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Viernes, 03 de enero de 2014

Nadar va en globo al cielo

Por Juan Forn

Los ingleses fundaron un año antes que los franceses la Sociedad de Aeronautas, pero
sus miembros eran todos monárquicos y conservadores, rancia estirpe: viajar en globo
no era una aventura para ellos, era un mero pasatiempo, como la caza, el cielo como
coto propio (“Sabía que Inglaterra era larga y era ancha, pero no sabía que era tan alta”,
dijo la duquesa de Argyll cuando subió por primera vez en globo). En Francia, en
cambio, el que logró reunir a todos los apasionados de la conquista del aire era un
noctámbulo plebeyo y antimonárquico, razón por la cual la Sociedad de Aeronautas
francesa tuvo como padrinos a Victor Hugo, George Sand, Offenbach y Julio Verne, y
entre sus fervientes partidarios a Baudelaire, Gérard de Nerval y los demás cinco mil
amigos que decía tener Gaspard Félix Tournachon, más conocido como Nadar.

Uno lee Nadar y dice: el fotógrafo, por supuesto; pero lo de la fotografía fue un mero
accidente en su vida. Lo que a él lo desvelaba era volar. Por eso creó la Sociedad de
Aeronautas francesa, que en realidad era la unión de dos asociaciones distintas: la del
Estímulo a las Máquinas Más Livianas que el Aire y la del Fomento a las Máquinas
Más Pesadas que el Aire. Nadar formaba parte de las dos: “A una pertenezco con la
cabeza, a la otra con el corazón”. Victor Hugo prefería ponerlo así: “Un globo es como
una hermosa nube derivando por el cielo, pero lo que necesita la humanidad es un
equivalente mecánico de ese desafío a la ley de gravedad llamado pájaro. Para controlar
el aire, hay que ser más pesado que el aire” (una de las cosas más lindas de volar en
globo era que, allá en el cielo, la única manera de saber si seguían subiendo o no era
arrojar un puñado de plumas por la borda y ver si flotaban hacia abajo o hacia arriba).

Nadar entendía así la bohemia: “Ser bohemio es fácil; se trata de ser bohemio
científicamente”. Antes de la Sociedad de Aeronautas había creado el Club de los
Bebedores de Agua, que imponía a sus miembros una jornada abstemia por quincena,
para que los efectos acumulados de la borrachera no arruinaran nunca la conversación
(Nerval, Baudelaire y el dibujante Daumier eran miembros del club). Nadar era por
entonces el segundo mejor caricaturista de París, detrás de Daumier, y Daumier no era
precisamente rico, pero Nadar necesitaba enriquecerse a toda costa para hacer realidad
el sueño que tenía desde que los hermanos Godard lo llevaron por primera vez a pasear
en globo: tener el suyo propio, y volar más alto y más lejos que ninguno. Iba a llamarlo
El Gigante, iban a ser dos kilómetros de seda y cuerdas y un impresionante habitáculo
de mimbre de dos pisos, en el que entrarían “veinte personas cómodas, o cuarenta y
cinco soldados”. Napoleón III se interesó en el proyecto y ofreció el dinero, pero El
Gigante debía ser tan republicano como su dueño, y Nadar rechazó la oferta.

Su plan para hacerse rico fue imprimir y vender una lámina gigante con todos los
personajes de la bohemia de París dibujados por él; pero la lámina fue prohibida por
“incitación a la disipación”, de manera que Nadar pasó de la cárcel al plan B: casarse.
Con la dote de la novia pagó la fianza, llevó a la bella Ernestine dos noches a
Fontainebleu y puso en marcha la construcción de El Gigante, además de comprar un
equipo fotográfico que le ofrecieron a precio de remate. La fotografía podía ponerse de
moda, pensó Nadar, si los retratos se hacían en copias pequeñas y se le vendían por
docena al fotografiado. Así que puso a su hermano al frente del estudio fotográfico; y
como, por supuesto, seguía viéndose con sus cinco mil amigos, pero ya no podía
invitarlos a casa, pasó a recibirlos en el estudio, y allí lo pudo su proverbial curiosidad:
un día sacó al patio la máquina de fotos, sentó allí a uno de sus amigos y lo retrató,
después probó con otro y otro más y, cuando mostró los resultados, todos los demás
quisieron su retrato, porque algo asombroso ocurría en esas fotos: Nadar no usaba
decorados ni disfraces (como todos los demás retratistas, fueran pintores o fotógrafos),
no hacía posar al retratado, ni retocaba la foto después; se concentraba en la cara, en la
expresión, esperaba a que la luz se acomodara a su gusto y lograba sacar a la luz el alma
del retratado.

De la noche a la mañana, todo París quiso ser fotografiado por Nadar, pero él tenía otros
planes: El Gigante estaba listo. De sus primeros vuelos volvió con fotos aéreas de la
ciudad en las que se veían tan nítidamente los techos y los cruces de esquinas como las
caras de los transeúntes por la calle mirando hacia el cielo. Pero lo que Nadar quería era
volar más alto y más lejos que nadie, y anunció que El Gigante volaría hasta Moscú.
Alcanzó a llegar hasta Hannover. Igual un record, pero el aterrizaje fue no sólo forzoso
sino casi fatal también: una locomotora terminó cortando las cuerdas y desgarrando la
seda del Gigante, la hermosa casilla de mimbre de dos pisos quedó destrozada, los
pasajeros saltaron antes y se salvaron por un pelo, Nadar se quebró un brazo y su esposa
Ernestine se rompió la clavícula y las dos piernas y quedó traumada de por vida: no
podía ni mirar hacia el cielo cuando la sacaban al jardín.

Para evitar la quiebra, Nadar debió volver a su estudio y satisfacer el clamor del tout
París por ser fotografiado. Encaró el asunto operativamente: la fachada de su nuevo
estudio (de tres pisos de altura) era toda de vidrio y en letras rojas alumbradas a gas hizo
poner su nombre. Nadar era un gigante de melena y bigote pelirrojo: cuando se paseaba
por el estudio vestía siempre una bata bermellón y los pocos muebles y objetos que
había desparramados por ahí eran todos rojos. Los clientes lo miraban pasar arrobados.
Pero de las fotos se encargaba el personal; él retrataba sólo a sus amigos (el Atelier
Nadar dejó 450 mil placas fotográficas cuando cerró; sólo cinco mil eran obra de Nadar:
sus cinco mil amigos, de Sarah Bernhardt a Bakunin, pasando por Monet, Turgueniev,
Rossini y Liszt). Nunca pudo reconstruir El Gigante, sólo voló en globos ajenos hasta
que dejó de volar, y entonces se sentó a escribir las Memorias de El Gigante y El
derecho a volar. Pero antes se dio el gusto de contrabandear por aire un manuscrito de
Victor Hugo y burlar por la misma vía el sitio de las tropas prusianas a París para
fotografiar desde el aire las falencias de sus filas.

En su atelier se hizo la legendaria primera muestra de los impresionistas en 1874 (según


el diario de los hermanos Goncourt, hasta Madame Nadar estuvo allí, “envuelta en un
chal celeste que el marido le acomodaba con cuidado de tanto en tanto”). En su atelier
descubrió, una noche de 1910, cuando tenía ya noventa años, que había sobrevivido a
todos sus amigos y enemigos. Había abierto un baúl donde encontró su archivo y se
puso a mirar las fotos y les fue escribiendo a mano en el reverso, con pulso tembloroso,
el nombre a cada uno, para que el mundo los recordara, y luego procedió a soltarlos uno
a uno por la borda, para ver si flotaban hacia arriba o hacia abajo, mientras su globo se
perdía en el cielo.

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