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Sola Morales
Sola Morales
Ignasi Solà-Morales
1. La arquitectura moderna se articuló, por una parte, a partir del paradigma de la racionalidad
técnica y, por otra, de la expresión de los sentimientos y emociones del arquitecto como intérprete
de los deseos y esperanzas de la sociedad.
Criterios de racionalidad técnica basados en la eficiencia, el ajuste entre necesidades y recursos,
el conocimiento analítico de dichas necesidades y el avance de las posibilidades materiales de
darles respuesta, estuvieron, en mayor o menor grado, acompañados de la exigencia de que la
arquitectura, al igual que el arte en todas sus dimensiones; debía ser expresión del espíritu del
tiempo, manifestación de anhelos y objetivos de justicia, igualdad y solidaridad, así como bús-
queda de una feliz armonía entre la vida individual y colectiva en las aglomeraciones sociales
constituidas por las ciudades.
En Le Corbusier, en Walter Gropius. en Mies van der Rohe o en Erich Mendelshon, por sólo citar
unos pocos nombres bien representativos, la legitimidad de su discurso arquitectónico
encontraba su fundamento en criterios más amplios, ya fuese de racionalidad técnica, o bien de
expresividad psicológica.
La teoría de la arquitectura adoptaba referentes y paradigmas procedentes de la teoría social, y la
historia pasaba a un plano mucho más secundario, aunque no dejase de estar presente como
relato especializado que reforzaba el discurso técnico y psicológico.
La teoría se construía abandonando toda intención sistemática y desarrollando, por el contrario,
discursos especializados en torno a problemas higiénicos, de transporte, de aprovechamiento del
suelo o de eficiencia en los distintos niveles de la construcción de la ciudad.
También aquellas preocupaciones por la expresión de esta misma eficiencia, o de los anhelos de
cambio hacia una sociedad más justa y feliz, se justificaban a partir de teorías estéticas cuyo
apoyo en la psicología de la forma o en la simpatía simbólica variaba en cada caso y para cada
tentativa de establecer razones o criterios generales.
Pero con este nuevo paradigma, se producían aún otros cambios. Con el desarrollo de lo que
convencionalmente llamamos arquitectura moderna, desaparece la tratadística, es decir,
cualquier tentativa de organizar ordenadamente el conjunto de principios y conocimientos en los
que fundamentar la práctica de la arquitectura, a la vez que aparecen discursos parciales,
estudios, manifiestos y narraciones históricas de alcance limitado, gracias a las cuales se
establece la legitimación de la nueva arquitectura.
En relación al papel de la historia como fundamento de los principios teóricos, es importante
insistir en el hecho de que, o bien pervive una historia de la arquitectura dentro de la historia de
las artes, tal como se había planteado por la gran historiografía del cambio de siglo o bien las
historias limitadas de la construcción con nuevas tecnologías y materiales, de la casa, de las
ciudades; constituyeron un discurso complementario para la legitimación de los orígenes y de la
racionalidad de las técnicas o procesos que debían desarrollarse en el presente. Las historias de
Eugène E. Víollet-le-Duc, de Hermann Muthesius, y también las de Adolf Platz o las de Ludwig
Hilberseimer fueron, evidentemente, historias instrumentales: aproximaciones a fenómenos del
pasado con los que, literalmente, iluminar el presento, o bien relatos con los que explicar
lenguajes y técnicas a través de sus orígenes.
Pero no sólo las historias limitadas tuvieron una función de soporte sino que, en sus más
ambiciosos autores, -fueron siempre un instrumento para legitimar el presente desde una
narración teleológicamente orientada desde el pasado hasta el presente. Siegfried Giedion,
Nikolaus Pevsner, Leonardo Benevolo, Bruno Zevi, y tantos otros, construyeron relatos
coincidentes en el mismo aserto: el proceso iniciado en el barroco, en la revolución industrial o en
las vanguardias artísticas, era el proceso del progresivo alumbramiento de la verdad definitiva, la
aurora de una nueva civilización, sensibilidad, arte, arquitectura, etc., que alcanzaba su plenitud
en el presente. Si la historia era un instrumento ligado a la nueva teoría de la arquitectura, esta
relación era la de aportar credibilidad, certidumbre respeto de la veracidad y conveniencia de los
1
principios psicológicos, técnicos sobre los que se construye la actividad arquitectónica presente.
Más que aportar principios, contribuía a hacer la historia de la arquitectura más verosímil a
aquello que ya estaban proponiendo las teorías.
2. En un texto manuscrito de Colin Rowe, de 1958, que, al parecer, debía ser el guión de un
comentario para la BBC sobre el libro de Henry-Russell Hitchock Arquitectura de los siglos XIX y
XX, el profesor por entonces de Cambridge, decía lo siguiente: "Podemos sospechar que el
arquitecto moderno está habituado a recibir del historiador una conmoción semejante a la que el
lector victoriano de novelas recibía de los escritores de su época. En otras palabras, está
acostumbrado al final feliz (happy ending). Conflictos y contraconflictos deben acabar
resolviéndose; castigos para unos, premios para otros, mientras que el héroe y la heroína
(¿pueden ser estos la ingeniería y la arquitectura o, por el contrario son la arquitectura y la
sociología?) intentan demostrar, con su experiencia, que se encuentran en una situación idónea
para desarrollar una vida de ilimitada fecundidad y de felicidad inagotable. ¿Es útil para una
discusión sobre la arquitectura introducir una visión teleológica y plantear la escatología de la
arquitectura moderna? O, por el contrario, ¿sería más sencillo proponer que las historias del
desarrollo arquitectónico desde la revolución industrial lleguen hasta el presente a partir de la
hipótesis de que el presente es el fin de la historia?”.1
Esta larga cita, evidentemente crítica respecto de la historiografía usual del movimiento moderno,
y de su predeterminado destino legitimador, me parece que define claramente lo que será, en
torno a los años setenta, el cambio de paradigma teórico de la arquitectura de aquel momento.
Desde distintas instancias, el paradigma tecnológico-psicológico entra en crisis en los años
cincuenta. El nombre de la fenomenología, del humanismo, de la antropología y de la historia
crítica, asistimos al desmonte del edificio racional-técnico-social que estructuraba la llamada
arquitectura moderna. Las irónicas palabras de Colin Rowe no hacen más que levantar acta del fin
de una episteme, contra la que luchaban tanto el Team X, como los arquitectos nórdicos, tanto los
brasileros como Louis I. Kahn.
La historia encontraba el camino expedito para ocupar un lugar en la fundamentación teórica de la
arquitectura. Un nuevo paradigma, ahora sí que histórico, constituirá el fundamento teórico de la
arquitectura durante más de veinte años. La cultura arquitectónica occidental se aprestará a vivir
un verdadero neohistoricismo con evidentes diferencias con lo que llamamos el historicismo
decimonónico, pero también con no pocos puntos de contacto, uno de ellos y el no menos
importante, será el de establecer una nueva mirada atenta y complacida a los materiales de la
historia, al “pasado como amigo”, según la famosa expresión de Ernesto N. Rogers.
Dos grandes corrientes se disputaran la hegemonía del discurso histórico de la arquitectura. Por
un parte, el estructuralismo formalista procedente de la gran tradición purovisualista de comienzos
del siglo XX. Aby Warburg, Fritz Saxl, Edwin Panofsky, Rudolf Wittkower, serán los referentes de
una historiografía en la que el eterno retorno de las estructuras formales tenderá a ofrecer
instrumentos de decodificación del presente en permanente analogía estructural con el pasado.
Por otra parte, la historia crítica de raíz hegeliana, que arranca del neohistoricismo de Gyorgy
Lukács y del materialismo dialéctico tal como se desarrollaría en el proyecto de la historia global
de la escuela de los Annales.
Para la tradición formalista, sea como fragmento, como indicio o como residuo, el historiador
mostrará las continuidades del presente con el pasado, y ofrecerá posibilidades de interpretación
por debajo, más allá, mas profundas que las apariencias evidentes. Toda la obra del propio Colin
Rowe es un testimonio brillante de este tipo de aproximación de la historia de la arquitectura y,
también, a la historia cultural en busca de estructuras profundas que permitan mostrar el nervio
interno de la obra, su razón de ser más decisiva al tiempo que las invariantes formales que la
hacen inteligible.
1Reseña del libro Architecture Nineteenth and Centuries, de Henry Russell-Hitchcock, en Rowe, Colin, As/
was Saying (vol. I), The Mit Press, Cambrigde, (Mass), 1996.
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El nuevo formalismo, con sus amplias resonancias estructuralistas, daría lugar, en paralelo al
discurso de la autonomía disciplinar. La habitual dependencia de la teoría arquitectónica de los
paradigmas teóricos de las ciencias físico-matemáticas, sociales o psicológicas y, por tanto de la
necesidad de predicar para la arquitectura discursos interdisciplinares, cede su lugar –como
también sucediese en el rico y brillante momento teórico del eclecticismo decimonónico-, a la
fundamentación histórico-formal de la arquitectura entendida como autónoma e independiente. La
autonomía disciplinar es consecuencia de la autonomía del análisis estructural propiciada por esta
corriente metodológica y filosófica.
Autonomía no significa que la arquitectura no pueda compararse con otros fenómenos culturales o
técnicos, ni que su ámbito de acción no entre en relación con otros ámbitos de la realidad. La
autonomía disciplinar significa no sólo que hay instrumentos específicos para el análisis
arquitectónico y que estos instrumentos críticos pueden ser objeto de elaboración teórica, sino que
serán punto de partida de nuevas prácticas arquitectónicas contemporáneas.
El imponente peso de los análisis históricos de Colin Rowe en la cultura de los arquitectos del
mundo anglosajón hasta finales de los ochenta, y la historiografía, a veces implícita y a menudo
explícita, en el cuerpo teórico elaborado por Aldo Rossi, ayudan a entender la posición
absolutamente central de la historia, de cierto tipo de historia formal y estructuralista, entre los
años sesenta y ochenta en el cuerpo teórico de la arquitectura.
No menos decisiva, primero en Europa y, curiosamente con un decalage de más de diez años, en
Estados Unidos, es la colocación de la historia en el centro de la teoría arquitectónica, algo que
Manfredo Tafuri y sus colaboradores practicaban ya desde mediados de los años sesenta.
El proyecto tafuriano es el de una historia crítica, un discurso contraído desde las técnicas
historiográficas y desde las hipótesis de la crítica de las ideologías. El discurso exterior se impone
a la propia práctica arquitectónica y a su reflexión autónoma como la única legitimidad capaz de
explicar, discernir y, en definitiva, evaluar la arquitectura misma.
“Con este criterio la historia de la arquitectura siempre aparecerá como fruto de una dialéctica no
resuelta”, escribe Manfredo Tafuri en el texto “El proyecto histórico”, que publica como introducción
a su última gran libro de síntesis.2 Y continúa: “La combinación entre anticipaciones intelectuales,
modos de producción y modos de consumo ha de hacer “saltar” la síntesis contenida en la obra.
Allí donde se da como todo finito, es necesario introducir una disgregación, una fragmentación,
una “diseminación” de sus unidades constitutivas. Será necesario realizar un análisis separado de
estos componentes disgregados. Relaciones de encargo, horizontes simbólicos, hipótesis de
vanguardia, estructuras del lenguaje, métodos de reestructuración de la producción,
intervenciones tecnológicas, se presentaran así desprovistas de la ambigüedad connatural a la
“síntesis” mostrada por la obra.
Es evidente que ninguna metodología específica, aplicada a los componentes y aislada de esta
manera, podrá dar cuenta de la “totalidad” de la obra (…) iconología, historia de la economía
política, historia del pensamiento, de las religiones, de las ciencias, de las tradiciones populares,
podrán apropiarse separadamente de los fragmentos de la obra disgregada. Para cada una d
estas historias, la obra tendrá algo que decir.
Desmembrando una obra de Alberti se podrán iluminar los ejes cardinales de la ética intelectual
burguesa en formación, la crisis del historicismo humanista, la estructura del mundo simbólico del
Quattrocento, la estructura de una relación particular de encargo (mecenazgo), la consolidación de
la nueva visión del trabajo en el ámbito de la producción en la construcción. Pero ninguno de estos
componentes servirá para explicar la obra. El acto crítico consistirá en una recomposición de los
fragmentos, una vez “historizados”: en su remontaje”. Una primera paradoja del pensamiento de
Manfredo Tafuri y de su decisiva influencia en el pensamiento arquitectónico de los últimos treinta
años consiste en la doble actitud de distanciamiento y de colocación central. El discurso interno de
la disciplina arquitectónica está contaminado ideológicamente. El arquitecto no es más que el
interprete, brillante o zafio, de dicha ideología dominante. Pero él no esta en disposición de
2Tafuri, Manfredo, La sfera e il laberinto, Enaudi, Turín, 1980, versión castellana: La esfera y el laberinto,
Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1984.
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entender ni de entenderse. Tampoco es legítima la historia que nutre la práctica arquitectónica. Le
falta distancia, es instrumental, operativa, como le gustaba repetir a Tafuri. Por el contrario, el
discurso fiable, consistente y desvelador de la verdadera condición de la arquitectura en el
presente o en el pasado, es el discurso de la historia crítica, una práctica teórica que, desde la
negatividad, asume la única posibilidad de un discurso interpretativo verdadero.
Hay una historia crítica de la arquitectura. No es una actividad intelectual aislada, ni es un
instrumento exclusivamente disciplinar. Pero es el discurso más omnicomprensivo de la actividad
ideológica llamada arquitectura y, en último término, aspira a suplantar cualquier otro intento de
historia regional o parcial que pudiese erigirse en el discurso autónomo.
En Lukács, cuya influencia en Tafuri y en sus primeros mentores tales como Giulio Carlo Argan,
Asor Rosa o Mario Tronti, fue fundamental, pero también en el inmenso trabajo de Marc Bloc,
Lucien Febre o Fernand Braudel a través de la revista y los trabajo de los Annals, hay algo en
común: el desarrollo de una historia con fundamentos materiales –tales como la geografía, la
demografía o la economía- que permiten desembarcar, más tarde, en la historia de las ideas, de
las construcciones ideológicas y de las formaciones sociales.
Se trata también de una específica forma de estructuralismo en la medida en que los escritos de
Kart Marx se encontrarían los fundamentos de la distinción entre lo estructural y lo
superestructural, de modo que la tarea de la historia sería recorre el camino inverso. Llevar los
fenómenos superestructurales, tales como las ideologías –por ejemplo, la arquitectura-, y buscar
para ellos explicaciones estructurales y fundamentos materiales.
La historia neomarxista-tafuriana no es, sin embargo, teleológica, destinada, como tal vez podría
suponerse, a explicar el progreso de los pueblos y de las culturas, por el contrario, acaba siendo
una historia cíclica; un nietzcheano eterno retorno por el cual la corrupción ideológica de cualquier
innovación de vanguardia se reproduce prácticamente con la misma estructura, ya sea en
Brunelleschi, en Borromini, en Piranesi, en Le Corbusier o en Peter Eisenman. Un destino trágico
e irresoluble fundamenta la permanente existencia de una pasión sin límite por los objetos
arquitectónicos reconocidos como pura futilidad, como infinito entretenimiento.3
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Una teoría es exactamente como una caja de herramientas. No tiene nada que ver con el
significante. Es preciso que sirva, que funcione y que funcione para otros, no para uno mismo”.5
Con toda seguridad, estas palabras son un indicio de un modo de pensar la teoría y la práctica con
una óptica bien distinta a la que, en los últimos años, ha producido la insostenible división entre
teóricos y prácticos, también en el territorio de la arquitectura.
Nuestras universidades y escuelas de arquitectura están llenas de departamentos y cursos de
Teoría e Historia que, al tiempo que reclaman el privilegio de ser la voz iluminadora de la realidad
y su conciencia crítica, generan un mecanismo masoquista en quienes hacen la arquitectura como
la conciencia desventurada detectada por Marx en su texto sobre el 18 Brumario, de aquellos que
“hacen lo que saben sin saber lo que hacen”. Mientras las revistas gráficas de arquitectura y los
libros profusamente ilustrados intentan mostrar las obras, los hechos y las prácticas como algo
insuficiente que se explica en sí mismo, cuyo acceso y comprensibilidad son inmediatos y cuyo
valor es evidente.
Durante años, un pretendido academicismo, avanzado ha considerado de buen tono, de
honestidad intelectual, que el teórico de la arquitectura no se contamine con la práctica; podría
ocurrir que se manchase o condicionase la supuesta independencia intelectual del teórico.
Esta situación, en la que seguimos viviendo, es inaceptable incluso cuando la esquizofrenia
teórico-práctica en la arquitectura se enriquece con la aportación extradisciplinar de quienes
proceden de otros ámbitos del conocimiento.
Es inútil querer delimitar previamente las relaciones entre teoría y práctica. La acción sin reflexión
es simplemente la ejecución de la ideología establecida. Una grandísima parte de la arquitectura
que se construye, y una no desdeñable cantidad de la que se enseña, se establece desde tópicos
que no se discuten, sobre decisiones estéticas y éticas que se asumen sin someterlas a ninguna
revisión.
La acción práctica de la arquitectura se asemeja a una actividad in vitro; algo que se da en el
interior de una atmósfera cuyas condiciones no se modifican y cuyas características están
determinadas, previamente, como datos ante los que, a menudo, se carece de la capacidad
reflexiva para cuestionarlos. La práctica se desarrolla entre una limitadísima banda de opciones
que define un abanico de alternativas tan reducido que acaba por convertir estas alternativas en
puras banalidades.
La llamada teoría, por su parte, mediante canales académicos y editoriales muy precisos, se
despliega o bien con finalidades ornamentales (siempre es de buen tono acompañar la
información sobre un edificio con el breve texto “crítico”, de un teórico que cante las alabanzas al
producto) o, por el contrario, el discurso teórico se ensimisma en un círculo autónomo, cada vez
menos relacionado con la práctica, en el cual la llamada producción teórica e histórica sigue leyes
y derivas dictadas por el propio mercado interno de la producción sofisticada de textos, de usos
funambulistas de textos literarios, filosóficos y científicos.
La impunidad de la teoría y de la historia se basa en que sólo se juzga desde su propio interior y
tiene poca acogida entre otros expertos de la teoría e historia social, de la estética, la filosofía o la
historia política.
El modo de construir los discursos históricos y teóricos ha relegado a la arquitectura y su
teorización a un capítulo separado de la historia del arte y de la cultura; la ha dotado de
terminología y jerga propias, y sus referentes y métodos a menudo no son compartidos por otros
actores de la actividad intelectual. En esta dicotomía y aislamiento, la producción de discursos de
exclusivo uso interno, no son más que síntomas de una delimitación artificial del territorio y de una
pobre capacidad de fecundación y estímulo entre ambas posiciones. Atravesar la dualidad teoría-
práctica, desplegar discursos transversales, construir plataformas desde las que poder ver el
presente y el pasado, desde distintas y nuevas observaciones, es la tarea ineludible del momento.
Para ello no serán suficientes ni los discursos esclerotizados del juicio y la autojustificación que de
sí misma hace la práctica, ni el discurso autónomo, autosatisfecho de la academia teórico-