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Nuestro Buen Pastor

Por el élder Dale G. Renlund

Del Cuórum de los Doce Apóstoles

Jesucristo, nuestro Buen Pastor, siente gozo al ver que Sus ovejas enfermas progresan hacia la
sanación.

Podemos hacernos una idea del carácter de nuestro Padre Celestial cuando reconocemos la
inmensa compasión que tiene por los pecadores y apreciamos la distinción que hace entre el
pecado y los que pecan. Esta idea nos ayuda a tener un “[entendimiento más] correcto de Su
carácter, perfecciones y atributos”1, y es fundamental para ejercer la fe en Él y en Su Hijo,
Jesucristo. La compasión del Salvador ante nuestras imperfecciones nos acerca a Él y nos motiva
en nuestros repetidos intentos por arrepentirnos y emularlo. A medida que llegamos a ser más
como Él, aprendemos a tratar a los demás como Él lo hace, sin que importe ninguna
característica o comportamiento externos.

El efecto de distinguir entre las características externas de una persona y la persona en sí es la


esencia de la novela Los miserables, del escritor francés Víctor Hugo2. Al comienzo de la novela,
el narrador nos presenta a Bienvenue Myriel, obispo de Digne, y analiza el dilema que enfrenta.
¿Debe visitar a un hombre que es un ateo confeso y que es despreciado en la comunidad a
causa de su pasado durante la Revolución francesa?3

El narrador declara que, naturalmente, el obispo podría sentir una profunda aversión hacia ese
hombre, pero entonces formula una pregunta sencilla: “Igualmente, ¿la costra de las ovejas hará
que el pastor retroceda?”4. Respondiendo por el obispo, el narrador da una respuesta definitiva,
“No”; y luego añade un comentario cómico: “¡Pero qué oveja!”5

En ese pasaje, Hugo compara la “iniquidad” del hombre con una enfermedad cutánea de las
ovejas, y al obispo con un pastor que no retrocede cuando tiene ante sí a una oveja enferma. El
obispo muestra empatía y más adelante en el libro demuestra una compasión similar por otro
hombre, el protagonista de la novela, Jean Valjean, un expresidiario degradado. La misericordia
y la empatía del obispo motivan a Jean Valjean a cambiar el curso de su vida.

Dado que Dios utiliza en las Escrituras la enfermedad como una metáfora del pecado, cabe
preguntarse: “¿Cómo reacciona Jesucristo cuando afronta nuestras enfermedades metafóricas:
nuestros pecados?”. Después de todo, el Salvador dijo que Él “no [puede] considerar el pecado
con el más mínimo grado de tolerancia”6; entonces, ¿cómo es capaz de mirarnos, imperfectos
como somos, sin retroceder horrorizado e indignado?

La respuesta es clara y sencilla. Como es el Buen Pastor7, Jesucristo ve la enfermedad de Sus


ovejas como una dolencia que necesita tratamiento, atención y compasión. Este pastor, nuestro
Buen Pastor, siente gozo al ver que Sus ovejas enfermas progresan hacia la sanación.

El Salvador predijo que “como pastor [apacentaría] su rebaño”8, “[buscaría] a la oveja perdida…
[haría] volver a la descarriada… [vendaría] a la perniquebrada y [fortalecería] a la débil”9. Si bien
se representó al Israel apóstata como consumido por “heridas, y moretones y
llagas”10pecaminosas, el Salvador alentó, exhortó y prometió la curación11.

En verdad, el ministerio terrenal del Salvador se caracterizó por el amor, la compasión y la


empatía. Él no recorrió con desprecio los caminos polvorientos de Galilea y Judea,
sobresaltándose ante los pecadores, ni los evitó con vil horror. No; Él comió con ellos12. Les
ayudó, los bendijo, los elevó y edificó, y reemplazó el temor y la desesperación con esperanza y
gozo. Como el verdadero pastor que es, Él nos busca y nos encuentra para brindarnos alivio y
esperanza13. Comprender Su compasión y amor nos ayuda a ejercer fe en Él, arrepentirnos y ser
sanados.

El Evangelio de Juan registra el efecto que la empatía del Salvador tiene en una pecadora. Los
escribas y fariseos le llevaron una mujer sorprendida en el acto mismo de adulterio. Los
acusadores insinuaban que había que apedrearla, en cumplimiento de la ley de Moisés. Jesús,
en respuesta a sus preguntas insistentes, les dijo finalmente: “El que de entre vosotros esté sin
pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”.
Los acusadores se fueron “y quedaron solo Jesús y la mujer, que estaba en medio.

“Y… no viendo [Jesús] a nadie más que a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te
acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?

“Y ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más”14.

Ciertamente, el Salvador no aprobó el adulterio, pero tampoco condenó a la mujer, sino que la
animó a reformar su vida. Ella se animó a cambiar gracias a la compasión y la misericordia de Él.
La Traducción de José Smith de la Biblia da fe de su discipulado consiguiente: “Y la mujer
glorificó a Dios desde aquella hora, y creyó en su nombre”15.

Si bien Dios es empático, no debemos creer erróneamente que acepta el pecado ni que está
abierto a considerarlo, porque no lo está. El Salvador vino a la tierra para salvarnos de nuestros
pecados y, lo que es importante, no nos salvará en nuestros pecados16. Zeezrom, un hábil
interrogador, intentó una vez que Amulek cayera en su trampa al preguntarle: “¿Salvará [el
Mesías futuro] a su pueblo en sus pecados? Y Amulek contestó y le dijo: Te digo que no, porque
le es imposible negar su palabra… no puede salvarlos en sus pecados”17. Amulek declaró la
verdad fundamental de que para poder ser salvos de nuestros pecados, debemos cumplir con
“las condiciones del arrepentimiento”, las cuales liberan el poder del Redentor para salvar
nuestra alma18.

La compasión, el amor y la misericordia del Salvador nos atraen a Él19. Gracias a Su expiación ya
no nos satisface nuestro estado pecaminoso20. Dios es claro en cuanto a lo que es correcto y
aceptable para Él y lo que es malo y pecaminoso. Y no es así porque desee tener seguidores
obedientes y sin discernimiento. No, nuestro Padre Celestial desea que Sus hijos escojan,
conscientemente y a sabiendas, llegar a ser como Él21 y reúnan los requisitos para el tipo de vida
que Él disfruta22. Al hacerlo, Sus hijos cumplen con su destino divino y llegan a ser herederos de
todo lo que Él tiene23. Por esta razón, los líderes de la Iglesia no pueden alterar los
mandamientos de Dios ni la doctrina en contra de Su voluntad para que resulten convenientes o
populares.

Sin embargo, en nuestro esfuerzo de toda la vida por seguir a Jesucristo, Su ejemplo de bondad
hacia quienes pecan resulta particularmente instructivo. Nosotros, que somos pecadores,
debemos, al igual que el Salvador, tender a los demás una mano de compasión y amor. Nuestra
función consiste en ayudar y bendecir, elevar y edificar, y reemplazar el temor y la
desesperación con esperanza y gozo.

El Salvador reprendió a personas que evitaban a quienes consideraban impuros y que se creían
mejores porque los demás eran pecadores24. Esa es la lección punzante que el Salvador dirigió a
quienes “confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”, y declaró esta
parábola:

“Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro, publicano.

“El fariseo, de pie, oraba para sí de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los
otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano;

“ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.


“Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: Dios, ten compasión de mí, pecador”.

Entonces Jesús concluyó: “Os digo que este [el publicano] descendió a su casa justificado antes
que el otro [el fariseo], porque cualquiera que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado”25.

El mensaje para nosotros es claro: un pecador que se arrepiente se acerca más a Dios que el que
se considera mejor persona y condena a ese pecador.

La tendencia humana a considerarse mejores y emitir juicios también estaba presente en la


época de Alma. La gente empezó a “establecer la iglesia más completamente… los de la iglesia
empezaron a llenarse de orgullo… los del pueblo de la iglesia empezaban a ensalzarse en el
orgullo de sus ojos… empezaron a despreciarse unos a otros, y a perseguir a aquellos que no
creían conforme a la propia voluntad y placer de ellos”26.

Esta persecución estaba específicamente prohibida: “Ahora bien, había una estricta ley entre el
pueblo de la iglesia, que ningún hombre que perteneciese a la iglesia se pusiera a perseguir a
aquellos que no pertenecían a la iglesia, y que no debía haber persecución entre ellos
mismos”27. El principio rector para los Santos de los Últimos Días es el mismo. No debemos ser
culpables de perseguir a nadie ni dentro ni fuera de la Iglesia.

Los que han sido perseguidos por cualquier razón conocen bien la injusticia y la intolerancia. De
adolescente viví en Europa en la década de los años sesenta; en repetidas ocasiones me sentí
criticado e intimidado por ser estadounidense y miembro de la Iglesia. Algunos de mis
compañeros de clase me trataban como si yo fuera personalmente responsable de la impopular
política exterior de EE. UU. También me trataban como si mi religión fuese una afrenta a las
naciones en las que viví porque difería de la religión estatal. Más adelante, en diversos países
del mundo, he podido observar la crueldad del prejuicio y la discriminación que sufrieron
quienes se convierten en víctimas a causa de su raza u origen étnico.

La persecución se presenta de muchas formas: ridículo, acoso, intimidación, exclusión y


aislamiento, u odio hacia los demás. Debemos cuidarnos de la intolerancia que alza su fea voz
contra quienes tienen opiniones diferentes. En parte, la intolerancia se manifiesta en la falta de
disposición para garantizar la misma libertad de expresión28. Todos, incluso las personas
religiosas, tienen derecho a expresar sus opiniones en público, pero nadie tiene licencia para ser
odioso con los demás cuando se expresan esas opiniones.

La historia de la Iglesia ofrece amplia evidencia de cómo se ha tratado a nuestros miembros con
odio e intolerancia. Qué triste ironía sería que tratásemos a los demás como se nos ha tratado a
nosotros. El Salvador enseñó: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros,
así también haced vosotros con ellos”29. Para pedir respeto, debemos ser respetuosos. Es más,
nuestra verdadera conversión trae “la mansedumbre y la humildad de corazón” que invita al
“Espíritu Santo” y nos llena de “amor perfecto”30, un “amor… no fingido”31 por los demás.

Nuestro Buen Pastor es inmutable y siente lo mismo hoy acerca del pecado y los pecadores
como cuando caminaba sobre la tierra. Él no se aleja de nosotros porque pecamos, aun cuando
a veces piense: “¡Pero qué oveja!”. Él nos ama tanto que preparó un camino para que nos
arrepintamos y lleguemos a ser limpios para regresar a Él y a nuestro Padre Celestial32. Al
hacerlo, Jesucristo también nos dio el ejemplo a seguir: demostrar respeto a todos y no odiar a
nadie.

Como discípulos Suyos, reflejemos plenamente Su amor y amémonos unos a otros tan abierta y
completamente que nadie se sienta abandonado, solo o falto de esperanza. Testifico que
Jesucristo es nuestro Buen Pastor, que nos ama y se preocupa por nosotros. Él nos conoce y dio
Su vida por Sus ovejas33. También vive para nosotros y quiere que lo conozcamos y ejerzamos fe
en Él. Le amo y lo venero, y estoy profundamente agradecido por Él, en el nombre de Jesucristo.
Amén.

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