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Mario René Matute

Palos de ciego

ALFAGUARA

PALOS DE CIEGO
D. R. © Mario René Matute, 2001

De esta edición:
D. R. © Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V., 2001 Av.
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de Chile.
Santillana de Costa Rica, S.A. La Uruca, 100 mts. Oeste de Migración y
Extranjería, San José, Costa Rica.

Primera edición: abril de 2001

ISBN: 968-19-0812-0

D. R. C Diseño: Proyecto de Enric Satué D. R. (D Diseño de cubierta:


Fernando Ruiz Zaragoza

Impreso en México

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cualquier otro, sin el permiso por escrito, de la editorial.

PRÓLOGO

Lo que se puede ver cuando no se ve

Entrampados en una maraña política, un grupo de ciegos se enfrenta a una


asociación de ciegos falsos que se ha consolidado como una mafia que domina
las calles de la ciudad. Los protagonistas deambulan en un ambiente social
cargado de escollos y peligros, en el que no faltan sucesos irónicos, eróticos y
lúdicos.
Palos de ciego es una novela que a cada página nos entrega humor negro y
frescura; está divorciada de todo sentimentalismo y posee un pleno dominio de
esa realidad que a muchos infunde terror, a otros piedad y conmiseración, y a
algunos odio contra el mítico poder destructivo de los ciegos.
Mario Rene Matute, escritor invidente, logra que la audición, el olor, el tacto y el
sabor sean parte sustancial de la narración.
El lector es llevado de la mano hacia el mundo de las sombras.

Mario Rene Matute nació en la Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 20 de


agosto de 1932. Quedó ciego a los 3 años. Estudió en la Escuela Normal Central
para Varones de Guatemala, donde se tituló como Maestro de enseñanza
primaria. Ingresó a la Universidad de San Carlos de Guatemala, graduándose en
la carrera de psicología. Ha recibido premios nacionales e internacionales en
cuento, poesía y novela. Ha publicado El problema psicosocial de la ceguera,
Cuentos en carreta, Sueños cóncavos, Ciudad ausente, El nahual y otras
sombras y Los alcatraces, esta última en sistema braille. En 1980 sale de su
país para librarse de la persecución de Estado. Vive en México desde 1984.

Inicio
Palos de ciego

Capítulo I

¡Ay, ay, ay! ¡Esto de los entierros siempre se me presenta en la conciencia con
amenazas de cosquillas! Cualquier cosa podía darme risa, y de hecho, más de
una vez tuve que salirme de los funerales a causa de ataques incontenibles de
risa, provocados por un chiste, por algo que no concordaba con el contexto, por
lamentaciones hipócritas de algún intruso...
Pero ahora no puedo reírme porque se trata de mi propio entierro y sería
estruendosamente absurdo que el protagonista de todo este aparato del más
acá con el que se pretende trasuntar el ámbito del más allá desmadejara, sin
previa aquiescencia de los concurrentes, una carcajada estridente, sentándose
en el ataúd para secarse las lágrimas y los mocos y a esa hora, tal vez teniendo
que sobarse los glúteos después de haber caído de un metro y medio al asfalto
sobre su cajón abierto, gracias a la estampida de los despavoridos cargadores,
que no se explicarían por qué el muerto se deshacía en estertores y sacudidas
de risa.
De modo que quietecito, silencioso, como todos los muertos de respeto, sentí
nada más cómo los cuatro cargadores te balancean tenuemente, como si se
tratara de la procesión de Santo Domingo, sólo que sin cucuruchos, aunque sí
con borrachos, porque su suave hamaqueo no responde a ningún sentimiento
fúnebre, sino a inseguridad en las piernas de estos cuates que me llevan en
hombros. Los oigo conversar en voz baja, arrastrar los pies en las esquinas
-tantear con los bastones, sobre todo los que van adelante- y corregir el rumbo a
la mitad de la calle, según las indicaciones de alguno de ellos que si miran,
luego que, por el paso de algún carro o por derivaciones propias de sus pasos,
se aproximan más de la cuenta a la banqueta.
Pero qué cómodo es viajar en un ataúd de cedro (menos mal que lograron
astuciarse al de la funeraria para que no me pusiera formol). En cambio, muy
reverentes mis compañeros me colocaron un pañuelo perfumado en el pecho.
Este es mi tercer entierro. Claro que los otros fueron de juego. Uno a los diez
años, el otro a los veinte, y ahora a los treinta y directamente al cementerio,
aunque tengo entendido que en pocas cuadras deberán doblar hacia la izquierda
para irme a rendir honores a la Asociación.
¡Qué bueno que todos estuvieron de acuerdo en desechar el carro fúnebre y
traerme lentamente a pie desde la casa! Otra puntada que siempre les
agradeceré es la de haber evitado la funeraria para el velorio. Fue mejor así,
domésticamente, en casa.

Prohibido abrir el cajón, por voluntad expresa del difunto. Igualmente vedado
para todos el rito estúpido de venir a verme la cara a través del cristal (menos
mal que una gran parte de la concurrencia no puede hacerlo por carecer de la
vista). Ello inhibe un poco al resto. Y es que debe ser muy desagradable ver la
carota compungida encima de la de uno y no poder establecer un diálogo de
sonrisas. Capaz que muchas viejas de esas que anduvieron haciendo a la
llorona loca -o, más elegante, a las plañideras- saltarían hacia atrás gritando
¡MILAGRO, MILAGRO!, al ver que yo les devolvía la picara sonrisa en secreto
que depositaban sobre mi rostro pálido, hundido al otro lado del cristal, como al
otro lado de la vida. Por eso, y porque al fin y al cabo yo tampoco detectaría
quién llega riéndose y quién llorando, la medida debe calificarse de
acertadísima: nadie puede ver la del choco ya muerto por disposición expresa de
él. Amén.
La primera vez que se organizó un entierro para mí fue a lo largo de aquel sitio
repleto de árboles frutales y mi fosa estaba cavada al fondo, después del último
aguacatal; era en realidad el hoyo donde se incineraba la basura, y mi ataúd, el
más humilde de todos, estuvo constituido por un cajón repleto de paja, donde las
gallinas ponían sus huevos diariamente. Mis hermanos, algunos amigos y unos
primos integraron el cortejo.
Ya murió la cucaracha
ya la llevan a enterrar
entre cuatro zopilotes
y un hermoso gavilán.
Ése era el canto funeral que entonaban las voces de los ocho patojos que me
cargaban alegremente en aquel festivo sepelio hasta depositarme en el hoyo de
la basura, donde cayó mi cajón no sin un ligero susto por el descenso brusco de
más de un metro adentro de la tierra, sobre un colchón de cenizas, papeles,
cáscaras y otras blanduras que amortiguaron el zumpancazo.
Después el muerto se levantó y comenzaron las carreras por entre los árboles,
matas, rosales, arriates, barreras de alambre y regadíos que corrían con su lodo,
sus mosquitos -por eso siempre los regaban con creolina y alguno que otro
barquito de papel encallado para siempre entre los ladrillos enmohecidos. El
muerto era yo, y pese a mi ceguera debía atrapar a alguien, que pasaba
entonces a formar parte de mi equipo. Así el juego se prolongaba hasta que caía
el último de los vivos, que generalmente era una de las mujeres, a las que
costaba mucho más atrapar. Ese entierro fue el primero que se hizo así, hasta
con candelas y todo, y el más alegre.
El Negro Muñoz lloraba de verdad, sobre todo cuando depositaron el cajón en el
hoyo de la basura y encendieron las cuatro candelas que mi hermana había
sustraído de la cocina.
-No llorés, Carolo -le decían-. Es un muerto de juguete. El choquito está vivo.
-Vos hablale -me decían mis hermanos y mis primos, tal vez temerosos de que
yo no abriera la boca. Y en realidad no la abrí, haciéndome el muerto de verdad.
-¡No jodás, habla! -me ordenaba mi primo, moviéndome la cabeza y después
sacudiéndome angustiosamente.
-Yo creo que se murió de veras, mucha -dijo, retirándose temeroso.
Entonces comencé a incorporarme y todos huyeron despavoridos. Los corrí
durante algún rato por entre los árboles de aquel sitio inmenso -por lo menos
inmenso lo sentíamos en nuestra pequeña infancia- hasta que Carolo se dejó
atrapar y me abrazó tiernamente volviendo a llorar, entonces de gratitud porque
yo no estaba muerto.
Ahora viene cargando este féretro y es el único que mira de los cuatro
cargadores. Adivino sus ojos grandes llenos de pesar pero aún sin lágrimas. De
seguro que cuando metan el cajón en el nicho, no se va a contener y volverá a
llorar como en aquella ocasión ya tan lejana. Lo peor es que ahora no podré
incorporarme, ni correrlo, ni abrazarlo y reírme con él entre lágrimas y
carcajadas.
Nunca volvimos a jugar a los entierros, porque el Negro y mi primo, el Chinito, se
habían impresionado mucho, por lo que, cuando se hablaba de eso, proponían
otros juegos o simplemente se iban.
En cambio mi segundo entierro fue espectacular, y el culpable de todo fue el
Negro.
La consigna había sido: presentarnos de riguroso luto a la Facultad y no entrar a
examen, quedarnos en la puerta del aula como protesta ante aquel profesor
reaccionario que había sacado a Laura de la clase y no había querido darle
examen, simplemente porque se enteró que había sido dirigente de la Alianza de
Juventud Democrática.
El Negro Muñoz, Leonel y yo cumplimos con lo acordado, pero los otros
dieciocho compañeros, con más miedo que vergüenza, no sólo llegaron vestidos
igual que siempre, sino que entraron al examen riéndose de nosotros.
Burlados así, y además amenazados por el viejo que nos gritó en el corredor:
“¡Comunistas desgraciados!” “¡Como sepa que vuelven a presentarse a la
Facultad, le voy a avisar al Comité de Defensa contra el Comunismo!”
Eran las doce del día cuando salimos con nuestros trajes negros prestados de
aquella Facultad cada vez más reaccionaria. Casi una hora hablamos deliberado
en el corredor acerca de nuestra suerte. Sabíamos que sin haber ganado el
curso aquel era imposible que pudiéramos graduarnos algún día, aunque para
eso faltaba muchísimo, pero, de todas maneras, la preocupación comenzaba a
pesarnos hondamente. Además, el viejo ese cabrón había ganado la propiedad
del curso por oposición, de modo que tendríamos que esperar a que se muriera
o se jubilara para poder volver a recibirlo, ya con otro catedrático.
Nuestro abatimiento se transformó en inusitado júbilo cuando, al pasar por el
zaguán, donde se apilaban miles de libros marxistas destinados a ser
quemados, Leonel se apropió de El Capital y el Negro de las Obras Escogidas
de Lenin. A mí me buscaron tres tomos de las Obras de Marx y Engels, que
envueltas en periódico -el Negro llevaba uno del día que utilizamos para eso- me
las embutió bajo el brazo con gran satisfacción, sin saber que por esos libros iba
a comenzar, mucho tiempo después, el desencadenamiento de los
acontecimientos que vinieron a parar en este tercer entierro.
Pero aquella mañana de sábado, perfectamente enlutados y con nuestros libros
ocultos en hojas de periódico, no teniendo a dónde ir a desahogar nuestra
frustración de un examen de Filosofía Antigua, cuando pasamos frente al Bar
Elizabeth, el Negro, que caminaba a la orilla de la acera, nos empujó a Leonel y
a mi hacia adentro; los batientes de resortes se mecieron con nuestra violenta
irrupción y ya no salimos de allí sino hasta las tres de la tarde, hora fatal en la
que se le ocurrió al Negro que pasáramos a saludar a los chafas muertos en un
accidente de aviación, a los funerales que estaban a dos cuadras del bar.
Las cuatro capillas estaban atestadas de gente y flores. Nosotros, con nuestro
luto y nuestros libros ya un poco descubiertos por las rupturas del papel, fuimos
Muy serios a dar el pésame a la viuda y a las hijas del general don Crecencio
Mata y Villavicencio. Después salimos para pasar a la otra capilla, sofrenando la
risa ante la teatralidad de Leonel, que, en nombre del Frente Estudiantil Social
Cristiano -decía, ceremoniosamente- traemos a usted nuestra palabra de
resignación y reconforta... reconforta... reconfort... bueno, usted me entiende que
la queremos reconfortar ¿verdad? Y estornudó para disimular. “Venimos a decir
adiós al gran militar anticomunista, héroe de la patria, cuyo concurso ha hecho
posible que el país se encamine por derroteros de paz, tranquilidad y amor,
después de haber expulsado, con el coronel Castillo Armas a la cabeza, a los
infames comunistas que solamente vinieron a destar.. desgraci... descompo...
bueno, usted me entiende que ellos vinieron a desvaldizar la patria...” Y así
siguió durante cinco minutos, frente a la viuda que lo veía con ojos entre
agradecidos y llorosos, poniéndole las manos en los hombros. Mientras tanto, y
a medida que se exaltaba más con su propio discurso, Leonel iba abrazándola
hasta que ella paró gimiendo en su pecho, en tanto que la concurrencia se iba
poniendo de pie y rodeaba al orador, que finalizó soberbiamente su
demosteniana necrología diciendo: “Por todas estas virtudes, aunque yace aquí
junto a nosotros su cadáver, debemos gritar ‘¡QUE VIVA EL GENERAL MATA Y
VILLAVICENCIO!”’
Muchos concurrentes, ya emocionados también respondieron: ¡QUE VIVA! Y
hasta la viuda dijo: “QUE VIVA” aunque con voz más amargada y triste.
Salimos de aquella capilla y pasamos a la del coronel Mancilla, pero un
momento antes de entrar, Leonel sentenció: “Ahora le toca al Choco.” Eso me
hizo dar un reparo y protestar; Leonel me empujaba y yo me agarraba del Negro.
Así, forcejeando los tres nos metimos a un pequeño cuarto repleto de ataúdes y
allí fue donde se le ocurrió al Negro que me enterraran junto con los chafas.
Zambutámoslo aquí en éste --dijo, abriendo un sarcófago muy lujoso-. Me
metieron por la fuerza con todo y mis libros y como no podían cargarme entre los
dos, Leonel se asomó al pasillo desde donde llamó a dos soldados de los que
hacían guardia en una de las capillas. Uno de ellos, quizá porque iban a cambiar
la espada y el quepis del general, que lucían sobre su ataúd, traía en las manos
otros iguales. El Negro los colocó inmediatamente sobre mi cajón y ya entre los
cuatro me comenzaron a sacar de la funeraria. Los pobres soldados viéndolos
tan enlutados debieron tomarlos por parientes cercanos de algún muerto, y
aunque seguramente no se explicaron por qué sacaban al muerto de aquel
cuartito, obedecieron y marcharon al frente.
Al llegar a la puerta un corneta alzó su instrumento y desde mi gran féretro
escuché cómo me saludaban con largas notas de clarín. Escuché voces
militares, taconazos multiplicados, el pausado sonar de un redoblante que vino a
colocarse tras el carro funerario donde me metieron, y luego escuché una
marcha fúnebre tocada por la banda militar que estaba a la puerta del recinto.
El carro arrancó y marchamos lentamente hacia el cementerio.
Unas cinco cuadras adelante escuché una discusión entre dos hombres que
venían corriendo por la banqueta y el chofer del carro funerario. El cortejo se
detuvo, a los cadetes que marchaban con paso de ganso atrás de mi entierro les
marcaron el alto. Los dos hombres se encaramaron en el vehículo y le
ordenaron al piloto que doblara sobre un callejón próximo. Luego abrieron el
ataúd y me ordenaron que saliera. Yo quería protestar, porque comenzaba a
dormirme en aquel blando y lento viaje al más allá. Pero ellos me tiraron de la
ropa y me advirtieron: ¿No ve que le puede costar muy caro esta broma?
¡Lárguese! ¿No ve, estúpido, que el ejército puede cobrarse la burla?
-No veo nada -les respondí. -Pues de veras que no ve nada -dijo uno al
comprobar mi ceguera.
Me ayudaron a llegar a la acera y ya allí comencé a caminar para alejarme de
aquel asunto, mientras el carro fúnebre retornaba por el muerto de verdad.
No había caminado ni media cuadra cuando me alcanzaron el Negro y Leonel,
que me saludaron cerca del oído y en voz baja: ¡Hola! Don muerto, ¿cómo
dejaste el otro potrero?
Yo, que ya comenzaba a tener despejado el testuz, les pedí que nos alejáramos
cuanto antes de allí para evitar que nos capturaran y nos hicieran añicos por
haber suplantado al general en su último paseo. -Además llevamos los libros,
muchá; si nos los encuentran capaz que nos dan agua estos chafas
desgraciados.
-Sí, y van a decir -reflexionaba Leonel sin dejar de apretar el paso- que se trata
de un complot comunista para agraviar la memoria del general.

Así, con un sol triste a las espaldas, casi como soñoliento, caminamos calle
abajo, transcurriendo por aquella tarde de sábado urbano hasta tomar una
camioneta y volver a casa.
Una tarde volvimos a reunirnos los tres, y entonces aproveché para preguntarle
a Leonel qué significaba aquella palabra extraña que con tanta vehemencia
derramó como una mágica y prodigiosa expresión, encontrada a última hora
mientras acuchuchaba a la viuda del general Mata y Villavicencio.
-Creo que dijiste desvaldizaron. ¿Podrías explicarme qué demonios significa esa
palabra que impresionó tan bien a la concurrencia del velorio?
-Yo ni me acordaba cómo era la palabrita. Se me ocurrió en ese momento y la
solté para demostrar que podía decir cosas raras -dijo, y desplegó su risa como
de costumbre abriendo los brazos y balanceando el cuerpo al ritmo de las
carcajadas.
Entonces fue cuando dispusimos enviarle una carta atestada de palabras
desconocidas al viejo de Filosofía Antigua, de la cual el Negro Muñoz guardó
durante mucho tiempo -quizá todavía la guarde- una copia a la que le puso un
marquito de madera con vidrio y la colgó a la cabecera de su cama.
El nos contó que la primera vez que catearon su casa les dijo a los soldados que
se trataba de un texto en esperanto que le acreditaba como profesor de la
Universidad de Río Cacoso en Nueva York, y se lo creyeron porque la carta
estaba sellada con un estampado igualmente extraño y firmada por tres sujetos
cuyos nombres, absolutamente impronunciables por los soldados, no eran otros
que el del Negro Carlos Muñoz, el de Leonel y el mío, escritos al revés tal y
como se la entregamos al maestro de Filosofía Antigua.
Por fin ganamos el curso, pero para ello tuvimos que crear todas las condiciones
objetivas que permitieran alejar durante un semestre completo de la Facultad al
recalcitrante anticomunista que nos había expulsado de su clase aquel agitado
sábado del examen final.
Se fue con Platón, Sócrates y hasta Aristóteles, el karma y el Tao de sus
vacaciones forzadas; se llevó a los presocráticos, excepto, supongo, a Heráclito,
a quien aborrecía porque, según decía casi a gritos, él era el culpable de que los
marxistas anduvieran ahora con esa cantaleta de la dialéctica, que ni siquiera
entendían por qué uno si se baña dos veces y hasta diez en el mismo río, ya que
las aguas se vuelven a juntar en cualquier momento metafisico de la historia del
cosmos y el mismo sujeto, después de un millón de años de haberse muerto,
puede volver a reunir las mismas células y en una especie de desembocadura
de miles de metempsicosis recupera la energía idéntica a la de su primer espíritu
y vuelve a ser el mismo...
Pero todo aquello ha sido cernido en la experiencia de días juveniles que se
encendieron y se apagaron dejando su chispa inmortal anímica en nuestros
espíritus inquietos. Ahora hay que considerar, muy responsablemente, que yo he
muerto y que ya este cortejo de ciegos y videntes que acompaña a mi féretro de
segunda se encamina hacia la Asociación de Ciegos (y similares), como decía el
Negro cuando fue nombrado por aclamación secretario de Actas de la misma,
porque siendo él vidente, alegaba con toda razón que el vocablo “ciegos” era
excluyente y que él resultaba así excluido, lo cual era injusto. Y qué bien jugaron
su papel nuestros secretarios videntes. Gracias a ellos existe todo un archivo de
actas y otros documentos que ponen al descubierto el execrable papel de los
anticiegos, por cuya culpa tuve que morirme un jueves del mes de junio de 1964,
y hoy viernes me llevan a enterrar, no entre cuatro zopilotes y un hermoso
gavilán, sino entre un montón de -como se dice entre los chocos- faltos,
carentes, ciegos, invidentes.
Y ya siento que vamos entrando a la Asociación. Ahora me llevarán al cuarto del
fondo -según expresa voluntad del muerto, para dejarme meditando- si es que
los muertos meditan, aunque sea sólo los que expresan esa voluntad antes de
morir. íngrimo y sin compañía durante media hora, los directivos efectuarán un
breve homenaje a mi persona en la sala delantera.
Ya vamos por el corredorcito. Aquí me iba a matar hace diez años un oficial del
llamado Ejército de Liberación cuando esta casa era un antro puteril alegre y
trasnochador. Las señoritas putas salieron en mi defensa porque el oficial había
sacado una escuadra 45, luego que yo lo maltraté por haberme querido hacer
zancadilla al extender la pierna desde el pilar donde estaba recostado hasta la
pared. (Ahora rezan todas las cieguitas y algunas lloran por mí.) Si supieran que
aquella noche las ménades que las antecedieron en el uso de esta casa rezaron
también, pero para que no nos mataran al Negro, a Leonel y a mí, que salimos
huyendo luego de que ellas dejaron más que maltrecho al señor oficial al darle
con botellas, palos, ladrillos y macetas al grito de “¡Lo que hay con el choquito
hay con nosotras!”
Pero después vino la confusión del barrio y se dio una discusión entre los
vecinos que duró varios meses.
Precisamente fue cuando tomamos esta casa, porque habiendo sido un lupanar,
ninguna familia quería habitarla, lo que permitió que la Asociación, paupérrima y
perseguida, tuviera por primera vez varios cuartos, dos baños, un patio repleto
de flores, una pila con dos lavaderos y hasta cocina por solamente veinte
quetzales. Así, los ciegos comenzaron a venir muy alegres a sus reuniones y
fiestas, a jugar dominó y a leer sus libros en braille, mientras que allá afuera el
vecindario se dividía en dos bandos: uno opinaba que ¡pobres las Se'ñoritas
putas porque se habían vuelto cieguitas todas! El otro aseguraba que no, que
eran las cieguitas las que se habían vuelto putas. Hasta que logramos que un
pintor de anuncios comerciales nos hiciera el letrero en azul con caracteres
amarillos ASOCIACIÓN CENTRAL DE CIEGOS. Eso evitó también las
impertinencias de muchos beodos que siempre querían pasar adelante, muchas
veces desde muy temprano de la noche.
Ya están depositando el ataúd sobre la mesa. Todos me dan toquiditos y se van
alejando. El Negro está solo, quizá quiera verme, ojalá que no abra la tapa
porque me voy a reír en sus narices y se va a zurrar del susto, y yo voy a tener
que entiesarme de nuevo para que no hablen mal de la ejemplar conducta de un
muerto responsable, que por nada del mundo asustaría a sus amigos.
Tengo verdaderamente ganas de llorar. Los recuerdos se van desprendiendo de
las paredes como cuadros viejos que caen planeando hasta confundirse en los
rumores que mecen en suave oleaje el ámbito encogido -sobrecogido es más
correcto- de esta casa que ahora navega sobre la inmensa palabra MUERTE. La
palabra vida es fulgurante, a veces iridiscente o flamígera, pero aunque sea
multitudinaria y explosiva y se reparta en fragmentos que luego vuelven a
reproducirse y crezcan cada uno como globos independientes y poderosos, no
deja de manifestarse en su conjunto como un trazo portentoso si se quiere, pero
nada más que eso, un trazo en el universo. En tanto que la palabra muerte es
elevada, profunda, amplia, abarca la eternidad, está antes y después de todos
los relojes. Hasta del reloj de Dios, como decía aquel viejito que sustituyó al
carajo maestro reaccionario que nos negó el examen de Filosofía Antigua, sólo
porque llegamos de luto y comenzamos a gritar que si no le daban examen a
Laura (la compañera que él había expulsado días antes del aula) no
permitiríamos que siguiera dando clases en la Facultad. Y nos echó, porque
nosotros no tuvimos ninguna fuerza al haber sido traicionados por los otros
dieciocho compañeros.
Aquel viejito que lo sustituyó decía algo muy inteligente respecto al Poeta: “¡Ay,
si supiera que ahora lo vamos a enterrar de verdad, no como en sus dos
anteriores sepelios! Ojalá que todos nos quedásemos por lo menos unos tres
meses ciegos. Eso nos ayudaría a comprender mucho más correctamente al
mundo pero, sobre todo, a las grandes potencialidades del ser humano.” Y volvía
a mencionar el reloj de Dios, que él identificaba con algo así como una
entelequia en la que se fundían tiempo, espacio, conciencia, sabiduría y materia,
capaz de marchar hacia adelante y de revertir su transcurrir, apresurarlo en
ciertas condiciones y morigerarlo en otras.
Es el gran hallazgo de Einstein, la relatividad en el tiempo y el espacio no puede
concebirse como una mera percepción subjetiva; los fenómenos reales se
extienden o se reducen, se dilatan y duran más o menos según la velocidad, la
relación con otros fenómenos y otras circunstancias no enteramente
esclarecidas por la ciencia todavía.
-Y mire, don Honofre -le preguntó una vez el Choco-, ¿qué pasaría si al reloj de
Dios se le rompiera la cuerda?
-Imposible, imposible. ¡El reloj de Dios no tiene cuerda! Es de baterías atómicas
con energía de soles.
No sé cómo puedo ponerme a dialogar con sonrisas con todos estos ciegos que
me rodean si tengo tantas ganas de llorar.
Sin embargo, yo que los conozco tan bien, los observo conversando y
discurriendo a lo largo de toda clase de pasajes de la vida del Poeta y veo cómo
muchos de ellos, los más genuinamente ciegos (es decir, los que han
estructurado todo un sistema de hábitos naturales que les otorgan un sello
distintivo a su propia personalidad) me saludan sonriendo, o hasta haciendo
gestos de condolencia sin complicaciones. Los ciegos problematizados, aquellos
que no logran liberarse de un cierto escozor de conciencia causado por la
sombra de su circunstancia, ofrecen un comportamiento frecuentemente torpe y
desadaptado y no llegan a incorporarse con fluidez y naturalidad al entorno en
que se mueven. Casi siempre se tropiezan, protestan y no logran disimular su
disconformidad para con la situación en que les corresponde desempeñarse. A
éstos, los ciegos auténticos, los que no han logrado adaptarse sin reacciones
neuróticas a su situación, los llaman ciegos a medias.
Entre los verdaderos ciegos, el Poeta logró desarrollar una sensibilidad tan
penetrante respecto a ciertas situaciones psíquicas y hasta orgánicas de los
demás que, según nos explicaba, era capaz de intuir -en el sentido de captación
global y no de adivinación de esencias fenomenológicas- qué grado de
receptividad se presentaba en las mujeres en cuanto a sus requerimientos
amorosos. De ahí que se lanzara con la primera caricia, avanzaba campante,
soberano, sabiendo que no encontraría resistencia ni rechazo.
El fue el que me enseñó la teoría de los olores. Decía que el olfato estaba
totalmente atrofiado en el hombre moderno, sobre todo el urbano, pero que los
verdaderos ciegos aprendían a utilizarlo no sólo en la captación de datos
gruesos, como para localizar una farmacia, una peluquería o una cantina, sino
para encontrar estímulos a veces muy sutiles, pero suígéneris, como el
especialísimo olor que despiden las mujeres cuando comienzan a envolverse en
esa mezcla de temor y deseo que les produce el hombre agradable, y las dulces
oleadas de fragancia que despiden desde su piel cuando las caricias les van
encendiendo el ánimo y las van haciendo más y más débiles ante cualquier
censura subjetiva. El decía que se trataba probablemente de alguna descarga
hormonal que modificaba el olor de la piel... y en eso sí que era ducho el jodido.
También me enseñó la teoría de los verdaderos ciegos, acerca de los ciegos a
medias, que no son los amblíopes, sino los que, sin ver nada, no aprenden a
comportarse con soltura y naturalidad, que tienen que denunciarse ante los
demás como “cieguitos” desde sus primeros movimientos o sus palabras
iniciales en cualquier conversación.
-Son esos pendejos -me explicaba- que agachan la cabeza, arrastran las patas
para encontrar una hipotética grada, que se agachan bruscamente cuando se
les cae una moneda y se revientan la madre contra el filo de una mesa, en lugar
de esperar que suene bien en el suelo para ubicarla con precisión; y hacen
parejas a escondidas porque no se atreven a transcurrir con igualdad de
reclamaciones que los videntes, por este mundo que no puede dividirse en un
sector para ciegos, o si querés más amplio, para los minusválidos en general, y
otro para videntes. En el mundo andamos todos encaramados, mano, dando las
mismas vueltas, con los mismos afanes, las mismas luchas, las mismas tristezas
y las mismas incertidumbres. Ahora, los anticiegos –acotaba apostrofando
vehementemente su intención- son esos hijos de puta que se consideran a sí
mismos como llamados a producir lástima y a vivir de ella.
Claro, la sociedad discriminatoria en la que se debate nuestra vida y muerte
produce más anticiegos que ciegos verdaderos, aunque en ello se desliza
implícitamente una pulsión moral que toca la dignidad y la expectativa del
hombre.
Yo, Carolo Muñoz, el Negro, estoy aquí confundido entre este ciegal y
comportándome como cualquiera de ellos. También otros videntes repartidos en
distintos puntos de la casa. Está Leonel Bravo, don Gabino, el clarinetista, que
venía a enseñarles música tres veces por semana, aunque creo que aprendió
más él con estos de la orquesta que lo que les ha transmitido como nuevo.
Paquito, el que siempre se encarga de atender el bar cuando hay fiesta,
Mariana, Julita, Gladys y como diez o quince más, todos con caras compungidas
y vestidos oscuros, conversando mientras la Directiva de la Asociación prepara
el homenaje póstumo al Poeta.
Observo que dos anticiegos se han colado en la casa y deambulan tratando de
escuchar en todos los grupos, pero obviamente ya los verdaderos ciegos los
olfatearon, porque han comenzado a rodearlos y les han empezado a interrogar
sobre su presencia.
Están un poco asustados, pero lo que hablan parece ser sincero.
-Nosotros hemos venido porque queríamos mucho al Poeta. Nos enteramos por
la radio y queremos acompañarlos.
-Recuérdense que a nosotros nos obligaron a salirnos de esta Asociación. Yo me
fui llorando porque quería estar con ustedes, pero si no nos íbamos, nos
quitaban nuestras ventas y nuestros billetes de lotería. Yo tengo once hijos y
aquí don Chito tiene dieciséis.
¿Y será con la misma?, me pregunté, y luego me respondí con la voz interior del
Poeta: “Con la misma pero con cuatro mujeres, pendejo.” Se ve que estos
cieguitos no ven lo que hacen, por eso se llenan de hijos, porque si no están
haciendo mañas están hablando de hacerlas.
A mí, estos ciegos me enseñaron a valorar de manera diferente el mundo, digo,
los verdaderos ciegos, y tal vez por eso fue que cuando uno de los anticiegos,
achichincle de Saturnino, soltó un discurso abyecto, rastrero, ante la prensa, no
se me ocurrió sino exclamar con toda la fuerza de mi más absoluta sinceridad:
“¡Este hijo de puta no merece ser ciego!”
¡Híjole!, estoy a punto de soltar una carcajada ahora que va a principiar el acto
póstumo. Y si me río, voy a llorar, porque mi risa es gemela a la del Poeta que
ahora está allí en el cuartito del fondo por su santa voluntad. (Tal vez pidió que lo
encerraran allí porque fue en ese lugar donde abrió los primeros pétalos de
tantos aromas secretos femeninos... tal vez así sea.)
Me había distraído pensando en tantas y diversas experiencias ocurridas en esta
misma casa, pero el presidente de la Asociación ha llamado discretamente para
que nos apretemos en la sala, ya que principiará el acto póstumo dedicado al
Poeta, y he reparado en que me estaba quedando solo en el patiecito lleno de
macetas. Avanzo y me arrimo a la puerta, donde un grupo hace intentos por
penetrar un poquito más en el ambiente, completamente colmado de gente.
Algunos han preferido salir a la calle y situarse pegados a las ventanas abiertas
para escuchar desde allí. Yo trato de alargar el cuello y meter un poco la cabeza,
pero hay demasiada concurrencia, es imposible, salgo por el zaguán y me
encamino a la tercera ventana aún sin público, y me dispongo a presenciar
desde allí todo lo que ocurre dentro.
Algunos automóviles se han colocado en fila a lo largo de la cuadra, tras un
carro fúnebre que aguarda la salida del féretro. Desde el interior de la sala, el
presidente de la Asociación los señala con el índice, explicando que hay
suficientes vehículos para trasladar a todos los asistentes hasta el cementerio, lo
que se hace indispensable puesto que la lluvia no tardará mucho en caer. El
Poeta sentía casi siempre el preludio de cualquier aguacero. -Es como si el aire
se hiciera más pesado -afirmaba-, como si algo muy grande se situara allá
arriba. Uno siente perfectamente cuando está bajo techo; la presencia de la
lluvia antes de que caiga es igual que estar bajo techo, pero se trata de un techo
enorme y lejano, sumamente alto.
Un relámpago proveniente de adentro me indica que los reporteros han entrado
en acción. El discurso de un joven ciego comienza a imantar la atención general.
Se refiere a la trayectoria del Poeta, como líder, como estudiante, como
compañero. Pronto se hace como un rio cada vez más ancho y caudaloso al
abrirse paso por entre las moles de silencio que se aquietan desde la sala al
infinito, al derramarse en alusiones profundas a la obra del difunto.
Yo, Leonel Bravo, estoy a punto de precipitarme en la cima de un llanto
voluptuoso y retrospectivo al evocar aquella noche de diciembre en que los
versos que ahora escucho fueron leídos por el Negro Muñoz en casa de la
Pelirroja Mireya, hace ya unos ocho años. El Poeta se contenta para evitar que
una lágrima lo traicionara desparramándosele fuera de su angustia. Bebimos ron
aquella noche y lo vi besando a la Pelirroja a escondidas.
Ahora pasa en esta corriente de emociones que viene desde la voz del orador
hacia la incógnita de nuestras incertidumbres, pasando bajo el arco azul
profundo de la muerte, un episodio y otro y uno más, y una secuencia de
episodios que navegan tras las palabras, como a remolque de la vida, y siento
que el tiempo se ha parado. Al reloj de Dios se le ha roto la cuerda, porque el
Poeta vuelve a hablarme desde su poesía mínima y cadenciosa, cerrada como
un puño en el que se aprieta una verdad descomunal que sintetiza un pálpito del
universo entero. Oigo al orador y camino por el aire tras sus vocablos recortados
taxonómicamente luego de cada concepto, de cada imagen.
De mi muerte, masculina y dulce, se derramará la vida, se alzarán los
horizontes. Dejo un poco de mi muerte en cada beso; siembro un lirio de muerte
en tu vientre generoso, a través de la llama vital y femenina de tu sexo, para que
emerja en sonrisa y esperanzas, el impulso vital de mis semillas. Permíteme
morir un poco en el hondo recorrido de tu cuerpo: quiero resucitar, con mi muerte
masculina, colgando en la alborada.
Había versos lanzados desesperadamente a la patria que sentía morirse en él,
aunque envasados en sobre de sensualidad irremediable descargaba la
dedicatoria a alguna imagen femenina que bien podía ser la de la Pelirroja o
cualquier otra. ¡Vaya uno a saber con los poetas como el Choco!...
Ahora el tiempo se pone de nuevo en movimiento. Los versos pasaron y se
fueron, yo estuve anclado en una noche de diciembre y ahora recién retorno a
junio de 1964.
Todo se ha movido en el interior de la sala. Hubo sin duda algunas palabras
finales y la develación de una fotografía del Poeta en la pared del fondo, desde
donde ahora mira con sus ojos ciegos a todos sus compañeros de la Asociación
y a sus amigos, incluyéndome a mi, con su cara complaciente como si se
dispusiera a revelar una gran verdad o a contar un chiste nuevo.
Algunos ciegos que vienen en el torrente humano comienzan a desplegar sus
bastones plegadizos, otros alargan los suyos telescópicos. No logro descubrir a
ninguno que use bastones fijos de una sola pieza. De todos modos, la mayoría
no los extrae de sus bolsillos porque, al moverse despacio con toda la masa de
concurrentes, no les son necesarios.
Partimos hacia el cementerio embutidos en carros de todos tamaños y colores
que han puesto a disposición de la Asociación muchos amigos del Poeta,
además de los rigurosamente negros de la funeraria. Vamos un tanto apretados
porque la cantidad de los que desean estar presentes supera un poquitin la
capacidad de los vehículos.
La marcha silenciosa se desliza bajo una llovizna inquietante que mece sus
cortinajes de esquina a esquina, convirtiéndolos cada vez más en pesados
telones de agua que en breve habrán pasado a la categoría de verdadero
aguacero.
Las coronas sobre los carros lucen empapadas. Dentro de poco, cuando
aguardemos en el momento final, cuando los enterradores suelden con
argamasa el último ladrillo y todos pongan cara de interrogación, sabiendo que
lo único que queda es marcharse, todos estaremos igualmente ensopados como
zanates y ello será el pretexto de esta parvada de ciegos para irse a refugiar en
EL ÚLTIMO ADIOS, o a cualquier otra cantina de las que abren sus puertas
frente al cementerio general.
La tormenta retumba su voz de teponaxtles irredentos, convocando a las almas
a esta suerte de aquelarre, en el que se dispone acabarse el agua del universo
para impedir el entierro. Ángeles grises surcan los confines con su aleteo
imperceptible; cerbatanas ocultas comienzan a descargar ráfagas de granizo
sobre las calles. El sepelio avanza lentamente por entre un acuario móvil en el
que se van deslizando las imágenes sucesivas de las casas, las gentes que
pasan con sus paraguas, los agentes de tránsito escondidos en las puertas, los
borrosos letreros que anuncian una fábrica de lápidas marmóreas, una
lavandería en seco, en la esquina, una tienda donde se venden comidas típicas:
tacos, enchiladas, chiles rellenos, revolcado, patitas a la vinagreta, guacamole,
tostadas de frijoles volteados... y seguimos.
Como llueve tanto, se dispone que ingresen todos los vehículos al camposanto.
Cuando el carro fúnebre cruza el amplio pórtico, la campana cuentamuertos se
queja bajo el agua y eso le ahonda el sentido fúnebre al sonido, que al apagarse
en el unísono parlamento del aguacero provoca una concavidad mayor en el
silencio que portamos sobre nosotros.
Ahora veo cómo descienden de los autos todos los familiares, los amigos del
difunto. Todos se lanzan al chaparrón como si no sintiesen la agresión del agua.
Se van apretando en un montón compacto y tenso frente al nicho que abre su
boca comemuertos allá arriba, en la sexta fila del muro. Abrazo al Negro que
está con la cara mojada de lluvia pero con el ánimo a una micra del llanto.
De pronto el diluvio se corta. El ataúd es llevado hasta un ascensor de una sola
tabla que comienza a subir con un chirrido impertinente. Los enterradores suben
por escaleras y se sitúan en el ascensor junto al féretro; lo ponen en posición
adecuada y comienzan a empujarlo hacia adentro.
En ese momento brilla el sol, como si no acabara de estar lloviendo bajo un cielo
gris. Comienzan a cerrar el boquete con movimientos tranquilos y seguros. Es
como si el Arca de Noé acabara de atracar y uno de los pasajeros, el más noble
y tierno, fuese obligado a retornar hacia lo incógnito por un túnel misterioso.
Solamente se escucha el ruido de la cuchara, luego el de la espátula que
empareja la última capa de repello. Un movimiento común, espontáneo, sin
palabras, comienza a soltar las amarras que mantenían inmóvil a la multitud
ensopada, ahora bajo el sol. Los albañiles fúnebres se ponen de pie y el
ascensor comienza su descenso. Un rayo en seco, allí nomás, en algún punto
del cementerio, a lo mejor sobre el muro mismo donde acaban de enterrar al
Poeta, eleva su llamarada verdosa y suelta su estampido que se va retachando
por la rosa de los vientos, hasta apagarse poco a poco en los últimos rebotes,
allá en las oquedades de las montañas.
-Sólo el Poeta podía meternos un susto así después de muerto -reza en voz baja
uno de los directivos. Quién sabe si no siga metiéndonos otros más fuertes -le
replica el muchacho del discurso fúnebre. Me uno a ellos y marchamos, como
era previsible, a EL ÚLTIMO ADIÓS.
EL ÚLTIMO ADIÓS es una cantina decente -puede decirse- pero cantina al fin y
eso no me agrada para convertirla en punto de reunión donde rematamos la
despedida del Poeta.
Estoy abrazando al Negro, con todo y la cara de compungido que tiene, y sé que
lo está. Me aprieta más de la cuenta y hasta me parece que trata de hacer un
masaje furtivo con sus pectorales derechos en mi chiche izquierda. Tal vez son
exageraciones mías, porque el pobre está a punto de estallar en lágrimas; sólo
porque le prometió al choquito que no lloraría por él en público, sé que no lo
hace, pero aquí lo tengo, tan cerca y tan calientito que me parece que del pesar
se puede pasar insensiblemente al placer, como que la muerte llama a la vida
inmediatamente.
-Bueno, Negrito, dejá pasar al señor. No llores para afuera. En EL ÚLTIMO
ADIÓS nos juntamos.
-Y si no, aunque sea dónde el Chino pobre y de allí... ¿Y de allí adónde? -le
pregunto, pensando que debe terminar de separarse y avanzar para que pase el
otro que viene en la fila dándonos el pésame a nosotros, los que lo recibimos
aquí, en la puerta del cementerio junto con los dos familiares que han venido. Lo
empujo suavemente para que se aparte y camine.
-Hasta EL ÚLTIMO ADIÓS, hermosa. Tengo el espíritu del Choco y por eso me
siento con derecho absoluto a estrecharte hasta el horizonte de mis entrañas...
Lo último lo dijo ya caminando en la cola pero con una cierta sonrisa de malicia.
Yo no he entendido bien, pero eso del horizonte de mis entrañas me pareció
pornográfico, no sé por qué. Y creo que de verdad la chiche me la apretaba más
de la cuenta.
De todos modos, yo ni fui nunca nada del Poeta, aunque todos lo creyeron así, y
este chavo no está tan desagradable. Además quería tanto al Poeta... y en eso
sí que éramos iguales. Sí, iguales --dice el señor viejito que me abraza ahora en
las últimas tentaciones del pésame (y me doy cuenta que he dicho algunas
palabras en voz alta). Mientras tanto, continúa él y agrega: -Igualitos, usted
parece su hermana. Permítame que le dé un beso respetuoso y triste en la
mejilla.
Y me lo zampó sin que me diera tiempo a decirle que no.
Más que un beso fue ventosa, pero bueno, era el último de la fila y la hora de
marcharse había llegado. Me despedí presurosamente de la madre y la hermana
del Poeta y fui con todo y mis dudas a reunirme con los más apesadumbrados a
EL ÚLTIMO ADIÓS.
No cabe duda que éstos ya tenían todo preparado Porque hasta mantel les
Pusieron. Sobre la mesa -mejor dicho las tres mesas reunidas en fila hay varias
botellas de ron, “aguas negras del imperialismo” como le llaman a la mezcla esa
que le añaden al trago), varios platos, azafates con boquitas: chicharrones
-fresquitos del día , aguacate, chojín, tortillas con revolcado, tiras, longanizas...
Esto va para largo, como que más andan celebrando el deceso del Poeta que
lamentando su desaparición. Pero en fin, en momentos de persecución,
cualquiera se aferra a la vida con cualquier ademán, aunque sea éste de deleite
en los brindis o como el que insinuó –o no sé si sólo lo insinuó el abusivo del
Negro cuando me apretujó- al darme el pésame en la puerta del cementerio.
Como nos sintieron llegar a Gladys y a mí, estos ciegos han comenzado a
desplazarse de tal manera que queden cerca o frente de cada una de nosotras.
Ahora viene aquí el del discurso de despedida, que incluso recitó unos versos de
memoria (¡y qué bien lo hizo!), se me sienta a la izquierda diciendo: “Con
permiso”, y yo no le contesto para ver si adivina quién soy. Entonces rodea el
respaldo de la silla con el brazo y me dice como en secreto:
-Hola, Pelirroja. Tengo cosas importantes que comunicarle, pero no aquí en la
mesa, no se me escape sin que hablemos.
-¿Y por qué tan misterioso? -le pregunto-, ¿por qué no me las dice de una vez?
Peor si son de amor -lo provoco.
-Esas sí puedo decírselas aquí, pero prefiero hacerlas que decirlas. igual que
todos los chocos pienso. -Calma, calma. No sea mal pensada –me advierte
como si leyera mi pensamiento-. En realidad se trata de cosas importantes.
Tenemos que trabajar muy duro en memoria del Poeta. A estas horas él estará
pensando que estos tragos que nos vamos a tomar aquí no deben servir para
perder el tiempo, sino para acelerar un plan que dejó escrito y que debemos
poner en práctica cuanto antes.
Aquí enfrente, al otro lado de la mesa, se han sentado el Negro y Leonel. ¡Cómo
me gustaría que el Negro me volviera a estrechar como lo hizo en la puerta del
cementerio, pero sin que hubiera gente alrededor!... Siento que me estoy
poniendo colorada por pensar estas cosas, porque la verdad es que siempre me
ha gustado mucho y, pese al pesar, me emocionó el roce de su cuerpo.
Pero ahora ni coco me pone; trato de que me vea, le sonrío con los ojos y él
serio, discurriendo en voz muy queda con Leonel. Mejor le voy a tocar el pie bajo
la mesa. Estiro mi patita, la voy alejando poco a poco... ya está, aquí topé con su
zapato (me gustaría que se lo sacara y me acariciara el pie con el suyo, aunque
fuera con el calcetín). ¡Recondenado, lo ha retirado asustado!... Ah, pero es
Leonel el que mira hacia acá y abre la boca: -Perdón, Mireya. ¿Te pateé? -No
Leo, fui yo que estiré mis pies porque estoy muy cansada. ¿Ustedes no se
sienten así?
-Yo por lo menos -es el Negro el que me responde- sí. Y es que toda la noche en
el velorio, luego del ajetreo para poner los telegramas a los familiares que viven
fuera; traer amigos a la casa, moverse en todas las incidencias del entierro, total,
muchas horas de tensión.
-Además -tercia ahora Leonel-, como que en el momento en que comienza el
relajamiento todo el cuerpo se aguada. Es como si al soltar un gran peso los
músculos se aflojaran y hasta entra un cierto deseo de dormir o de reírse. Con
perdón del Poeta, pero esto me ha ocurrido muchas veces, y hasta me ocurrió
alguna en compañía de él. Después de haber estado bajo el efecto de un dolor,
cuando comienza el relajamiento, puede desatarse una risa incontenible. Si no
vean a aquellos cuates del extremo -y señala discretamente a tres ciegos que
están a la cabecera-, ya comenzaron a soltar la risa.
Todos volvemos nuestra atención hacia aquel grupo. Ellos comunican
fragmentos de sus motivaciones hilarantes a los vecinos, la risa comienza a
crecer. Hasta este lado no llegan todavía ni la lógica del chiste ni parte de su
contenido, apenas se insinúa que algo jocundamente retozón ha brincado en el
ámbito y las sonrisas no se contienen; luego una palabra cualquiera. Alguien
dice: “Sí, realmente el Poeta pesaba como una ballena, y otra carcajada, más
sonora, se destapa aquí.
Ahora ya desbocadas, otra serie de carcajadas le hacen eco un poco más allá;
alguien intenta agregar algo: “Lo que pasa es que debe haber metido a alguna
mujer en el cajón para no dormir solo esta noche.” Y ya hay lágrimas de risa;
salen algunos pañuelos. El muchacho del discurso que está a mi lado se pone
de pie, se bebe de un trago el ron que tiene en el vaso y comienza a toser, se
está ahogando de ron y de risa, eso complica más aún el desparpajo. Ya no hay
quien no se sacuda de espasmos y sonoras carcajadas. Tengo miedo de
orinarme bajo la mesa, retiro la silla y quiero preguntar por el baño, la risa me lo
impide. Entonces solamente atino a tocarme el bajo vientre y decir
entrecortadamente a Leonel y al Negro:
-Pshshssssh.
Interrogo con las manos “¿dónde?” Uno de los ciegos que está en el otro
extremo de la mesa me grita: “Al fondo a la derecha, como en todas partes”, y
cae hacia atrás en el respaldo de la silla para seguirse sacudiendo de la risa
luego del gran esfuerzo para responderme. “éste es de los verdaderos ciegos”,
pienso, llevándome mi risa por entre mesas, sillas y parroquianos que también
han comenzado a reírse de igual manera.
Esta cantina no es, como quien dice, prohibida para ebrios de baja estofa, sin
embargo no puedo contenerme cuando un momento antes de entrar a la puerta
anhelada (una puertecita casi secreta y semicubierta por una cortinita sucia con
su papelito roto que dice “Damiselas”) caigo en brazos de un beodo gordo que
se contorsiona de la risa recostado contra la pared. Abrazados nos reímos hasta
que me doy cuenta que ese lugar no es el más aconsejable para una dama que
solamente quiere ir a depositar decentemente, a un lugar fuera de la vista del
público, una encomienda corporal líquida que está por escapársele. Me libro de
los brazos que se quedan abrazando y soltando sucesivamente los ángeles
invisibles que pasan en el viento, tal vez huyendo de los miasmas de este
cuartito oscuro y feo.
He vuelto a la mesa. La marea ha bajado ligeramente, el Negro luce alborotado
y sudoroso, lagrimea copiosamente y se suena con estruendo. Pienso que la
única que ha creído que él se ha apretado eróticamente contra mi, soy yo. Tengo
ganas de aclararle que nunca fui novia, ni mucho menos amante del Poeta, debo
hacerlo y hoy mismo.

Capítulo II
Saturnino era un indio terroso, hijo de brujos y criado en ámbito de hechiceros.
Un hombre ladino metido de contrabando a chimán, sólo porque tenía el pelo
liso y los ojos achinados como los de los indios, mató a su tata con un bebedizo
de vuélveteloco para quedarse con su nana, que entonces era hermosa y hasta
algo coquetona.
El padrastro en potencia no quería que Saturnino lo vigilara cuando iba a rondar
a la madre; por eso, cuando le vino aquel milagroso mal de ojo, se aprestó a
curarlo.
Todo el día estuvo preparando el remedio. Iba y venía, cortaba algunas cosas en
el patio y luego volvía a machacarlas en la cocina. Esperó a que el patojo se
durmiera, y cuando estaba ya cansado de insistirle a la Tomasa, madre de
Saturnino, sin obtener ningún triunfo en su lucha, que casi llegaba al forcejeo,
viendo que ya la luna estaba agachándose sobre el otro lado del tapial, fue,
tomó su menjurje, entró hasta la cama del patojo, sin despertarlo le abrió un ojo
y le aplicó un hisopo previamente calentado a la llama de una candela. Saturnino
se sacudió y quiso librarse, algo más que un grito le salió de todo el cuerpo.
Después lo acostó de un empujón y le abrió el otro ojo completamente pegado
por las lagañas, la conjuntivitis le daba la apariencia de tomate. Volvió a aplicar
el hisopo y Saturnino cayó sin sentido retorciéndose sobre la cama hecha de
cañas y con un petate doble a manera de colchón.
-Ya te va a pasar, patojo chillón. Te vas a curar de veras, no jodás. Te duele
tantito porque te estás quedando choco, pero es lo único que te salva de ese
mal de ojo que tenés.
La Tomasa al ver a su hijo en aquel estado le arrebató el frasco de las manos y
comenzó a examinarlo: ¡semillas de chiles distintos molidas en una pasta
terrible! Iba a lanzárselo a la cara pero el desgraciado ya había saltado fuera del
cuarto y se escapaba riendo.
-De verdad Tomasita, eso lo compone. No ves que tienen espíritus las cosas que
le puse: espíritu de salud, espíritu de la vista, espíritu de...
El grito de Saturnino lo interrumpió. Los ojos le echaban sangre, se le habían
reventado.
Ni el agua del jarrón de barro, ni los lienzos de manzanilla, ni todas las
medicinas que ensayó la Tomasa pudieron retornarle el brillo a los ojos.
Se le fueron formando tristes calcinamientos que dejaron, en lugar de aquellos
vivaces relámpagos brillantes, dos chibolitas muertas blanquecinas.
Odió al asesino de su padre, odió a su madre a quien juzgó culpable por darle
puerta con algunas coqueterías; odió a todos y lentamente se fue haciendo
amigo del diablo, hasta que una noche decidió hacer un pacto con él. Pero el
condenado diablo no venía, por más que lo invocaba clamoroso, suspirante,
vehemente, transportado, todas las noches de los viernes, mientras fumaba un
puro por entre los limoneros, al fondo de la casita.
A los diez años le fundieron los ojos. A los doce se fugó de su casa rumbo a la
ciudad. Después de una semana sin qué comer, aceptó que una señora lo
encaminara a un asilo de inválidos, donde encontró a otros ciegos, algunos
indios como él, y donde pudo comer y comenzar de nuevo a fumar sus puros de
los viernes.
Comenzó a conquistar seguidores, de modo que su fama progresó hasta el
punto de que lo consideraban poseedor de poderes sobrenaturales.
Su fama llegó hasta la dirección del plantel, pasando por los rosarios de las
Hermanitas de la Caridad, de modo que un día sintió cómo lo rociaban antes del
desayuno, lo que le provocó risa, hasta que supo, por infidencia de un
enfermero, que se trataba de agua bendita. Entonces montó en cólera y
comenzó a clamar con el demonio todas las noches.
Un Viernes Santo no pudo levantarse porque amaneció enfiebrado y casi
inconsciente. Las Hermanas de la Caridad aprovecharon para ponerle un
crucifijo junto a la almohada y rezarle a la orilla de la cama.
Saturnino, en su isla de atontamiento febril, mascullaba con letanía blasfema y
demoníaca: “Ustedes mataron a la Anita, ustedes le cortaron la paloma a don
Ramón, ustedes se pajean con candela, a ustedes se las coge el Padre Rich,
ustedes pedirán perdón a Lucifer.”
-¡SHO CIEGO HIJO DE PUTA! -gritó la Superiora-. ¡Fuera de aquí! ¿Quién te
dijo que alguien había matado a la Anita? Maldito. Ya te vas de aquí, tenés el
demonio metido en la sangre, no te lo podemos sacar ni con un exorcista.
Y le pegó con su bastoncito en las costillas. El golpe hizo brincar a Saturnino,
quien sentándose en la cama comenzó a escupir en todas direcciones. Un
esputo cayó sobre el crucifijo y eso hizo que varias hermanas se abalanzaran
sobre el escupidor; pero en ese momento una vela se desprendió de la
hornacina a la cabecera de la cama y cayó sobre el tumulto. No hubo incendio,
pero las seis hermanas, incluyendo a la Superiora, así como el mismo Saturnino,
salieron del cuarto en un solo brinco.
Para mayor susto de las Hermanas, Saturnino no usaba camisón, de modo que
no tenía nada que lo cubriera por debajo de la camiseta, lo que daba mayores
razones para creer que “este indio lamido” tuviera pacto con el diablo. Las
hermanas salieron corriendo y a Saturnino lo llevaron a la enfermería, de donde
salió al día siguiente a la calle sin ningún boleto de retorno.
Lo peor resultó cuando la empleada encargada de arreglar aquel dormitorio,
salió corriendo despavorida a las ocho de la mañana del Sábado de Gloria.
-Satanás, Satanás -gritaba enloquecida-, ¡allí está la mano de Satanás! ¡Allí, en
la almohada de Saturnino! -y lloraba como una Magdalena de verdad.
Nadie la hizo entrar de nuevo, pero en la puerta del dormitorio, ahora vacío
porque los otros nueve ciegos que dormían allí habían ido a desayunar, se formó
un corro espantado que no atinaba si entrar, rezar o llamar a alguien.
El hecho es que medio entraban, medio rezaban y medio pedían auxilio. Por fin
vino el doctor que, sin hacer caso de nadie, ingresó de sopetón. Pero una vez
frente a la cama de Saturnino -mejor dicho la ex cama- retrocedió con cara
pálida y ojos redondos.
-¡Agua bendita por piedad! -exclamó-. ¡Agua bendita! Aquí hay un maleficio.
Allí, a mitad de la sobrefunda blanca, una gran mano negra había estampado su
amenazante figura diabólica.
La almohada fue quemada a medio patio y en público el Domingo de
Resurrección, pero lo peor fue cuando el enfermero se apareció con una sábana
igualmente marcada por el diablo, sólo que con manos más horrorosas y
algunas superpuestas.
Nadie se explicó lo ocurrido, excepto los nueve ciegos del dormitorio que
comprendieron que todos los papeles que Saturnino quemaba casi todas las
noches con una candelita en el vaso que estaba en la hornacina de su cabecera
habían dejado sus restos negruzcos, lo que con la calda de la candela se había
venido abajo. Saturnino debió apretar el vasito mágico para salvarlo, pero sólo
consiguió llenarse de negro la mano.
Las Hermanas no querían saber nada del vasito, porque Saturnino, en una
descomunal muestra de insolencia, había metido en él su pajarito para ocultarlo
de la mirada de las religiosas. Así que mano y pajarito se habían retratado en las
sábanas de la enfermería, aunque nadie quería decir qué retrataban esas otras
manchas negras que parecían las de un gusano gigante.
Y lo que más asustaba a las religiosas es que Saturnino gritaba cuando guardó
el asunto en el vasito: “¡Para que no me pase lo de don Ramón!” Y lo repetía con
aflicción auténtica. Nunca supieron las Hermanas de qué modo Saturnino se
había enterado del crimen de Anita y de lo ocurrido a don Ramón, aunque esto
último no era muy exacto como él lo decía...
Mucho tiempo después, en una reunión de anticiegos, Saturnino volvió a hacer
mención de aquellos hechos, y entonces todos comentaron lo que sabían y lo
que no sabían, hasta llegar a conformar una historia completa de los hechos.
Tras Saturnino tuvieron que salir del asilo varios ciegos más: San Pedro Shilot,
que además de carecer de la vista, padecía de un grado de imbecilidad muy
acentuado y de trabas en el habla -que no sólo era dislalia sino confusión de
palabras y verborrea cíclica-; se fueron también Tomás y Mariano, los que
cantaban acompañándose de guitarras; Maribel, que siendo hombre le habían
puesto nombre de mujer, y tal vez por eso andaba por la otra banqueta -como
decía Saturnino-. Esos fueron los fundadores del primer brote de anticiegos del
país. El cual nucleó a otro buen número de vagabundos, vendedores de billetes
de lotería, merolicos, adivinadores de la suerte, predicadores de la Biblia que
andaban de pueblo en pueblo haciéndose pasar por santos. Hasta que se
conformó una organización bastante grande, la cual, por instancias del mismo
Saturnino, pasó a depender económica y dizque filosóficamente del único
patronato para ciegos de todo el reino.
Son las seis y media de la tarde. El caserón colonial se hunde en un bostezo de
sombras; en el lubricán exterior, querubines desnudos saltan de uno a otro
campanario colgando de los bronces aéreos; dentro, en el inmenso salón de
recepciones, la alfombra se traga los murmullos y el cortinaje apaña muecas
fantasmales; en el encierro parecen repetirse escenas que se fueron o que aún
no han ocupado su lugar en el desfile de sucesos cotidianos.
Alguien le ha abierto la puerta al indio Saturnino, que ahora avanza de rodillas
con un cirio en cada mano iluminándole la cara terrosa con su fulgor rojizo, que
hace lucir más blancos los ojos muertos como de yeso.
Arrastra con él un treno áspero y ronco, que en su voz de hojarasca y humo se
revela sinuoso y tremante, como venido del averno.
Trae en la cintura objetos de metal que al avanzar imponen una lúgubre armonía
al monótono cántico que gira en un círculo musical hipnótico de tan reiterativo
con ese eco de campanas viejas que le sale de sus colgajos dorados al
entrechocar en cada movimiento.
Como todos los últimos viernes del mes, los empleados han tenido una hora de
descanso regalada. Desde las cinco se han fugado en pequeños grupos,
solamente quedan en aquel ámbito silente y soñoliento la gran reina de la
institución, doña Cleotilde, su secretaria particular y el jefe de personal, quien ha
abierto la puerta de la calle para que ingrese Saturnino. Ahora están los tres al
fondo del salón. Se trata de un retablo pagano cuya quietud esotérica tensa
ocultos piolines misteriosos.
Al centro Mamacló; en el rincón izquierdo, casi invisible, el flaquísimo jefe de
personal; en el derecho, asomando de la penumbra su cabellera blanca con una
peineta dorada que de vez en cuando, al moverse levemente, refracta traviesos
rayitos brillantes, la anciana secretaria con un rosario en la mano.
Varias ventanillas altas, casi a la altura del techo, permanecen, con sus vitrales
azules y rojos, abiertas; por ellas, quebrando la armónica ringlera de colores,
ingresa un hálito luminoso tenue, que poco a poco se ha ido tornando gris.
Adorna un ventanal cuyas cortinas abiertas permitirían captar desde fuera todo
lo que ocurre dentro.
La figura de Mamacló parece flotar en una nube vaporosa, inefable, distante;
está sentada en su poltrona marrón sin el habitual escritorio al frente (ahora éste
se ha empequeñecido en el otro extremo del salón); tiene el aire de una Madona
catedralicia, aumentado por el sugestivo encuadre que traza a su figura un arco
dorado que asienta sus bases en ambos lados del sillón y pone sobre su
magnífica cabeza un rosetón en el que hierven los puntitos lumínicos de millares
de lentejuelas y brillantes -seguramente de cristal ordinario- que semejan
círculos diamantinos.
El indio ha llegado con su canto y sus candelas hasta la puerta del salón, se
inclina hasta besar la alfombra apoyando ambas manos con los cirios
encendidos sobre el suelo, en una pirueta que no se sabe si imita malamente un
descanso de karate o tiene el primario impulso de un salto de conejo. Pero ahora
se incorpora y viene meciendo el cuerpo para que suenen más sus campanarios
de latón. En el momento en que alcanza el frente del trono, las dos imágenes
laterales se aproximan lentamente. La de la izquierda tiende un velo blanco
sobre Mamacló, mientras que la de la derecha la unge con un óleo perfumado y
le coloca una corona halada de dulce resplandor de oro.
El indio desata de la cintura una palmatoria que pone frente a sí, colocando en
ella los cirios encendidos; con ambas manos levanta una pequeña cadena que
desde su cuello cae también hasta la cintura, donde sostiene un incensario
repleto de brasas; la cabeza ha salido de la cadena y ahora el incensario se
balancea rítmicamente aumentando su fuego. De un morral de colores vivos que
cae sobre su costado extrae una bolsa de cuyo contenido vierte un puñado
sobre las brasas. El dulzón aroma del pom toca de catecúmenas evocaciones
autóctonas la escena que ahora se difumina por instantes, entre las volutas de
humo fragante que se desprenden del incensario pendular que acompaña los
rezos de Saturnino.
-Virgen nuestra, Santa Cleotilde, madre de todos los cieguitos del mundo.
Gracias a vos comemos, vestimos y tenemos nuestro pistillo -rezaba como los
indios, improvisando sus invocaciones, quejas, jaculatorias; frente caída, como si
botara las oraciones contra el suelo para que de allí rebotaran santificadas por el
pom o el copal a la nariz y el alma del santo.
Sabía el simbolismo de las figuras hechas con candelas (una cruz, un triángulo,
un círculo, una estrella ...), como las ponen en la iglesia de Chichicastenango.
Sabía también de los rezos al Malo y las demandas de venganza o de muerte
vehementemente elevadas en rogatorios prohibidos, en las gradas exteriores de
esa iglesia, y sabía del sacrificio de chompipes decapitados, oraciones ocultas y
rosarios negros recitados en clamorosa brujería, siempre sin dar la cara al sol
para lo que se cubren con una máscara de animal, basta regar la sangre del ave
degollada al frente de la piedra santa Pascua¡ Abah. Por eso podía rezar con
soltura y profundidad frente a su santa patrona, la presidenta del Patronato
Cristiano de los Inválidos, para que ella se sintiera más diosa, más incorpórea,
más iluminada y divina.
Ella, gorda, sudorosa de tanta unción, transportada a su ser más beatífico al
conjuro de las oraciones; él, de hinojos, cabeza gacha, suplicante y carismático
gracias a la proximidad de ella, en un diálogo convencional, primario y oscuro,
casi instintivo y purificador. Por eso, en aquellos momentos en que Saturnino
venía a rezarle los últimos viernes de cada mes, Mamacló se sentía
auténticamente santa; portadora del Don de Dios para todos los que hubieran
perdido o que nunca hubieran tenido algún sentido o habilidad.
Ella era Santa Vicenta de Paúl, Santa Juana Boscoy Santa Luisa Gonzaga, la
Hermanita Petra. De seguro se reconfortaba internamente: “Que cuando muera
me van a enterrar en la Antigua junto al Hermano Pedro y le voy a ganar en
milagros. ¿Qué no he hecho yo por los paralíticos, los mudos, los débiles
mentales, los cieguitos y hasta por los mamplores.
-Sí, Santa Cleotilde -murmuraba para sí-, tú eres más que una santa, eres la
verdadera Diosa de los desvalidos de esta tierra. Si ya en este mundo te
entiendes tan bien con el Padre Eterno, ¿qué será cuando mueras? Pero antes
de entregar tus pecados a la infinita justicia, observa cómo aquí eres premiada
con creces. Tu fortuna se multiplica, tu fama corre por el mundo, tu poder es tan
grande como el del general y a veces mayor aún, te aman todos los que tú
quieres que te amen y este siervo que ahora sintetiza ante mí el clamor
fervoroso de todos sus congéneres, me trae en su místico candor el efluvio
magnético de los milagros siempre presentes y reales que brotan de mis manos,
de ahí el resplandor sin límites que acompaña tu imagen por doquiera que
llegue, de ahi la veneración espontánea que se derrama hacia tu nombre
siempre bendito, amantísima Cleotilde, Santa y divina Cleotilde.
Y el indio le respondía ungido por haber tocado con un pulpejo la punta del
zapato de la santa: “¡Oh madrecita nuestra, que estás en el patronato,
santificado sea tu nombre...!
Sí, porque ahora vengo a pedirte cosa grande, milagro gordo, vas a tener que
poner toda tu fuerza para ayudarme en la concentración de poder; pero antes te
voy a presentar el informe terrenal, porque vos debes enterarte de todos los
males que quieren hacerte aquí en el mundo. Fíjate que don Ramón, el que le
dicen Pipecuto, se pasó con los otros, los ateos, los hijos del Demonio. Dejó de
pedir limosna, y eso no importa, se huevió los mensajes que tenía que
entregarle al coronel San José y supimos que los llevó a la Asociación de los
Comunistas; asimismo, cuando lo fueron a buscar los señores policías secretos
se negó y no quiso abrirles la puerta, y ellos sólo iban a preguntarle por los
papeles. De seguro que a esta hora ese al que llaman El Poeta ya sabe más de
la cuenta, pero aquí traigo una cosa muy importante que te la voy a entregar
para que vos juzgues, virgencita mía.”
Hablaba bien el castellano, pero no había olvidado su lengua.
Comenzaba entonces a murmurar una larga plegaria en lengua quiché,
aspirando primero hasta llenarse los pulmones, para luego soltar grandes
salmodias hasta que el aire se le terminaba. Entonces retomaba oxígeno y
reiniciaba aquella perorata ininteligible para la trinca que formaba su auditorio
absorto, aunque para ellos, mucho de aquello que decía el indio era un invento
del momento, con palabras que quizá no significaran nada, o a lo mejor quería
decir cosas malas pero Saturnino, concentrado como un yogui, iba soltando sus
andanadas de nigromante embelesado hasta que por fin, con la voz en un hilo,
remataba en una última jaculatoria en castilla, apenas perceptible: “¡Todos los
poderes de estos espíritus con vos, así la felicidad conmigo!” Y resollaba con
fuerza como un buey recién desenganchado, y enarbolando la testa greñuda
soltaba un AMÉN que el coro de tres repetía: “Amén”, con eco desvaído.
-Vengo a pedirte algo grande, Virgencita de los tuertos, de los sin faroles, de los
cieguitos como yo. Por eso te traigo este regalo -y metió la mano en el morral
para extraer nuevamente la bolsa del pom y algo más-. Regó la resina aromática
sobre las brasas y extendió a la mano de la gorda un paquete. Ella comenzó a
desenvolverlo sobre sus rodillas hasta que quedó a su vista un libro: Obras
escogidas. Carlos Marx, Federico Engels, tomo 1.
-¿Y de dónde sacaste esto Saturnino? A mi no me sirve para nada.
-Yo no lo saqué, lo encontraron en la Asociación de los Comunistas Ciegos, es
una prueba. Además tiene las huellas genitales del llamado Poeta.
-Digitales, Saturnino, digitales. Pero sí... aquí, tal vez como señal para la lectura,
hay también un poema de ese hombre con su nombre y todo. En realidad, si
muestro esto a la policía y les digo de dónde salió...
-Ya viste Virgencita querida que te traía algo bueno. Pero ahora te voy a pedir un
milagro grande. Resulta que yo ya quiero arrejuntarme con una mujer
permanente. A veces voy donde las niñas, allí por la línea, donde van los
cuques, pero ya me han pegado ladillas y dos gonorreas. Y es mejor tener una
en la casa para todas las noches -y el indio se reía maliciosamente.
-¿Y se puede saber a quién le has echado el ojo, Saturnino?
-¡Ay Virgencita santa, vos me tenés que hacer el milagrote! Pero aquí, en el
parquecito la he oído muchas veces, y de tanto en tanto le he podido platicar y
hasta me ha comprado números de lotería y yo hubiera querido darle el
premiado, pero de dónde jodidos si tengo tan mala potra.
-Pero decime, ¿quién es la niña? -Es la Pelanchita, hija de la Susana, la que
vende melcochas en el portal, ya está en edad de merecer y a mí se me ha
antojado con todas las ganas de aquí adentro... y por más que todos los viernes
le he echado sus santísimas oraciones a las doce de la noche, con puro y todo y
hasta con alfileres en su retrato, nada de nada. Se rió de mí cuando le declaré
que la quería para llevármela a mi casa -y al indio se le rodaron dos lagrimones
sentidos que bajaron por su oscura piel como dos lamentaciones de fuego
líquido.
-Sabés, Saturnino, ese milagro te será concedido. Poco a poco irás
consiguiendo que la Pelanchita te quiera. Eso te hará feliz, y más feliz te va a
hacer el poderme ayudar en algo muy útil para los dos.
Yo puedo avisarle a la policía, y creo que voy a hacerlo, pero es preferible que
seamos nosotros los que... sea como sea hagamos que pague sus pecados ese
hombre. Quiero que a cambio del milagro de la Pelanchita, tú me hagas otro.
-Los que me pidas, patrona de los cielos nublados, de los mediasluces, los
desfarolados y los chocos completos. Yo te sirvo en lo que querrás. Hablá que
soy todo orejas.
-Necesito, Saturnino, que le des un bebedizo que lo vaya enfermando poco a
poco hasta que... Hasta que petatee. Que le vayan saliendo gusanos verdes en
la barriga, que se le aguade el espinazo, que le tiemblen las canillas, que se le
pudra la perinola y que la sangre se le arrale como agua vieja.
-Somato -dijo el jefe de personal saliendo de un décimo cabeceo, parado en su
rincón-. Somato, señora, con su permiso, la cortina para espantar una mosca
que ha osado penetrar aqui...
-Somatá a tu abuela si te da la gana, pero traé una botella que vamos a brindar
con Saturnino, los cuatro, ¡eh!, porque hemos encontrado una fórmula divina
para quitarnos los dolores de cabeza.
El Gringo Northon poseía una cámara de cine de 16 milímetros último modelo.
Podía adaptarle un juego de lentes que le permitía realizar tomas de gran
amplitud, en close up, bajo el agua y, por supuesto, a distancia con un
teleobjetivo.
Allí estaba, apoyado en la barandilla de la terraza, procurando no reírse para no
sacar de foco el tiro de la cámara; rodando uno de los más folclóricos
documentales privados de su abundante colección de aficionado.
En un tiro de media picada y con el teleobjetivo acondicionado para tomas a cien
o ciento cincuenta metros, se esforzaba por recoger los movimientos de aquella
secuencia de escenas que estaban teniendo lugar allá, al otro lado del
parquecito, adentro de la casa del Patronato para la protección de los
minusválidos, precisamente en el salón de recepciones. Había realizado tomas
por no menos de veinte minutos en total, desde que hacía casi dos horas se
había instalado con su cuate Luisito en aquel formidable mirador.
La previsión de haber dejado corridas las cortinas le permitía ahora una
captación global del escenario. Por otra parte, el haber colocado un micrófono
oculto tras las cortinas del fondo, conectado a una grabadora de cinta
magnetofónica que quedó bajo el escritorio en su modesta oficinita, constituía el
complemento mayúsculo para poder añadir el sonido a las tomas
cinematográficas. Para aprovechar al máximo el tiempo, fingió trabajar hasta las
5:45 horas, en que conectó la grabadora y salió del edificio.
A ratos con el ojo pegado al objetivo, a ratos riéndose a carcajadas, iba
desexibiéndole a Luisito cada una de las acciones incomprensibles que tenían
lugar en el salón de alfombra verde.
-Lo que es cierto es que Saturnino le ha estado rezando; le ha echado incienso y
le ha entregado algo que parece ser una caja o un libro. Esto está
superínteresante. Ya te decía yo que esas visitas de los viernes encerraban
algún misterio. Menos mal que la grabadora habrá tomado toda esta parte del
asunto. Es una verdadera lástima que sólo dure dos horas en la velocidad más
lenta. Mañana la vamos a oír y sabremos qué ocurrió allí.
Luisito preguntaba detalles, hacía conjeturas, formulaba hipótesis y se reía con
su cuate el Gringo de todo aquello. Entonces no sabía todavía que en el
esotérico latido de aquel ritual se iba ensanchando una amenaza de muerte para
su querido amigo y maestro, El Poeta. Entonces el aceite venenoso se
desplazaba aún en las cavernas de una mentalidad perversa y aberrante, y sólo
algún tiempo después flotaría en la superficie de algunos acontecimientos que
obligarían a tomar medidas radicales a la Directiva de la Asociación Central de
Ciegos.
En aquel atardecer plácido y sereno, todo parecía reducirse a un capricho
ridículo o a una excentricidad de Mamacló y de su adorador. Rarezas de
personajes extraños y nada más...
El Gringo Northon había venido para prestar asesoría a un programa de
divulgación. Su contrato era de tres meses y ya estaba por finalizar, lo que él
celebraba a grandes voces mientras bebía cerveza en el pequeño Café Viena,
situado precisamente en el primer piso del edificio desde donde ahora se
ocupaba en recoger clandestinamente escenas de la vida misteriosa de
Mamacló.
En el Café Viena se había hecho amigo de Luisito y otros cuantos ciegos que
frecuentaban aquel lugar. A ellos les comentaba el Gringo Northon que todo su
proyecto se había vuelto agua entre las manos porque lo único que se deseaba
en el Patronato era publicitar la figura de Mamacló.
-YO deseaba enseñarle al público a conocer las causas principales de las
enfermedades que producen minusvalencias; yo quería -afirmaba enfático con
su leve acento de anglófono- que la gente aprendiera a evitar esas causas;
deseaba que aprendiera a tratar a los parapléjicos, hemipléjicos, a los débiles
mentales, sobre todo a los niños; tenía el propósito de enseñar a todo el mundo
a respetar a los ciegos, a los verdaderos ciegos como dicen ustedes, a no ver en
ellos seres extraños o ridículos, santos o incapaces, sino personas aptas,
alegres, creativas; pero los programas de televisión ocuparon 90% con la figura
de la gorda y 10% en solicitar ayuda económica al pueblo, y de mis propuestas,
“naranjas agria?. Igual pasó con la divulgación por radio y por la prensa, y como
yo critiqué en una sesión de consejo técnico aquella política, me mandaron al
último patio de la casa. Cuando llegué me instalaron en una oficina grande,
alfombrada, con escritorio ejecutivo, máquina eléctrica, dictáfono,
intercomunicador, teléfono, archivos, cárdex... sólo un bar me hacia falta,
aunque no del todo, porque generalmente los sábados al mediodía se formaba
el chonguengo. -Chonguengue -corregía Luisito. -¡Oh! Me equivoco por los
géneros. No entiendo por qué chonguengue si es masculino. Se dice el
chonguengue, entonces me suena más lógico chonguengo. Pero en eso se
volvían alegrísimas bacanales con secretarias, trabajadoras sociales,
enfermeras y amiguitas de las que venían a chonguenguear.
Ahora estoy relegado a un cubículo en el último patio del caserón; pero ya sólo
me queda una semana. Entonces, como ya me dieron vacaciones en mi empleo
de Boston, me quedaré otro mes jodiendo aquí con ustedes porque quiero que
me enseñen muchas cosas.
Hacía mucho rato que en el salón de recepciones se habían encendido las
luces. Bajo el fulgor de una lámpara de almendrones colocada al centro, se veía
ahora el escritorio que había sido movido hasta ese lugar, a cuyo alrededor se
perfilaban las cuatro figuras de los personajes de aquella farándula silenciosa,
con sendos vasos en la mano, que entrechocaban en alegres brindis. Una
botella lucía su silueta al centro del mueble, de donde constantemente se
levantaba en manos del jefe de personal, para agacharse sobre cada uno de los
vasos, en un escanceo generoso y feliz.
-Mientras seguís echando película, contame qué fue lo que pasó aquella vez que
Mamacló se puso bien a pichinga.
-Fueron muchas veces que ella se emborrachó, pero vos querés –había
aprendido las formas de trato y las manejaba con soltura- que te refiera lo que
empecé a contarte ahora en el café, antes de que nos encaramáramos a esta
terraza.
-Eso, eso. Está muy interesante.
-Mamacló quería volar. Tal vez había tomado guaro volador, porque quería
elevarse como un pájaro, cruzar el firmamento, entrar en una nube, esconderse
de la humanidad; seguir subiendo y llegar hasta el cielo, sentarse a la diestra de
Dios Padre Todopoderoso y allí seguir bebiendo.
Se sentía ingrávida, volátil, etérea; empezaría por una levitación, luego se
alzaría en un planeo grácil como el de los zopilotes, que pesan tan poco que las
nubecitas de aire caliente que se desplazan hacia arriba los empujan. Pero
resulta que ella pesaba mucho y no conseguía despegar.
Estábamos en el jardín de un chaletón allá por el obelisco. MamaCló se
encaramó a una mesa en medio de la concurrencia. ¡ALAS DELTA!, gritó un
inspirado. Pero esas alas les sirven a los deportistas o a los osados que se las
acomodan para planear desde un sitio encumbrado hacia abajo, y la mesa era
muy pequeña para una hazaña de una ícara gorda y más bebida que Baco.
Otro inspirado más modesto propuso comprarle globos de hidrógeno, de los que
venden en la plazuela España; y allá fueron una bola de bolos. Volvieron
encumbrando vejigas azules, rojas, amarillas, verdes, a cual más grandotas.
Cien globos gigantes habían sido mercados, arrebatados, exigidos, requisados a
todos los vendedores. El comando de bolos había cumplido con creces su
sagrada misión de darle posibilidades de vuelo a Mamacló.
La gorda, aguada como un trapo, se balanceaba encaramada en la mesa
mientras le colocaban en la cintura, en las piernas, en las axilas y donde se
pudiera las amarras de aquella feria de vejigas que henchían de colores
tropicales el aire del jardín.
Los globos formaban un racimo primoroso que simulaba una suerte de
paracaídas fraccionado sobre la humanidad tambaleante de la gorda voladora o
Nueva Santos Dumont. Yo calculaba: cada globo gigante de estos levanta un
kilo, la vieja es gorda pero bajita, debe pesar setenta y cinco kilos... Mas no se
elevaba. Vino un vientecito un Poco esperanzador y brincó de la mesa: ¡oh,
Mamacló volaba! Mamacló iba por el aire. Era como un zopilote verde con su
vestido extendido. Pasó sobre nuestras cabezas enseñándonos su calzón rojo.
Los aplausos y el griterío frenético convirtieron en un maremágnum aquel local.
A los diez metros del espectacular vuelo, cuando iniciaba su travesía por sobre
la piscina, el primer globo estalló, mezclando su explosión con las carcajadas del
gentío. Inmediatamente se reventó el segundo, el tercero. Mamacló descendía
vertiginosamente. “¡Amarizaje, es amfibio!” -gritó un bolito desde su galería, que
él había fabricado colocando una silla sobre una mesa y sentándose allí para
presenciar el vuelo de Mamacló.
Diez vejigas más explotaron y aquella vieja gorda que campeonizaba a los
hermanos Wright tocó el agua con los pies, en décimas de segundo se había
hundido hasta la cintura y pronto estaba metida hasta el pescuezo en el
estanque. Las bombas de colores continuaban tronando en el aire. Vi entonces
los cañones de dos rifles de viento que se asomaban furtivamente en una azotea
próxima; un instante más tarde observé a dos patojos ocultar sus armas en
aquel lugar.
Mamacló flotaba beatificamente a media alberca, como una ninfa, en medio de
su gran falda verde, que se había hecho una ventosa a su alrededor y evitaba
que se hundiera completamente; parecía por momentos una medusa, y cuando
la vi más cerca, con su cabeza alborotada y toda llena de pitas que le salían de
las más diversas y hasta ocultas partes del cuerpo, me pareció una hiedra en
agonía. “¡Se nos ahoga, nuestra señora voladora, se nos ahoga!”, -gritaban
desesperados sus más obsecuentes servidores. Algunos, dando ejemplo sin par
de heroísmo y fidelidad, se lanzaron vestidos al agua; otros, los más prudentes,
lo hicieron en calzoncillos; algunas damas se arrancaron faldas, blusas y mallas
y se unieron al equipo de rescate. Otros, los más borrachos, sin atinarle bien al
asunto, confundiendo deporte de salvavidas con orgía acuática, se empelotaron
totalmente y se revolvieron en la bola completamente encuerados. Una de las
secretarias que dormitaba la mona bajo un árbol y que se despertó exactamente
cuando Mamacló iniciaba su emulación de Lindbergh, se había arrimado al
borde de la piscina y miraba con Ojos redondos el acontecimiento aéreo;
después, con mayor sobresalto alcohólico, contempló el acuatizaje de su
paradigmática jefa. (La admiraba tanto que en todo quería ser igual a ella. Se
vestía de la misma manera, imitaba sus ademanes, las inflexiones de la voz, su
forma de pararse, de moverse, de estornudar y de dar la mano.) Ella también
hubiera querido volar en aquella tarde borracha de sábado parrandero; pero eso
era imposible ahora que su ama naufragaba como una rana en charco grande.
Aquella secre era a los ojos de todos gorda como Mamácló, pero no tanto,
aunque sí lucía un traspatio bastante voluminoso, como el de la jefa.
En el paroxismo del rescate, se deshizo de su faldón -verde perico igual al de
Mamacló-, lanzó su blusa por los aires y así, en brasier y gran calzón de seda,
se zambulló chapoteando en el extremo más profundo de la pileta. (Por
supuesto yo tengo tomas de todo aquello, por eso puedo repetírtelo con tanto
detalle, puesto que lo he proyectado muchas veces ante mis amigos.)
Pero la gorda, ‘segundo tomo’, es decir, la secretaria, no sabía sino chapotear
como chuchito y pronto comenzó a dar de gritos pidiendo auxilio. Yo mismo
estuve a punto de lanzarme al tumulto de salvamento para librarla de un ahogo
casi seguro, puesto que nadie le prestaba atención a ella, ya que todos
forcejeaban por sacar a la gorda número uno con la falda inflada y los tres
globos que aún flotaban sobre su cabeza de aquel estanque revuelto de gente
vestida, gente a medio vestir y gente totalmente chulona. La brigada de los más
forzudos, o los más peleadores -va uno a saber-, consiguió transportar a
Mamacló hasta la orilla salvadora, aunque ella realmente no corría ningún riesgo
de ahogarse porque su falda inflada la sostenía. En cambio la secretaria
chapoteaba sin falda ni nada, tragaba un poco de agua y volvía a sacar la
cabeza. Un señor con corbata que caminaba en el fondo del estanque porque no
necesitaba nadar, ya que la profundidad no era tanta, se aproximó a ella y
comenzó a detenerla para que pudiera respirar, pero la pobre en su desazón se
abrazó al caballero y lo atrajo consigo al sube y baja de los sustos; vino
entonces otro señor, éste en calzoncillos y, tirando de una pierna de la segunda
gorda -que entonces pude percatarme no era tan gorda-, trató de colocársela en
los hombros, pero entonces fueron tres los que se enredaron en aquel nudo
humano. Ya me estaba quitando mi camisa para unirme a aquel relajo de
semiahogados y salvavidas, cuando otros tres señores, dos de ellos como
figuras del puro paraíso, vinieron corriendo, porque en ese lugar el agua les
llegaba arribita de los hombros nada más. Comenzaron a forcejear con la
ahogante y sus salvadores y por fin vi emerger de aquel revoltijo de cuerpos el
de la secretaria, pero ya mucho más descubierto que al principio. Su calzón
había resbalado y se le desprendía de los pies, mientras la transportaban casi
exánime hasta el borde.
Todos salieron, la alberca volvió a reflejar el cielo límpido y apacible con apenas
alguna que otra pequeña arruga en sus aguas tranquilas. En medio de aquel
cuadro de agua celeste, quedaron flotando un calzón y un par de nalgas
postizas que le daban la apariencia de culona a la secretaria imitadora.
Naturalmente, la juerga continuó hasta la madrugada y muchos otros quisieron ir
a mojar su humanidad al estanque, tal vez porque esas aguas habían tenido
contacto con la sacratísima humanidad de Mamacló, o tal vez porque en su
borrachera les daba por ir a jugar una especie de polo rudo con las nalgas de la
seudogorda, a quien tuvieron que meter a la cama para que no le fuera a dar
pulmonía, porque temblaba como un varejón ya totalmente transformada sin sus
almohadotas de espuma o esponja, las cuales Mamacló prometió en público
reponérselas al día siguiente.
El Gringo Northon, Walter Northon, se despertó un poco más tarde que de
costumbre. La noche anterior estuvo en la Asociación Central de Ciegos y, luego
de proyectar su documental sobre los ritos de Saturnino frente a Mamacló, los
comentarios y chistes se habían prolongado hasta cerca de las dos de la
mañana. ¡Cuánto se habían reído, sobre todo con las escenas finales!
Los amigos ciegos pedían una y otra vez que se la volvieran a narrar. Se trataba
de la procesión de Mamacló. El sillón colocado sobre el escritorio; debajo de
éste, de adelante hacia atrás, dos palos largos que asomaban sus puntas
gruesas y firmes; la gorda trepándose en peligrosas vacilaciones por una silla,
luego al escritorio para depositar sus amplias asentaderas en la poltrona.
El indio colocándose adelante, agachado como cuando levantan los cucuruchos
al Señor de la Merced el Viernes Santo, poniéndose un palo en cada hombro; el
jefe de personal a la derecha, revisando que los palos se apoyen bien en los
faldones en medio de las patas traseras y delanteras; la secretaria privada con la
cara abotagada de la borrachera, tratando de no balancearse al lado izquierdo,
atrás, a la par del jefe de personal. Saturnino llevaría la carga en ambos
hombros, mientras que los otros dos cargadores, puestos atrás y a los flancos,
solamente en uno, dejando libre el espacio intermedio.
El jefe de personal debió impartir una orden (es una lástima que no haya
alcanzado la cinta para grabar todos esos sonidos). Abría la boca como si
contara “a la una, a las dos y a las tres...” Y los tres se colocaban su carga al
hombro, y dando dos pasos hacia la izquierda, sacaban el sillón de su pedestal
de madera, hamaqueándolo ligeramente en el aire. El indio y la secretaria se
incorporaban, pero el jefe de personal se mantenía encogido y se ayudaba con
una mano para guardar el equilibrio, ya que su altura hubiera desbalanceado el
asunto si se estira cuan largo era.
Al salir al patio, cuando la toma se hacía de frente desde la terraza donde estaba
con Luisito, la viejita secretaria trastabilló; al perder suelo por arrimarse mucho al
escalón del corredor, giró sobre un pie, apoyó el otro en un ballet sin música ni
aplausos y fue a caer de bruces sobre la grama. Mientras tanto, el jefe de
personal había atrapado las dos puntas de los palos y en una agilísima pirueta
se situó en medio, igual que el indio pero en la parte de atrás.
El indio mecía su incensario nuevamente repleto de brasas, y soltaba sus
deliciosas volutas aromáticas frente a la divinidad que iba allí arriba. El jefe de
personal, por el susto o por la juma, sintiendo que había estabilizado el anda, se
irguió espontáneamente, inclinándola de improviso hacia adelante.
-¡Allí grita la vieja, muchá! Palabra que se ve el grito y va resbalándose, trata de
detenerse pero no puede, abre las patas, que pasan sobre los hombros de
Saturnino, ya va cayendo, ya se sentó en la nuca del pobre cargador. El sillón
queda un momento sin apoyo delantero porque el indio, con el peso de la gorda
en la nuca, ha dado varios pasos descontrolados hacia adelante y se ha zafado
de los palos. El anda se viene al suelo y la gorda va a caballo sobre Saturnino,
se agarra con fuerza de su cabeza y grita. El indio ha soltado su incensario y
rodeando con sus brazos los muslos de la vieja se pone a pasearla santamente
en el jardín.
El Gringo Northon se despereza en la cama un poco arrepentido de haber
ingerido a la par de los ciegos tantos tragos para mojar con ron aquella película.
La busca con la mirada, todavía sonriéndose entre las evocaciones y no la ve.
-Yo la dejé sobre la mesa de noche. Es cierto que venía un poco drunk, pero no
tanto.
Su mirada tropieza entonces con un estímulo que lo obliga a incorporarse y,
sentándose en la cama, lee aquel letrero estampado con mano segura en la
propia pared de su dormitorio: Gringo hijo de puta. Te quedan dos días de vida.”
Y al final de la mancha, un chorrete de... pintura roja, aunque... en el piso se ha
coagulado un pequeño charco, y realmente parece sangre. Son las nueve de la
mañana. Todo parece estar en orden en el apartamento. La mesa con algunos
cubiertos, un plato y el vaso con el polvillo seco de Alka-Seltzer que se tomó
antes de acostarse; los sillones con un tapetito en el respaldo, la mesita de
centro con un florero; los discos. Falta un libro: Listen yanqui, es el único. No, y
el poemario del Poeta que, por cierto, se lo había regalado anoche después de
la proyección. El diario no estaba junto a la puerta como todas las mañanas.
Caminó hasta el baño, allí estaba, sobre el depósito, exhibiendo una noticia de
páginas interiores que alguien había subrayado con crayón rojo. “Se investigan
actividades subversivas entre un grupo de personas ciegas. Un norteamericano
podría estar implicado.” “Calma”, pensó, “de todos modos me dejaron dos días
de vida. “Lo que no me explico es cómo pudieron penetrar, llevarse mi película y
mi cinta magnetofónica, esos dos libros, subrayar el periódico, traerlo hasta el
baño y, sobre todo, echar sangre en la pared sin que yo me despertara. Y...
Bueno, si el periódico viene siempre alrededor de las seis de la mañana,
quienquiera que haya sido tuvo que entrar aquí después de esa hora, es decir,
ya de día.”
La noticia era escueta: “El jefe de la policía judicial ha revelado champlosta los
periodistas que se ha capturado a un sujeto vinculado con actividades
subversivas, quien dijo trabajar estrechamente con un grupo de ciegos que
sirven de correo. “Además se han encontrado, en lugares no revelados por el
jefe judicial, algunos billetes de una lotería clandestina, que pudiera estar
sirviendo para conseguir fondos para la subversión comunista. “El capturado
confesó también que a las reuniones de los ciegos asiste habitualmente un
norteamericano, que podría ser el abastecedor de pertrechos bélicos, incluso
estar trabajando como instructor militar. “La policía tiene ya controladas todas las
pistas. Por razones obvias, éstas no pueden darse a conocimiento público hasta
que hayan sido capturados todos los implicados.”
El Gringo Northon quiso silbar como de costumbre para hacer gorgoritos bajo la
ducha, pero la preocupación sólo le permitió un par de notas más. No tomó
desayuno. Deseaba comunicarse cuanto antes con los amigos ciegos, pero
sabía que debía actuar de una manera que despistara totalmente a sus
seguidores.
Al abrir la puerta para salir al pequeño jardín, tuvo que dar un paso de retroceso
hacia adentro. Allí, en la hoja de madera, sobre la cruz pintada con tiza, estaba
el gato partido en dos, clavado con tres clavos nuevos.
-Ésta fue la sangre con que mancharon la pared de mi dormitorio. Pero, ¡cómo
es posible que yo no me haya dado cuenta de nada!... Son expertos y actúan
como fantasmas. Sí, Walter Northon, sólo hay una manera de triunfar: ser más
inteligente que el enemigo. Adelante entonces con la inteligencia.”
El pobre gato comenzaba a despedir un olor desagradable, de modo que antes
de cerrar la puerta, arrancó los clavos con un martillo que tomó de un mueble de
la cocina, envolvió los restos del animal en papeles que luego metió en una
bolsa plástica y se dispuso a pasar tirándolos a un tonel de basura que solían
utilizar todos los vecinos y que se encontraba a media cuadra de distancia.
Al llegar a la puerta del jardín la encontró con llave, cosa que él nunca
acostumbraba hacer. Otro periódico estaba a sus pies, lo recogió para tener algo
que leer y de nuevo se dijo: “Ahora no hay que usar el carro; si me están
vigilando, esperan que salga manejando, pero saldré a pie.” Y así lo hizo.
Dejó el gato, abordó un bus casi vacío, lo que le extrañó mucho. Antes de hojear
el diario, se puso a estudiar formas arquitectónicas de los edificios que iban
pasando en ambos flancos de la avenida. Con sorpresa se percató que todos los
comercios estaban cerrados. Consultó su reloj y algo así como un vértigo
angustiante le dio la sensación de estar girando entre dos puntos, la noche en
que estuvo en la Asociación con sus amigos ciegos y la mañana de hoy, que
aparecía con una fecha diferente a la que él sabía que tenía que ser. “De modo
que hoy es domingo y no sábado. Eso significa que solamente me queda un día
y que debo haber dormido cerca de treinta horas seguidas. Esto se me pone
más complicado.”
Al pasar bajo la torre del Reformador y ver sus empinadas escalerillas de hierro,
proyectó las imágenes del Negro, el Poeta y Leonel trepando entusiastamente
por ellas hasta la campana y luego, por otra igualmente peligrosa pero vertical,
hasta el reloj. “Estos ciegos hacen cada temeridad... -pensó entre sonriente y
preocupado-. No sé cómo pudo encaramarse aquí el Poeta si a mi mismo me
daría miedo ir escalando por entre la armazón de hierros, casi al vacío. -y
calculó-: Por lo menos son unos setenta metros hacia arriba. Yo no lo haría.” Y
estornudó por el sol que le dio en los ojos al levantar la cabeza y buscar la aguja
de la torre.

INFORME
Al Coronel San José.
De Maribel y Bartolomé.
Caso del Gringo Northon.
Después de que Maribel encontró un libro subversivo en la gaveta del escritorio
del Poeta en la Asociación de los Comunistas Ciegos, observamos que el Gringo
llega muy seguido a ese lugar y además de pasarles películas que él mismo
toma, se encierran a hablar cosas secretas en el cuartito del fondo.
Aprovechando uno de esos encierros, Maribel tomó las llaves del Gringo que
siempre las deja sobre la mesa de la sala y les sacó copia a todas en la
cerrajería más próxima.
Así pudimos entrar sin ningún problema al apartamento del Gringo, antes de que
él llegara. Le pusimos una adormidera (amapola) bajo la almohada, de modo
que se durmió muchísimo.
Llevamos el periódico al inodoro, porque sabemos que le gusta leerlo allí.
Clavamos al gato en la puerta como usted nos indicó y dejamos vigilancia
permanente.
No se movió durante el sábado, pero el encargado de la vigilancia entró
temprano y le retiró la adormidera para que comenzara a despertar.
Salió hasta el domingo a eso de las diez y media de la mañana, desprendió al
gato y lo pasó tirando a un tonel de basura. Recogió el periódico en la puerta del
jardín y se dirigió a tomar una camioneta urbana. El vigilante no pudo abordarla
porque venía casi a una cuadra de distancia, pero se sospecha que se dirigió a
la Asociación o a la casa del Poeta.
Cuando salió del apartamento todavía iba como medio dormido.
Aproximadamente en una hora pensamos lograr colocarle nuevamente
vigilancia.
Ya destacamos gente a los posibles lugares a donde se dirigirá.
Adjuntamos una película y una cinta magnetofónica que portaba cuando llegó a
su apartamento el viernes por la noche y que seguramente fueron utilizadas en
la Asociación.
En su dormitorio le dejamos una advertencia terminante para dos días.
Creemos que solamente hay que capturarlo y hacerlo hablar, ya tenemos gente
lista para el efecto.
Siempre a la orden:
Maribel y Bartolomé.
P.D.: Mientras el Gringo proyectaba la película, nosotros aprovechamos para ir a
su apartamento. Por eso Maribel no supo qué contenían ni la película ni la cinta;
deben de ser subversivas.

Capítulo III
Cristo y la Magdalena se pasaban las tardes enteras jugando taba en la calle.
“¡Carne! ¡Culo!” gritaban según, cayeran los huecitos que lanzaban con
incansable alegría al aire.
El Poeta era apenas un poco mayor que ellos y muchas veces lo llamaban para
que participara en aquel juego de la taba, en el que las apuestas se hacían en
secreto y con malicia. -Si vos perdés -decía la Magdalena-, me lo enseñas
parado, Si pierdo yo, te dejo que mires una meada completa sin calzón.
El Poeta, naturalmente, al perder tenía algo que enseñar y ponía su cuenta a la
vista, pero cuando ganaba reclamaba una revisión táctil del cuerpo de la
perdidosa. Así se inició en los prístinos motivos de su poesía adolescente, que
más tarde le construyera tantos mundos contradictorios a su alrededor. Amores
luminosos y reposados, tempestuosos, desequilibrantes, tenebrosos, sin alma,
infernales, amenazantes, amores de llamaradas de tusa, otros almibarados,
otros tensionales, otros ligeros. Cada uno que pasó dejó su impronta en la
poesía y las manos del Poeta; incluso aquellos furtivos tashtuleos infantiles -él
tenía diez años y la Magdalena ocho- fueron los que provocaron el primer
cuarteto origen de su apodo de Poeta:
Aquí meó la Magdalena,
yo le tentaba su hoyito,
se me paró el pajarito,
¡ay qué pena, ay qué pena!
Y lo escribió con tiza y letra de molde sobre las duelas de un barrilón sin fondo
donde la Magdalena se metía, despojada de sus ropitas interiores, para que el
hermano la viera y el amigo la palpara. El barrilón estaba casi al fondo de un
sitio colindante con la casa del Poeta, a través del cerco de bambú se veía muy
bien, de modo que mis primos y mis hermanos chotearon mi confesión, y como
conocían mi letra por grandota y seguramente no muy... pareja, inmediatamente
descubrieron todo el tamal. Desde entonces disminuyeron los juegos de taba
con Cristo (que se me figura que se llamaba Cristóbal pero todo el mundo le
decía sólo Cristo) y la Magdalena, porque no me gustó que sorprendieran mis
tratos íntimos, y aunque me daban ganas de repetir tanto el juego como la
premiación, el miedo a ser descubierto me detenía.
Empero, seguí siendo amigo de los dos hermanos, aun cuando Cristo ya se
había hecho ladrón y jefe de una pandilla y la Magdalena prostituta Ilegal, no
matriculada, que le hacía un tanto al romanticismo de las Grisetas buscando
parroquianos en los bares de lujo para hacer jornadas de un solo cliente por
noche y con muy altas cotizaciones.
Una vez me peleé con un policía por ella y lo desarmé. Y sólo Dios, o tal vez el
Diablo, es el que sabe cómo, salí vivo, sin un arañazo y aún libre de aquel lance
de borrachos.
Una tristeza enorme nos había invadido al Negro, a Leonel y a mí cuando
comprobamos que de verdad los cientos de libros que habían permanecido en el
zaguán de la Facultad durante algunos días se los llevaban en un camión y los
reunían con los que estaban en el pasillo del Palacio Nacional, a donde fueron
remitidos después de haber saqueado la librería Futuro y otras de distintas
municipalidades, así como algunas bibliotecas privadas.
“Este es el veneno comunista”, rezaba uno de los cartelones situados sobre
aquellos miles de ejemplares, e inmediatamente, junto al cartel, se veían varios
títulos que sólo la estulticia militar pudo colocar allí: El lirio rojo, El hombre rojo,
Amanecer rojo y otras novelas y escritos que nada tenían que ver con Marx ni
con Engels.
-Sólo falta que pongan a la caperucita -me murmuró el Negro mientras salíamos
de aquella exposición inquisitorial, atropelladora de la inteligencia y de la vida.
-Por algo el general aquel le gritó a don Miguel de Unamuno: “Que muera la
inteligencia”, ¿no crees?
A Leonel le habían dado una cátedra de lenguaje en la escuela de telegrafía, y
como el día del telegrafista se celebraba con una excursión a la granjita próxima
a la ciudad, tal vez para librarnos de la pesadumbre de la exposición de libros
decidimos acompañarlo en calidad de colados, dispuestos a que los telegrafistas
profesores de la escuela constituyeran una comunidad propicia para espantar
tristezas y malos sentimientos. Así fue. Pronto nos hicimos de amigos y
estuvimos presentes en cada reparto de botellas, de comida y de alegría. Nunca
se supo quién invitó a la Magdalena, pero ella llegó al grupo nuestro ya cuando
la tarde se había gastado entre la arboleda, bastante borrachita y con su talante
siempre entre risueño y tristón.
Los grupos se iban retirando paulatinamente y nosotros también decidimos
ahuecar el ala. Naturalmente la Magdalena, que se sentía ligada a mí por lazos
fraternales, siguió con naturalidad todos los movimientos de la gente, dejando en
el olvido a su invitante.
El retorno se hacía en camiones de carga, de modo que íbamos
encaramándonos por la parte posterior y metiéndonos en la palangana uno por
uno. Cuando le tocó el turno a la Magdalena, yo me apresté para ayudarla subir,
la cargué un poco y la estaba sosteniendo para que se agarrara en la barandilla
mientras apoyaba un pie a una tabla saliente, cuando llegó el policía y me obligó
a que la bajara. Comenzó la discusión. Yo alegaba que Magdalena iba con
nosotros y que no había ninguna razón para prohibirle que nos acompañara. Los
telegrafistas me apoyaban desde arriba del camión. El policía gritaba que ella
era prostituta y que no podía ir entre los telegrafistas. Yo gritaba que no había
ninguna prohibición legal que impidiera viajar a las prostitutas en camión y
acompañadas de telegrafistas. La Magdalena, como si eso fuera un orgullo,
afirmaba con cierta humildad que ahora ya estaba matriculada, que era legal.
En medio del barullo, volví a cargar a mi amiga y ella se lanzó dentro del camión.
El chofer, que estaba a mi lado, puso en marcha el motor. El policía me agarró a
mí (después me dijeron que el pobre chonte estaba más borracho que yo porque
también había estado bebiendo con los telegrafistas). Sin duda lo que quería era
quedarse solo con Magdalena, pero lo estaba haciendo de muy mal modo.
Cuando me quiso aplicar una llave, yo me le escurrí, para mí era sencillo porque
entonces practicábamos lucha con el Negro. Me aferré del camión, los
telegrafistas me ayudaban a subir y en mi ascenso me fui desprendiendo de los
brazos del policía que, al quedar cara a cara conmigo, se sorprendió de estar
forcejeando con un ciego y aflojó. Mi mano pasó por su cintura y le saqué la
pistola en un ademán rápido que no pudo evitarlo. Detuvo a gritos al chofer, pero
en eso venía un sargento, sin duda su jefe. Los telegrafistas estaban un poco
asustados, me situaron en medio, pero cuando el sargento se aproximó y
preguntó:
-¿Qué diablos pasa aquí? -yo le contesté: -Que mire, jefe, usted tiene policías de
lo más chambones, se dejan desarmar por un cieguito -y le entregué la pistola.
El sargento se quedó perplejo. El camión arrancó y salimos cantando hacia la
ciudad. Pero a mitad de la Avenida Bolívar una radiopatrulla se situó frente al
camión, todo fue uno: frenazo, alarma general, salto de todos hacia la acera y la
media calle y estampida colectiva. Yo salté tras el Negro, sólo la pobre
Magdalena se quedó arriba y desde la esquina el Negro vio cómo la introducían
al vehículo policial y se la llevaban presa.
Un latido de ternura y de protesta se me quedó en el aliento. Sentí una
frustración humillante. Aquella muchacha no había cometido ningún delito y sin
embargo nadie podía defenderla.
Recordé los juegos de taba sobre el polvo de la calle frente a mi casa; mi primer
cuarteto; la vida de aquellos hermanitos en un cuarto con piso de tierra, donde
doña Joaquina leía las cartas, fumaba el puro, atendía partos, tocaba la guitarra
y bebía aguardiente con hombres que la visitaban por la noche.
En el barrio las señoras y las lavanderas afirmaban en sus murmuraciones
vespertinas que aquellos muchachitos no eran hijos suyos, porque nadie la
había visto panzona, que eran hijos de una señora que se le había quedado en
el parto, pero no de una sino de dos, porque primero apareció Cristo y al año
poco más o menos la Magdalena.
-Esos policías si que tienen leche. Les cayó la taba de los dos lados juntos.
-¿Cómo así, vos? -preguntó el Negro. -Claro: carne y culo juntos. Y abrazados
los tres -el Negro, Leonel y el Poeta- comenzaron a moverse bajo una garúa
inicial que se cernía amablemente sobre las calles. En la acera mojada un perro
solitario los saludó con el rabo y se marchó en’ sentido contrario.
Por aquel tiempo fue cuando Cristo se me volvió a presentar. Me salió al paso en
la esquina de la línea d ferrocarril y la doce avenida.
-Alto, joven -me dijo, poniéndome la manaza en el pecho.
Su voz de tololoche sonó desde arriba, porque des de los catorce años se había
estirado unos veinte centímetros más que yo.
El haber peleado por su hermana con un policía, el llevarlo de tarde en tarde a
mi casa a oír discos de tango haberlo invitado alguna que otra vez, los sábados
al mediodía, a tomar un par de tragos en la cantina Los Conejos, me había
otorgado la categoría de cuate, y eso en eL lenguaje de los ladrones es algo
más que simple amigo. Por eso fue que me presentó a varios de sus secuaces y
una vez, igual que ahora, me salió al paso en la misma esquina y me acompañó
hasta mi casa, silbando de cuando en cuando de una manera peculiar; los
chiflidos los respondían otros sujetos desde distintas esquinas.
Al despedirse me dijo: -Poeta, lo salvé cinco veces de ser asaltado. Como usted
regresa tan tarde a veces, voy a presentarle a mis muchachos para que me lo
cuiden. Usted no tenga pena que todo este sector es nuestro, desde la dieciocho
calle hasta la Guardia de Honor y muchas calles de la zona 5.
Desde entonces los cacos me encaminaban y hasta me invitaban a sus
viviendas, la mayoría de las cuales estaban situadas en La Limonada, villa
miseria que creció en un momento en las laderas del barranco que separa la
doce avenida del barrio de La Palmita.
Pero esta vez fue diferente, Cristo me pidió que ayudara en un complicadísimo
negocio que era imprescindible resolver aquella noche, para lo cual me dio
precisas y muy delicadas instrucciones, de modo que yo me vi incorporado
involuntariamente al mundo del latrocinio simplemente por solidaridad humana.
Recorrimos todo el relleno, es decir, el terraplén que construyó el tirano Estrada
Cabrera con el ripio que se recogió después del terremoto del 17 y que unió la
ciudad a la meseta del sur, partiendo en dos la cadena de barrancos. Ahora de
un lado, al oriente, queda La Limonada, y al occidente se construyó el Estadio
Nacional. Nos metimos por una callecita de la zona 5. En una esquina se detuvo
y me hizo las últimas advertencias:
-Mire, Poeta -pronunció casi entre dientes-, de aquí en adelante ningún ruido,
ninguna palabra. Recuérdese que para evitar que lo pique el chichicaste
solamente tiene que aguantar la respiración. Es cosa de unos segundos, yo abro
los hilos del alambre espigado, usted pasa entre las hojas sin respirar y todo
listo. Así que... calladito. Póngame la mano en el hombro y padentro.
Puse la mano izquierda en el potente hombro del gigante. La derecha la traje a
mi nariz, encontré el olor de Gladys todavía.
Hacía pocas horas que nuevamente habíamos ensayado con ella todas las
dulzuras de aquel amor embravecido, felino, que sólo los jueves por la noche
podíamos practicar, luego que todos los compañeros se ausentaban de la
Asociación. Allí fue donde un Viernes Santo... porque ya habían dado las doce
del jueves Santo, tuvimos que amontonar el pino de la fiesta que los irreverentes
chocos habían utilizado para esa reunión tan alegre que hubo y.. Ella tenía un
vestido verde, lleno de botones.
Todos se fueron y el arreglo del local nos quedó a nosotros dos. Amontonamos
el pino en un rincón y nos sentamos a descansar. Le tomé la mano, ella me
devolvió la caricia inicial con un dulce estrujamiento que me invitó a continuar.
Subí por el brazo, llegué al hombro, me hundí en el calor del cuello, la atraje
hacia mí y ella respondió con entrega. Le acaricié la barbilla y cuando llegué a
sus labios los encontré ansiosos, entreabiertos y húmedos. El tacto se deslizó
con fruición hasta el escote. Ella olía positivamente, la piel emanaba esa
fragancia de ternura inequívoca. Cuando una mujer huele así, las caricias son
infalibles, no está en capacidad de rechazar nada. Pero cuando no llegan a
despedir ese dulce olor, todo debe mantenerse en su lugar, porque
indudablemente te van a mandar al diablo indignadas o asustadas, depende de
quién sea.
Ahora mis manos huelen a Gladys porque fue jueves y estuvimos leyendo, mejor
dicho, me estuvo leyendo. A las ocho de la noche guardamos el libro y nos
despedimos de algunos compañeros que quedaron todavía por allí, leyendo o
jugando; pasamos a comprar ginebra, agua tónica y sándwiches. Llegamos al
motelito y nos escondimos del mundo.
¡Qué pechos tan lindos tiene! Quizá un tanto chicos, pero duros, se me antojan
manzanas con una fresa en la cima. ¡Cómo me gusta mamarlos y sentir su
respiración agitada, temblorosa! ¡Siempre es como la primera vez y siempre es
diferente! La fresa entre mi boca, la mano arrinconada, el dedo mayor
reconociendo como si no hubiese explorado nunca aquel recinto escondido,
afelpado y tibio. Creo que ahora la quiero verdaderamente, porque el día jueves
se ha convertido en el principal día de todas las semanas.
Cristo me toca la panza, ésa es la señal para detenernos y preparar el paso por
el cerco de chichicaste. El va adelante, separa las hojas urticantes con los
brazos casi sin producir ruido. No cabe duda que es un ladrón con gran
experiencia; siento perfectamente cuando se cuela entre los hilos de alambre
espigado y se detiene al otro lado para continuar guiándome; con un pie
sostiene un alambre cerca del suelo y con una mano tira del otro hacia arriba. Yo
paso la cabeza, los brazos, el cuerpo y me pongo de pie a su lado, nos retiramos
un paso hacia adelante. El chichicaste no me ha irritado ni un milímetro de piel y
entonces respiramos.
Sigo tras Cristo, noto que hay árboles por todas partes; llegamos al brocal del
pozo, con ambas manos levanta la tapa de madera y la deposita a un lado; se
libera de una bolsa que traía atada a la cintura, extrae un cable grueso de jarcia
y me lo fija al cuerpo por medio de un cincho de cuero. En ese momento oigo el
primer lamento que sube de las profundidades, es una voz impersonal que
resuena muy débilmente como si aquel que se quejaba allá abajo tuviera una
guitarra frente a la boca. Repaso mentalmente las instrucciones: debe haber
agujeros en los muros, hay que tratar de fijar los pies en ellos. Pobre Cristo,
tendrá que bajarme y subir al ladrón que anoche se cayó por pasar corriendo
sobre el pozo cuando encendieron luces en la casa y se creyeron descubiertos.
Para eso traigo alrededor del cuerpo estos cinchos de cuero y que no sé cómo
se los voy a colocar al ladrón porque evidentemente debe estar muy golpeado,
sus lamentos son como de un moribundo. Voy descendiendo por el tubo oscuro
y largo. Las telarañas me hacen cosquillas en la cara, varias veces por buscar
los agujeros que sirven de escalones me he topado con babosas cuya ligosidad
me produce escalofríos. Por fin toco fondo, menos mal no hay agua, sino un
colchón de hojas y basura. Encuentro al accidentado, que vuelve a quejarse
cuando lo toco.
Una vez asegurado el corsé de cuero y fijado a éste el mecate, encendí el cerillo
que serviría de aviso a Cristo para que comenzara a sacar de aquel pozo a su
compañero de fechorías.
Algo así como un bramido fue lo que soltó el pobre herido.
Yo temía que se hubiese roto la columna vertebral, por ello traté de fijarle unas
correas a las piernas, aunque también allí tenía lastimaduras y hasta quizá
fracturas. A medida que su gruñido iba ascendiendo, comencé a sentirme
penetrado en una soledad casi sólida. Invoqué a Gladys, volvía a sentir su
perfume en mi mano aunque ya muy lejano y mezclado con un olor a humedad
muy desagradable. El tiempo se me pegaba a la piel angustiosamente. Toqué el
reloj, eran las tres y cinco de la madrugada. A esa hora estaba yo metido en un
pozo, como colaborador de ladrones, en el sitio arbolado de la casa de un doctor
a donde habían querido penetrar la noche anterior los dos sujetos que me
acompañaban allá arriba, uno forcejeando para subir al otro que iba casi
moribundo, después de haber pasado veinticuatro horas en el fondo de aquella
trampa luego que una de las tablas de la tapadera cedió bajo su peso y el pozo
se lo tragó de golpe.
Pobres los ladrones, no cabe duda que les cuesta trabajo y sacrificio su
profesión. ¿Y la Magdalena? También las putas tienen que enfrentarse a la
existencia con coraje y valentía. Lejos de ser de la vida alegre, habría que decir
que son de la vida sacrificada y triste.
Así casi iba durmiéndome en aquel silencio oscuro e intemporal, cuando algo me
golpeó suavemente en la cabeza, lo atrapé y comencé a colocármelo en el
cuerpo. Busqué de nuevo los agujeros que sirven de escalones apoyando en
ellos uno y otro pie, fui ascendiendo hacia la noche de los ladrones.
Cristo llevaba a cuestas al que me pareció ser buen ladrón que se había caído
de su cruz. Yo marchaba atrás de ellos con la bolsa de los utensilios: mecate,
cinchos... No cabría duda, Cristo me tenía perfectamente controlado, por eso
sabía de mi retorno de los jueves después de la medianoche y por ello decidió
esperarme. Todos los otros compañeros de Cristo habían caído al bote –según
me explicó- en una redada policial del dia anterior.
Cruzar el cerco de chichicaste para salir a la calle con el herido no fue tan
sencillo como cuando ingresamos al sitio. Tuve que sostener los hilos de
alambre, separándolos lo más posible y echándome prácticamente sobre las
matas de aquella planta tan dañina. Aguantaba la respiración, pero los segundos
pasaban y Cristo no conseguía sacar a su compañero, que, por otra parte, iba a
enchichicastarse, desde luego que respiraba, dificultosamente y entre quejidos,
pero respiraba. Le cubrimos la cara con un pañuelo y Cristo se quitó la camisa
para cubrirle los brazos. Así, con el buen ladrón sobre la espalda y casi a gatas,
Cristo pudo por fin salir, entonces yo me agaché y brinqué hacia la calle porque
había transcurrido un minuto y era imposible para mí continuar reteniendo el
aliento.
Me quedé al cuidado del herido, mientras Cristo iba por una carreta que había
dejado escondida en otro sitio próximo que no tenía cercas. Volvió con ella y
colocamos al moribundo dentro para comenzar nuestro viaje a la emergencia del
hospital, con la más original de las ambulancias. La carreta era robada también
-me explicó mi amigo-; aprovechándose de que algunos carreteros de la
estación del ferrocarril se habían metido a una cantina, él, Cristo, se la llevó al
mediodía hasta aquel predio donde la depositó pensando que podría servirle
mucho cuando lograra sacar del pozo a su compañero.
Tiempo más tarde la vida me compensó con creces aquella ayuda. Fue cuando
Cristo se me apareció en un Cadillac en mi casa. He ahí el esotérico universo
donde los seres de pupilas muertas vienen, bajo la advocación de Mefistófeles, a
reunir sus conjuras y plegarias invertidas. El aire es podrido, los sonidos huecos
y retadores, en un viaje de palabras, invocaciones, señales y destellos las almas
se deslizan en un raptus paroxístico hasta el pretil o quizá la concavidad misma
del averno. El azufre, el láudano, el muérdago, el sasafrás y el eucalipto
arremolinan sus olores, trenzándolos en una oferente pleitesía a Satán; las
maniobras corpóreas que baten el chisporroteo de los incensarios a
contrasombra con mirra y pom, ensartando van los corazones en el vaivén de un
exorcismo hipnótico y somnoliente, en el que escena se mece en un sube y baja
fantasmagórico, como aleteo de pesadilla. Bajan las invocaciones por las voces
enronquecidas de humo y aguardiente. En ademanes envolventes, el allá se
corre más acá y discurre en una procesión de alegoría escatológica en la que
trema un escalofrío de espanto.
Desde hornacinas cavadas en el muro del fondo del la gruta, santos decapitados
lloran ausencias primordiales y tratan de detener, desde su lamentable quietud,
desborde de las fuerzas nefastas, consiguiendo solamente una mueca paralítica
que agrega un toque macabro al desfile giratorio que rinde culto a la muerte, a la
venganza, al dolor y al mal. Son los doce apóstoles anticiegos que van y vienen
casi como flotando en lo espeso de la oscuridad. Desnudos y poseídos como
demonios recién paridos a la noche.
El último de los apóstoles es San Pedro Shilot, él hizo llamar así, con su apellido
y su nominación de santoral pagano. El primero es San Judas Saturnino: el que
tiene el poder para accionar aquella tertulia demencia que, bajo el imperio de su
voz, los anticiegos se reúnen, se dispersan, danzan en parejas, en grupos,
solitarios; pasan al frente a recitar oraciones demoníacas, se sangran los brazos
y beben de su propia sangre o de la que ordene el director del aquelarre aquel.
Cada uno tiene su animal-espíritu. Saturnino, el coyote, por astuto; San Pedro
Shilot, la paloma, por manso; Tomás, el alcaraván; Juan, el armado; Andrés, el
alcatraz; Lucas, el venado... y don Ramón, el burro. En un momento cualquier
animal se lanzaba a cappella en una improvisación de brujerías cantadas, a las
que respondía el coro con réplicas acompasadas, a veces en un staccato
violento enmarcado en la percusión de calaveras, que sostenidas en la mano
izquierda eran golpeadas rítmicamente con palitos o con los bastones por la
derecha.
Cada animal, antes de improvisar, debía emitir su sonido característico, pero
cuando el coyote aullaba sólo el redoble de calaveras le respondía, en un
pianissímo funerario, hasta que Saturnino prorrumpía en su largo cántico de
hojarasca y humo, para luego oficiar desde el altar de piedra del fondo.
-Primero una oración por los santos, por Santa Cleotilde, nuestra madre y
protectora.
-Amén -respondía el coro-, amén. Y todos bebían de sus vasos que dejaban por
ratos en las hornacinas junto a los santos, mientras brincaban, danzaban,
cantaban o se retorcían.
-Ahora por nuestros enemigos, a los que les espera una tormenta de rayos
malditos. ¡Oh Amantisimo Lucifer, hermano Satán, protector nuestro, te
encomendamos el más duro sufrimiento para esos ciegos enemigos de
Mamacló! Envíales la peste, el dolor, la enfermedad más abominable, las llagas,
el destierro, la podredumbre de sus miembros, la castración, la esterilidad, la
tortura y la muerte lenta... ¡Oh hermano nuestro de los infiernos, que sobre ellos
y los enemigos del gobierno se abatan todos los males y las desdichas, que se
ahoguen en su sangre, que griten de angustia y no los oiga nadie, que sean
cegados y descuartizados!
-Amén -repetía nuevamente el coro-. Amén.
Y volvían a beber con fruición y beatitud infernal En un rincón San Pedro Shilot,
transportado por la bebida y la magia colectiva, se perdía en un laberinto de
diálogos demortificantes, entre el lampo de conciencia que poseía y cualquiera
de las fuerzas ocultas que sentía portar más allá de su cuerpo, hasta que toda
su pequeña insignificancia se desbarataba en carcajadas convulsivas que iban
apretándolo en su soledad hasta que, ya deterioradas, devenían en hipos,
débiles gemidos y en vómitos perrunos contra la pared.
Alguien hablaba por un teléfono imaginario entre la vida y la muerte, con algún
añejo nombre del que dependía su sangre. Otro, sentado en el suelo con los
brazos entre cruzados sobre las rodillas, depositaba todo el peso de sus
enigmas en la frente caída hasta el antebrazo y lloraba llamando a una mujer o
triscando palabras indescifrables sobre su desgracia, su soledad y su miedo.
Los incensarios iban apagándose a solas; los sudores comenzaban a secarse
contra un silencio pétreo.
Como en un péndulo sideral, los oficiantes de aquella misa diabólica se habían
desplazado del aire sardónico, preñado de imprecaciones, griterío, exaltación y
furia, a un remanso donde el tiempo chorreaba el sueño como un reloj de arena
sobre los aletargados cerebros.
Panza arriba, Saturnino moría provisionalmente sobre el altar clamando
esporádicamente: “Pelancha, Pelancha, Pelancha...” Los doce apóstoles
constituían el petit comité de donde dimanaban las disposiciones tácticas y
estratégicas que le daban orientación a toda la vasta organización de los
anticiegos.
Su ritual y su liturgia se fueron conformando con el tiempo a medida que se
consolidaba el caudillaje de Saturnino.
De hecho no se trataba de un grupo uniforme y disciplinariamente orgánico; sus
miembros iban y venían, se aproximaban y se alejaban. Algunos, como Shilot,
cuando el hambre y las calles le pesaban demasiado, volvían al asilo a suplicar
hasta que le daban ingreso de nuevo por algunos meses, para otra vez volver al
mundo del destrabe, la irresponsabilidad, la mano tendida, la mugre y el pasar
insensible de los días.
Algunos definitivamente no podían volver al asilo, entre ellos los dos expulsados,
Saturnino y don Ramón, pero ellos habían llegado a aquel mundo en horas de
dicha y prosperidad.
Saturnino tenía contactos firmes desde hacía mucho, pero su incorporación
profesional se realizó hasta después de la expulsión.
En cambio don Ramón se fue enredando paulatinamente hasta que la Logia
Negra se lo tragó, sin poder masticar ese endurecido y omnipresente hálito de
su personalidad que hacía que todos lo llamaran don, aunque fuese la primera
vez que le dirigían la palabra. Incluso el doctor, la Superiora y la misma Mamacló
lo llamaban don Ramón, porque ésa era la única forma en que podían dirigirse a
él por un impulso espontáneo y oculto.
Su prestancia le venía de la manera de hablar, de esa gesticulación pausada y
suave, pero enérgica e inflexible a la vez; nunca había podido aprender
correctamente el español y, pese a que siempre que abría la boca cometía
errores de concordancia, número, género y de sintaxis, siempre era escuchado
con atención y gusto por la gente.
Seguramente si se hubiese quedado allá en su escondida aldea del altiplano,
bien pronto hubiese llegado a ocupar altos cargos en las cofradías, en la
municipalidad y hasta quizá se hubiera transformado pronto en un dirigente de la
comunidad. Mas como él decía: “El Caretigro tuvo la culpa de que mis pagrastro
me sacara juera.”
Con el nombre de Cara de Tigre había bautizado don Ramón, desde que era
muy patojo, al instrumento con que Dios le había premiado la entrepierna. A él le
achacaba, y a juzgar por sus relatos debía tener razón que los principales
sucesos de su vida hubieran transcurrido en la forma en que sucedieron y no de
otra. Así, sin conceptualizarlo muy claramente, le atribuía a su Cara de Tigre una
especie de simbolismo de la necesidad, opuesta a la contingencia.
-Por el Caretigro rió me quería mis pagrastro. Dijo él que mis hermanastra
corrían sus peligro cuando yo me creciera. Por eso, cuando mis nana murió y
me quedé solo con la puritita protección de tatadios, ya no me dejó entrar al
rancho.
Entonces don Ramón apenas tenía once años y solamente sabía hablar quiché.
Había perdido totalmente la vista y nadie pudo protegerlo, porque el padrastro
era hombre pudiente con mucho mando. Algunos vecinos le dieron pisto y lo
sacaron a la carretera. Un camión fue su primer transporte motorizado, en él
viajó hasta un pueblo donde le dieron de comer y dónde dormir.
-Si yo juera pura mujer, nada desto mi hubiera pisado, pero el condenado
Caretigro me jodió -y se reía afablemente con inocencia-, aunque también me
dado mis güenos gustos, pa que se va a negar este pura verdad.
Don Ramón aprendió a lustrar zapatos. A cada caja de pasta y a cada frasco de
tinta les ponía una marca al tacto para distinguirlos y saber cuál color iba a
aplicar. Los cepillos también eran diferentes.
-El santísimo atascón jue cuando vino un gringo con tus zapatos chislamierda;
de café y blanque pues, que así se llamen entre los lustradores. Liunté todas sus
partes blanque con el otre color. Me zampó el patade, metiró el caje de lustre,
pero cuando se fijó que yo estaba totalmente choquito me regaló mis diez
quetzales. Con ese piste jue que salí pa la capital.
Durmiendo en las calles, haciendo de cuidacarros, rebotando de uno a otro
grupo de vagabundos, fue a dar a un mesón y allí le dieron los catorce años.
Dormía en el corredor sobre unos costales viejos, en la fila de los más pobres.
Un mecate servía de almohada común, sobre él acondicionaban trapos viejos,
papeles, la punta del costal para que su apoyo fuese un poco más ancho. A las
seis de la mañana, la patrona soltaba el mecate del nudo que lo mantenía tenso
y fijo a la base de un pilar, y todas las cabezas de los durmientes caían diez
centímetros de porrazo: era el despertador para que la tendalada de limosneros,
vagos, borrachitos y prostitutas se levantara y dejara pasar a los señores de los
cuartos al excusado.
Allí fue donde lo descubrió la Nemecia, una limosnera de unos treinta años que
llegó tarde aquella noche y por eso la remitieron cerca de don Ramón, en el
extremo más oriental del corredor. Era diciembre y hacía mucho frío. La Necha,
como le decían, se le arrimó, comenzó a pasarle las manos en todas
direcciones, incluso a contravía y en los sectores más peligrosos.
-¡Ajajay! -dijo contentísima-, como que ahora sí me premió nuestro Señor. Tenía
atrapado al Cara de Tigre y tirando de él se llevó a don Ramón atrás de los
servicios y allí, entre un montón de hojarasca y papeles, don Ramón estrenó al
Cara de Tigre. Por eso decía que él tenía la culpa de que se hubiera metido al
reino de los limosneros. Ya que de todo había hecho, menos pedir, pero la
Nemecia lo convenció que la acompañara y le enseñó las letanías principales, le
dijo cómo debía poner las manos y la cara, le regaló un bote para las monedas y
lo situó en una esquina próxima a la suya, donde nadie tenía propiedad todavía.
Un día se cometió un crimen y la policía persiguió al asesino hasta las
inmediaciones del mesón. Creyendo que se había refugiado allí, se llevaron a
todos los durmientes indiscriminadamente. El único dato que tenían los
investigadores era el de que se trataba de un hermafrodita. De modo que un
doctor o alguien que hacía veces de tal fue examinando a uno por uno en el
despacho del jefe de la judicial. Uno por uno iban pasando y se retiraban al
comprobarse su normalidad.
-Baño, baño -recomendaba el examinador, después de hurgar por debajo de
calzoncillos en hilachas y calzones rasgados fabricados con costalitos de harina.
Cuando le tocó el turno a don Ramón, le bajaron el pantalón y como no llevaba
calzoncillo, quedó al viento el elegante badajo por el que la Nemecia lo había
ingresado a la prosperidad económica. Entonces el doctor dijo:
-¡Qué mamplor va a ser éste con semejante pipiriche!
Unos policías, en medio de incontrolables risas, aplaudieron y felicitaron a don
Ramón. Pero el examinador, al verlo a los ojos alegó con firmeza:
-Este ya no vuelve al mesón, hay que llevarlo al asilo.
Y así, otra vez por el Cara de Tigre, fue a dar a un ambiente diferente donde al
menos le dieron ropita y comida calientita todos los días, aunque en honor a la
verdad, suspiraba quejumbroso por el calor de la Necha, que al darse cuenta
que lo habían dejado en la policía pensó que algo tenía que ver en el crimen y
renunció a él llorando de tristeza y soñando con aquel Cara de Tigre tan singular.
Don Ramón volvía los días de salida hasta la esquina de la Necha, pero ella, al
verlo venir, huía sin querer hablarle, hasta que una vez la hizo entrar en razón el
pleito de una vieja con su marido y desde aquel día volvieron a ser amantes,
pero entonces la Necha pagaba un cuartito del mesón para pasar la tarde y
también lo iba a ver al asilo los días de visita y le llevaba melcochas de anís, a
las que ponía polvo de víbora para que nunca se le muriera el Cara de Tigre.
Don Ramón le daba gracias a la vieja peleonera que salió de una puerta
palmeando al marido, que creyendo que ella no estaba en casa, había avanzado
airoso y decidor junto a una hermosa muchachona de la servidumbre de una
casa vecina. Íbale prometiendo mil cosas, y ya había conseguido que ella le
sonriera, cuando la vieja lo sorprendió desde la puerta de la casa y le gritó
airada:
-¡Señorita, señorita, no le haga caso, había y había por no ver la babosadita que
tiene que ni sustenta!
Entonces pensó y comparó la Necha y volviendo sobre sus pasos le fue a hacer
encuentro a su premio de nuestro Señor.
Años más tarde, también por culpa del Cara de Tigre, tuvo que salir expulsado
del asilo volviendo al reino de la limosna, y embarcarse en la Logia Negra, a
donde lo llevó el entonces capitán San José, que luego apareció como mayor y
coronel, y, después del entierro del Poeta, como general.
Pero en verdad a don Ramón nunca le había satisfecho la práctica de la dádiva;
sentía que algo en su interior se lastimaba cuando tendía la mano y soltaba las
primeras palabras quejumbrosas del día: “Por el amor de Dios, una ayuda para
este ciego que no mira...”
A veces, para no tener que lamentarse en público, Prefería canturrear cualquier
tonada de las que aprendió en los lejanos tiempos de la aldea. Y cantaba en
lengua, a media voz, despachando un sortilegio de melodías tiernas, que traían
viejos parajes y leyendas a su memoria. Así fue como lo conoció el capitán San
José. Fue una mañana de domingo -porque en el reino de los limosneros se
trabaja incluso domingos y fiestas de guardar, y a veces con mayor énfasis que
en días laborales-. El militar detuvo su moto junto a la acera, se aproximó y
estuvo oyendo la tonada durante un largo rato, después le depositó un billete en
la mano y le dijo:
-Canta muy bien, don. Lo felicito.
-Muchas gracias, patrón. ¿Tu billete no son falso? ¿No sos de otro país?
-No, don. Es de cinco quetzales, se lo di para que me cante otra cancioncita.
-Con muchos guste. Allí le va.
Quedaron de amigos y poco a poco el capitán le fue proponiendo el plan. El
mismo de siempre, el que ya se había llevado a Saturnino, a Maribel y a otros
muchos.
Se trataba de mantenerse en contacto con algunos muchachos que le dirían a
dónde había que ir, dónde había que pedir limosna y a quiénes había que
escuchar. Después, todo era asunto de repetir el rollo de lo escuchado, nada
más. Don Ramón, con esas cancioncitas, podía perfectamente entrar a las
tiendas, a las farmacias, a las cantinas, permanecer tarareando y parando las de
burro, allí sí que las de burro, y luego volver a salir y contarle al que lo había
enviado todo lo que su oreja había registrado. El negocio no muy le parecía,
pero por probar algo nuevo, en lo que al fin y al cabo nada había tenido que ver
el Cara de Tigre, dijo que sí y comenzó a trabajar para la policía.
Aquel plan le dio mucho prestigio al capitán San José, ascensos rápidos y la
oportunidad de formar una agrupación poliutilizable. En cuanto servía para
detectar inconformes, protestones, bochincheros y subversivos, servía también
para apoyar campañas electorales, introducir y mover contrabando de droga y,
por último, distribuir clandestinamente la lotería negra o del Chino, que fue lo
que más plata le significó.
Don Ramón no tenía una esquina fija; se movía, pese a las restricciones de la
Logia Negra, en cualquier sentido que se le ocurriese. Estaba un rato en
cualquier esquina del centro, luego se iba en algún autobús, siempre cantando y
pasando el sombrero de petate o el bote que le regaló la Necha, y llegaba a las
calles menos concurridas, pero mucho más rentables, de las cafeterías caras,
los salones de belleza de lujo, las oficinas de los magnates; le gustaba meterse
por la zona 10, la zona 9. A veces iba a cantar cerca de los moteles, allí era
indefectible el buen limosnazo, la gente salía con muy buen ánimo generalmente
de aquellos lugares, y los chavos, por lucirse con las chavas, se desprendían de
billetones gordos. Solía, de tarde en tarde, acudir a la callejuela posterior del
asilo. Allí su cántico, más que una tonada limosnera, se encumbraba a la
categoría de serenata. Quería que Sor Margarita lo oyera. Tenía la esperanza de
que saliera a buscarlo, pero nunca salió, nunca la volvió a oír, ni a tocar, ni a
perderse con ella en los deleites de un furtivo amasiato sacrílego.
Un día supo, de boca de un fugado del asilo, que la habían enviado a un
lazareto en algún país lejano, como castigo por lo que había hecho. Y todo por el
Cara de Tigre. La primera vez fue un domingo de mañana. El no había ido a
misa pretextando un dolor de barriga. Se quedó echado, pensando en los
anteojos del gallo y las tetas de la Necha. El tiempo pasó muy rápido y cuando
Sor Margarita vino para saber qué era lo que tenía, don Ramón estaba cubierto
sólo con una sábana, la cual al correrse por mano de la religiosa dejó un
periscopio señalando hacia el corazón de Jesús de la cabecera.
La hermanita se persignó con la derecha, pero con la izquierda quiso amansar
aquel feo animalón. A medida que más lo apretaba, más ensoberbecido se
mostraba. Al fin -la carne es débil y rica-, la enagua se encumbró y el Cara de
Tigre encontró su aposento sagrado...
Las faltas a la misa ya no servían como pretexto porque las alteraciones de
salud, sólo en domingo, parecían sospechosas, de modo que se buscaron otros
mecanismos que permitieran los encuentros, así fuesen muy breves, entre la
hermanita y don Ramón.
-No vayamos a matar al tigre de los huevos de oro -decía ella-, tenemos que
hacer las cosas inteligentemente.
-Inteligentosamente y con mucho gusto -replicaba don Ramón.
Y así trataron de hacerlo, pero el olfato de la Superiora era de pastor cazador, a
la legua sentía dónde había presa.
Una noche, luego de depositar sus santas oraciones en la capilla mayor, en
lugar de dirigirse a su dormitorio avanzó por el ancho corredor con sus botas de
suela de goma, cruzó el patio por detrás del pabellón de varones y llegó a la
capilla de los enfermos. Una capillita a donde llevaban a los muy graves para
decirles una misa antes que dejaran de oír.
Allí, levantándose de la camita donde recostaban a los moribundos, estaba Sor
Margarita poniéndose el hábito y don Ramón doblegando al Cara de Tigre para
que le entrara el pantalón. El escándalo estalló. Don Ramón ya no salió de aquel
lugar, donde quedó como prisionero. A Sor Margarita, entre llantos y mohínes, la
obligaron a permanecer toda la noche rezando en la capilla mayor.
Al día siguiente, como cuando decapitaba el verdugo a cualquier criminal en las
plazas medievales, se trajo a toda la población del asilo al patio grande. Se puso
una mesa con superficie de laja y faldones hasta el suelo, frente a la
concurrencia; dos enfermeros hicieron llegar hasta una silla a don Ramón. El
pobre venía en calzoncillos y con las manos atadas a la espalda. Lo hincaron en
la silla, como si rezara frente al público.
-¿Trajiste lo que te ordené? -preguntó la Superiora a uno de los enfermeros.
-Sí, Sor. Si quiere revisemos: una hachuela, un cabo de candela de esterina de
la que se pega cuando quema, fósforos, una bolsita plástica llena de anilina roja.
Completo, ¿verdad?
-¿Y lo principal? ¿El miembro de chancho?
-¡Ah sí! Fui de madrugada al rastro de coches y compré el más galán. Ya está
listo.
-Ponéselo enfrente a don Ramón, como si fuera el de él -ordenó la Superiora.
A los ciegos, que eran los únicos que no detectaban todo lo que ocurría, les
narraba un paralítico desde su silla de ruedas:
-Ya lo pusieron hincado en una silla y le están amarrando las canillas al asiento.
Le desabrochan el calzoncillo y le sacan el asunto. ¡Ah! ¡Pero que asuntón,
muchá! Lo ponen sobre la laja.
Tiempo después narraba don Ramón que en aquellos momentos, del puro
miedo, se le había escondido el suyo propio.
-Encogide lo teníe yo. Tal vez sólo con los aguje como si jueran nigüe me lo
hibieran sacade.
-Ahora va a hablar la Superiora. Oigamos.
-Queridos hermanos, el demonio se nos ha metido en esta santa casa. Es
necesario sacarlo con todo y su instrumento maléfico. Ahora vamos a castigar al
más pecador de todos ustedes, a don Ramón, quien no ha respetado el cuerpo
de Dios que habita en una de nuestras hermanas y lo ha profanado. Ustedes
podrán ver, los que tienen vista, los que no, no, pero podrán escuchar cuando
caiga el hacha justiciera y le arranque a don Ramón la materia del pecado sin
nombre. Vamos a destazar al diablo que él tiene en el cuerpo, principalmente en
un órgano que sólo le sirve para ofender a Dios y a los hombres. Cuando yo
cuente tres, golpearé el hacha que está ya lista en el lugar adecuado, la
golpearé con el mazo de quebrantar maíz y ustedes sabrán lo que ocurrirá.
Amén.
-Amén -repitieron todos los inválidos asustados. Sor Superiora contó lentamente:
Uno... dos... y... tres.
-¡Le cortaron la paloma, muchá!
Voló hasta el suelo, un tumbo de sangre lo manchó todo, la mesa, el piso, la
silla. Pero don Ramón permanecía sin moverse, hasta que el enfermero se
agachó junto a él, y entonces, como en una acción retardada, lanzó un grito y
retrocedió las nalgas en un lamento de aflicción y espanto.
El cabo de la vela encendida le había sido aplicado en el pobre Cara de Tigre,
porque según Sor Superiora de todas maneras había que castigar físicamente al
delincuente. Después lo llevaron a la enfermería, donde le aplicaron una
pomada y lo vendaron. Ya de allí salió con el apodo de don Ramón Pipe Cuto.
Entretanto Sor Margarita, que había contemplado la escena y que había gritado
antes que don Ramón, continuaba desmayada entre dos de sus compañeras.
Pero Sor Superiora la obligó a tomar el frasco donde habían depositado el
instrumento del pecado en alcohol y la pusieron a que cruzara todo el patio
hasta llegar al corredor del fondo, para llevarlo a la capilla y enterrarlo allí. Mas
era tal la turbación de la pobre Margarita, que luego de pasar frente a los
espectadores, frasco en alto, no vio la grada del corredor y se vino al suelo
estrellando el frasco. Entonces, al recogerlo con la mano entre los pedazos de
vidrio roto, exclamó entre sollozos:
-¡No es, gracias a Dios! ¡No es!” Pero se calló cuando vio venir enfurecida a Sor
Superiora con un nuevo frasco, lo depositó allí y se fue a enterrarlo con todo y
envase donde le indicaron, rezando de agradecimiento.
Tomás aplaudía cuando se reía a carcajadas; se daba con las palmas en los
muslos, en la panza., las chocaba una contra la otra y sacudía la cabeza
alborotada como una escoba hacia adelante y hacia atrás, era nervioso y se
volcaba en aspavientos por cualquier cosa. Por eso metía tanto alboroto en
aquella esquina cuando don Ramón le contó la verdad de los hechos. Los dos
ciegos eran amigos y cantaban juntos desde el asilo. Ahora, en el reino de la
limosna, solían hacerlo de vez en cuando acompañados de una guitarra vieja
que Tomás había conservado. Pero antes de comenzar a cantar Tomás hizo un
silencio largo, como poniéndole calderón a un pensamiento perturbador.
-Sí -dijo-, todo eso lo hicieron para echar un telón de humo sobre el crimen de
Anita. A mí me lo contó la gorda, Lola. Eso pasó esa misma noche, así que con
tu mutilación escondían lo que habían hecho con esa criatura. A ella la
enterraron al día siguiente y dijeron que se había muerto por tu pecado, que
como ella era un angelito puro no había resistido la presencia de tanto mal en el
asilo y que Dios había preferido recogerla así tiernita antes de que otros
hombres como vos mancharan su alma blanca con pecados ajenos. ¡Viejas
cabronas! La Lola me lo dijo así -y narró con furia lo acontecido- y así fue...
Como en cualquier falansterio, en el asilo las noticias, buenas o malas, corrían
por el viento y se metían en todos los rincones; se adulteraban, se agrandaban,
se enrevesaban, pero iban y venían, como una bicicleta verbal por el aire... Anita
había comenzado a llorar inmediatamente después del acontecimiento de la
noche. La noticia circulaba con alas de dormitorio en dormitorio: “Dicen que don
Ramón se cogió a cuatro hermanas”, “Parece que lo sorprendieron a medio patio
queriendo violar a Sor Superiora”, “No, se cuenta que lo que pasó es que tocó la
sotana y creyó que era falda y al levantarla encontró las partes de Monseñor”,
“Duérmanse. Yo vengo de la enfermería y allí me dijeron todo. El tal don Ramón
se voló a Sor Margara en la capilla de los enfermos y los halló Sor Zopilota.” Una
carcajada general por la mención del apodo casi en un grito y la interrupción
violenta por el llanto de la niña. La propia Superiora fue a callarla, exigiéndole
que hiciera silencio; como no lo consiguió le arrebató las llaves a Sor Portera
-llaves de media libra cada una- y comenzó a golpearla con ellas; Anita se calló
momentáneamente, pero algunos minutos más tarde prorrumpió nuevamente en
un llanto triste, apagado, con ahogos intermitentes.
Al cabo de una media hora de ese llanto, alguna de las sotanudas se aproximó
hasta su camita, la sacó y la fue a tirar al baño. Allí estuvo llorando más y más.
Entonces fue cuando Lola se levantó a traerla, desafiando cualquier castigo que
pudieran imponerle. Llegó a tientas hasta el lugar, la recogió del suelo
completamente empapada, la envolvió en una colcha y la regresó a dormir con
ella. Anita se silenció. Solamente su respiración se oía como un fuelle pesado.
La niña quemaba como un tizón. Entre las otras ciegas, Lola consiguió alcohol y
se lo aplicó en todo el cuerpo. (Realmente era aguardiente que habían
introducido subrepticiamente al plantel, pero algo ayudaría.)
Al amanecer la respiración de Anita cesó y su cuerpecito comenzó a enfriarse
rápidamente.
Lola fue hasta la enfermería y se lo comunicó a la enfermera de turno, que
medio dormida vino con ella hasta el dormitorio y se llevó el cuerpecito, diciendo
que esa niña ya presentaba, desde la tarde anterior, síntomas de pulmonía.
Tomás y don Ramón se quedaron con las manos extendidas, como cargando la
calle por hilos de silencio y no cantaron aquella mañana. Ni siquiera rezaron en
voz alta ni pidieron con jaculatorias monótonas entredientes. No atinaban a
saber si sólo era una narración desdichada, o el símbolo de su humillación y su
alejamiento del mundo. Se quedaron como al borde de una pesadilla, en un
semisueño largo como la muerte y aburrido como el día sin objeto. Tomás
también tenía su animal, era el alcaraván, pero ni el burro ni el alcaraván
quisieron dar la hora aquella vez. El sol pasó arriba y comenzó a caer con
desgano y el tiempo se fue sin hambre ni señal de vida, hasta el otro extremo de
la calle.
Tomás y don Ramón se levantaron al mismo tiempo. Tal vez sus respectivos
animales les dieron la hora simultáneamente en los desgastados ecos de la
conciencia. Se metieron sin hablar por las mismas calles de siempre. Entraron
en el comedor donde solían despedir el día casi todas las tardes. Siempre dos
cervezas y cuatro pupusas de queso, dos de chicharrón y rellenitos de plátano
con crema encima.
Tomás iba a soltar una pregunta cuando de la mesa vecina llegó la voz de
Maribel, atiplada, hueca, como incorpórea. Dialogaba con un sujeto vuelto de
espalda a ellos, el oído fino pepenaba las palabras principales, separándolas del
tumulto de voces que se revolvían en el pequeño ambiente del localito aquel.
Escucharon sus nombres y la decisión de enviarlos a vigilar al Poeta y a otros
ciegos. Golpeaban la mesa con los envases vacíos, y cuando la dependiente
llegaba corriendo para atender su demanda le murmuraban para no ser
escuchados por Maribel:
-Otras dos, por favor...
Así estuvieron como hora y media. La noche entró a tientas por puertas y
ventanas; de la calle llegaba el rumor de pasos que iban y venían por las aceras;
los motores de los autos discurrían monótonamente en fila frente al negocio.
Maribel salió tropezando con sillas y mesas y su acompañante, que en lugar de
ponerse adelante iba tras él, parecía igualmente ciego, porque también topó con
las mismas cosas y hasta en la puerta, al bajar un escalón hacia la acera, lo
hicieron torpemente, dando traspiés.
-Ese cosa no son de mis gusto mío -dijo don Ramón-. A otro cieguito no lo voy a
joder yo nunca.
-Ni yo tampoco -confirmó Tomás.
-Hagamos el pantomime, digamos que sí, pero...
-A mí no me gusta tampoco eso de andar oyendo a la gente y luego pasarle todo
A flash a los orejas. Por eso una vez que oí que unos estudiantes querían hacer
no sé qué movimiento en contra de no sé quiénes, no les conté ni pura rebanada
de la verdad, les inventé un rollo para destantearlos.
-Yo tampoco les cuenta nada. No me gusta ese cosa a mí.
Y planearon ir a la Asociación Central para contarles allí lo que la policía, y el
mismo Maribel, que llegaba hipócritamente a jugar dominó y hasta a tomar sus
tragos en las reuniones, estaban pensando hacer.
Tomás se había acostumbrado a pedir en las esquinas encontrando fácilmente el
dinero con sólo alargar la mano, por eso decía que el Artículo que lo jodia al ir a
la Asociación era el de la limosna, y alegaba que si alguien le conseguía un
trabajo donde ganara más, él dejaría inmediatamente la pedidera por las calles;
don Ramón trataba de convencerlo, argumentando que tal vez no ganaría igual,
pero que saliendo a vender golosinas, o con un puesto de cigarrillos en cualquier
esquina céntrica, le alcanzaría para comer y vestirse decentemente. A lo que
Tomás replicaba pensativo:
-Como decía mi tocayo, hasta no ver no creer.
-Allí sí que salís perdiendo vos, porque nunca le vas ver -respondía don Ramón.
Una de las exigencias más estrictas en la Asociación era precisamente la de
que, para ingresar y permanecer como socio, era imprescindible evitar todo acto
de dádiva o de conmiseración para con los ciegos. Era aceptable cualquier
oficio, hasta los más improductivos, teniendo en cuenta que la oferta de trabajo,
aun para los videntes, no cubría ni cincuenta por ciento de las necesidades
reales. Lo que significaba que los disminuidos físicos, y entre ellos los ciegos, no
podrían aspirar así como así a la obtención de labores remuneradas de
importancia social. Don Ramón comprendía bien todo eso, y trataba de
argumentar para convencer a Tomás, aunque fuera en su castellano mal
construido. Tomás sentía la enorme razón de aquellas palabras y simpatizaba
con ellas, pero deseaba que, junto a la dignidad, se le ofreciese también una
remuneración al menos equivalente a los ingresos que obtenía con la limosna.
Largas fueron las pláticas y discusiones, hasta que por fin un día decidieron ir a
probar, porque al fin y al cabo con probar nada se quita, aunque por probar hay
muchos en la cárcel -decía Tomás- y no te olvides que probando, probando
nació Jorgito -exclamaba, y se detenía a reír golpeándose los muslos con las
palmas abiertas, como si aleteara.
Nunca se supo con precisión quiénes formaban la agrupación comandada por
Saturnino, a la que muchos ciegos llamaban burlonamente La Sociedad de
Anticiegos. Nadie podía dar información acerca del local que ocupaba -si lo tuvo
realmente alguna vez-, de sus estatutos, sus reuniones, sus pronunciamientos,
su doctrina, sus objetivos estratégicos y tácticos, su disciplina, número de
militantes, estructura, monto de sus finanzas, ahorros, proyectos, planes,
vinculaciones nacionales e internacionales. Pero existía, era evidente que existía
y que desarrollaba actividades de distinto orden y género.
Nadie ponía en duda, eso sí, el caudillismo ejercido por Saturnino sobre un
restringido grupo de anticiegos, así como la existencia de una autoridad oscura
que desde algún lugar dirigía las acciones de aquellos personajes, cuyos
movimientos revelaban constantemente que un proyecto inconfesable estaba en
marcha.
El reclutamiento para esa fuerza sinuosa e imprecisa había principiado entre los
auténticos limosneros de la ciudad. Luego había alcanzado a otros sectores
menos menesterosos, como los vendedores de billetes de lotería, los
predicadores de parques y atrios, los merolicos, los adivinadores de la suerte y,
por último, trató de meterse en el Arca de Noé, donde no pudo obtener frutos
gracias a la decidida oposición presentada por don Ramón y por Tomás, que
habían encontrado en aquel trabajo un sucedáneo mucho más entretenido y
agradable a la vulgar y monótona limosna de las calles. Ello ocurrió después del
entierro del Poeta, cuando ya los dos amigos habían renunciado a la Logia
Negra y se habían incorporado a la Asociación Central de Ciegos.
En sus primeras maniobras para contratar y seleccionar personal, la Logia Negra
se dio por satisfecha con haber conseguido adeptos entre los limosneros
verdaderos y los falsos, entendiendo por estos últimos a aquellos sujetos que no
tenían padecimiento alguno, pero fingiéndose mancos, cojos, mudos o ciegos se
disputaban los principales lugares de trabajo con los limosneros auténticos.
La Logia Negra consiguió administrar la distribución de esquinas de tal modo,
que declarándose propietaria de las mismas, era la única autoridad con fuerza
suficiente para determinar horarios, calendarios, derechos preferenciales para
cada esquina. El reparto se organizaba en el seno de los doce apóstoles,
muchas veces con la participación del capitán San José, y se hacía saber al
gremio de limosneros por medio de avisos, que circulaban velozmente de boca
en boca del portal al atrio de la Catedral, de allí a los de San Francisco y Santa
Clara, de éstos pasaban al parque Gómez Carrillo y, por supuesto, tocaban a la
reluciente Plaza Central, yéndose hasta el Cerro del Carmen, a las puertas de
iglesias más modestas, a las proximidades del cementerio y luego a los barrios
más apartados.
Muy pocos se atrevían a infringir las disposiciones de los doce apóstoles que
realizaban mensualmente este reparto, pues sabían muy bien que el
incumplimiento había dejado ya más de un apaleado, unos cuantos
encarcelados sin motivo y hasta se rumoraba de la desaparición de algunos
infractores.
Los doce apóstoles, excepto don Ramón y Tomás, solían cobrar un modesto
impuesto por donar ciertas esquinas privilegiadas. Por ejemplo, las gradas del
portal costaban tres quetzales diarios, los cuales se pagaban antes del mediodía
para que el usuario no escapara con el producto de sus plegarias antes de que
se presentara un cobrador. De las misas diabólicas también había un
conocimiento generalizado entre la población de vendedores, mendigos, orejas,
estafadores, payasos, adivinos, loteriyeros y vagabundos de la ciudad. San
Pedro Shilot narraba sus experiencias entre risas y babeos a grupos de curiosos
que le ofrecían algunos centavos para soltarle la lengua torpe y tropezona. Otra
fórmula infalible utilizada para hacer que se extendiera en sus narraciones era la
de excitarlo con figuras femeninas al tacto. Una muñeca pasaba por una mujer
desnuda, un brasier con un par de naranjas o manzanas puesto en las manos de
San Pedro servía para que saltara y gritara entusiasmado, y luego de que
pasara la primera emoción se sentara a tocar despacito la prenda y a contar
cómo rezaban, cómo quemaban azufre, cómo se emborrachaban todos
desnudos y cómo Saturnino cantaba y dirigía la misa desde el altar mayor.
En la Logia Negra -nombre con el que Tomás la bautizara- no tenían cabida sólo
los impedidos físicos. Al capitán San José se le ocurrió, entre otras técnicas de
adiestramiento y preparación de personal, la de mezclar a sujetos sin anomalías
corporales entre el grupo de deficitarios, especialmente entre los ciegos, ya que
eran éstos los que mayor rendimiento y movilidad ofrecían. Además la gente, por
un sentimiento especial, otorgaba a los ciegos una suerte de santidad innata,
una pureza de alma consustancial a la ceguera. Así fue como, entre otras
informaciones, recabadas para la preparación de aquel personal, el capitán San
José le prestó especial interés a un artículo publicado en nombre de la
Asociación de Ciegos en el que se leía:
“La discriminación es siempre infravalorizante. En ocasiones suele presentar la
modalidad de exaltación o hiperconsideración. En esencia se trata de un
fenómeno de extrema subjetividad que atribuye al sujeto rasgos o características
que no posee. A la ceguera se estila asociarse amnesia emocional, debilidad
mental, cuando no imbecilidad, ausencia de intereses, desconexión con la
realidad; pero también se le atribuyen manifestaciones de divinidad o capacidad
sobrenatural. Se considera que los ciegos somos santos, impolutos, que
adivinamos los sueños, el futuro, etcétera. Que no sufrimos deseos biológicos y
que estamos siempre en un nimbo beatífico cercano a Dios. En ambos casos se
nos niega la dignidad personal, la autosuficiencia para disponer de nosotros
mismos; la soberanía de nuestra corteza cerebral; la capacidad de
conceptualizar, verbalizar el conocimiento, adquirir experiencias de todo tipo y
transmitirlas. Se nos pone al margen de la cultura, sus creaciones y sus
posibilidades de realización.
En ambos casos no se nos ve como personas, como seres humanos
responsables, sino como inferiores dignos de lástima o como extrañísimos
sujetos venidos de otro mundo...”
Aquellas reflexiones inspiraron al capitán para incorporar a la Logia un número
cada vez mayor de sus agentes más habilidosos y apasionados, a cuyo frente
puso al destacado Bartolomé, que bien pronto hizo migas estrechas con Maribel
y que ya en pareja le sacaron trabajos de los más complicados, siempre con una
limpieza digna de publicitarse.
Maribel era gordito (o gordita), lampiño, de voz chillona, entrometido y ambicioso
como ninguno. Bartolomé era perverso, sádico, bruto y capaz de cualquier cosa
por dinero.
-Dios los cría y el diablo los junta -decía el capitán-; y yo me aprovecho de ellos,
mejor que Dios y el diablo juntos.
Con más ánimo de que la gente los viera como santos que como imbéciles,
emboletó a lo más granado de su jauría en el tramposo oficio de hacerse pasar
por ciegos. Comenzaron a proliferar los no videntes con sombrerito
ridiculamente echado sobre la frente, bufandita, a veces corbatín de pajarito,
lentes ahumados y una mal disimulada 45 en la bolsa del saco.
Naturalmente las complicaciones no se hicieron esperar. Sólo la tenacidad y la
convicción del capitán lograron hacer triunfar el proyecto, que en un momento
estuvo a punto de venirse a tierra por causa de las imprudencias de los falsos
ciegos. El jefe de la policía lo mandó a llamar y le ordenó que desactivara toda
aquella estratagema, pues las publicaciones de prensa habían dejado al
descubierto que semanalmente aparecían “cieguitos falsos” involucrados en
atracos a tiendas y supermercados, intentos de violaciones y secuestros de
mujeres, riñas con estudiantes, intentos de espiar en casas particulares, pero lo
peor de todo fue que en un restaurante un extranjero le rompió el hocico a uno
de esos sus cieguitos, por estar atisbando, con los lentes levantados, hacia
adentro del escote de una dama, hecho que fué presenciado por corresponsales
extranjeros.
-¡Y qué me dice de los estúpidos que dejaron su esquina en el mercado y
vinieron hasta el parque central, de paso cuando más gente había reunida
porque había una procesión, se montaron cada uno en su moto y salieron
disparados!... Y todo esto, no sólo se rumora ya entre el público, sino que, véalo
aquí -y el jefe le señalaba las publicaciones irónicas de la prensa, donde incluso
aparecían los dos motoristas acomodando como podían sus bastones sobre el
timón de los vehículos.
Pero el capitán insistía con denodado ahínco: como ciegos -argumentaba-
pueden meterse en todas partes, quedarse escuchando, porque la gente cree
comúnmente que los ciegos son también sordos, hacer como si no han visto
nada y luego...
Tuvo que seleccionar muy bien a quienes pasaban al grupo de los pseudociegos
para que no siguieran ocurriendo incidentes desagradables que, como decía el
jefe, podrían terminar incluso con la credibilidad hacia los ciegos auténticos.
El otro inconveniente provino de las filas de los propios ciegos. Estos, cuando
vieron usurpados sus principales lugares de petición, las esquinas más
productivas, comenzaron a enfadarse y a conspirar de mil maneras contra los
usurpadores.
Primero fueron simples rumores; se decía que una banda, comandada por
Saturnino, había tomado posesión de los puestos más fructíferos y que todo el
dinero se lo pasaban a él, como premio por haber logrado sacarle a la
Asociación un gran número de miembros, mediante la idea de la Cooperativa.
(Claro, la Cooperativa prestaba dinero y no se lo daba jamás a quien
permaneciera fiel a la Asociación Central.) Pero aquella no había sido ninguna
idea de Saturnino, simplemente Mamacló había fundado cooperativas para
todos los minusválidos: parapléjicos, hemipléjicos, sordomudos,
cerebroparalíticos, asmáticos, diabéticos, cardiacos, gastríticos, tuberculosos y
otros. Y cuando se dio cuenta de la necesidad que todos tenían de adquirir
préstamos, manipuló de tal manera que la autorización para ser beneficiados
con esos préstamos solamente se le extendía a quien repudiara a la Asociación.
Ella no quería ninguna organización, excepto la secreta organización de
Saturnino; argumentaba que los sordos, los paralíticos, los ciegos, no
desempeñaban oficios similares para andar poniendo sindicatos. Por eso la
fórmula de las cooperativas funcionó a las mil maravillas, pues no sólo sustrajo
gente de la Asociación de los “comunistas” -como ella decía-, sino que les dio a
todos un sentimiento de pertenecer a alguna organización.
Pero los propios directivos de la Cooperativa comenzaron a resentirse al no
poder vender sus mercancías ni sus billetes de lotería en los lugares habituales.
De modo que a despecho de las expectativas de Saturnino y del capitán,
comenzó a gestarse un movimiento de protesta que fue a parar a las oficinas
mismas del jefe de la policía.
Unidos en aquella ocasión en un solo manojo: los que estaban a favor, los que
estaban en contra, los que estaban a favor de los que estaban en contra y los
que estaban en contra de los que estaban a favor; los intermedios, los que
estaban a favor y en contra de los intermedios. Todos se reunieron y acudieron
en romería, en procesión, hasta el despacho mismo.
Nuevamente llamada de atención al capitán San José, y retraso en su ascenso.
Nuevamente su intervención para calmar los ánimos y encauzar las cosas por el
rumbo adecuado.
Los ciegos manifestaban que no estaban de acuerdo con eso de que gente
impostora, a ojos vista, estuviera asaltando los lugares estratégicos donde ellos
se ganaban el pan nuestro de cada día.
El edificio de la policía estaba inundado de ciegos. Los jefes rezongaban que por
la ceguera de un ambicioso, los chocos se creían con derecho a invadir el local;
nadie veía la hora de que el trabajo volviera a su normalidad.
Los ciegos decían a grandes voces y con altoparlantes que verían con muy
buenos ojos que sacaran de las esquinas, al menos de las del centro, a los
impostores que habían llegado sin el beneplácito de la mayoría a robarse esos
lugares.
El jefe de la policía daba palos de ciego en sus respuestas atontadas:
“Deben ser guerrilleros disfrazados. Esos que aparecen allí, quitándoles a
ustedes sus sagradas limosnas, son los tales desaparecidos. Apuesto que así
es.”
Tuvo que llamar al capitán San José y gritarle por teléfono que se presentara en
un abrir y cerrar de ojos, para que la marea comenzara a volver a la normalidad.
Los ciegos golpeaban el piso con sus bastones. Unos los tenían de aluminio,
otros de acero, plegables, y telescópicos; otros, los más viejitos, de madera. Un
señor llevaba un tubo de cañería cortado y con él se unía al desconcierto
sinfónico que amenazaba con derrumbar el edificio.
“¡Fuera los ciegos falsos!”
“¡Fuera los ciegos falsos!”
“¡Fuera los ciegos falsos!”, rugía el maremagnum desbocado, enceguecido,
obnubilado. Y somataban sus bastones acompasada y frenéticamente en los
pasillos, en las escaleras, en los pisos, dentro de las oficinas, sobre los pies de
los agentes que saltaban como sapos, persiguiendo a las secretarias que se
arrinconaban tratando de salvar medias y piernas de bastonazos. El capitán
tomó con sangre fría y sentido del humor aquella manifestación, diciendo que
estaba de acuerdo con el punto de vista de los cieguitos, que él restituiría todo
en su sitio y que no había que preocuparse más. Aunque él sí se preocupaba un
poco, porque el hecho de que hubiesen acudido directamente a la policía
significaba que algo entendían acerca del verdadero origen de aquella manada
de ciegos impostores. Era posible que sus propios partidarios hubieran abierto la
boca, resentidos por la disminución de sus ingresos. De todas maneras, era
imprescindible y urgente poner coto a aquella sublevación, que podía costarle un
ojo de la cara.
Se encaramó en un barandal del tercer piso y desde allí vociferó en un
altoparlante (con la autorización del jefe, of course):
“Amados hermanos ciegos, amblíopes, cegatones, choquitos, pipiriciegos,
tuertos, mediasluces y otros similares del gremio. Atendiendo instrucciones
expresas del señor Presidente de la República, prometo a ustedes que desde
mañana cada quien estará en su puesto habitual. Como quien dice, cada gallo
cantará en su gallinero y nadie se opondrá a ello con ciega terquedad. ¡JURO!
Por estos ojos que se han de comer los gusanos, que no volverán a tener
molestias en el sagrado trabajo que ustedes desempeñan.” (Aplausos
enceguecedores.)
De pronto un grito rutilante: “¡Que se defina Maribel!” Y la respuesta inmediata
del interpelado:
-¡Ay, eso es imposible!
-No digo del ojo oculto. Digo de los ojos de la cara: ¿estás con nosotros o con
los que asaltaron las esquinas?
El capitán intervino para orientar y darle luces a Maribel:
-Por supuesto, él está con ustedes, a él también le interesa que todos vuelvan a
tener sus lugares habituales de trabajo y que nadie los moleste en adelante.
(Otra vez la voz chillona de Maribel.)
-¡Ni adelante ni atrás, vaya!
-¡Claro! -dijo el capitán tratando de sacar la pata, o aunque fuera sólo el ojo del
pie-, quiere decir que ni por las buenas ni por las malas. No habrá más
molestias, eso es una verdad que cualquiera puede ver. Ahora, a ojo de buen
cubero, puedo decirles que ya la gente que los molestaba está en fuga. Pero yo
me preocuparé de hacer que los que no están todavía, lo estén muy pronto.
(Más aplausos relampagueantes.)
Y por fin, los ciegos se marcharon con la vista en alto.
Sin parpadeos dubitativos y echando relámpagos de triunfo por las pupilas. En
salvándose aquellas trifulcas y vicisitudes, hubo que revisar toda la estrategia
del Plan Logia -el vocablo había conseguido aceptación hasta en el epicentro
mismo de las acciones-, promoviendo un reajuste táctico, en distintos órdenes.
Los pseudociegos fueron seleccionados más cuidadosamente; la distribución de
esquinas se dispuso conforme a un plan más ecuánime, que no desplazaba a
los tradicionales propietarios de aquellos terrenos; las disminuciones en los
ingresos por limosna se compensaron desde entonces con subsidios bajo de
agua, sobre todo para aquellos que mejores servicios prestaban; la apariencia
física de los pseudociegos fue estrictamente contrastada con la de los auténticos
en meticulosos ensayos previos. Ello trajo a cuenta las mil equivocaciones en
que se había incurrido. Los ciegos auténticos, por ejemplo, nunca caminaban
con las manos adelante, tanteando el aire, tampoco se le quedaban viendo a las
mujeres, y menos directamente a las pantorrillas o al busto; se había visto a
unos cuantos, muy pocos, desplazarse en motos, pero siempre en el asiento
trasero. Todos usaban el bastón conforme las reglas de movilidad
estadounidense, es decir, trazando un arco frente a sí, de derecha a izquierda,
levantándolo levemente en el medio, lo cual para las aceras de Chicago,
Filadelfia, Nueva York o Boston estaba excelente, pero aquí ya les había costado
más de un doblón y hasta fracturas porque los agujeros estaban precisamente
en medio y el bastón no los detectaba así. Por eso la técnica de Luisito parecía
mucho mejor, aunque menos difundida. El resbalaba su bastón frente a sí de
uno a otro lado, sin alzarlo ni un milímetro; para que no se desgastara la punta,
le había ajustado un pequeño rodo removible para ser sustituido por otro cuando
estuviera ya muy mellado.
Muy pocos ciegos -desgraciadamente todos de la Asociación- acompañaban la
charla de gestos faciales y expresivos. No cabría duda, la carencia de educación
y comunicación no había permitido que tomaran conciencia del movimiento
muscular fino (epicrítico) del juego de músculos del rostro; por lo tanto, los
pseudociegos debían inhibir sus expresiones faciales al máximo. Además,
imitando a la mayoría de ciegos, debían dirigir la cara a un punto y hablar hacia
allí, aunque el interlocutor estuviera en otro, o bien hablar con la cara hacia el
suelo. Esos eran los hábitos de la mayoría, aunque no los de la gente más
despejada -y otra vez la Asociación-, por lo tanto, correctos para limosnear...
La esotérica capilla de los doce apóstoles fué ampliada con algunos
representantes de los pseudociegos, que a su vez introdujeron algunas
innovaciones en el ritual de la misa diabólica, como la proyección de cintas
pornográficas, la apertura a vacantes que llegaban precisamente en el momento
del alzamiento pagano y el uso de anfetamina y, cuando se podía, heroína
inyectable.
Para esos tiempos ya don Ramón y Tomás iban rumbo a la Asociación, lo que
hacía que su presencia en las misas escaseara cada vez más. Mas la
integración casi absoluta de los pseudociegos al reino de los ciegos no los
entronizó como reyes, aunque la superioridad respecto a los tuertos era
evidente, sino que creó cada vez más profundas brechas entre unos y otros. Lo
que terminó de empeorar las cosas fue la participación de algunas mujeres
pseudociegas, porque éstas no bien se hubieron instalado en aquel universo les
arrebataron los amantes a las verdaderas ciegas, lo que creó una rivalidad
enconada de grandes repercusiones táctico-políticas, ya que las denuncias
públicas, los pleitos callejeros en los que las pseudociegas no sólo salían
malparadas, sino que se veían obligadas a descubrir su calidad de impostoras al
defenderse o correr entre el tráfico citadino, fueron poniendo el panorama cada
vez más complicado para el capitán San José, quien se vio obligado a reducir la
participación femenina a tres o cuatro agentes muy probadas, que se situaron en
la puerta de algunos mercados o iban a solicitar ayuda a las cantinas cercanas a
éstos, con la condición de que podían volver a ser probadas si eso se juzgaba
beneficioso para el plan.
Total, entre ciegos, ciegas, pseudociegos y pseudociegas, tenían perfectamente
controlada a toda la oposición e incluso a la subversión en el país.
¡Y ahora cómo me bajo de esta maraña de hierros entrecruzados! ¡Ni la madre!
La verdad es que tengo cheles de emprender el rumbo a la tierra firme, pero así
como me subí, tengo que descender.
Una ráfaga fresca, alfilerada por briznas delgaditas de agua, de esas que llaman
pelo de gato, me barrió acariciante el rostro y me devolvió el completo sentido.
Hace algunas horas estábamos donde el Chino pobre despidiendo a Laura, que
parte para Italia con una beca ganada por capacidad en la Universidad de Milán.
El Chino pobre no vende guaro, pero permite que uno lleve y no cobra
descorche, por eso se repleta de estudiantes y obreros su restaurantito frente al
Parque Colón.
Lo que no comprendo perfectamente todavía es cómo le acepté a este par de
babosos el reto de encaramarnos en la torre del Reformador. Ya que por de
pronto no podemos subirnos en la torcida de Pisa, subámonos a la nuestra, que
al fin y al cabo es una réplica de la de Eiffel. Eso dijeron y yo que no soy nada
rajón, sí -dije- y vamos parriba. Adelante el Negro, luego yo y atrás Leonel, por
las escalerillas como de bombero, por entre los hierros de las patas, hasta llegar
a la pequeña plataforma donde está la campana, luego por otra escalerilla en
sentido vertical hasta el reloj. Y de retache hasta esta plataforma circular, de
metal para darle, con un fierro que seguramente tienen aquí para el efecto, a la
campana que está en el centro.
Allí están sentados los dos a ambos lados míos, con las patas colgando y
riéndose del gusto al verme tan afanado en mi oficio de campanero. Pero a mí
ya me comenzó a entrar el susto de andar por estas alturas y prefiero proponer
el descenso.
Nunca tuve espíritu de volatín, pero este afán interior de demostrarme que
puedo vencer los obstáculos más empinados me trajo ahora esta aventura que
ya me está haciendo temblar un poco las patas. Aunque tal vez sea por el frío
del aire que sigue trayendo ramalazos de llovizna. Pienso que los tubos van a
estar mojados ahora que vayamos hacia abajo y eso hará más peligrosa la
travesía. El Negro me invitó a que me siente entre los dos y que vuelva a
comentar la puntada de la carta que le encomendamos a Laura. Yo quiero estar
abajo, pero accedo y me siento.
-Se imaginan, muchá. Laura se va por culpa de ese viejo cabrón que le hizo la
vida imposible en la Facultad, y yo me quedo con las ganas de darle una buena
apercollada.
-Tendrás que esperarte cinco años para que regrese, mano. Si no se queda con
algún macarroni por allá.
-No creo, ella está clara que donde hay que estar es aquí.
-En todo caso se lo trae. Lo que sí sé es que la perdí para siempre.
-Quién sabe. A lo mejor vos también vas a parar a Europa así como van las
cosas para nosotros.
Leonel suspiró y abrazó el aire exclamando:
-¡Laura, Laurita! ¿Por qué te me fuiste?
-De todas maneras la venganza es dulce y negra como la rapadura -dice el
Negro-. Esa carta que lleva tiene que surtir efecto.
-Si surte efecto -vuelvo a terciar-, podemos sacar Filosofía Antigua y entonces
nos vamos sin problemas en la carrera.
Son casi las tres de la mañana. Muy pocos carros se oyen pasar a lo largo de la
séptima avenida, aunque, escuchando hacia el norte, se perciben motores que
se desplazan en todas direcciones hacia y desde el centro. Imagino la ciudad
tachonada de luminarias que en la perspectiva se van haciendo como
lentejuelas cada vez más apretadas unas contra otras, hasta formar una rutilante
masa entre nubosidades allá lejos.
Ojalá Laura pueda preparar todo el tamal en la forma en que planeamos. Ella lo
prometió cuando me besó antes de entrar a su casa. Todavía me mordió la oreja
como lo hacíamos en nuestras sesiones secretas de las que no les he contado
nada a estos dos. Realmente quien debía quejarse mencionando su nombre soy
yo y no Leonel, pero bueno, al fin y al cabo la fidelidad es un proceso de ida y
vuelta y con ella nunca alcanzamos la cúspide. La fase de alejamiento ha
comenzado y cada quien se las arreglará por su lado. Yo ya le eché el ojo a
Gladys, aunque también Luqui, la rubia, ha entrado a batear con mucha energía.
No sé por qué el olor de las mujeres, cuando están a punto, me incita a la acción
de manera tan electrizante y poderosa.
Voy a contarle a éstos lo que ocurrió entre Laura y yo. Ya sé que Leonel va a
decir lo de siempre: “Vos, choco, tenés un tacto convincente, nos debías de
enseñar.” Pero tampoco ellos se pueden quejar. Yo les conozco sus movidas a
los dos y no son nada despreciables. Hasta tienen algunas páginas que
realmente anotan verdaderos bocati di Cardenale. Pero como son algo chillones,
siempre dicen que soy yo el de la mayor suerte.
Leonel pasa primero, dejándome ambas manos en los tubos que forman una
especie de andariveles que guían el cuerpo de quien desciende en el primer
tramo. Tras de mí, se prepara el Negro para abordar la escalerilla que baja por
una de las grandes patas de la torre. El descenso es más difícil que el ascenso,
sobre todo cuando ya el ímpetu de los tragos se ha evaporado y comienza a
entrar la goma. Llevo tensos todos los músculos. Los abdominales me tiemblan
ligeramente, los bíceps y los tríceps se me endurecen como si estuviera
echando un pulso; los gemelos me comienzan a doler y todavía falta la tercera
parte...
Las manos me huelen a óxido y las tengo mojadas, no tanto por el agua que se
pega a los tubos, cuanto por mi propio sudor. Allá abajo, todavía muy abajo, se
desliza alguno que otro motor. Algunos autos frenan ligeramente para
contemplar a los tres acróbatas noctámbulos que se mueven entre la maraña de
hierros de la torre con lentitud, poniendo un pie, luego el otro, soltando una
mano, la otra, deteniéndose a respirar de tramo en tramo; sintiendo cómo van
escapando a la muerte en cada segmento ganado al vacío que parece chuparlos
con su gran boca burlona que bosteza noche y miedo desde abajo...
Descender, bajar, insubir, apear, desencaramar, planear, aterrizar... todos los
verbos iban y venían en una conjugación enrevesada en la que uno no sabía si
trepaba o destrepaba de cabeza; a ratos me parecía que el suelo se había
tornado cielo y que todo estaba patas arriba, comenzando por la torre y, por
supuesto, los tres micos que braceaban en fila silenciosa a lo largo de una
estrechísima escalerilla de tubos.
Por fin, Leonel gritó: “¡TIERRA!” Y yo grité cuando al pasar tres escalones más
encontré la superficie del globo rozándose contra mis plantas temblorosas.
Después gritó el Negro y ya juntos gritamos a coro: “¡TIERRA!” Parecíamos ya
juntos unos cuantos Rodrigo de Triana.
-Y agua -agregó el Negro sacando del bolsillo una pacha de aguardiente-, pues
-dijo y se acuñó un farolazo largo a pico de botella.
-No te la vayas a terminar -advirtió Leonel, quitándosela.
Quedé de último, pero ese lapso me sirvió para tomar aliento. El trago me bajó
deliciosamente incendiario por el esófago y pronto irradió su calor por todo el
cuerpo.
Los hierros de la torre estaban mojados y fríos, pero nos recostamos un instante
en ellos, sintiendo cómo un silencio largo pasaba por bajo sus patas gigantes,
enhebrando a la madrugada que tenía algo de resurrección y miedo. Por algo
nos pareció oír en la distancia el lamento azul de la llorona.
Entonces había muy pocos moteles en la ciudad y eran demasiado caros para
nuestros recursos de estudiantes gafos. Algunas veces llevé a Laura a una de
las pensiones próximas al Cerro del Carmen, pero tenía terror a que la vieran
salir de allí. Conocimos también una más discreta y acogedora en la 20 calle,
pero allí lo chueco era el barrio. Teníamos que caminar unas dos cuadras en las
que los principales personajes eran las prostitutas, los borrachos y los matones.
Por eso decidimos que la despedida fuera en la Asociación, siempre sobre el
clásico montón de pino, lo que me parecía muy folclórico y original. Cierto que a
cada una de las que utilizaron aquel procedimiento conmigo le conté que era un
invento especial para ese momento, y que nunca antes se me hubiera ocurrido
algo semejante.
Laura llegó linda y triste como una habanera, porque ésa era ella, una habanera
cadenciosa y lenta, entre misteriosa y coqueta. Cada mujer tiene su olor, su
cadencia, su ritmo peculiar. Las hay de todos los géneros y estilos: mujer-tango,
mujer-polca, mujer-vals, mujer-guarimba, mujer-guaracha... Pero Laura era
mujer-habanera, por eso me gustaba silbarle La paloma, porque ése era su justo
ritmo, y hasta la melodía que mejor le encajaba.
También las mujeres representan algún instrumento. Las hay que parecen
mandolinas, violas, arpas, laúdes, uqueleles, chirimías, timbaleras, redoblantes,
cencerros, atabales, panderetas. Laura representaba una flauta de Pan repleta
de penumbras y bosque, filitos de agua en su voz clorofílica; sensual y dulce,
medio escondida y siempre llena de sorpresas; con una veta de arcano en toda
su presencia. Algo de oquedad y de silente manantial en su espera; desborde de
sílfides traviesas en su arrebato llameante. ¡Cómo no haber mordido aquellos
muslos mitad fuego mitad pulpa! Y su vientre aproximativo y fugitivo en olas
involuntarias, hasta llevar el beso largo y paroxístico al vértice donde el tiempo y
el espacio naufragaban en una caricia amablemente velluda... y su grito
ahogado y su súplica para que volviera a incorporarme; y el reencuentro con los
senos a punto de estallar, como volcanes que quieren hablar juntos de la
voluptuosidad y la hoguera.
Era como si una ola inmensa nos perdiera más allá del mundo, mas allá de la
vida, en una concavidad donde una muerte pasajera nos transportara a su
región atemporal y única.
Su vestido rojo extendido sobre el volcán de pino que nos hacía de colchón, que
yo conocía por los botones y el bies... Le dije que estábamos como muertos en
un charco de sangre. Me dijo que era sangre de trapo y se rió mientras me
acariciaba con su mano lenta y musical.
-Me voy, Poeta. Cuando vuelva sé que tendrás otra y, sin embargo, yo trataré de
serte fiel.
Una pequeña lágrima le recorrió la sonrisa y fue a parar a mi hombro.
Estábamos uno al lado del otro y ella había recostado su cabeza en mí.
-Si yo estuviera gorda -dijo-, seríamos como una obra de Rubens -y se rió
abundantemente. Después me pidió que le repitiera la tesis sobre la fidelidad,
cosa que cumplí a desgano, porque en aquel momento, por lógica que me
pareciera, ya no la sentía tan convincente como hasta hacía unas horas. Volví a
explicarle que la fidelidad, en rigor, era solamente un proceso de aproximación y
distanciamiento.
Todos los seres humanos, en el momento en que se conocen o cuando
comienza a crearse una situación de atracción erótica, entendiendo ésta en su
más amplio sentido, lo que significa que no debe interpretarse como lo
simplemente biológico, tienen estructurada una red de relaciones anteriores o
simultáneas, en las que muchas pueden aparecer con el mismo sello de
inducción amorosa o erótica. El paulatino desprendimiento de esos otros polos
de atracción y la concentración en un solo sujeto es la fase positiva de la
fidelidad. Puede llegar, en un momento dado, a concentrarse toda la atención
erótico-amorosa de un hombre en una sola mujer, o de una mujer en un solo
hombre. Lo ideal es que esta atracción llegue a su punto culminante en forma
simultánea, de modo que ambos se sientan plenamente realizados en ese
aspecto y no necesiten de otros complementos.
Me preguntó que por qué complemento. Le expliqué entonces que el amor era,
en sí, un complemento circunstancial o perdurable. Coyuntural o estructural en la
vida de cada sujeto, pero complemento al fin, porque cada ser humano buscaba
ese otro hemisferio sexual, emotivo, espiritual que le diera un sentido pleno a la
vida. Claro que la mayor parte de veces sólo se encuentra en forma parcial, de
ahí que la fidelidad no llegue a ser una necesidad. La fidelidad, como mera
normatividad, puede ser sumisión, conformismo, miedo, inhibición, pero no es
fidelidad. La única y auténtica fidelidad es la que se brinda por necesidad y
porque cualquier otro ser estorbaría en lugar de complementar.
La otra fase del proceso, la negativa, es cuando una vez encontrado el equilibrio,
éste se rompe y es forzoso encontrar complementos pasajeros, que
paulatinamente se van convirtiendo en permanentes hasta llegar a sustituir en su
totalidad la imagen del anterior complemento.
El equilibrio puede ser fugaz o muy prolongado, pero en una sociedad egoísta,
deformada, donde al hombre nuevo aún no se le mira ni el copete, la
complementación se va haciendo fastidiosa muy fácilmente porque cada quien
exige y no entrega.
-De todas maneras, vos te vas y, como decía mi abuela, amor de lejos es de
pendejos. Seguramente vas a encontrar muchos perseguidores, algunos te
gustarán y como la distancia, la ausencia debilita la fuerza de los estímulos,
predominarán en el presente que vas a vivir las estimulaciones que ellos te
ofrezcan y allí comenzará la fase regresiva dé la fidelidad. Yo estaré en
circunstancias similares en este mundo en el que me quedo, donde la angustia,
el peligro, hasta la muerte cotidiana, le otorgan un sentido balsámico a los
encuentros eróticos. Por eso no creo que debamos ofrecernos nada, ni jurarnos
nada, aunque eso me ponga triste. Dentro de cinco años ya veremos si algo ha
cambiado en nosotros y si continuamos teniendo la misma atracción mutua.
-O quizá -dijo con la cabeza baja- sólo sea el antojo de revivir lo imposible...
En la Asociación habíamos hecho una fiestecita para despedirla. Gracias a eso
había pino, del que se riega siempre que hay fiesta. Yo no había querido que lo
sacaran a la basura inmediatamente, porque el plan de la despedida estaba ya
fraguado. Ahora sentía el aroma gastado del pino pisoteado revuelto con el
perfume de Laura y comenzaba a tener ganas de llorar. Me percataba que la
quería, aunque este equilibrio momentáneo, lo sabía bien, solamente duraría la
diástole de un dolor. Mañana, al amanecer, el desequilibrio me impulsaría en pos
de otra voz, de otras manos, de otro calor de mujer, pero mi fidelidad había sido
entera y en su momento oportuno para Laura. Mañana sería para otra, y así,
quién sabe hasta cuándo. Ella seguramente haría lo mismo, a lo mejor me
recordaría en el ahogo de un abrazo desnudo con un italiano, después de haber
viajado juntos en tren hasta Roma o quizá contemplando los canales de Venecia
y escuchando lejos las canciones de los gondoleros y sus mandolinas viejas.
Este largo tren de la vida siempre nos sienta a la par a una infinidad de
pasajeros de lo más inesperado. Corremos sobre el calendario y constatamos
que muchos se han bajado sin decir adiós, otros se han mudado para diversos
transbordos, los más continúan allí a la vista, pero entablan diálogo con gente
que viaja en otros sitios y hasta se mueven a otros vagones. Hay algunos que se
pasan al tren enemigo, el que nos persigue con la bandera de la muerte. Laura
se fue por una ruta luminosa, diría que por un tren de trocha ancha y volverá,
pero estará en un camarote diferente, quizá con hijos, esposo y hasta con un
futuro ajeno a mí.
Menos mal, mi tercer entierro sirvió para mucho, entre otras cosas para que se
aclarara que nunca había habido una relación amorosa entre Mireya y yo, algo
que al pobre Negro le parecía inconcebible.
Luisito les mostró las instrucciones que yo había dejado y naturalmente
consultaron los relojes y se pusieron en movimiento en cuanto pasó la oleada de
carcajadas en EL ÚLTIMO ADIÓS.
De ahí vino ese tierno noviazgo entre el Negro y Mireya que indudablemente va
a parar en casorio, pero yo, muerto y enterrado, no tengo vela en ese
sacramento, sin embargo lo aplaudiré y ya veré cómo he de celebrarlo en este
nimbo donde me encuentro. Lo cierto es que yo siempre tuve mucha amistad
con la Pelirroja, o la Peli, como solíamos decirle. Una incontrastable confianza
nos hacía ser aliados en todo y, sin embargo, no me animé nunca a comunicarle
muchas de mis andanzas. Claro que lo que más dio pábulo para que se
rumorara que entre ella y yo se había establecido algo más que una simple y
diáfana amistad fue el viaje a Nueva York, aunque íbamos cuatro varones y seis
mujeres. Pero como la Peli me atendía tanto y se mantuvo siempre a mi lado,
explicándome, narrándome, acompañándome y hasta indicándome si una
camisa ameritaba ser enviada a la lavandería, la lengua ofídica de algún
envidioso soltó su ponzoña y la bola rodó libremente por toda la Facultad.
Entonces era Luqui la que comenzaba a abrirse paso por entre los nostálgicos
nubarrones que me dejó Laura.
En realidad, Luqui entraba por el norte y Gladys por el sur. Era una especie de
danza en la que yo me dejaba llevar blandamente, como si las figuras que la
espontaneidad iba marcando en el tablero de la vida decidieran
independientemente de mi arbitrio a quién debía aproximarme más. Esta vez era
Gladys, ora Luqui; de pronto las dos en una complicada cuadratura que
amenazaba con estatizarlo todo en el rol de la pura amistad. Pero mujeres al fin,
comenzaron a recelarse y eso las pulsó desde su orgullo personal, lo que dio
como resultado que me compartieran durante algunos meses sin que ninguna se
percatara exactamente de ello, aunque las dos lo sospecharan. Pero Luqui se
soltó del baile y se fue girando hasta estrellarse contra un viejo con Roll Roys,
partidas de bridge en el Casino Militar, acciones en el Banco de América, una
casa en Costa de Marfil y otra en Luxemburgo, yate y, bueno, prostituta de un
solo cliente, se vendió cara y se volvió rica de la noche a la mañana. Y pensar
que por culpa de ella tuve un regreso tan incómodo... Era picara la Lucrecia. La
primera vez que incursioné más allá de la falda, cuando descansaba ya sobre el
clásico montón de pino se me ocurrió decirle que yo en verdad había creído que
ella era rubia. Sorprendida me contestó que entonces yo no era tan choco como
me hacía. Le expliqué que casi todas las rubias tienen ligeramente áspera la
cara interior del brazo y la parte posterior de los muslos y que además esa
colochera del pubis no podía ser de una auténtica rubia, aunque claro, las
mezclas raciales podrían producir algo así, pero casi como excepción.
Me dijo que, en realidad, ella se pintaba el pelo y se reía echando la cabeza
hacia atrás para lucir el cuello blanco. Entonces fue cuando aprovechó para
comprometerme.
-Si de verdad te gusto y querés tocarme más bonita, tenes que traerme una
docena de calzones.
-Dos si querés -ofrecí entusiasmado.
-Con una basta, pero que sean de esos angostitos, como tangas y que tienen
una argollita de adorno en las caderas.
Me comprometí, sin recordar que Gladys iría con nosotros. Gladys, aunque se
mantuvo alejada de mí, dejando que fuese la Pelirroja la que me atendiera, no
dejaba de observarme, de modo que el cumplimiento de la encomienda
resultaba bastante problemático.
Después del último recital, en el que hubo poemas, canciones, danza y por
supuesto aplausos y adhesiones a los universitarios revolucionarios, me atreví a
solicitarle a uno de los compañeros que me acompañara a la compra de tan
especial mercadería.
Al regresar del almacén ya todos estaban preparándose para la salida; el
compañero que me ayudó en la compra y yo estábamos un tanto retrasados, de
modo que nos arreglamos a toda carrera y sacamos las maletas al corredor del
hotel. En ese momento se presentó Gladys y yo opté por refugiarme en el baño,
para decidir qué podía hacer con aquel paquete que no había podido meter en la
maleta, y que resultaba mucho más voluminoso de lo esperado para portar en
las bolsas del saco o del pantalón. La única solución, la más viable y
disimuladora, fue la de acomodármelos sobre el calzoncillo. Me apretaban,
naturalmente, pero ya nadie los vería, aunque me consideraran más panzón que
de ordinario y yo sintiera una fatiga desesperante.
Así volamos hasta Miami, donde pasé en el baño casi las dos horas de espera.
Si bien debía agradecerle a los prejuicios de Gladys el haber podido moverme
con independencia suya, y por lo tanto haber podido comprar aquella maldita
docena de prendas estrujantes y caloríficas, debía protestar de estos prejuicios,
porque si ella hubiera querido ir conmigo a comprar, habría tenido un magnífico
pretexto para no llevarlos. El ahogo me hacía meditar todo esto mientras el avión
se sacudía en medio de una tormenta que mantenía a todo el mundo en silencio.
Y si ahora se cae este aparato y nos matamos, cuando descubran mi cadáver
nadie va a explicarse por qué usaba calzones y por docena. Lo peor es que
pueden pensar que me los robé y por eso los llevaba ocultos.
Condenada Lucrecia, no sabes todo lo que me estás haciendo sufrir. Pero así es
este sube y baja de la vida. La Luqui se fue con el millonario y sus doce
calzones, y Gladys se quedó conmigo sin pedirme más que la discreción y hasta
un poco de hipocresía para que nadie se percatara de nuestra relación.
Laura trigueña, Luqui de tez blanca y pelo negro teñido, Gladys morenita,
Azucena espigada y de pelo castaño, Marina mulata, Elizabeth de rasgos indios
puros, Ruth de piel verdosa por su ascendencia hindú, Carmen de ojos negros y
hermosos por su sangre marroquí... unas sucediendo a otras, a veces en
complicadas coincidencias temporales que ponían el corazón en un balancín de
dulces angustias, escondites, pequeñas mentiras y nudos permanentes que
desatar, hasta que éstos se rompían o amenazaban con estrecharme el cogote y
las cosas se resolvían con despedidas, recriminaciones y algún adiós
lacrimógeno que nunca logró desvirtuar la amistad que se guardaba en el fondo.
Era alegre y un poco irresponsable aquella juventud; mi tesis sobre la fidelidad
se cumplía inexorablemente, sólo tenía un lado flaco, un portillo por el que se
colaban actitudes de todo punto reprochables. Era la frecuente necesidad de
engañar, de mentir, porque nadie aguantaba el trato de permanecer sin
inmutarse, sabiendo que existía alguna rivalidad. Y mentir era una falta que, por
pequeña que fuese, era obligatorio analizar como un error moral.
Así entre aproximaciones, alejamientos, encuentros y desencuentros, la juventud
iba bordando sus días más preciados, en una urdimbre de amarillos, estudios,
penurias y compromisos con el futuro, que ya en la misma Universidad, o fuera
de ella, nos obligaban a abandonar días enteros y hasta semanas los libros de
texto, a las muchachas, las parrandas, las fugas nocturnas y los desahogos
líricos de la poesía, para sumirnos en arduas tareas, cada vez más complicadas
y absorbentes. Empero, no se perdía el espíritu jovial, aun en los momentos de
mayor amargura o ansiedad.
La Melcocha era una “secta” esotérica de joda, que a imitación de los aquelarres
verdaderos, exigía que cada miembro tuviera su animal. De ese modo hubo
reuniones de Gallo, Cerdo, Hipopótamo, Buitre, Zopilote, Gorrión, Cebra y otros
especímenes de ese reino, en las que se trataron agendas tan variadas y
dispersas como aquellas que contenían:
Programación de un boletín jocoso de la Huelga de Dolores (y ya se sabe que la
Huelga de Dolores es la festividad más prolongada, semicarnavalesca, en la que
el estudiante se burla del gobierno y de cuanto político se le ponga a tiro); cena
para un catedrático amigo; viaje para recoger un premio en San Salvador;
consecuencias de una hoja volante donde se contienen amenazas de muerte
para veintiún estudiantes de la Facultad. Y la opinión de la Melcocha se
transmitía a las organizaciones amplias y de éstas caía en el seno de la
Asociación de Estudiantes, donde generalmente se aprobaba lo que se decidía
en la Melcocha.
Por supuesto, el Negro, Leonel y yo llevábamos a la Melcocha opiniones de
otros ámbitos políticos, que inmediatamente cuajaban en aquel medio, lo que
determinaba nuestra permanente presencia en las sesiones, siempre informales,
de la Melcocha. La Pelirroja compartía con nosotros tres esta táctica, ella
también tenía alguna militancia política diferente a la puramente estudiantil y era
la encargada de mantener vinculación conmigo; era, como quien dice, mi
responsable a un nivel superior. De ahí brotaron los chismes de que yo me
encerraba con ella para detallármela. En realidad, nunca le sentí el aroma de
mujer lista para amar, aunque la quiero tanto porque siempre fue un paradigma
de amistad y dulzura. Los besos que Leonel creyó descubrir fueron simples
palabras secretas a la oreja de último momento.
Ni el Negro ni Leonel supieron cuál era esa relación, digamos, orgánica, entre
Mireya y yo. Sólo muchos años más tarde, a raíz de mi entierro, y porque el
Negro tuvo que sustituirme en ese enlace, fue que ambos comprendieron qué
papel jugaba la Pelirroja y por qué tanto secreto conmigo.
Había llegado la primera carta de Laura, increíblemente, en escritura Braille
impecable. No cabe duda que me quiso: “Es tan corto el amor y tan largo el
olvido.” Sí, don Neruda, aunque uno no sabe nunca exactamente dónde está la
frontera entre el amor y el olvido, o entre el desamor y el recuerdo. Me envió
también una pequeña cinta magnetofónica, porque en aquel tiempo todavía no
había casetes como ahora. La primera gran noticia consistía en que había
conseguido un papel elegantemente sellado con el escudo de la Universidad, un
sobre membretado y dos firmas muy parecidas a las del rector y el vicerrector.
La había enviado ya, de modo que estaría al llegar o quizá ya obraba en manos
de su destinatario.
Estábamos tentados de transmitirles el plan a los principales dirigentes de la
Melcocha, pero preferimos esperar los resultados, conservando el secreto
meticulosamente guardado entre los únicos tres que lo poseíamos. Ya vendría la
ocasión de actuar, si la fórmula funcionaba adecuadamente. Y funcionó unos
ocho días más tarde. El viejo de Filosofía Antigua se presentó, por primera vez
sonriente, según nos contaron algunos compañeros que asistían a su curso, y
mostró orgulloso la carta de invitación a un curso de un año.
-Yo deberé pagar mi pasaje, pero allá me lo reponen -dijo entusiasmado-, así
que los estaré dejando a fines de esta semana. Ya hablé al decano para que
nombren un sustituto mientras vuelvo. Ahora les daré la última clase antes de mi
partida. El próximo día de clase vendrá ya el otro profesor. Dicen que casi hubo
aplausos, pero se limitaron a desearle éxito en su curso en Italia y a escuchar
sus disertaciones sobre el Ananga Ranga -al que el Negro decía el arranca
nalga-, el Kama Sutra y, por supuesto, Los Vedas y algo del I Ching.
Así fue que llegó el viejito del reloj de Dios a sustituir al propietario del curso de
Filosofía Antigua y nosotros pudimos cursarlo al fin. Laura algo supo de los
pataleos y el escándalo que armó el hombre cuando se topó con la realidad de
los hechos.
Ella había conseguido papel y sobre de una Universidad pequeña, diferente a la
Universidad donde estaba cursando su carrera de Historia y preparación
artística. Sin embargo, el mismo amigo que le consiguió los papeles, le narró la
tragedia de un paisano y el remedio que le habían dado, después de tremendas
discusiones y averiguaciones policiales. Todo se resolvió con una oferta del
rector para que el visitante inesperado atendiera a un grupito de estudiantes de
habla hispana durante seis meses, en calidad de ayudante de cátedra, oferta
que, aunque le enfurecía, prefirió aceptar antes que tener que volver con el rabo
entre las canillas o, lo que era peor, atenerse a un juicio cuyo resultado nadie
podía predecir.
Un grupúsculo de estudiantes neofascistas se hizo cargo del viejo y hasta
promovió actividades para la recaudación de fondos, en las cuales hubiese sido
muy interesante contemplar a aquel rey del orgullo personal, con un bote en la
mano, entre dos motos en las que jóvenes motoristas con casacas negras
vociferaban en un altoparlante y lanzaban música de rock a todo volumen. Estas
payasadas se montaron en el atrio de algunas iglesias, en plazas públicas y en
el propio campus de la Universidad.
En cartas posteriores, Laura nos refería cómo el viejo se había logrado instalar
perfectamente entre aquella gente, alcanzando una preeminencia singular que le
garantizó cursos en una escuela semiprivada, asesoría política a grupos
semiclandestinos y la redacción y producción de un programa de radio que se
difundía en una emisora local -de las llamadas libres- con el patrocinio de una
importante firma estadounidense y cuya orientación estaba dirigida a la juventud.
Se hacía notar que todo retorna a su lugar primigenio, que el movimiento y la
evolución no son sino apariencias, y que siempre hay un poder universal que
decide los destinos de todo lo que existe en el cosmos; que el orden establecido
es el único real y positivo y que no puede alterarse sino sólo en apariencia su
estabilidad esencial.
Por allí anda una grabación de esos programas, escritos y dirigidos por el viejo
de Filosofía Antigua. Es posible que todavía continúe realizándolos porque
jamás volvió por aquí.
En una caja de zapatos están las ciento y pico de cartas de Laura. Las primeras
llegaban con algodoncitos perfumados y sus dobleces demostraban un
cuidadoso esmero y originalidad. Después comenzaron a llegar más breves, sin
el algodón y dobladas como cualquier carta comercial. Las últimas vinieron
escritas en hojas de agenda, trozos a máquina y trozos a mano, siempre muy
interesantes y cariñosas, pero cada vez escritas con mayor premura y descuido.
Lo cierto es que no se olvidó nunca de nosotros, ni nosotros de ella. Mucho
menos cuando logramos ganar el curso de Filosofía Antigua, al que no
hubiéramos tenido acceso si el viejo propietario de la cátedra no se marcha a
Italia. Ese día, el del triunfo del examen, volvimos a ir donde el Chino pobre; y
reverentes, como de costumbre, guardamos un lugar vacío donde pusimos una
cartulina con el nombre de Laura. Los tragos que le correspondían los
consumíamos una vez cada uno en honor a su recuerdo y a su invalorable
servicio solidario.
Yo sentía que Laura hacía una falta tremenda en la Facultad. Las cosas se iban
complicando, no teníamos tiempo para estudiar ni para atender el frente interno,
como el Negro llamaba a las muchachas. Hacían falta dirigentes como Laura
para movilizar y organizar, para preparar eventos y afinar acciones. Sentía que
cada vez estábamos más solos y con mucho más trabajo. De seguir así, nos
pasaría lo que a los estudiantes eternos: jamás nos íbamos a graduar, o bien lo
haríamos dentro de quince o veinte años, por lo menos.
En una reunión de balance, se llegó a la conclusión de que el sentimiento de
abandono y desolación que privaba entre nosotros no reflejaba con objetividad la
situación de nuestro frente principal de lucha. Laura se había marchado con
autorización y, por esa causa, un vacío muy significativo se había percibido en
nuestras filas. Además, luego de la publicación de una, dos y tres hojas con
amenazas de muerte para aproximadamente un centenar de estudiantes, más
de la mitad había optado por ausentarse, algunos incluso por marcharse a otros
países. El asesinato de dos compañeros estudiantes determinó una verdadera
desbandada y hasta un cierto hielo por parte de mucha gente hacia la Melcocha
y sus simpatizantes.
Con todo, las acciones de protesta habían conseguido movilizar a mucha mayor
cantidad de personas que en otras oportunidades; la dirigencia de nuestro frente
amplio se había reforzado con numerosos cuadros y ofrecía un nivel
organizativo y disciplinario superior a lo que hasta entonces se había alcanzado;
nuestras publicaciones -las legales y las ilegales- tenían amplia aceptación y los
tirajes se habían multiplicado; caras nuevas se aparecían en la sede de la
Asociación de Estudiantes, que era la misma de la Melcocha; los recitales, de
gran combatividad y en los que se les había ocurrido incluir varios poemas míos,
directamente dedicados a la criminalidad del régimen, habían conseguido un
éxito rotundo al llenarse el aula magna por completo; nuestro programa de radio
contaba con dos locutores de reciente ingreso a la Facultad, una muchacha de
una familia adinerada y un compañero muy activo, los textos se preparaban por
un equipo que se había visto ampliado a partir de la llegada de nuevos
contingentes estudiantiles a nuestra casa de estudios en aquel año.
No cabe duda que había mucho de subjetividad en nuestro estado de ánimo, y
tal vez ello se debía a que la Facultad había crecido tremendamente en pocos
años y con ello se había modificado cualitativamente la atmósfera casi familiar
del principio, a lo que era necesario sumarle las reales ausencias de
compañeros a quienes estábamos ya sumamente acostumbrados, entre ellos,
por supuesto, Laura...
Se acordó ampliar nuestras bases clandestinas para atender mejor las
aspiraciones del estudiantado, incorporando a compañeros cuyas conducta y
disciplina daban muestras de suficiente responsabilidad ideológica. Habría que
organizar una coordinadora para todo el trabajo secreto, estrechamente
vinculada a otra que atendiera el trabajo amplio. La Asociación de ciegos
continuaría prestando los apoyos necesarios: local, atención de trabajos
especiales, en ocasiones bodega y mimeógrafo para algunas publicaciones
delicadas. Claro que todo ello significó a la postre que, después de mi entierro,
se desmantelara todo y se entrara en una fase de repliegue total.
Así fue como don Ramón y Tomás, de reciente ingreso, se fueron al interior del
país con su proyecto de El Arca de Noé. El equipo de lectoras disminuyó a tres o
cuatro; la biblioteca Braille se dispersó en distintas casas y la asistencia
cotidiana disminuyó casi a cero. Aunque a decir verdad, ninguna de las
actividades que allí se realizaban antes podría calificarse como de subversiva en
el estricto sentido de la palabra. Se leían libros prohibidos por el gobierno; se
grababan lecturas de igual naturaleza; se permitía la impresión de folletos
mimeografiados de orientación ideológica; se prestaba el local a la Melcocha, a
grupos de teatro, de alpinismo, de danza, a un círculo literario de la Facultad y
se hablaba muy mal de Mamacló y sus planes conmiserativos disfrazados de
asistencia social. Se le hacía la guerra a la Logia Negra, y cuando se pudo, se
denunció de manera indirecta el fraude de la Lotería Negra o del Chino, aunque
aquello, que en rigor era un servicio para las otras loterías, las legales, y para el
mismo gobierno y Mamacló, resultó en un primer momento, y como una acción
en contra nuestra, quizá por la insidia del periodista que publicó el
descubrimiento, o quizá por habilidad de la policía, porque allí sí se sabía a
quién se perjudicaría con el descubrimiento.
Poco a poco, los hilos que provenían de las más diversas madejas del diario
acontecer se fueron reuniendo en torno a mí, hasta que formaron una peligrosa
red que vinculaba éste con aquel sector, lo que podría servir fácilmente de
recurso de Ariadna para cualquiera que quisiera ir a uno de los múltiples puntos
que convergían en mi persona. De ahí las instrucciones que tuve que escribir
rápidamente antes de mi entierro, para que la Pelirroja, Leonel, el Negro, Luisito
y los otros dos directivos que estaban en la movida se pusieran al centro del
asunto e hicieran desaparecer cuanto vestigio hubiera quedado de tales
vinculaciones, así como para que organizaran esa misma noche todas las
acciones que permitieran ocultarle al ejército y a la policía la verdad de
importantísimos sucesos, incluyendo en ello mi propio entierro.
Era importante evitar que si las investigaciones principiaban por la Facultad
-aunque yo ya me había graduado cuando lo del entierro-, fueran a parar a la
Asociación y viceversa; que si se principiaba por el grupo de poetas, fueran a
parar al equipo de lectoras voluntarias; o si se iniciaban en el Bar Elizabeth,
fueran a dar al grupo de militares jóvenes que tuve que atender allí muchas
veces.
En fin, no podía dejarse una sola hebra sin romper, una sola pista sin borrar.
Que lo cite a uno la policía es siempre un asunto que altera el ritmo de los
sucesos cotidianos. Y menos mal, en aquel tiempo todavía la policía, por
represora y malparida que fuera, se servía citar a domicilio a mucha gente.
Cierto que ya comenzaban a practicarse capturas ilegales y desapariciones y
que ya habían hecho su debut algunos grupos paramilitares que asesinaban y
secuestraban en carros sin placas. Pero era una innovación excepcional; claro
que en pocos años ascendió al rango de generalidad y por eso nunca tuvimos
presos políticos, sino sólo políticos desterrados o enterrados. Nosotros debimos
parecer sin duda muy poco peligrosos; además, el motivo real de la cita, que en
el transcurso de la “entrevista” nos lo soltó el jefe de la policía, era tan
deleznable y poco creíble que sólo la influyente decisión de Mamacló pudo
provocar aquella situación, que si bien nos dio un buen susto, sirvió como
timbrazo inicial de los peligros que se movían tras de nosotros.
Por supuesto, llegamos puntuales al despacho. Yo había salido muy temprano
de casa con el propósito de refundir en la Asociación algunas publicaciones y
libros que, se me ocurrió, podían representar cargos en mi contra a la hora de un
cateo. Pero Leonel y el Negro habían sido conducidos en carros de la policía,
que especialmente llegaron por ambos a sus casas. Cuando llegaron por mí no
me encontraron, lo que provocó un poco de desconcierto en los agentes
encargados de capturarme; por eso, se alegraron de encontrarme ya frente a la
puerta del despacho.
Uno de los policías me abrazaba muy confianzudamente y me felicitaba por
estar ya allí. “Yo creía que se había fugado usté”, me decía, y me pasaba la
mano por la espalda, sin duda feliz al haber encontrado la tranquilidad, sabiendo
que mi ausencia no sería motivo de una reprimenda o quizá de un castigo para
él. Cuando se abrió la puerta oímos a don Bernabé que gritó desde adentro:
“¡Entren a los tres subversivos, el cieguito y sus dos cómplices!”
Acababa de ocurrir el incidente del ladrón en el pozo, espontáneamente evoqué
a Gladys y me llevé la mano a la nariz, pero hacía dos días que no la
encontraba, por lo que en lugar de su perfume sólo encontré un desagradable
olor a meados de ratón que me quedó al haber removido papeles viejos en la
cómoda abacial de la Asociación. De todos modos me sentí al lado de los
ladrones más solidario con ellos que nunca, aunque a decir verdad sentía temor;
los tres sentíamos miedo, aunque predominaba un sentimiento de desprecio y
cólera. Nos entró, no nos invitó a sentarnos, su cabeza agachada sobre los
papeles que evidentemente no leía, no se alzó ni para responder al Negro que
entró, muy orondo, saludando con un cantadito burlón:
-¡Buenos días, don Nabe!
-¡NNN!
Fue toda la respuesta. Luego tiró violentamente un cartapacio hacia un lado y
gritó que ya veríamos quién era él.

Con voz quejumbrosa, pero más burlona que nunca, el Negro replicó en muy
bajo volumen:
-¡Ay don Nabe! ¿Quién no sabe quién es usted?
-¡Sho, carajo hijue!...
Y se puso de pie. Yo creí que golpearía al Negro, pero no, más bien retrocedió
cuando el mismo Negro, que antes había hablado con voz débil y temblorosa, le
contestó con otro grito profundo.
-¡Cómo que sho! Antes que nada explíquenos por qué nos tiene aquí.
-Porque ustedes están completando contra el gobierno, cabrones.
Sentí un golpe eléctrico en todo el cuerpo. Las charlas con los tenientes, sus
opiniones acerca de que podría prepararse un golpe, mis explicaciones para que
eso se retuviera y se organizara de modo que no fuera sólo una asonada más,
sino un movimiento popular... todo aquello me cruzó por la mente en un
relámpago angustiante.
-Usted, joven cieguito -gritó don Bernabé dirigiéndose a mí y tocándome la
barriga con un puntero-, usted dice que es el más responsable. A ver,
explíqueme cómo está eso de organizarse mejor, de dar más tiempo, de darle
participación al pueblo. Explíqueme, y ya.
-Bueno -principié procurando no tartamudear-, no sé exactamente a qué se
refiere usted, a cuáles pláticas.
-A las que ha sostenido muy a menudo con algunos mi... -y se le cayó el puntero
de la mano, por lo que se agachó, interrumpiendo la frase.
-Militares -dije yo estúpidamente, permitiendo que la lengua soltara lo que
mantenía escondido.
-¡Qué militares! Minusválidos, animal.
-Ah, minusválidos. ¿Ciegos, tal vez como yo?
-Efectivamente, señor; ciegos, que no ven como usted.
-¿Que no ven con los ojos de la cara? -me atreví, ya repuesto.
-Ni con los del pie tampoco. Ni con el ojo del cu... -y entonces botó él mismo el
puntero para interrumpir aquel diálogo que lo había conducido a un ámbito en el
que indudablemente se sentía desconcertado.
Luego insistió, pero con mayor serenidad, explicando que la queja había venido
del Patronato, que como nosotros sabíamos era la institución de beneficencia
más moderna y superior a todas las instituciones particulares creadas para
atender a los distintos sectores de inválidos.
-Parece ser -dijo con cierta amabilidad- que ustedes están promoviendo una
huelga general que provoque la renuncia de doña Cleotilde para luego, según
dijeron nuestros informantes, aprovecharse de las instalaciones y del dinero del
Patronato para promover una huelga general de trabajadores y pedirle la
renuncia al presidente de la república.
-¡Ay don Nabe, en lo que usté está! Los cieguitos se pelean hasta por las traidas
y lo que ocurre es que hay un grupo, del cual aquí el amigo ha sido presidente,
pero ya no es, allí llegan muchas patojas y como algunos querían conseguir más
de lo que les daban, y como se rumora que este amigo tiene mucho pegue con
las chavas, esos cieguitos se han retirado jurando que se van a vengar de él. Y
ya ve, echaron a rodar esas bolas de complots y de huelgas y qué sé yo qué
más, sólo para perjudicarlo. Y como saben que somos amigos y que hasta
hemos servido como secretarios en ese grupo, pues de refilón nos jalaron a
nosotros también.
Aquellas palabras, pronunciadas con una naturalidad histriónica que no le
conocía al Negro, dejaron meditando al jefe de la policía. Quien al cabo de unos
minutos de reflexiones, nos soltó algunas frases interesantes.
-Sí -dijo-, la verdad es que a mí no me pareció muy lógico el asunto, pero que
hay una intención de joderlos por parte del Patronato, eso sí es cierto. Por qué,
no lo sé, pero no debe ser una cosa tan política como quieren hacerlo aparecer.
De todas maneras, para seguridad de ustedes y garantía mía, sepan que desde
hoy tendrán vigilancia permanente los tres. Y pueden retirarse.
Salimos de aquel ámbito sin comprender bien en qué fase quedaba el sainete, si
había concluido o continuaría, o si bien otro más misterioso y amenazante se
preparaba ya tras bambalinas.
Algunos años más tarde, los apuntes de un policía y la solicitud de Mamacló,
formulada a Saturnino para que me diera un bebedizo, que logramos escuchar al
final de una cinta magnetofónica que nos hizo oír el Gringo Northon, dejaron
bien claro que la insidia y la persecución no cesaron ni un momento.
Era el mediodía; Leonel y el Negro, que había comenzado a impartir clases en
un colegio secundario, no tenían compromiso esa tarde; yo, que ya me dedicaba
a la preparación de programas de radio, había entregado un día antes varios
guiones, cuya grabación tendría lugar al día siguiente por la mañana. Decidimos
entonces refugiarnos en el Bar Elizabeth para reflexionar acerca de la nueva
situación y sus implicaciones.
Desde la mesita habitual, mis amigos vieron cuando los tres sujetos se
instalaron junto a la puerta del bar. Ya están allí nuestras colas. Aquí hay una
comunicación con la casa del fondo, si pedimos permiso para salir por allí estos
carajos no nos verán, porque esa casa tiene puerta a la otra calle.
Los planes comenzaron a pergeñarse y deshacerse; mientras tanto, era urgente
comunicarnos con nuestros familiares para hacerles saber que, hasta el
momento, nada terrible nos había ocurrido. El Negro fue el primero que utilizó el
teléfono. Volvió protestando.
-¡Imagínense ustedes -decía casi riéndose-, mi nana como conspiradora se
moriría de hambre! Habíamos quedado en que para referirnos a los policías
diríamos los tigres y, para aludir al jefe, el león del zoológico. Qué les parece que
cuando le digo que vi al león y que estaba muy manso, me contesta:
“No te fíes, hijo, ése es un hijoeputa, de seguro que alguna amenaza velada les
debe haber hecho. Y decime, ¿no puso algún tigre a cuidarte especialmente?”
-Y vos, ¿qué le dijiste? -le preguntamos.
-Pues que yo no creía eso de los animales y que al león sólo lo había visto por
breves minutos porque luego tenía que ir a trabajar. Entonces me dijo que de
seguro ya tenía algún tigre siguiéndome los pasos, que fuera muy cuidadoso con
él y que, si podía, me le acercara y le ofreciera cigarros, que procurara hacerme
amigo de él, que le platicara, que total también los tigres son gente.
Ante esas revelaciones Leonel estuvo dudoso de utilizar el mismo procedimiento
telefónico, porque él había dicho en su casa que para referirse al despacho
policial diría la oficina y que para referirse a algún peligro o situación no muy
clara, diría una nube. De modo que yo fui al teléfono y simplemente le avisé a mi
papá que llegaría un poco tarde a almorzar, que no me esperaran y que me
había ido muy bien en el negocio. A mi viejo debe habérsele olvidado
momentáneamente la clave, porque me preguntó:
“¿Cuál negocio, mijo? El de la publicidad de don Bernabé, ¿verdad?”
“Sí, sí, sí”, contesté y me despedí a toda prisa.
Leonel fue despacito al aparato, tenía que hablar con su abuelita. Trató de ser
muy conciso y terminante. “Hola, abuelita, voy a llegar un poquitín tarde porque
aprovechando que no hay ninguna nube.” “Cómo que no –le contestó la abuelita,
creyéndose víctima de algún engaño-, si en este momento se viene un aguacero
espantoso y con lo acatarrado que has estado, es mejor que te vengas antes de
que llueva.”
“Pero estoy bajo techo y claro -insistió Leonel- aquí no hay nubes.”
“Ya me imagino -dijo la abuela- que con tu pipa andas entre nubes de humo,
pero con tal de que no te mojes, está bien, mantenete allí, pero no creas que me
engañas diciéndome que está despejado cuando aquí estoy viendo los
nubarrones. Y decime, ahora que me acuerdo, ¿fuiste a la oficina?” Contestó
que sí y que todo había estado en orden. Pero la abuela insistió: “¿Y qué te dijo
el maldito ese de don Bernabé?, porque ése, como policía, es de lo más
desgraciado que hemos tenido.”
Leonel se despidió apresuradamente, repitiendo que no llegaría temprano y
regresando a la mesa para encender su pipa que recién había aprendido a
fumar.
Mucho tiempo duró nuestra inexperiencia. Algunos años después, en ocasión en
que se iba a detonar una bomba de propaganda en la Plaza Berlín, una
compañera actuó peor que nuestros familiares. Habíamos convenido llamar
“regalito” al artefacto. Yo estaría esperando al grupo en un lugar convenido. De
ocurrir cualquier accidente, me llamarían por teléfono para comunicarme qué
debía hacer. La compañera llamó casi una hora más tarde de lo convenido.
Cuando le pregunté por qué tanta tardanza, me respondió muy oronda:
-Porque no logramos que estallara el regalito.
Así, preocupados por la inexperiencia de nuestras familias, decidimos hacerles
feo el trabajo a los orejas que ya nos vigilaban. Mantenerlos con hambre durante
el mayor tiempo posible y ojalá que llueva a cántaros; fastidiarlos exhibiendo
nuestro trago, nuestras tortillas con chicharrón, chupando limones para que
salivaran como perros de Pavlov y cualquier otra medida que los desesperara y
hasta los desconcertara. Nos dedicamos pues a pasar lo mejor posible el rato,
para ganar nosotros y hacer padecer a nuestros cuidadores.
El agua se vino groseramente, insolente, arremetiendo como muy pocas veces
contra la ciudad. Aguaceros así sólo en la costa. Se nos había concedido lo que
deseábamos. Los tres aquellos, sicofantes, orejas, soplones, tiras, guaruras,
chontes o lo que fueran, se apretujaron en la entrada del bar, sufriendo las
acometidas del aguacero, que se mecía imponente, arrastrado por un viento
retozón y frío.
Llovía, de verdad que llovía. Don Valerio encendió las luces, porque se
oscureció el interior de su negocio. Nosotros hicimos preparar –aprovechando
que portábamos dinero, como cosa extraordinaria- alguna comida. El tiempo
transcurría blandamente. Nadie pensaba en moverse, que los tigres se mojaran,
que las nubes se disiparan, que los negocios progresaran.
Nos pusimos a jugar cuchumbo. Decidimos jugar chingona, que es mucho más
tardado en cada partida que el póquer. La tarde entraba mojada y friolenta;
desde el mostrador, don Valerio se divertía contemplando a sus tres angelitos
-como nos decía- revolviendo el vaso de cuero, sacudiéndolo sobre la mesa y
cantando el resultado de los cinco dados al quedar fijos sobre la mesa. Tres tiros
por cada uno. En cambio el póquer se resuelve en un solo lance. Casi se nos
había olvidado la desagradable experiencia de esa mañana y los tres ensopados
que se aculaban a la puerta del bar, a través de cuyas celosías se veían sus
sombras y sus patas empapadas, eran un cuento de prehistoria en nuestro
entusiasmo que nos mecía de una a otra carcajada, bajo la zumbona vocinglería
del aguacero incesante.
Las horas se soltaron del reloj de la pared como lagrimones sin rumbo. A las
cinco de la tarde había dejado de llover y nos pareció prudente volver a nuestras
casas. La partida de chingona se cerró, se recogieron los dados y fueron
devueltos a don Valerio. Nos desperezamos y salimos despacio, como quien
tiene toda la vida para reintegrarse a sus labores normales.
Los cuijes habían saltado a la acera, su aspecto era muy triste, estaban más que
ensopados, temblaban del frío y, evidentemente, les hacían ruido las tripas del
hambre. El Negro, otra vez con voz teatral, los abordó directamente:
-¡Ay, por Dios! ¿Por qué tan mojaditos? ¡Qué falta de confianza, quién sabe
desde qué horas ustedes aquí y nosotros dándonos la grande allá adentro! ¡Qué
pena por María Santísima! Ustedes son los que nos van a cuidar, ¿verdad?
Atónitos, los hombres se miraron y comenzaron a balbucear una respuesta que
no se decidía del todo. Por fin uno dijo: “Sí”, luego el otro sí, y el tercero también
sí.
El Negro insistió:
-¿Por qué no nos habían avisado? Los hubiéramos invitado con nosotros,
faltaba más. Miren, para la próxima -aunque dicen que así dijo uno que mató a
su madre- no se porten tan timiditos, tan parcos, tan retraídos. Con confianza,
comuníquenos que están aquí y nosotros los atendemos como ustedes se
merecen. Faltaba más. Después sacó unos cigarrillos de la bolsa de la camisa y
se los tendió a los tres mojados, que sin atinar bien cómo reaccionar, los
tomaron y dieron las gracias. El no fumaba, pero los acababa de comprar al
despedirnos de don Valerio.
-Bueno -volvió a la carga-, ahora conviene que nos conozcamos, si al fin y al
cabo vamos a andar juntos por mucho rato -y los orejas nos dieron la mano y
pronunciaron sus nombres, un poco entredientes, pero accediendo a la
invitación.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Ahora hay micrófonos a distancia, de rayos
láser, que captan a un kilómetro de distancia la voz de cualquiera... Los orejas
esperan en carros confortables y lo más seguro es que zambuten al perseguido
en la parte posterior del vehículo y lo transportan a cualquier lugar desconocido
de donde no vuelve jamás. Hay interferencia telefónica por computadora que
registra cualquier error referente a tigres, a nubes, a negocios o a lo que sea;
hay micrófonos bajo las mesas de los bares que transmiten para grabadoras
instaladas en carros, en oficinas o en cualquier lugar donde la policía las
necesite. Pero aquellos nuestros cuidadores, por muy hijos de mala madre que
fuesen, tenían algo de candor en su estupidez de novatos. Ello los condujo a
establecer con nosotros una relación cada vez más llana y directa, sin las
complicaciones cinematográficas del perseguidor y el perseguido.
Aquella tarde todavía nos repartimos en dos grupos y cada cual cumplió con su
estricto papel. Pero eso no duró mucho. Mis amigos me dejaron en el bus que
me llevaba a casa, a la cuadra siguiente se subió el hombre que me tocaba a mí
y lo noté porque pasó sin pagar, obviamente había enseñado su carnet. No oí ni
el ruido de la moneda en la caja ni el chasquido de la libreta de tíquets al ser
arrancado uno por el chofer. Se sentó a la par mía pero en la otra fila. Cuando
bajé me percaté que él también dejó el bus; venía caminando atrás de mí.
Cuando mi madre se dio cuenta que estaba recostado en la ventana de mi
cuarto, salió a la puerta y lo llamó; le puso una silla en el zaguán y le dio una
taza de café.
-¿Cómo podemos llamarlo? -le preguntó un poco socarronamente.
-Me llamo Julio -dijo él a media voz.
-¡Ah! Entonces don Julio. ¿Hasta qué horas va a estar aquí, así tan mojado?
-Mi turno termina a las diez de la noche.
-Pero se puede ir antes. ¿Por qué no?
-Es que puede pasar algún jefe y si mira que no estoy en mi puesto me amuelan.
-Es duro ese trabajo. Yo no lo haría -dijo mi madre riéndose.
-Sí -asintió él-, es duro, pero no nos comprenden.
Así se inició esa, digamos, “amistad” entre don Julio y mi mamá, lo que sirvió
para que más tarde nos enteráramos de muchas cosas importantes y
pudiéramos evitar algunos reales peligros.
Con Leonel y el Negro ocurrió otro tanto. Pero este último tuvo mucha más
suerte, ya que el policía que le tocó se movilizaba en una motocicleta, lo que en
pocos días estaba ahorrándole al Negro gasto de transporte, pues decidieron de
mutuo acuerdo que, para facilitarle la labor al cuidador, él mismo se encargaría
de llevar al Negro a cuanto lugar tenía que movilizarse en el lapso que duraba el
turno de su “cuate” policía.
Un año más tarde, una noche al salir de la Asociación, los tres orejas estaban
esperándonos. Nos invitaron una cervecita o un traguito, lo que prefiriéramos
nosotros. “Pues resulta que ya no vamos a trabajar con ustedes.” Y estaban
realmente tristes. Se lamentaban que nos hubieran considerado sujetos no
peligrosos y que por ello la vigilancia se tuviera que terminar. Aquella noche
despotricaron contra jefes y compañeros. Se quejaron de las angustias y los
sufrimientos del trabajo y nos agradecieron nuestras muestras de afecto. A los
tres los movilizarían al interior del país, lo que les parecía inhumano e injusto,
después de tanto tiempo de servicio. Ofrecieron que en caso de saber cualquier
cosa en contra nuestra, nos lo comunicarían inmediatamente.
Don Julio lloró un poquito en mi hombro cuando me dijo adiós frente a El
Ranchito, un restaurantito y bar para noctámbulos que permanecía abierto las 24
horas. Aquel sujeto no me parecía tan corrupto, algo de lealtad con la íntima
bondad del hombre me parecía percibir en sus manifestaciones de solidaridad
para conmigo. Por muy desgraciados que fueran todavía tenían algo de
humanos aquellos policías, distantes totalmente de los que fueron
sustituyéndolos hasta llegar a los infernales robots del terror que ahora campean
con su deshumanizada crueldad por todo el país.
Don Julio le había contado a mi madre lo que los primeros asesores
norteamericanos decían acerca de nosotros, de la Asociación y de muchos de
mis amigos. Lo más sorprendente es que los asesores sabían siempre más de lo
que yo mismo podía saber acerca de mis amigos. Aunque, en resumidas
cuentas, lo que la CíA y la INTERPOL opinaban no era nada interesante,
excepto algunas cuestiones que mi madre, quizá por olvido, quizá por no
alarmarme, no me contó sino algunos años más tarde.
Los tres orejas se fueron suspirando bajo la noche, no eran matones todavía, se
hundieron en las sombras y no volví a saber de ellos sino hasta cuando
aparecieron muertos en uno de los tantos pleitos por rivalidades internas de la
policía, unos dos o tres años después de aquella despedida.
Termina el archivo 1 de “Palos de Ciego”.

Capítulo IV
La orquesta, ubicada en un extremo de la gran sala de la Asociación –allí mismo
donde unos días más tarde me rendirían honores antes de irme a enterrar
definitivamente-, despachaba una versión magistral de Rhapsody in blue que se
arrancó con un glisado en el clarinete de don Gabino y vino a parar, luego de
algunas síncopas apostrofadas por la batería, en un acoplamiento perfecto de
los cuatro saxos, dos tenores y dos barítonos, que luego continuó meciéndose
en una suerte de volutas sonoras, hasta que, en la reiteración sucesiva del tema
central, todo vino a resolverse en un final exquisito y gracioso, siempre con el
solo de don Gabino, al pie de su clarinete en un soplido de resistencia pulmonar
exclusivo para campeones de resuello. La tanda se terminaba, lo que estos
cuates músicos ciegos hacían notar revolviendo una desarticulada bulla de
redoblante, plato, bombo, pitazos de saxo, lloriqueo de violines y trastazos a las
cuerdas del contrabajo; es que nuestra orquesta en nada se parece a la
andrajosa y miserable que inspiró a Valentín Guy a fundar la primera escuela
para ciegos en París, la misma donde estudió años más tarde Luis Braille.
La gente descansaba del baile, Paquito se aprestaba para volver a servir ron con
coca-cola y brebaje de piña colada, que era lo único que habíamos podido alistar
para aquella fiesta.
Las parejas, algunas de ciega y ciego, otras de ciega y vidente y otras de ciego y
muchacha vidente, y quizá unas poquitas de dos videntes, buscaron los
asientos, el patio, el aire de las cuatro ventanas. Algunos fumaban, otros
engullían algún bocadillo que nuestras colaboradoras habían obsequiado y que
algunas de ellas repartían amablemente entre la concurrencia.
Don Ramón, que para entonces ya se consideraba miembro activo de la
Asociación, conversaba con Tomás y vaciaba uno tras otro los vasitos de
plástico que le llegaban desde el bar, o que él mismo iba a traer. Era mucha la
gente, faltaba algo de oxígeno; el tabaco se mezclaba con el olor a chicles y a
perfume; en el fondo, llegaba la caricia aún viva del pino regado en el piso. Se
celebraba la inauguración de un equipo de grabación que permitiría atender la
demanda creciente de lecturas.
En la calle, grupos de mirones se divertían frente a las ventanas, contemplando
cómo las parejas de ciegos -no todas por supuesto- entrechocaban en los
desplazamientos y exigencias movilizadoras del baile y cómo algunos “cieguitos”
comenzaban, tal vez por la euforia de los primeros fogonazos de ron, a deslizar
manos traviesas por costillas, caderas y hasta por pechos sacudidos por el
ritmo, mientras la danza les permitía apretarse con sus hembritas y dejar,
disimuladamente, la mano entre los dos cuerpos. Otros aun llegaban a deslizar
besos en mejillas, orejas y cuellos. Y se oían risas, leves protestas, murmullos
de voces que comenzaban a comprenderse y a planificar algo.
Ahora el director de la orquesta cuenta y chasquea los dedos: uno, dos, tres,
cuatro. La introducción de un danzón añejo dibuja sus primeros acordes en el
viento cargado de la estancia. Los timbales encuadran cada compás con su
acento de cuero melancólico, al que complementa el doble resonar profundo de
la tumba. Entra un jugueteo de bongos en diálogo con tumba y timbal,
recortando con precisión cronométrica el vaivén rítmico, en un molde de
percusión elegante y firme, que cuelga a los exactos golpes de bajo en los que
cada frase, cada compás, cada segmento, se van encuadrando armónica y
matemáticamente.
Gladys reparte refrescos; Marina, que recientemente ha comenzado a venir, le
imprime mayor movimiento a toda la escena, al conseguir una suerte de
hamaqueo con esas caderas mulatas que no sé quién de los ciegos está
braileando con disimulo mientras baila con ella. Charlo con Paquito, apoyado en
la mesa donde se ha instalado el bar.
-Alguien te quiere hablar allá afuera -me avisa-. Es una señora que hace rato
está pegada a la ventana. Me hace señas para que te lleve a la puerta.
-Voy solo, mano. Gracias -respondo mientras me atraganto los últimos sorbos de
un colado de piña que Paquito prepara deliciosamente con coco, piña, desde
luego, y ron. Y voy hacia el zaguán.
Me cuesta escuchar a la mujer, porque la orquesta, aunque menos abarcante
que en la sala, llega con suficiente fuerza para apagar una voz tímida y
debilucha. Entiendo que me pide excusas y me ruega que la atienda por un
momento. La hago entrar, aunque hay un poco de resistencia por su parte. Nos
encaminamos al cuartito del fondo; al ponerle la mano en el brazo, encuentro
una manga de suéter viejo, agujereado en varias partes. Cierro la puerta para
lograr algunos decibeles menos. Aquí hay un poco de aislamiento y se puede
conversar mejor. La invito a tomar asiento. Noto que ha comenzado a llorar. No
puede explicarse coherentemente. Le entrego mi pañuelo porque me percato
que se está limpiando ojos y nariz con el extremo del vestido. Salgo un momento
y le traigo un trago. Eso la hace sonreír y asentarse un poco. Me explica que
trae algo muy importante para mí, que hace algunos años lo guarda pero que no
sabía cómo poder encontrarme, hasta que algo escrito, precisamente ese “algo”
que me trae, le dio la luz de que posiblemente en la Asociación podría dar
conmigo. Le daba mucha pena haber llegado en momentos de fiesta, pero que,
bueno, como era sábado, ella no había estado segura de encontrarme, a no ser
que tal vez hubiésemos estado en sesión.
Era mujer de don Julio, el policía que me había cuidado durante varios meses
hacía ya algunos años, y al que habían asesinado, según ella, junto con otros
compañeros por negarse a trabajar como torturadores. Los nuevos policías -dijo
empezando a jeremiquear nuevamente- les habían advertido que ahora eran
tiempos distintos y que se necesitaban hombres que no temblaran ante la
muerte, que fueran capaces de matar a la propia madre o a un hijo si ellos se
encontraban en las filas de los comunistas.
-Por eso le traigo esto -me explicaba volviéndose a limpiar ojos y nariz-, porque
aquí hay anotaciones que el pobre fue haciendo y que como lo menciona a
usted en algunas partes, a lo mejor, dije yo, pueden librarlo de algo malo.
Me puso entre las manos un cuaderno gordo, sin pastas, que sacó de su morral
y entreabriéndolo en una página que seguramente había señalado antes, me
leyó con un poco de dificultad: “Otra vez Cristo y yo hemos salvado al Poeta de
que le den agua los nuevos. Todo sea por el recuerdo de mi hermano.”
Le pregunté si Cristo trabajaba en la policía y me contestó: “Y... ¡desde quiaque!
El fue jefe de Julio, ahora dicen que ya es puro mandamás. Claro que él entró
poco después que mi marido, cuando murió mi cuñado.” Le pregunté quién era
su cuñado, porque la frase donde aludía al hermano me dejó intrigado. Me
explicó que se trataba del ladrón caído al pozo, a quien yo había rescatado. Ya
nunca se recuperó y como a los tres meses murió a causa de que ya los
menudos no le funcionaban. Ni el hígado, ni el páncreas, ni los pulmones, todo
se le había reventado en aquella desgraciada caída. Y sólo gracias a mí no
había muerto en el pozo el pobrecito. Por eso me guardaba tanta gratitud don
Julio y Cristo también. Cuando pidieron voluntarios para cuidarme, él se había
ofrecido inmediatamente. Después entró Cristo a trabajar con él y me
recomendaba frecuentemente. Una vez Cristo tuvo que salir del país, tal vez fue
a El Salvador o a Nicaragua y entonces aprovecharon para matar a su marido y
a otros dos compañeros de él. Cristo que era el jefe, pues él, por ser luchador,
por tener toda la primaria y otras cosas, había ascendido rapidito. “Aquí en este
cuaderno –me dijo- menciona a un tal Maribel, que no sé si es mujer, aunque él
habla como si fuera hombre. Cuenta de dos crímenes que ha cometido y que a
lo mejor lo tienen ustedes metido aquí en la Asociación sin saber quién es.”
Todo aquello me interesaba y suficientemente como para obtener más
información. De modo que el dinerito que me pidió la mujer, porque ella y sus
hijos estaban en el total desamparo desde que mataron a Julio, lo conseguí
pidiéndoles a Leonel y al Negro y regresé al cuartito armado de dos tragos para
seguir conversando. La mujer rechazó el trago y me recibió, con una expresión
de preocupación que juzgué auténtica, los diez quetzales que logré reunir.
Estuvo muy poco rato y se despidió casi apresuradamente. Le pedí que volviera
para conversar conmigo, a lo que accedió, diciendo que la otra semana se daría
una vueltecita por aquí.
Aquella noche, Gladys no podía quedarse para ayudarme a reunir el pino...
Tenía que ir a cuidar a su madre enferma. Tarea en la que los jueves era
sustituida por su prima hermana. Marina tampoco podría ayudarme a poner en
orden el local luego que concluyera el bailongo, de modo que hubo que
conformarse con la compañía del Negro y de Leonel, lo que además serviría
para echarle una primera hojeada a aquel misterioso cuaderno.
A las once de la noche los músicos guardaron sus instrumentos, excepto uno de
los violinistas a quien apodamos el Pato, quien por enésima vez repetía su
mismo truco, conocido de todos nosotros, pero que se lo dejábamos pasar,
incluso en la Asociación, porque sabíamos que así la parranda se prolongaría un
buen rato más en la casa de algún amigo, o quizá donde el Chino pobre o hasta
tal vez en cualquier plazoleta desierta.
Violín siempre bajo el saco, estuche bien cerrado con botella adentro. Esa fue la
consigna cuando había tocada en casa grande o bien abastecida; ahora, en
complicidad con Paquito, el Pato se hurtaba para el grupo probablemente dos
botellas, que cuando se despidió de la mulata y aprovechó para apretujarla
tantito, le sonaron indiscretamente en el balanceo imprevisto del estuche. Me
rogó que los acompañara y hasta me dijo: “Total ahora ni se quedó Gladys, así
que no tenés motivo para decir que no. Al fin y al cabo, mañana vendremos
todos a hacer la limpieza y a quitarnos la goma.”
Estuve a punto de acceder, sobre todo porque entendí que la mulata
entusiasmada también parecía casi decidida a olvidar un compromiso previo y
marcharse con la marabunta de ciegos a darle viaje a las botánicas que portaba
el Pato, pero el Negro me retuvo y me dijo que él había hojeado un poco el
cuaderno y que consideraba más importante que nos quedásemos para
revisarlo. De modo que los ecos de la pachanga se fueron apagando; las risas,
los perfumes, la bulla se iban en olitas tenues; todavía a lo largo de la calle se
alejaban risotadas, adioses, invitaciones de última hora que entraban por las
ventanas abiertas para que se aireara el ambiente de la salona.
Por fin quedé con el Negro y Leonel a solas. La fragancia del pino regado en el
piso subió discreta, casi humildemente, como para recordar que allí había
habido jolgorio y que quedaba el recuerdo placentero de una tarde estremecida
por la danza, el erotismo de los ritmos, los roces cuerpo a cuerpo, las promesas
y más de un beso sin disimulo.
El Negro sacó de debajo de la mesa del improvisado bar una botella y una
cubeta con restos de hielo, partió limones y nos confesó:
-Si Paquito le dio dos al Pato, ¿por qué no me iba a dar una a mí? Total, fueron
las únicas tres que sobraron y a la hora de la contabilidad no hay nada que
perder.
-Además -recalcó Leonel-, entre nosotros tres habíamos puesto seis, de modo
que rescatar una no es nada. Y para mojar la lectura de este documento, es
sumamente importante que haya un buen trago de ron, para bajarse los tragos
amargos que creo que nos depara.
El cuaderno era una perfecta revoltura de cuentas, memorándums, listas de
productos a comprar, esquemas de seguimiento a personas vigiladas, versos,
toscos retratos de rostros hechos a lápiz y una suerte de reflexiones. Fue en
esta última categoría donde encontramos algunos datos interesantes que nos
dejaron meditando por algún rato. En uno de los rincones literarios de aquel
caleidoscopio de ideas y manchones, se leía:
“Gracias al Poeta mi hermanito Toribio no murió en el pozo, yo no puedo pagarle
con traición por su alma. Que Dios me perdone pero debo obedecer a mi jefe.
Menos mal Cristo está conmigo. El dice que es bueno que digamos que el Poeta
y sus dos amigos parece que sólo se dedican a estudiar, cantinear y chupar.
Cristo ya retiró del archivo el informe sobre el viaje a Nueva York y a Rusia, eso
lo salva bastante.”
En otra parte del cuaderno anotaba:
“Yo quise avisarle al Poeta de la muerte de mi hermano pero Cristo me lo
prohibió porque dijo que no era bueno que él se apareciera en el velorio o en el
entierro si iban a venir los jefes. Que eso sí era peligroso para nosotros, porque
podían pensar que teníamos algún trabajo con él. El Poeta estaba bien colgado
de la Seño Laura pero ella se fue para Italia. Antes los estuvieron siguiendo pero
no les descubrieron nada, solamente que juntos iban a un motelito llamado
Génova. Pobres, a lo mejor se querían, pero si ella se fue segurolas que va a
regresar con otro. Total esas cosas qué importan.”
Hasta entonces fue que comenzó a ponerse en claro el misterio para el Negro y
para Leonel. Me dieron camorra con el cuaderno por no haber contado nada y
volvieron a decir que el de la mayor suerte era yo.
Las anotaciones iban tornándose lúgubres a medida que nos acercábamos al
final del viejo cuaderno:
“Vinieron a decirme que si no demuestro que odio a los comunistas es que estoy
con ellos. Quieren que practique torturas de las que he visto, pero eso no lo he
podido hacer nunca.
¡Dios mío! ¿Por qué me dejaste caer en este trabajo?
Tengo mucho miedo. De seguro que hay algo contra mí porque los muchachos
casi no me dirigen la palabra, el jefe no me toma en cuenta y ahora por poco me
dejan encerrado en uno de los separes de la policía como de casualidad, pero
yo sé que fue de intención.
He dejado de ir al trabajo. También Lulo y Mazacuata ya no van. Los tres
queremos irnos del país pero no tenemos pisto. Un nuevo vino anoche y me dijo
que era la última advertencia, o regresaba y me echaba a los dos estudiantes
que acaban de prensar, o me iban a dar agua a mí. Yo me voy a ir con
Mazacuata y Lulo a la costa para escondernos. Dios quiera que no nos agarren.
Hasta me sacó el nuevo lo del Poeta, diciéndome que de seguro me dieron plata
y que por eso no pasé todos los informes de lo que hacía. Tengo mucho miedo
porque yo sé de lo que son capaces. Le voy a dejar este recuerdo a la Munda
para que ella lo guarde, ya sea porque podamos pasarnos a México o porque
nos den agua estos malditos. Siento la muerte cerca, tal vez es mi hermanito el
que me llama para que no siga en esta mierda.
Casi no duermo, me despierto asustado, brincando, a cada rato siento que ya
van a venir, sobre todo desde que dejé de llegar a la chamba. Me urge irme,
salir.”
Era inexplicable cómo tenían noticias de hechos que según nosotros eran
totalmente secretos, como el viaje a la Unión Soviética, que para todos había
sido únicamente un viaje a Costa Rica. Y cómo, si a Julio y a los otros dos
policías los habían matado hacía cerca de tres años, a nosotros no nos hubiera
tocado aún.
Por otra parte mis visitas al motelito Genova con Laura me alarmaban, porque
allí mismo había ido con Luqui, con Gladys, con Marina y qué sé yo con quiénes
más. Ese lugar tiene la ventaja del precio, la higiene; cada cuarto cuenta con
baño, hay agua caliente, toallas limpias y es para peatones, no como los otros
moteles que son exclusivamente para gente con carro, aunque también he ido a
muchos sin llevar vehículo, pero no deja de sentirse un poquito de ansiedad al
entrar al garaje en una carrerita, cerrar la puerta electrónica apretando el botón
sin ningún vehículo que llene todo el espacio vacío y luego escribir el nombre
supuesto en la tarjetita que extienden a través de la diminuta ventanilla, subir la
escalera o simplemente abrir la puerta de la alcoba con la llave que entregan en
cuanto se paga y saber que mirarán extrañados que no hay carro esperándonos.
Así operan los esquemas mentales.
La industria de los moteles prosperó vertiginosamente y realizó novedosas
iniciativas en el arte del acoplamiento amatorio, aun en fastuosidades al estilo
Disney World o Epcot Center.
Tal vez para evadir la seriedad el momento después de enterarnos de algo de lo
que la policía estaba enterada hacía años o para hacer un preámbulo que nos
diera fuerzas en el tratamiento del asunto, hicimos un recorrido evocador por la
multiplicidad de escenarios, aludiendo a las estimulaciones, a veces próximas a
lo aberrante, que en aquellos rincones del amor oculto se proporcionan a la
clientela. El carrusel que con su musiquita antañona va adormeciendo a la
pareja, mientras que el colchón redondo y levantado no más de dos cuartas del
suelo gira lentamente, de modo que cuando los ojos reparan en el panorama
circundante, éste siempre es diferente. El carro de carrera, cuyo lecho da la
impresión de estar acomodado dentro de uno de esos vehículos que rozan el
frenesí de la muerte; apretando un botón se cierran las ventanillas y comienza a
sonar débilmente el zumbido del motor; por fuera pasan árboles, casas, gente,
torres, otros carros y cuando el éxtasis lo pide se oprime otro dispositivo con la
cabeza, con el codo, con la nalga, la rodilla o con el pie y viene el frenazo, el
zungumbión y un nuevo arranque con embalaje y todo. El Luping, que mantiene
el lecho en permanente mecimiento hasta que, en el instante extremo, se eleva
por el techo poniéndose de cabeza; aquí la pareja tiene que atarse con fuertes
cinchas de cuero para no desprenderse y salir por el aire. Se debe parecer a la
trampa que Efestos puso a Apolo y Afrodita en el Olimpo cuando los clashó
quemándole el rancho.
El terremoto, que puede sacudir la cama en sentido oscilatorio o trepidatorio en
la escala de Richter o de Mercalli al grado que marquen los interesados por el
tiempo que lo deseen.
Los náufragos, que consiste en una balsa solitaria, en medio de un paisaje
escogido a gusto y que ofrece, desde una tempestad con relámpagos, truenos,
vientos y olas gigantescas, hasta un dulce amanecer de azules y rosas con
gritos de gaviotas, efectos de reventazón próxima, olor a espuma marina y un
blando oleaje.
El elefante paseador, cuyas gracias mezclan el balanceo de un proboscidio
llevando la cama a cuestas con el paso de ramas que asustan a la pareja de
cuando en cuando, el gruñido del animal y un moco que se enrolla y se aproxima
para hacer cosquillas a quienes van en un viaje erótico a través de la selva.
El bombero. Lecho que se inunda de llamas que amenazan con chamuscar a los
encendidos oficiantes, mientras que el ulular de sirenas va y viene en el
panorama sonoro de un equipo octofónico. En el momento culminante gritos de
auxilio; por fin, un céfiro fresco que ingresa como si se apagara el fuego y se
abriera una ventana.
Antes, durante un intermedio o para preparar una nueva actuación, las películas
porno en televisión de circuito cerrado. Más de un escándalo se ha suscitado a
causa de los tales filmes, porque algunos clientes se han descubierto como
actores, ya que las cámaras indiscretas realizan las tomas sin preguntarle a
nadie en cualquier habitación y en cualquier momento. Así fue que un gerente de
esos transnacionales la emprendió a tiros contra la televisión en el instante en
que él, en compañía de uno de los meros tatascanes que vienen de cuando en
cuando de los Estados Unidos, bailaba en el aposento de la catarata, confundido
entre los chorros de agua desplegando claros aprestamientos para la entrega de
pederastas clandestinos, lo que quedó plenamente descubierto por la muchacha
que lo acompañaba y cuyas carcajadas sólo se sofocaron con una de las balas,
que aumentó el relajo en el motel y sirvió para que ella, una vez repuesta de la
herida leve, repartiera por toda la ciudad el chisme. Total, las cámaras filman, los
empresarios mandan a revelar y el operador pone en pantalla.
Cuando aterrizamos en la salona de la Asociación era más de medianoche. El
análisis de lo que habíamos encontrado en el cuaderno se completó con una
última nota refundida entre garrapatees y escarabajos que parecían huella de
alguna mano infantil.
“Ese tal Maribel, que se quebró a dos en la calle. Uno cuando se escondió en un
mesón cerca de la Aduana, que por poco prensan a don Ramón porque el
muerto sólo pudo contar que se trataba de un mamplor ciego y menos mal que
don Ramón nada más es ciego. Otro fue el vendedor de lotería que le estaba
haciendo tierra a Saturnino con la Pelancha. Pero en los dos casos el ahora
coronel San José lo ha librado de irse al bote. El ahora ya tortura y les gusta que
lo haga porque al tacto les busca los huevos o las chiches y se las alicatea y
dice que le da como sensación de orgasmo cuando el torturado se desmaya y
deja de respirar un rato. Ese sí que es degenerado, él mismo se trata de
hijueputa. De lo que tenemos miedo con Cristo es que se dedique a talonear al
Poeta y a sus amigos; ya había solicitado que le permitieran entrar en la
Asociación de ellos, pero no lo habían dejado porque pensaban que iba a ser
sospechoso desde el principio. Varias veces ha dicho que su mayor sueño es
echarse al Poeta y acabar con la Asociación...”
Algunas líneas que no podían paleografiarse porque se iban haciendo cada vez
más abstrusas y enmarañadas. Luego una notita final.
“No entiendo lo que escribí de último porque ya estaba bien a pichinga.
Chupamos con Lulo y Mazacuata. Ahora sí estamos dispuestos a largarnos
porque desde que no vamos al trabajo nos vigilan y presentimos que algo malo
hay contra nosotros. Ya vinieron a advertirnos que si no nos presentamos y les
damos agua a los dos estudiantitos que agarraron la semana pasada, nosotros
vamos a sufrir las consecuencias. Queremos pasarnos a México, ojalá que
podamos. Le dejo esto a la Munda y ojalá que lo haga llegar a manos del Poeta
porque yo le quiero agradecer lo que hizo por mi hermanito Toribio y ahora sé
bien que ya lo tienen en el ojo, hay que decirle que se cuide mucho, mejor si se
puede ir, como voy a hacer yo.”
Todo aquel mensaje sumado a lo que habíamos oído una noche antes en la
cinta que trajo el Gringo Northon, cuando Mamacló le pedía a Saturnino que me
envenenara, nos hizo cavilar mucho.
Dos hipótesis nos parecieron lógicas para explicarnos el hecho de que aún no se
hubiese producido nada en mi contra. De una parte, la policía y el ejército
trataban de establecer con precisión toda la red de mis contactos; de otra, Cristo
podría haber conseguido frenar los movimientos en mi contra. De todas formas,
era inaplazable tomar ciertas medidas.
Pensamos en una colaboración por parte del Gringo Northon, pero, como algo
muy extraño, no había llegado a la fiesta, aunque el día anterior, viernes por la
noche, estuvo proyectando la película en la que Mamacló se monta en
Saturnino, nos hizo escuchar la cinta de la que tomará el sonido para el film,
estuvo jugando dominó al final y tomando buenos tragos con nosotros y por
último se fue, prometiendo que vendría a la fiesta. Por cierto que cuando llegó a
la Asociación entró casi junto con Maribel, que desde hace algún tiempo se ha
vuelto asiduo visitante de nuestro local; después fuimos al cuartito del fondo
para hacer los preparativos de la proyección y cuando salimos Maribel volvía de
la calle con las llaves del Gringo en mano. Explicó que le gustaba el llavero y
que había estado jugando.
Hasta entonces nos habíamos considerado campeones en el arte de la
seguridad; empero, desde hacía tiempo que el enemigo sabía más de nosotros
que quizá nosotros mismos. Yo había viajado a Moscú saliendo por Costa Rica
en un viaje estudiantil que, aparte del Negro y Leonel, solamente lo sabían la
Pelirroja y un compañero de la Asociación de Estudiantes Universitarios, que se
había ido con la guerrilla hacía más de un año.
Como las tareas y el ajetreo cotidiano nos impidieron participar en el Festival de
la Juventud y los Estudiantes en Berlín, teníamos dos proyectos que
deseábamos realizar juntos: viajar a La Habana por nuestras propias pistolas y
esforzarnos al máximo para ganar una emulación que venía preparándose con
vistas a viajar a Sofía para el Festival de 1968. Ahora nos parecía mucho más
complicado todo aquello y sumamente arriesgado; sin embargo, el Negro,
siempre animoso, insistió sobre el tema, remarcando que de todas maneras hay
alguna forma de evadir la vigilancia y que estos sustos -dijo- no debían hacernos
aflojar. No sabía que en pocas horas la vida misma, o la muerte que me tenían
proyectada, iba a modificar aquellos juveniles y luminosos proyectos.
Sin perder el tono de buen humor, pero siempre preocupados, salimos a la calle.
Me encaminaron hasta mi casa y luego se fueron por la noche con sus pasos
amigos en silencio.
Al día siguiente, después de haber rebotado de una a otra conjetura elucubrando
planes y proyectos de lo más descabellados, recibí el mensaje clave del Gringo
Northon. Escrito en Braille y de una manera que se sentía apresurada. No fue
por su estilo de redacción precisa, a lo sajón, sino porque, en realidad,
circunstancias muy especiales motivaban aquella manera esquemática y casi
telegráfica de transmitirme sus preocupaciones.
La Pelancha se asomó a eso del mediodía. Era nuestra aliada desde que se
comenzó a sospechar que Maribel algo había tenido que ver con el asesinato de
su enamorado vendedor de billetes de lotería. Claro que ahora yo tenía
perfectamente nítida toda la película, sobre todo después de haber leído las
notas de Julio. Al pobre vendedor lo había emborrachado Maribel y, una vez que
logró conducirlo al callejoncito de los pozos, lo clavó con el tacifiro de doble filo.
Después contó que él había tratado de ayudarle cuando los asaltaron, porque
andaban juntos, pero que lo único que había logrado era mancharse las manos
de sangre. Aquél había sido, evidentemente, un encargo de Saturnino, quien ya
se mostraba inquieto por los huesos de la Pelancha, porque en este caso de
flacuras no podía hablarse de carnes.
Entró resuelta, contándome que el Gringo me mandaba un papel, pues algo muy
feo estaba pasando. Que el Gringo andaba pálido y que, como la había
encontrado a ella de casualidad en la calle, le había pedido favor que fuera
inmediatamente a mi casa. Leí el mensaje:
No moverte de tu casa, gravísimos peligros. Recibirás más información por
medio de Gladys.
Yo volaré mañana a mi país si consigo boleto. Siempre trataré de hablarte, pero
es casi imposible que lo logre.
Maribel es un hijo de puta, trabaja con la policía y tiene a su cargo envenenarte;
Saturnino preparó una planta misteriosa, algo muy agradable para tu paladar.
Los escuché hablando en casa de Mamacló adonde vine para informarme de
algo acerca de la terrible amenaza en mi contra: echaron sangre en mi
dormitorio y crucificaron mi gato, me dejaron dos días de vida. Me hice pasar por
empleado de la casa y le presté la regleta a Saturnino para escribirte este papel,
esos dos están mezclados en todo esto. Mamacló simplemente me ofreció asilo
en su casa y me aconsejó salir cuanto antes. Tengo la impresión de que ella
también está en el ajo del asunto....
Para no responder con evasivas a las preguntas de la Pelancha, le conté que
Maribel y Saturnino planeaban algo muy terrible contra mí y quizá otros ciegos y
que teníamos que protegernos. Ella se fue insultándolos y ofreciéndome toda
clase de apoyo. Me dijo que iba a procurar escuchar todo lo que hablaban
mientras andaban pidiendo por las calles u ofreciendo sus brujerías a la gente y
que vendría a contármelo. Total, ella se pasaba la mayor parte del tiempo en la
calle ayudándole a vender melcochas a su mamá o yendo a traer los menjurjes
con que las fabrica: anís, jengibre, canela, rapadura, tusas. Está yendo a la
escuela nocturna porque si no es así -dijo- no gana el sexto grado y ya tiene
dieciocho años y le da vergüenza. Después quiere hacerse maestra en una
secundaria, también nocturna. Yo sabía que Saturnino (su perseguidor desde
hacía cuatro años) le había tendido una emboscada con todos sus
lugartenientes. Una tarde uno de los doce apóstoles le había solicitado que le
ayudara a cruzar una calle, y mientras lo hacía aprovechó para mostrarle su
bastón quebrado y contarle que tenía que llevarlo a donde el herrero para que se
lo soldara; le dijo que si ella podía acompañarlo eso sería muy sencillo, porque
el herrero tenía su taller allí nomás a la vuelta. Fueron y en el taller no había
nadie, solamente Saturnino que, en cuanto entró la Pelancha, cerró la puerta y la
invitó a tomar una cocacola, cosa que ella no aceptó. La persecución comenzó
alrededor del yunque, por encima de unos trébedes, enredándose en algunas
rejas forjadas para chimenea, yendo a parar frente a la fragua que despedía
calor todavía, pese a que estaba apagada. Por fin la pescó cuando ella,
pasándose sobre una silla, iba a saltar hacia la puerta. Varios de los apóstoles
estaban en la acera, ella oía sus voces, así lo contó después. También contó
que al herrero lo había mandado a llamar Mamacló para un trabajo en el
Patronato y que Saturnino se ofreció (casualmente) porque se encontraba en el
taller, para cuidarlo mientras volvía el propietario.
La pescada y el pescador se cayeron al suelo. Ella pataleaba y mordía; él
trataba de elevar faldas y quitar blusa hundiendo manos y rodillas. Ella aceptó
un beso para distraerlo y luego propuso con firmeza:
“Aquí no, vamos al otro cuarto, allí hay un sofá.”
“Vamos, vamos”, contestó Saturnino más que emocionado.
Llegaron hasta el sofá, y ella comenzó a sacarle el cuero de la hebilla y él le
ayudó. Los pantalones se vinieron al suelo y en ese momento ella brincó
diciéndole adiós con insultos.
Ña Susana, la mamá de la Pelancha, la melcochera del portal, desde entonces
odió más a Saturnino y a todos sus secuaces. Fue cuando decidió vigilar más a
los amigos de Saturnino, que hacía tiempo había descubierto que algunos de
ellos visitaban casas especialmente de gente rica, llevando unos billetes
extraños, muy parecidos a los de la lotería Santa Lucía, pero con algunos
adornos negros que no podía distinguir desde donde se situaba.
Hacía pocos días, en cierto comedor del mercado, logró sacar uno de esos
billetes de la bolsa que llevaba uno de los ciegos saturneos y se lo entregó a un
amigo de oficio policía.
En mi casa estaban terriblemente alarmados con la noticia, publicada en casi
todos los periódicos, acerca de las actividades subversivas de los ciegos, en la
que se mezclaba al Gringo y se decía algo de la Lotería Negra.
El mensaje de Northon, aunque daba más luces, todavía dejaba en penumbra el
origen y el cauce de toda aquella trama infernal. No fue sino con la visita de
Gladys que comencé a entender más. Ella había conversado con Northon, quien
le contó todo lo ocurrido en su apartamento, su sueño prolongado y la oferta de
Mamacló. Cuando Gladys se fue a las siete de la noche, sabiendo que debíamos
procurar no visitarnos durante algún tiempo al menos, Cristo tocó a mi puerta y
entró circunspecto y aprensivo como nunca.
“Poeta, a usted lo van a matar”, me espetó de golpe y porrazo. “Todo lo que he
logrado es que no lo secuestren ni lo torturen, pero hay un jefe empeñado en
darle agua. Usted no debe salir de esta casa porque aquí no van a entrar.
Mientras se mantenga adentro, puede estar vivo. En este mismo momento ya
viene gente para vigilar su casa. Su teléfono está controlado.”
Se paseaba nerviosamente y espiaba por la ventana de mi dormitorio hacia la
calle. “Me voy, porque si me ven aquí, también a mí me van a dar agua. No
salga. No salga por favor o si puede escóndase en otra parte, pero váyase ya.”
Sentí no haberme largado con Gladys, pero era demasiado tarde.
Cristo se fue como pedo del diablo, según decía mi tía abuela cuando alguien
iba disparado.
Diez minutos más tarde entró Luisito con más noticias y fue él quien propuso
todo el plan, que de todos modos tenía que terminar en mi entierro.

Capítulo V
La mañana del sábado ingresó en la ciudad sacando silencios de patios y
zaguanes. El bullicio del día saltó desde las carretas que rodaron su
desperezamiento de amanezquera por las calles de los suburbios. El olor de las
panaderías se esparció por los cuatro vientos en las esquinas del barrio. Los
pregones se fueron, como saliendo del sueño en bicicleta. Las tiendas
bostezaron sobre las aceras al abrir su puerta y mostrar los manojos de
candelas, atrás de tilicheras repletas de nuégados, mazapanes, melcochas,
colochos de guayaba, higos, chilacayotes, camotes, naranjas rellenas,
encanelados, canillitas de leche con medias arrugadas, botellitas de jarabe,
bocadillos blancos, negros, amelcochados, cocadas, manzanillas en tusa,
chancacas y pepitorias... Más allá, las perchas de ocote, las cajitas de fósforos,
los frascos con bolitas de morro y miel, anicillos, confites de colores, etíopes,
pizarrines de menta, cafés con leche, tofis y manías garapiñadas. Allá al pie de
la estantería, los cajoncitos con frijol, maíz, maicillo, arroz. Y sobre este
mostrador de la derecha, los mangos, las naranjas, los nances, las granadillas,
los melocotones, las peras, las manzanas, los perones y membrillos.
La viejita con su cigarrito de tusa dando los buenos días al coronel San José,
que responde con un zumbido ininteligible como simple gruñido animal y pide
unas pilas que allí mismo, sobre el mostrador, le coloca a su walkie talkie
dejando sin ningún cuidado las usadas.
Sale sin hablar, golpeando fuerte los tacones contra el piso. Cruza la calle
mientras va impartiendo órdenes en el aparatito que se sitúa frente a la boca y
se hunde en una pequeña puerta que cierra violentamente tras sí. Sube la
escalera de madera y cae pesadamente en la silla; extiende el diario sobre el
escritorio, se coloca el audífono en la oreja izquierda y marca con mano segura y
firme en el disco.
-Aquí el coronel San José, ¿puedo hablar con Cátulo Cabezas? ¡Cómo que se
desveló! Que se ponga inmediatamente al teléfono o lo parto de un...
Golpeó el escritorio con el puño, lastimándose los dedos con un perforador de
papel que voló por los aires. Se chupó la gota de sangre y gimió de furia: “Por
culpa de ese obstáculo que hasta nombre de chucho tiene, yo no sé de dónde
sacó su madre ese como apodo, que me dijeron que era romano. Romanos los
que salen en las procesiones con las lanzas y nada de caca ni de tutu ni de lolo.”
-Sí, señor -gritó, tomando una regla y somatándola contra el diario como si
castigara en las nalgas al periodista que había escrito aquello-, en lugar de estar
durmiendo debía haber agarrado ya al estúpido ese que publicó lo de los ciegos,
revolviendo lo del Gringo y lo de la Lotería Negra en un solo paquete.
O usted me corrige eso o se le acabaron los subsidios mensuales. Si tocan esa
lotería por culpa suya ya sabe lo que puede pasarle...
“No, señor. Ni Cátulo ni su abuela pueden descuidarse en esto. Que me
descuidé tantito. ¿Cómo que un policía llevó un billete y lo mostró a los
periodistas sin avisarle? Pues usted debió silenciarlo a tiempo y debió advertirles
a esos periodiqueros que cuidado con mencionar algo de ese tema.
¿Y qué hizo con ese policiíta de mierda? Pues ya me lo manda a traer y lo
zampa en chiroña y le ajusta las cuentas con vara de membrillo o se las ajusto
yo a usted.”
La voz le temblaba de la ira, le latían las yugulares, el rostro descompuesto y
enrojecido parecía echar fuego, los ojos agrandados querían perforar las
paredes con una mirada rabiosa.
-No comprende que eso nos hunde a todos, ¡so bestia! Usted no se debiera
llamar Cátulo sino Bruto -gritó en un esfuerzo de imaginación erudita exacerbado
por el enojo-. Sí, señor; adviértales a los periodiqueros que ni una palabra más
sobre la lotería.
Y luego, como endulzando el acento: -El caso del Poeta y el del Gringo están en
mis manos, en dos o tres días sabrá los resultados.
“No, no, no, no. Al Gringo solamente lo vamos a obligar a regresar a su país
cagándose del susto. Al Poeta, para complacer a Mamacló, le daremos chance
de envenenarse sólito. Si no lo hace, entonces hay cuatro metralletas
esperándolo frente a su casa desde mañana. No quiero hacerlo hoy, porque mis
hombres de confianza andan conmigo”, y tocó el walkie talkie como si con ello
los señalara.
Colgó sin despedirse y llamó. En un momento algunos hombres subían por las
escaleras apresuradamente.
-Siéntense -ordenó. Los cuatro mastines con sombrerito caído sobre la frente se
distribuyeron entre las sillas que se alineaban junto a las paredes. Uno
carraspeó y buscó el tacho de los papeles para esputar. Otro comenzó a apretar
con la punta del zapato el perforador como si fuese acelerador de un carro. El
coronel habló:
-Pueden dejarme aquí. El único trabajo para hoy es el del periodista ese. Hay
que verguearlo únicamente y dejarlo unos dos días en cualquier casa de
descanso; después quedan libres. Eso sí, a partir de las ocho de la noche de
mañana vigilancia cerrada en casa del Poeta. Si sale vivo después que lo visite
Maribel, cuatro descargas juntas y, por favor, tiro de gracia en la frente, no
equivocarse, porque si se lo dan en la sien, van a decir que fueron los de Cátulo.
-Coronel -preguntó el del carraspeo-, ¿y por qué no lo prensamos y lo hacemos
cantar?
-Ya les dije que todo lo que él puede decir nosotros lo sabemos, pero además
Cristo tiene razón, un cieguito secuestrado puede levantar una protesta mundial
muy perjudicial para el gobierno y para el ejército, peor que ya comenzaron a
joder con la cantaleta de los derechos humanos en otros países. Así que no,
perdónenme pero esta vez solamente tiro al blanco. Si Maribel anda por allí,
ayúdenle a ponerle el tiro de gracia, me lo pidió especialmente. Aunque yo
confío en que no va a fallar el bebedizo que Mamacló quiere que pruebe el
pisado ese. “Ah, otra cosa, no se olviden de enviar ya un relevo para Maribel y
Bartolomé, que están al cuidado del Gringo allá por el Obelisco. Eso es todo,
señores. Pueden retirarse.”
Los mastines se pusieron de pie, muy amaestrados, con un ladrido respetuoso
se despidieron y se fueron pensando en los huesos humanos que les estaban
enseñando a quebrantar con sus colmillos. El coronel comenzó a pasearse por
el cuarto con las manos atrás y meditando en voz alta: “Conque un policía llevó
un billete y lo presentó en el momento en que los reporteros recogían la
información acerca de las actividades subversi...”, y tropezó con el troquelador
de papel. Se agachó y lo recogió devolviéndolo al escritorio. “Al Cátulo cara de
mi taculo. Como jefe de la policía judicial es un estúpido que se deja meter
cualquier gol. Lástima que lo proteja tanto mi general Rutilio Maravilla, si no...
pero bueno, el ejército me aprecia a mí y yo le demostraré una vez más que soy
veinte veces más de a huevo que él y toda su ralea de mierderos.”
El coronel revisó su agenda: almuerzo donde Mamacló.
Viaje al puerto por la noche para hablar con el Chino. Sabía que el postre carnal
se prolongaría con la gorda hasta las seis o siete de la tarde.
Después iría a darle ánimos al Chino, que a esas horas debía estar cagado con
la noticia de la Lotería Negra. Tenía, además, que imprimirle nuevos bríos al
departamento de ventas de la lovería (como él llamaba al grupo de veinticinco o
treinta ciegos repartidos en todo el país) y recobrar la confianza de la clientela,
ya que en eso radicaba la garantía del negocio y la noticia aparecida esa
mañana, denunciando el juego clandestino, podía deteriorar en gran medida la
credibilidad de los consumidores.
Estaba en su cuartel general. Esa casita de dos plantas, con un sótano
perfectamente disimulado, donde muchas noches se escucharon conciertos de
música rock a todo volumen para ahogar los gritos de los torturados. Fue allí
donde vio actuar por primera vez a Maribel. ¡No cabía duda, aquel ciego maldito
se masturbaba con el sufrimiento de sus víctimas! Una vez lo había contado, en
una de esas narraciones de los drogadictos en las que el lindero entre la
realidad y la esquizofrenia se hace imperceptible, que su nombre se debía a que
cuando nació nadie le había descubierto sus atributos masculinos, pero que con
el tiempo le habían venido creciendo y que, aunque eran pequeñitos, le
funcionaban bien.
Eso fue lo que le descubrió aquel pendejo al que se había quebrado con una
cuchilla de zapatero; y así se lo contó a los chontes cuando los llamó una mujer
al ver que salía sangre del cuarto. Después se petateó, mientras Maribel se
refugiaba en un mesón que quedaba a la vuelta y permanecía oculto metido
entre el excusado, hasta que llegó el día siguiente. Luego, cuando lo capturaron,
fue que simpatizaron con el entonces capitán San José, quien a cambio de una
carceleada le pidió que le vigilara a unos muchachos parando la oreja para
averiguar qué decían en sus reuniones en el billar de don Carloto, el que está
pegado a las cantinas, detrás del mercado.
Así empezó aquella ensambladura de intereses, en una colusión perversa que
encaminaba a sus dos protagonistas hacia triunfos crecientes, enriquecimiento y
ascensiones de poder.
El segundo muertito fue porque se pusieron de acuerdo. Además de figurar
como un gran servicio a Saturnino y a Mamacló, se quitaron el peligro de un
testigo que había visto dónde se fabricaban los billetes de la Lotería Negra. “De
puro shute se había ido con uno de los doce apóstoles un fin de semana que
andaban chupando. Llegaron al puerto, y el otro ya bien borracho lo llevó donde
el Chino. Y eso no hubiera importado, pero lo introdujo hasta la imprenta para
que luego el muy burro lo anduviera contando por todos lados. Esa fue su
sentencia de muerte. Pobrecito, ni pujó cuando le envainé el verduguillo. Lo
jodido fue que me vieron unas gentes con las manos ensangrentadas y luego
corrieron a contárselo a la Pelancha. A ver si no a ésa también habrá que darle
agua, mi coronel.”
Al pobre Saturnino le ha ido mal con ella. Ni sus menjurjes ni el encerrón donde
el herrero le ha funcionado y... está desesperado. No sé qué día de éstos dijo
que se quería matar y es que está bien colgado el muy animal. Ya ni misas del
diablo hace y tan alegres que eran...
¡Ah! Maribel, aquí me contaste todo eso cuando subiste aquella noche como un
destazador, tan embadurnado de rojo que tuve que mandarte a bañar. Mañana
seguro que cae el Gringo aquel y habrá que traerlo a este sótano. Habrá un
poco de trabajo para vos, Maribel, y ojalá que no te conteste sólo en inglés,
porque no le vas a entender ni pura mierda.
El coronel sacó un cepillo de la última gaveta del escritorio, sacudió las botas y
volvió a guardarlo. Se aproximó a la ventana, la abrió y se apoyó en el alféizar
mirando hacia el sur. En esa dirección está la casa de Mamacló, a donde debe
dirigirse en pocas horas; unas cuadras más allá, el departamento del Gringo. Se
daría una vuelta primero allí, para constatar cómo andaba esa vigilancia. Les
pediría a los muchachos un informe acerca de ese caso.
Por aquellos tiempos comenzaba a ponerse de moda la dinámica de grupos.
Mamacló había asistido a un evento en Puerto Rico, en el que los instructores e
instructoras desplegaron un arsenal de procedimientos para romper el hielo,
para facilitar la comunicación, para sintonizar intereses, para provocar la
rivalidad abierta, la reagrupación de los participantes, la terapia colectiva por
medio de la acción y la abreación verbal sin limitaciones. Ahora volvía plena de
entusiasmo y euforia por aquellas técnicas modernísimas y quería ponerlas en
marcha en cualquier momento.
Mamacló pulsó el látigo por sobre las cabezas de la concurrencia. Su mano,
suelta, no esgrimía sino la sensación imaginaria del símbolo de la domadora de
leones. Ahora se sentía Pedro el Grande en su Palacio de Verano... Volvía de su
peregrinaje como marinero y traía innovaciones revolucionarias en la faltriquera.
Se había calzado unos borceguís colorados, se puso una chumpa de cuero
negra que su antiguo marido le dejara como recuerdo cuando se las peló para
Europa con la primera recaudación en favor de los paralíticos, dejándola en un
pantano de amargura que la obligó a promover otras muchas para reponerse de
ese golpe. Vinieron los maratones televisivos y radiofónicos, los de misericordia
en las plazas, los atrios, las oficinas públicas, las escuelas, las fábricas y los
bares, rogando al público que “Por amor a Dios deposite su moneda, los
minusválidos se lo agradecerán.” Y el termómetro de la felicidad iba en aumento.
Cada día se publicaba en todos los medios masivos de información (los mass
media) cómo el pueblo generoso volcaba sus esfuerzos en aquellas alcancías
que simbolizaban una limosna institucionalizada.
Después fue que hubo que invertir esos fondos en la ayuda subterránea a los
invasores patrocinados por la United Fruit Company, pero eso era parte del
background y el mundo seguía adelante.
-¡Otro whisky con soda que vamos a empezar una práctica de la dinámica de
grupos! -el fuete imaginario zumbando sobre las testas en revuelta multitud. El
grito como de cornetín y el eco de la secretaria como de bugle-. Atención,
amigos... Atención, señores. Escuchen a la señora. Acabo de aprender nuevas
técnicas para socializar a la gente y para divertir el espíritu.
Mamacló cerca de la puerta de entrada, la secretaria próxima a la puerta del
jardín trasero. Un grito primero, el otro después, a veces se traslapan, y la
secretaria, que también se mostraba bastante achispada con tanto fogonazo de
whisky consumido, repetía lo que su oído, ya un poco gastado, le lograba
rescatar en aquel barullo.
Poco a poco la paz se fue haciendo en aquel universo de voces, movimientos,
abrazos, carcajadas, eructos y alguno que otro bostezo prematuro que
contribuía a consolidar la imagen de domadora de leones que a Mamacló sentía
venirle de dentro en aquellos momentos sublimes.
En medio de un tintineo de vasos que va y viene, desgranarse de cubos de hielo
entre tragos servidos, chorros de líquidos embriagantes y efervescencias de
añadidos de soda que los siguen, se impuso por fin la voz de Mamacló, quien ya
se había encaramado en una mesa y desde allí impartía sus imponentes
designios.
Como su filiación política se había mantenido siempre fiel a las turbulencias
oscuras entre los grupos dominantes, quedando al final con quienes poseían el
poder, y como sus desprendimientos financieros, extraídos de las cajas de
misericordia, habían sellado para siempre su militancia con el anticomunismo,
había en aquella fiesta toda suerte de ejemplares de la política criolla. Algunos
ministros, militares de diversos rangos, publicistas de los partidos en boga, dos o
tres señoras de cada uno de estos señores, que a su vez eran en distintos
guarismos uno, dos o tres señores de la misma señora sin que nadie más que
ella (y sus amigas íntimas) lo supiese. Aunque en este mundo de relajo las
amistades íntimas se parecen a las prendas de igual denominación y, por lo
tanto, pueden mudarse a diario, usarse, mancharse, rasgarse, lanzarse por la
ventana, prestarse, hasta echarse en el tacho de la basura. De modo que
amistades y calzones, debidamente equiparados, sabían bien de las andanzas
etéreas, o más bien hetaíricas, de tantas de aquellas damas que allí se
carcajeaban, bebían, danzaban y se apretujaban contra el más próximo,
tomando entremeses de las mesas y entrepiernas de los pornos, con harto
disimulo y moviendo el azafate al ritmo de la música salsa que ya comenzaba a
ponerse de moda, aun en esas esferas de la política nacional.
Mamacló observó instantáneamente el paisaje y se convenció de que, pese a la
desinhibición alcohólica y el buen humor que se respiraba, faltaba mucho para
que la relación humana se produjera en toda su magnitud.
-Como ustedes pueden constatar -gritó-, solamente hay grupos pequeños y casi
cerrados, necesitamos más comunicación. Voy a poner en práctica un
experimento que aprendí en Puerto Rico. Todos tienen que quitarse el zapato
izquierdo, luego lo lanzarán en aquel rincón del salón. Cuando yo cuente tres,
todo el mundo debe estar descalzo del pie izquierdo.
Y contó con voz segura y precisa. La secretaria privada repetía en el otro
extremo, pero al llegar a tres, perdida la vinculación objetiva con el mundo,
continuó contando por la inercia de una suerte de hipnotismo que la voz del ama
le imponía a sus acciones: “Cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez...”
Entonces todos estaban ya descalzos del pie izquierdo y los zapatos formaban
un volcán de botas, mocasines, sandalias, tacos de aguja, plataformas en una
revoltura de colores que parecía un caleidoscopio de cueros, rasos, cabritillas,
sedas con lentejuelas y hasta alguna media que se había desprendido con todo
y zapatos en los apresuramientos del cumplimiento. El once ya no lo pronunció
la secretaria porque una carcajada general la hizo volver en sí y percatarse que
solamente ella había faltado a la orden de la señora.
El entonces todavía capitán San José, divirtiéndose mucho con todo aquello y en
uniforme de gala, se ofreció gentilmente para desprender la zapatilla izquierda
de la secre y lanzarla al montón entre los aplausos de la multitud. Pero otro
militar, igualmente diligente, estaba en la misma operación, sólo que
equivocadamente había tomado el pie derecho de la anciana secretaria, por lo
que al terminar de desabrochar las hebillas y pugnar por extraer la prenda del
inseguro pie, sólo consiguió que la dama se fuese hacia atrás, quedando
sentada a medio salón, y recibiendo otra ovación del respetable concurrente.
Habiendo quedado descalza de ambos pies, se le ocurrió proponerle a su
señora que todos debieran hacer otro tanto para permanecer leales con el
espíritu democrático de aquella casa. Así se hizo, por lo que nuevamente una
lluvia de zapatos cruzó el espacio desde todas las posiciones estratégicas hacia
el promontorio de suelas, tacones, punteras, taloneras, lengüetas, cordones y
plantillas que se apeñuscaban hacia el sudeste del recinto; hasta algunos
adminículos ortopédicos fueron a confundirse en aquel amontonamiento de
calzado que sus propietarios habían lanzado en un gesto ejemplarmente
disciplinario, por no decir heroico, puesto que algunos de ellos comenzaron a
caminar con dificultad y no dígase a bailar con los tormentos juanetarios o del
pie plano.
Pero antes de pasar a la segunda fase del experimento, en la que cada cual
debería recoger un zapato y comenzar a buscar a su propietario, estableciendo
así vínculos insospechados de relación y amistad en medio de
entrecruzamientos, equivocaciones, confusiones y mil peripecias hasta dar con
el mero dueño de la chancleta, otra iniciativa surcó el aire atolondrado de la
estancia y fue recibida con un delirante júbilo en un vocinglerío de aprobaciones
estruendoso.
Unos bebían y charlaban, otros danzaban frenéticamente; Mamacló observaba
el comportamiento de todos con gran entusiasmo mezclándose aquí y allá. En
un momento en el que el baile la llevaba en su arrebato incontrolado, se
desabotonó la falda que comenzó a agitarse en su mano; ahí luego el grito
descomunal, ensordecedor. Pronto comenzaron a imitarla todas las bailadoras y
las no bailadoras; en un momento las faldas volaron por los aires y fueron a
ocupar algún lugar sobre el montón de zapatos. Para no quedar atrás los
hombres empezaron a soltarse cinchos, cinturones, tirantes; el primero que dejó
caer los pantalones al suelo fue San José; pero rápidamente los zafó de las
piernas y se los colocó sobre los hombros. Los gritos, los aplausos, los vítores
venían en oleadas aplastantes, enloquecedoras.
El salón entero se movía ahora con un nuevo aire mucho más agitado y feliz; la
multitud componía y descomponía grupos, alzaba vasos, lanzaba hurras.
Se veía a hombres con un solo calcetín, otros con ágiles pies cubiertos por un
hermoso par de vistosas medias agujereadas y sin pantalones; muchachas con
una sola media y calzones de todos colores y modelos comenzaron a discurrir
en alegrísimo y confuso entremezclarse, reagruparse, detenerse, agacharse y
comenzar a bailar.
El capitán San José sólo una vez se había visto en tales trapos de cucaracha, y
fue cuando sus compañeros de dormitorio en la escuela militar le escondieron
por un momento el calzón colorado de cadete al disponerse a plancharlo antes
de ir a una de las paradas del 15 de septiembre, día de la Independencia
Nacional.
Ahora andaba con su guerrera azul de gala, un morrión que más parecía de
motorista y que quién sabe cómo fue a parar al volcán de ropa de donde él lo
pepenó y se lo calzó para completar su figura de estratega en campo de batalla
alcohólica y, menos mal, no había traído sus botas. Sus calcetines agujereados
en el dedo gordo lo hacían sobresalir del montón con una originalísima estampa
que atraía la atención de la multitud, por lo que Mamacló estableció
inmediatamente la calidad de líder de aquel joven militar a quien convidó a la
danza. Ella con su blusa revoloteando en torno de su calzón verdiblanco, con lo
que patentizaba su adhesión a la DC, calcetas blancas y moño verde en la chola
y él con guerrera azul y calcetines rotos. Así ocuparon el lugar central de la
pachanga al ritmo de un merecumbé que echaba fuego. Los calzoncillos del
capitán solamente podían apreciarse cuando él, siguiendo las aeróbicas
maniobras de Mamacló, giraba en una sola pata, como girándula impulsada por
el huracán de la euforia; entonces la guerrera entreabierta elevaba el faldón
graciosamente y dejaba al descubierto una tela celeste con un parche gris en
una nalga.
Pero la endemoniada concurrencia bramaba, se sacudía, hacía rueda en
derredor de los bailarines y aplaudía llevando el compás. Esto alimentaba
furiosamente el éxtasis del capitán y no se diga de su semidesnuda bailarina,
que poseída ya totalmente por la inspiración de los movimientos, la ausencia de
zapatos y de falda, se desabotonó la blusa y la lanzó por los aires en medio de
un grito ensordecedor de la multitud; otros trapos comenzaron a elevarse por el
aire y a rebotar de mano en mano. El paroxismo amenazaba con derrumbar las
paredes. Comenzaron a moverse en todo el salón mujeres encueradas.
Mamacló volvió a encaramarse en la mesa y con ágil ademán futbolero, lanzó lo
último que le quedaba pegado al cuerpo, con tan buena puntería, que fue a
prenderse a los almendrones de la araña central. Muchos hombres comenzaron
a brincar para alcanzarlo.
-El que se quede con él -gritó Mamacló- tendrá el premio más grande del
mundo. Y se golpeaba con ambas manos los glúteos gelatinosos.
El capitán San José arrastró una mesa y encaramándose en ella le dio caza al
blúmer verdiblanco. Muchos se tiraron al suelo afectados por una epilepsia
aguda de carácter transitorio y de mero origen emocional.
Ahí comenzó la segunda fase (por fin) del experimento de la dinámica de
grupos. Pero la mayoría prefería buscar a gatas entre aquel maremágnum de
gente, calzado y ropa revueltos, hasta encontrar el calcetín o el brasier que le
ajustaba bien, aunque no fuese el suyo.
Algún tiempo después Mamacló comentaba que su experiencia había rendido
tantos frutos y tan óptimos, que incluso muchas viejas que no se dirigían la
palabra por razones de pantalones volvieron a reiniciar alguna amistad por
razones de brasieres y otras prendas, al sorprender la suya en el cuerpo de su
enemiga.
Lo cierto es que aquella masa briaga y retozona, descargada de tensiones y
olvidada de rencores, exhibió pellejas sudadas y hasta arrugadas, se vieron
cicatrices, várices, hematomas provenientes de pellizcos, mordidas o trancazos,
gorduras y flaquencias, corsés, cojincitos rellenos y miriñaques de toda laya.
Casi nadie volvió a vestirse totalmente. Era algo así como reacondicionar
atuendos después de un baño de mar. Cada quien se coloca aquello que le
parece ser lo indispensable y lo demás lo deja para después. Muchos señores,
al recuperar sus pantalones, se los situaban al hombro y así continuaban
bailando y bebiendo. Entre otros, San José, que no se molestó en volverse a
vestir, sino que se amarró el pantalón alrededor de la cintura y se quedó así
hasta el final. En tales trazas recibió a los retrasados que iban llegando poco a
poco, generalmente arrastrando una borrachera desde alguna otra fiesta. Y, sin
quitarse el espíritu de Pedro el Grande, ordenaba que trajeran una botella de
cualquier cosa, y acostando al sujeto retrasado en una mesa, le ponían un
embudo en la boca y ordenaba que vaciaran allí todo el contenido de aquélla.
Muchos comenzaban a hacer gárgaras, otros daban media vuelta y se
empapaban en licor y vómito, y hubo quien se tragara toda la botella, con lo que
se quedaba dormido en una losa de morgue hospitalaria.
Mamacló se lamentaba de no tener vodka para todos los retrasados, y decía que
ella era benigna, puesto que Pedro el Grande les mandaba embutir dos litros a
quienes no llegaban puntuales. Mamacló comenzó a describir las cien fuentes
del jardín del Palacio de Verano, a las orillas del golfo de Finlandia.
-Son rechulas -decía a su querido auditorio-; hay unas que les llaman “de broma”
porque cuando alguien pasa cerca y pone el pie en una piedra determinada,
todos los chorros le caen encima y lo empapan; también cuando una pareja se
sienta en un poyito otra fuente les tira agua.
-Mi querida Mamacló, digo Clomamá o bien Mamicló -le preguntó un ministro
perfectamente alcoholizado que se recargaba sobre ella-, ¿y ahora que fue a
Puerto Rico, llegó hasta el Palacio de Verano?
-No, mi amor, yo nunca voy a ir a Rusia mientras estén allí los bolcheviques. Eso
lo vi en una película de esas cortas que pasan a veces los domingos por la tele
en los Estados Unidos.
-Yo quisiera ser chorrito de esas fuentes -advirtió el borrachín ministerial,
encaramándose a la mesa con cierta dificultad y comenzando a regar a los que
estaban próximos, incluyendo a Mamacló-, que soy de broma, de pura broma
-gritaba entusiasmado.
Mientras, todos saltaban para librarse de aquel chorro caliente y asqueroso.
Algunos diputados bajaron al ministro, que también andaba sin pantalón, o más
bien lo llevaba de bufanda, pero éste se puso a llorar porque no lo dejaban
terminar su juego tranquilamente. Después se dejó conducir hasta el lugar de las
mesas donde yacían todos los cadáveres del atragantamiento guarero y
comenzó a dormir a la par de una vieja que roncaba como camión diesel. Otros
bolitos comenzaron a juntar mesas y la tendalada de muertos aumentó, pero
bien pronto comenzó a observarse que los muertos se movían y que habían
buscado pareja para hacerlo. Alguien gritó: “¡a la piscina de agua tibia!” Y la
multitud, incluyendo a muchos cadáveres que ya habían acertado en el
acoplamiento, saltó frenética y desbocada y se lanzó hacia el jardín. Lo malo fue
que a Mamacló se le había pasado por alto dar la orden para que se conectara
el calentador de agua, así que la multitud saltó desde los cuatro lados del
estanque hacia un baño frío, que incluso muchos no percibieron así en un
principio dada la anestesia alcohólica y la sugestión colectiva respecto al agua
tibia.
Mamacló detuvo a San José por una manga del calzoncillo y le confesó que no
había agua caliente, se quedaron solitos en el salón y allí principiaron las
caricias prístinas de aquel amasiato que, desde entonces, repetía sus
incendiarias entrevistas sábado a sábado, hacía ya casi cuatro años. Esa vez
dejó a la multitud tratando de secarse en el jardín y se fue con su capitán hacia
la alcoba donde permanecieron hasta el día siguiente.
“Menos mal, ahora no hay invitados” pensó el coronel al dejar su carro en el
garaje. “Creo que sí podré irme temprano después de darle a la gorda para sus
dulces. Quiero llegar luego donde el Chino, por lo menos cuando todavía tenga
clientela bebiendo cerveza y jugando dados o cartas en su restaurantito para no
tener que tocarle y que a lo mejor piense que lo llegan a capturar.”
Eran casi las once cuando el coronel se paró en la puerta del restaurante El
Gordo. Ahora nada tenía semejanza con lo elemental y mugroso del changarro
donde el Chino comenzó a forcejear con la vida en aquel puerto harapiento y
desvaído, plagado de chicharras, chiquirines de aire y mar, pescadores
miserables que se sentaban con sus sueños interminables a la orilla del muelle
hasta que picaba un mero o un pargo allá por la madrugada y tenían algo para
comprar un trago en la cantinita del Chino y volver a sentarse para esperar que
otro pez incauto viniera y les diera algo para poder llevar qué comer a la familia.
Más de uno se había dormido, y en el cabeceo se había ido al agua con todo y
el sombrero. En una ocasión uno fue a caer montado en un tiburón y sólo porque
el animal caracoleó para abajo del muelle se pudo salvar al agarrarse de un
hierro y dominarse como volatín trepando a tientas por entre la maraña metálica,
huyendo de las tarascadas feroces que el tiburón lanzaba fuera del agua.
De aquella cantinita a donde iban los pescadores, el local del Chino se había
convertido en un elegante salón con piso de parquet, paredes decoradas con
tapices chinos y algún gobelino imperial donde espiaban dragones, princesas y
mandarines; jarrones de porcelana en los rincones, un ánfora azul al final del
mostrador, plafón de caña de bambú ad hoc para el calor porteño; ventiladores
silenciosos sobre las mesas de madera amarilla con individuales de bambú o tul
y meseros uniformados que transitaban con las charolas encumbradas echando
humo y apetitosos aromas de uno al otro extremo del restaurante.
El Chino, cuyos ojos plegados se adivinaban tras unos lentes gruesos,
contemplaba desde su barrera tras el mostrador todas las escenas de la
estancia; su cabeza, ya bastante calva, relumbraba de sudor bajo la lámpara
azulada que le daba de lleno desde arriba; su figura poco asiática, rechoncha y
agitada, de movimientos casi violentos, descansaba por breves instantes sobre
un codo y la mano deteniéndose el mentón, para luego volver a incorporarse y
repetir los pasos de rutina que la llevaban resoplando de una a otra punta del
mostrador.
Desde sus años de teniente, San José había estrechado amistad con el Chino.
Ya para entonces se jugaba en la cantinita la Lotería Sabatina, que consistía en
una serie de cartones, que primero había sido de diez, luego de cien y después
de mil. Los clientes comenzaban a comprar su cartón a eso de las cinco de la
tarde, de modo que cuando se jugaba la Lotería Santa Lucía a las siete de la
noche, el Chino encendía el radio y cuando caía el gordo, el poseedor del cartón
correspondiente levantaba la mano y gritaba: “¡LOTERíA!” y el Chino le
entregaba el premio, que primero fue de cinco quetzales, luego de cincuenta y
por último de quinientos. Como cada cartón valía un quetzal, el Chino se clavaba
sabrosamente el cincuenta por ciento sólo por vender el juego y tener un local
donde efectuarlo, aunque cuando ya fue de mil cartones la mayoría de los
compradores no se encontraba en el establecimiento. Al Chino no le daba ni
tantito temor, porque los principales jugadores eran precisamente los jefes de la
base militar y las autoridades del puerto: el capitán, el jefe de aduanas, el jefe
del muelle, el jefe de la policía y el doctor.
Los cartones presentaban varios defectos; es decir, como explicaba el entonces
ya capitán San José cuando propuso su idea de imprimir la lotería, los marxistas
tienen razón en esto, porque la forma se convierte en una traba para el
desarrollo del contenido. Los cartones se mugrean, se doblan, se rompen, y
como la clientela debe devolverlos se hace un problema cuando pierden alguno
o no lo quieren entregar. En cambio, cuando cada quien puede tirar su numerito
si no le salió premiado, no hay ningún clavo. Hay que ser dialéctico, recalcaba
con engolamiento de erudición en el galillo. Y el Chino pensaba mientras
calculaba un nuevo tiro de cuchumbo sobre el desvencijado mostrador de la
cantinita. El capitán señaló a unos marineros alemanes.
-Esos -dijo- ya me ofrecieron traer una dentro de mes y medio y meterla por
pedazos sin que pase por la aduana. La colocamos en un rancho que puede
construirse atrás de las casetas que vos alquilás para los bañistas y allí, un poco
enterrada, digo, haciendo una especie de sótano, se disimula con el ruido del
mar.
-¿Y para el construcción cómo putas a hacel vos usté?
-Tengo gente experta en construir sótanos que trabaja para el ejército. Yo pongo
esa mano de obra. Vos no te aflijas, Chinito. Vamos a comenzar a tirar diez mil
billetes; si nos va bien, tiramos los cien mil.
-¿Y para vendel toda esa mercancía? Es cosa glande.
-Me agarras, Chinito.
-¿El qué?
-El glande con tu boca tan sabia. Digo, el negocio tan glande como vos decís.
Pero te tengo una respuesta.
-Vos usté es gente malcliada. Ése son palabra pícala. Chino goldo sabe. Por eso
te mete el glande, digo negoción glande para que vos usté se ponga contentón...
-Chino cabrón. Háblame de la lotería.
-Ah sí, te sacaste lotelía con este glande, vas a vivil sabloso -y lanzó los dados
junto con una carcajada que al capitán no le quedó más remedio que hacerle
eco con otra igual.
Aquella noche la cantina se cerró temprano para poder conversar sin molestias.
De manera que, entre parejas, escaleras, fules y póquers que les entregaban los
dados y el llenarse y vaciarse de los vasos en brindis sucesivos, el plan quedó
terminado.
La imprenta vendría de los Estados Unidos y entraría de contrabando (moderna,
tipo offset, liviana, desarmable fácilmente, inoxidable, de sencillísimo manejo).
Los distribuidores serían principalmente los doce apóstoles que ya comenzaban
a funcionar como una verdadera capilla al mando de Saturnino; habría otros
secundarios que podrían, incluso, llevar la venta a lugares más distantes,
siempre buscando una clientela seleccionada cuidadosamente. Los premios
serían entregados puntual y rigurosamente al contado en el domicilio del
beneficiario. Se les pagarían algunas mordiditas a ciertos jefes policiales y gente
del ejército para que no abrieran la boca; quizá ocasionalmente habría que
darles algunas embarraditas a determinados periodistas o dueños de medios de
información. Todo debía contabilizarse en la columna de gastos empresariales y
lo demás serían ingresos firmes.
¡Ah!, Mamacló y otras viejas que pudieran protestar, ellas, mejor dicho, ella, que
era la mera mera mandarrias, debía considerarse como socia secundaria. De
eso se encargaba el capitán. Cuando descubriera que ninguna de sus rifas
disminuía en sus ventas, y que además obtenía ingresos por esa lotería del
Chino, dejaría que las cosas transcurrieran tranquilamente.
El negocio era redondo, porque la gente siempre tiene el hábito de meterse en
cosas prohibidas o clandestinas. Los años se fueron ahogando en la reventazón
y el negocio del Chino progresó vertiginosamente; sus ganancias ascendieron
en flecha, mientras que el capitán realizaba una meteórica carrera militar,
siempre ascendiendo por los servicios de gran valor prestados a la Patria.
Capitán primero, mayor, teniente coronel y coronel en muy pocos años. Y con
ello mayores influencias, mayor poder, mayor garantía y seguridad para la lotería
y otros negocios.
Ahora, en mangas de camisa y pantalón caqui, su figura ya un poco adiposa por
el sedentarismo se detenía por un momento bajo el dintel de la puerta, sintiendo
la atmósfera fresca del interior, gracias a los ventiladores.
El Chino una vez lo descubrió, aleteó con ambos brazos como si lo tuviera muy
cerca y fuese a abrazarlo; sus ojos se hicieron redondos, pese al pliegue
asiático, y su panza se elevó al inflarse en un suspiro profundo que parecía
decir: “¡Por fin llegaste! Estoy salvado, ¡oh protector mío!”
El restaurante El Gordo lucía, como de costumbre, a media luz. En una mesa
junto a una ventana, cuatro marineros rubios y colorados bebían cerveza y
jugaban cartas; más próximos al mostrador, grupos de ciegos bebían ron y
jugaban dominó; en el extremo donde un ánfora azul con flores decoraba el
lugar, el jefe de la policía local y otro sujeto, probablemente el jefe del muelle,
también bebían algo, pero no jugaban nada; debían meditar (si es que los jefes
de policía meditan) o simplemente volaban lengua con el Chino. Evidentemente,
excepto los marineros, la demás concurrencia estaba allí tratando de tomar
alguna resolución en torno a la lotería clandestina. El Chino dijo algo que
despertó un revuelo entre los ciegos, que levantaron las cabezas para dirigir las
antenas auriculares hacia la puerta. Quizá tenían la esperanza de que llegara
para resolver el intríngulis del momento.
Con paso firme llegó hasta el mostrador, le estrechó duro la mano al Chino y le
espetó sin más ni más: -Adelante, Chinito, todo sigue como siempre. –No hay
problema entonces. ¿Podemos repartir la emisión de esta semana entre los
vendedores que están esperando?
-Claro, Gordo. Ya te dije que todo sigue igual. Pásalos de dos en dos y les
entregas su cuota de billetes. Ya te explicaré qué fue lo que ocurrió. Urge que
mañana salgan para atender a la clientela.
Los ciegos comenzaron a moverse de dos en dos, iban al mingitorio y volvían
con las talegas repletas de billetes de la Lotería Negra, denominada así no sólo
por su clandestinidad, sino porque en su impresión se utilizaba tinta negra.
Pronto el restaurante se quedó desierto. Los marineros, en lugar de pagar,
recibieron un dinero que se apresuraron a distribuir entre ellos, contando
hábilmente las respectivas cantidades; luego salieron dejando únicamente al
coronel, al jefe de policía y al Chino.
-Estos son mis abastecedores -explicó el Gordo-, así que ya sabes, ahora tengo
de la buena, pol si quelés lleval -dijo dirigiéndose a San José.
-Por supuesto, Chinito; prepárame un buen paquete. Mañana me doy un baño
de mar bien tempranito, y antes de salir paso por aquí a recogerla. Ahora
servinos otros traguitos antes de irnos a dormir.
Los tres amigos celebraban así que sus negocios continuaran marchando viento
en popa.
El primer informe firmado por Maribel y Bartolomé se lo entregaron cuando
recién llegaba del puerto; el segundo llegó de la propia Mamacló, quien llamó
para contarle que Northon había estado en su casa y que ella le había ofrecido
asilo mientras conseguía vuelo de regreso a los Estados Unidos.
“Esta Mamacló no entiende de capturas, si el Gringo este carajo se traslada a
esa casa hace casi imposible que le demos una prensadita, pero en fin...
personalmente considero que es muy poco lo que él puede aportar y si se larga
y no vuelve a venir ya se consiguió el objetivo de aislarlo de esos ciegos
comunistas. Lo que hay que tener en cuenta es que se trata de un sujeto muy
astuto. Mis hombres ponen vigilancia en casa del Poeta, de sus dos amigos y en
la Asociación. A ninguno se le ocurrió que fuera la casa de Mamacló la que él
visitaría. Ahora hay que tratar de establecer adonde va. Es casi seguro que
regrese a su apartamento para recoger algunas cosas, dinero tal vez... es
importante que se ponga vigilancia allí. Lo peor es que hoy es domingo y
muchos de los muchachos deben andar a verga a estas horas. Son las cuatro de
la tarde.
Es capaz de haber regresado ya a su apartamento y ahora quién sabe dónde
anda. De todas maneras voy a pedirle a Mamacló que me informe si se aloja en
su casa.”
El tercer informe lo recibió a través del walkie talkie en su automóvil, cuando
transitaba frente al departamento del Gringo:
“Acabamos de entrar y está prácticamente vacío. Se llevó ropa, libros y
aparatos. Los muebles son del apartamentó. No sabemos dónde anda. Debe
haber entrado cuando todavía no había vigilancia aquí.”
Detuvo el vehículo y él mismo se bajó para inspeccionar con sus propios ojos el
local. Efectivamente, no quedaban ni siquiera hojas de afeitar en el baño. Vio la
mancha de sangre en la pared del dormitorio y el letrero amenazante. “Ese
Maribel es listo -se dijo-, gracias a él pudieron entrar aquí sin violentar la puerta.”
Les pidió la llave a los que ahora cuidaban aquel lugar, la examinó y les ordenó
que se retiraran, porque ya no tenía caso seguir vigilando un lugar donde no
había nada.
El cuarto informe vino otra vez de Mamacló. Le dijo que el Gringo le había
enviado dos maletas y que no vendría a dormir a su casa; que una vez tuviera el
pasaje asegurado, le pedía favor de enviárselas al aeropuerto. “No cabe duda
que se nos va a ir sin una sola caricia el cabrón. Que le valga por listo.”
El quinto informe se lo sirvieron directamente los cuatro hombres armados que
montaban guardia frente a la casa del Poeta. “Vino Maribel y salió muy contento,
dijo que el Poeta había ingerido el asunto y que en dos o tres días estiraría los
hules. Después de Maribel salió uno de los cieguitos directivos de la Asociación,
uno que se llama Luis; se topeteó con nosotros, como que iba afligido. Volvió al
rato con un doctor y una mujerona canche. Estuvieron como hora y media y
después se fueron en el mismo carro. “El departamento de tránsito nos informó
que es el auto del doctor. De todas maneras, aunque seguramente ya está
jodido, nosotros seguimos esperando por si se le ocurre salir. Maribel está allá
en el carro nuestro, oyendo radio y listo por si hay que dar algún tiro de gracia.”
El relevo llegaría a las cinco de la mañana. Maribel insistía en permanecer allí,
durmiendo en el carro sin placas, hasta que el Poeta saliera, o hasta que se
supiera que no saldría más por sus propias patas.
Los otros informes fueron llegando con desgano desde la vigilancia apostada en
casa del Poeta. Le hacían saber que el doctor continuaba visitando aquel lugar;
que Maribel había entrado como amigo que era del futuro difunto y,
efectivamente, lo encontró muy grave, casi no pudo hablarle.
El miércoles se daba casi por seguro que el Poeta moriría en unas horas, ya que
había entrado un padre, seguramente a confesarlo.
El jueves el informe era en tono de lamentación, ya que a eso de las cuatro de la
tarde habían puesto una cortinita negra en la puerta, lo que significaba que no
habría descargas, ni tiro de gracia, ni noticias en la prensa, ni nada.
Maribel, cansado de dormir en el carro y frustrado por no haber podido ayudar a
su amigo a morir bien, se había retirado antes que unos señores de la funeraria
trajeran un cajón a eso de las seis de la tarde. Estaba tan triste el Maribel que
iba llorando de pura desesperación. Se sentía incomprendido por la vida, sin
ánimos para volver a empezar, ya que después de tanto esfuerzo Dios lo dejaba
en el abandono más terrible al no permitirle que concluyera su misión como él lo
había soñado. Lloró y pataleó y por último se fue a chupar a una cantina de la
zona 3, cerca del cementerio, para decirle adiós a su fracaso el día de mañana.
“Todavía nos queda gente lírica”, pensó el coronel, y tiró el papel estrujado al
cesto de la basura. “El Poeta petateó pero... ¿y el condenado Gringo dónde se
metería? Nadie me informa de él, ni siquiera sabe nada y las maletas siguen en
su casa sin que todavía el dueño diga nada. Quizá sea bueno registrarlas...”
Al día siguiente, exactamente a la hora en que debían estar enterrando al Poeta,
se presentó en casa de Mamacló para abrirlas.
En la calle vio el sepelio, pero eso ya le importaba poco. Acababan de salir de la
Asociación y se dirigían en una larguísima fila de carros hacia el cementerio
general; iban bajo un chaparrón descomunal y llevaban muchas flores.
La propuesta de hundir las narices en lo ajeno le pareció tentadora a la gorda,
que de inmediato dio órdenes para que las maletas fueran bajadas de la
mansarda donde las había guardado.
Cuando el criado las trajo hasta el dormitorio de Mamacló, lugar seleccionado
por el coronel para registrar aquellos bultos, apenas si atinó a decir que esas
cajas estaban vivas, que algo se movía dentro. Las tiró literalmente en el suelo y
salió de rispa como si le hubiesen colocado un canchinflín en la parte
inferonalgar de su rechoncho cuerpo.
En realidad se trataba de dos estuches grandes de madera, un tanto rústicos,
cerrados por una aldaba sencilla, sin candado ni llave.
-Gringo tenía que ser para usar valijas tan extrañas -dijo el coronel-, ya me
imagino qué desorden debe haber adentro. La ropa sucia debe saltar de puro
asquerosa, por eso este pendejo dice que algo se mueve adentro.
-¡Cuidado coronel, cuidado, que de verdad, siento que algo está empujando allí
adentro!
-Como no sea el espíritu de Northon... y no se olvide, señora, que usted está con
un oficial del ejército que tiene bien puestos los pantalones.
-Que yo se los quito cuando quiero, aunque sea por la dinámica de grupos –
acotó Mamacló, poniéndose tierna y arrimándose al hombre.
El, escuadra en mano, levantó la aldaba, pulsó la tapa y la abrió. Una boca feroz
bostezó frente a su cara, lo que hizo que, soltando la escuadra, brincara sobre la
cama con todo y zapatos, pegando un grito que asustó más a Mamacló que el
hocico del pequeño cocodrilo que salió furioso buscando comida después de
cuatro días de encierro.
Cuando Mamacló saltó tras el coronel, su sandalia se trabó en la aldaba de la
otra caja y en el tirón, la levantó, lo que permitió que algo, desde adentro,
empujara poco a poco la tapa hasta que, cediendo paulatinamente, se abrió al
asomarse la cabeza de una víbora echando chispas por sus ojos vidriosos.
Ambos animales salieron de sus cajas y comenzaron a merodear en torno a la
cama. El coronel se agarraba de Mamacló y la empujaba y forcejeaban para no
quedar delante. Ella atinó a tomar la almohada y darle en la nariz al cocodrilo,
que comenzaba a trepar en una esquina. El animal le arrebató el arma de un
mordisco y regó las plumas por todo el cuarto. El coronel empujaba a la vieja
para que fuera mordida por el cocodrilo y así poder saltar hacia la puerta; de
todos modos, ahí estaba la cola de la víbora que trataba también de
encaramarse a la cama.
El coronel chillaba y sudaba. Argumentaba, entre gemidos, que la mujer tenía
más carnes donde podían morderla los atacantes. La gorda le gritaba que dónde
tenía los pantalones; que ella lo había visto en calzoncillos hacía mucho tiempo
y que era su verdadera imagen, que no tenía nada de macho, excepto la
cabeza. El coronel señalaba a los animales exhalando palabras entrecortadas:
“¡Caimanes, boas, pitones! ¡Qué miedo!...”
El saurio y el ofidio sólo por el escándalo se frenaban de saltar sobre la exquisita
cubrecama; Mamacló, enfurecida por la cobardía del coronel, le daba de
sopapos y lo insultaba gritándole que él estaba obligado a protegerla. El coronel,
viéndose atacado por la culebra, lagarto y mujer, se sintió perdido y no pudo
más; a punto de caer al suelo por un empujón que la gorda le dio en la espalda,
comenzó a gimotear descaradamente.
-¡Me muero, ahora sí me muero! ¡No me maten, no sean así conmigo! Soy
inocente, palabrita que sí, yo no he hecho nada malo. ¡Déjenme recular para
atrás, no me empujen, esos cuentos me dan miedo, mucho miedo! -y empujaba
con fuerza las manos de Mamacló, que lo querían lanzar al abismo de las
bestias salvajes. En su terror, el coronel percibía, alucinado, que cocodrilos y
serpientes se habían multiplicado. Hacía fuerza para no caer en aquel círculo de
pesadilla dantesca donde pululaban espantosos monstruos cuyas fauces se
abrían en espera de que él se aproximara un poquito para tragárselo.
En ese forcejeo soltó un cuesco severo y prolongado, que en medio del tumulto
provocó la risa de Mamacló. -Todo un oficial y cagándose del miedo. -Sólo fue
viento, palabra que fue viento, es para espantar a estos animales, se lo juro
-decía temblando desde los talones hasta las orejas.
En sus peores sueños, el militar veía siempre animales como aquellos,
amenazándole, queriéndoselo comer. Se despertaba sudoroso, agotado, con
taquicardia, y muchas veces tenía que cambiar calzón de piyama y hasta
sábanas del sudor hediondo que le brotaba del fondío (así decía él cuando
contaba estas aventuras oníricas a un psicoanalista que terapiaba a los
militares). Ahora no sabía si era sueño o realidad, pero ya sentía que aquel
sudor caliente y espeso comenzaba a correrle por una manga del pantalón.
El caimán había subido las patas delanteras y se recostaba, como calculando
sobre la almohada despedazada; la culebra, desenroscándose de una pata de la
cama, avanzaba poco a poco. La gorda levantó un extremo de la cubrecama y
ambos se pegaron como estampillas contra la pared de la cabecera. El campo
de batalla ahora estaba dividido exactamente por la mitad, la parte de los pies
pertenecía al reino animal, que avanzaba lentamente, y la parte de la cabecera
al homus cagadus, que retrocedía sin tener ya hacia dónde. Mamacló levantó la
cubrecama como último recurso para botar a los animales, pero la maniobra le
resultó difícil por cuanto el cocodrilo estaba demasiado aferrado a su terreno.
Entonces, en una salida audaz, les echó la colcha sobre los cuerpos y brincó de
la cama hasta la puerta. La culebra se revolvió en un chicotazo furioso que
consiguió destaparlos y después del ensombrecimiento a causa de la
cubrecama, abrió más los ojos como diciendo: “Ahora sí que te como, o por lo
menos te arranco los huevos.”
La servidumbre, que ya había escuchado la alharaca, se apiñaba junto a la
puerta del dormitorio sin saber qué hacer. Cuando Mamacló abrió violentamente,
la escena quedó ante sus ojos. La culebra había avanzado y el cocodrilo
también; el coronel, juntando las manos, había caído de rodillas y se desmayaba
contra la pared con un animal en cada flanco, aunque todavía sin que lo tocaran.
Uno de los sirvientes, campesino debía ser, dijo con cierto desdén: “Hay Dios, es
mazacuata y ése es un lagartito. ¡Hay que traerles carne para que no muerdan,
deben tener hambre!” Llevó, además de sendos trozos de bistec, un palo en el
que la culebra accedió a enroscarse mientras comía su enorme ración. El lagarto
se bajó de la cama para buscar el alimento que le ofrecieron dentro de la caja, lo
que permitió volver a encerrarlo.
Al coronel no lo quería bajar nadie. Temblaba y continuaba soltando marejadas
de mierda.
-Hasta las botas le llegó ya la sangre -comentaba un criado. Por fin, tomándolo
de manos y botas lo transportaron al baño, donde, no sin ayuda de dos
sirvientes, se desnudó y se metió a la ducha. Una hora más tarde, desnudo, oía
la reprimenda de Mamacló, tirado sobre la cama ya totalmente mudado de
sábanas, cubrecama y con almohada nueva, esperando que su uniforme se
secara en el horno de la cocina para que luego se lo plancharan de modo que se
lo pudiera poner para presentarse al servicio, pulcra, decorosa, decente y
pundonorosamente vestido.
El jefe de la policía secreta lo había localizado en casa de Mamacló. Quería
informarse acerca de Northon, quien había desaparecido.
El coronel sólo atinaba a decir entredientes, hundiendo la cabeza en la
almohada, “ahora sí que la cagué, la cagué en grande...” mientras Mamacló
persistía en su bravata irreductible.
Alzando la mirada en busca de una tabla de salvación, San José encontró algo
que le dio la oportunidad de modificar el tema: en la mesa de noche estaba el
libro que le habían confiscado al Poeta.
-Ah -dijo-, lástima que nada más esta prueba nos dejó el difunto. Y a propósito,
mi gordita linda, ¿por qué lo tiene usted aquí?
Mamacló tardó un momento en responder y luego, con voz ronca y gutural, dijo:
-Porque así se me da la gana y porque usted, cuando lo tuvo en su poder, lo
dejó abandonado en su escritorio. Por eso le pedí a Maribel que lo rescatara y
me lo trajera, para ver si yo, en vista de que la policía es tan ineficiente, podía
encontrar algo más que huellas dactilares. Ahora puedo contarle que descubrí
que pertenecía a la biblioteca de una Facultad, porque aunque le arrancaron la
tarjeta de clasificación, dejaron notita de devolución olvidada entre las páginas.
Ese libro es de los que quemaron hace diez años, alguien lo libró del fuego, lo
que quiere decir que había gente interesada en rescatar esa maldita literatura; y
de seguro que fue el Poeta, o alguno de sus amigos. No sé por qué militares
como usted no echan también a esa gente con todo y libros a las llamas.
-Hace diez años -suspiró el coronel- yo vi cómo se quemaba ese montón de
papel, pero el trabajo resultó muy cansado y decidimos mejor tirar al mar un
resto de volúmenes. Calculo que no fueron menos de diez mil. Ahora los
tiburones deben andar organizando sindicatos, comunas y hasta partidos
marxista-leninistas.
-De todos modos -reflexionó Mamacló-, aunque dicen que muerto el perro se
acabó la rabia, aquí hay que tener mucho más cuidado ahora. Nos quedan,
además del Gringo y los amigos del Poeta, un montón de ciegos que le seguían
los pasos y que andan con la onda esa de crear sus propias instituciones, darle
responsabilidad al Estado, como si alguna vez el Estado hubiera hecho algo
bueno, y además, quieren administrar ellos mismos sus asuntos, como si
pudieran, como si los impedidos fueran gente normal para poderles encargar
responsabilidades tan delicadas. Son las babosadas del comunismo que el
Poeta les metió en la cabeza, por eso debemos mantener muy vigilada esa tal
Asociación, allí se deben cocinar cosas muy subversivas. Usted, coronel, debía
encargarse de controlar esos focos de delincuencia política.

Capítulo Vi
Lo que ocurrió es que ya no deseábamos pedir limosna. Primero porque siempre
nos querían tener controlados los anticiegos de Saturnino, y segundo, porque
para entonces ya nos habían entrado en la cabeza muchas ideas de las que
tanto se hablaba en la Asociación de Ciegos. Por eso decidimos
profesionalizarnos en otro negocio que no fuera el pordioseo, que no sólo es
denigrante, sino hasta peligroso, y lo lleva a uno a mezclarse en asuntos de
delitos, persecución y vigilancia policiaca, lo que a ninguno de nosotros nos
pareció bien nunca.
Tomás dio la idea, y se puede decir que lo apoyó teóricamente el cubano Rene
Castellanos, un negro amigo de los de la orquesta que toca el flautín de una
manera muy virtuosa, sobre todo en los chachachás y los danzones. Aunque
quien verdaderamente tuvo la culpa de que viniéramos a parar a este oficio fue
el Gringo Northon, porque él contó una vez en la Asociación una serie de
historias muy interesantes de ciegos y nosotros agarramos la onda de lo que
había visto a orillas del Mediterráneo, como él explicaba, gracias a lo cual nos
hemos dado a conocer y podemos afirmar que competimos hasta con ventaja
con los ciegos árabes. De todos modos, esta chamba resulta demasiado
agotadora y sólo con mucha inspiración puede uno llevarla adelante.
Así fue como vinimos a fundar la llamada Arca de Noé, que, para decir verdad,
principió con un simple manteado como el de cualquier feria de pueblo, siendo
que sólo el éxito pudo llevarnos a tomar tantas innovaciones, que, de verdad,
ofrecen comodidades y confort a nuestras visitantes. Claro, como la Asociación
se cerró (dijeron que temporalmente, pues así lo había dejado dicho en su
testamento el Poeta) y todo el ciegal se desparpajó por los puntos cardinales,
nos reunimos todos aquellos que teníamos nuestro animal, y recordándonos de
la plática del Gringo decidimos fundar el Arca de Noé.
El cubano Rene se había llevado a la mulata Marina, que desde aquellos días
baila en una Barra Show totalmente chulona, mientras su marido dirige el
conjunto musical que le acompaña el estriptís. Pues ese cubano fue el que
cuando supo de nuestro proyecto nos ofreció unos polvitos como mágicos que
mantienen la mosorola encumbrada durante las veinticuatro horas del día. El dijo
que es como un priapismo indoloro y también nos contó que traía esa medicina
de las costas de Venezuela y que la fabrican con un polvo de culebra y no se
sabe qué mariscos.
Rene vino por estas tierras en tiempo de Batista y todo su deseo es volverse a
Cuba, pero el muy pendejo dice que tiene una contradicción adentro de su ayote
y que hasta que no la resuelva no se va de retache. El dice que está convencido
de la justicia del socialismo, pero que le fascinan los vicios capitalistas. Es un
negro buena gente, bohemio y parrandero, pero quizás con un poco de
educación entendería, así como nos pasó a nosotros, que, sin saber, habíamos
agarrado el camino equivocado. Primero fue el de la limosna, después el de la
sexualidad como mercancía.
Y es que el gringo había contado que él vio una vez en Cádiz o alguna ciudad de
por allá, que no le querían dar visa a un señor ciego latinoamericano que iba
para Marruecos, es decir que quería cruzar el Mediterráneo. Lo tuvieron toda la
mañana y por fin el cónsul llamó a la esposa y le hizo mil preguntas para
cerciorarse de que iban solamente a pasear. El Gringo ya estaba intrigado por la
tardanza y había decidido esperar el desenlace de aquel enigma. De modo que
se quedó conversando con el ciego y su mujer hasta que la llamaron muy
misteriosamente para interrogarla. Hasta creían que podía tratarse de algo
político y ya les estaba dando cheles. Así que cuando la señora salió y le contó
todo el interrogatorio, el Gringo se decidió a entrar con el cónsul y preguntarle
qué ocurría...
Resulta que en algunos países árabes hay personas que llevan a hombres
ciegos a una especie de ferias donde los alquilan para que les hagan el amor a
las viejas que llegan con la cara tapada a las tiendas de manta, donde los
alquiladores cobran a cada vieja una buena cantidad. Resulta que los ciegos
tienen fama de saber hacer muy bien todo lo referente al oficio y, además, a las
viejas les gusta ir con ellos porque nunca podrán saber quién fue la que se
acostó alguna vez en su lecho. Pasan así pues de incógnitas. Allá van muchas
viudas, muchas casadas insatisfechas y tal vez hasta divorciadas, ahora que ya
se instituyó el divorcio en algunos de esos países.
Por supuesto que el entusiasmo cundió entre los oyentes y todos comenzaron a
cranear cómo poner una carpa adonde acudieran las muchachonas a quitarse
las ganas.
Don Ramón estaba realmente interesado en aquel asunto y prometía que él lo
pondría en práctica, como una manera honrada y alegre de ganarse la vida en
lugar de la limosna. Que si la limosna deja más que cualquier otro trabajo, de
seguro que la prostitución dejaría mucho más.
A Tomás se le ocurrió hablar con el Negro Rene, que ése sí es negro de veras, y
no como el Negro Muñoz que solamente es moreno y no llega ni a mulato. Pues
el Negro Rene se puso a soplar un montuno improvisado en su flautín para jalar
más inspiración y de repente, quitándoselo de la boca, gritó: “¡Ya lo tengo!”
Como quien dice eureka, que muchos supimos lo que quería decir porque el
mismo Rene nos lo explicó, ya que hasta entonces pensábamos que era sólo el
nombre de las camionetas que van a la Florida y a otras colonias de la capital.
Así pues, nos reunimos ocho ciegos, cada uno propietario de un animal
espiritual, que en el puro decir de los indios se llaman nahuales. Allí venían el
chivo, el toro, el burro de don Ramón, el alcaraván de Tomás, un chucho, un
carnero y hasta un marrano. Todo se reducía a un plan de propaganda bien
encaminado (nos decía Rene), por lo que era necesario imprimir hojitas volantes
muy sugestivas que se distribuyeran secretamente entre las mujeres de las
poblaciones alejadas de la ciudad; debíamos comprar una carpa que por lo
menos pudiera dividirse en seis compartimentos interiores, debíamos ofrecer
venta de licores, cerveza y si se podía, hasta comida. El propio Rene se ofreció
para amenizar el establecimiento en cuanto comenzara a tener éxito. Aseguraba
que podíamos llegar a registrarnos en sanidad, igual que lo hacen las putas, y
que con ello tendríamos el derecho legal para ejercer y ganarnos honestamente
el pan nuestro de cada día.
El cónsul de Cádiz dijo que quería proteger al ciego latinoamericano de cualquier
explotación, y tenía razón, porque a nosotros, antes de poner el negocio, ya
querían ver cómo nos sacaban raja un montón de videntes. Son gentes que
piensan como Mamacló, que los ciegos solamente sirven para beneficio de ellos,
aunque sea para hacerse fama de filántropos. Por eso dicen que cuando
Mamacló se despierta por las mañanas, se sienta y con la mano derecha se da
golpecitos en el hombro izquierdo diciéndose: “Buenos días, Mamacló, qué
buena y generosa eres, te mereces vivir este otro día para bien de tus
minusválidos. Tú eres las piernas de los despernancados, las patas de los cojos,
los oídos de los sordos, la lengua de los mudos, los ojos de los ciegos, las
manos de los mancos.” Y no sigue porque puede llegar a los enfermos de
almorranas y mejor se levanta y se mira en el espejo como la madrastra de
Blanca Nieves.
Total que el Negro Rene se encargó de conseguirnos una gran carpa como de
circo con compartimentos interiores y plegable hasta el punto de que se podía
transportar en un camión o en un carretón grande. También nos consiguió
bastantes polvitos de templanza, como él les dice (que es pues para mantenerlo
templado). Y lo que fue más interesante, nos mandó a imprimir propaganda y
hasta unas tarjetitas como de visita. Quería irse con nosotros y nos decía: “Mira
chico, que yo te juro que paso por ciego y no abro las pepas ni aunque la vieja
me pellizque. Yo se lo juro, caballero, como matancero que soy, y si tú quieres,
consigo mi animalito también para no deslucir en esa arca de animales. ¡Carajo!,
que mi tolete puede pasar por culebra, muchacho, y de las que pican duro.” Pero
la mulata Marina lo zangarreaba y lo llamaba al orden para que no se
entusiasmara sinceramente con la idea de irse con nosotros y pasar por ciego.
Claro que eso de pasar por ciego es cosa muy sencilla cuando ya nos conocen
bien. El Negro Muñoz y Leonel Bravo lo hacían constantemente en los tiempos
que fungían como secretarios de la Asociación. Nos pedían un bastón y se iban
junto a nosotros con los faroles medio cerrados; pero lo que más les gustaba era
encaramarse a las camionetas con esa pose, porque como aquí no se paga en
el transporte urbano, es decir, los ciegos no pagamos en las camionetas, así
ellos se ahorraban lo de su pasaje siempre que iban con nosotros.
Por supuesto que nosotros necesitábamos ayuda, por eso aceptamos que la
mulata Marina y el Negro Rene comenzaran a trabajar con nosotros, aunque
nada más como promotores de la empresa. Para eso ellos se fueron primero y
comenzaron a repartir las hojitas entre las señoras que tenían cara de viudas,
también se las daban a las patojas que tenían cara de calientes. Las hojitas
decían poco más o menos así:
“’No hay como los palos de ciego.’ Mundialmente son reconocidos como los más
completos. Pruébelos usted en absoluto secreto en las instalaciones del Arca de
Noé, que próximamente levantará su carpa en una población cercana a ésta. Allí
también podrá obtener usted la adivinación del porvenir, averiguar si su marido
la engaña, qué remedios son los más eficaces contra la frigidez, las
irregularidades menstruales, el mal de ojo, el dolor de ovarios, la inquietud de
espíritu, las ansias sexuales nocturnas, los espantos, los entierros y otros
maleficios. Podrá también usted hacer que le fumen el puro, que le lean la taza
de café en la más completa oscuridad; que le tiren las cartas o le den un
diagnóstico quiromántico.”
Con el pretexto ese de las brujerías fue que se hizo el truco, ya que la cobertura
legal era la de que se trataba de un grupo de cieguitos que tenían poderes
adivinatorios y que los dedicaban exclusivamente a la mujer. Claro que eso no
dejó de despertar algunos celos en hombres muy suspicaces, pero lo peor fue
cuando un grupo de huequitos trató de colarse subrepticiamente, lo que no
consiguieron gracias al olfato de don Ramón, que pronto descubrió que se
trataba de hombres. Además los demás animales, alertados por don Ramón,
llegaron a tocarles las patas, lo que dejó al descubierto que eran hombres
trasvestistas que se querían hacer pasar por viejas para fornicar con ciego
garañón. Pero como no les resultó la movida, comenzaron a hacer escándalo y a
reclamar su polvo, porque ya habían pagado, por lo que hubo que devolverles el
importe de su entrada.
Eso de que los pies delatan a los maricas es un hecho. Dicen que en Nueva
Orleans y Nueva York (así contaba también el Gringo Northon) hay unos clubes
nocturnos donde tienen shows muy bonitos de baile y de piruetas; todo el mundo
cree que en realidad se trata de puras mujeres mientras no se les descubren las
patotas, que aunque las tienen muy cuidaditas, siempre son más grandes y más
toscas que las de las puras gringuitas.
Pues así empezó el negocio, y nos iba tan bien que luego tuvimos que traer a
otros animales. Es decir pues, a otros compañeros ciegos con su respectivo
nahual. Primero vinieron cinco más, después otros cinco y por último siete. Total
llegamos a ser veinticinco ciegos meretrizos, daifas, hetairos, prostibularios,
bacantes, putos (aunque esta palabra en algunos países quiera decir afeminado
y de eso no teníamos nada nosotros), ménades y otros nombres con los que
comenzaron a llamarnos algunos periodistas que se ocuparon del asunto,
queriendo joder como siempre, pero haciéndonos más propaganda con sus
artículos en contra de esas prácticas. Y no se crea que era un trabajo fácil y
alegre. Es injusto realmente que a las putas se les diga mujeres de vida fácil o
de la vida alegre, eso de atender a personas del otro sexo que llegan apetitosas
y desbocadas, exigiendo mil innovaciones, requiere realmente de mucha
abnegación y sacrificio.
Nosotros nos convencimos de que era necesario establecer todo un curso de
entrenamiento previo, a fin de que los que iban ingresando al servicio pudieran
rendir de manera mucho más eficiente y satisfactoria, sin tanta metida de pata
como las que nosotros habíamos sufrido en nuestra improvisada carrera. Era
fácil caer en cualquiera de los dos extremos: o bien se podía derivar al puro
tareísmo, sin ponerle espíritu ni teoría al trabajo, o bien podía uno entusiasmarse
y botar en la primera entrevista todas las energías que debían durarle una
noche.
Pensando en cosas así fue que los huecos que se nos colaron aquella vez nos
gritaban en su desesperación que nosotros no le poníamos alma al oficio, que se
trataba de un arte y que nosotros sólo queríamos sacar pisto. Claro que en la
gritería se les olvidó que la recomendación para no ser conocida, y que se le
indicaba a cada clienta o visitante, era de hablar en voz muy queda, sin hacer
sonar las cuerdas vocales. Los pobres huequitos se desgañitaban, siempre
poniendo la voz en falsete, pero eso se conoce a la legua y más los ciegos que
tenemos que conocer el cebo de nuestro ganado por el sonido del galio...
Todos aprendimos a mantenernos firmes, aunque fuera una octogenaria la que
se presentara a librar batalla; asimismo aprendimos a no soltar prenda aunque
fuera un budín el que viniera a compartir retozos. Como decíamos, el asunto es
sacrificante y sólo una conciencia profunda del compromiso en que uno esté
metido, y una convicción de que su tarea debe salir limpia, lo mantienen a uno
con el espíritu indoblegable y la resistencia sin agotamiento.
Al principio comenzaron a venir algunas señoronas muy perfumadas y
empolvadas con ropa interior de seda y grandes collares que chachareaban
cuando los ponían en nuestras humildes sillas. Después llegaron señoras
mayores que se asomaban en la madrugada, seguramente para prepararse
antes de ir a misa. Ya después caía toda clase de clientela y hasta llegaron a
formarse en largas colas. Una vez descubrió nuestro encargado de taquilla que
unas mujeres (regatonas del mercado) habían comprado toda la existencia de
entradas y las andaban vendiendo en la cola en puro mercado negro al doble de
precio.
Durante algún tiempo llegaron con las caras tapadas, pero ya después iban con
todo descaro y esa vez que se produjo, o mejor dicho, que se descubrió, porque
quién sabe cuántas veces nos lo habían hecho, esa movida del mercado negro,
se formó una bronca y un alboroto que tuvimos que parar el trabajo y que salir
para auxiliar a nuestro taquillero que estaba muy asustado. Unas viejas gritaban
que era injusto que se permitiera semejante desafuero, otras que iban a
denunciarlo a la policía; las del negocio ilícito decían que ellas pensaban pasar
muchas veces, pero que se les habían quitado las ganas por haberles venido su
mensualidad y que por eso mejor vendían las entradas y que como en el
mercado libre es el propietario el que fija el precio, ellas tenían perfecto derecho
a tasar en lo que les diera la gana el de las entradas que eran suyas.
Un policía que no entendía bien por qué tanto relajo, preguntaba que por qué se
emocionaban tanto por una tiradita de cartas, a lo que una anciana le respondió
que no era de cartas ni de tarot sino que de chorizo, con lo que el policía se
quedó todavía más baboso, diciendo que esos cieguitos hacían magia hasta con
los embutidos.
Con la plata que iba cayendo compramos bacinicas e irrigadores, aunque pronto
fueron sustituidos por unos bidés portátiles traídos de Alemania y
proporcionados por el coronel San José, y allí fue donde comenzó a meterse la
mano peluda, pero de momento nos fueron de mucha utilidad. También la carpa
se la vendimos a unos cirqueros y nosotros adquirimos unas casitas
prefabricadas con ruedas adaptables que eran tiradas por tráilers donde se
llevaba toda la utilería. Por eso digo que el progreso sí tocó a nuestras puertas,
lástima que el oficio no era nada productivo y que además los anticiegos
intentaron infiltrarse en el negocio.
En más de una ocasión, nuestra devoción pudo conducirnos a la autoinmolación
en aras del deber y el buen servicio. Eso fue lo que le ocurrió al pobre de don
Ramón una noche que se encontraba atendiendo a una viuda. La enlutada, para
quitarse el traje negro sin faltar el respeto a la memoria de su marido, dispuso
colocar a su instrumento, esto es a don Ramón, entre cuatro cirios grandotes,
como si estuviera muerto. Luego empezó a dar explicaciones al cielo y a rezar
entredientes, a medida que se iba despojando de sus enlutados trapitos. En
medio de suspiros, lloros, mohines y lagrimeos, se fue colocando encima de su
instrumento donde se puso a cabalgar al estilo cowboy. Don Ramón estaba muy
conmovido ante aquella práctica tan poco usual y decidió de todo corazón
ayudar a la viudita en todo lo que pudiera complacerle, incluso a representar
adecuadamente al marido; por lo tanto, se hizo el muerto, como si no respirara,
quietecito. La dama en su desfogue desbocado tumbó una de las candelas que
transmitió el fuego al colchón, pero como don Ramón estaba muerto no dijo
nada, ni siquiera protestó cuando un braserío de paja comenzó a calentarle el
costillar.
Sólo los hombres retiraron al muerto de aquella cama en llamas de la que la
viuda tampoco quería despegarse, hasta que ella, ya repuesta, ofreció comprar
otro colchón y traerlo a la noche siguiente y poner los cirios en candelabros un
poco retirados de la cama.
Desde entonces le dicen a don Ramón “el burro chamuscado”, pero él ni caso
hace, porque, total, ni siquiera el pelo le alcanzó el fuego.
Como las colas aumentaban al ir creciendo la clientela, se nos hacían cada vez
más urgentes los refuerzos; ello estuvo a punto de hacernos caer en una
trampa, porque el coronel San José, después que nos vendió bien baratos los
bidés, quiso colocar a algunos de los anticiegos, incluyendo a dos de los
apóstoles.
Menos mal que la Pelancha nos mandó a contar, con uno de nuestros emisarios
que había ido a la capital para comprarle más polvos mágicos al Negro Rene,
que pensaban convertir nuestras casas en centros de espiritismo y de vigilancia,
para nosotros y para las viejas, que con cierta maña soltarían fácilmente mucha
información acerca de algunos hombres y de otras mujeres cercanas a ellas.
Pero no los topamos y eso comenzó a modificar la correlación de fuerzas, pues
de ahí en adelante, la guerra no declarada por parte de los servicios secretos del
gobierno comenzó a producirnos verdaderos estragos. Bien dicen que los
cambios cuantitativos producen modificaciones cualitativas. Crecimos y nos
jodimos. Claro que para entonces también ya habían venido Luisito y otros
muchachos de la Asociación, enviados directamente por el Poeta a
convencernos de que se cerrara el negocio.
La verdad es que la mayoría de nosotros nos queríamos honrar y dejar la vida
del arroyo y del pecado. Eso de andar vendiendo nuestro cuerpo con tanto
sacrificio se nos estaba haciendo pesado. Es verdad que trabajábamos sólo tres
veces por semana porque estábamos organizados en dos grupos y los
domingos, por ser día en que Dios se acostó a dormir, nosotros también
descansábamos y no echábamos ni un polvito, de la misma manera que él lo
hizo para no aumentar las tolvaneras de este mundo.
Cada vez teníamos que contratar más servicios de personas videntes (traileros,
peluqueros, pedicuristas a domicilio, fumigadores, electricistas, plomeros,
personal de aseo, cocineras, lavanderas y demás), ya que el negocio elevaba
sus ganancias y se hacía indispensable darle mejor presentación y rentabilidad a
diario. Hasta un luminotécnico tuvimos que contratar en una ocasión en que
pasamos el 13 de diciembre en campaña, que como se sabe es el día de Santa
Lucía, patrona de los ciegos. En aquella oportunidad decidimos por unanimidad
decorar nuestras casas rodantes con flecos de papel de China en colores, lanzar
conciertos de música salsa por medio de un equipo de sonido instalado en un
pick-up parqueado frente al negocio, desde donde se trasmitían consignas
propagandísticas que se alternaban con las tandas de discos. Se decía por
ejemplo: “¡Mujeres del mundo, unios!”, “¡Venid a ver la verdadera luz con la
magia de los ciegos!”, “¡Mujeres, aquí encontraréis la verdad de vuestros largos
destinos que podéis tocar con vuestras propias manos!”... Y así sucesivamente.
También se puso una iluminación especial que funcionaría hasta la Noche
Buena y el Año Nuevo, con foquitos de colores.
Desgraciadamente la afluencia fue tal y llegó con tales ímpetus que en la pugna
por alcanzar los primeros lugares quedaron rotos cables, foquitos y papel de
China, por lo que acordamos modificar el carácter de nuestros adornos,
poniendo de allí en adelante sólo símbolos alusivos a la ceguera: bastones,
anteojos, perros guía, muñecos con los ojos tapados y las manos preparadas
para tocar billetes de la Lotería Negra... Y eso fue el acabóse, porque San José
se enfureció, ya que algunos periodistas vinieron con cámaras la primera vez
que hicimos eso, fotografiaron al derecho y al revés nuestras casitas y la cosa se
publicó en todos los periódicos.
Así fue, pues, como llegó una manada de soldados vestidos de particular (y
supimos que eran soldados por el pelado de la cabeza, que eso no lo pueden
disimular ni con el casco), nos metieron a todos los hombres de mala conducta a
un camión, decomisaron nuestras pertenencias, incluyendo las casitas, y nos
llevaron quién sabe a dónde para ocultarnos de la vista pública.
Sólo porque una protesta realmente descomunal por parte de las mujeres
amenazaba con poner al país en estado de insurrección general prefirieron
soltarnos, aunque ya nos habían sembrado la capucha a todos y nos habían
dado golpes eléctricos sobre todo en nuestros instrumentos de trabajo.
Lo peor es que Luisito y los otros directivos de la Asociación nos lo habían
advertido. Por eso, al salir de la cárcel clandestina donde nos tuvieron,
aceptamos el plan del Poeta de agruparnos casi secretamente, en pequeños
grupos, y distribuirnos por diferentes puntos del país, manteniendo un contacto
permanente entre nosotros por medio de correos que llevarían mensajes orales
o, a lo sumo, escritos en Braille.
Así estamos ahora dedicados a diferentes trabajos, buscando cómo ganarnos el
pan y decidimos no volver a caer en tentaciones de vender cualquier cosa para
conseguir dinero.
Así es la verdadera historia de más de dos años de prostitución de los miembros
del Arca de Noé, y así se lo mandamos a contar al Poeta para que sepa que
ahora ninguno volverá a esas andadas y que todos estamos dispuestos a seguir
sus enseñanzas. Por culpa de nuestra fama algunas hembras siguen
buscándonos, pero ahora ya no lo hacemos por dinero sino solidariamente, por
amor y por recreación. Ya no por interés ni por lucro.
Atentamente: Todos los animales.

Capítulo VII
Como cualquier poeta patafísico, tengo la llave de mi ataúd en el bolsillo. La
guardo aquí desde el día mismo de mi entierro y la he puesto en un llaverito con
una G de plata que me obsequió Gladys.
Es 24 de diciembre y por primera vez he salido de esa húmeda y oscura cripta
donde me han mantenido desde aquel día de junio en que amigos y enemigos
se enteraron que mis huesos habían ido a dar al cementerio general. Algunos
periodistas se encargaron de divulgar la noticia de mi fallecimiento y, al día
siguiente, la crónica de las honras fúnebres montadas por el ingenio de Luisito
en la Asociación: discursos, poemas, develación de fotografía, caras
compungidas, lágrimas, suspiros y por último (aunque esto menos mal no lo
divulgó la prensa) bebedera en El Último Adiós. Allí fue donde se enteraron los
cuates de toda la verdad de los hechos, dicen que la Pelirroja por poco se orina
del ataque de risa que sacudió a todos, pero especialmente a ella cuando lo
supo.
Ahora estoy recostado en una tumba frente al muro donde está el nicho que
guarda mi ataúd. Hacemos rueda con el Negro Muñoz, Leonel Bravo, el Negro
Rene y Luisito. Esperamos que lleguen hasta mi última morada Saturnino y
Maribel; sin duda que no tardarán mucho, porque, según la información
detallada que nos trasladó la Pelancha, tenían pensado presentarse a eso de las
ocho de la noche.
La cohetería ha ido en crecimiento, parece un fuego graneado de fusilería (pero
una fusilería jocunda) que nos envía céfiros transidos de pólvora hasta el ámbito
solemne del cementerio. A veces la batalla contra el silencio se concentra en un
punto para dispersarse en un reguero enfiestado por todo el horizonte auditivo y
volver nuevamente, como en oleadas concéntricas, a sobreponerse en apretado
manojo de explosiones en el extremo opuesto. El cielo chorrea colores
(banderas, cortinas, helados lampos de celaje, rubores, señales verdosas,
azules, amarillas) que burbujean, se abren, se descuelgan, saltan, se arquean y
caen.
Como es mi primera salida al aire de la vida, todo esto llega a los sentidos con
mayor fluidez y fuerza que en cualquier otra ocasión. Claro que las
estimulaciones visuales me las transcriben al puro lenguaje descriptivo los tres
amigos videntes que me acompañan, pero el trasfondo de sonidos complementa
maravillosamente la representación imaginaria del escenario en que la Noche
Buena ha comenzado a crecer en la ciudad. He sido autorizado para visitar a mi
hermana y mi mamá. Quizá pase en su compañía las doce de la noche y coma
con ellas el tamal tradicional. Gladis estará conmigo y también Mireya, que
ahora es novia del Negro Muñoz, vendrá para saludarme, aunque sea un
momento.
De todos los compañeros, la única a quien se me autorizó ver (mejor dicho oír y
tocar) fue a Gladys. Ella venía hasta mi cripta (como le llamo yo) cada ocho días
para traerme alimentos y noticias. También a veces me trajo flores y después
que murió su mamá, violando todas las disposiciones de seguridad, se quedó
conmigo hasta el día siguiente para irse luego casi llorando.
-Mira mi hermano -me dice el Negro Muñoz-, según el mensaje de la Pelancha,
éstos tienen que venir a las ocho.
-Desde que le mataron al primer enamorado -decía Luisito- ella se dedicó, junto
con la mamá, a talonear a estos anticiegos. Pero ahora la cosa está mucho
mejor, porque anda de mujer de uno de los doce apóstoles, no de los antiguos
sino de los nuevos, porque en el clan de Saturnino sus achichincles se han ido
cambiando conforme dejan de ser útiles, y este que ahora anda con la Pelancha
se metió allí por recomendación de ella, de modo que puede decirse que es una
quinta columna nuestra en el propio terreno enemigo.
Se escuchan unos pasos que avanzan lentamente por entre las tumbas. No
dejamos de alertarnos porque, según nosotros, Saturnino y Maribel debieran
aparecer caminando por el larguísimo corredor que viene casi desde la puerta
del camposanto a lo largo de los muros. Esto es, entre el muro alto que separa
el cementerio de la calle y el muro más bajo de dos metros que separa el
corredor de las tumbas que cuadriculan esta escenografía fúnebre.
En voz muy queda el Negro Rene dice que menos mal, al único que no pueden
ver en aquella oscuridad es a él, pero Leonel le explica que lo que no se le ve es
el traje blanco porque se confunde con la tumba donde se recuesta, pero que
cara y manos contrastan con ese fondo.
-Entonces chico, mejor paso por espanto -dice, y comienza a carcajearse sin
sacar la voz.
En ese momento una voz conocidísima suena junto a nosotros:
-Son de esta o de la otra, mis queridos cabrones -dice.
Es el Gringo Northon, que no estaba seguro de venir, pero que al fin llega.
Desde luego que no por la puerta, porque el cementerio lo cierran a las seis. Nos
cuenta que ha venido cruzando el barranco que media entre la colonia Primero
de Julio y el cementerio. Es decir, subiendo por la cuesta de las calaveras y
metiéndose por un estrechísimo callejón, bordeando los muros por afuera en
una delgada vereda de tierra a la orilla del abismo, hasta encontrar una
separación entre dos muros, resbaladiza y empinada, que lo condujo al interior,
ya entre el reguero de tumbas. Viene disfrazado de marino y por ello no pudo
llegar más temprano. Le costó algunas horas convencer a un conciudadano para
que le prestara su uniforme.
-Nosotros hemos entrado por la puerta -y así se lo explican alternativamente uno
y otro-, y nos hemos quedado adentro después de que la cerraron. El camino
que él escogió para llegar y que le significó más de una hora es el que nosotros
pensamos utilizar para salir.
Según la Pelancha, Saturnino está de acuerdo con los guardianes, de modo que
a esta hora debe estar echándose unos tragos con ellos para tomar valor y
entrar hasta este lugar en compañía de Maribel y de dos orejas que vendrán con
ellos para realizar todo el ritual mágico de despojarme de un huesito del dedo
meñique, el cual le servirá posteriormente para un amuleto que debidamente
bendecido y exorcizado en una misa negra, se lo enviarán a la Pelancha para
que al colocárselo, en una cadenita de oro al cuello, le haga brotar el más
apasionado delirio amoroso por él. Y es que el huesecito tiene que ser de un
enemigo al que se le dio muerte intencionalmente, por eso me escogieron a mí
estos hijos de su madre.
El Gringo explica, casi en un murmullo, que no podía perderse aquella aventura
porque son cuatro sus pasiones: la rehabilitación de los minusválidos, la
fotografía y el cine, la representación teatral y la joda.
-¿O no, querido choquito y poeta? -me pregunta abrazándome y cargándome en
vilo-. Si no fuera así -añade contento-, jamás se me hubiera ocurrido llegar
disfrazado de mujer a tu casa antes de que te murieras; y luego de cura. El traje
de cura, negro y bien planchado, no fue difícil obtenerlo, porque me lo prestó mi
compatriota donde vivo -nosotros sabíamos, así me lo había contado Gladys,
que estaba refugiado en la casa parroquial de un pueblito, donde un cura gringo
lo protegía. Estaba muy cerca de la capital, adonde constantemente venía
disfrazado de militar, de finquero, de trailero, de marchante vendedor de
verduras o de escobas, para lo que se pintaba el pelo de negro-. Hay trajes muy
fáciles de conseguir, pero otros hay que ingeniarse cómo lograrlos.
Por ejemplo, el traje que más le costó conseguir (unas dos horas) fue el de
mujer, cuando me visitó junto con mi primo el Chinito, que ahora ya es médico.
Tuvo que comprar un vestido en una boutique, zapatos y una peluca, además un
brasier de esos que traen chiches postizas de esponja. No cabe duda que su
papel fue excelente. Parecía una sueca altota, con lentes Ray Van. Luego se fue
asomando con el tacuche de prelado y su crucifijo listo para darme los santos
óleos. Entonces fue cuando terminamos de planificar mi muerte, y el nuevo
estatus de la Asociación.
El Negro Muñoz, Leonel, Gladys y la Pelirroja no se enteraron de todo esto sino
hasta en EL ULTIMO ADIOS. Solamente Luisito, mi hermana, mi mamá y dos
directivos más de la Asociación sabían cómo estaba en realidad el asunto.
Yo, el Negro Muñoz, impongo silencio porque se ve, allá al inicio del largo
corredor, el resplandor de dos linternas que avanzan hacia acá. Pronto
comienzan a escucharse voces y pasos.
Efectivamente, vienen Saturnino, Maribel y dos sujetos más, desconocidos. No
se ven, pero se oyen. Nosotros permanecemos ocultos hasta que decidamos
asustarlos, no con el petate del muerto sino con el muerto mismo, que para eso
lo hemos sacado de su prolongado encierro.
Traen el ascensor y lo sitúan frente al nicho del Poeta. Sin duda lo han
engrasado, porque el cabrestante y las poleas no rechinan como de costumbre.
Ahora sí se ven dos figuras que van hacia arriba, se detienen frente al nicho del
Poeta y comienzan a taladrar en el contorno de la lápida; abajo se oye caer el
escayol reseco y los trozos de ladrillo.
Una vez desprendido todo el revoque en el contorno de la lápida, entraron a
cincel, buscando desprender todo el bloque de ladrillo de una sola pieza. En
pocos minutos lo consiguieron. Entonces se oyó que martillaban sobre madera,
seguramente trataban de afianzar un clavo o una armella en el cajón, para
amarrar a ella un mecate y luego tirar. Así deben haberlo hecho, porque pronto
el ataúd resbalaba hacia afuera hasta deslizarse sobre la tabla enarenada del
ascensor.
Dieron la orden de que movieran el manubrio y bajaran a los que estaban allá
arriba, a unos tres metros sobre el suelo. Se oyó un leve chirrido y las voces
débiles de los que habían hecho papel de albañiles en descenso hasta que todo
quedó quieto y no hubo más murmullos. Forcejeaban para abrir el sarcófago y
protestaban por no poder. Recordé que para que se cumpliera mi disposición de
que nadie me viera la cara dentro del cajón, la tapa que cae sobre el vidrio había
sido clavada. Ellos lo descubrieron y comenzaron a hacer palanca con algún
fierro; percibimos claramente cuando el clavo cedió y la tapa fue levantada y
abierta de un golpe.
-¡Puta mucha, se volvió chucho! -gritó uno de los orejas que habían oficiado de
albañiles.
-¿Cómo así? -preguntó Saturnino tembloroso.
-Sí, aquí sólo se ve una carota de chucho. Yo digo que mejor nos vamos –dijo el
otro oreja comenzando a moverse rápidamente.
Rene había sacado su flautín y colocaba la embocadura contra el viento que
soplaba fuerte; el instrumento emitía débiles sonidos informes.
-¡Oigan, parece una música rara! -afirmó Saturnino moviéndose también para
que los orejas no lo dejaran solo.
-Son tus nervios, son tus nervios -decía Maribel corriendo con su trotecito
miedoso atrás de ellos.
Los cuatro se alejaban casi corriendo envueltos en una discusión de cuatro
voces juntas.
Efectivamente, recordó el Poeta, dentro del cajón había cinco costalitos de
azúcar repletos de arena y un perro de peluche, que por no haber encontrado
otro costalito también fue rellenado de arena para ajustar el peso de ciento
cincuenta libras y colocado encima, con la cara bajo el cristal. La idea fue
acogida con regocijo, de modo que fuimos hasta el ataúd, lo abrimos, sacamos
el perro y volvimos a cerrar con llave, retornando a nuestra posición estratégica
tras el pequeño muro que separa el corredor de las tumbas, porque ya se
escuchaba el avanzar de pasos y los que veían distinguieron el fulgor de varias
linternas.
Un grupo de unos siete hombres se aproximaba poco a poco. Sin duda que
ahora venían los guardianes del cementerio y quizá hasta el policía que estaba
con ellos cuando entramos nosotros. Llegaron hasta el ataúd y deben haber
enfocado la pequeña ventanilla.
-¡Ahora está más jodido, porque ni el chucho se mira! -gritó prácticamente uno
de los orejas albañiles.
Un guardián que no necesitaba argumentar mucho para que se le creyera que
ya había ingerido suficiente aguardiente se aproximó y con voz pastosa explicó
que dentro del ataúd sólo estaba don Pantaleón. Esto por poco nos hace soltar
la carcajada a Luisito y a mí, pues bien sabíamos que los costales de azúcar
decían “Ingenio Pantaleón” y eso era lo que debía haber leído el bolito. En ese
momento el Gringo se encaramó en un mausoleo, apoyando los pies en una
verja de hierro y pasando a una especie de cornisa. Poniendo el perro en medio
de dos columnatas y moviéndolo como si fuera una marioneta, comenzó a soltar
aullidos tenebrosos. Inmediatamente las linternas se enfocaron sobre aquel
punto y los gritos de orejas y guardianes advertían que el chucho estaba allí,
amenazándoles desde arriba. El policía rezaba en voz alta y suplicaba que
guardaran el ataúd o que se fueran. El Negro Rene principió a modular una
melopea fúnebre en el flautín, en tanto que el Poeta, metiendo la voz en un
cartucho que el Gringo le entregó y que estaba hecho con una revista, inició un
discurso doliente, venido desde el más allá: “¡Ah miserables ciegos
profanadores! No les basta haberme envenenado con esos higos que Maribel
me llevó. ¡Ahora quieren huevearse mi dedo meñique para hacer un amuleto y
embrujar a la Pelancha!” La melopea pasó del pianíssimo al fortíssimo y engarzó
con virtuosismo unas cuantas frases de un chachachá en el desarrollo temático
de su estructura fúnebre.
Nuestro pequeño auditorio estaba paralizado. No se escuchaba ni el movimiento
de un pie. El Poeta continuaba: “Sólo porque don policía está rezando, ustedes
no vienen a parar al cajón, en lugar mío. Ya mi cuerpo se fugó convertido en
perro como lo han visto, bueno, los que ven, porque los chocos sólo oyen mis
aullidos, y mi espíritu está aquí flotando cerca de ustedes, con ganas de jalarlos
para el otro mundo de una pata.
“Vos, Saturnino, tenés que pagar tus pecados por haber mandado a Maribel a
envenenarme con digitalis; y vos, Maribel, pagarás tu culpa por haberte
regocijado en darme de comer aquellos malditos higos a los que les habían
inyectado la poción fatal. Ahora hínquense, cabrones.”
Los siete cayeron de rodillas automáticamente. Pero Luisito codeó al Poeta y le
dijo casi en voz alta que los espíritus no eran malhablados, lo que provocó risas
entre el grupo de espantadores. En cuanto el Poeta se repuso, continuó su
discurso: “Pídanme perdón.” “Perdón”, sonó el coro al otro lado del muro. “y
apréndanse bien esto: hasta cuando le pongan una lavativa de agua tocada por
mi espíritu en una sesión espiritista a Mamacló, no dejaré de perseguirlos y
joderlos cada vez que me den ganas. Amén.”
“Amén”, repitió el tiritante coro al otro lado.
La voz de Maribel, que se oía como si hubiese comido miel y le hubiese
quedado pegada en el esófago y las cuerdas vocales, tartamudeó una solicitud
de perdón, pero ya nada más se volvió a escuchar, excepto el zumbido del
viento y la cohetería exterior. El policía se puso de pie y comenzó a correr;
aquella actitud consiguió destrabar a todos del encanto y el grupo entero salió en
una sola estampida, dejando el ataúd y hasta un par de linternas, como pudimos
constatar al asomarnos al sitio aquel, luego que voces y pataleo desaparecieron.
Las imágenes del día de mi envenenamiento pasaron raudas por la memoria.
Primero llegó Gladys con la noticia de que el Gringo llegaría a verme de
cualquier modo. Después Luisito contándome que la forma como pretendían
hacerme tragar el veneno era la de obsequiarme una maletita de higos, en los
que habían inyectado una fuerte solución letal. Luisito partió para hacer contacto
con mi primo el Chinito, quien debiera venir para que lo vieran los orejas que
custodiaban mi casa y para que lo convenciéramos (y esto era lo esencial) de
que debía realizar varías acciones fraudulentas. En primer lugar certificar mi
defunción por paro cardiaco. Luego convencer a los de la funeraria de que él,
como experto, se encargaría de embalsamarme y luego llevarse el formol y los
otros menjurjes a su casa. El Chinito comprendió rápidamente que matándome
con su pluma me salvaba la vida, de modo que no discutió nada y se dispuso a
prepararlo todo, como si efectivamente yo hubiera entrado al reino de los
cadáveres.
Se llamó a la funeraria, Luisito y los otros dos directivos de la Asociación se
movieron para que enviaran el ataúd a casa y que se notificara al cementerio,
adjuntando el pago respectivo, que al día siguiente ingresaría otro difunto.
Ordenaron la confección de una lápida, con epitafio y todo, y se planificó mi paso
a la clandestinidad más absoluta.
La Pelirroja, Gladys, Leonel y el Negro supieron toda la verdad cuando ya
estaban en El Último Adiós. Antes había sido imposible, primero porque los
cuatro tenían la orden de permanecer un poco alejados de mi persona por
medidas de seguridad, y luego, porque cuando se presentaron a casa, al
enterarse de mi fallecimiento, siempre hubo mucha gente inundándolo todo.
A mí me tenían refundido en un cuartito de servicio, acostado en una cama y
cubierto con una sábana; a mi lado estaba el ataúd ya preparado con algunos
agujeros para que pudiera respirar en el largo trayecto desde mi casa a la
Asociación.
La gente que quería curiosear y venía a verme ya muerto sólo podía hacerlo
desde un patiecito donde mi madre había colocado una barrera para que nadie
se aproximara más de la cuenta y detectara que el muerto respiraba.
Lo peor fue cuando vino mi hermana a regañarme porque estaba roncando
como un león y los muertos jamás se ha sabido que ronquen, además había
encogido las piernas y me rascaba desvergonzadamente. A causa de eso ella se
situó en un punto estratégico y no permitió que nadie pasara, aduciendo que era
un deseo mío que nadie me viera muerto.
Así salimos al día siguiente en mi tercer entierro. Recordaba que en el segundo
no había tenido problemas con el oxígeno porque el Negro había escogido un
ataúd con el cristal roto, lo que se disimuló con ponerle la tapa separada
levemente por unos cigarros que él mismo acondicionó a manera de cuña que
luego se ocultaron bajo el extremo de un crespón. En el último cuartito de la
Asociación salí de mi sarcófago y metí en mi lugar los cinco costalitos de arena y
el perro de mi hermana, que fue lo único que Luisito encontró para rellenar y
dejar preparado bajo la mesa donde me colocaron cuando me llevaron hasta
aquel lugar. Luego permanecí encerrado en la cómoda previendo que pudiera
asomarse alguien no muy aconsejable para ver muertos acarrear arena y allí
permanecí hasta que estuve seguro de que mi sepelio se había ido al
camposanto.
En la noche el Gringo pasó por mí en el carrito viejo de su amigo el cura y
vestido además con uno de los trajes negros que aquél le prestaba, y me
trasladó a ese lugar donde he permanecido seis meses sin poder asomar las
narices a ninguna parte y donde solamente Gladys está autorizada para
visitarme. Es una verdadera cripta, húmeda, estrecha. Una casita a la orilla de
un barranco lejos de la ciudad.
Hoy, 24 de diciembre, el Negro fue autorizado para llegar por mí y traerme al
cementerio para presenciar todas las maniobras de la profanación de mi nicho.
Aunque yo casi estoy seguro que el único que lo autorizó fue Leonel, en
conferencia con Gladys y quizá con Luisito. Para lo que sí tengo plena
aquiescencia es para visitar mi casa y reunirme allí con los más cercanos
compañeros. Por eso me late el corazón alegremente cuando vamos ganando
ya el muro que separa el cementerio de la 22 calle.
El Negro Muñoz se ha recordado que por allí escapamos en 1962, una tarde en
que enterrábamos a varios estudiantes y se armó una trifulca entre orejas y
manifestantes, de la que siete orejas resultaron muertos, por lo que llegó el
ejército a repartir plomo indiscriminadamente entre las tumbas. Jornadas de
marzo y abril que movilizaron a todo el pueblo en una oleada preinsurreccional
de gran envergadura y que, sin embargo, no consiguieron sino hacer tambalear
brevemente al gobierno.
En fila india trepamos el murito. Allá abajo, a unos dos metros, están los patios
de las casas que colindan con el cementerio. La fila avanza sobre el muro hasta
encontrar otro que llega perpendicular y que nos conduce a la calle por en medio
de dos viviendas. Saltamos uno a uno y estamos en la acera. Nadie nos ha
observado. Los grupos de niños que juegan en la calle están absortos en la
quema de cohetes y canchinflines y el lugar donde nosotros saltamos es oscuro.
Caminamos rápidamente hacia la esquina, es decir, a la avenida que corre frente
al cementerio; doblamos hacia el norte para pasar espiando qué ocurre con los
profanadores, si los logramos topar por allí... Efectivamente, ante el enorme
portón están discutiendo Maribel y Saturnino, el primero llora desaforadamente y
el otro lo maltrata. Con ellos está el guardián borracho, que quiere hacer las
paces y promete que mañana él meterá a don Pantaleón en su hoyo y que nadie
debe afligirse, que ya pasó el susto y que regresen a la oficina a tomarse un
traguito para calmarse.
La voz de Maribel me retoma en el momento en que, sin poder ocultar una risita
maligna, me ofreció los dulces, sabiendo que soy un goloso incontenible. Menos
mal la Pelancha ya le había informado a Luisito cómo sería el truco, por lo que
yo tenía preparada otra maletita de higos en la gaveta de la mesita, lo que me
permitió cambiarlas, comerme la buena y guardar la otra para que el Chinito se
la llevara al laboratorio y averiguara qué diablos querían zamparme entre el
pecho y alma estos cabrones. El Chinito averiguó que se trataba de una solución
de alto contenido de digitalina, un estimulante cardiaco que en dosis fuertes
causa la muerte.
En fin, yo salí de mi casa con las patas por delante y los asesinos que me
esperaban se fueron con sus metralletas destempladas, porque ya no podían
matar a un muerto.
Nosotros nos confundimos entre los grupos de gente que van y vienen por las
aceras. El Gringo va muy contento de poder entregarle como regalo a mi
hermana su querido perro, que ahora viaja en sus brazos. Antes de abordar la
camioneta que nos llevará hasta mi casa, pasamos a El Último Adiós para que,
in situ, me cuenten cómo se celebró mi entierro hace seis meses.
Yo creo que el Poeta tiene razón, y por lo tanto el viejito que nos dio Filosofía
Antigua también. Cada cual argumenta según su propia concepción de las cosas
pero, en el fondo, hay una confluencia de ambos razonamientos. El viejito
profesor de Filosofía insistía en que era necesario quedarse ciego, por lo menos
tres meses, para descubrir una infinidad de verdades que no se revelan de
manera directa a los sentidos. El afirmaba que muchas virtudes personales y
muchas debilidades y defectos quedan palmariamente al desnudo cuando uno
tiene que recurrir no sólo a otros sentidos para suplir de alguna manera la visión,
sino a la astucia, a la inteligencia y a la inventiva para crear los mecanismos que
le permitan desempeñarse con una aceptable normalidad. Sobre todo es
entonces cuando se descubre la enorme dependencia que tenemos con
respecto a los demás, porque ésta se acentúa al cerrarse en gran manera
nuestras fuentes de información y restringirse nuestro ámbito de movilidad y
hasta de comunicación. Por eso le encantaba la soltura del Poeta y me decía a
mí:
-Sabe usted, Muñoz, este muchacho es muy independiente, pero el secreto para
hacer feliz a un ciego es darle cada vez mayor autonomía. Se lo digo yo que
estuve ciego seis meses en mi casa hasta que unos naturistas lograron hacer
retroceder la diabetes y entonces recobré la vista, más bien el resto de visión
que ahora poseo, pero que me permite moverme e informarme sin depender de
nadie. Claro que para informarme, por ejemplo, dependo indirectamente de los
dueños de las imprentas, de sus trabajadores, del personal de las emisoras, etc.
Pero todo está organizado de tal modo, que esa interdependencia funciona
conforme a lo que puedo yo pagar. Otro tanto ocurre con la movilidad. Eso sí, en
ninguno de estos casos dependo de un solo individuo; no estoy esperando que
alguien me lea o me acompañe. Los ciegos sí, porque hay lecturas que no
pueden hacer solos, los libros Braille son escasos y casi no existen para el nivel
universitario; asimismo, no pueden ir a todas partes absolutamente solos. Cierto
que viajan los más osados y le dan la vuelta al mundo, pero en una ciudad como
México o París no pueden atreverse sin graves riesgos en toda su extensión y
en esos laberintos de calles formadas al azar, anárquicamente.
Eso sí, vea usted, Muñoz, uno descubre posibilidades novísimas para conocer a
las personas. La voz llega a constituir un vehículo de información
extremadamente sugestivo y veraz. Yo no conseguí nunca captar todo lo que
unos compañeros ciegos de mi época trataron de enseñarme, pero sí me
percaté de que un ciego, cuya percepción auditiva se ha desarrollado
adecuadamente, es capaz de distinguir estímulos casi subliminales para el resto
de oyentes. Por ejemplo, sabe si una persona es de temperamento apacible,
erótico, sensual, enojona, pesimista o fatalista. No sé bien por qué, ya que estos
descubrimientos pueden hacerlos aun cuando la persona en cuestión no esté
reaccionando conforme al eje temperamental de su personalidad, sino
simplemente puede estar leyendo algo opuesto a su forma habitual de
reaccionar...
El Poeta me dice algo parecido, pero explicado de otro modo.
Para la Noche Buena, cuando salimos del cementerio y encontramos a Maribel y
Saturnino enzarzados en una agria discusión, Maribel gimoteaba, hacía
pucheros y botaba lágrimas por racimos. Luego de haberlos escuchado por un
momento, el Poeta y Luisito estuvieron de acuerdo en que a Maribel se le oía un
odio fundamental, casi satánico por la gente.
-Yo diría -afirmaba Luisito- que éste es el misántropo más grande que yo he
conocido.
-Pero el más hipócrita también -replicaba el Poeta, y luego nos daba una
pequeña cátedra sobre el asunto:
Vivimos en una cultura visualista; todos los hombres, por lo menos la
generalidad, se atienen indefectiblemente a las informaciones visuales. La
expresión de los ojos es un dato sin el cual casi ninguna relación puede
mantenerse sobre patrones establecidos. Los enamorados dialogan con los ojos,
también el vendedor y su cliente, y hasta hay quienes presumen de poder
descubrir si alguien quiere hacerles jarana; el orador y su público, no digamos
los predicadores, hasta los boxeadores mantienen fija la vista en las pupilas del
contrincante para saber por dónde atacará.
Como los ciegos no podemos obtener esa infinita colección de datos
informativos, nos vemos precisados, con más o menos conciencia, a buscar la
captación por otros medios, formando condicionamientos casi orgánicos ante
estímulos suaves o débiles, o más bien, imperceptibles para la gran mayoría. Lo
cierto es que el mismo descuido de la gente nos proporciona facilidades para
penetrar en sus secretos. Todos tienen cuidado de poner cara feliz cuando no
quieren que se les descubra alguna tristeza, pero se olvidan de los matices de la
voz y ésta corre descuidada y libremente, reflejando el verdadero estado de
ánimo. Todo el mundo se mantiene alerta sobre sus gustos, ademanes,
posturas, actitudes, pero los músculos laríngeos, las cuerdas vocales, el torrente
sanguíneo sobre los vasos nasales, labiales, linguales no se vigilan casi nunca.
Hasta el rubor puede llegarse a dominar conscientemente en casos extremos, la
palidez del miedo, pero la resonancia de la voz es muy difícil y, más aún, no es
importante para nadie. Se cuidan las palabras, la entonación, las pausas; pero el
timbre y sus alteraciones, las vibraciones sutiles que parecen como escondidas
tras el volumen de la voz, no se ocultan, porque nadie piensa que son datos
efectivos, ni el que los emite, ni el que podría recibirlos pero que generalmente
deja pasarlos como si nada.

Por eso les digo que en el llanto de Maribel había ganas de matar y en la furia
de Saturnino había terror. Pero, además, a cada persona se le van fijando
ciertas resonancias, de acuerdo con el predominio de algún rasgo característico
que posiblemente se fue consolidando desde la niñez.
Los sujetos bravos tienen una resonancia especial, los burlones otra, los
apasionados la suya. Hay gente que está riéndose y en sus carcajadas revela
una fuerte nostalgia permanentemente, hay quienes incluso al sonreír y hablar
despachan su realidad colérica más íntima. Para mí, Gladys es la mujer de la
dulce tristeza; sin duda que desde niña tuvo grandes tribulaciones, sobre todo
por la enfermedad de su mamá, pero las resolvió con amabilidad y serenidad; su
dolor la hizo más solidaria con los humanos.
Claro que aquella delicada alusión a la mujer que mantenía en vilo el corazón
del Poeta, comprobando que la fidelidad podía alcanzar su equilibrio máximo y
sostenerse allí durante mucho tiempo, soltó las bromas y las chacotas del grupo.
Pero el tema continuó interesándonos en toda aquella madrugada hasta que
cada cual tuvo que partir según su brújula hacia el Año Nuevo, porque fue en
casa de Gladys, y precisamente el 31 de diciembre, cuando aquellas cosas
ocurrían.
Luisito se fue con la novia; Leonel andaba con la onda de irse a la montaña y por
eso no quería tener amores firmes y se marchó solo; el Gringo se fue solo y
hablando de irse a la montaña o a la mierda porque la situación se ponía cada
vez más difícil para él; yo salí con Mireya y el Poeta se quedó con Gladys.
Acabo de sentarme en un plato de huevos a la ranchera, lo que significa que
deberé mudarme pantalón y, naturalmente, inventar otro desayuno. Todo porque
se me volcó un vaso de leche que puse sobre una cuchara al traerlo a la mesa.
La leche mojó el pan tostado, una servilleta y me estropeó una hoja de Braille
que dejé cerca de mi lugar desde anoche.
Como si todo eso fuera poco, el vaso que rodó cuando perdió el equilibrio, al no
asentarse bien sobre la mesa fue a romperse al suelo y ahora tengo que recoger
los chayes; además, al tomar el sartén de los huevos lo hice apresuradamente y
se me resbaló un centímetro el trapo, por lo que me produje una quemada de
segundo grado en la base del pulgar.
Se nota que mi cacareada eficiencia no es tal y que los accidentes se vienen en
cadena. Menos mal, ni me asusto, ni me arredro, ni me doblego. Conozco ciegos
que por la centésima parte de todo esto estarían lloriqueando y maldiciendo,
abominando contra la ausencia de luz y el exceso de soledad. Y es verdad que
siempre nos hace falta el auxilio de alguien que apoye, dirija, oriente nuestras
acciones más delicadas, mas, cuando es imposible contar con ese refuerzo
táctico es imprescindible lanzarse solo a la conquista, no digamos del mundo,
sino de las minucias que lo integran y le dan sentido.
Los accidentes no se provocan intencionalmente, lo que significa que cualquier
alteración del curso regular de un plan (por minúsculo que sea) resulta cómica,
porque pone las cosas en situación inesperada. Y menos mal a mí me provoca
risa este desbarajuste, aunque ahora que ando con el culo mojado de salsa,
patinando en un piso encharcado de leche, teniendo que trapear y que tratar de
recoger con un limpiador lo que se regó sobre la mesa, también me dan ganas
de situar en la escena a cualquiera de los dirigentes más planchados, para ver
si, igual que yo, cuando tuviera que bajar el plato a la silla para limpiar la mesa lo
más rápidamente posible y volver, considerando que lo peor había ya pasado,
disponiéndose a saborear lo que tanto le había costado, encontraba que los
huevos se le pegaban al calzón con salsa y todo, qué dirían y cuál sería su
reacción. Me los imaginozapateando, con ganas de suicidarse, renunciando a su
condición de luchadores y pidiendo que la mujer que siempre los atiende, pese a
que ellos tienen los cinco sentidos, viniera a recogerlo todo, a darles otro
pantalón, a calmarlos tiernamente, a dictarles de nuevo lo que habían escrito
anoche, a servir de blanco para el desahogo de su enojo al sentirse torpes
provocadores de tanto accidente en cadena.
Pero yo no. Ni protesto, ni chillo, ni pataleo. Me lanzo una reprimenda un poco
en broma por ser tan bruto de no tocar antes la superficie donde voy a situar el
vaso y me contesto que púchica, hay pequeños detalles que no se tienen
automatizados y con tanta preocupación pueden omitirse involuntariamente.
Entonces comienza el diálogo entre dos secciones de mi personalidad.
-Debes tener más cuidado, porque estando solo es necesario que no se pierda
ni un solo detalle. Además, debes seguir manteniendo tu imagen de
EFICIENCIA.
-Los accidentes son totalmente involuntarios o no son accidentes. Si la mente
humana tuviera la capacidad de programar sin fallas todos los pasos de cada
acción a desarrollar, no habría accidentes o los habría en grado mínimo.
Hasta estoy creyendo que eso de mantener la idea de la eficiencia ha perdido
toda vigencia. Fue tácticamente correcta cuando se trataba de que se aceptara
tomarme en cuenta para algunas responsabilidades, pero luego de haber
demostrado que en ese terreno no hubo nunca una sola falla, seguir
manteniéndola, como una generalización total, suena a tesis metafísica. Es algo
así como aceptar en cierto grado la genialidad mágica que según cierta mística
es consustancial a la ceguera.
-Vos aceptaste la eficiencia en dos sentidos y lo tenes que reconocer así, si sos
honesto, como una tarea siempre presente para apantanar. De modo que, de
acuerdo con lo primero, estás estrictamente obligado a cumplir, aunque te mojes
las nalgas con tomate y te emputés por botar la única leche que te quedaba.
-Bueno, la semana pasada vino la señora tortillera que vive aquí en la vecindad,
y que menos mal ya se ha hecho amiga mía, a decirme que si tenía huevos, y
tuve que confesarle que el único que me quedaba se me había caído la noche
anterior. No sólo no pude prestarle nada, sino que se volvió motivo de
carcajadas entre ella, su marido y sus hijos. Después los patojos venían a
preguntarme a cada rato: “Don Chenche, ¿tiene huevos?” “El último se me cayó,
pero ya me vienen naciendo otros por racimo...”
-No te hagas el pendejo, céntrate en tu responsabilidad de ser eficiente.
-Es que eso de la eficiencia de los ciegos tiene un poco de mítico y otro de
necesidad. Uno despliega toda su capacidad y clasifica su ropa, prepara sus
alimentos, limpia su casa, se corta las uñas, aunque hay que ver que a mí ya se
me estaba encarnando una, y cómo me dolía, hasta que Gladys me la pedicurió
hace unos días, pero en todo eso se entrecruzan actividades factibles,
actividades problemáticas y actividades riesgosas o casi imposibles.
“Cuando hubo necesidad, una vez me desplacé al volante de un Ford desde la
colonia 25 de Junio hasta la tribuna del campo de Marte, y todo para que los
orejas que esperaban ver salir a Laura manejando de aquella casa, se quedaran
semibabosos de ver a un tipo con lentes y gorra con otro que lo llevaba
abrazado y conversándole al oído, y que era Leonel, tripulando el vehículo. y
Leonel no se puso al timón porque era el encargado de repartir plomo en el
momento indicado, que menos mal no se dio, porque entonces no sé cómo
hubiera podido seguir manejando sin las indicaciones de palabra y mano en el
hombro que me iba haciendo para que siguiera en línea recta y doblara en las
esquinas correspondientes. Pudimos invertir las responsabilidades, yo pude
estar a cargo de los tiros, pero eso era mucho más riesgoso y una ráfaga al aire
podía costar la vida a varias gentes y la frustración de todo un proyecto para
conseguir víveres para la guerrilla.
Sin embargo, cuando hubo que volar tiros aquella vez que nos persiguieron por
la calzada San Juan, la compa que iba al volante simplemente me indicó que
sacara la chingamusa de un bolso y que le diera viaje. La pobre no sabía que yo
era ciego; cuando lo supo al terminar aquella angustiosa carrera, por poco cae
patas arriba. Era la primera vez que me veía y nadie advirtió nada. Teníamos
que llevar unos papeles o no recuerdo qué, allá por la Florida, cuando
comenzaron a perseguirnos; entonces fue que me dio la orden. Yo obedecí y no
sé cómo le atiné al parabrisas de los perseguidores y les desmostolé los faros, lo
cual sirvió para que pudiéramos escapar sin más trabas.
Lo jodido es que la cotidianidad te presente una infinidad de dificultades así,
innecesarias, que con un poquitín de colaboración podrían hacerse
insignificantes; pero como esa ayuda, ese apoyo, no se produce por tus propias
circunstancias, te ves obligado a envolverte en una infinita red de
complicaciones diminutas que con el menor descuido se te agigantan, y que de
todos modos te significan tiempo, energías, esfuerzos, atención concentrada que
te desgasta y que no podes utilizar en algo más productivo.”
-Ya sé. Lo que vos querés es que Gladys se venga a vivir con vos o que te
autoricen, por fin, irte a vivir con ella. Y no para que te atienda en todas tus
necesidades, sino que simplemente te brinde ese apoyo minúsculo, con el cual
tu eficiencia se acrecienta al máximo.
-Además prometo ser más cauto, porque lo que le hice en los primeros días de
enero no tiene madre.
Después de la noche del Año Nuevo me permitieron quedarme allí con ella un
breve tiempo. Su mamá ya había muerto y mi compañía prometía ser adecuada;
además, ciertos acontecimientos políticos entre unas y otras fracciones de la
burguesía parecían entretener fuera de nuestro ámbito a la policía, al menos
momentáneamente.
Un día antes de mi reincorporación a esta cripta, estuvimos reunidos con varios
de los boys hasta más allá de la una de la mañana, preparando todo lo que
debiera ser mi nueva identidad. Me llevaron cédula, partida de nacimiento,
pasaporte y hasta inscripción militar y licencia automovilística con mi nuevo
nombre (Casimiro Blanco). Con ello se perdió para siempre todo mi pasado:
escritos, certificados y títulos. Lo que me costó hacer entender a los compás fue
que la inscripción militar y la licencia de manejar constituían un peligro, por
cuanto parecería sospechoso que las hubiera obtenido un ciego que jamás las
iba a solicitar. Al fin, logré que fueran destruidas y desaparecidas.
Mi nombre real (Simón Nel) se quedó sepultado con los costalitos de arena.
Quizá algún día lo rescate, aunque tenga que profanar algún nicho del pasado.
Eso me entristecía y me daba una sensación de estar en el extremo de un
trampolín desde donde ahora me lanzaba al vacío, sin saber exactamente a
dónde iría con el peso de un nuevo nombre sobre mis espaldas.
Los cuates se fueron, Gladys se había acostado ya. Yo dispuse salir a comprar
un trago y algo de comer. Sabía que en el barrio había una pequeña tienda que
estaba abierta hasta la madrugada y fui allá. Tuve que preguntar varias veces
para encontrarla, por fin llegué y compré lo que quería. Hacía un frío afilado y
crudo. Algo se me desarticuló en los engramas inmediatos de la memoria,
porque en el registro de callejuelas, esquinas, postes, portones y otros puntos de
referencia se movió la mano cariñosa de una ensoñación que lo revolvió todo y
me perdía cabalgando sobre proyectos triunfalistas y heroicos que sacudían a la
patria con un canasto del que se saca toda la miseria y se arroja a un muladar
sin fondo, para ponerle luego flores y canciones nuevas que reverdecieron al
conjuro de la sangre de tantos (nos parecían tantos entonces porque no
habíamos vivido todo lo que vino después) y tantos caídos.
Cuando recobré el sentido de la realidad, estaba totalmente perdido, con un
nombre nuevo y una botella bajo el brazo, en una esquina del mundo de cuya
ubicación no sabía nada. Me detuve a esperar, como hay que hacer en estas
emergencias fuera del presupuesto; me situé a la orilla de una noche intemporal
y fría parado en una acera solitaria y probablemente con millones de linternitas
intermitentes allá arriba en la gran carpa del gran circo celestial. Unos pasos
lentos se aproximaban y de pronto un gorgoritazo estilizado, en el que se
ensamblaban calderones rimbombantes, frisas confusas, agudos y graves en
elegantes hamaqueos, me anunció que se estaba acercando un chonte de la
Privada. Le pedí que me ayudara a llegar a mi casa, lo que hizo con mucho
agrado y diligencia.
Los dos tiritábamos; el aire nos mordía las orejas; algunas gotitas de agua muy
helada, que en otras latitudes hubiera sido nieve, nos herían los cachetes y las
manos. Lo invité a calentarse con una copa cuando abrí la puerta, lo que le
pareció una idea genial, pues aunque solamente dijo gracias, en su expresión
había algo así como un alivio de quien encuentra la salida añorada por la que se
ha venido rezando desde hace muchas cuadras.
Al cabo de más de media botella, yo ya le decía don policía y elogiaba su
manera de gorgoritear. Eso le complacía porque sacó su instrumento y se puso
a soplarlo a sotto voce, muy discretamente, para demostrarme todas sus
habilidades.
Cuando ya la botella estaba por terminarse, le propuse un trato: si él soplaba su
pito, como todo un solista, en la puerta del dormitorio, allí le serviría los dos
últimos tragos. Se paró y se encaminó hasta el lugar indicado, sacó su gorgorito,
con ademán de oboísta lo embocó, lo afinó, tomó aire y resopló con decisión y
gran inspiración melódica.
Cumplí mi ofrecimiento y él se fue tambaleando por entre el frío y el recuerdo de
un cieguito perdido que le ayudó a pasar la madrugada de manera agradable. Yo
me quedé recapacitando que adentro estaba Gladys y que, sin duda, no me
dejaría entrar después de semejante pitada. La encontré muerta de risa, y mi
argumentación de que era la única mujer en el mundo que había gozado de una
serenata de gorgorito de policía particular le pareció razonable. Me abrazó y me
besó diciéndome como de costumbre: “¡No te componés mi choquito, vos tenés
un sentido poético del mundo y todo lo haces metáfora, hipérbole, caricia o
tormento, según esté tu alma...!”
Entonces me contó que hacía años se había enterado de mis sufrimientos
cuando volvíamos de Nueva York, a causa de los calzones que me encomendó
la picara de la Luqui.
-Conozco tu corazón alborotado, Poeta -me repitió pasándome la mano
dulcemente por el pelo como cuando se acaricia a un niño-, y sé que te entregas
de lleno a cualquier mujer que te dé un poco de calor. Yo necesité de toda una
estrategia muy firme para derrotar a todas mis contrincantes. Ahora me siento
segura; me percato que me necesitas, no sólo para vibrar con la poca poesía
que mi piel puede ofrecerte, sino para sentirte plenamente complementado, es
decir, completo.
Y eso era cierto. Yo no quería vivir con ella simplemente para que me
solucionara mis cotidianos e importunos problemas, sino para sentir que
construíamos juntos una vida diferente, sobre el marco de un ideal gigantesco
en el que la construcción de una Patria nueva hacía eclosión cada mañana
sobre nuestras mejores esperanzas. Pero todavía tuve que soportar varios
meses en esa soledad de la cripta, donde mis vecinos habían llegado a
conocerme porque mi clandestinidad de muerto y sepultado no podía ser tanta
que consideraran los ruidos que yo producía como provocaciones de algún
espanto. La tortillera y su familia me conocían como don Crecencio o don
Chencho -seudónimo que protegía mi clandestinidad-. Se admiraban mucho de
que yo pudiera vivir solito, y quizá por ello me consentían mucho, haciéndome
llegar bocaditos muy apetitosos, entregándome a mí primero que a nadie el
cotidiano rimero de tortillas del mediodía y hasta invitándome a pasar ratos de
festejos familiares en su compañía.
Ellos vivían en una barraca que no sé cómo no se había precipitado barranco
abajo con las erosiones, y menos mal, no tenían muchos amigos, de modo que a
veces pasaba a visitarlos por la noche para jugar dominó con los patojos o
comentar un poco las noticias del día.
La cripta donde ahora habitaba fue en realidad una suerte de refugio construido
para guardar granos y otros bienes cuando todo aquello era una finca enorme.
Estaba construida de adobe y ladrillo en alternancia poco estética y
aprovechando un contrafuerte natural que constituía un muro lateral y el del
fondo. Ahora este terreno era propiedad de la abuelita del Negro y fue ella quien
autorizó mi instalación en aquel lugar, sin saber nunca de quién se trataba.
Gracias al dios de los ateos, yo soy no “el solitario de las multitudes” sino el
acompañado en la ausencia. Siento el irrompible lazo que me une a muchísima
gente, sin que nadie esté próximo. Empero, este oficio de transitar por los días
como estancias vacías es siempre desasosegante y monótono, va apagando el
chisporroteo de la risa espontánea.
Lo que realmente causa tormento es el vacío, el no tener con qué ocupar el
tiempo, y aquí tengo todo el tiempo libre. Aunque hace algunos días me han
encargado la confección de un trabajo especial, al cual dedico ahora muchas
horas diarias, además continúo escribiendo estas memorias que son puros palos
de ciego, lanzados sin saber dónde ni contra quién. Algún día alguien las tomará
y sabrá lo que ocurrió a un ser que cambió totalmente su identidad por haberse
muerto sin permiso de nadie y continuar vivo con la prohibición del ejército y el
gobierno.
Gladys, en cada visita, me trae lecturas grabadas; he estrenado una linda
grabadora de casetes que hace mucho más cómoda la transportación, incluso
de las mismas grabaciones porque las cintas de siete pulgadas de diámetro,
cuando se llevan media docena, ya hacen un bulto molesto. En cambio los
casetes son mucho más pequeños, livianos, manuables e igualmente útiles.
Anoche me levanté para ir al escusado que está situado en una suerte de
patiecito natural formado entre dos contrafuertes. El escusado está al lado
izquierdo de la cripta, en tanto que la barranca de mis vecinas tortilleras está a la
derecha.
Crucé la cripta pasando por la sala alargada y fría, por el comedor-cocina igual
de estrecho y allí doblé para meterme por el tunelito; salí al patio triangular
porque los dos contrafuertes se unen unos metros más abajo en ángulo agudo,
siendo que en la base del triángulo se construyó el escusado.
Orinaba alegremente cuando escuché, proveniente de las profundidades del
averno, que seguramente está al fondo del escusado, la voz de Saturnino; paré
la oreja y distinguí con toda claridad, como si estuviera allí mismo abajo, sus
cánticos fúnebres, sus lamentos, sus eructos y sus palabras con su voz de humo
y hojarasca.
Se celebraba una misa diabólica y todos los sonidos venían, quién sabe desde
qué honduras, a desembocar en mi escusado. Menos mal -pensé- no tuve que
sentarme, porque a lo mejor están aquí cerca; me hubieran quemado la nalga
con sus incensarios pero seguí oyendo y las voces iban en crecimiento. Ahora
cantaban varios tenores en descomposición, un crooner moribundo, la voz de
soprano torturada de San Pedro Shilot, el ruido de los vasos al chocar contra la
botella, el metal de los incensarios, los aullidos de Maribel que suplía a
Saturnino, quien parecía haber entrado en trance, sin duda dormía sobre el altar;
las invocaciones a Satanás, a Lucifer, a Mandinga, a la Siguanaba, al Tzitzimite,
al Sipitío, al Sombrerón, al Cadejo protector de los bolos. Los conjuros y
oraciones al revés, el olor a azufre revuelto con eucalipto, mirra y copal que
comenzó a salir por el excusado. Me senté en la orillita para disfrutar del
espectáculo auditivo, mientras trataba de explicarme cómo brotaban allí aquellos
sonidos y olores en revoltura inquietante.
El camarlengo de Saturnino rezaba a gritos; se percibía que iba y venía. Su yo
se alejaba y se aproximaba en ululantes ondulaciones misteriosas. Recordé que
en una excursión barranqueña con Gladys, habíamos ido a parar a una cueva
situada más abajo en un barranco colindante con el que está al frente de la
cripta. Al meternos a explorar encontramos manchas de humo en las paredes y
techo y varias pequeñas hornacinas con imágenes decapitadas. Aquélla, sin
duda, era la escondida sede donde los doce apóstoles y sus acompañantes
oficiaban sus luciferinas actividades catecúmenas. Su pontífice dormía porque
se oían unos ronquidos, seguramente había bebido mucho, su sueño se venía
por el respiradero que desembocaba en la cúpula de aquella gruta y que partía
de mi humilde escusado; sueño empapado de maldiciones, estertores,
bramidos...
Mi escusado estaba nuevo, creo que yo lo había estrenado, de modo que se me
ocurrió que si yo los escuchaba tan bien, ellos me escucharían a mí, y me
dispuse a espantarlos. Metí la cabeza en el hoyo y con la voz más fúnebre que
pude modular, comencé a llamar: -Saturnino, hijo de Belcebú, levántate. Y se
despertó porque me preguntó: -¿Hijo de quién?
-Hijo de puta, levántate y reza por mi alma, ya que desde que la espantaste al
querer profanar mi tumba no descansa y te persigue incesantemente.
Un silencio líquido y espeso corría por debajo de mi emisora fantasmal.
Repetí:
-Recen y no estén llamando al diablo, porque él no podrá ayudarlos contra toda
mi santidad.
Comencé a escuchar murmullos de rezos. Movimiento de cuerpos que parecían
haber caído a tierra.
-Vos, Maribel, me envenenaste con tus higos, ahora tenés que pagar ese crimen
abominable.
-Perdón, perdón -lloriqueaba el machihembre aquel temblándole la voz.
La parálisis del susto comenzó a romperse porque San Pedro Shilot, que no
entendía muy bien lo que estaba ocurriendo, dispuso tomar una botella por el
gollete, aplicársela a los belfos y atragantarse una catarata de aguardiente, cuyo
gluglú, al pasar por el gaznate, escuchaba yo con toda nitidez.
Al soltar el recipiente, despegándolo de la boca y colocándolo en el suelo,
resopló con fruición y desenfado, aspiró profundamente y se desarmó en una
carcajada convulsiva que se lo trajo a tierra.
Ahí la atención de todos los asistentes giró hacia el nuevo estímulo, acudiendo a
socorrerlo, levantándolo y proponiendo, como quien opera con toda naturalidad,
que lo llevaran a respirar aire fresco afuera. Y se fueron saliendo en grupitos
precipitados. Lo cierto es que cuando todos habían salido, el único que quedaba
adentro era el pobre Shilot y su alma seguía carcajeándose hasta la meada
larga y triste en el calzón.
Entonces grité furioso:
-¡Vengan a traer a San Pedro o les seco la sangre!
Mi grito debió de ser tan estentóreo que lo oyeron estando ya en la puerta de la
catacumba. Poco a poco y en grupos apretados, fueron volviendo.
(Shilot había caído en la convulsión epiléptica que todos conocíamos,
surespiración descompasada y frenética, sus manotazos en el piso, su gruñido
animal, por fin su quietud de muerto.)
Voces entrecortadas aconsejaban que lo transportaran fuera; deben haberlo
cargado y así se fueron de nuevo hacia la noche externa. Yo solté una carcajada
larga, en escala ascendente primero y descendente después y me dispuse a
retirarme de aquel incómodo lugar, pero cuando quise sacar la cabeza, una
mano poderosa me atrapó por el cuello impidiéndome cualquier movimiento y
obligándome a mantenerme en la misma posición: cabeza adentro, manos
apoyadas en la tabla de sentarse, pies en el suelo clavados y fondillo
encumbrado. El susto fue un poco fuerte y estuve a punto de pedirles perdón a
los apóstoles pensando que su diablo protector había venido a poner orden en el
campo enemigo, cuando me percaté que se trataba de la tapadera que yo
mismo, con ambas manos, había ido empujando hasta reducir el agujero, de
modo que mi mentón topó contra ella cuando quise alzarme y el propio peso y
presión de las manos no permitían que se moviera, pues me había apoyado en
la tapadera que se fue resbalando y no en la tabla fija.
Cuando el mundo comenzaba a estabilizarse, luego de haberme erguido
totalmente, un lloriqueo intermitente, muy triste, casi infantil, salió por el agujero
al que yo me disponía a poner la tapadera.
Más que aullidos, lamentos sobrecogedores comenzaron a llegar desde el otro
lado, como si fuesen edulcorados llamados de la muerte. Parecía que un alma
en pena, un poco más abajo, atrapada en la caverna de los sacrilegios, se
esforzara por hacerse oír en un desesperado grito de auxilio. Pronto el grito
alargado y plañidero se fue definiendo como la voz de un perro atormentado.
Sabíamos, por los constantes mensajes de la Pelancha, que después de mi
exhumación a medias las misas diabólicas habían incorporado, para el momento
de la petición, el sacrificio de un perro, a fin de aplacar al demonio que se robó
mi cuerpo convertido en can.
Al día siguiente de la profanación, antes de que alguien ingresara al cementerio,
los guardianes habían vuelto a sepultar el ataúd en santo silencio para que el
hecho no se convirtiera en un escándalo que bien podría perjudicarlos por la
complicidad con la que actuaron, pero en el ánimo espantado de Saturnino un
perro encantado se quedó ladrándole a la eternidad y siguiéndole los pasos
como un cancerbero inaccesible y devastador de toda tranquilidad.
En la misa que yo había interrumpido aquella noche, este que ahora clamaba
con todos los santos chuchos del otro mundo habría sido sin duda el destinado
al sacrificio. Los lamentos surgían tan humanos y dolientes que en su recorrido
dejaban un escalofrío tremebundo en la espina dorsal de la nocturnidad silente.
Era como si un ángel herido, disfrazado de perro, me llamara desde una agonía
lenta y tormentosa. Me decidí a despertar a mis vecinos para que auxiliaran a
aquel ser que clamaba desde las entrañas de la Tierra.
Fueron a la catacumba y volvieron con un cachorro moribundo, atado a una
cruz, descoyuntado y seguramente muy molido a golpes. Lo desprendieron de
su cepo y lo curaron; desde entonces vivió en la tortillería con el nombre de
Dimas. A veces viene a visitarme para que le haga cariño y le regale algún
mendrugo. Me quiere como si supiera que fui yo quien le salvó la perruna
existencia.
Los días pasan y ahora debo despedirme de mis vecinos, de su perro, de la
cripta y de todo, porque el último mensaje reza que hay una situación harto
peligrosa. Una pequeña cadena de hechos le ha informado a la policía, según
parece, de mi exacta ubicación y es posible que esta noche vengan a
secuestrarme. Ya tengo lista la poca ropa que he estado usando aquí, la
grabadora, los casetes, algunas publicaciones en Braille y, claro, mis memorias.
Los apóstoles volvieron a su ruta acompañados de algunos cuantos orejas que
inspeccionaron el lugar para encontrar las causas del misterio de que mi voz se
hubiera escuchado a mitad de la misa aquella noche. No les fue difícil dar con el
respiradero del escusado y averiguar dónde estaba situado. Pasaron a la
tortillería como simples visitantes extraviados y allí terminaron de componer toda
la explicación cuando uno de los niños narró la forma en que don Chencho les
había avisado de los aullidos del perro en la caverna y cómo ellos lo habían
rescatado.
Ahora escucho pasos ahí afuera. No sé si es el Negro que viene por mí, o son
los secuestradores que vienen a llevarme.
El incesante deslizarse de la arena temporal ha ido trasladando horas, días,
meses, años, vidas enteras de uno a otro contenido.
Me he levantado otra vez de madrugada y escucho los mismos aullidos de hace
veinte años saliendo por el retrete.
Yo, el joven Poeta, he venido a dar con mis huesos a la famosa cripta como un
recurso transitorio del que deberán librarme en cuanto las condiciones permitan
que modifique mi identidad o que me sumerja en la clandestinidad. Temo que
esos aullidos que no parecen de perro sino de un imitador de perro sean sólo la
trampa que mis perseguidores me están tendiendo para que yo salga a buscar al
animal crucificado como se hizo hace veinte años, según consta en el escrito
que acabo de leer y que quedó olvidado aquí en la precipitada fuga de mi viejo.
Pero oigo que ahora me llaman desde abajo de la Tierra... “Poeta, aquí te
saludan las almas de Saturnino y de Maribel, por favor, líbranos de nuestro
castigo aquí en el infierno.”
Una carcajada espeluznante trepa por el tubo y un haz de luz ilumina el interior
del retrete. Los únicos que pueden conocer el secreto de esta conexión entre la
caverna y el escusado son mis cuates Leonel, hijo de don Leonel, y el Negro,
hijo de don Negro como le digo yo. Fijándome bien, identifico sus voces, aunque
ellos las superengolan y las hacen aparecer distorsionadas. Entonces les grito
desde el agujero:
-Tengan cuidado, porque en esa cueva están los explosivos de contacto; si les
dan con las patas vuelan junto a Saturnino y Maribel. Entonces vienen sus risas
frescas y alegres y me avisan que van a subir a la cripta, que les abra en cuanto
silben.
Allí, en esa misma gruta, Maribel, en una crápula demencial al finalizar la última
misa diabólica, le hendió la yugular a Saturnino hace unos diez años. Luego, al
querer escapar todo enloquecido, rodó al barranco y fue a detenerse ya muerto
desde los pies hasta la cabeza en un último rebote junto al desagüe que corre
en el fondo.

Don Negro, desde que murió su abuelita, es propietario de estos terrenos y fue
él quien sugirió la idea de que me escondiera aquí, como mi viejo hace veinte
años. Aquí estuvo, trabajando con su máquina y escribiendo las memorias que
dejó olvidadas por haber tenido que salir en una escapada vertiginosa, creyendo
que una banda paramilitar venía por él. Banda que quién sabe por qué, jamás
llegó.
Fue don Negro quien lo rescató y lo trasladó a casa de mi mamá. Desde
entonces viven juntos y ahora los dos, él con una espesa barba y mechones
canos, ella un poquitín gordita, y mis dos hermanos han logrado sobrevivir con
nombres diferentes en un barrio popular cerca de la Universidad. Ahora, por acá
cerca, pasa una carretera nueva, el panorama es bien distinto, ya no existe la
tortillería y la aldea a donde iban a vender las tortillas es un barrio suburbano.
El turno me llegó muy temprano por culpa del Gringo Northon, quien escribió
rememorando todas las hazañas de aquellos días en que apoyó la lucha aquí en
la capital y los años en que compartió honores con don Leonel en la montaña.
La carta la dirigió a la Asociación de Ciegos y naturalmente llegó, pero fue claro
que la censura policiaca la había registrado previamente. Eso fue mucho más
claro cuando comenzaron a rondar en sus inmediaciones algunos orejas.
Como yo soy el actual secretario de la Nueva Asociación, mejor dicho de la
metamorfoseada asociación que ahora simplemente se dedica a realizar
lecturas, a organizar chonguengues, excursiones y actos culturales, sin permitir
que se vea ninguna labor como la impresión de trabajos de orientación
ideológica, reuniones de grupos que para la mentalidad fascista del gobierno y
del ejército resultaron subversivos, como la Melcocha. Pues tuve que cargar con
la responsabilidad de recibir esta correspondencia. También don Ramón y
Tomás tuvieron que esconderse porque ahora son directivos.
Espero que Cristo nos ayude esta vez, sentado en una curul del Congreso.
Además la Magdalena es propietaria de los dos más famosos prostíbulos de la
ciudad y con un cuello político que no cree en nada. Como saben perfectamente
que mi tata está vivo, quizá quieran hacer algo para librarnos de la persecución,
que sin querer el Gringo desató nuevamente sobre la Asociación. Cuando lo
sepa se va a morir de furia o de pena.
En fin, sé que don Negro irá a conversar con Cristo para ver si es posible
detener la asechanza de los matones.
¡Ah, pobre Gringo!...
Cuando la derrota coyuntural, como la llama mi viejo, en 1968, logró partir para
su país. Don Leonel volvió al trabajo urbano y don Negro (don Carolo, como dice
mi mamá que debo decirle, eso que estos mis cuates le dicen a ella simplemente
Gladys) lo albergó en su casa.
Ya para entonces don Negro se había casado con la Pelirroja, como le dicen
ellos a doña Mireya. Son papás de Jorge, el que estaba aullando con Leonelito,
hijo de don Leonel, allá en la cueva para asustarme.
Don Leonel vive con una señora que también estuvo en la guerrilla, de allí
trajeron a este amigo que ahora viene a visitarme con Jorge.
Tomo las memorias de mi viejo y pienso que es bueno insertarles el informe que
le enviaron los cuates del Arca de Noé y que él guarda entre sus papeles más
queridos. Voy a proponerle que todo esto lo reunamos, lo convirtamos en un solo
mamotreto donde queden anotadas las cuentas de aquella heroica y retozona
juventud.
Mis amigos me informan que el peligro ha pasado casi totalmente de momento y
que puedo reintegrarme a mis actividades normales.
Mañana pasaré por el portal a contarle a doña Pelancha que todavía espantan
en esta cueva del barranco de la guacamaya los espíritus de Saturnino y
Maribel. Seguramente que me va a regalar melcochas para que le suelte toda la
historia.
Dejamos la cripta con sus muros enmohecidos y sus escasos muebles a medio
podrirse; llevo las memorias de mi viejo y el propósito de darlas a conocer al
mundo.
México, diciembre de 1986
fin

Glosario

A pichinga: Borrachera (pichinga: botija de barro).

Acuchuchar: Estrujar, abrazar.


Achichincle: Ayudante, secuaz, compinche.
Apercollar: Apretujar, acariciar atrevidamente.
Astuciar: Engañar.
Ayote: Calabaza (figurado: cabeza).
Bola: Montón. Rumor, chisme, mentira.
Bolos: Borrachos.
Boquitas: Entremeses.
Botánicas: Botellas.
Bote: Cárcel.
Canche: Rubia o rubio.
Canillas: Piernas.
Cantinear: Enamorar, flirtear, galantear.
Clashar: Sorprender, mirar súbitamente.
Coches: Cerdos, marranos.
Colados: No invitados, gorrones.
Colgado: Prendado, enamorado.
Colochera: Montón de rizos (colocho: rizo).
Cucuruchos: Cargadores en las procesiones de Semana Santa. Usan túnica,
paletina y bonete de color morado o negro.
Cuchumbo: Vaso de cuero con el que se juegan dados.
Cuques: Soldados.
Cuto: Trunco, cortado.
Chafas: Militares (chafarotes: espadones).
Chavo: Muchacho.
Chayes: Trozos de vidrio roto.
Chibolita: Bolita.
Chiche: Seno, pecho.
Chichicaste: Planta urticante que se usa en los cercos.
Chillar: Llorar, lamentarse.
Chillón: Llorón.
Chimán: Brujo, hechicero.
Chingamusa: Arma, generalmente metralleta.
Chingona: Un complicado juego de dados.
Chirona: Cárcel.
Choco: Ciego (puede ser, según se use, cariñoso o despectivo).
Chojín: Picado de rábano aderezado con hierbabuena, limón y otros
ingredientes.
Chompipe: Pavo común, guajolote.
Chonguengue: Fiesta, parranda.
Chonte: Policía.
Chotear: Mirar, observar.
Chuchitos: Tamales envueltos en hoja de elote.
Chucho: Perro.
Chulón: Desnudo.
Chumpa: Casaca cazadora, chamarra.
Dar agua: Matar, asesinar.
Dar puerta: Dar oportunidad amorosa.
Dar viaje: Consumir, agotar, usar, utilizar después de haber bebido.
Destrabe: Relajamiento, indisciplina, relajo, desorden.
Detallar: Juguetear amorosamente, manosear.
Emboletar: Inscribir, comprometer, dar participación.
Empelotarse: Desnudarse.
Estirar los hules: Morirse.
Gafo: Pobre.
Goma: Cruda, resaca, ratón, guayabo malestar que se siente.
Guaro: Aguardiente, licor, cualquier bebida destilada.
Haber clavo: Haber complicación, problema.
Huecos: Homosexuales.
Jarana: Embuste, engaño.
Juma: Borrachera.
Lamido: Abusivo.
Mala potra: Mala suerte.
Mamplor: Hermafrodita.
Mosorola: Pene.
Movida: Trama, confabulación, componenda, argucia.
Muchá: Ustedes (apócope de muchachos).
Naranjas agrias: Exclamación que significa nada.
Pascual Abah: Piedra a la que se atribuyen poderes mágicos, ubicada en el
Departamento del Quiche, Guatemala.
Patojos: Niños.
Pepenar: Recoger, levantar.
Petatear: Morirse (a los muertos, en el campo, los entierran envueltos en
petates).
Pitas: Piolines, lazos, hebras.
Pipe: Forma vulgar de pene.
Pipiriche: Pene.
Pisado: Expresión soez, insulto grosero.
Pisto: Dinero.
Pom: Resina aromática.
Poner coco: Poner atención, tomar en cuenta.
Pupusas: Tortillas gordas rellenas de queso o chicharrón (típicas de El
Salvador).
Quemar el rancho: Ser infiel, engañar a la pareja.
Rajarse: Rehuir, no hacer frente, evitar.
Rajón: Cobarde.
Rapadura: Panela, piloncillo, dulce hecho con miel de caña hervida.
Revolcado: Plato típico que consiste en un guiso de cabeza de cerdo
desmenuzada en una salsa muy apetitosa.
Sacar raja: Sacar ganancia, aprovecharse.
Salir de rispa: Salir corriendo.
Sho: Forma grosera de imponer silencio.
Shute: Entrometido, metiche.
Somato: Forma vulgar de aludir a la madre del otro, cuando se pronuncia la
palabra vieja.
Tacifiro: Arma blanca, puñal.
Talonear: Seguir, perseguir, conseguir, tratar de conseguir.
Tashtulear: Acariciar atrevidamente.
Tatascán: Mandamás, jefe.
Tener cuello: Tener influencias, ser preferido.
Tener cheles: Tener miedo (cheles también son lagañas).
Tilichera: Escaparate, vitrina pequeña que se sitúa sobre el mostrador.
Tiras: Panza en trozos. También puede significar policías.
Topar: Aceptar, estar de acuerdo.
Traidas: Novias o muchachas.
Tusa: La hoja del elote. Hace llamarada grande y muy fugaz.
Zambutir: Zambullir, introducir bruscamente.
Zumpancazo: Golpe.
Palos de ciego se terminó de imprimir en abril de 2001, en Litográfica Ingramex,
S.A. de C. V.
Centeno 162, Col. Granjas Esmeralda, C.P. 09810, México, D.F.

Composición tipográfica: Fernando Ruiz. Revisión de pruebas: Isabel


Fernández, Aristeo Vera y César Vicente.
Cuidado de la edición: César Gutiérrez.

Otros títulos publicados en esta colección:

Instinto de Inéz ...... Carlos Fuentes


La caverna ...... José Saramago
La mujer que tenía los pies feos ...... Jordi Soler
La Virgen de los sicarios ...... Fernando Vallejo
La noche del Aguafiestas ...... Antón Arrufar
Círculos ...... Aline Pettersson
La guerra del fin del mundo ...... Mario vargas Llosa
La novia de Matisse ...... Manuel Vicent.

www.alfaguara.com.mx

Mario René Matute


nació en la Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 20 de agosto de 1932. Quedó
ciego a los 3 años. Estudió en la Escuela Normal Central para Varones de
Guatemala, donde se tituló como Maestro de enseñanza primaria. Ingresó a la
Universidad de San Carlos de Guatemala, graduándose en la carrera de
psicología. Ha recibido premios nacionales e internacionales en cuento, poesía y
novela. Ha publicado El pro blema psicosocial de la ceguera, Cuentos en
carreta, Sueños cóncavos, Ciudad ausente, El nahualy otras sombras y Los
alcatraces, esta última en sistema braille. En 1980 sale de su país para librarse
de la persecución de Estado. Vive en México desde 1984.
Entrampados en una maraña política, un grupo de ciegos se enfrenta a una
asociación de ciegos falsos que se ha consolidado como una mafia que domina
las calles de la ciudad. Los protagonistas deambulan en un ambiente social
cargado de escollos y peligros, en el que no faltan sucesos irónicos, eróticos y
lúdicos.
Palos de ciego es una novela que a cada página nos entrega humor negro y
frescura; está divorciada de todo sentimentalismo y posee un pleno dominio de
esa realidad que a muchos infunde terror, a otros piedad y conmiseración, y a
algunos odio contra el mítico poder destructivo de los ciegos.
Mario René Matute, escritor invidente, logra que la audición, el olor, el tacto y el
sabor sean parte sustancial de la narración. El lector es llevado de la mano hacia
el mundo de las sombras.

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