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¿Sabías que en la Edad Media había que

pagar para ser monja?


Durante siglos, los dos únicos papeles dignos que podía desempeñar una mujer eran el
de esposa, e implícitamente madre, o el de religiosa. Sus padres o tutores, las
circunstancias familiares o simplemente temas económicos, determinaban que las
mujeres consagrasen su vida a sus maridos o a Dios. Y ambas elecciones implicaban un
desembolso económico. Independientemente de la condición social, la mujer que
pretendiese casarse debía aportar una dote que recibiría y administraría el marido. El
significado de este “pago” difiere de unos autores a otros, yendo desde los que afirman
que es una especie de seguro para evitar el repudio -en este caso el marido debería
devolver la dote-, hasta los que afirman que es una compensación que recibe el marido
por la carga económica que suponen la esposa y los futuros hijos. Todas las versiones
del porqué de la dote implican la condición de inferioridad de la mujer e incluso ser
objeto de mercadeo. Asimismo, la cuantía de la dote era importante y condicionaba el
poder llegar a un acuerdo entre los padres de los contrayentes, y, lógicamente, conseguir
un mejor matrimonio -socialmente hablando-. Para que la carga económica no dejara
temblando las arcas familiares en el momento de la boda, la República de Florencia
estableció en 1425 un fondo público llamado Monte delle doti donde los padres iban
haciendo aportaciones desde que sus hijas tenían cinco años para la futura dote.
Mención especial en este apartado merece el Papa Urbano VII que, además de tener el
triste récord de ser el que menos tiempo ha durado en el cargo –del 15 al 27 de
septiembre de 1590-, tuvo el detalle de ordenar que cuando falleciese todos sus bienes
fuesen donados a la asociación caritativa Archicofradía de la Anunciación para
proporcionar la dote a las niñas de familias pobres.
Y como os decía al comienzo, también dedicarse a la vida religiosa tenía su coste.
Aunque mucho menor que la dote, la mayoría de las órdenes también exigían una
cantidad económica para aceptar a las adolescentes. La mayoría de los conventos
femeninos no tenían medios propios de subsistencia y vivían de las donaciones de
terceros (bienes dejados en herencia por los feligreses, donaciones “pro anima” -para
salvación de las almas del donante o algún familiar-, pagos por ser enterrado en los
terrenos del convento…) y las aportaciones que hacían las nuevas religiosas. De esta
forma, también se evitaba que muchas criaturas fueran abandonadas a las puertas de los
conventos para que las religiosas las criasen. Por tanto, y debido a este canon de
inscripción, no es de extrañar que la mayoría de las monjas en la Edad Media fuesen
hijas de nobles o de familias acaudaladas, y que la vida religiosa no era una opción para
salir de la pobreza.

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