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El humo levita sobre la mesa del comedor. Su presencia nubla la visión en la habitación,
como si fuera una bruma seca, ya acostumbrada a la presencia de sus dos únicos moradores. Un
hombre de sesenta años limpia sus gafas de marco grueso con el borde de su camisa de cuadros.
Después de volvérselas a poner, cala con su mano izquierda el cigarrillo sin filtro que reposaba
en el borde de un gastado cenicero, antes de aspirarlo fuertemente; mientras acaricia con la
derecha a un cachorro criollo que reposa a su lado.
- De nada me sirve parar ahora. Ya están como carbones.
Rafael, el hombre que habita un reducido apartamento al norte de Bogotá, enfatiza la
afirmación dándose golpecitos en el pecho, como un debilitado espartano ante un enemigo
inquebrantable. Un enemigo silencioso, pero mortífero. Un enemigo que quema por dentro y
arrasa todo a su paso.
Hace apenas unas semanas Rafael había salido de su modesta residencia hacia la clínica
Santa Fe después de pasear a su perro, León, a quien había nombrado así en honor al pensador
y escritor ruso.
Nada más llegando al hospital se sintió colmado de esperanza, como si la hubiera
recolectado durante los últimos meses y ya estuviera a punto de reventar el envase en el que la
almacenaba. La nombra “la dicha del sentenciado” después de reflexionar por un momento.
La cálida y amigable recepción del doctor, que acostumbraba a ser un “cafre pragmático”
ya sentenciaba lo peor.
El asunto era el siguiente:
Los últimos exámenes de Rafael mostraban a las masas de sus pulmones, que en las
semanas de radioterapias constantes habían disminuido considerablemente, expandirse a casi el
doble de su tamaño inicial. Según el médico, debían de hacerse más exámenes para considerar
las implicaciones de estos crecimientos repentinos. Rafael sabía que esto ya era suficiente, no
estaba dispuesto a “mamarse más guayabos mal ganados”, refiriéndose a los efectos secundarios
de la braquiterapia, una radioterapia que hace uso de las vías respiratorias para tratar
directamente a los pulmones. Le preguntó al doctor por cuanto tiempo le quedaba, este le dijo
que en su estado actual a lo mejor tenía ocho meses, aunque en estos casos nunca se sabe, que
contara con cinco fijos.
Rafael llama a León después de verlo jugar por un rato. Vuelve al hogar calando
lentamente su cigarrillo. Con caminar un par de cuadras al este llegaría al monumento a su culpa,
la casa de su madre, el “museo olvidado”, como lo llama, donde guarda “todas las mierdas que
dejó sin resolver”. Asegura que el tabaco no es el que lo va a matar, la causa de su cáncer no son
los cigarrillos que fuma desde pequeño, sino el “museo olvidado” que nunca limpió y que cada
vez llenó más y más.
Afirma que, aunque hubiera escapado de nuevo a Nueva York o cualquier otro lugar del
mundo, siempre habría sentido al “condenado museo olvidado a tres cuadras al este”, como un
tumor espiritual imposible de curar.