ya no son capaces de articularse en un

acontecimiento, sino que aparecen como una serie de instantes

aventados por casualidad, que además de no tener nada que ver entre

sí, nadie los reconoce como partes de su vida, y aparecen más bien

como eventos que sucedieron solos, sin ayuda de un protagonista,

como si fueran lluvia, y por lo tanto tampoco pueden ser articulados

en una narración. Con la implantación de la rapidez, la historia se

pulveriza en una sucesión de eventos anodinos: este tipo de historia


se llama noticiero, que consiste precisamente en la presentación de

sucesos hecha con atomizador, una ráfaga de datitos impactantes, de

preferencia espeluznantes, que tiene la doble ventaja de que uno se

puede informar de lo que pasa en el mundo e inmediatamente se puede

olvidar de lo que pasó. En la era de la rapidez, los acontecimientos

se convierten en fragmentos disparatados que se pueden recabar en la

forma de datos y exponer en orden cronológico, alfabético,

promediado, en tablas, o letanías, pero que no se pueden narrar,

porque la vida ya no acontece: sólo acaece. Esto mismo les pasa a


217

las gentes en sus vidas particulares, que tienen la agenda repleta

de quehaceres, pero al final del día no pueden decir qué hicieron

excepto una sarta de lugares, nombres y datos inconexos que suman lo

mismo que si no se hubieran levantado en la mañana. Y al final de

las décadas y otras edades, cuando hay que hacer recuento vital,

todo lo que puedan ir diciendo que hicieron tampoco alcanza para ser

una sola cosa, es decir, una vida, porque carece de unidad y no se

le ve forma, así que las miliuna celeridades vertiginosas que

hicieron sin parar no da para tener algo que contar, para construir

una historia propia, para articularse en una narración, y ni modo

que se ofrezcan a sí mismas una agenda como justificación. Por eso a

veces prefieren mejor "contar" lo que acumularon en el banco. Paul

Ricoeur dijo que una vida sin significado es aquélla que no puede

ser narrada.

5.5.- La Edad

Uno tiene la edad de sus recuerdos: 30 o 300 años, a


escoger, sin aumentar arrugas.

Quien se mueve al día carece de memoria y tiene una historia de

veinte minutos: podrá comprobar mediante documentos que tiene

veintisiete o cincuentaisiete años, pero en la realidad donde se

encuentra solamente ha vivido los veinte minutos de que se acuerda:

lo demás es olvido que no le pertenece, porque, verdaderamente, uno

únicamente tiene la edad de sus recuerdos, ya que la diferencia que

hay entre una persona mayor y un niño pequeño radica en lo que

pueden contar de su vida: poder relatar muchos años o poquitos. Esta


218

diferencia es la misma que hay entre la biografía de un individuo y

la historia de una sociedad: el uno tiene la madurez de varias

décadas y la otra tiene el temple de varios siglos, pero ambos están

igualmente aquí y ahora sin distinción, porque toda edad es

presente, porque toda biografía y toda historia está presente, y lo

que las distingue es la profundidad de su presente. Parece ser que

la cantidad de vida que cada uno tiene es igual a la cantidad de

recuerdos que cada uno conserva.

Pero cada quien puede juntar los recuerdos que quiera para tener

la edad que se le antoje, porque si, bien visto, la memoria es una

entidad desfechada, y si uno fabrica sus recuerdos a partir de ella,

uno puede entonces adoptar la memoria y los recuerdos de la sociedad

y alcanzar así la edad de la historia. La vida de un individuo, por

ejemplo uno de ésos que no ven más allá de sus narices y por lo

tanto siempre hablan de sí mismos, tiene una expectativa de vida

como de setenta años porque sus recuerdos no llegarán más lejos:

coloca la memoria en un punto de la infancia y luego nos receta el

anecdotario de sus vivencias personales; para él, toda la historia


se reduce a su biografía. Pero uno puede hacer otra cosa: puede

tomar los recuerdos de su sociedad y hacerlos propios, conociendo su

historia, asumiendo sus tradiciones y moviéndose con sus costumbre,

y así, sin dejar de estar cabalmente en la actualidad, puede colocar

su propia memoria ahí donde está la de la sociedad, y por lo tanto,

crecer, tener la cantidad de vida que tiene su sociedad, y dejar de

tener tres o setenta años para empezar a tener tres o siete siglos,

sin que le aumenten las arrugas, y lo que tenga que contar será más

interesante porque es más colectivo, porque relatar su vida implica


219

narrar la vida de la sociedad a la que pertenece: puede ubicar sus

recuerdos en siglos diferentes, porque para él, su biografía es la

historia. Es una de las tantas recetas para vivir más años, pero con

ésta sí se puede fumar*.

____________________
*.- La Psicología Colectiva es una historia mental de la sociedad. Historia y
psicología colectiva han figurado más de una vez como sinónimos, y razonablemente
constituyen una misma disciplina. Cuando el historiador, filósofo y profesor de
retórica Henri Berr, en 1900, publicó su revista Synthèse Historique, lo hizo "con
la finalidad de producir una psicología histórica o colectiva" (L. Moya, 1966, p.
66). Desde antes, historiadores básicos como Michelet ya se habían percatado de la
presencia de una psicología colectiva dentro de su disciplina (S. Corcuera, 1997,
p. 262). Y en todo caso, uno de los modelos de lo que podría ser una psicología
colectiva, concretamente, la Psicología de los Pueblos de Wundt, es una exposición
histórica del pensamiento de la sociedad, porque como él mismo dice, "la historia
de la mente es la fuente inmediata del conocimiento histórico", "la historia es
realmente el recuento de la vida mental" (1912, pp. 509, 522). En efecto, por
antonomasia, toda psicología colectiva es histórica, es Historia. Lo que opinen
los historiadores es asunto suyo, pero, comoquiera, hay un tipo de historia que
resulta ser psicología colectiva: quienes abiertamente lo declararon fueron las
sucesivas generaciones de la Escuela de los Annales, revista fundada en 1929, en
Francia; ahí se asume que la historia debe comprender las formas de pensamiento y
sentimiento de las sociedades, épocas y acontecimientos que estudia: primero
Lucien Febvre y Marc Bloch, luego Fernand Braudel (S. Corcuera, 1997, pp. 168-
201), y más tarde Jacques Le Goff; ahí se utiliza el término Historia de las
Mentalidades, acuñado por Braudel (S. Corcuera, 1997, p. 179). "Mentalidad" es una
palabra dicha en inglés en 1913 por el antropólogo Bronislaw Malinowski para
criticar la conciencia colectiva de Durkheim, y cuando, en efecto, lo transplanta
el también antropólogo Lucien Levy-Bruhl al francés, tiene influencia de las
"representaciones colectivas" de Durkheim (Burke, 1997, p. 221). Para Le Goff, su
usuario más asiduo, la "mentalidad" es un término, desperdiciado por la
psicología, que designa "la coloración afectiva del psiquismo", y que en francés
-y en español- posee fuertes "connotaciones afectivas" (Le Goff, 1974, p. 88). A
los historiadores de las mentalidades no les interesa tanto qué fue lo que sucedió
220

en un momento dado, sea una guerra o un tratado, sino cuáles eran las
percepciones, emociones, creencias, modos de trato, sueños, de la gente común de
la época, que es completamente semejante al objetivo de la psicología colectiva. Y
de hecho, la noción de historia de las mentalidades corresponde bastante bien a la
categoría de Memoria Colectiva, sin ninguna casualidad, porque Febvre y Bloch, que
pasaron la década de los veinte en la Universidad de Estrasburgo, ahí platicaban y
discutían "con el psicólogo social Charles Blondel cuyas ideas fueron importantes
para Febvre, y el sociólogo Maurice Halbwachs, cuyo estudio sobre la estructura
social de la memoria, publicado en 1925, produjo profunda impresión en Bloch"
(Burke, 1990, p. 224). Blondel, dicho de paso, es el autor de un libro primigenio
sobre psicología colectiva (1928). La memoria colectiva refiere a los modos de
pensar y sentir de las sociedades, localidades y grupos, modos éstos que se
mantienen como esencia de la identidad y pertenencia del grupo, y que no cambian o
cambian lentamente, a pesar de las transformaciones del resto de la sociedad; la
memoria colectiva puede aparecer como el último ejemplo no fragmentario de la
psicología colectiva en el siglo XX (Cfr. Halbwachs, 1944). Podría decirse que la
memoria colectiva es la historia que no cambia o cambia casi nada, que es como Le
Goff describe a las mentalidades: la mentalidad, como la memoria, "es lo que
cambia con mayor lentitud. Historia de las mentalidades, historia de la lentitud
de la historia" (Le Goff, 1974, p. 87). En ambos casos subyace la idea de la
"larga duración" de Braudel, que se refiere a aquellos acontecimientos de la
sociedad que son casi inconscientes porque tardan siglos en transcurrir con toda
parsimonia, y no son del orden político ni espectacular, sino del orden psíquico,
y cuyo cuerpo no son los individuos ni los grupos, sino la sociedad. Parece pues,
que si a la historia se la detiene en su paso, se vuelve psíquica, y si a la
psicología se la alarga en el tiempo, se vuelve colectiva. Así es la psicología
colectiva, y no se trata nada más de una moda francesa: Peter Burke señala con
asombro que en el siglo XVIII había una historia del pensamiento casi idéntica a
la historia de las mentalidades del siglo XX (1997, p. 30). Si se entiende a la
epistemología como gnoseología, como la forma del pensamiento, como filosofía del
conocimiento o como teoría de la sabiduría cotidiana, puede concluirse que la
tarea teórica de la psicología colectiva consiste en convertir a la epistemología
en una historia, y a la historia en una epistemología.
Más recientemente, la historia de las mentalidades, como disciplina, sufrió los
castigos de la minuciosidad metodológica propia de la historiografía académica
(tal vez no exenta de envidias competitivas ni siquiera intelectuales sino
meramente pecuniarias), y por eso, quizá, los historiadores acepten regalársela a
la psicología colectiva, donde, como decía Wundt, no importa el dato preciso ni la
fuente de primera mano, sino la verosimilitud psicológica del acontecimiento, que
es una veracidad narrativa. Al parecer, ya se está prefiriendo hablar, para no
correr riesgos, de una más amplia y genérica "historia cultural" (Burke, 1997;
Rioux y Sirinelli, 1997). Da lo mismo: Bruner (1990, p. 30) afirma que "la
psicología cultural es a menudo indistinguible de una historia cultural".
221

6.- LOS MITOS

Mi hermana dice que


el espacio es Dios;
no dejo de pensar en
eso
DAVID HOCKNEY

Los mitos son la causa de los milagros y el plan de los


accidentes. Un mito es un orden previo que la sociedad
construye posteriormente para poder aparecer: es un
pensamiento anterior sobre el cual puede aparecer el
pensamiento. Los mitos son la geografía de un espacio
heterogéneo y cualitativo, o habitado por lugares,
orientaciones, trayectorias y tramas que piensan y sienten
por sí mismos. El surgimiento de la perspectiva lineal en
el Renacimiento vació este espacio mítico e hizo un
espacio hueco.

Un accidente, y un milagro, por definición, no se pueden evitar, y,

por lo demás, son iguales: un milagro es un accidente al revés, y

viceversa. En ambos casos, hay algo que no puede suceder, y eso es

precisamente lo que sí sucede. Algo que no existía y que las

circunstancias no daban para producirlo, de pronto está ahí hecho

realidad. Las ideas que se cruzan por el pensamiento son así, las
revoluciones, los infartos y la comprensión de una obra de arte

también. Y la vida de uno mismo también, porque por más que le dé

vueltas para entender cómo eso que nació resultó ser específicamente

uno mismo, no es asunto fácil de responder, y de igual manera, la

existencia de la sociedad es un milagro, o un accidente, uno grande,

porque sale de la nada sin ninguna causa ni antecedente ni

explicación, y sin que tuviera necesidad de suceder. Los milagros

surgen como deus ex machina o quinta caballería, y eso es

gnoseológicamente intolerable, porque le quita toda intencionalidad


222

a la vida, y entonces, lo que más incomoda de los accidentes no es

que ocurran, sino que no se sepa de dónde vienen. A uno le interesa

menos haberse caído que saber cómo se tropezó, y por eso siempre se

producen ex post facto las explicaciones curiosas de que el

asesinato de Kennedy se entiende porque se parece al de Lincoln, de

que si el Titanic hubiera acelerado en vez de frenar habría evitado

el iceberg, de que quién sabe quien ya presentía que se iba a morir

porque una vez tenía los ojos como de despedida. Lo curioso más bien

es que las causas siempre aparecen después de los efectos: primero

cae la manzana y después se explica la gravedad. En efecto, no hay

nada en este momento que pueda evitar el lapsus linguae que uno

tendrá dentro de veinte minutos, pero eso sí, cuando el incidente

sobrevenga, entonces uno encontrará los antecedentes que quiera,

pero como siempre, las causas llegan después de las consecuencias,

sólo que se las coloca como si hubieran estado antes, para creernos

que todo está en su sitio. Los aprioris aparecen a posteriori. Sin

duda es un fenómeno interesante que cuando algo comienza, no

solamente construye su desarrollo y su porvenir, como en el caso de


la historia que siempre avanza, sino que construye asimismo sus

antecedentes y anterioridades, es decir, lo que supuestamente había

antes del comienzo, como poniendo todo a punto para que sucediera.

Los enamorados siempre se declaran entre ellos que ya se esperaban

desde antes de conocerse. En otras palabras, la realidad existente

no sólo hace su historia a partir de la memoria, sino que también

construye una especie de prememoria con todo y antehistoria, que es

algo así como un tipo de estructura social anterior a la sociedad

misma, con el objeto de reconocerla cuando aparezca: la antehistoria


223

es lo que sucedía antes de que sucediera nada, un conocimiento

previo al conocimiento gracias al cual se puede ordenar el

conocimiento, con el cual podrá darse cuenta de que ocurrió un

accidente o un milagro.

Se trata de un tiempo antes del tiempo, anterior al origen de la

memoria, y si la memoria ya de por sí es estática, lo que hay antes

de ella es todavía más, y por eso, en este caso, el tiempo solamente

puede adquirir características de lugar, dejar de ser historia para

convertirse en espacio, que es el método que sigue la policía para

averiguar cómo estuvo el crimen: precintan la escena, marcan con gis

las posiciones, que nadie toque nada, y en fin, paralizan el

paisaje, y con ello convierten la historia del crimen en una

geografía, en la que hasta hacen un mapa, que luego irán recorriendo

para ver si por ahí está escondido el culpable. Y bueno, así son los

aprioris de Kant. Los aprioris de Kant son las condiciones

necesarias para la formulación de cualquier conocimiento, porque

encontró, allá metido en Königsberg, que, si no existía una noción

de espacio sobre la cual las cosas se puedan poner unas al lado de


otras para relacionarse y diferenciarse, estas cosas no podrían

ingresar al conocimiento. Apel, otro filósofo alemán, dice que todo

conocimiento requiere un conocimiento previo (1973, pp. 209 ss.).

Cuando Kant habla del conocimiento subjetivo, dado que ahí no hay

espacio donde quepan cosas, convierte al espacio en tiempo, pero, en

todo caso, el espacio es un apriori (Kant, 1787, p. 60).

Reversivamente podría decirse que el espacio es un pensamiento que

se encuentra antes del tiempo, y por eso aparece como espacio: el

espacio es el pensamiento que está antes del pensamiento. Claro que


224

Kant llegó tarde, porque cuando nació en 1724, la realidad ya había

empezado sin él, así que no hay alternativa: los aprioris los

construyó aposteriori.

La historia anterior a la historia es lo que se conoce como mito,

y ciertamente, los mitos que uno conoce se refieren al tiempo cuando

los dioses habitaban la tierra, a Ícaro cayendo de tanto alcanzar el

sol, a la Atlántida sumergida, a la búsqueda del Santo Grial, a la

Caperucita internándose en el bosque, a un águila sobre un nopal

devorando una serpiente, de lo cual la gente seria desprende la

definición de que los mitos son cuentos para incautos. La

contestación es que ni son para incautos, ni es gente seria, ni son

cuentos, porque el mito en el fondo no es una historia que tenga que

ver con la temporalidad, sino un orden que tiene que ver con la

espacialidad. El mito no es un relato sino un mapa: el mapa de la

sociedad mental en el cual se localizan incluso los mitos. El Éxodo,

la fundación de Tenochtitlán, la Odisea, el viaje de los Argonautas

y la conquista del oeste son claramente mapas. Por esta razón de

anterioridad al tiempo, los mitos en general presentan un orden del


mundo (Kolakowski, 1972, p. 27) dentro del cual se puede colocar el

origen de la sociedad o de un acontecimiento: es un orden anterior a

todo en el que se ordena todo lo demás; el mito está antes del

principio y permite, como diría Kolakowski (1972, p. 48), explicar

lo condicionado por lo incondicionado. En efecto, gracias al mito,

cuando uno llegó, ya todo estaba en su lugar. Los grandes mitos,

Quetzalcoatl o Prometeo, suelen ser del origen de una sociedad, y de

la misma manera, las nociones de causa, probabilidad, destino o

dios, suelen ser a su vez la mitología de los accidentes y milagros


225

de la vida cotidiana. Pero también el pensamiento religioso,

político o científico tienen una estructura mítica interna, y por

eso los mismo mitos se repiten por todos lados y a todas horas, ya

que no hace falta que la sociedad se sepa algún mito, ya que, de

suyo, la sociedad piensa míticamente. La ciencia moderna argumenta

que ya superó la etapa del mito, pero eso es un mito.

Si a los mitos se les quita el cuento, que es la narración que se

les pone después, y también sus personajes y peripecias y

resultados, lo que queda es un orden, esto es, una serie de lugares,

posiciones, direcciones, que dejan de referirse a un solo caso y que

en cambio son aplicables a otros personajes y situaciones. Toda idea

y acontecimiento tiene su estructura mítica. Los mitos son los

comodines del pensamiento, porque sobre su orden se acomoda

cualquier cosa, y no podría ser de otra manera, toda vez que están

hechos con el mismo pensamiento con que están hechas las costumbres,

las ciencias, las innovaciones y las leyes. De Rougemont dice que el

mito resume todas las situaciones y muestra todas las relaciones

(1938, p. 19). Si a los mitos se les quita el cuento, lo que queda


es un espacio, no vacío ni nuevo, sino lleno de sociedad (Halbwachs,

1925, p. 97). Si a los mitos de Prometeo o Ícaro se les quita Ícaro

y Prometeo, lo que queda es una elevación o ascenso y un descenso o

caída, igual que los de Démeter o Perséfone, sólo que a la inversa,

y se le puede aplicar a cualquiera que suba o baje de puesto sepa o

no quién es Perséfone, y cuando son despedidos de su trabajo o de su

matrimonio, les sucede lo mismo que al Patito Feo, al Rey Lear, o a

Don Quijote, que es la salida de su lugar y su sociedad, y si aun


226

así conservan la esperanza, es porque en los mitos, como en todo

espacio, siempre hay camino de regreso.

En suma, la esencia de los mitos es que la cultura manifiesta un

orden anterior a la cultura para poderse desarrollar sobre él, Y en

otras palabras, es el orden que tiene el pensamiento, y merced al

cual, todo lo que vea, haga o piense, sea una ciudad, un proyecto de

vida, una teoría astronómica, tiene este mismo orden, que, ante

todo, es obvio, que consiste en un conocimiento que es tan evidente

que ni siquiera parece conocimiento, y por eso nadie lo nota: la

realidad es igual al pensamiento que la piensa, porque el

pensamiento también es real.

6.1.- Lugares dados

Los lugares tienen cualidades morales y orientaciones


éticas. Lo vertical y lo horizontal: lo alto y lo bajo, lo
racional y lo emocional; lo derecho y lo izquierdo: lo
correcto y lo torcido. El centro: el infinito; el
laberinto como alusión al centro. El límite: lo dentro y
la pertenencia, lo fuera y la expulsión. Andanzas:
tragedia, comedia, drama. Los números: el uno es una
esfera, el dos es un continuo, el tres es una unidad, el
cuatro es tresdosuno. El espacio mítico es heterogéneo,
cualitativo y lleno. El pensamiento en general tiene
estructura mítica.

El orden mítico de la realidad empieza con la presencia de lo

vertical y lo horizontal. Si alguien de casualidad tiene un lápiz en

la mano, puede dibujar en el margen una crucecita técnicamente

denominada coordenada cartesiana: al centro llámele centro, a la

línea de la derecha, derecha, a la de abajo, abajo, y así

sucesivamente, y verá que se trata de un mapa de obviedades. Esta

crucecita también quiere decir que el espacio de Descartes es


227

mítico. Lo horizontal es el paisaje plano del mundo, y lo vertical

es quien lo mira, o sea, uno mismo, y por eso el número uno, que es

uno mismo, de pie, es una rayita vertical en los sistemas arábigo y

romano, y también, por dicha razón presuntuosa, al plano vertical se

le considera el eje del mundo, axis mundi: un globo terráqueo que

tuviera su eje horizontal parecería mal hecho. Quien está en

posición vertical, como los guardias de la reina, se supone que está

atento, preparado; a estar de pie de le dice "estar parado" -antes

se decía "parado de pie"-, que significa estar preparado, dispuesto,

y, sintomáticamente, estar situado (Corominas, 1973); los soldados

se encuentran firmes, porque, como boy scouts, están "siempre

listos"; en España a los desempleados se les dice "parados" por su

disposición a trabajar. La imagen de la verticalidad, como los

obeliscos o los rascacielos, da a pensar en una situación de

despegue, y por eso, la Torre Eiffel en sus inicios era la imagen

del progreso. Puede notarse que, como dice Susanne Langer (1941, p.

204), "el mito no es una evasión sino una orientación moral". En

cambio, la posición horizontal de estar acostado, y dormido, es la


de la confianza y la tranquilidad. La horizontalidad de los paisajes

es lo que hace que la gente se relaje viéndolos; para que les dé

envidia a los que se tuvieron que quedar listos en su trabajo y no

pudieron ir de vacaciones, el noventa por ciento de las tarjetas

postales que se envían a los que no fueron presentan un encuadre

horizontal (el otro diez por ciento son postales del Empire State y

de la Torre Eiffel), y las cámaras están diseñadas para tomar las

fotos así; de hecho, los ojos son así: su disposición uno al lado

del otro indica que la vista no está hecha para ver arriba ni para
228

avanzar, sino para mirar el horizonte. La atractiva monumentalidad

pausada de los barcos y los aviones radica en su horizontalidad.

Este mundo vertical y pretensioso queda dulcificado por las

esculturas reclinadas de Henry Moore.

Ahora bien, cuando se superponen lo horizontal y lo vertical,

aparecen las cuatro (o seis) orientaciones (que suelen traslaparse):

arriba, derecha (delante); abajo, izquierda (detrás), a las que,

como dice Durkheim (1912, p. 16), se les han atribuido "valores

afectivos diferentes": las primeras son positivas, buenas, en la

cultura occidental; las segundas malas y negativas (Cirlot, 1984, p.

227), porque, según Cassirer, "lo que primariamente permite el mito,

no son caracteres objetivos, sino fisiognómicos", o emotivos (1944,

p. 119).

Lo alto, en la geografía mental, es el lugar de lo bueno, lo

consciente, lo razonable y lo poderoso: allá está el altísimo y

otras altezas que lo voltean a ver a uno desde arriba. Las virtudes

son altas. Arriba es la zona de los ángeles y los pájaros, y por eso

la gente todavía quiere ir al Cielo y lleva la frente en alto,


intenta pensamientos elevados, aspira a subir en la economía y en la

clase social, le gusta la idea de que piensa con la cabeza, y se

levanta los ánimos, levanta teorías, levanta castillos en el aire y

edificios como la Torre de Babel, las pirámides o los minarets, que

son arquitecturas hechas para llegar a Dios; actualmente más bien

levanta hoteles, pero por las mismas razones. Tiene altas

calificaciones, altos vuelos, altas recomendaciones y, como muestran

Lakoff y Johnson (1980, pp. 50 ss.), para hablar de la felicidad, el

status, la salud, la virtud o la inteligencia, se emplea la palabra


229

"arriba" (high). A la historia se la ve en la cultura occidental

como una escalera que sube, que es la del progreso o del "ascenso"

de la especie, y por lo mismo, cuando se trata de buscar recuerdos,

hay que bajar por ellos. Y por supuesto, el progreso es un mito

(Maffesoli, 1985, p. 106). En cambio, lo bajo, lugar de ratas y

demonios, es triste y enfermo, sumiso, vicioso y emocional (Lakoff y

Johnson, 1980, pp. 50 ss.). En la mitad baja del cuerpo radican los

instintos y las bajas pasiones y otras inmundicias. Cuando la gente

se porta mal o tiene mala suerte, "cae" en el olvido, en la

desgracia, en el pecado, en la tentación y demás bajezas, y también

va a parar a lugares bajos y subterráneos como los sótanos

(Bachelard, 1957, p. 49), los calabozos, los drenajes y el infierno.

A los pobres les dicen clases bajas para que parezca que la

injusticia forma parte del orden del universo. Asimismo, lo bajo es

la dirección de lo que está oculto, como el inconsciente, o lo que

no quiere ser mostrado, como un pasado vergonzoso, aunque allí,

también, se encuentran los tesoros, que es cuando a alguien se le

dice que "es bueno en el fondo", y que saque a "su verdadero yo", y
entonces sí, estas cosas, no se desentierran, sino que brotan como

manantial. Por esto, también lo bajo es el lugar de lo antiquísimo,

de lo inmemorial, de lo que forman parte, precisamente, los mitos:

los mitos son vistos como el conocimiento más escondido y soterrado

de la sociedad.

El equivalente de lo alto en el plano horizontal es lo derecho: en

política, quienes se creen que siempre tienen la verdad se

autodenominan la derecha, y se sienten dueños del "derecho", es

decir, de la prerrogativa de "guiar" o "dirigir", que es uno de los


230

significados etimológicos de la palabra (Corominas, 1973). Se

entiende que lo derecho, como la mano que está de ese lado, es lo

hábil, lo talentoso, lo fuerte, y en suma, lo "diestro", que es el

otro nombre de lo derecho: los amos de la destreza. Asimismo, ser o

estas derecho significa "directo", como una calle derecha o como la

línea más corta entre dos puntos, y por lo tanto es sinónimo de ser

recto, de la rectitud, y por extensión, de ser correcto, decir la

verdad, ser honesto; los buenos de la película en resumen. El que es

derecho, y va por la derecha, llegará lejos, porque es míticamente

la dirección por la que se avanza, y a la gente se le recomienda en

los libros de superación personal siempre mirar y seguir adelante.

En efecto, lo delante es una forma hermana de lo derecho, y ambos

son algo así como la versión laica de lo alto. En dibujos, teatro,

cine, elementales, cuando alguien entra a escena, va hacia adelante,

se le hace moverse hacia la derecha. Toda metáfora del camino y del

andar, a despecho del pobre Machado, del avanzar y no desistir, de

la constancia y la tenacidad, usan la orientación adelante, de

frente, hacia la derecha. Como se ve, la retórica de la derecha está


llena de consejos un poco empalagosos. De cualquier manera, el

lenguaje, que es lo que se supone que nos saca de la bestialidad y

nos lleva a la razón, corre típicamente hacia la derecha, y en el

exceso de la autocomplacencia, como dice Jonathan Swift de los

liliputenses y de "las damas inglesas" (1726, p. 62), cuando

escriben a mano, no sólo van hacia la derecha, sino que los

renglones se inclinan hacia arriba. Podrá notarse que la mitología

es un manual del sentido común, con sus virtudes y defectos. En fin,

lo que sale de escena, y lo que se retrasa, va hacia la izquierda.


231

Hay líneas derechas, pero no se ha oído hablar de una línea

izquierda, y es porque a éstas se las llama líneas chuecas, y

siempre resultan incorrectas, como el árbol que crece torcido.

Ciertamente, la palabra "izquierda", que proviene del vasco y del

céltico, significa "torcido", y fue adoptada en castellano (y

catalán, portugués, gascón y langue d'oc -Corominas, 1973), para

remplazar al vocablo natural que designaba esta dirección pero que

no debía ser pronunciado porque era un nombre maldito,

específicamente "siniestro", que es como debería decirse izquierdo:

de ahí que se tenga por cierto que la izquierda política ha de ser

siniestra en sus fines y chueca en sus procedimientos, por lo que la

derecha, tan gentil, se presta para enderezarla y enseñarle el

camino de la rectitud. Sería bueno saber, para variar, quién es el

brazo izquierdo y quién está sentado a la siniestra del padre; lo

más probable es que sea mujer. Mientras que la vía derecha avanza

hacia la racionalidad, la izquierda, que es el camino equivocado,

lleva hacia lo emocional y la sinrazón, esto es, hacia el pasado y

lo primitivo, de regreso a lo que ya había quedado atrás, como, por


ejemplo, la naturaleza de la cual surge el homo sapiens, el "hombre"

racional, lo cual da como resultado que la mujer es de izquierda. Lo

femenino se vuelve subversivo. Por esto, los adelantos del progreso

nunca deben voltear la cabeza, porque eso sólo lo hace la Mujer de

Lot, y ya ven lo que le pasó. Ciertamente, la naturaleza de los

objetos pertenece a lo salvaje del mundo que hay que domesticar, a

lo que había estado ahí desde siempre en estado bruto. Y

ciertamente, para entrecomillar, con estos temas, no hay comillas

que alcancen.
232

El cruce de los ejes hace automáticamente un centro, que es el

lugar más especial: es "el lugar sagrado por excelencia" (Eliade,

1955, p. 42), y no hay cultura que no lo tenga ni que lo ponga en

"otro" lugar. Es el punto donde comienza todo, como las ciudades,

pero también es el lugar que condensa y comprende todos los lugares

(Ledrut, 1990, p. 74), como si fuera la compactación del resto del

espacio en un punto; por eso en el centro de la ciudad siempre hay

de todo, por lo que también es punto de atracción y convergencia

(Eliade, 1955, p. 57), como un embudo. El centro es el corazón de

todas las cosas, así que, así como es el origen también es el lugar

del infinito y de lo absoluto, que los físicos, poéticos como

siempre, denominan "singularidad": el punto donde la curvatura del

espacio-tiempo no tiene fin (Hawking, 1988, p. 238). Este carácter

de infinito es quizá lo más curioso del centro, porque consiste en

el hecho de que el lugar más pequeño de la realidad es al que le

cabe más, le cabe todo, porque no es donde se encierra la realidad

sino donde se abre la posibilidad; Aristóteles dijo que "el infinito

no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino aquello fuera de lo


cual siempre hay algo" (citado por Zellini, 1980, p. 13). En todo

caso es sorprendente hasta qué punto este sitio inmemorial es

contemporáneo: centros los tenemos por todas partes, de mesa, de las

miradas, de discusión, y lo que hace compleja a la sociedad del

egoísmo es que cada quien se siente el centro del mundo. Toda cosa,

casa, plaza, tiene su centro, y todavía se pueden añadir las cúpulas

de las iglesias, los ápices de las pirámides, las dianas de los

blancos de tiro, las plazas de toros y las trazas de las canchas de


233

los deportes más divertidos, donde la pelota es un centro en

múltiples sentidos.

El primero y el último juguete de la cultura fue y será una

pelota, y su embeleso y su misterio irresuelto consiste en que es un

centro de atracción que puede estar no sólo en el centro, sino

también a la derecha y abajo, de ida y de vuelta, como si ocupara

todos los lugares pero nunca se supiera en cuál está, porque cuando

uno va por ella, resulta que rebota y salta para donde no se espera

y así se le ha escapado por milenios; "es capaz de dar sorpresas por

sí misma", dice Gadamer (1960, p. 149): todavía congrega multitudes

para ver quién puede alcanzarla. Tenerla en la mano es poseer el

centro. Y el infinito. Bien a bien, una pelota es un cursor dentro

de un laberinto invisible, y a la inversa, un laberinto es un centro

que se ha movido por todas partes. Quien se pierde en uno está como

pelota. Mitológicamente, el laberinto es un atisbo del centro, como

si hubiera crecido éste por un momento para mostrar que ahí está

todo en el mismo lugar, la izquierda y lo delante, el arriba y la

derecha, todos mezclados y confundidos en el mismo sitio. Los


laberintos, cuando no son solamente un trazo sobre planta, como el

de Chartres, son construcciones sobre un plano (Becker, 1992),

aunque hay versiones (Page e Ingpen, 1985, p. 81) de que el

Laberinto de Creta tenía subterráneos y dobles pisos, extendiéndose

no solamente a los lados sino hacia arriba y hacia abajo, como los

dibujos de Escher, laberintos perfectos porque ahí uno no sabe ni

dónde queda la fuerza de gravedad, o como el edificio que concibió

Borges para albergar la Biblioteca de Babel, que era un laberinto

infinito de letras acomodadas en un laberinto infinito de


234

habitaciones hexagonales, donde, seguramente, por puro azar

combinatorio, tarde o temprano iba a estar el Corán completito o

algún directorio telefónico de Quebec, y de donde Umberto Eco tomó

la idea para imaginar la biblioteca que describe en El Nombre de la

Rosa. Los laberintos son efectivamente el vislumbre medieval del

infinito en donde la izquierda puede quedar a la derecha, el abajo

estar adelante, y donde seguramente hay a su vez su centro, es

decir, que en alguna parte está la pelota, el Minotauro, el

conocimiento, la verdad y el absoluto, pero nadie sabe dónde; por

esto mismo, el cerebro, dadas su circunvoluciones, ha sido concebido

por diversas culturas como órgano del conocimiento, pero también,

exactamente por las mismas razones, en otras culturas, el intestino

es el que piensa: también es "el laberinto de las entrañas del

palacio de las vísceras" (Noël, 1994, p. 166).

La paradoja es que si uno encuentra el centro, entonces ya no sabe

dónde está la salida. No cabe duda, el conocimiento es peligroso.

Las ciudades medievales, tanto por motivos prácticos como por

consideraciones míticas, eran laberínticas. Esta crecida laberíntica


del centro hace algo más que atenuar el infinito, a saber, marca un

límite, como las murallas de las ciudades, dentro del cual dar

cabida al espacio propiamente, y fuera del cual no hay realidad, o

cosmos, como se le decía clásicamente. El límite establece lo que es

real con respecto a lo que no lo es: el interior con respecto al

exterior. Toda sociedad es interior. En la cultura, lo que está

dentro es lo que tiene orden, lo conocido y lo familiar, mientras

que lo que está afuera es lo extraño y lo desconocido. De aquí

pueden entenderse el interés no meramente funcional que tienen las


235

puertas, que conectan, como dice Jim Morrison que decía William

Blake, lo conocido con lo desconocido. En la Edad Media, dentro de

las ciudades está la gente, palabra que significa "nosotros" en

todos los idiomas, mientras que afuera habitan los "otros", porque

allá "es la región desconocida y temible de los demonios, de las

larvas, de los extranjeros: en una palabra, caos, muerte, noche"

(Eliade, 1955, p. 41). Todos los grupos, equipos, familias o sectas

se fincan sobre la distinción entre lo dentro y lo fuera, y de

hecho, la palabra "yo", el equipo de uno solo, designa la existencia

de un dentro con respecto a un fuera. Ahora bien, lo que proporciona

en primera y última instancias toda la estructura mítica es la

certeza de estar dentro, no importa dónde se esté, es decir,

proporciona básicamente el sentido de pertenencia, que es la

seguridad de que los percances de la existencia, los trabajos y los

cansancios, la prudencia y la decepción, y, finalmente, uno mismo,

tienen sentido, aunque no se acierte a saber cuál es, ya que,

tautológicamente, el sentido es el hecho mismo de la pertenencia al

sentido. Sin esta pertenencia, ninguna experiencia, posesión,


palabra, ética, alegría ni vida tienen razón de ser. Para pensar,

sentir, y ser, primero hay que pertenecer: ser pertinente. La

pertenencia a una sociedad debe ser previa a cualquier otro

significado, y en ello radica el carácter de anterioridad de la

estructura mítica: los mitos, como la pertenencia, deben estar antes

que la sociedad para que ésta empiece a suceder.

Pertenecer y/o estar dentro es empíricamente una ubicación en el

espacio, y por esta razón, el mito no es una metáfora ni una

demostración que alguien pueda tomar desde fuera. En los mitos hay
236

que estar dentro. Los mitos ni se ven ni se leen ni se oyen, sino

que se caminan, se habitan, se recorren y se ocupan, de suerte que

son más bien una categoría kinestésica, como lo es la arquitectura,

cuya apreciación común por los legos no es visual ni intelectual,

sino una manera de estar contento, cómodo, protegido en el lugar, y

cualquier arquitectura que logre esto es buena.

El medioevo usa espacio mítico. Ahí todavía no hay otro modo de

conocer ni de habitar la realidad, ahí todavía los que se quedan

fuera de las murallas se convierten en hombres-lobo, ahí todavía las

mujeres son seres malévolos regidos por la parte baja del cuerpo, y

se ve a Dios bajar por la linternilla de los templos. Ahí todavía el

caballero andante es real, y tiene su mito, que consiste en un

recorrido de salida del y entrada al interior, con las penurias y

glorias que esto conlleva. El caballero es alguien cercano al

centro, como Lancelot o Tristán, junto al rey, pero, para merecerlo,

debe salir fuera allende las murallas del orden, y arrostrar los

riesgos del caos, que lo pueden volver loco y perderlo, y, una vez

pasada la prueba, retornar, y dedicarse a vivir de la fama de sus


aventuras. La dialéctica dentro/fuera es legendaria (Cfr. D.

Regnier-Bohler, 1985, pp. 13 ss.), y se le puede aplicar a Cristóbal

Colón, a Marco Polo, a los santos eremitas que se iban a vencer la

tentación al desierto, o al Subcomandante Marcos, y a todo aquél que

sale un día de su pueblo y regresa hecho un triunfador. Y

ciertamente, sigue siendo el mismo periplo que el de las historias

de amor actuales, donde el enamorado debe pasar una prueba

(Alberoni, 1979, pp. 91 ss.), que es la oposición de los suegros, la

pobreza, etc., para luego poder alcanzar su amor; por eso en todas
237

las telenovelas los galanes hablan como si fueran caballeros

andantes. Toda historia de amor de final feliz sigue este recorrido,

y ahí debe terminar la comedia porque si no ese final feliz se

deriva en otro drama, que es lo que se llama entonces la tragedia de

la vida. Aristóteles dijo que "el mito es un tejido de asombros"

(Koestler, 1980, p. 122).

Hay una serie de trayectos que utilizan la orientación

dentro/fuera, y otros que usan la orientación alto/bajo y que

siempre transcurren de izquierda a derecha, que es como se mueve lo

que avanza. En efecto, el hecho de que un acontecimiento sea

comprensible e interesante se debe a que está construido en la forma

de un trayecto que puede dibujarse con vectores (Cfr. Gergen, 1994,

p. 248) que suben y que bajan según se desarrolle la trama, y que

son exactamente los mismos y por las mismas razones que aparecen en

las gráficas de estadísticas de ganancias de una compañía. Si uno

todavía tiene en la mano el lápiz de hacer rato, puede dibujar tres

flechitas, de preferencia quebradas, con altibajos, pero que una

termine yendo hacia abajo, la otra hacia arriba, y la restante se


queda más o menos a la altura que empezó: lo que acaba de dibujar es

una tragedia, una comedia y un drama en el más puro estilo griego.

La tragedia es una situación en la que, al protagonista, haga lo

que haga y decida lo que decida, de todos modos le va a ir muy mal,

cosa de preguntarle a Edipo, por lo cual el camino que se recorre

siempre es hacia abajo. A Hollywood no le gustan las tragedias,

porque se reflejan en su taquilla, pero en cambio es adepta a la

comedia, que es una situación , que empieza bien, normal, y de

pronto surge un imprevisto, ya sea que el protagonista se quede


238

pobre, le aparezca un rival, o que un amor a primera vista le

trastoque la calma, y entonces, el resto de la trama se dedica a

resolverlo hasta alcanzar por lo menos el estado inicial, o llegar

hasta la punta del final feliz, de suerte que todo es ir subiendo

después del contratiempo; por lo común la gente que cuenta su propia

vida suele trazar esta andanza, de suerte que para estas fechas

todos los hijos, nietos y menores del mundo ya han oído la moralina

de que "y con mucho esfuerzo he llegado a esta posición". Y el drama

es un intermedio entre tragedia y comedia, donde se alterna la

alegría y la tristeza, y la flechita sube y baja, baja y sube, hasta

que termina con la punta hacia arriba o hacia abajo, dependiendo de

de quién sea la versión, si de uno mismo o de las malas lenguas.

En fin, no importa qué se diga, haga o piense, de todos modos, por

debajo y por dentro de cualquier comprensión y conocimiento, se

encuentra un pensamiento que está antes del pensamiento, una

estructura que los trasciende y de la cual no pueden desembarazarse

so pena de deshacerse.

A la izquierda política se le denomina así porque tradicionalmente


se encontraba sentada en las curules de la izquierda en las

asambleas de la Revolución Francesa (Bobbio y Matteucci, 1976), y

ello implicaba que si cualquier miembro del otro lado se pasaba a la

izquierda, automáticamente su pensamiento se siniestraba, porque

quien pensaba no era él sino el lugar; el siglo XVIII ya no es la

Edad Media, pero el mito sigue siendo un pensamiento. Como sea, el

espacio no era algo distinto de las cosas que lo ocupaban, sino que

era una cualidad ínsita de los objetos, que igual que ser grandes o

azules, también eran arriba. En el adjetivo ser "derecho" o ser


239

"recto", todavía se aprecia que el lugar es una moral. Míticamente,

el espacio no es un telón de fondo o un hueco vacío sin propiedades

ni cualidades; por el contrario, es una forma del mundo y de las

cosas, y como todas las cosas, termina donde se acaba, así que fuera

de él no había espacio. Actualmente la palabra cosmos quiere decir

todo el universo, pero originalmente el cosmos era exclusivamente el

mundo humano, su orden, y se acababa donde terminaba la ciudad: lo

demás se llama caos, y tiene otras propiedades y cualidades sin

relación con el espacio. En el caos no hay centro ni izquierda ni

gente recta. Al espacio de índole cualitativa se le denomina

técnicamente "espacio heterogéneo" (Bergson, 188, p. 112; Halbwachs,

1925, p. 97), debido a que no es un vacío uniforme, sino "un

complejo de lugares", como dice Herbert Read (1955, p. 91), o sea,

es una diferente cualidad en cada una de sus partes; el lado

izquierdo está cargado de atributos que no posee el lado derecho.

Así, por ejemplo, la luz no es sólo un artículo brillante, sino que

también es una cosa alta (Read, 1955, p. 228) y central; la

obscuridad es un objeto bajo, lo malo es un asunto izquierdo. El


pensamiento es un espacio, y es heterogéneo. La ocupación de un

espacio heterogéneo significa que la estructura mítica se encuentra

empíricamente presente, o dicho al revés, que la realidad social no

es empírica sino mítica, y sus habitantes no sólo están localizados

geométricamente en el espacio como un sistema de coordenadas, sino

que estrictamente pertenecen a un orden que, como todo orden, es

mayor que ellos y por ende les confiere sentido a sus estancias,

pasos, haceres y quehaceres.


240

En este pensamiento del espacio heterogéneo, ni siquiera los

números pueden ser meramente una cantidad, ni una colocación dentro

de una serie, ni sirven para contar, sino que son igualmente cosas

por derecho propio con sus cualidades singulares (Bergson, 1888, pp.

100, ss.) que no están determinadas por su relación con los números

de junto. Si los genios de las lámparas y las botellas conceden tres

deseos no es porque sepan que existe un número dos y un cuatro, sino

porque todo deseo tiene la característica de ser tres, de la misma

manera que los cuatro puntos cardinales no implican que por poco y

eran cinco. Cada número es una cualidad heterogénea, como lo son ser

gris o ser simpático. Dentro del espacio mítico, un número es algo

que no tiene que ver con la numeración: todo número es uno, es "un"

número, aunque sea 17, y éste es irreductible, insumable e

irrestable. Es por ello que Zellini dice que primero existen los

números y sólo hasta después se contabilizan (1980, p. 190), y es

que el número no es una cantidad sino una armonía; "armonía"

(αρµονια) y "aritmética" (αριτµοσ) tienen la misma raíz (Zellini,

1980, p. 23). El número es directamente la encarnación del orden,


aquello que mantiene a raya el caos, y gracias al cual los límites

se preservan. Donde hay número, hay orden, armonía, proporción y

razón (Ledrut, 1990, p. 107).

Cuando los niños preguntan cuál-es-tu-número-preferido, están

considerándolos míticamente, al igual que los adultos que tienen su

número de la suerte. Siendo así, podrá suponerse que muchos números

tienen sus peculiaridades, como el 666 que, según el Libro de la

Revelación en la Biblia, es el número del diablo y de la bestia del

Apocalipsis, pero es evidente que hay números que ni siquiera


241

existen, que los números son un número limitado de objetos, ya que,

por ser heterogéneos y cualitativos, como con personalidad propia,

carecen de la seriación que sólo les daría sucesión pero no sentido.

En todo caso, eso del 666 es bueno para el miedo, pero es

francamente forzado y sacado de la manga, mientras que lo mítico y

lo simbólico, para serlo, debe surgir de sí mismo con naturalidad:

el mito está en las cosas, sin tener que ir a que lo revele un

libro. Por esto casi podría decirse que los números no son más de

cuatro, que son los cuadrantes que salen del espacio dividido por

una crucecita con un lápiz en el margen.

Y así, el número Uno es, como se dijo, uno mismo, y constituye la

unidad, y por ende se encuentra en el centro. ser "único", como

aseguran todos los individuos contemporáneos, significa ser una

unidad y estar en el centro (Cirlot, 1984). Y asimismo, en tanto

unidad, tiene forma redonda, que es la forma en que cualquier

entidad se concentra en sí misma y se llena de sí misma, como los

estadios o los círculos de amigos. Por esta circularidad de la

unidad es que Van Gogh dijo que "la vida es probablemente redonda",
frase que recopila Bachelard junto con otras al detectar este

carácter unitario de lo redondo: "le han dicho que la vida es

hermosa. No. la vida es redonda" (Joë Bousquet -citados por

Bachelard, 1957, p. 271). Si la estética era el grado de unidad de

las formas, se entiende que fue por razones estéticas que Van Gogh

dijo eso ("que todo sea redondo y no haya principio ni fin en la

forma, sino que haya un conjunto armonioso de vida", es lo que dijo

según José Antonio Marina -1993, p. 37), pero, más aún, fue por

razones de belleza que Galileo se empecinó en plantear órbitas


242

circulares para su sistema astronómico, a pesar de que ya sabía que

eran elípticas, como lo había mostrado Kepler, pero le parecían

horrorosas, porque atentaban contra "el orden perfecto", y como dice

Koyré, "Galileo no podía dejar de sentir que la elipse era un

círculo deformado" (1973, pp. 267-268). Es cierto, el uno es una

esfera; la Teoría de la Gestalt encuentra en la esfera la "mejor"

forma que se puede hacer con un mínimo de material, como las

burbujas de jabón; Rudolf Arnheim dice que los niños pequeños

dibujan circulitos para representar personas o animales no porque el

circulito les parezca gente, sino porque expresa unidad e identidad.

Plotino, fundador de una filosofía de "lo uno" en el siglo III, dice

algo similar, resaltando la característica de plenitud de lo

unitario: "cada cual existe en mayor plenitud no ya cuando es

múltiple o grande, sino cuando se pertenece a sí mismo" (citado por

Zellini, 1980, p. 85). "En todas las cosas parece existir como ley

un círculo", dice Tácito, un historiador romano. Y de Michelet,

Bachelard encuentra esta piecita perfecta, redonda: "el pájaro es

casi todo esférico", de la cual comenta que "no puede verse, ni


siquiera imaginarse, un grado más alto de unidad. Exceso de

concentración que constituye la fuerza personal del pájaro"

(Bachelard, 1957, p. 276).

El número Dos es un desfiguro: rompe la figura, y lo hace adrede.

Mientras el uno era en sí mismo un círculo, con tres puntos se hace

un triángulo y con cuatro un cuadrado, con dos no se hace nada, como

si dejara abiertas las puertas del espacio para que se desbordara

todo, y eso es lo que lo hace tan importante, porque en medio cabe

mucho. Entre dos extremos, entre el fracaso y el éxito, uno y otro,


243

los borroso y lo definido, el relajo y la rigidez, lo que se forma

es el continuo, y un continuo es por antonomasia ilimitado, y si no

cabe exactamente lo infinito, si cabe lo infinitesimal, que quiere

decir que dentro de lo más pequeño todavía cabe algo más y más

pequeño, porque siempre se le puede intercalar un grado, un matiz,

un subinciso, y hacer que cada uno de los dos extremos pertenezca,

en cierto grado, al opuesto, que toda mentira sea una gradación de

la verdad y toda alegría una modulación de la tristeza, que dos

posiciones en conflicto contengan hasta cierto punto el posición

contraria, de donde se puede entender que el pensamiento de la

sociedad tienda a irivenir, dualmente, porque la dualidad incluye

todas las posibilidades entre los dos límites. La dualidad es la

forma matizada del número dos. La presencia de dos polos ofrece una

apertura para que en medio se pueda poner todo lo que se quiera:

entre dos puntos de vista caben todos los puntos de vista menos dos.

La utilidad de este continuo incolmable puede apreciarse en el

recurso, muy dado en los títulos de los libros, de poner dos

palabras casi casi escogidas al azar del diccionario, los trabajos y


los días, el arco y la lira, el estudio y la rueca, y el resto del

libro se dedica a establecer la conexión entre ambas, entre el ser y

la nada, la hormiga y el sociobiólogo, el alma y las formas, cosa

que se multiplica en el caso de las enumeraciones, que es como

presentar muchos continuos al mismo tiempo para que a uno se le abra

enfrente algo así como toda la realidad, que es lo que hace Borges

cuando enlista treintaidos cosas que vio cuando vio el Aleph, que,

al parecer, ensayó exhaustivamente antes de darla por definitiva, y

si, evidentemente, no podía escribir el inventario de lo que había


244

en el universo, en cambio puede, entre unas cosas y otras, abrir una

fuente de continuos, y el lector no imagina lo que lee, sino lo que

queda en medio.

Y no obstante, por la misma razón, el dos también tiene la

peculiaridad inversa, que consiste en que el continuo se use sin

gradaciones, como cuando se da el dilema de todo o nada, ser o no

ser, o el salto del amor al odio tajante, polarizado, de uno contra

el otro, que es lo que se observa en los deportes, tenis o futbol, o

en las relaciones de competencia entre nuestros triunfadores

contemporáneos en donde cada uno tiene como fin hacer pedazos al

otro. Ello permite decir, que el dos es el número de las pasiones,

como el poder o el enamoramiento o el odio, debido a que, entre dos

posiciones o dos creencias se da una relación directa, sin mediación

simbólicas ni intermediarios, o sea, incivilizada, que pueden actuar

sin que nadie los vigile, o los juzgue, o los norme, es decir, sin

regla que rija, y por ello pueden abandonarse a la atracción total,

al rechazo total, sin tener que darse razones. La relación dual de

la "seducción" de Baudrillard (1981, p. 80), es un buenísimo


ejemplo: ahí se ve que no hay nadie más ni nada más entre los dos.

Entre dos se dan acuerdos o desacuerdos crudos, sin la mínima

cocción, por puro contubernio; por eso, a nadie que haya hecho un

hole in one se le cree si solamente tiene un testigo; por eso en los

conventos no hay celdas para dos, por eso las historias de amor son

auténticas locuras. Y por eso, cuando nada más hay dos poderes, la

iglesia y el rey, hacen destrozos con cualquier sociedad.

Por eso, se requiere un tercer estado, la sociedad civil, para que

cada uno sea testigo imparcial de las relaciones entre los otros
245

dos, que ya no se pueden corromper en contubernio porque los están

mirando. En efecto, el número de la civilidad es tres: entre dos se

da la fusión o la ruptura rápidamente, pero la durabilidad de la

relación sólo se logra con tres. Por eso las parejas tienen hijos.

Ni Dios pudo evitarlo, y se constituyó en Santísima Trinidad. El

tres es el instrumento contra la disolución: es la civilización de

la sociedad, y está representado por las normas y las reglas, de

modo que congloba las propiedades de la sociedad, y por eso, en los

cuentos de hadas (Arnheim, 1969, p. 223), donde se cubren las

variedades del mundo, los personajes son tres. Si se citan siete

personas a tomar café, y sólo llegan dos, no se considera que hubo

reunión, pero, en cambio, si sólo llegan tres, ya se puede sesionar.

Los acuerdos tomados entre dos nunca valen.

Y es que, como dice Paolo Zellini, "el tres es el retorno a la

unidad tras la ilimitación" (1980, p. 101): con eso ya se puede

hacer un triángulo -y pirámide-, esto es, es el primer número con el

que se hace propiamente espacio, una superficie donde quepa algo

dentro y quede lo demás fuera, y es el triángulo con lo que empieza


la geometría y que los pitagóricos consideraron la figura más

perfecta, toda vez que es el mínimo lugar que ya es espacio, y no

puede ser desagregado en sus ángulos. El carácter unitario y civil

del número tres es el que induce a Charles S. Peirce, el filósofo

pragmatista norteamericano que fundó la semiótica o ciencia de la

vida de los signos (c.1900), a concebir, con toda sensibilidad y

erudición, que la realidad simbólica siempre es triádica, de tres en

tres, donde toda relación de alguien con algo está mediada por una

interpretación, o representación, o sentido, pero en el entendido


246

inexcusable de que sigue siendo una unidad, de que, no obstante el

número, la triada no tiene tres componentes sino que es una unidad

indisoluble, que el tres es un uno.

Y el número Cuatro es, de alguna manera, la consolidación de lo

anterior: en rigor no añade nada, pero sí solidifica y estabiliza.

Se diría que constituye el número mínimo de las cosas antes de que

éstas se difuminen en el pentanúmero, en el multinúmero, el

sinnúmero, innúmero. Por eso hay tantas cosas que son cuatro,

estaciones, temperamentos, humores, cuadrantes y, no en balde, los

pitagóricos, a pesar de ser dueños del tres, reverenciaban al cuatro

como el número más acabado (Macías López, 1996). En efecto, el

cuadrado y el cubo son las formas más sólidas y estables, y lo que

podía empezar como círculo, por ejemplo las chozas mayas o los

igloos, o como triángulo, los tejados y las tiendas sioux, terminan

en cuatro, en "cuartos", habitaciones cúbicas que son más sencillas

de construir y de empalmar una con otra. El cuatro es un número

cómodo, y ahí termina la numeración, porque cuando se dice "más de

cuatro", ya quiere decir multitud sin mucha cualidad; en los mitos


aztecas, decir "las cuatrocientas estrellas es decir los astros

innumerables" (León Portilla, 1987).

6.2.- La Dislocación del Espacio

La Edad Media se desenvuelve en un espacio mítico. La


cábala o los tres pies del gato. La perspectiva central,
equivalente renacentista del laberinto: la encarnación
concreta del infinito; de la intuición a la técnica. El
espacio pierde sus lugares dados, y se convierte en un
vacío homogéneo. Desarraigo e individualismo.
247

Hasta la Edad Media, la sociedad vivió exclusivamente dentro de un

espacio heterogéneo cualitativo, y por eso, una ciudad debía tener

murallas aunque no la atacara nadie, y el caso de la Santísima

Trinidad era realmente un misterio. Cosas como el zodiaco hay que

colocarlas en la Edad Media para que tengan alguna veracidad. Y tan

se cree entonces todo esto que incluso empieza a creerse demasiado,

y empieza a haber, no una realidad dada, sino una búsqueda morbosa

por cuestiones de lugares y números, y comienza a observarse

artificialidad e imitación, lo que implica la decadencia del mundo

mítico medieval, en donde los números se volvieron cábala. La Cábala

(qabbalá o qabbalah, que es "tradición" en hebreo) fue un sistema

filosófico que intentaba descubrir la naturaleza de Dios mediante

ciertas interpretaciones de la Biblia, y en su momento más

destacado, hacia el siglo XIII (Hispánica, 1991), devino un método

aritmético que consistía básicamente en la terquedad de encontrarle

tres pies al gato asignándoles a todas las letras números y acto

seguido pescar cualesquiera palabras y aplicarles sumas y restas

para que, en uno se esos cálculos, saliera el número de Dios, con lo


cual se descubriría su naturaleza, cosa que debe ser un poco hereje

pero que, comoquiera, rebasa por varios millones al número cuatro, y

hace del universo no una multiplicación sino una necedad, porque

decir que el número 99 es simbólico ya que nueve más nueve es

dieciocho y uno más ocho es nueve (Becker, 1992), es mucho decir. El

auge de la cábala es ya una especie de desubicación de la Edad

Media, que asiste a la gestación de un nuevo espacio, ya

desmitificado, amítico.
248

Algo menos necio, pero similar, ocurre en el Renacimiento tras el

impresionante descubrimiento de la perspectiva lineal en el dibujo,

la perspectiva artificialis (Damisch, 1987), que hoy en día ya es un

modo obvio de ver el mundo, pero que en sus inicios es como una

vaharada de más-allá que se presenta en la realidad, como un agujero

negro que se abriera por la calle. En 1425, Masaccio pintó en una

iglesia de Florencia un fresco en donde aparece un corredor

abovedado que, contra toda normalidad, parece hundirse dentro de la

pared, como si en vez de pared fuera túnel, como si al plano le

naciera dentro una tercera dimensión y también como si a la pared le

brotara por dentro más espacio que el que mide por fuera y, como

dice Arnheim (1982, p. 25), es como si el espacio horizontal

apareciera dentro de una pared, que es vertical. Si esto no es un

accidente, ha de ser un milagro. Hay quien dice que Brunelleschi, su

maestro, fue quien pintó la bóveda, y es probable, porque Masaccio

murió pronto y joven, y Brunelleschi siguió pintando perspectivas, y

aquella bóveda de cañón corrido pintada en Florencia, fue construida

en Mantua por Alberti en 1472 (Giedion, 1940, pp. 33 ss.). Mediante


la perspectiva se logra la representación de la profundidad en el

plano, de aquello que está atrás, al fondo, lejos, gracias al

insight de alinear las líneas paralelas del modelo como si éstas

convergieran en un solo punto marcado de antemano en la pintura, de

suerte que todo se va dibujando de tamaño cada vez menor hasta que

se pierda o se hunda en el punto, aunque las explicaciones han de

sobrar, porque cualquiera que tenga un lápiz puede dibujar cuando

menos un cubito en perspectiva en el margen de aquí junto, pero, en

fin, con esto, lo lejano aparece más pequeño y a altura diferente de


249

lo cercano, y además se puede hacer caber, en una hoja tamaño carta,

cantidades gigantescas de cosas, porque en la perspectiva es como si

lo más grande cupiera dentro de lo más pequeño o, puestos más

míticos y correctos, como si lo ilimitado cupiera dentro de lo

limitado, que es precisamente la novedad que trae la teoría de los

fractales. La perspectiva es, que ni qué, una maravilla, y como

todas las maravillas, se acaba temprano.

Al punto de convergencia de las líneas se le denominó "punto

céntrico" o "punto de fuga" (Martínez, 1985, p. 169), nombres ambos

adecuados, porque por ese punto era por donde se fugaba la realidad,

al grado de que a uno le daría por buscar del otro lado de la hoja a

ver adónde se había ido, y puesto que en este punto parece caber

toda la realidad que se fuga, constituye cabalmente el infinito que

contiene todo lo que ya no está en la pintura. Por ello, a Paolo

Ucello le cundían mareos de tánto adentrarse en el punto de fuga

(Martínez, 1985, p. 171). Ciertamente, la perspectiva es el

equivalente renacentista del laberinto medieval. Lo que hay que

resaltar es que con la invención de la perspectiva, resultó que el


infinito, el apeiron que le decían los griegos, podía ser dibujado,

visto, tocado, y por ende dejaba de ser extraterreno y se hacía

terrenal, físico, o sea, algo que formaba parte de una naturaleza

que podía ser explicitada y explicada (Zellini, 1980, p. 130). La

perspectiva causó furor en el Renacimiento, y todos los pintores se

dedicaron a pintar cuadros cuyo motivo era sólo un pretexto para

solazarse en perspectivar vertiginosamente, cada vez más complicada,

manierista y artificiosamente.
250

Así las cosas, la representación perspectival era cada vez menos

un asunto de intuición y cada vez más una cuestión de reglas y

fórmulas, toda vez que efectivamente se podía describir como una

serie de relaciones aritméticas y se podía efectuar a partir de

mediciones sin necesidad de talento. La cuadriculación del milagro.

La formulación sucesiva de las leyes de la perspectiva produce a la

postre la desmitificación del lugar y de la naturaleza en general,

ya que el espacio podía reducirse y reproducirse conforme a una

serie de pasos reglamentados. Al parecer esta legislación también

actúa en la separación entre la sociedad y la naturaleza porque ya

la representación de la naturaleza es algo susceptible de

intelectualización, porque la naturaleza deja de pertenecer a la

vida de la sociedad y empieza a ser un objeto discreto por su parte:

hasta el arte puede ser ciencia, hasta la inspiración puede ser

fórmula. En todo caso, la espacialidad deja de ser un conjunto de

cualidades y se convierte en una técnica: "después de Masaccio, la

perspectiva tendió a ser una técnica de la representación más que un

arte de la expresión" (Read, 1955, p. 146).


Con "la racionalización del espacio" (Zellini, 1980, p. 130) que

trajo consigo la perspectiva, el espacio dejó de ser una cualidad

inherente de las gentes y las cosas y se convirtió en algo que

carece de relación alguna con lo que contiene, y entonces es sólo un

hueco que media entre las cosas y que hace que las cosas sean

indiferentes entre sí sin ser parte de nada. A partir del

Renacimiento, el espacio es meramente el vacío constante y sin

cualidades donde pueden colocarse inopinadamente los demás objetos

sin prestarle ninguna atención. Ciertamente el espacio deja de ser


251

la entidad heterogénea y cualitativa de la Edad Media, y se vuelve

un espacio homogéneo, uniforme como la nada, carente de lugares y de

nombres, como una simple extensión multiusos que puede ser medida

independientemente de lo que haya en ella. Los lugares, los números

y los trayectos pierden sus propiedades inmemoriales y ahora son

solamente puntos que miden una abscisa y una ordenada: el tres deja

de existir para dar paso a eso que está entre el dos y el cuatro y

que por lo demás tampoco existen por sí mismos; la izquierda ya no

es la izquierda porque se vuelve relativa a desde dónde se vea y

cualquier semejanza con la izquierda política actual que cambia

según le conviene, ha de ser un accidente. Subir o bajar son sólo

desplazamientos de un cuerpo en el espacio.

El espacio heterogéneo era genuinamente el éter. Cuando el espacio

deja de tener estas cualidades, los objetos que lo pueblan pierden

su liga de pertenencia y se quedan como desprendidos y desapartados

del lugar sobre el que están, y sin nada que ver unos con otros

porque no hay éter que los comunique, sólo vacío, y lo que le suceda

a algún objeto no altera para nada la existencia del de junto. La


solidaridad mítica del mundo se disuelve. Y la gente, como cuerpo en

el espacio, deja de tener vínculo íntimo con el suelo que pisa, y se

siente como desasida y forastera en un mundo que fue reducido a un

conjunto de Xs y Ys y con el cual se relaciona mediante coordenadas

de esta índole, las cuales pueden ser conocidas, previstas y

controladas por los mismos individuos, de suerte que la gente ya

sólo ocupa terreno, pero ya no pertenece al mundo y ya no participa

del orden que le otorgaba sentido a todo. Dicho en lenguaje viejo,

ya no tiene raíces, anda por el suelo pero está desarraigada. Ocupa


252

pero no "radica". Entre la gente, las cosas y el mundo desaparece el

nexo de la pertenencia mutua y se inicia la era de las relaciones

mecánicas, de un "cuerpo", como dicen los físicos -y como en inglés

se le dice a un cadáver-, con respecto a otro. En este espacio, que

es un receptáculo negativo y nadificado, solamente tienen realidad

las cosas positivas, es decir, las únicas que pueden ver los

positivistas.

A como están las cosas hoy que vivimos en un espacio homogéneo, no

hay nadie que pueda creer que eso de la santísima trinidad sea un

misterio, pero tampoco hay nadie capaz de percibir el signo triádico

de Peirce como una unidad, porque no se concibe como real y

verdadero un espacio con algún tipo de consistencia mítica que lo

reúna, y así, a pesar de que Peirce se puso de moda (Cfr. Vgr. Eco y

Sebeok, 1983), su visión inexcusablemente mítica de la realidad es

interpretada como un problema de trigonometría. Los académicos le

buscan la hipotenusa al sentido de la vida. Y también, puesto que

los puntos de fuga producen los puntos de vista, cada uno particular

y relativo a una posición excluyente, la sociedad queda dislocada en


una larga serie de individuos que si no tienen un lugar en común

mucho menos otra cosa, y, por ende, cuya democracia no puede más que

consistir en una mayoría cuantitativa de votos, cuya más grande

virtud es que es de los males el menor. En fin, el espacio homogéneo

ya no es un espacio-centro ni un espacio-mito sino un espacio-hueco

y un espacio-nada, que es el adecuado para que en él se desarrollen

las relaciones mecánicas de los objetos positivos, personas,

animales o cosas.
253

6.3.- Retorno Eterno del Mito El

El Big Bang parece mito. El universo parece pensamiento.


Perspectivas, laberintos, mónadas y fractales. Hoyos
negros, océano primordial e inauguración de la realidad.
Las teorías de la creatividad son un mito.

Debe ser un accidente, pero el caso es que la explicación válida del

origen del universo, proporcionada por el físico ruso Aleksandr

Fridman (o Friedmann), es la del big bang, del gran estallido, el

cual comienza con un punto central de radio cero que mide nada, pero

dentro del cual se encuentra contenido todo el universo en calidad

de caos, y que en un momento dado se expande a la redonda (Hawking,

1988, p. 73), y allende lo cual ya no hay universo, se parece más o

menos demasiado a los mandalas, a la traza de París, y a una célula

cuyo mejor ejemplo in vitro es un huevo estrellado, auténtico big

bang de cocina. Lo que inquieta no es que el caso sea tan extraño,

sino que sea tan obvio: que el universo sea tan parecido al

pensamiento; a unos pobladores primitivos se les ocurre danzar

alrededor del fuego y al universo se le ocurre estar hecho de la

misma forma. Debe ser el mismo accidente que hace que uno vea
espirales por todas partes, que se repiten en las galaxias como la

Vía Láctea, en los laberintos, en los caracoles, en los pétalos de

las margaritas y en el ADN (Noël, 1994, pp. 165-167), esto es, que

el mundo se repite desde lo más grande hasta lo más pequeño, y es

similar en el macrocosmos y en el microcosmos, justo como todos los

mitos que siempre han sostenido que lo que rige para lo inmenso vale

para lo mínimo, como si el universo no solamente se extendiera hacia

afuera sino que se expandiera hacia adentro, que es lo que plantea,


254

a fines del siglo XX, la teoría de los fractales propuesta por

Mandelbrot (Talanquer, 1996, p. 28), que habla de las estructuras

que, dentro de un perímetro, espacio, cuerpo, se repiten

interiormente una y otra vez infinitesimalmente, como si dentro de

un espacio limitado pudiera caber lo ilimitado, como si lo infinito

creciera dentro de lo finito, lo cual es verdaderamente arrebatador

y vertiginoso. Esta dimensión fractal de la realidad, que quiere

decir que hay cosas que no tienen una, dos o tres dimensiones, sino

que tienen, por ejemplo, dimensión y media, o que son más que una

superficie pero menos que un volumen, es lo que está presente desde

antes en los laberintos de la Edad Media, o su correspondiente

renacentista de la perspectiva, puesto que ambos hacen que lo

ilimitado se abra dentro de un espacio cerrado. El laberinto de la

Catedral de Chartres, terminada en 1225, tiene por fuera un

perímetro de 39 metros, y por dentro una longitud de 294; no se

pretende que el dato cause sensación turística sino que se note que

ese pensamiento ya existe. La perspectiva bien puede hacer abismos

dentro de una superficie, como se muestra en cualquier fotografía,


aunque el principio de la camera obscura data cuando menos de Roger

Bacon en el siglo XIII (Grijalbo, 1998), y cuando más del año 1000

(Pascoe, 1974), y, como sea, una pintura del siglo XV de la plaza de

Florencia (Damisch, 1987, pp. 127, 134) mide 175 metros de

profundidad virtual, y no sería desencajado aventurar que el

ciberespacio de las computadoras también es parte de este mito del

mundo que crece por dentro. Esto es lo que Leibniz concibió como una

Mónada, donde el universo se vuelve a contener una y otra vez en

cada parte menor; en cada escama de un pez en un estanque hay un


255

estanque de peces y así sucesivamente (1714, Prrfs. 67-68). En una

mota de polvo reaparece el mundo. Si alguien quiere mencionar el

Aleph de Borges en este momento, puede hacerlo.

Esto parece indicar que así no es el universo, sino que así es la

sociedad que lo imagina, que así es el pensamiento que lo piensa,

frase ésta que no cambia si se pronuncia al revés, que el

pensamiento, como parte de la realidad, tiene la forma de esa

realidad. En todos los casos, lo último que se ve es ese punto en

donde no termina la realidad, sino que se compacta absoluta e

infinitamente, pero donde sigue estando presente por completo, que

es lo que los astrónomos denominan big crunch, según lo cual, el

universo, como un corazón, una vez que se expande, después se

estruja, de manera que termina en ese punto infinito llamado

singularidad donde había comenzado y donde puede comenzar de nuevo

el tiempo. A este punto, Stephen Hawking lo llamó "agujero negro

primordial" en alusión al "océano primordial" que es el mito de

origen del cosmos más utilizado por todas las culturas de todas las

épocas (Perry, 1935), que se describe como una masa informe y


primigenia rodeada de tinieblas (Schifter, 1996, p. 13), en donde

está todo en estado de nada, y de donde surge el orden y el mundo y

la realidad. O sea, el centro de siempre. Parece ser que si a un

niño chico se le pide que explique su propio nacimiento, arma una

estructura de este tipo, como la del big bang, el Génesis y el

océano primordial (Rodríguez, 2000). Mito que no es vigente no es

mito. Da la impresión de que la buena ciencia no puede o no quiere

desembarazarse del pensamiento mítico, como si éste embelleciera el

conocimiento, y como si a la ciencia, en última instancia, no le


256

interesara su espacio homogéneo y vacío, muy funcional para pensar

lo técnico, lo práctico y lo útil, pero no para encontrar un

significado: como si a la ciencia le interesara más bien encontrar

la pertenencia al mundo que da sentido a la vida. El caso es que

Descartes, después de vaciar el espacio, lo primero que le puso fue

una cruz bastante mítica, y al punto de en medio lo llamó "el

origen".

Y sí, este punto central del espacio es lo primero y lo último que

se sabe decir del mundo, y por lo tanto, es el momento totalmente

intenso en que aparece, sin causas ni antecedentes, la realidad. Y

entonces, si los mitos eran una comprensión de lo que sucede antes

de que suceda, las teorías de la creatividad son un mito, que, en

efecto, no pueden decir en que consiste la creatividad, porque al

decirlo, la destruyen, y así, a cambio, lo que hacen es seguir a pie

juntillas las huellas del espacio mítico. Lo que se dice de los

creativos es lo que se dice de los caballeros andantes, y por eso,

nuestros académicos, que no son ni lo uno ni lo otro pero que se

saben el canon no por ser inteligentes sino porque es obvio y porque


el mito es un manual de sentido común, hablan de su trabajo como si

estuvieran en la búsqueda del santo grial: cualquier burócrata de la

ciencia se siente Indiana Jones. Comoquiera, lo que se dice del

proceso creativo sigue rutas míticas. En general se habla de mucho

trabajo, de ruptura con esquemas establecidos que después de Kuhn

los llaman paradigmas, de pasar penurias y tener fe, de dejar fluir

un pensamiento más primitivo, afectivo e intuitivo, de rebeldía y

subversión, de soledad e incomprensión, de salirse de los

convencionalismos sociales, y así por el estilo, lo cual es ni más


257

ni menos el clásico periplo de todo aquel que sale de un orden

familiar y estable para transitar por zonas desconocidas: cuando

regresa ya es "creativo", y cuando no, no hay ni quien se entere.

Ahora que está de moda la "creatividad" y la "autoasertividad", todo

el mundo se cuenta en el espejo aventuras neoliberales de este tipo.

Eso que Arthur Koestler llama "el período de incubación" de la

creación consiste en dejar que los problemas se vuelvan mitos para

que se solucionen, y se resuelven solos si uno lo ansía lo

suficiente. La creatividad sigue un "esquema arquetípico que se

refleja en el motivo de muerte y resurrección (o de 'retirada' y

'retorno') del la mitología" (Koestler, 1980, p. 72). Ciertamente,

en toda retórica de la creatividad, la terminología mítica que se

reproduce es la de fuera-dentro, alto-bajo, ida-vuelta: primero se

oyen las palabras tenacidad, obsesión, esfuerzo, sacrificio; después

viene el vocabulario de ascender, buscar, extraviar, romper,

levantarse, regresar, acompañado de riesgo, obstáculo, encrucijada,

peligro, reto, desafío, y ya luego, al final feliz de la comedia, se

receta el glosario de verdad, descubrimiento, eureka, creación.


Parece que los teóricos de la creatividad no son muy creativos*.

____________________
*.- Canetti (1960, p. 23) habla de los estadios como productores de masas, toda
vez que se trata de una arquitectura que hace que la multitud le dé la espalda a
la ciudad y se vea a sí misma: se desprenda de la otra realidad y se descargue
sobre sí misma: un estadio es circular, tiene un límite y un centro, y
258

notoriamente tiene un abajo, que es el nivel de las pasiones, y por ser así, tiene
estrictamente la misma forma que las masas, por lo que no es de extrañar que
cuando la gente adopta esta forma, se convierte en multitud. Podría decirse a
partir de este dato de Psicología Colectiva que el espacio es poseedor de un alma
o mente que extiende a todo el que lo ocupa. Hay históricamente una connivencia
entre las masas y las plazas, pero, a niveles más sutiles, puede igual detectarse
que las ambientaciones de los lugares constituyen un pensamiento que se instila en
quien ande por ahí: los lugares pequeños o de iluminación tenue son más
"cariñosos" que los lugares largos o amplios; las bancas invitan a sentarse, los
corredores a moverse. Mientras que las masas son la encarnación más escandalosa de
la mente colectiva, el espacio es la encarnación más concreta, y más duradera,
como lo argumento Halbwachs (1941) en su psicología colectiva. El espacio, en sus
modalidades de urbanismo/arquitectura/decoración, o si se prefiere,
ciudad/casa/cuerpo, es la entidad cultural que todo lo incluye, y es contraparte
de la naturaleza de los objetos ya sea como receptáculo o intermediación, esto es,
como lo que contiene a todos los objetos incluyendo al observador, y asimismo como
lo que queda entre todos ellos, por donde también transcurre tanto el tiempo como
el lenguaje, sin que sea entonces tan casual que el tiempo sea una espacialización
de la vida o, como se dice, una cuarta dimensión del espacio, y que el lenguaje
esté tan invadido de terminología espacial -incluyendo la palabra "invadido"-,
según se puede advertir en el hecho de que la enorme mayoría de las metáforas lo
sean de lugares como se aprecia en el caso de los mitos narrados que son metáforas
de lugares dados, aunque también en frases como "te llevo dentro de mí", "el mes
que entra", "se metió en líos", "estoy en una encrucijada". En efecto, el
pensamiento es considerado como un espacio por el mismo pensamiento, y utiliza, y
se comporta con, los lugares míticos. El término que tiende a expresar más
generalmente este carácter psíquico del espacio es el de "situación", que
significa en efecto estar situado o estar en un sitio con todas las consecuencias
que esto implica, cuyo alcance se nota en enunciados como "estar en una situación
muy delicada" o "no se podía hacer otra cosa en esa situación". La noción de
situación es, por cierto, el espacio considerado como una sociedad mental. George
H. Mead, filósofo y psicosociólogo norteamericano del principios del siglo XX en
las Universidades de Michigan y Chicago, cuya obra partió de la premisa de que "la
sociedad es anterior al individuo" (1927. p. 54), eligió hacer su tesis de
doctorado (dirigida por Wilhelm Dilthey, aquel que propone a las Ciencias del
Espíritu frente y contra el positivismo decimonónico) sobre el espacio en relación
con la percepción (Farr, 1996, p. 23). Más indudablemente espacial es la
psicología topológica de Kurt Lewin, un psicólogo de la Gestalt, alemán, alumno de
Cassirer (Bonin, 1983), que al refugiarse en las universidades norteamericanas de
Cornell y Massachusetts, se dedica a hacer una psicología social basada en la idea
de la situación como un campo de fuerzas (1947) hecho de distancias, atracciones,
barreras, tensiones, que producen conjuntamente ambientes, atmósferas, de
simpatía, de animadversión, etc.
259

7.- EL RITMO. EL JUEGO. LA FUNCIÓN

Lo que me molesta es
la pérdida de forma
que percibo en la
vida
ITALO CALVINO

La sociedad es una forma llena de formas. La forma de su


inauguración es una ausencia que brilla. Aparte de las
formas del lenguaje, los objetos, los recuerdos y los
mitos, la sociedad también tiene las formas del ritmo, los
juegos y las funciones. Los ritmos tienen la forma de una
espiral envolvente; los juegos la forma de un organismo;
las funciones la de una maquinaria.

Uno solamente puede enterarse de las tonterías que dice cuando ya

las dijo; por eso las imprudencias son inevitables y por eso hay

tanto arrepentimiento por la vida. Como dijo George Mead (1927, p.

202), uno puede conocerse a sí mismo nada más en tiempo pasado, pero

nunca en el instante en que uno ocurre: casi podría decirse que ese

momento está siempre ausente, que tiene uno lo dicho pero no el

momento en que lo dijo. Es como si el acto puntual en que ocurren

las cosas, en que surgen las ideas y aparecen las realidades,


siempre nos agarrara distraídos y siempre nos diéramos cuenta un

poquito después, cuando ya están ahí como si nada. Eso les pasa a

los expertos de niños que están atentos esperando a ver a qué horas

el bebé adquiere el lenguaje, y cuando van a checar si ya mero, se

enteran de que el niño ya lo tiene y no supieron cuándo, y nos pasa

a todos cuando esperamos a alguien que tiene que llegar por la

esquina, y aunque no apartemos la vista resulta que debe haber

habido un instante ciego porque cuando lo vemos ya dio la vuelta a


260

la esquina quién sabe en qué momento. De la misma manera, no resulta

posible aseverar en qué momento se fundan las ciudades, se originó

el lenguaje, surgieron los recuerdos, apareció el ser humano, brotó

la chispa de la revolución o uno entendió un chiste. O sea, que es

curioso que el momento más importante de cualquier cosa, el de su

aparición, es el que siempre falta, y está lleno de una especie de

ausencia. A nadie le fue posible asistir a la inauguración del

renacimiento ni a la presentación de la posmodernidad: cuando uno se

dio cuenta, ya estaban ahí desde hace rato.

La creación no tiene una estructura cognoscible: a que nadie puede

decir en qué momento se enamoró, o se desenamoró, y la razón es

porque todo este asunto de creación e inauguración de realidades y

de sociedades es un mito, y la verdad sólo se puede saber

míticamente, a saber, que hay un punto, llamado centro, océano

primordial, singularidad, caos, big bang, infinito o, como ya lo

había denominado Ptolomeo desde el siglo II, punto de fuga, al que

no le cabe nada pero que contiene todo, y así, uno no puede dar

cuenta de él por dos razones, la primera, porque no le cabe nada, ni


siquiera la mirada, y la segunda, porque contiene todo, hasta la

mirada, y ya sea por una razón o la otra, nunca hay ojos para verlo.

En efecto, la ausencia del momento de ocurrencia de la realidad se

debe, no a que esté vacío, sino a que tiene todo, demasiado todo, y

eso es demasiado, una realidad completa comprimida en un solo

instante, en un punto sin medida, absolutamente compacta, totalmente

intensa, que parece voltear la realidad al revés, es decir, no como

cuando ya está lista sino como cuando apenas estalla, y por eso

siempre se describe como un puro deslumbramiento, simple chispazo,


261

relámpago, iluminación, todo eso que de tanta luz enceguece, que no

se ve no por oscuro sino por lo contrario, porque la creación es un

agujero negro invertido, es decir, blanco.

Ciertamente, la forma que tiene la creación es la de una ausencia

que brilla, o sea, que brilla por su ausencia, como las hadas que

vivían en el norte de Inglaterra, porque "los humanos sólo pueden

ver a las hadas entre dos parpadeos de un ojo, de manera que sólo se

pueden tener vistazos fugaces" (Page e Ingpen, 1985, p. 73), o como

las ranas en un estanque, que se sabe que están allí por el ruido

que hacen cuando ya se fueron. A veces los gestos que uno espera de

alguien son como ranas en el estanque, como hadas en Inglaterra.

Pero lo que uno ve en su lugar es un resplandor muy concreto dentro

del cual no hay nada, sino que había, y donde curiosamente, lo que

no está es lo más importante, como cuando alguien brilla por su

ausencia en una fiesta, es el que más se nota, se nota muy bien la

silla donde no se sienta, la frase que no dice, la puerta por donde

no entró, como en un cuadro de Magritte, donde lo que está presente

es el recorte de la silueta que falta. A los que les roban su coche,


se quedan mirando atónitos y absortos la figura vacía que queda

estacionada en la calle, y alguien que pasé por ahí se preguntará

que está viendo ese señor que se rasca la cabeza si ahí no hay nada,

y exactamente, no es que no vea nada, sino que por el contrario, sí

ve precisamente "nada". Y así pintó Miguel Ángel a la creación en su

fresco de la Capilla Sixtina: la creación es ese tramito en vano que

queda entre el dedo de Dios y la mano de Adán.

Si una forma es una unidad que escapa a su descripción y atrapa a

su observador, entonces, sin duda, la inauguración es la primera


262

forma y la forma más intensa de la sociedad: lo que sólo existe como

de rayo, que siempre estuvo pero nunca está, que sólo está presente

como lo que falta: una ausencia que brilla, un resplandor baldío.

Otras formas menos enceguecedoras de la realidad, más mansas y

domesticables, son las siguientes:

El lenguaje, cuya forma es un continuo que va de la ambigüedad

poética a la precisión técnica.

Los objetos, cuya forma son contornos, desde etéreos como el ánimo

hasta cortantes como los bisturíes.

Los recuerdos, que tienen la forma de la velocidad, lentísima como

la de la memoria, rapidísima como la del olvido.

Los mitos, cuya forma es de lugar, lleno como un mundo mágico,

vacío como el espacio físico.

Llevamos cinco. La sexta forma serían todas las anteriores, y las

que sigan, juntas, esto es, la sociedad completa, que es una forma

hecha de formas, y donde cada forma es una sociedad en sí misma, Y

si su creación tenía la forma de un punto, la de la sociedad

terminada tiene la de un círculo, o más exactamente, una esfera, y


más empíricamente, un domo, que es como se representaba en las

cúpulas de las iglesias, y asimismo, para techar cualquier ciudad se

requiere un domo, como se pone sobre las maquetas, o como Kandor, la

ciudad en miniatura que tenía Superman embotellada en su Fortaleza

de la Soledad, para que se vea que el norte de Norteamérica ya es

capaz de producir mitología.

Claro que no debe suponerse que la sociedad es la suma o la

alternancia de tales formas, porque la verdad es que el lenguaje

también es un objeto, también es un recuerdo y también es un mito, y


263

así sucesivamente, de suerte que a la postre, en rigor, la realidad

que ocupamos es la que sucede entre el lenguaje, los objetos, los

recuerdos y los mitos, y lo que sucede ahí seguirá siendo tan

misterioso como antes de la presente explicación. Así vista, la

realidad, como aquello que sucede "entre", tiene otras tres formas,

siete, ocho y nueve: los ritmos, los juegos y las funciones, que

indebidamente pueden ordenarse en un esquema de doble entrada, como

éste:

INAUGURACIÓN RITMOS JUEGOS FUNCIONES

LENGUAJE poético especulativo técnico

OBJETOS sentimientos arteciencia mercancías

RECUERDOS memoria historia olvido

MITOS lugares perspectiva vacío

7.1.- Una realidad Envolvente

El lenguaje poético, los sentimientos y sensaciones, la


memoria, y los lugares cualitativos, son rítmicos. Los
ritmos tienen la forma de una tensión entre fuerzas que al
resolverse genera otra tensión similar a la anterior, y
así es como avanzan, primero en vaivén, después en ciclo y
luego en espiral: los ritmos crecen, ganan momentum, se
autoimpulsan , atraen al sujeto y el sujeto (uno mismo) se
abandona a ellos: los ritmos son acontecimientos
envolventes. El ritmo se cansa.
264

El instante de la creación de una cosa, de la inauguración de una

realidad, de la aparición de una sociedad, que surge como chispazo,

de tan pleno ausente, de tan luminoso en blanco, si se queda como

está, no dura, sino que desaparece; si se conserva en el estado que

tiene, exacto y quieto, se torna inexistente, y puede decirse que se

trató de una realidad que pasó sin existir. Debe haber habido

enamoramientos a primera vista que se quedaron tan exactos en esa

vez que no alcanzaron a ganar presencia, y así se fueron sin haber

sido; a lo mejor ciertos brotes súbitos que vienen de la memoria sin

que uno sepa ni qué es lo que recuerdan, sean recuerdos de esas

oportunidades perdidas. Y también sociedades que se esfumaron en la

mera forma de su fundación, descubrimientos que se velaron , como

fotos, al ser descubiertos, porque, en efecto, lo que aparece no

puede permanecer inerte, sin variación alguna, de modo que no dejan

de existir porque se vayan, sino porque persisten, por inercia. Es

lo que les pasa a los adornitos regalados que uno pone en la repisa,

que, aunque sean novedosos, de tanto estar ahí sin moverse ni hacer

ruido ni romperse ni ninguna otra gracia que delate su presencia, la


gente aunque los vea no los mira y así se llenan las casas de tanto

estorbo. Esto es lo que a veces se llama fatiga perceptual, que

consiste en que cualquier cosa que permanezca sin variaciones deja

de ser percibida, como un zumbido constante que termina por ya no

oírse, o como un bar con el ambiente recargado de tabaco que los

parroquianos no huelen para nada, y sólo quien entra de nuevo se

queja del olor a cigarro, aunque el olfato es lo que se cansa más

pronto, y en diez minutos ya es un parroquiano más. En otros lugares

se llama ceguera de taller, que consiste en que un desperfecto en


265

una fábrica o cocina, digamos, un cajón al que le falta la manija,

al principio se siente incómodo y uno promete ponerle una manija

cuanto antes, pero mientras tanto se empieza a acostumbrar a abrirlo

por una orilla y cerrarlo de un puntapié, y deja de notar que al

cajón de abajo le falta la manija, y puede que un día les dé por

remozar todo el local, pintando las paredes y hasta ponerle a la

puerta una perilla nueva que no necesita, sin que se den cuenta de

que al cajón le falta la manija, hasta que llega un nuevo aprendiz y

pregunta si no le pone la manija al cajón que le falta. Hay cegueras

del taller del cuerpo, que se llaman achaques: una jaqueca crónica,

unos cartílagos desaceitados, unos pulmones sin fuelle que de tanto

estar así la gente ya ni se da cuenta que los padece y vive creyendo

que se siente normal, y sólo lo nota cuando empeoran o cuando se

curan.

Un dolor que no punce y ceda cada tanto termina por no doler y

carece de realidad; las cosas, como las parejas y los acompañantes,

deben irse y volver en cierta dosis para que uno se dé cuenta de su

existencia. Las manijas de los cajones y los muertos deberían


aparecerse de vez en cuando para que uno note que faltan. En esta

realidad no se existe por tenacidad, sino por fluctuación e

intermitencia, como las luces intermitentes de los coches que están

y no están y luego sí para que uno las vea. Las alegrías y las

tristezas, si no se van y luego vuelven acaban por convertirse en

meros achaques del alma que dejan de ser alegría y tristeza. Este

estar y no estar recurrente es lo que avisa de la existencia de

algo.
266

Si ante el chispazo de la aparición súbita de una cosa, de una

idea, de un algo que ocupa momentáneamente el mundo entero, uno no

se distrae ni se decepciona ni se desespera, sino que aguarda, podrá

notar que consiste en una intermitencia. Cuando esta intermitencia

de punzar y ceder, resplandecer y apagarse, adquiere una

consistencia regular, se manifiesta propiamente como un ritmo. La

forma general de un ritmo es la de algo que se va pero que vuelve,

como los columpios y los dolores, que sube pero que baja, como la

marea o el humor, que se encoge pero se expande, como los corazones

y las ilusiones, que es nuestro pero que es ajeno, como la salud y

como el prójimo, que pesa pero se aligera, como el paso y como la

culpa, que irrumpe pero se retira y vuelve a irrumpir y así

sucesivamente, como la voz y las preocupaciones, y que además, como

si el ritmo fuera el pensamiento mismo de la realidad haciendo que

todo lo que abarca deba pensar de esa misma forma y con el mismo

vaivén, el ritmo contagia de su forma a todo lo que anda alrededor y

le impone su pauta, y así, el resto de las cosas, el paisaje, las

ideas, los músculos, los tiempos, las secreciones, y uno mismo


entran a formar parte del ritmo, se pierden dentro de él y se hacen

vaivén del ritmo. Las Teorías de la Imitación, como la de Bagehot o

Tarde, son teorías del ritmo (Caso, 1945, p. 114). Cuando la gente

se para a bailar en una boda, al principio más bien por amabilidad,

pero a medida que lo hace, la música, que es en sí misma un baile de

ondas de aire, empieza a instilarse en las piernas, a colarse bajo

la piel, a invadir las vísceras, a colonizar la ideas, hasta que

llega el momento en que la gente con todo y su vida y su pasado y su

futuro se disuelve dentro de la música , como si estuviera hecha de


267

música, y ya no es uno el que lleva el paso con conciencia y

aplicación, sino que es la música la que lo lleva a uno; uno ha

quedado envuelto por el ritmo y adentrado de lleno en su realidad.

Octavio Paz lo dice así: "cuando el ritmo se desplaza ante nosotros,

algo pasa con él: nosotros mismos" (1956b, p. 57). El ritmo es una

realidad envolvente (Guillaume, 1937, p. 95; Tatarkiewics, 1976, p.

271): todo lo que toca queda dentro y pasa a reunirse con su forma.

Y así sigue bailando mientras la música suene. El ritmo es, mientras

dura, el pensamiento del mundo, la única existencia de la sociedad,

y por lo tanto, es el único criterio, patrón y deseo de la vida, y

por lo tanto es de suyo una realidad atractiva, imantada,

encantadora, a la que no es posible sustraerse una vez que lo ha

tocado, cosa que siempre hace por la espalda, sin preguntar si uno

quiere o no pertenecer a él. No ha de ser ocioso preguntarse por qué

las mujeres bailan más que los hombres. En lo que consistían

originalmente los encantos, que significan literalmente estar dentro

del canto, los encantamientos, era en meter cualquier objeto de la

realidad dentro de un ritmo, para imprimirle sus pautas y sus


fuerzas. De hecho, cuando alguien es "encantador" es cuando lo

absorbe a uno dentro de su forma de ser. Las espadas encantadas,

como la Tizona, la Excalibur o la Durandarte, según dicen Michael

Page y Robert Ingpen en su Enciclopedia de las Cosas que Nunca

Existieron (1985, p. 163), se debían forjar en la fragua al compás

de ciertos martilleos rítmicos establecidos, para que la espada

obtuviera el ímpetu de ese ritmo y así sirviera para matar mejor.

El lenguaje poético, que es pura cadencia y nada de información,

es un lenguaje rítmico: las rimas son "ritmas". Los sentimientos que


268

nos arrebatan y hacen de nosotros lo que quieren, son objetos

rítmicos; Ribot (1904, p. 154) dice que "la excitación sentimental

es rítmica en sí misma". La memoria, que asalta y se embosca, es el

ritmo interno del recuerdo, y como dice Tarde (Caso, 1945, p. 114),

"la memoria es el ritmo psíquico". Y los lugares cargados de

propiedades duales y simétricas son el ritmo de los mitos con los

cuales vivimos. Susanne Langer opina (1957, p. 59) que lo rítmico es

la cualidad de lo que está vivo; Gadamer también lo dice (1977, p.

67), y la definición, como se ve, excede la noción biológica, y

abarca ciudades, palabras, pinturas y piedras: en suma, lo que está

vivo es la realidad a la que se pertenece. La sociedad es una

entidad viva, con todo y sus muros, parques, atardeceres,

constituciones, movimientos civiles, clases de natación, basura y

monumentos. Como decía Cassirer, la realidad es "la sociedad de la

vida" (1944, p. 129). Notoriamente, las tradiciones, los hábitos,

las costumbres, los quehaceres, las rutinas, la cotidianeidad, es el

ritmo de la vida de la sociedad, y uno está envuelto en todo eso,

dejándose llevar como en un baile, en el baile de la vida. Otros


ritmos muy didácticos son las olas del mar o los péndulos, y lo que

Eliade (1955, p. 39) denomina ritmos cósmicos, como el día y la

noche, el verano y el invierno, que muestran cómo el ritmo de la

realidad se impone al conocimiento, y que cualquier objeto, para

perdurar, genera espontáneamente su propia estructura cognoscible

(S. Langer, 1967, p. 158), y en suma, que los ritmos no son idea de

nadie, sino una propiedad de la realidad porque se hacen solos, como

lo dice Eusebio Rubalcaba, "la vida no anda preguntando cómo se hace

un ritmo", y que la primera forma de existencia cognoscible sean los


269

ritmos: algo primero se conoce como un ritmo y luego ya como otra

cosa; por eso son tan queridos, por su familiaridad, porque producen

la sensación necesaria de estar vivos y pertenecer a una sociedad, y

es por ello que cualquier cosa que se ponga en hilera, uno sí y uno

nó, una pieza - una pausa - una pieza, es automáticamente agradable

y estética, ya sea una hilera de fichas de dominó u otras

seriaciones, como los motivos ornamentales de grecas, volutas y

ondas que se hacen sobre frisos, celosías y papel tapiz. Todo lo que

existe, que es nuestro como sociedad, tiene un ritmo, y así, incluso

el azar entra dentro de las seriaciones, como la distribución

inmejorable en que caen las hojas de los árboles, que nadie podría

superar adrede, o la disposición de los agujeros en el queso

gruyere, que, bien vistos, tienen un orden ritmado de colocación, lo

cual permite que exista algo tan ilógico como la teoría de las

probabilidades, y que además funcione: cada tanto ha de caer el

número seis de los dados o estar el electrón en equis posición, que

hace que Karl Popper (1990) pueda imaginar "un mundo de

propensiones", que postula que el azar tiene ciertas preferencias


por ciertas probabilidades, que le guste más el seis que el cuatro.

Un ritmo no es una cosa que esté compuesta de dos partes, la que

va y la que viene, que se repiten iguales, como tic tac y tic tac,

porque puede que así sean los relojes pero no la vida de la

sociedad. En realidad, en la oscilación del ritmo lo que se retira

es más bien una preparación para lo que irrumpe, como si la resaca

del mar fuera una toma de impulso para la ola que vuelve a reventar,

como alguien que se balancea para saltar mejor, de suerte que,

entonces, cada fase del ritmo es una preparación para la que sigue y
270

así sucesivamente, y resulta por lo tanto que el final de lo que

sube es ya el comienzo de lo que baja, como el punto de inflexión en

que el péndulo cambia de dirección: cuando más parecía que iba

subiendo, en realidad es que ya estaba pensando en bajar, y en rigor

no son dos movimientos, sino una sola tensión (Susanne Langer, 1967,

p. 204), una tensión entre dos fuerzas cuya resolución se resuelve

en una nueva tensión. Cada evolución en la pista de baile o patinaje

es sobre todo el preparativo para la próxima evolución; por eso todo

ritmo tiene algo de espera, de estar a la expectativa por lo que

inminentemente va a venir. Cuando uno sigue en el radio una canción

que ya se sabe y que le gusta mucho, parece que está siempre más

pendiente de la frase que todavía no se dice pero que ya se va a

decir, como esperando a que el cantante la diga. De ello se colige

que los ritmos, que parecen empezar como una intermitencia y parecen

continuar como un vaivén, se convierten en un ciclo, un movimiento

circular, como de rueda o como de noria, o como el ritmo del mareo y

del alcohol, como el de la montaña rusa, o como justamente son los

ritmos de los días de la semana, de dormir y despertarse, de cumplir


años, que si al principio parecen puntos de llegada y puntos de

partida, a la postre cualquiera se da cuenta que cuando algo se

marcha en realidad es que ya está regresando, que partir es al mismo

tiempo empezar a llegar, que nacer es una manera de morirse, y que

lo mismo sucede con las revoluciones, crisis, golpes de estado,

innovaciones, etcétera, que a primera vista parecen excepciones,

pero que con tantito escepticismo que uno tenga, son retornos. Este

carácter cíclico de los ritmos, que se replican a sí mismos sin

repetirse, porque cada lunes es otra-vez-lunes pero no es el mismo,


271

hace que los ritmos sean la unidad sintética de todas sus

variaciones (Bayer, 1961, p. 350). Pero aquello que parece

consolidarse como un ciclo, todavía le falta convertirse en espiral,

ya que, en efecto, en cada vuelta en aparente redondo que va dando

el ciclo, el movimiento hecho no se pierde, sino que se guarda para

la próxima, y así, en cada recomienzo, el ritmo no empieza como

estaba antes, sino que va, por así decirlo, acumulando el impulso,

la fuerza, las ganas y el gusto de sus fases previas, como sucede en

los versos y en las rimas, que a medida que se van leyendo, el

lector como que va subiendo de tono, como si el poema se fuera

cargando de emoción a medida que se lee, porque cuando se lee una

palabra que rima, la consonancia de la anterior todavía resuena en

los oídos, y se suma a la que se está leyendo, y así, los ritmos

crecen, se desarrollan, transcurren, prosiguen, es decir, no son ya

un círculo que gira sobre su propio eje, sino uno que se desplaza,

como espiral, esto es, en redondo pero hacia adelante,

helicoidalmente, como el ADN y las escaleras de caracol, como las

hélices y las propelas, y entonces el ritmo avanza, tiene un


movimiento de rotación y otro de traslación, tiene un destino, una

dirección, un sentido, va hacia algún lado aunque hacia ninguna

meta. Como el ritmo del río de paraguas por la calle, que suben, se

hunden, se deslizan, se detienen, salpican, se van, y salta por ahí

cada tanto un paraguas amarillo entre tanto paraguas apagado por la

lluvia y por la tarde, y así, una y otra vez, interminablemente

ondulan. Y avanzan.

El ritmo tiene un impulso propio, suyo, proveniente de su mismo

movimiento que, en efecto, contraviene a la física, pero para eso es


272

la vida, para contravenir las leyes, y por ello, todo lo que entra

al ritmo, como la gente que se paraba a bailar en la boda, empieza a

sentirse ligera, sin toparse con resistencias ni debido al cansancio

ni debido a la torpeza o la gordura, y empieza a ser más fácil

bailar que dejar de hacerlo, y de hecho lo hace mejor (Le Shan y

Margeneau, 1982, p. 28) que en tiempos normales. En efecto, es el

ritmo el que se mueve, jala, empuja, carga, lleva, y por ende uno

nada más se deja llevar sin cansancio ni fastidio. Por estas

razones, los ejércitos, los manifestantes de oposición, las

procesiones religiosas, los corredores en los parques y demás gente

que hace peregrinaciones de variada índole, para que le sea leve y

fácil, se hace acompañar de marchas de tambor, de gritos y porras,

de cantos y rezos, o de audífonos con música para meterse en su

ritmo y que sea el ritmo el que marche y avance. Es lo mismo con

cualquier tarea: uno empieza con pereza, y no es para menos, pero si

tiene la voluntad que se requiere en estos trances, paulatinamente

logra incardinarse en el ritmo de la tarea, sea barrer la casa,

sacar cuadros estadísticos, atender a los clientes en la tienda de


abarrotes o trajinar por las calles repartiendo el correo, es decir,

logra acompasar los propios pensamientos, prisas y preocupaciones a

los deberes, tiempos y lógicas de la tarea, y entonces puede seguir

haciéndola sin que cueste trabajo, y llega un momento en que uno

nota que está contento haciendo eso que al empezar daba flojera. A

veces hay que poner el radio para ayudarse, cantar mientras labora

para encantarse, pero a veces el propio instrumento de labor tiene

su ritmo incorporado, como el ruido de la escoba, el rumor de los

motores, los-ejes-de-mi-carreta, el martilleo de los carpinteros, el


273

tamborileo de los dedos de la recepcionista. Uno de los atractivos

incorporados de las máquinas de escribir, Remington y Underwood, que

se perdió hacia la década de los noventa del siglo XX, era el

traqueteo de las teclas, la marcha de las letras que, junto con el

humo del cigarro, también perdido por esas fechas, ritmaba el flujo

del pensamiento al escribir, y por ello escritores como Ray

Bradbury, el de las Crónicas Marcianas, siguieron escribiendo en

ellas, en una Smith-Corona concretamente, a pesar de las

computadoras, las cuales, en cambio, tiene que agregar

artificialmente musiquita añadida, y no estaría mal que el programa

incluyera tableteo de máquina de escribir, a escoger entre Olivetti

o Royal. A los trenes, los relojes y las escaleras eléctricas les

pasó otro tanto. También a los zapatos.

En suma, los ritmos son una realidad envolvente y ambiental, y son

una forma temprana de la sociedad, con un alto grado de afectividad,

de unitariedad, y de estética. Wundt dice que "los ritmos son la

inteligencia de lo sensible" (Bayer, 1961, p. 353). Los movimientos

de masas son fenómenos típicamente rítmicos, que se encogen y se


expanden, como si palpitaran, que titilan, oscilan, se bambolean,

traquetean, en sus avances y retrocesos, con porras, pasos, gritos,

banderas que ondean, puños que se agitan, cargados de indignación,

de dignidad, de celebración o de lamento, que parece que en vez de

estar hechos de gente estuvieran hechos de olas, columpios,

péndulos, bailes y tambores. Canetti, cuando se refiere a las masas,

las simboliza sabiamente con puros objetos rítmicos: el mar, el

viento, el fuego, los ríos, a los que denomina cristales de masa

(1960, pp. 25 ss., 69 ss.). En tanto temprana también, podría


274

sostenerse que es la forma general que tenía la sociedad occidental

en la Alta Edad Media, una era sin lecturas ni caminos en la que la

realidad existe para sus no muchos y no muy satisfechos habitantes

como algo que no se distingue bien pero que se experimenta a flor de

piel, donde las cosas aún no están clasificadas ni categorizadas,

donde las palabras son lo mismo que las cosas, donde lo imaginario

no se separa de lo material ni lo vivo de lo mineral, ni lo vital de

lo letal, donde el cielo no se divide del mar ni de la bruma ni de

la tierra, y el mundo que los envuelve es un fluido flotante que

transcurre, como un río de tiempo. Y asimismo, la primera infancia

es la alta edad media de los niños, que por razones análogas a sus

colegas del siglo séptimo, se encuentran envueltos en un ritmo

ambiental sin divisiones precisas que no comprenden, por donde

corren las luces y las sombras, pasa lo suave y lo áspero, acaecen

los comportamientos raros de los mayores con todos sus estruendos

sobrecogedores y asombrosos, y también flota la leche tibia, los

sueños, el malestar de la gripa, todo ello mezclado en una especie

de ritmo cósmico, como parte del día y del mundo. Y si después de


esto se duermen tan plácidamente es porque, como dice María Zambrano

(1992, p. 89), la madre que los mece empareja el vaivén de sus

brazos y la canción de cuna con el ir y venir de las olas y le rumor

del mar, de manera que el niñito se acuna en el ritmo del planeta, y

al dormirse, se reintegra a él.

Pero, pese a todo, por razones inexplicables, pasado un cierto

tiempo, todo ritmo se agota, se cansa, y aunque se siga ejecutando

de idéntica manera, no obstante se siga bailando, corriendo,

trabajando igual que antes, la actividad ya no es envolvente, ni


275

fácil, como si el movimiento se hubiera ido sin volver, o como si

uno se hubiera salido del ritmo sin saber a qué horas ni saber por

qué, y entonces, en estas nuevas circunstancias, así como se dio

cuenta de que la aparición de una cosa se convierte en ritmo, así

también se da cuenta de que los ritmos se acaban, y entonces hay que

tomarlos a juego.

7.2.- Unas Realidades Envueltas

Cuando el ritmo se agota, revela que tenía reglas y se


convierte en juego. Un juego es la construcción de una
realidad entre participantes mediante reglas: es la
fabricación artificial de la libertad mediante
restricciones. El juego es el dispositivo más civilizado
de la cultura. La democracia es un juego. Los conceptos,
el arte y la ciencia, la historia, y la perspectiva, son
un juego. Los juegos concilian lo poético y lo técnico, lo
envolvente y lo disparatado, lo atmosférico y lo
sistemático. Por ello, un juego aspira a volverse ritmo
pero tiende a volverse máquina. Los juegos terminan.

Así es la vida: cuando uno sigue bailando, llega el momento

inexorable en que ya no es lo mismo, donde no uno, sino el ritmo, ya

se cansó, y da la impresión de que el baile se descompone, se


disgrega, que la música está por su parte, allá en las bocinas y por

el lado de la orquesta, y uno hace cierta conciencia de que está en

tal lugar y que el lugar tiene ventanas, que hay meseros y mesas y

otras gentes, que la pareja con la cual bailaba es realmente otra

persona, que lo ve a uno también igual, y de que uno mismo es

también alguien que se encuentra en la peculiar circunstancia de

bailar, y todos, meseros, ventanas y orquesta, envueltos en su

propia realidad, distinta de la propia. Y bueno, uno estaba tan bien

que querría seguir bailando, y para ello intenta hacer lo mismo que
276

estaba haciendo, un pasito para acá, dos pasitos para allá, que ya

no salen con tanta holgura, para ver si así se puede reincorporar al

ritmo, y puede que no pueda, pero ya se ha dado cuenta que los

ritmos tienen reglas, que hay que hacer tal y tal cosa si uno quiere

bailar, correr o ver el mar, y que los ritmos se convierten en un

juego.

Efectivamente, cuando los ritmos se agotan y se terminan, dejan de

ser un acontecimiento unitario y envolvente, es decir, empiezan a

mostrar que están hechos de componentes, y que éstos se separan unos

de otros, como si cada uno enseñara sus fronteras, que aunque fuera

una pareja de baile eran dos personas diferentes, y las cosas se

vuelven cada una por su cuenta, y cada una de éstas se presenta como

una realidad, ya no envolvente, sino envuelta, que ya puede ser

rodeada, vista desde fuera, aproximada, abarcada desde el exterior.

Cuando sucede esto, por ejemplo durante la Baja Edad Media y el

Renacimiento, la sociedad o uno mismo busca el ritmo como queriendo

reinstalarse en él, pero no lo encuentra, y lo único que encuentra

es la presencia de una regularidad, esto es, de una regla: una regla


es el procedimiento que hay que seguir para que las cosas, las

personas y las actividades que se hallan separadas puedan

relacionarse entre sí y establezcan un vínculo que les permita

moverse tan armónicamente que puedan concebirse como una unidad, sea

una actividad conjunta, un grupo, un equipo, una comunidad o una

sociedad, y que incluso puedan lograrlo. Los componentes que se

hallan disgregados pueden volver a congregarse si se hace posible

establecer cuál regularidad, qué detalle era el que se reiteraba y

mantenía todo junto. En el caso de mecerse en el columpio la clave


277

está en el vaivén, echarse para atrás y echarse para adelante; en

otros casos es más complejo, pero en todo caso ahora se trata,

contrariamente al ritmo, de un tipo de realidad en que los distintos

participantes, sean personas, cosas o actividades, son instancias

diferenciadas y por lo tanto ya no se disuelven o se confunden entre

sí, sino que establecen una relación que los va a unir a pesar de

mantenerlos separados, es decir, al contrario de una realidad

envolvente, la sociedad de objetos envueltos es una realidad

interactiva, relacional, de entidades separadas que se reúnen en una

misma situación, o campo de juego, diríase que con la intención de

invocar o provocar un ritmo que los disuelva, y que excepcionalmente

sucede. Comoquiera, las reglas son aquello que debe repetirse para

que algo no sea repetitivo, sino interesante, que es lo que se hace

con cualquier trabajo para el que se tiene vocación y talento, que

implica el cumplimiento continuo de un procedimiento, una respuesta,

una lógica, para que quien lo ejecuta encuentre que eso nunca se

torna aburrido. Es cosa de imaginarse a Joan Miró, que era muy

disciplinado, día tras día preparando lienzos, escogiendo colores,


ensayando pinturas, o como él decía, intentando mirar lo que hay en

el fondo profundo del azul y el rojo, para entender de lo que se

trata un juego. O dicho de otro modo, las reglas son las

limitaciones necesarias que debe tener la vida para moverse con

libertad. Ciertamente, la libertad no es la ausencia de reglas, sino

la participación en ellas. Por eso dice Baudrillard que lo que se

opone a la ley no es la libertad, sino la regla: "con la regla,

estamos libres de la ley" (1981, p. 130). Por libertad se puede

entender el hecho de que no existe otra cosa que hacer en este mundo
278

que la que se está haciendo, y que la única cosa que hacer que

exista sea precisamente la que se puede, se sabe, se quiere y se

debe hacer. El cáliz que no se quiere apartar. Esto se opone a la

noción más facilista, más adolescente, casi norteamericana, de

libertad como volar o estar libre de ataduras, es decir, ir a la

playa, o a la idea de poder elegir lo que uno quiere hacer, es

decir, ser millonario, porque, precisamente, elegir nunca significa

ganar algo, lo que se elige, sino siempre perder algo, lo que se

deja de elegir, que es más; de hecho, lo malo de tener que decidir

consiste en que ahí hay falta de libertad.

cuando ocurre la presencia de una regla que estipula las

limitaciones que se deben cumplir para que las gentes y otras cosas

que están separadas se puedan reunir como participantes de una misma

situación, entonces la realidad adquiere la forma de un juego.

Inicialmente, los juegos son situaciones que tienden a reproducir

ritmos mediante técnicas, pero que, al intentarlo, producen otra

realidad que no es ritmo ni técnica, sino la suya propia, el juego,

que es la que cotidianamente la gente civilizada confunde con la


realidad en general. La incivilizada confunde a la realidad con

maquinarias. El juego es una situación delimitada, restringida en

tiempo, espacio, palabras y objetos, que, mediante reglas

arbitrarias e inviolables, estipula y ordena el tipo de relación que

se ha de llevar a cabo entre jugadores, entre juguetes, y entre

jugadores y juguetes, para producir una realidad completa, es decir,

única y verídica, que vale y rige para esa sola situación y que por

lo tanto debe resultar inofensiva y nula, sin posibles consecuencias

ulteriores y exteriores. Como definición hay que admitir que quedó


279

demasiado formulada, poco lúdica, digamos, pero ésta es más o menos

la descripción de lo que se hace cada vez que se juega a la casita

con una Barbie, a ver quién le atina al basurero con un papel, a

disfrazarse de florecita en el festival de primavera o a correr

hasta llegar a la esquina, y también, en el mismo orden, a ser el

importante jefe en la oficina, a invertir en bienes raíces, a

vestirse de intelectual para ir a una presentación de libro o a

trepar hasta arriba en la escala social. La forma básica de todo

juego es la de la interacción entre participantes, esto es, dos o

más instancias que interactúan entre sí para producir una tercera

instancia, otra cosa, realidad o pensamiento que no es la suma ni el

promedio de las otras dos, y que es a la que se llama juego, y que

al final resulta que es al revés, que es el juego el que produjo a

sus participantes, que el juego es mayor que los jugadores y los

juguetes, los cuales son substituibles, de modo que el juego es una

entidad orgánica, es decir, constituida no de componentes o de

individuos, sino constituida de relaciones o interacciones. El juego

es el que piensa; los jugadores son los que siguen las reglas. Dos
actores de teatro que juegan su papel, construyen entrambos, una

obra distinta de ellos mismos, y es la obra la que les dicta sus

papeles, y cuando el juego marcha muy bien, que es de lo que se

trata, empieza a dar la impresión de que reproduce un ritmo, como si

en vez de interacción hubiera ya un baile, un solo flujo, y por eso,

un observador, por ejemplo, un señor de ésos que juegan a ser

científicos sociales, que contabilizan cosas y anotan sus

resultados, no puede distinguir entre un ritmo y un juego, porque

por lo demás tampoco puede distinguir entre un juego y una máquina,


280

toda vez que la diferencia sólo se ve desde dentro, no desde fuera,

y la diferencia que hay entre los juegos y los ritmos es que el

jugador siempre sabe que a fin de cuentas sólo se trata de un juego,

mientras que quien está dentro del ritmo, sí se confunde.

Por alguna razón antigua, cuando se habla de "el juego", así tal

cual, como cuando se dice que alguien "se tiró al juego" o "tiene el

vicio del juego" como quien se abandona a la mala vida, se refiere a

los juegos de azar, y entre ellos, a los de cartas, y entre ellos,

al poker, nunca al bridge o a la canasta. El poker es típicamente un

juego, pero es un buen ejemplo de cómo conforma una realidad por sí

mismo, que hace que la gente se olvide del reloj, de la familia y,

cuando se apuesta, hace que la realidad del juego sea mayor que la

del dinero. Como acota la Encyclopaedia Britannica, el poker resultó

"popular por sus superiores oportunidades de cálculo y psicología",

donde se puede ganar o perder no sólo por causa de la mano, sino por

un gesto que delate o un suspiro que engañe: de hecho, su nombre, de

origen germánico (pochen) significa "blofear" (to bluff), fingir,

aparentar, engañar. El poker proviene de un juego inglés que se


llamaba primero, así, en castellano, y que pasó a Francia donde se

llamó poque, y que en el siglo XVIII fue llevado a los Estados

Unidos donde cambió a poker y se universalizó, siendo el juego que

juegan todos los cowboys en los westerns, de John Wayne a Clint

Eastwood. A juzgar por bandos, prohibiciones, y retratos (Cfr. Ariés

y Duby, 1985, Vol. 6, Vgr. pp. 16, 36, 44, 167, 195), los juegos de

mesa, naipes, dados, fichas, así como el de ajedrez para adultos y

el de la Oca para niños, proliferaron alegremente durante el siglo

XVIII.
281

Pero la conversación también es un juego, también consagrado en el

siglo XVIII, el cual, si bien parece que se lleva a cabo sin ninguna

restricción, sin embargo esta regido por reglas que delimitan la

situación, y que son tanto más estrictas cuanto menos se conocen, y

que sólo se hacen visibles cuando alguien las infringe (Argyle y

Trouer, 1980, p. 45): "puesto que se transgredieron ciertas reglas,

éstas deben existir". En efecto, hay lugares especiales para la

conversación, que en el siglo XVIII eran los cafés y las tabernas

para los hombres, donde los temas debían ser de política y de

ciencia; las fuentes, el horno y el lavadero para las mujeres, donde

el tema eran los vecinos, y el tono era el rumor y el cuchicheo; las

tiendas, los patios y los callejones para todos por igual. En la

conversación, efectivamente, hay reglas de distancia entre

participantes (Hall, 1966, pp. 139 ss.), dos metros entre ellos si

se habla de política, sesenta centímetros si el tema es la vecina

del ocho, y hay reglas de turnos para hablar, que se marcan con el

intercambio de miradas (Argyle, 1967, pp. 78 ss.), que finalizan

cuando se repite lo que se estaba diciendo y se baja el tono de la


voz, y se toman, los turnos, repitiendo la última frase del

interlocutor para proseguirla, como tomando relevo, y así

sucesivamente. Y así sucesivamente, las conversaciones suelen tener

tres participantes como mínimo, durar alrededor de hora y media, la

gente estar vestida de diario, y por supuesto, no querer sacar de la

conversación otra cosa que una buena conversación. Porque, en

efecto, por regla básica, todo juego debe carecer de resultados, o

tener resultado nulo, en el sentido de que ganar o perder no sirve

para nada exterior al juego, donde el marcador, el objetivo o la


282

apuesta solamente son un pretexto para poder jugar, de modo que

cuando el juego acaba, los resultados se cancelan, y por eso todo el

mundo quiere volver a jugar: da y pide revancha.

El coqueteo del que hablaba Simmel, juego refinado como pocos,

apunta como regla fundamental para la construcción de tal realidad

el hecho de que no deba resolverse en nada, sino que siempre quede

suspensa entre ganar o perder, y que sólo sabe jugar la gente de

mucho temple, precisamente porque juega con fuego; otros menos

dotados de temperamento caen en el garlito de la resolución y

destruyen la frágil realidad del coqueteo: ganen o pierdan, siempre

pierden. La Reina Isabel I de Inglaterra, "dominada por la pasión

del aplazamiento", como dice su biógrafo Giles Lytton Strachey

(1928. p. 63), consolidó un imperio en el siglo XVI mediante la pura

coquetería, tanto nacional como internacional, mientras la Armada

Invencible se hundía por timorata. E Isabel, como buena coqueta,

murió virgen. A los 70 años. Para el siglo XVIII, la coquetería ya

era un juego popular, y ya sólo se hundían reputaciones, porvenires

y vidas de quienes no lo resistían y lo tomaban en serio, como


muestra Choderlos de Laclos, de nombre de pila Pierre-Ambroise-

François, en sus cartas de "hechos verídicos" publicadas en 1782 con

el título de Relaciones Peligrosas.

En efecto, el XVIII, como dice Johann Huizinga, es el siglo en que

el juego se instala como forma de la realidad (1938, p. 206), según

se puede advertir en todos los ámbitos, sean modas, modales o

gastronomía. E indudablemente, el juego más vasto que se jugó fue el

de la democracia. La democracia es conversación más coquetería, tal

vez tantito poker, que consiste en un gusto irrefrenable por el


283

diálogo y el debate, sobre asuntos de interés público como la ciudad

o el poder, con cabildeos, discursos, retóricas, en donde aparece

siempre la fuerza de la persuasión, la seducción y la intriga, y

cuyas reglas cristalizan en las libertades públicas, como la de

tránsito, seguridad, protección, conciencia, o de asociación,

concentración, prensa (Morange, 1979, pp. 58-124), o en la

declaración de los derechos universales del hombre y la mujer.

Y si los ritmos eran muy infantiles, los juegos tienden a ser de

espíritu joven. También provenientes de la Ilustración, la

conceptualización como forma del lenguaje, el arte y la ciencia como

objetos manufacturados, la historia en tanto narración de los

recuerdos, y la perspectiva como punto de vista variable sobre el

mundo, son estrictamente juegos, que tienen reglas convencionales y

compulsivas, que son obligatorias si se quiere jugar pero que se

pueden cambiar si el juego ya no es divertido, si se vuelve más

limitante que libertario, como al parecer, ha empezado a ser

últimamente. Es cierto que la perspectiva como forma de ver el mundo

es anterior, de los tiempos de Isabel I, pero además de que los


juegos tardaron tres siglos en consolidarse, su surgimiento previo

ayuda a la construcción de los juegos, toda vez que el hecho de que

el mundo se vea dependiendo de la perspectiva que se adopte, si uno

lo ve de abajo se ve todo grandote, si lo ve de arriba se ve

chiquito, permite que los participantes de una interacción, de un

juego, sean capaces de ponerse en el punto de vista del otro, como

dice Mead (1927, p. 184), de intercambiar papeles y roles, y por lo

tanto, de comprender la posición del otro, saber cómo piensa y

siente, y saber que los otros también piensan y sienten: la


284

perspectiva enseña cómo relacionarse con los demás, algo

evidentemente necesario para jugar, conversar y establecer la

democracia. Y en efecto, desde los niños mayores que ya son capaces

de jugar con sus amiguitos y por ende ya saben seguir reglas, el

mundo se presenta como un entramado de relaciones, donde la gente y

las cosas cumplen un papel con una posición prestablecida, en donde

ellos pueden intervenir a condición de hacerlo como es propio. De

ser una nebulosa, el mundo pasa a ser un teatro, "el gran teatro del

mundo", metáfora ésta que, como la democracia, reapareció en el

siglo XVIII (Sennett, 1974, p. 49).

Baudelaire dice que "la vida sólo tiene un encanto verdadero: el

encanto del juego". Pero es precario, porque el juego es un

acontecimiento paradójico, y tal vez en eso radica su sutileza y

sofisticación culturales. Por una parte, se trata de un sistema

estrictamente regulado, y quizá más estricto incluso porque es

convencional, que requiere de destrezas y habilidades técnicas que

solamente se alcanzan a través de la disciplina, la constancia, la

práctica, como lo hacía Flaubert, que corregía diez veces una página
y buscaba por semanas la palabra justa, aunque siempre, como todo

buen jugador, blofeando, fingiendo que se hace sin querer,

minimizando sus esfuerzos y desvelos como si fueran nimiedades:

Bernard Shaw decía que si bien finalmente era escritor, ello no

quería decir que no hubiera intentado ganarse la vida honradamente.

En suma, el juego es por una parte como un trabajo pero por la otra

como un descanso. Por esta otra parte, entrar en juego es fabricar

artificialmente la libertad, porque conforme se desenvuelve, el

juego tiende a hacerse rítmico, envolvente, fácil, bonito e


285

imparable, como si sucediera que las reglas y la disciplina se

derritieran al calor del juego, y ahí ya ni se notaran. Es cierto,

el juego parece ser mitad ritmo mitad técnica, mitad éter mitad

máquina, mitad poético mitad datístico, ya que conjunta la dureza y

la volatilidad, la estructura y la fluidez, la voluntad y la

espontaneidad, y por eso es razonable sin ser racionalista,

sistemático sin ser dogmático, sensible sin ser frenético. Es un

acto altamente técnico y frío y a la vez altamente rítmico y cálido.

Por eso es tan culto y civilizado. Dado lo anterior, puede

argumentarse que los juegos se ubican en una especie de frontera

entre los ritmos y las funciones, entre los sentimientos y las

mercancías, y entonces, este carácter de límite, de estar dentro y

fuera al mismo tiempo, de poder abandonarse y saber que uno se

abandona, de gozar y sufrir y estar no obstante a cubierto del gozo

y el sufrimiento, de inventar reglas y al mismo tiempo creérselas,

les permite a los juegos y a los jugadores percatarse de sí mismos,

que es lo que suele denominarse como reflexividad, estar inmerso en

el fragor del juego y sin embargo darse cuenta de que sólo es un


juego. Por todo esto, el juego es la forma de la realidad que hasta

cierto grado uno tiene en sus manos: mientras que los ritmos, como

el vértigo, se hacen solos y nos envuelven y nos arrebatan como

quieren, y mientras que las máquinas nos excluyen y nos utilizan

según sus fines, a un juego uno puede entrar por propia decisión, y

aunque lo que salga después ya no dependa de uno y sea lo

emocionante, uno siempre puede decir "ya no juego". El juego es la

sola forma de la realidad que dota de pensamiento a sus

participantes, que le otorga a uno conciencia, porque quien juega no


286

se deshace en las circunstancias ni se deshace de ellas. Jugar es lo

único que tenemos. Lo demás nos ignora, nos traga o nos vomita. Y

cabe insistir que la especulación teórica, el arte, la ciencia, la

historia, la narración, y la comprensión de la perspectiva del otro,

son, todas, juegos.

pero la forma del juego es precaria, y la paradoja puede irse por

el otro lado, es decir, en vez de convertirse en ritmo, puede

volverse una burocracia, un aparato lleno de disposiciones,

trámites, restricciones, premios, castigos, que dejan de divertir y

sólo aburren, y aburrirse es por antonomasia salirse de una forma.

En efecto, cuando por repetición, perversión o simple estupidez,

empieza a haber un exceso de reglas, porque a cada libertad que se

suscita se le coloca una regla para limitarla, hasta que llega a

haber tantas que se empieza a creer que la razón del juego no es

jugar sino tener reglas, entonces desaparece el ritmo y la libertad

y el juego y lo único que queda son las reglas, y se convierten en

leyes, leyes que supuestamente emanan de la naturaleza de la

realidad y que por lo tanto hay que acatar aunque no nos gusten. Las
reglas sin juego se llaman leyes. El exceso de reglas no produce

juegos, sino aparatos. Los juegos con leyes se llaman funciones.

7.3.- Una Sociedad Disparatada

Cuando hay reglas, y no hay juego, hay administración pero


no democracia: hay funciones. Las reglas sin juego se
convierten en leyes que deben cumplirse. Una función es la
coincidencia de efectos de componentes dispersos e
indiferentes para cumplir un objetivo ajeno. El lenguaje
técnico, las mercancías, los datos, el movimiento físico,
cumplen funciones. La sociedad se convierte en una
máquina: las máquinas excluyen a los sujetos. La sociedad
287

es una máquina deshabitada que solamente puede producir un


hueco de sentido en la realidad.

Por decirlo de alguna manera, el juego acaba cuando empieza el

deporte. Desde el siglo XIII, por lo menos, había un juego de

pelota, tanto en España como Francia y como en Inglaterra, que no se

llamaba juego de poma, pero, para inventar una palabra que al mismo

tiempo sea palma, de la mano o del pie, puño, cerrado o de una pala,

pomo, como el de las espadas, y raqueta, las primeras de las cuales

se hacían con pergamino de desperdicio de manuscritos, por lo cual

alguien afirmó haber jugado con las Décadas de Tito Livio, hoy en

día perdidas, y que en latín se decía racha, de donde viene lo de

mala o buena racha, pero que significaba muñeca o tobillo, porque

este juego se jugaba con todo esto, además de con guante o con

cesta, la palabra es, plausiblemente, "poma". En francés se dice jeu

de paume. Era auténticamente un juego, ya que se jugaba por

diversión momentánea, sin entrenamientos ni equipos permanentes, y

era espontáneo y despreocupado. Y sus reglas, estrictas y sagradas

como toda regla, eran variables, según dónde y con quién se jugara.

Se jugaba a solas, o entre dos, cuatro o seis, en la plaza, en los


patios, en las paredes, en los fosos de los castillos, en lugares

cerrados o a la intemperie, o en las naves de las iglesias que

hacían muy buenos frontones, en cancha larga o cancha corta, con

cancha dividida o sin dividir, con red o sin red, con obstáculos

tales como muebles o nichos en la pared, o sin obstáculos. Su

objetivo consistía en devolver la pelota, que se llamaba "estopa", o

en no devolverla, pero eso sí, en todos los casos los puntos se

contaban 15, 30, 45 y juego, misterio de misterios, cuestión tan


288

enigmática que en 1579 tuvo que aparecer un libro titulado

"declaración de dos dudas en la forma de contar en el juego de poma"

(Le Floc'hmoan, s.f., p. 69). Huelga decir que cada quien se vestía

como quería, platicaba mientras jugaba, apostaba, se divertía, muy

festivamente, y no existía la palabra deporte, sino "depuerto" y

"deportarse", que era rigurosa y etimológicamente divertirse.

Ya sea en este juego o en otros, como el calcio italiano del siglo

XVI, esta manera de jugar forma parte de la memoria de la sociedad,

y se puede ver todavía, ahí donde la memoria es más grande que el

progreso, en los barrios, a la salida de las escuelas, en los

corredores, en las horas muertas, en el verano de los niños y el

almuerzo de los albañiles, que se juega en pares, tercias, de veinte

contra veinte si el barrio es muy nutrido, y todos se ríen, se

enojan, apuestan el refresco, beben si ya están en edad, hablan y se

van a su casa cuando los mandan llamar. El juego no ha terminado.

La palabra "deporte" reapareció en el siglo XIX, ya no proveniente

del latín sino del inglés, sport, y en 1874, Walter Winfield, un

mayor del ejército británico que, como todo militar, no sabía jugar,
decide quitarle todas sus ambigüedades al juego de poma, y estipula

reglas rígidas: que sólo se juegue en cancha corta; la palabra

court, en inglés, viene de corta. Que se juegue con red en medio,

con raqueta, que se trate de que el otro no alcance la pelota, que

se cuente 15, 30, 40 y juego. Y que se llame sphairistike,

"esferística" en griego pues, que era uno de los tantos nombres del

juego de poma, además de "rebote", "saque" o "pala" (Viqueira Albán,

1987, p. 250). Y que se organice con seriedad, en torneos, el

primero de los cuales fue el de Wimbledon en 1877, donde ya aparece


289

con el nombre de lawn-tennis, modo de decirle en inglés al juego de

poma, y luego sólo tennis, que viene de la palabra francesa tenez

(Larousse, 1971), o sea, "tenga", "va", que es la voz de aviso que

se daba al servir en el juego de poma. El tenis ya es un juego

duramente legislado, donde aparecen, cosa inusitada, los árbitros,

que a la fecha son como diez jueces para dos contrincantes, amén de

sensores electrónicos y otros dispositivos de chequeo que incluyen

el uso de sustancias prohibidas como el café, y se emplean y obligan

los uniformes que tanto le gustaban al Barón de Coubertin, porque se

ven muy militares y "facilitan las actitudes viriles y el aire

marcial" (1913, p. 62). Y por supuesto, se organiza una asociación,

The All England Croquet Tennis Club. Siguen otros torneos

internacionales, como el Roland Garros francés o el Abierto de

Estados Unidos. En cincuenta años, el tenis se expande lo que el

juego de poma no había querido en ocho siglos. Por una parte,

coloniza y segrega a los demás juegos de raqueta reduciéndolos, ya

sea a juegos regionales, como la Pelota Vasca o el Trinquete, ya sea

a deportes de segunda, como tenis de mesa, squash, paddle tennis,


frontón, o el badmington, cuyo primer gallo fue un corcho de

champagne claveteado de plumas. Asimismo, se empieza a administrar

mediante federaciones nacionales e internacionales que hacen

torneos, clasifican jugadores, reúnen fondos, dan premios y tienen,

como tanto les gusta, su presidente, su vocal, su secretario y su

tesorero. Muy especialmente, se espectaculariza, es decir, se vuelve

pasatiempo rentable de lo que aparece como "sociedad de masas"

(Giner, 1979, p. 200), que no tiene nada que ver con las masas de la

sociedad, sino con la uniformización de los individuos aislados para


290

ser utilizados mercadotécnicamente manipulando sus alaridos y sus

bolsillos frente a las estrellas "fabricadas por el espectáculo"

(Huizinga, 1938, p. 233), donde se requiere ofrecer uno que otro

showman (Mumford, 1934, 328), enfant terrible, desde el primer

grosero simpático como el rumano Illie Nastase hasta el primer

antipático norteamericano como John McEnroe. Una estrella del

espectáculo es alguien que por definición se sale del juego, porque

el juego es para iguales aunque alguno juegue mejor, y las estrellas

no saben ser iguales. Actualmente, los niños ya no quieren jugar

tenis sino nada más ser famosos, y eso no se logra divirtiéndose,

sino embargándoles la infancia. Y por sobre todas las cosas, el

tenis se vende, desde la segunda década del siglo XX, en que grandes

tenistas como Fred Perry o René Lacoste comercializaron su nombre en

marcas de ropa, cosita de nada comparada con las campañas

publicitarias como Spalding, Nike o Wilson, que no sólo lograron

cambiar el reglamento del tenis para que cupiera en los horarios de

televisión de los patrocinadores, sino que le pueden pagar a una

tenista cuarenta millones de dólares por usar su ropa. Pero, como


dice Huizinga, "el auténtico juego rechaza toda propaganda" (1938,

p. 50). Por razones del negocio es que el deporte requiere la

tecnología de punta, no sólo en equipamiento, raquetas sucesivamente

de madera, aluminio, fibra, grafito y titanio, sino en la

construcción de atletas de alto rendimiento, cuya vida es invertida

como materia prima en el logro de lo que se llama la "ejecución

óptima", consistente en jugar como máquinas de hacer puntos en todos

los torneos donde se gana dinero y alcanzar servicios de 200 k. p.

h. El actual deportista de alto rendimiento es un aparato de


291

perseguir records y otros resultados, un aparato que, como suele ser

la tónica del estilo neoliberal, ya incorpora componentes "soft",

suaves, amables, como por ejemplo los componentes biológicos de las

computadoras, o usar ropa relajada y hablarse de tú en las oficinas

ejecutivas, o considerar los factores emocionales y motivacionales

con los deportistas, esto es, no solamente entrenamiento físico sino

"psicología del deporte" (Williams, 1991), pero el objetivo es el de

siempre: los papás inscriben a sus hijos en clínicas de tenis,

curioso nombre, para ver si así ganan dinero, como el padre de Venus

y Serena Williams, campeonas del año dosmil, a quien le fue

doblemente bien. El deporte se reconoce porque ya es una profesión,

por lo demás saturada de stress, de angustia ante el fracaso que

paraliza, de drogas para aumentar el rendimiento, toda vez que aquí,

"ganar no es lo más importante, es lo único", como dice Vince

Lombardi, el filósofo de los que beben Gatorade. Por eso el deporte

puede producir algo que jamás produciría el juego, a saber,

amarguras como la de Jennifer Capriati, número uno mundial a los 16

años, drogadicta encarcelada a los 17, o la amargura más tierna de


Gabriela Sabatini, la cosa más elegante que ha pisado las canchas de

tenis, quien a pesar de todo su juego, aprendido den el Buenos Aires

Lawn Tennis Club, en el último momento, siempre le faltaron las

ganas de ganar, como si en el punto por el juego, set y match,

prefiriera la derrota, y que un reportero, oportunamente

enternecido, llamó "el ángel triste del tenis". Y eso ya no es un

juego, porque nadie es infeliz por jugar, y que es lo que a veces

declaran algunos deportistas, que darían sus éxitos y sus triunfos


292

por volver a jugar como cuando no eran ni buenos ni ricos ni

famosos. A los 25 años, Jennifer Capriati volvió a jugar.

Se entiende, el tenis ya es una maquinaria deportiva y un aparato

económico que ocupa el tercer lugar en dinero después de la Fórmula

1 y el futbol. El deporte ya no es un juego, sino una función, esto

es, que ya no sirve para jugar, sino siempre para algo más: ganar

dinero, ser famoso, vender productos, impresionar incautos, acarrear

espectadores, verse saludable, cerrar negocios, entrar en un círculo

social o, como enumera Baudrillard a "la degradación funcional del

juego: el juego-terapia, el juego-aprendizaje, el juego-catarsis, el

juego-creatividad" (1981, p. 150). Cuando el juego-juego ya se

terminó, pero las reglas siguen rigiendo como si fuesen leyes

naturales aunque ya nadie se divierta, hay que obedecerlas, ya no

para jugar, sino par funcionar. Igual que el tenis, la sociedad

occidental empezó a convertirse en una función hacia finales del

siglo XIX que se sofisticó hacia finales del siglo XX: la democracia

se transformó en una gigantesca oficina administrativa repleta de

ventanillas, papeleo, trámites y, por supuesto, funcionarios, que


cobran sus sueldos por aburrir a los demás; a nadie nunca se le ha

pagado por jugar, aunque sea a la democracia. "Funcionario" es una

palabra que se ideó en 1855 y que significa, efectivamente, "el que

funciona", como si fuera llave de tuercas, y no cabe más que

preguntarse por qué los funcionarios se sienten los amos: la

respuesta da cuenta de la distorsión. La coquetería, a su vez, pasa

a formar parte de las "habilidades y competencias" con que se puede

contar como un recurso más en el mercado de personalidades, desde

los concursos de belleza, las portadas de las revistas de moda y la


293

publicidad de mercancías para el cuerpo como mercancía, hasta ser

parte sustancial del curriculum vitae que se utiliza en la

competencia laboral. Y como dice Serge Moscovici (1984b), una de las

cosas más importantes que perdió el siglo XX fue el arte de la

conversación, que se convirtió en una técnica para intercambiar

informaciones, ya que, como se sabe, la información es poder:

aquellos cabildeos intrigosos y emocionantes propios de la política

pasaron a ser un servicio ofrecido por compañías consultoras que se

autodenominan lobbying companies y que se encargan del negocio de

influir sobre diputados, senadores y otros congresistas.

Una función, en latín (functio-functionis) o castellano, es el

cumplimiento o ejecución de algo, así que cuando algo o alguien está

en función de otra cosa, como un entrenador en función de sus

resultados, es que está a su servicio, o sea, que no sirve para sí

mismo sino que siempre sirve para otra cosa, como lo hace un

instrumento o herramienta (Flusser, 1991, pp. 20-23). El lenguaje

técnico es funcional porque no sirve para enriquecer o embellecer el

lenguaje, sino para otra cosa, como por ejemplo, hacer política de
lobby. Las mercancías no tienen razón de ser porque sean queridas,

bonitas, ni siquiera prácticas, sino porque sirven para venderse

aunque no sirvan para nada. Y ciertamente, en el transcurso del

siglo XX, el arte se puso en función del mercado y se transformó en

mercancía: entre Sotheby's y Christie's pueden vender un cuadro de

Cezanne en 38 millones de dólares, elevar el preció de un Miró en un

millón más o bajar el de un Picasso a 24, "debido a las turbulencias

de los mercados internacionales", según explica un funcionario. La

fotografía del Che Guevara, de Alberto Korda, ya fue utilizada para


294

una campaña de Vodka Smirnoff. Y el Che era abstemio. Los artistas

de hoy ya no persiguen absolutos, pero Absolut sí persigue a los

artistas para que le hagan su publicidad de vodka. En el ámbito de

las ciencias es todavía y cada vez peor, porque las universidades ya

no auspician investigaciones que no estén financiadas por compañías,

las cuales no financian investigaciones si no sacan una utilidad:

utilidad no significa mejores medicinas o más alimentos, sino

"utilidades", de ésas que conocen los contadores y reportan las

empresas. En la obtención de utilidades, se hace lógico que los

riesgos se minimicen, esto es, que se elimine el elemento lúdico que

es consustancial a la ciencia, de modo que el aspecto libre, azaroso

y misterioso de su actividad, se sustituya por la seguridad del

método, que antes podía referirse al estilo de un pensamiento, pero

que ahora se refiere exclusivamente a los pasos que hay que

obedecer, no para jugar ni hacer ciencia, sino para obtener

resultados rentables para la industria médica, militar, turística,

publicitaria o editorial. Y si los juegos eran cosa juvenil, las

funciones parecen ser cosa senil. Las universidades ya no son una


comunidad de científicos, sino un buffet de funcionarios que se la

pasan llenando protocolos de investigación que tapan con el

antebrazo para que nadie les copie, que registran copyright para el

nombre de su ciencia. Las mismas universidades ya venden la

educación como producto, y los estudiantes ya exigen la garantía del

fabricante como si en vez de entrar a un aula hubieran entrado a una

tienda de refrigeradores, y es que la educación, el ser "culto", al

igual que la moda, los gestos, el automóvil o el cónyuge, son todas

piezas del status en el engranaje de la sociedad. Tal vez el gran


295

avance es que la máquina ya no es local sino global, que ya no es

mecánica sino mecatrónica, y que las revistas de espectáculos

científico-tecnológicos nos prometieron que en breve va a ser

biomecatrónica.

En las funciones, sus componentes, piezas o instrumento

efectivamente operan, rigen, actúan, intervienen, conexionan,

afectan, causan, pero no, de ningún modo, participan, interactúan o

se relacionan. Cuando el juego termina, la interacción de desbalaga

y los elementos que la constituían se disparatan, se decir, se

vuelven cosas, individuos, no sólo separados, sino distantes entre

sí, mentalmente aislados, cada uno sólo válido en su aislamiento,

que, ciertamente, pueden intervenirse unos a otros sin por eso

pertenecer a nada ni modificarse en lo más mínimo por virtud de tal

intervención: las tuercas seguirán siendo las mismas tuercas estén

pegadas a un tornillo, guardadas en el cajón o tiradas en la calle;

el funcionario, sea persona, animal o cosa, no mejora ni empeora ni

le pasa nada con la función que cumple, porque cumplir bien una

función significa no modificarse, ni mejorar ni empeorar, ya que eso


alteraría la función. Cada componente de una sociedad disparatada es

un componente solitario que hace lo que le toca con indiferencia

eficaz, pero que no está en lo mismo que los otros componentes, sino

por su parte, y por ende no se involucra. Esa idea individualista de

que uno es uno mismo y es quien es no importa dónde se encuentre ni

con quién esté, es exactamente la de una pieza de maquinaria, de

cosa ajena al resto de la vida. Por decirlo de otro modo, en la

sociedad funcional, nadie está en la misma sociedad, sino cada quien

en un mundo distinto de una sociedad fragmentada. Es que eso no es


296

un organismo, sino un mecanismo, algo que se "desorganiza" a medida

que se "compone", a medida que empieza a ser una máquina hecha de

fragmentos funcionales, es decir, de un hormiguero de piezas

yuxtapuestas o conectadas que operan por reacción, causa,

proximidad, gravedad y otras leyes físicas impuestas verticalmente

desde algún arcano sabelotodo, pero no son una regla acordada entre

participantes; cualquier aspirante a triunfador lo sabe: ahí están

las leyes del mercado, del poder, de la eficiencia, de la

competencia, del alpinismo social, que no están para ser

reflexionadas sino para ser acatadas.

Para cuando terminó el siglo XX, la sociedad ya era una imponente

máquina global, que como buena máquina, insume trabajo, recursos

materiales, cocientes intelectuales, ánimos, capital fijo y capital

variable, y que desecha, como buena máquina, bagazo, basura,

empaques no reciclables, monóxido de carbono y dos mil millones de

hambrientos esparcidos por el planeta. Y produce, como toda buena

máquina, produce. Produce más piezas que cumplen más funciones que

incrementan la máquina que no produce nada. Porque la maquinaria


societal no puede producir nada que sirva para otra cosa que no sea

ella misma: ni modo que haga cosas para los marcianos o para los

ángeles del más allá, así que lo único que puede producir son más

piezas, más insumos y más desechos, incluida la gente, que en este

aspecto no es muy diferente de los hidrocarburos ni de los

accesorios de Giorgio Armani. Por cierto, lo único que puede y debe

producir una sociedad es sentido, significado, razones para vivir, y

lo único que no puede producir una máquina es sentido. Los aparatos


297

pueden estar dentro de las razones para vivir, pero las razones para

vivir no pueden estar dentro de los aparatos.

Como se ha dicho, el sentido es el hecho de que uno es

perteneciente, participante, e integrante de algo, sea lo que sea, y

eso es, como se sabe, lo que también puede entenderse por estética.

Y la razón por la cual una máquina no puede producir sentido ni

estética, es porque dentro de las máquinas no hay nadie, como sí lo

hay dentro de los juegos o de los ritmos. En efecto, en una máquina,

uno mismo no esta ahí, aunque esté su intelecto, su horario, sus

manos y su observación, porque mientras que los ritmos sí, los

juegos sí, las máquinas nó requieren más que un mínimo de observador

para funcionar, que es lo que les pasa a los niños que les regalan

juguetes mecánicos, trenecitos eléctricos, muñecas que se cuidan

solas, que no necesitan del niño para funcionar, sino nada más para

que observe, y bien a bien, un observador no es uno mismo sino,

según se sabe, un instrumento de registro y de medición igual a los

termómetros, los calibradores y los taxímetros, es decir, que el

observador es una pieza más de la máquina, que mientras mejor


funciona es mientras uno mismo menos sea, porque eso de ser alguien

siempre interrumpe los buenos funcionamientos de los aparatos.

En la sociedad funcional, no es que la vida se haya vuelto

difícil, porque siempre lo ha sido, o triste, que a veces lo era,

sino que se ha vuelto fea, esto es, con un grado de estética

bajísimo, porque la gente tiene que seguir funcionando en un mundo

al que no se siente pertenecer, y que por lo tanto resulta un mundo

vacío en el que sólo pueden tener lugar acciones y reacciones,

causas y efectos, desplazamientos y posicionamientos, estímulos y


298

respuestas, que como mecanismo puede ser muy sofisticado pero como

pensamiento, como sociedad, como cultura y como realidad es

francamente pobre. Sin sentido ni significado ni razón de ser. Éste

es el hueco que parece no ser nada y que se siente como en ninguna

parte. Si el 10% de la población sufre depresión, de esto se trata.

Afortunadamente tenemos Prozac mejorado, la nueva piececita de la

maquinaria que todos esperábamos. La sociedad funcional es un hueco

lleno de piezas, que actualmente tienen a ser piezas informáticas,

como datos o impulsos. O en otras palabras, la sociedad funcional es

un tedio repleto de mercancías que se compran, se tiran y se vuelven

a comprar.

Resumiendo: la realidad que de pronto se apareció y nadie vio

cuándo lo hacía porque fue un momento luminoso y fugaz que brilló

por su ausencia, no desaparece, sino que se queda como una

ondulancia que sube y baja, punza y cede, y que al reiterarse crece

y se hace rítmica, atractiva, ligera y muy estética en donde uno

mismo está confundido, como en el caso de las masas de multitudes,

pero que se exhausta, se agota, y al desvanecerse deja como única


cosa sólida las reglas que lo sostenían y que eran como el esqueleto

del ritmo; con tales reglas se pueden construir los juegos en los

que uno participa y que presentan una estética menos intensa pero

más civilizada (Elias, 1977), cuyo mejor ejemplo son las relaciones

interpersonales, en especial la conversación, pero que también se

acaba, sobre todo debido a un exceso de reglas que se imponen como

si fueran leyes y que uno obedece para así cumplir una función en un

aparato del que no forma parte, al cual no pertenece y por lo cual

solamente se mantiene articulado de modo mecánico, que tiene una


299

forma casi deformada, más bien deforme, que evidentemente es muy

poco estética.

Vílem Flusser, un filósofo checo, judío y exiliado, dijo que "allí

donde el aparato se instala, no queda más que funcionar", y extrajo

la siguiente conclusión. "el aparato es el final de la historia, un

final previsto ya por todas las utopías" (1991, pp. 28, 29). Y es

cierto, pero, al parecer, la historia es más un espacio que un

tiempo, o sea, que no pasa, no se fuga, aunque tampoco se repite,

sino que, como un lugar, más bien se puede recorrer, desandar,

deambular, y por lo tanto, cualquier día de éstos la sociedad puede

ir al lugar en donde está la forma de los juegos, ésa que tienen los

conceptos, la ciencia, el arte y los puntos de vista de la

diversidad, o ir hasta la forma de los ritmos donde está la poesía,

los sentimientos, la memoria y los mitos, o llegar hasta la forma

inaugural de su fundación. Lo que, cuando menos, no puede, es seguir

por donde va*.

____________________
*.- La Psicología Colectiva es un juego; este juego se trata de inventar cómo es
la realidad: la regla básica es que nadie se dé cuenta de que así no es la
realidad y de que eso es un invento; por lo tanto, el chiste y la delicadeza del
juego radica en construir una versión consistente y verosímil, para lo cual tiene
que ser congruente con otras versiones de la realidad. Al igual que la psicología
colectiva, todas las demás ciencias son igualmente juegos: no pueden ser otra
cosa; si, por ejemplo, la psicología no fuera un juego, sino un ritmo, se
convertiría en masaje, en performance o en capricho; y si fuera una función, se
volvería ortopedia conductual, aplicacionitis metodomaníaca con regulares
300

dividendos económicos. Pero no juego. Claro que hay una ciencia de los ritmos,
como lo sería una teoría de la danza o una psicología de las masas, y claro que
hay una ciencia de las funciones, como lo sería la física clásica, que tiene como
regla de juego considerar al universo como si fuera un mecanismo, aunque no lo
sea. Pero ambas son juegos. Y toda ciencia, si verdaderamente lo es, si su interés
es la generación de conocimiento y no la aplicación del método y la consecución
del financiamiento, debe saber que lo que hace es un juego, lo cual le implica
estar situada en ese lugar limítrofe que le permite estar dentro del juego con
toda seriedad y al mismo tiempo saber que sólo se trata de un juego. La física,
que por lo común sí sabe jugar, se ha dado cuenta durante el siglo XX que la
realidad física no sólo es mecánica, cumplidora de leyes, sino que también es
lúdica, seguidora de reglas, e incluso rítmica, como baile de probabilidades. Y
toda burocracia, aunque se autodesigne ciencia, no es un juego, sino un aparato,
cosa que le ha sucedido en general a los grupos de investigación de las
universidades, que se institucionalizaron en demasía y se convirtieron en empresas
encargadas de allegarse prestigios, dineros y poderes, que, después de todo, es lo
que quiere cualquier inculto que sólo alcanza para ser sensible a las cosas más
burdas de la vida.
La Psicología de las Masas, aquélla que describía las multitudes y que se
desarrolló sobre todo alrededor del año 1900, es una psicología de ritmos, una
teoría de los ritmos de la sociedad. La realidad que describe es una realidad
supraindividual, en la que no existe tal cosa como los individuos o las personas,
ya que éstos se disuelven en un todo armónico e integral, el cual se mueve, hace,
piensa y siente, no con ideas, sino con sentimientos e imágenes. Su realidad es
una realidad emocional, y el método, por así decirlo, para entenderla, fue el de
una descripción lírica, muy apasionada aunque no muy literaria.
Ahora bien, lo que dio en llamarse hacia el año 2000, de una manera vaga,
Psicología Social Crítica (Ibáñez-gracia e Íñiguez, 1997), que surgió a partir de
los años setenta del siglo XX, aunque dueña de una tradición larga (Blondel, 1928;
Sherif, 1936; Cantril, 1941; Asch, 1952), es una psicología social que ve la
realidad como siendo un juego, esto es, una realidad intersubjetiva en donde los
diversos participantes, sean personas, grupos, actos o discursos, construyen
conjuntamente una realidad simbólica, dentro de la cual viven y dentro de la cual
encuentran el significado de la vida y de la sociedad. Esta realidad lúdica es
conflictiva en el mejor sentido de la palabra, o sea, que se hace mediante la
conversación, el debate, la controversia, la oposición de puntos de vista. Y el
método, si se puede llamar así, que emplea la psicología social crítica para
comprender su realidad, es el de la interpretación, el de la narración del posible
sentido que la realidad tiene para sus participantes y para los psicólogos
sociales. Ejemplos de esta psicología social crítica pueden ser, entre otros, la
versión original de las Representaciones Sociales de Moscovici (1961, 1984b), la
Aproximación Etogénica de Rom Harré (1979), la Aproximación Retórica de Michael
Billig (1987), el Socioconstruccionismo de Kenneth Gergen (1994) o el
301

Socioconstruccionismo más atrevido y radical de Tomás Ibáñez-gracia. Es una


psicología social crítica en dos sentidos interesantes: uno, proviene de la crisis
de las ciencias sociales y de la psicología social a partir de 1968, y dos, le
gusta ser crítica, o sea, poner en crisis al conocimiento institucionalizado de la
sociedad y de las psicologías sociales académicas y estandarizadas, por lo que se
advierte claramente su carácter de juego en tanto ciencia y disciplina: la
psicología social crítica sabe jugar, y sabe que está jugando.
Y finalmente, hay una Psicología Social Comercial, que es la que predomina
entre los profesionistas y sus profesores que aprenden y enseñan a hacer
encuestas, sumar las respuestas y proponer aplicaciones empíricas que por lo común
siempre redundan en la salud del mercado. Data de los años veinte del siglo XX, y
se ha desarrollado casi exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica,
desde donde se exporta a las más apartadas regiones del mundo y, como película de
Walt Disney, doblada a cualquier idioma. Para la psicología social comercial, la
realidad y la sociedad están compuestas de individuos aislados que mediante sus
acciones se afectan entre sí siguiendo las leyes causa-efecto o estímulo-
respuesta, y se investiga por la vía metódica de llevar a cabo mediciones
objetivas y cuantitativas, como debe hacerse dentro de una realidad física
clásica; recientemente, entrando a la moda soft del neoliberalismo, ha incluido la
investigación "cualitativa", que igual necesita la existencia de una realidad
positiva, objetiva y verificable: la misma gata pero revolcada. Ejemplo suficiente
de esta psicología social comercial debe ser el Manual, llamado Handbook en todas
partes, de psicología social, de Lindzey y Aronson, editado en 1985 (Cfr. Ibáñez-
gracia, 1990, pp. 147 ss.; Farr, 1996, pp. 160 ss.).
Y la psicología colectiva. La psicología colectiva es una psicología de formas:
del pensamiento como forma, o de las formas como un pensamiento que, antes de
haber empleado este término, tal vez uso otros como estructuras, corrientes o
estilos de pensamiento de la sociedad, como bien lo intentó sintetizar el término
de Mentalidades (Le Goff, 1974). Sus ejemplos torales serían las Representaciones
Colectivas de Durkheim (1898), la Psicología de los Pueblos de Wundt (1912), y la
segunda versión de la Memoria Colectiva de Halbwachs (1944), toda vez que la
primera (1925) pertenecería mejor a los antecedentes de la psicología social
crítica, sobre todo por su énfasis en el discurso como depositario de la memoria,
mientras que en la segunda versión la memoria va a depositarse a los objetos y los
lugares, esto es, es más una forma que un discurso de la sociedad. Por lo demás,
cualquier otro estudio que respire el mismo aire que los ejemplos mencionados,
como los trabajos de Le Goff, Baudrillard o de Gilles Lipovetsky, por citar
franceses, pueden ser considerados, con lo cual se ve que la psicología colectiva
es sobre todo una mirada, una forma de ver.
La realidad, para la psicología colectiva, es la cultura en general. Y ya se
sabe, la cultura piensa con formas. El método, si existe tal cosa, parece ser, más
que hermenéutico, analógico, porque busca formas, y una analogía es la presencia
de la misma forma en objetos que son dispares de "contenido". En tanto psicología
302

de formas, la psicología colectiva puede hacer una psicología de las funciones,


los juegos y los ritmos, así como del lenguaje, los objetos, los recuerdos y los
mitos, todos vistos como formas, y también, de la forma total de la sociedad. Por
lo tanto, la psicología colectiva resulta ser una especie de psicología social de
las otras psicologías sociales, ya que éstas no se le presentan como siendo
ciencias de la realidad, sino realidades de la cultura, es decir, mientras que, en
términos generales, una psicología social cree que lo que estudia es la realidad o
la sociedad, en rigor ella misma es una cosa de esa realidad y de esa sociedad, y
por ende, bien puede ser vista como un objeto por parte de la psicología
colectiva, lo cual la convierte, ipsofacto, a la psicología colectiva, en una
epistemología. Por ello se puede decir que las psicologías sociales no son una
serie de verdades descubiertas sobre la realidad, sino que son el juego de creerse
la realidad que inventan, lo cual está bien; el problema sólo surge cuando no se
cree que es un juego, sino "la verdad".
La psicología de las masas es ciertamente un juego que, por supuesto, nunca se
dio cuenta de que lo era, sino que se creía ciencia en el sentido cientificista
muy decimonónico de situarse por encima de la realidad. Sin embargo, esta
psicología se diluyó, hacia los años veinte, debido a que empezó a mimetizarse con
su objeto, esto es, a adoptar la forma de una pasión, de un ritmo y no ya de un
juego, ya que empezó a desplegar en sus textos la furibundez y espontaneísmo
propios de las mismas masas que estudiaba.
La psicología social crítica también es un juego, concretamente un juego que
habla sobre otros juegos, donde, por lo tanto, las reglas que rigen para sus
objetos también rigen para sí misma, ya que si, por ejemplo, la realidad es un
discurso que analizar (Íñiguez, 1997), este análisis a su vez es un discurso que
analizar, lo que hace de ella una psicología que piensa mucho sobre sí misma, lo
que la convierte en una disciplina muy epistemológica (Ibáñez-gracia, 1997, pp.
32), y también muy crítica de sí misma, que le permite descreer sanamente tanto de
la realidad como de su propia disciplina. El caso de Tomás Ibáñez es precisamente
éste. Sin embargo, como se sabe, los juegos, cuando duran más de lo que deben
durar, empiezan a acartonarse, a rigidizarse, a dogmatizarse, a
institucionalizarse, y en suma, a creer que su realidad es verdaderamente real, y
que su ciencia es productora de verdades duras en lugar de ser jugadora de juegos,
siempre blandos y suaves. Éste es el caso de las versiones degradadas de los
discípulos de la representación social, que asumen que su concepto es una cosa de
veras que anda por ahí en la realidad, como los conejos, y por lo tanto ya sólo se
dedican a discutir cuál es el mejor método para atraparlo, o el caso del
socioconstruccionismo que, una vez que tuvo éxito académico, intenta preservarlo y
sin querer va transformando sus reglas en leyes que hay que obedecer para ser
socioconstruccionista leal o, por lo demás, intenta idear aplicaciones de su
teoría a la realidad empírica, por la vía terapéutica por ejemplo, como parece
hacerlo Gergen (1994, pp. 288 ss.), lo que provoca que el pensamiento de la
303

psicología social crítica se descritique, y se haga funcional, y se haga


complaciente. El precio del éxito suele ser mayor que el precio del fracaso.
Y finalmente, habrá que conceder sin pruebas que la psicología social comercial
empezó también como un juego, por ejemplo, el de diseñar experimentos de
laboratorio como los que proponía Floyd Allport (Buceta, 1979, p. 59), o los que
hacía Leon Festinger (Deutsch y Krauss, s.f., p. 68; Doise et al., 1980, p. 263;
Paéz et al., 1992, p. 95). Sin embargo, si, como argumentaría la psicología
colectiva, el pensamiento y su realidad son una misma forma, entonces, esta
psicología social, al creer que la única realidad posible es positiva, física,
objetiva, cuantitativa y funcional, entonces ella misma se empieza a concebir como
una ciencia natural que por lo mismo dejó de hacer psicología para dedicarse a una
suerte de administración conductual, o sea, que se convierte desde el inicio en
una máquina metodológica solamente interesada en obtener resultados que pueden ser
ciertamente algún cambio de actitudes en algún individuo o grupo, pero que, a
falta de esto o junto con esto, sus resultados pueden ser asociaciones,
publicaciones y congresos donde se aplauden y se dan premios y nombramientos entre
ellos. Después de todo, las máquinas y los aparatos no están para comprender la
realidad sino para producir algo, de preferencia dinero y poder, que son los
únicos criterios que quedan cuando los juegos se extinguen. Festinger, al fin y al
cabo buen jugador, un día de 1979 cerró su laboratorio par siempre y se dedicó a
jugar ajedrez; cuatro años después escribió un libro, que ya no era de psicología
social, donde se pregunta por qué la psicología social nunca se ocupó de lo que sí
importaba: la estética y el juego (1983, p. x).
Comoquiera, las diferentes psicologías sociales no están afuera o arriba, sino
adentro de la cultura, y por eso pueden ser descritas como rasgos de esa cultura,
igual que lo son otros juegos como el parkassé, otros ritmos como la gimnasia u
otras máquinas como los teléfonos de bolsillo. Pero la psicología colectiva
tampoco se puede colocar por encima de esa cultura que la hizo ponerse a averiguar
qué es la cultura o la sociedad o la realidad o las formas. Se puede, si acaso,
poner solamente en los límites por medio de la reflexión o de la especulación,
porque la reflexión es aquel modo de pensamiento que permite situarse en el límite
del pensamiento para ver al pensamiento como si fuera algo distinto, como sucede
con un espejo, que le permite a uno situarse en el límite de sí mismo, y verse
desde afuera estando dentro; un límite es aquello que inventa eso otro de lo que
está hecho lo uno. La psicología colectiva, en tanto reflexión, consiste en
ponerse a pensar el pensamiento, o dicho de otro modo, consiste, junto con otras
disciplinas, en averiguar la cultura a partir de la cultura misma, usando el
pensamiento y las formas de pensar de esa cultura: la psicología colectiva trata
de ser algo así como la cultura que se piensa a sí misma, y, evidentemente, la
cultura también comprende otras teorías, disciplinas e ideas, lo cual hace que
esto que se ha llamado psicología colectiva sea una disciplina que se
desdisciplinariza sola. Por todo lo anterior, la psicología colectiva es ella
misma algo de cultura, ella misma es parte de su propio pensamiento y del mismo
304

proceso de pensar, de modo que poder llegar a decir qué es la psicología colectiva
es igual a tratar de decir qué es la sociedad.
305

CONCLUSIÓN

Quien no logra éxito


es culpable frente a
sus contemporáneos.
Quien tiene éxito
resulta culpable
frente al futuro
FRANCESCO ALBERONI

La aplicación, la elegancia y la transparencia. La


aplicación científica no soluciona los problemas de la
sociedad, antes bien, los produce; toda aplicación es una
intervención a ciegas dentro de lo desconocido: hacer
quién sabe qué dentro de quién sabe dónde; es una
violencia en la opacidad, y por lo tanto, por lo menos,
carece de elegancia. La sociedad mental tiene un
pensamiento esférico: la realidad es integral. La
aplicación inyecta su forma fragmentaria (teoría vs.
práctica, conocimiento vs. hechos, etc.) dentro de la
realidad, y fragmenta a su vez a la realidad, creando un
círculo vicioso. La aplicación es un acto; la elegancia es
una actitud. La elegancia consiste en no perturbar la
realidad con una presencia demasiado notoria y provocadora
de consecuencias incognoscibles; la elegancia es siempre
estilizada, esbelta, lenta discreta: para no agredir el
curso de la realidad; es un protesta contra el
aplicacionismo mecánico de la época funcional. La
elegancia pretende ser transparente. La elegancia es un
modo de ser; la transparencia es una forma de la sociedad.
La transparencia emerge en el siglo XX: consiste en ir
quitando todo lo que tapa o bloquea la presencia de lo
sustancial de la realidad, o la presencia del pensamiento
en su estado prístino; la transparencia es la forma que
más se asemeja a la forma de la inauguración de la
sociedad. La sociedad contemporánea se encuentra en sala
de espera.

El reportero Oscar Enrique Ornelas, de la sección de cultura del

periódico El Financiero, México, describía a las señoritas bien,

encargadas de cultura -y espectáculos- en los periódicos light,

preguntándole a su entrevistado en turno, algún intelectual que

promovía su libro, "¿y? dígame usted ¿cómo podemos salvar al


306

mundo?"; se requiere ser muy bobo para dar una respuesta, pero como

las señoritas bien de los periódicos light tienen una candidez muy

agradable, de ésas que emboban, algunos embobados hasta respondían.

Y para salvar al mundo siempre se necesita más dinero, a veces

para armas, a veces para medicina y alimentos, a veces para

campañas, comisiones y programas de educación, información y

concientización, y a veces para fundaciones caritativas que reparten

regalitos a los niños pobres en Navidad. El caso es que siempre

consiste en aplicar las soluciones que uno tiene, como si las

soluciones existieran en el país de la teoría y los problemas en el

territorio de la práctica, y la aplicación consistiera en llevarlas

de un lado al otro, que la teoría se lleve a la práctica mediante la

aplicación, y santo remedio, nada más que el santo remedio nunca

acaba de llegar, y por eso por lo común se necesita más dinero para

más aplicación. Los que creen en el amor aplican canciones que dicen

cosas como todos-somos-hermanos y un-nuevo-amanecer. Se supone que

la aplicación del conocimiento sirve para mejorar el mundo, o

salvarlo como dicen las reporteras, aunque sea tantito, disminuyendo


las desgracias en un poquito por ciento, aunque a la larga toda

aplicación se conforma con arreglar desperfectos para que todo siga

como estaba, aunque lo curioso del mundo es que los desperfectos

nunca se corrigen, sólo aumentan, de suerte que siempre se requieren

más aplicaciones felices, y a fin de cuentas parece que el único

resultado que produce una aplicación es más aplicaciones, como les

sucede a los que se aplican una crema rejuvenecedora y lo único que

logran es que después necesiten más cremas para borrar las arrugas,

para hidratar el cutis, para reafirmar el tejido, para aclarar la


307

piel, para bloquear los rayos ultravioletas, y terminan igual de

viejos pero dueños de un arsenal de cremas aplicadas. Por eso Coco

Chanel decía que más elegante era llevar las arrugas con dignidad.

"Aplicar", que etimológicamente quiere decir doblar, algo así

como hacer que la realidad se doble con nuestras acciones, e incluso

doblegar, que la práctica se doblegue ante la teoría, que los hechos

se dobleguen ante nuestras soluciones, implica siempre dirigir una

fuerza hacia o contra algo que opone resistencia; se dice que se

aplica una fuerza, que se aplica un castigo, o que se aplica una

inyección, pero no se dice que se aplica un premio o que se aplica

una debilidad. Algo está sucediendo por la fuerza, con alguna

violencia y con cierta agresión. Y ciertamente, nunca se pide

permiso para hacerlo: para clavar un clavo se aplica un martillazo y

uno no puede preguntarle al clavo ni cómo le fue ni si quería que lo

sumieran, pero los clavos ni hablan ni contestan pero sí reciben

martillazos; en vez de martillazo y clavo una vez fue electroshock y

paciente psiquiátrico, y hoy es publicidad y consumidor: los niños

que compran refrescos, papas fritas, dulces y estampitas son una de


las víctimas más rentables de la mercadotecnia. Así más o menos

sucede cuando se aplican programas de ayuda al tercer mundo, a los

artistas o a los enfermos terminales. Y no se debe dudar de la buena

fe de los aplicadores, sólo de su inteligencia. Alguien les ha hecho

creer que son poseedores del único conocimiento verdadero y por lo

tanto ellos sí saben cómo es la realidad, y saben qué es lo que

necesita, y se lo aplican sin miramientos, pero la realidad resulta

ser mucho más grande, más compleja, más vieja y más profunda que la

pretensión novedosa de cambiarla mediante la aplicación de


308

conocimientos científicamente comprobados. Al aplicar, lo único

seguro es que no se hace lo que se cree que se está haciendo, por el

sólo hecho de que se está actuando sobre una realidad que por

definición es desconocida. Lo que se ejecuta es una violencia en la

opacidad. Un ciego en una cristalería podrá creer que lo que está

haciendo es música, pero a lo mejor está haciendo otra cosa. Allí

hay una soberbia sin prudencia, como la de un dios con dedos de

hipopótamo.

En el siglo XVIII, que es cuando se instituyó la idea de la

aplicación del conocimiento científico, la soberbia de asumir que la

realidad había de ser tal cual uno había decidido que fuera, y que a

la sazón se había decidido que era como una máquina, los animales,

perros y gatos, eran considerados como autómatas con mecanismos

iguales a los de un reloj, y entonces, se les podía abrir sin

anestesia y desollar vivos, porque sus gemidos y aullidos eran

solamente el chirrido de algún resortito que se zafaba al

destaparlos (Mueller, 1976, p. 209 n.; Berman, 1989, p. 69); después

de todo, a un reloj nunca se le ha anestesiado para destaparlo. Pero


el asunto no es muy elegante que digamos. En el siglo XIX, Andrew

Carnegie, el magnate del acero de Pittsburg y el hombre más rico del

mundo, aplicó el evolucionismo social de Herbert Spencer, ése de la

supremacía de los más aptos y la sana muerte de los ineptos en sus

fundidoras, desollando la vida de sus obreros, hombres y mujeres y

niños por igual, así que, próspero y orgulloso, invitó a Spencer

para que viera la exitosa aplicación de sus teorías, y éste,

aterrado, lo único que pudo decir fue lo siguiente: "seis meses aquí

justifican el suicidio". En el siglo XX, habiendo ya sociedades


309

protectoras de animales y sindicatos, todavía se actuó bajo la

decisión unilateral, violenta e imprudente de que unas causas

producen ciertos efectos y sólo ésos y de que unos efectos tienen

determinadas causas, como si la realidad fuera un juguetito de

apriete-un-botón-aquí-y-saltará-un-resortito-allá, pero, como ya

viene avisando la teoría del caos, lo que produce una causa no es un

efecto, sino algo genuinamente desconocido. Por eso Freud, prudente

que era, cuando una mamá le dijo "ay, doctor, no sé cómo educar a mi

hijo", le respondió "edúquelo como quiera, de todos modos lo va a

educar mal".

Puede aclararse que la aplicación en el ámbito de los martillos

y los clavos, de las ciencias físicas o duras, donde se toma como

regla de juego que la aplicación se realiza sobre objetos de la

naturaleza y que por ende no toca la sociedad, el asunto no pasa a

mayores, toda vez que la parte de realidad que se afecta es

superficial o trivial con respecto a la sociedad, pero que, en

cambio, en las ciencias sociales, toda aplicación sí comporta la

intromisión de fuerzas que no se controlan en el corazón de una


realidad que se desconoce. No es lo mismo aplicarse a producir una

computadora que aplicar la computación a la educación; es más

trivial tratar a un ecosistema como si fuera un organismo biológico

que tratar a una comunidad como si fuera un organismo biológico.

Además de que la física reciente se ha dado cuenta de que después de

todo la distancia entre el objeto y uno mismo no se mantiene tan

fácilmente, además a las ciencias sociales aplicacionistas les ha

dado por suponer que la sociedad es como si fuera un objeto de la

naturaleza, y actúan sobre ella en la política, la administración y


310

la economía, con lo cual se está ejerciendo la violentación más

cruda posible sobre la opacidad más desconocida de la realidad.

Una muestra más bien chistosa de que se están ejecutando fuerzas

sobre lo desconocido en la aplicación es que en general no

funcionan, ni para bien ni para mal, es decir que, en apariencia,

quien aplica sus "desconocimientos" sobre la realidad supone, tal

vez para sentirse importante, que está haciendo algo, y hay quien

cree que hasta algo trascendente, pero, al parecer, la realidad

sigue su marcha con sus mismos defectos y virtudes

independientemente de cuanta aplicación por todos los medios se

haga. En el caso superficial de las tecnologías de las ciencias

físicas es más claro: todos los avances técnicos modernos, desde la

locomotora de vapor hasta la clonación, pasando por misiles y naves

espaciales, por televisión y computadoras, no parecen hacer

verdadera mella en la sustancia de fondo de la sociedad. La sociedad

sigue esencialmente tan contenta o tan descontenta como en el siglo

XVII, con sus mismas ilusiones, miedos y alegrías. Es decir, toda la

aplicación tecnológica no ha logrado transformar la sociedad en lo


que tiene de esencial, en lo que es verdaderamente la sociedad.

Asuntos esencialmente sociales como la muerte, que siempre llega, el

amor, que a veces no, el desamor, la soledad, la confianza, la

ternura, siguen siendo los mismos, y puede incluso decirse que

culturas preaplicacionistas tenían un mejor consuelo ante la muerte

que un seguro de vida. Siempre podrá opinarse que ya hay vacunas,

cultivos, latas y transportes con los que se puede evitar la

enfermedad y el hambre, pero hasta donde se sabe, la gente se sigue

muriendo de eso a la manera tradicional. La quinta parte del planeta


311

muriéndose de hambre no ayuda mucho a la opinión, y el que haya

algunos grupos privilegiados de individuos saludables, rozagantes,

bien comidos y vestidos, menos. O mejor dicho de otro modo, parece

que contra lo único que nunca se aplica nada es contra el poder,

porque toda aplicación acrecienta el poder en contra de la sociedad.

Si esta cultura es civilizada, que en efecto lo es, no lo es por sus

aplicaciones tecnológicas.

Nada de esto es un argumento contra la actividad práctica,

contra hacer algo. Uno puede hacer lo que quiera, excepto dos cosas:

una, creer que está aplicando un conocimiento o una teoría a la

realidad, porque de la misma manera que dedicarse a leer, escribir,

hablar o contemplar es realizar una actividad, porque "pensar" es

"hacer", así también cualquier cosa como cortar una lechuga o

participar en un movimiento de resistencia clandestino es participar

del pensamiento, porque hacer es pensar. Y dos, la otra cosa que no

se puede hacer es creer que se está salvando al mundo, o tal vez

mejorándolo, siquiera un poquito, o cuando menos arreglando un

desperfecto, porque, cuando uno hace lo que sea, lo que le guste, en


realidad está haciendo algo mejor y más elegante: está perteneciendo

a su sociedad.

Pero el mayor resultado que alcanza el furor aplicacionista es

uno bastante paradójico, a saber: lo que produce la aplicación es

más aplicación, porque su intención intrínseca no consiste en

convertir su fuerza en práctica, sino solamente en producir esa

fuerza, en la generación de poder por el poder mismo, como animal

que sólo le interesa alimentarse y ser cada día más animal, y ya lo

demás, salud para todos, alimentos balanceados, educación general,


312

erradicación de las enfermedades, le son indiferentes. A la máquina

de vapor de James Watt se le pudo haber suprimido el ruidero que

hacía, pero no se hizo, porque con el ruido se hacía sentir su

poderío; Lewis Mumford (1934, pp. 290-301) da otros ejemplos de la

fuerza a la fuerza, que se pueden sintetizar en el que sigue: para

mover un bloque de 500 kilogramos, se necesita una fuerza de 345

sobre suelo disparejo; si se alisa el suelo, la fuerza necesaria

baja a 295; si se pone una plataforma sobre el suelo, baja a 275; si

se enjabona la plataforma, ya sólo hace falta una fuerza de 82 kilos

para moverlo; si se colocan rodillos, nada más 15, y si se pulen los

rodillos, la fuerza que se necesita para mover un bloque de 500

kilogramos es de solamente 10, y he aquí que lo que hace la

tecnología en vez de poner los rodillos es fabricar un armatoste que

aplique la fuerza bruta de los 500 kilogramos crudos, porque el

chiste es que se note la energía y el poder. Algo similar sucede al

construir automóviles de 150 caballos de fuerza para llevar a la

esquina a un señor que debería irse caminando. En vez de producir

casas más limpias, lo que se produce es más utensilios de limpieza.


En el Libro Tercero de Los Reyes, capítulo XIX, versículos 11 y 12,

Elías estaba aguardando a Dios, Y "hubo un viento fuerte que

desgarró la montaña y rompió las piedras. Pero el Señor no estaba en

ese viento. Hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el

terremoto. Hubo un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego". O

sea, el Señor no estaba en la máquina de Watt, y en suma, el fin de

la tecnología y de la aplicación industrial, administrativa,

científico-natural o científico-social, no parece ser transformar la

realidad, sino acrecentarse a sí misma, hacer más grande su poder y


313

que con ello se reproduzca más tecnología y más ciencia que tenga

que ser aplicada en lo único que sabe aplicarse: en producir más

aplicaciones. Las nuevas generaciones de computadoras que vienen una

tras otra, parecen cumplir esto al pie de la letra; las nuevas

corrientes psicológicas que vienen una tras otra, no se quedan

atrás.

Y de cualquier manera, la realidad no es tan simplona como para

que se arregle con una aplicación, porque no tiene en esta punta un

emisor teórico y en la otra un receptor práctico que se conectan con

líneas de aplicación, ni tiene un departamento de causas y luego un

departamento de efectos que mediante el papeleo y el acarreo

correspondientes sean llevado de un lado al otro: ni la realidad es

una cosa lineal ni la sociedad es una mente cuadrada. A estas

alturas, por el contrario, en vista de los acontecimientos, puede

mejor decirse que la sociedad tiene un pensamiento esférico, que no

empieza por ningún lado y que termina por todas partes a la vez, y

donde los rasgos de la realidad, el pasado y el presente, el aquí y

el allá, el yo y el tú, las palabras y los objetos, la teoría y la


práctica, la cultura y la realidad, son todos la misma entidad

unitaria que no usa posiciones ni direcciones ni sucesiones sino

solamente intensidades, y donde uno no puede moverse con efectividad

porque no hay nada que efectuar.

La sociedad mental que se ha ensayado en el presente libro, y

que, según se dijo, tiene una inauguración que se extiende en la

forma de lenguaje, objetos, recuerdos y mitos, y que se desenvuelve

en fases rítmica, lúdica y funcional, y que finalmente resiente un

agotamiento cercano a su terminación, es en rigor una sociedad que


314

está sucediendo esféricamente, es decir, que está sucediendo todo el

tiempo toda completa y simultánea, a todos los niveles, ya sea en la

vida individual, en las situaciones diversas, y en la sociedad en

general, y que se vuelve a producir en cada forma y en cada

narración, y en este libro donde, para averiguar la realidad, no se

puede ver en qué pagina del libro vamos: siempre vamos en cualquier

página. La sociedad mental es una realidad esférica; lástima que no

haya libros redondos.

La razón por la cual el aplicacionismo comete sus desvaríos es

porque, dentro de la sociedad de pensamiento esférico, lo que entra

no son los contenidos o las órdenes expresas que se le dirigen, sino

que, lo que se introduce en la realidad cada vez que se envía una

aplicación, es la forma misma de la aplicación, esto es, se genera

en la realidad la forma de la separación entre teoría y práctica, la

forma de la fragmentación de la mente y la materia, de las palabras

y los hechos y las demás particiones dicotómicas que han venido

acumulándose desde tiempos de Descartes, porque, ciertamente, para

pretender aplicar un conocimiento, se necesita creer que la realidad


está efectivamente dividida en dos partes distintas, en un mundo,

por una parte, que es de verdad y fijo, y que es el real, al que les

gusta llamar la naturaleza, y por la otra parte en un conocimiento

que no pertenece a la realidad pero que sí es reflejo fijo del mundo

real al que les gusta llamar la ciencia. Cuando Issac Newton,

científico de la naturaleza, calculó con toda exactitud las medidas

del Arca de Noé (Burroughs, 1889, pp. 44-45), 515.62 pies de eslora,

es obvio que no estaba midiendo nada, pero lo que sí estaba haciendo

era empezar a vivir en un mundo hecho de medidas y cantidades.


315

Cuando esta forma de pensamiento crece en la realidad, lo que brota

no es un acto concreto, un hecho, sino que brota la forma de la

fragmentación con la que se pensará el mundo. Quien todo lo quiere

aplicar, no hace otra cosa que tener dividido el pensamiento, y cada

vez que piense va subdividiendo la realidad, lo que equivale a decir

que, por cada desperfecto que arregla, por cada partecita del mundo

que supone que compone, le inflige a la realidad una fragmentación

más, como si por cada cuestión que se soluciona se le deja incubado

un problema más profundo, y así, a la vuelta de tanta aplicación, la

realidad, por decirlo así, empieza a devolver la solicitud

multiplicada, a requerir cada vez más y más aplicaciones, de modo

que, para corregir el problema siguiente, ya no basta un pensamiento

fragmentado, sino la fragmentación subsiguiente del pensamiento

fragmentario, que es a lo que se le llama especializaciones, y así

sucesivamente, por lo cual las aplicaciones se parecen a los vicios,

aunque a los que entran en esta dinámica se les llama expertos. El

único problema de esta sociedad es que haya tantos expertos. Una

sociedad hecha de gente sería más amable y elegante.


El pensamiento es esférico; la sociedad es esférica; la realidad

es esférica, y aquí no es posible moverse con eficiencia: si acaso,

hay que moverse con elegancia para no romper lo que no se sabe cómo

está hecho, o sea, con un toque de escepticismo, de humildad y de

humor, tres cosas que le faltan a toda aplicación.

Ciertamente, los aplicados son seres muy dinámicos, notorios,

espectaculares, impactantes, que derrochan energía positiva, como si

alguien los hubiera nombrado ejecutivos de la humanidad, que ven la


316

vida como una serie de palancas y de comandos que hay que aplicar

con toda decisión. Lo que les falta es elegancia.

La elegancia es un modo de ser que abarca maneras de pensar, de

hablar, de comportarse, de mirar y de morir; en suma de vivir: un

modo de ser es una manera de vivir, y el de la elegancia es más o

menos reciente. Aparecería en el siglo XIX, en plena manía

industrial, brotando con el hollín de las fábricas que ennegrece las

ciudades y enlutece la riqueza, y que hace un poco discordante creer

que en eso radica la solución de la vida, y por eso toma distancia

de las promesas y estragos del orden maquinal de la sociedad,

aunque, a decir verdad, para ser elegante se necesita todo el exceso

de industria y mercadería de inventos y nuevos productos al alcance

de la mano, porque la elegancia va a consistir justamente en

desdeñarlo; por eso el siglo XVIII, ni los anteriores, pudieron ser

elegantes: no hay nada más contrario a la elegancia que cualquier

Luis, XVI, XV o XIV, o los muebles que dejaron. En cambio, el art

nouveau y el art deco de principios del siglo XX son ante todo

elegantes. La aplicación era un acto; la elegancia es una actitud,


de serenidad fastidiada, de superioridad con flojera, a la que le

parece una animalidad eso de luchar por tener posesiones con

ansiedad y optimismo; los optimistas y los entusiastas no pueden ser

elegantes, porque quieren todo, creen en todo y logran todo, es

decir, son muy aplicados, mientras que los elegantes, en vez de

aplicados, son más bien replegados. Pareciera que la elegancia tiene

algo de tristona, medio lánguida, pero es mas bien convaleciente,

como recuperándose del malestar maníaco del optimismo de orden y

progreso del siglo XIX. Mientras que los optimistas quieren alcanzar
317

el centro de atención, los elegantes quieren alcanzar el margen,

porque su problema es el de ponerse, no ya por encima del fracaso y

la escasez, que les tiene sin cuidado, sino por encima del éxito y

la abundancia. Diríase que los elegantes quieren sobreponerse al

triunfo, y por eso les gusta andar con cierto aire de resignación.

No pierden: sólo desganan. Esta es la actitud que preconizó la ropa

de Coco Chanel, junto con Jean Patou en los años de entreguerra del

siglo XX, que era una alta costura hecha de simpleza con ganas de

bajar al nivel de la calle, y a la que se le llamó "la indigencia

dorada" (Larousse, 1971, p. 5755).

La actitud de la elegancia no es la de quien recibe los premios,

sino la de quien los regala, y por eso, por un lado, tiene que hacer

como si todos fueran suyos, para lo cual, debe tener, no lo que ha

logrado, que eso tiene un límite, sino lo que ha escogido, para que

se note que lo que tiene no es lo que puede sino lo que quiere, y

por eso los elegantes no necesariamente traen cosas caras, sino nada

más muy bien escogidas, como lo hacía Jacqueline Kennedy cuando era

pobre, que podía vivir elegantemente con tres vestidos elegidos con
cuidado, con los que iba a los restaurantes de moda a saludar y ser

vista, y luego desaparecía sin comer porque no tenía para pagar: la

palabra elegancia proviene de elegir, y eso es lo que hay que hacer

aunque no haya opción. Cuando Kierkegaard dice que hay que elegirse

a sí mismo, presenta una solución elegante. Por el otro lado, la

elegancia no puede andar colgada de los premios y ostentaciones que

ella misma regala, así que no utiliza los ademanes y las alharacas,

los colores chillones y los aspavientos de los que van a recibir un

Oscar, de los que les gusta presumir lo que han ganado, sean
318

títulos, dinero, erudición o poder, y andan alardeando todo lo que

creen que se merecen. La cara del elegante no es la del que ha

logrado algo, sino la del que se ha cansado de tanto logro, y por

eso utiliza más bien las tonalidades del negro, el color que no se

ve y por lo tanto está más bien en la gama de los transparentes:

Simmel (1904) opina que el luto se viste de negro porque se quiere

salir, por solidaridad con el difunto, de la vida de los colores y

pasar inadvertido por un rato; por ello la elegancia tiende a

salirse de las modas, sea en ropa, en ideas o en gustos. Asimismo,

utiliza los ademanes de la discreción, el tono de voz de la

descripción, que es diferente al de la epopeya y la gesta heroica,

como si la elegancia quisiera hacer notar que no se nota, expresar

que no es muy expresiva, y por eso, el truco clave de la elegancia

es el gesto casual, como si se fuera así sin querer, como si nunca

se hubiera dado cuenta de que existiera tal cosa como la elegancia,

sino que ser así es lo normal. Para ser elegante hay que fingir que

no hay remedio, que es inevitable y que es desde siempre, con lo

cual la elegancia se construye su propia tradición, que no obstante


ser nueva, es "desde siempre", un modo duradero, una actitud

clásica, más larga que las modas a las cuales hay que dejar pasar

junto con el triunfo y otras vulgaridades. Los flojos, los

derrotados, los incrédulos, tienen siempre un toque de elegancia.

Pero es un gesto dificilísimo, razón por la cual el 90% de los que

pretenden volverse elegantes fallan y se equivocan, sobre todo

porque se aplican, se aplican a la tarea y se empeñan demasiado en

serlo, y cometen errores obvios como buscar su árbol genealógico,

aprender de vinos o practicar golf, pero sacan el cobre, porque la


319

elegancia no es un curriculum vitae sino una actitud, un modo de

mirar el mundo, y entonces, paradójicamente, para ser elegante hay

que empeñarse en no empeñarse, tarea sutil, refinada e inteligente

como pocas, y por eso decía Yves Saint Laurent que la elegancia no

estaba en las pasarelas, sino en las calles, en las maneras

espontáneas y desenfadadas de caminar, de cansarse, de amarrarse el

suéter en la cintura, de arrastrar los pies de la gente de diario, y

Christian Dior sabía que era tan difícil de alcanzarse que por eso

una mujer no podía ser elegante antes de los treinta años (Y.

Deslandres, 1976, p. 295), y un hombre antes de los cuarenta, ya que

requiere ese escepticismo que sólo da la sabiduría, o al revés, esa

sabiduría que sólo da el escepticismo. Por regla general, el gesto

de casualidad de la elegancia, de descuido milimétrico, consiste en

colocarle al conjunto un pequeño desorden que discuerde, como una

agujeta desamarrada, que no está así por error, sino por casualidad:

unos codos en la mesa, una palabra mal dicha, alguna frivolidad bien

calibrada son detalles que realzan la elegancia porque hacen que se

note el fastidio. Y también hay que colocarle un pequeño lujo,


alguna perfección minúscula, como un collar de perlas, un modal

antiguo, una frase muy erudita, que no aparecen ahí por ostentación,

sino por casualidad. La elegancia es un modo de ser, y por lo tanto,

no se trata de una cantidad, sino de una cualidad: no es una

posesión ni una expertez, sino una actitud ante la vida, una

política, y por ende, sobra decir que no tiene que ver ni con el

dinero ni con la dominación ni con las clases altas, que por lo

común tienen demasiados estorbos que les impiden ser elegantes. En

1935, una revista parisina preguntó a mujeres tanto pobres, medio


320

pobres, medio ricas como ricas y medio sobre su atuendo favorito, y

todas las respuestas fueron la misma: "un traje liso, negro, con un

collar de perlas" (Y. Deslandres, 1976, p. 178); interprétese como

quiera, pero no es asunto de dinero. En el año 2000, todavía Giorgio

Armani fabricaba ese mismísimo vestido, pero cualquiera se lo puede

confeccionar con una Singer: la elegancia se puede dar el lujo de no

traer dinero, cosa que no les está permitido a los nuevos ricos. La

dignidad, que es una estampa muy elegante, necesita especialmente

haber perdido todo. En los vagabundos, desempleados, estudiantes

expulsados, novios plantados y demás gente que ocupa los parques, se

puede advertir el gesto sutil de la elegancia. Y por razones de

totalidad integradora, de unidad vital, la elegancia parece ser un

atributo femenino (Cfr. Burke, 1997, p. 94). No es de extrañar a fin

de cuentas que la elegancia tenga una forma democrática, por dos

razones; la primera, porque, como pensaba Miterrand, es francamente

de mal gusto ser autoritario, acaparador de la palabra, centro de

atención, sabelotodo y mandamás: atenta contra el estilo; qué

elegancia puede tener el estar de acuerdo con un dictador orangután,


con un presidente norteamericano que quiere imponer la libertad de

los MacDonald's a todo el planeta. La segunda es porque la

elegancia, igual que la democracia, es una juego, que, como todo

juego, requiere de un trabajo arduo y una disciplina rigurosa, pero

que, como en todo juego, siempre se debe procurar que allí no se

note que hay trabajo ni disciplina, sino pura facilidad graciosa, y

como éste es precisamente el objetivo de la elegancia, el hacer

notar que no se nota, entonces puede decirse que, por regla general,

todo juego tiende a la elegancia. También el de la democracia. Y es


321

cierto. Por eso el aplicacionismo no puede ser un juego. La regla de

casualidad es contraria a la ley de causalidad.

Andar con cara de mártir o festejar a gritos es poco elegante,

precisamente porque los azotados y los exultantes le imponen al

resto de la sociedad, con autoritarismo que no pregunta sino que

inflige, su felicidad o su dolor, su manera de ser; los que están

demasiado contentos los viernes por la noche no dejan dormir a sus

vecinos, y les aplican a los demás su alegría aunque no quieran; los

que andan con sus lamentaciones a la menor provocación obligan a los

demás a poner cara de circunstancia. La falta de elegancia parecería

que consiste en imponerle a los demás sus gustos, sus pertenencias,

sus razones, su cociente intelectual, sus insistencias de salvar al

mundo, que equivalen a ponerse enfrente de los demás y taparles la

vista y taponearles sus pensamientos y cerrarles el paso, obligando

a los demás a ver, oír y responder lo que no les interesa. Quien

acapara una conversación no puede ser muy elegante, quien hace

sentir mal a los demás tampoco. Hay una regla de juego que, según el

país, se expresa como "dar cancha", "dar pelota" o "prestar la


bola", para que todos jueguen, y que es básica en el juego de la

elegancia. La elegancia es ante todo sutil, tenue, y por eso lo

elegante tiende a ser esbelto, estilizado, lento, vaporoso, como

para no estorbar el paisaje de nadie con sus aspavientos, como sólo

estando ahí para embellecer la situación, pero no para ocuparla,

como es esa vieja frase educativa de que "procura que lo que vayas a

decir sea mejor que el silencio". En efecto, el color de la

elegancia es transparente, como el de los perfumes, con el que se

pintan las cosas con el fin de no interrumpir, de no irrumpir, de no


322

partir plaza, sino de ser visto sin tapar la vista, de presentarse,

no como una novedad sino como una ventana, que nunca abruma, sino

solamente profundiza, intensifica y enriquece todos los

acontecimientos de la sociedad. Cortázar, el algún cuento (1983, p.

24) habla de un autorretrato en el que el pintor tuvo "le elegancia

de abstraerse", de borrarse y no aparecer. La elegancia es como el

pudor de la razón. La fama, por ejemplo, no puede ser elegante, como

bien lo supo Greta Garbo, que se convirtió en una figura

transparente al retirarse en la punta de su gloria, con lo que

ennobleció el show bussines. Juan Rulfo hizo lo mismo, y es el

personaje más amable de la literatura en castellano. Nada que ver

con las vedettes actuales del cine. O la literatura, nada que ver

con los escándalos de Camilo José Cela.

Recapitulando: la aplicación técnica como forma de mejorar la

realidad, todavía se asume como el procedimiento generalizado de la

sociedad contemporánea, pero ya ni siquiera sus aplicadores se lo

creen muy convencidos. A esta duda que se instila en el pensamiento

contemporáneo, se le puede denominar elegancia, y se trata de un


modo de ser que no puede aceptar los procedimiento ciegos de la

aplicación técnica, porque le resulta más honesto, esto es, más

elegante, un escepticismo transparente que una verdad a ciegas. Hay

suficientes indicadores, sutiles como corresponde, de la presencia

de la elegancia en la sociedad: el uso del lenguaje cotidiano, de la

claridad, de la sencillez y la ironía en la literatura, por ejemplo

la de Saramago, es un caso; otro es la generación de teorías, como

la del caos, donde "se trata de tomar lo distinto y lo plural para

dejarlo en su especificidad" (Rojas, 2002, p. 6), más


323

transdisciplinarias y menos poseedoras de la verdad absoluta, que

por un lado hacen permeables o transparentes las fronteras entre las

disciplinas, y por el otro permiten la opinión del lector al

respecto, y que aparecen tanto en las ciencias naturales y físicas

como en las ciencias sociales y humanas. En lo político y en lo

civil se puede constar la asunción de posturas menos impositivas,

más tolerantes y plurales, donde quepa más gente. La hipocresía

social del lenguaje políticamente correcto para referirse a las

razas, los géneros y los minusválidos, se debe a que ya a estas

alturas hay que parecer un poco más refinado de lo que se es. Se

diría que la elegancia es algo así como un movimiento de protesta,

de queja, o de burla, contra el espectacularismo y la imposición de

una manera a martillazos de arreglar las cosas. La elegancia es el

modo de hacer que los tecnócratas se sientan tontos.

Y en efecto, elegantes son las ventanas, al igual que los

invernaderos, los lentes, los telescopios y las probetas, porque

dejan ver sin estorbar, mejoran la vista en vez de taparla, porque

son transparentes. La pirámide de I. M. Pei, construida en 1989, que


no tapa al Museo del Louvre, es una solución elegante. El vidrio es

un invento de casi siempre, sorprendente sin duda, de dos mil años

antes de Cristo, incluso el transparente, porque las ventanas de

Pompeya ya lo tenían, y en 1300 después de Cristo ya se fabricaba

cristal sin color en Murano, cerca de Venecia. Pero debe ser por la

manera que entraba el sol en las primaveras del Renacimiento, que

los holandeses, a decir de Lewis Mumford (1934, pp. 144-148),

supieron mejor que nadie qué hacer con el vidrio: fue un holandés

-Zacharias Jansen- quien inventa el microscopio compuesto en 1590;


324

fue un holandés -Johann Lippesheim- quien inventa el telescopio en

1605, fueron los holandeses quienes hacen los ventanales más grandes

para sus casas, que son las más limpias del siglo XVII, porque con

tanta luz que entraba, el polvo y la mugre se notaban más, y es en

ese siglo que Jan Veermer retrata gente que siempre está junto a la

ventana (Schneider, 2000) y una vez pinta una fragilísima esfera de

cristal como símbolo de la razón (pp. 80-81). Y Mumford remata con

que el filósofo de la época de mayor visión, sin necesidad de nunca

haber viajado, Baruch Spinoza, era, no sólo holandés, sino pulidor

de lentes.

A los vidrios no se les puede limpiar sólo por un lado: hay que

hacerlo al derecho y al revés. Pero lo que parece curioso al

respecto del vidrio es que la cultura, desde siempre, solamente

había concebido la transparencia para ver a través de ella, para

mirar afuera sin sentir el frío, y así siguió, hasta el siglo XIX,

empleándolo para lámparas, matraces, termómetros y otros buenos

utensilios, es decir, viendo lo que está detrás de la transparencia,

como queriendo, si pudiera, hacerla invisible, pero sin fijarse en


la transparencia misma como un objeto, o sea, haciéndola visible.

Tal vez la cultura vislumbró esta transparencia per se en las joyas,

en el esmalte de los ojos de animales y personas, en el agua de las

fuentes y en la piel del mármol, como una especie de luz

materializada, pero parece que hubo que esperar hasta el siglo XX

para que apareciera la transparencia como un objeto interesante, no

por lo que está detrás, sino por lo que tiene dentro, para que el

cristal se viera como un agua de piedra. Y lo que tiene dentro es

nada, excepto algo: algo que no se ve a simple vista. Si uno se pone


325

a mirar un vidrio, no lo que está detrás, primero no ve nada, y ya

después poco a poco, a fuerza de contemplación, podrá advertir algo

de mugre o jabón, que la superficie no es tan plana como parecía,

que tiene matices de verde y de azul y de gris y de blanco y de

negro, y hasta cierta irisación recorriendo su interior, y mientras

más corriente más se ve el vidrio, porque trae hasta burbujas, pero

mientras más fino, más pulido, mejor templado, más difícil y bonito

es encontrarle algo. Parece entonces que la transparencia consiste

en quitarle a algo todo menos una cosita para que ésta sea lo único

que se vea. En lo que consistió, durante el siglo XX, la abstracción

del arte fue en irle restando caras y cuerpos y figuras, y luego le

quitaron contornos delineados y finalmente hasta colores a las

pinturas y volumen a las esculturas: lo que quedó al final fue

respectivamente un cuadro totalmente blanco y un cubo de pedestal

desocupado, y entonces, si uno amablemente no creía que le estaban

tomando el pelo, tenía que ponerse a mirar intensamente a ver si

veía algo, y así, en efecto, podía empezar a advertir que el blanco

tenía ciertas variaciones de textura y ciertas aclaraciones del


blanco dentro del blanco, llamadas albedos, y que el cubo ahí en el

suelo poseía algo de emocionante, algo así como un centro de

gravedad que quería salirse y no lo dejaban, y uno se iba del museo

sorprendido de que no le hubieran tomado el pelo y de haber

aprendido a ver algo que no estaba, y que, sin embargo, era más

fuerte que lo que sí estaba. Así que es cierta la consigna que

escribió Peter Behrens para el siglo XX: "menos es más".

A estas alturas de la producción en serie y de la acumulación de

cosas, es verdaderamente fácil poner y poner una alfombra sobre el


326

piso, un aparador sobre la alfombra, una televisión sobre el

aparador, un aparato de sonido sobre la televisión, prendida, un

teléfono sobre el aparato de sonido y poner un disco para oírlo

mientras llama a sus amigos, con el periódico enfrente, esto es, es

muy fácil tapar la vista, el tacto, los oídos con cosas y hacer un

mundo opaco: lo difícil es quitarlas. Requiere mucho más atención,

cuidado, voluntad y trabajo quitar cosas y quitar cosas, sin

perderse de nada. La transparencia consiste en el atento trabajo

cultural de ir quitando todos los adornos, detalles, rebabas,

satisfactores, accesorios y facilitadores, no para que falte algo,

sino para que la sustancia, la razón y la materia de todos ellos se

vaya concentrando en una sola instancia, más fuerte y más intensa

que todo lo demás. Es más fácil tener miles de distractores para

tener la vida llena, que no tener distracciones para tener la vida

plena. El alivio, por ejemplo, es una sensación transparente, ya que

se logra por la sustracción de elementos y no por adición, como

quitarse un peso de encima, como el alivio de viajar sin equipaje;

la sociedad será mejor cuando a las mercancías de consumo, se les


ponga, como a los cigarros o al alcohol, la leyenda de advertencia

que diga, "recuerde, lo que Ud. compre tendrá que cargarlo".

En ello consiste el trabajo de la transparencia, en quitar todo,

excepto algo, que no se sabe exactamente qué, para que aparezca la

forma de la cosa sin estorbos, la forma de fondo, la interior,

básica y última, donde no se ve nada, como en un cuarto vacío, pero

en el que uno sabe que hay algo ahí dentro, que se siente como

fuerza interior, concentrada y refrenada, como una especie de

tentación resistida, y en efecto, es muy fácil dejarse llevar por


327

las tentaciones de poner, de añadir, de extender, de acumular, y

cuando uno hace todo eso, se ve muy activo y aplicado: lo difícil es

resistir las tentaciones, y cuando uno hace lo difícil, parece que

no está haciendo nada, pero ahí hay que imaginarse la fuerza

contenida de la tentación guardada.

Hay un número de casos contemporáneos que pueden servir de

constatación de que la transparencia es un fenómeno presente en la

sociedad, como el gusto por las recetas caseras, los cantantes

unplugged, las novelas de amor sencillo y otros minimalismos;

asimismo, las actitudes de la paciencia, el respeto o la ternura,

que son aspiraciones sociales, son transparentes porque se trata de

actividades que parece que no lo son: son pasiones de contención. En

el ámbito académico, puede registrarse la revisitación de

disciplinas como la historia, la ética o la estética, cuya tarea,

diríase, es la de limpiar el pensamiento y aclarar la sociedad; y en

general, como trabajo intelectual, la transparencia radicaría en la

comprensión, la cual, como forma de pensamiento, no consiste en

ganar las discusiones, e incluso no consiste en decir nada, sino en


entender lo que dice el interlocutor, y ciertamente, las ciencias

que intentan comprender en lugar de explicar y mucho menos de

aplicar, tienen vocación de transparencia. Borges, el ciego,

percibía la transparencia, y le dictó a María Kodama un poema que

dice, "el que descubre con placer una etimología / el tipógrafo que

compone bien esta página, que tal vez no le gusta / el que justifica

o quiere justificar un mal que le han hecho / el que prefiere que

los otros tengan razón / esas personas, que se ignoran, están


328

salvando el mundo" (1989, p. 607). Él dice "Stevenson", pero se

podría decir "el que agradece que en la tierra haya" Borges.

Y quizá sobre todo haya ejemplos por la vía del error, donde hay

a quienes se les ve qué es lo que necesitan por lo que se equivocan,

que es el caso de todos los orientalismos, medievalismos,

angelololismos, naturismos, armonismos y demás vidainteriorismos

como los retornos mercadotécnicos y televisivos a las religiones que

de todos modos recuerdan la frase de André Malraux de que "el siglo

XXI será religioso o no será", que al parecer nunca dijo. Nada de

esto es transparente ni elegante, y si bastante retorcido y

consumista, pero denota una urgencia medio angustiada de la gente

por desembarazarse de lo que le estorba, razón por la cual se visten

de blanco y oyen música de paz forzada y entornan los ojos como

beatos a deshoras. Todos éstos son falsos transparentes que quieren

volverse verdaderos, y aunque no lo vayan a lograr, el caso es que

quieren.

Sin embargo, así como la elegancia se ejemplifica mejor con la

ropa y los gestos, o la aplicación con el activismo técnico, la


transparencia, a su vez, se ejemplifica mejor con la arquitectura.

La arquitectura, cuya etimología original significa "soy el primer

obrero que produzco y doy a luz", por ser arte y técnica, por ser

cosa práctica y cotidiana, por ser envolvente y ambiental, y

multisensorial, ya que se percibe con los ojos y con los pasos, ha

resultado ser el mejor signo de los tiempos, y hay ciertas obras que

necesitan inherentemente tener voluntad de transparencia, como los

museos, cuya construcción no debe estorbar en nada para que uno se

fije en lo que va a ver, que son las piezas que contiene, y también
329

las iglesias y las capillas, sobre todo entre semana, cuando no va

nadie, que están solamente llenas de espacio, altura y silencio,

donde a uno no le queda otra cosa que proceder al recogimiento, o

las ruinas, en las que verdaderamente no hay nada positivo y

presente que mirar, y por eso uno empieza a ver cosas ausentes como

el pasado de una sociedad, que es lo mismo, pero al revés, que

sucede en las cárceles de alta seguridad, donde el inquilino tiene

todo el tiempo que quiere para recogerse en sus propios

pensamientos, y donde la cosa ausente que se ve es más bien el

futuro; es un dato conocido que a estos condenados les da por

volverse místicos o pintores o escritores. El asteroide del

Principito también es así. En fin, todas éstas son edificaciones

transparentes, llenas únicamente de mucho tiempo y mucho espacio,

que inducen a que el habitante solamente vea lo que es esencial y

fundamental, y aunque se le ponga nombre de belleza, dios, el pasado

o el futuro, en todo caso lo que se ve ahí es, en estricto sentido,

el pensamiento, y no necesariamente el propio.

Desde más o menos principios del siglo XX, se aprecia en la


arquitectura, a veces más en la que es netamente artística y por lo

tanto bastante impráctica (Anatxu Zabalbeascoa y Rodríguez Marcos,

2000, pp. 134, 111), una pretensión minuciosa y pertinaz de

transparencia, que comienza con Adolf Loos, el que escribió que el

ornato era un delito, arquitecto austríaco, que desde 1900 le quitó

todos los adornos a sus obras (Pevsner, 1949, pp. 199-200),

adelantándose como en veinte años a, por ejemplo, la escuela alemana

de la Bauhaus (Bayer, Gropius, Ise Gropius, 1938), donde se

proyectaron edificios, muebles, escenografía, automóviles, textiles,


330

vestuario, billetes de banco, tipografía, que eliminaban todo lo que

estaba de más y que estorbaba el desempeño del objeto, así que se

suprimen curvas, molduras y recubrimientos; a las máquinas de

escribir les quitan las mayúsculas que sólo las hacen más

complicadas. Y aparecen las líneas rectas, los materiales

directamente aparentes como el concreto, los tubos y las varillas,

la luz a través de ventanales, logrando casas, mesas y juegos de té

de una extraña pureza, de una inalcanzable limpieza perceptual que

marca definitivamente al siglo XX, porque cualquier cosa que

actualmente no se vea como antigua es que tiene influencia de la

Bauhaus. Pero, en todo caso, donde, al parecer, logra instalarse la

transparencia como una forma de ser alternativa al ruidero opaco del

siglo XX, es en los edificios de cristal y las construcciones

descaradamente simples de la persona siempre reservada (Giedion,

1954, p. 17) de Ludwig Mies Van Der Rohe, únicamente preocupado por

la aparición de la forma pura, íntima, prístina, de las cosas: "la

forma intensa, más que extensa", como él mismo decía, profundamente

detallista, esto es, esmerado en limarlos y borrarlos, porque Dios


estaba en los detalles (Arantxu Zabalbeascoa y Rodríguez Marcos,

2000, p. 70), y ninguno de los dos debe verse, hasta lograr

construcciones lisas, sin fisuras ni rebabas ni tornillos ni juntas,

con precisión de nave espacial, como si estuviera hecha con una

tecnología sin piezas ni componentes, es decir, no maquinal ni

funcional, sino contemplativa, como está hecho, justamente, el

monolito de 1 X 3 X 9 que Arthur C. Clarke colocó en la órbita de

Júpiter en su Odisea en el Espacio (1968), o su antecesor, El

Centinela (1951), un tetraedro de cristal de tecnología infinita que


331

había colocado en la luna. Es curioso que tanto Clarke como Mies

decidan que lo que hay dentro de sus volúmenes de transparencia

negra, llámese monolito en el paleolítico inferior o Torre de

Seagram en Nueva York, ambos muy semejantes, sea algo así como un

pensamiento que tiene mucho de superior y un fuerte sentido de lo

sagrado. En efecto, la arquitectura transparente tiende a ser

conventual, sobria, honesta, de monumentalidad muda, porque no sólo

quita materiales, muebles, paredes y funciones, sino asimismo quita

actividades, preocupaciones, comodidades, palabras, sonidos,

compañías y entretenimientos, y lo único que queda dentro, es mucho

mucho espacio, mucho mucho tiempo. Juan O'Gorman, el arquitecto que

construyó el estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo, al construir su

propia casa, no lejos de ahí, en 1928, en donde todos los materiales

e instalaciones eran aparentes, se propuso hacerla con el mínimo de

trabajo y de gastos de dinero; que hasta el dinero fuera un estorbo.

El versículo 12 del Libro Tercero de los Reyes termina así: "pasado

el fuego, hubo una brisa apacible y suave". El Señor estaba ahí. La

casa particular de Luis Barragán, quien era, según el mismo, un


arquitecto de soledades, levantada en 1947 en un barrio pobre y

popular de la Ciudad de México, que, de acuerdo con su actual

protector, "es una de las absolutas obras maestras de la

arquitectura del siglo XX", conmueve por su perfeccionada

austeridad, que induce las sensaciones más de un monasterio que del

hogar de una celebridad. Donde la comodidad está en paz. Y es que,

como dice Tadao Ando, premio Pritzker 1995 (el "nobel" de la

arquitectura), al igual que Barragán en 1980, "en un espacio sin


332

nada sólo caben las personas que son sinceras con sí mismas". ¿Qué

hay dentro de un cuarto vacío?: uno mismo.

En efecto, puede aseverarse que han ido apareciendo formas

transparentes en la realidad, donde todo el esfuerzo constructor se

dirige, no a erigir cosas, sino a extraerlas, con precisión de

carterista, para que quede puro espacio y sólo tiempo, y donde

entonces, la gente, la sociedad y la cultura, cuando busque qué es

lo que hay dentro, se enterará de que lo que hay dentro es su propio

pensamiento y nada más, un pensamiento en su estado más originario,

cuando no tiene ni siquiera materialidad. La transparencia lo que

tiene es resplandor: lo que hay dentro de la transparencia es el

propio pensamiento.

Y si un vestido tiene que ser negro, un lugar tiene que ser

blanco, porque, como dice Kandinsky, "el color blanco suena como un

silencio que de pronto puede comprenderse, es la nada primigenia, la

nada anterior al comienzo, al nacimiento. Quizá sea el sonido de la

tierra en los tiempos blancos de la era glacial" (1910, p. 74). Y es

correcto: un escenario limpio, callado, e inmóvil, único y central,


es, por decir así, la condición inicial para que algo ocurra, la

circunstancia adecuada para que algo aparezca, como si fuera el

escenario de la primera mañana del mundo, que es lo que parece que

está propuesto en la forma de la transparencia, a saber, configurar

las condiciones para que las ideas, los pensamientos, ocurran, para

que la realidad se aparezca de nuevo, para que la sociedad vuelva a

ocurrir. La transparencia tiene la intención de volver a encontrar

el purisma de la sociedad; lo curioso de esta pretensión purismática

de la cultura es que esa palabra no existe.


333

Y ciertamente, si las cosas se crean de la nada, la forma

transparente es una buena imitación de esa nada donde las cosas se

crean, y tal es su pretensión. Las salas de espera son así: ahí no

hay nada que ver ni que hacer, y después de hojear las revistas

atrasadas, los diplomas del doctor, el foco fundido del techo y el

manicure en proceso de la recepcionista, uno empieza a revisar sus

debilidades, sus quehaceres y sus ilusiones, es decir, termina por

verse a sí mismo, o sea, por observar al observador, y es evidente

que el observador es producto de la sala de espera. Las cárceles han

de ser como una sala de espera sin doctor. Hoy en día, lo más

transparente que tenemos es la espera*.

____________________
*.- La Psicología Colectiva, como la ciencia-ficción -la de Clarke o la de Ray
Bradbury- no es una ciencia de hechos o de fenómenos ya consumados, y por lo tanto
tampoco tiene un objeto sobre el cual aplicarse, sobre todo porque la aplicación
en general es una actividad de arreglar desperfectos ya existentes para que todo
siga como siempre, y donde subyace un acuerdo con los principios de poder y de
desigualdad que rigen a la sociedad actual. Por el contrario, la psicología
colectiva es un proyecto de sociedad, que consiste en pensar las posibilidades de
una sociedad, si no más feliz -cosa que carece de verdadero significado-, sí más
acorde a la sustancia fundamental de la cultura, en donde uno mismo y el mundo se
pertenecen mutuamente, lo cual quiere decir, según las definiciones dadas en un
inicio, una sociedad más estética y con mayor sentido, que tenga sus desgracias,
pero donde sus desgracias valgan la pena.
Y si de repente se aparece la práctica, esto es, si en algún momento inminente
quien hace psicología colectiva tiene que trabajar para vivir y le ofrecen una
trabajo que necesita, sobre todo porque le pagan, no importa de qué, lo mejor es
aceptarlo, porque si sus estudios han consistido en pensar el pensamiento, lo más
seguro es que se haya vuelto inteligente, lo cual consiste en hacer lo que se
334

pueda con lo que se tenga, lo cual es de suyo embellecer la vida en la medida de


las posibilidades, y así, siendo inteligente podrá hacer lo que deba en el trabajo
que necesita, pero, porque es inteligente, sabrá que lo que está haciendo no es
aplicar la psicología colectiva, que es inaplicable, sino haciendo un trabajo, que
ojalá sea el que le guste.
335

ÍNDICE DE NOMBRES

Adams, Thomas Borges, Jorge Luis


Adorno, Theodor Wiesengrund Boring, Edwin Garrigues
Aguirre y Fierro, Guillermo Bousquet, Joë
Alberoni, Francesco Bradbury, Ray Douglas
Alberti, Rafael Braudel, Fernand
Alberti, Leon Battista Breuer, Marcel
Alfonso X, El Sabio Briceño Guerrero, J. M.
Allen, Woody Broca, Paul
Allport, Floyd H. Bronowski, Jacob
Altamirano, Ignacio Manuel Broodthaers, Marcel
Ando, Tadao Brunelleschi, Filippo
Apel, Karl-Otto Bruner, Jerome
Aquino, Santo Tomás de Buonarroti, Miguel Ángel
Aragon, Louis Burke, Peter
Aristóteles Burroughs, William Seward
Arnheim, Rudolf Burroughs, William Lee
Arreola, Juan José Caldwell, Taylor
Auté, Luis Eduardo Campbell, Malcolm
Bach, Johan Sebastian Campos, Haroldo de
Bachelard, Gaston Camus, Albert
Bacon, Roger Canetti, Elias
Bagehot, William Capriati, Jennifer
Baldwin, James Mark Cardenal, Ernesto
Barragán, Luis Carnegie, Andrew
Bartholdi, Auguste Carriego, Evaristo
Bartlett, Frederic Ch. Carulla, Juan
Baudelaire, Charles Cassirer, Ernst
Baudrillard, Jean Castellanos, Rosario
Behrens, Peter Chanel, Coco (Gabrielle)
Bergman, Ingmar Chaplin, Charles
Bergson, Henri Che Guevara, Ernesto
Berkeley, George Chillida, Eduardo
Berman, Morris Choderlos de Laclos, Pierre A. F.
Berr, Henri Cioran, Émile M.
Billig, Michael Clarke, Arthur Charles
Blake, William Cohen, Leonard
Bloch, Marc Collingwood, Robin George
Blondel, Charles Cook, Thomas
Bohéme, Jacob Cooley, Charles
Bohr, Niels Cortázar, Julio
336

Coubertin, Pierre de Gorostiza, José


Cristina, Reina de Suecia Halbwachs, Maurice
Daimler, Gottlieb Hardy, Françoise
Darío, Rubén Harré, Rom
De Quincey, Thomas Hawking, Stephen
Dean, James Hegel, Georg Wilhelm Friedrich
Delacroix, Henri Heinz, Henry John
Descartes, René Heisenberg, Werner
Dilthey, Wilhelm Henlein, Peter
Dior, Christian Herder, Johann Gottfried
Disney, Walt Hernández, Miguel
Domecq, Pedro Hockney, David
Dunlop, John Boyd Holmes, Sherlock
Durkheim, Émile Huizinga, Johan
Eco, Umberto Hume, David
Eddington, Arthur Ibáñez, Jesús
Eliot, Thomas Stearns Ibáñez-gracia, Tomás
Ende, Michael Ichheiser, Gustave
Escher, Maurits C. Ingpen, Robert
Favre, Antoine Innerarity, Daniel
Febvre, Lucien Isabel I, de Inglaterra
Fechner, Gustav Theodor James, William
Festinger, Leon James, Henry
Flaubert, Gustave Jansen, Zacharias
Flusser, Vilém Jaspersen, Otto
Franklin, Benjamin Jeans, James
Frazer, Sir James George Jones, Indiana
Freud, Sigmund Kahlo, Frida
Fridman, Aleksandr Aleksandrovich Kandinsky, Wassily
Gadamer, Hans-Georg Kant, Immanuel
Galbraith, John Kenneth Keller, Hellen
Galileo Galilei Kennedy, Jackeline
Gall, Franz Joseph Kepler, Johannes
Garbo, Greta Keynes, Milton
Gardner, Howard Kierkegaard, Soren
Gauss, Karl King, Carol
Gergen, Kenneth J. Koch, Helge
Giacometti, Alberto Koestler, Arthur
Gillette, King Camp Koffka, Kurt
Goethe, Johann Wolfgang Köhler, Wolfgang
Gómez de la Serna, Ramón Kolakowski, Leszek
González, Luis Korda, Alberto (Díaz)
Gordimer, Nadine Kosik, Karel
337

Kovalevsky, Sonia Meyerson, Ignace


Koyré, Alexandre Michelet, Jules
Kruger, Barbara Mies Van Der Rohe, Ludwig
Kuhn, Thomas Mill, John Stuart
Kundera, Milan Miró, Joan
Kurosawa, Akira Miterrand, François
Lacoste, René Modigliani, Amadeo
Lafitte, Leon Monet, Claude
Langer, Susanne Monier, Joseph
Le Bon, Gustave Montaigne, Michel de
Le Corbusier(Charles-Edouard Jeanneret) Moore, Henry
Le Goff, Jacques Morrison, Jim
Leibniz, Gottfried Wilhelm Moscovici, Serge
León Felipe (Camino) Mueller, Max
Levy-Bruhl, Lucien Nastase, Illie
Lewin, Kurt Nervo, Amado
Lichtenberg, Georg Christoph Newman, Paul
Lipovetsky, Gilles Newton, Issac
Lippersheim, Johann Nin, Anaïs
Lipps, Theodor Novalis (Friedrich Hardenberg)
Livio, Tito O'Gorman, Juan
Loach, Ken Onetti, Juan Carlos
Lombardi, Vince Ornelas, Oscar enrique
Loos, Adolf Otis, Elisha Graves
Lotze, Rudolf Hermann Owen, Richard
Luhmann, Niklas Page, Michael
Macadam, John Loudon Parret, Herman
Machado, Antonio Pascal, Blaise
Maffesoli, Michel Patou, Jean
Magritte, René Patter, Walter
Malinowsky, Bronislaw Paz, Octavio
Malraux, André Pei, Ieoh Ming
Mandelbrot, Benoit Peirce, Charles Sanders
Marcos, El Subcomandante Pemberton, John
Marina, José Antonio Pérez Botija, Rafael
Masaccio (Tommaso di Giovanni Guidi) Perry, Fred
McCormick, Willoughby M. Pessoa, Fernando
McDonald, Daniel Pfeiffer, Johannes
McDougall, William Plank, Max
McQueen, Steve Plotino
Mead, George Herbert Poincaré, Jules-Henri
Mercator, Gerhard Kremer Polo, Marco
Merleau-Ponty, Maurice Popper, Karl
338

Porsche, Ferdinand Stephenson, George


Proust, Marcel Strachey, Giles L.
Ptolomeo, Claudio Studeny, Christophe
Ramón y Cajal, Santiago Sullivan, Louis
Read, Herbert Sultán
Renouvier, Charles Sundblom, Haddon
Reyes, Alfonso Superman
Ribot, Théodule Suskind, Patrick
Ricoeur, Paul Swift, Jonathan
Rietveld, Gerry Tácito, Publio Cornelio
Rilke, Rainer Maria Tan
Rivera, Diego Tarde, Gabriel
Rockwell, Norman Tarso, San Pablo de
Rodin, Auguste Taylor, Elizabeth
Romo, Manuela Thompson, D'arcy W.
Rorty, Richard Thonet, Michael
Rossi, Pasquale Tolstoi, Leon
Rougemont, Denis de Trotsky, Leon
Rousseau, Jean-Jacques Ucello, Paolo
Rubalcaba, Eusebio Valéry, Paul
Rulfo, Juan Van Gogh, Vincent
Russell, Bertrand Vargas Dulché, Yolanda
Sabatini, Gabriela Varo, Remedios
Sábato, Ernesto Veermer de Delft, Jan
Sabina, Joaquín Vicent, Manuel
Saint Exupéry, Antoine de Vico, Giambattista
Saint Laurent, Yves Víctor Manuel (Sanjosé)
Santayana, George (Ruiz de) Vinci, Leonardo da
Saramago, José Virilio, Paul
Sartre, Jean Paul Von Ehrenfels, Christian
Schrödinger, Erwin Von Humboldt, Wilhelm
Scott, Ridley Watt, James
Serrat, Joan Manuel Weber, Max
Shaw, George Bernard Wegener, Philip
Siemens, Sir William Wells, Orson
Sighele, Scipio Wertheimer, Max
Simmel, George Wheeler, John
Singer, Issac M. White, Hayden
Sombart, Werner Whitehead, Alfred
Spencer, Herbert Williams, Venus
Spinoza, Baruch Williams, Serena
Stein, Edith Winfield, Walter C.
Stein, Gertrude Wittgenstein, Ludwig
339

Wundt, Wilhelm
Yale, Linus
Zaid, Gabriel
Zambrano, María
Zellini, Paolo
340

ÍNDICE DE TEMAS

Abajo Casualidad Dentro


Absoluta Causas Deporte
Accidente Centro Derecha
Achaques Cercano Descompone
Acontecimiento Cerebro Desconocido
Actitud Certeza Desrecordar
Actual Ciclo Detrás
Afectividad Ciencia Dicotomía
Alivio Círculo Diestro
Alto Civilización Dinero
Analogía Coca-cola Discreto
Animismo Colectiva Discurso
Antehistoria Colores Distante
Aparecida Comedia Dos
Apeirón Completud Drama
Aplicación Componentes Dualidad
Aprioris Concepto Duración
Arquitectura Confianza Eco
Arriba Conocimiento Edad
Arte Contemplación Elegancia
Asombro Contenido Elegir
Atento Continuo Emergencia
Atmosférico Contornos Empatía
Ausencia Convencional Encantamientos
Autómatas Conversación Endurecimiento
Automóvil Conversión Ensayo
Avanza Coquetería Enumeraciones
Avión Creación Envolvente
Baile Creatividad Envuelta
Bajo Creativismo Esfera
Belleza Crítica Esférico
Bicicleta Mentalidades Espacio
Big-bang Epistemología Espadas
Big-crunch Cuántica Especializaciones
Cábala Cuatro Espectáculo
Caballero Cuentos Especulativo
Cabeza Cultura Espejo
Caminar Definición Espera
Canción Delante Espiral
Caos Democracia Esquema
341

Estática Impulso Memoria


Estética Incertidumbre Mentalidades
Estilo Indeterminación Mercancía
Estrellas Indiferente Metáfórica
Expectativa Indistinta Milagro
Expertos Infancia Modular
Extensión Infinito Monádica
Exterior Inimportante Morfología
Extraños Inintencionalidad Motor
Familiar Inmediata Música
Fatiga Insight Narración
Ferrocarril Instrumental Narracional
Filosofía Inteligencia Nosotros
Físico Intensiva Otros
Fisiognomía Interacción Noticiero
Fisonomía Interior Números
Fondo Interjectiva Observador
Fractal Intermitencia Oculto
Fragmentación Intuición olfáctica
Frivolidad Inventos Olfato
Fuera Isomorfismo Olor
Fuerza Izquierda Onomatopéyica
Fuga Jerga Opacidad
Función Juego Órden
Funcionario Kinestésica Órdenes
Fundacional Laberinto Orgánica
Ganar Lentitud Otro
Genio Leyes Pasiones
Gestalt Libertad Patio
Heterogéneo Limitaciones Pelota
Historia Límite Pensamiento
Historias Lógica Percepción
Historicidad Lugares Perder
Holandés Luz Perspectiva
Homogéneo Mapa Pertenencia
Horizontal Maquinaria Pictórica
Hueco Observador Pneumática
Iluminación Marco Poder
Ilustración Marginalidad Poesía
Imágica Masas Poker
Imitación Matemáticas Poma
Impenetrabilidad Material Práctica
Importante Medioevo Presentatividad
342

Probabilidades Sentimiento
Propensiones Sillas
Psicofísico Simple
Psicología Simultaneidad
Psique Sinestesia
Psíquico Singularidad
Publicitación Siniestro
Queja Sinsentido
Racionalidad Sociedad
Racionalismo Sólido
Rapidez Sonrisa
Raqueta Teatro
Realidad Tecnología
Realismo Tenis
Recinto Tiempo
Record Torcido
Redondo Tradiciones
Reflexión Tragedia
Reflexividad Transparencia
Regla Transponibilidad
Regularidad Tres
Reiteración Tristeza
Relevante Tulipanes
Relojes Universidades
Remembrar Uno
Rememorar Utensilios
Remoto Útiles
Rendimiento Vacío
Repentinidad Vaivén
Repetición Velocidad
Resultados Verificable
Ridiculez Vertical
Rima Vestigios
Risueñez Vicisitudes
Ritmo Vidrio
Ropa Violencia
Ruido Vocación
Ruinas XVIII
Secreto XX
Semiótica
Sensación
Sentido
Sentimental
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