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LA ESPAÑA DEFENDIDA
Victoriano Roncero López
SUNY - Stony Brook
1
En esta obra parece referirse a la España defendida: «Que realmente no ai lengua que más ni mexor
case las frasis con la hebrea que la nuestra, por tener casi la misma gramática, como mostraremos algún
día»; cito por la edición de Edward M. Wilson y José Manuel Blecua, Madrid, Anejos de RFE, 1953; pp.
119-120. Las demás citas de Quevedo, a no ser que se especifique lo contrario, están tomadas de F. De
Quevedo, Obras completas. Obras en prosa, ed. de Felicidad Buendía, Madrid, Aguilar, 19796.
2
Juventino Caminero, Quevedo. Víctima o verdugo, Kassel, Edition Reichenberger, 1984, p. 50.
Marco Bruto. Semejante coherencia desmiente las opiniones expresadas por algunos
quevedistas que han querido ver en nuestro escritor un oportunista adulador3. El pensa-
miento político quevediano, como no podía ser de otra forma, gira en torno al sistema
político-social que controlaba la sociedad española del seiscientos, el denominado por
José Antonio Maravall complejo «monárquico señorial».
En este entramado ideológico aparece la España defendida, obra de gran erudición
pero con un trasfondo ideológico importante que explica y justifica esa profusión de
conocimientos; no olvidemos que más adelante, al hablar de la envidia en su Virtud
militante, defiende el concepto de una erudición con mensaje:
Nada de amontonamiento de datos, citas y libros de los más variados autores para
ostentar su sabiduría, sino que hay que ponerlos al servicio de una idea, de un concepto
que se pretende expresar o defender; en este caso el de la grandeza de España. Porque
eso es al fin y al cabo la España defendida, una defensa apasionada y culta del pasado
y presente de España, asediada, en palabras de Quevedo, por «tantas calumnias de
extranjeros» y no defendida por sus propios conciudadanos; en esa dualidad de papeles
de la que hablaba Raimundo Lida5.
Aquí apreciamos ya uno de los principios que informan la ideología quevedesca: el
patriotismo. El concepto ya ha sido estudiado y destacado por críticos anteriores6, uno
de los cuales ha considerado al escritor madrileño como «mártir de su patriotismo»7. Si
bien es un concepto que ya se puede rastrear en su producción anterior y seguirá
emergiendo en obras posteriores, en ninguna de ellas se presenta como leit motif del
discurso quevediano. Ésta es la singularidad de la España defendida, porque lo que
impulsa a Quevedo a emprender la obra es, como ya hemos visto, defender a su patria,
demostrar que su pasado y su presente no tienen parangón en ninguno de los estados
del Occidente europeo de su época; es por ello, por ejemplo, que cuando decide ensal-
zar a los escritores españoles no los compara con franceses, italianos u holandeses
3
Es la opinión de Pablo Jauralde: «Pero, lo que es más importante, así -servil, adulador, anticipada-
mente humillado, intransigente- se nos muestra el propio Quevedo frente a nobles, poderosos o plebeyos en
sus pretensiones y en su conducta. No importa que de vez en cuando hiera al noble caído o al poderoso
muerto, casi siempre lo hace como trampolín para una nueva adulación, teniendo exquisito cuidado en no
personalizar demasiado»; «Introducción», F. de. Q., Obras festivas, ed. de..., Madrid, Castalia, 1981, p. 12.
4
Francisco de Quevedo, Virtud militante. Contra las quatro pestes del mundo, inuidia, ingratitud,
soberbia, auarizia, ed. de Alfonso Rey, Santiago de Compostela, Universidad, 1985, p. 84.
5
Raimundo Lida, Prosas de Quevedo, Barcelona, Crítica, 1981, p. 43.
6
R. Selden Rose, «The patriotism of Quevedo», The Modern Language Journal, IX (1924-1925), pp.
227-236; Doris L. Baum, Traditionalism in the Works of Francisco de Quevedo y Villegas, Chapel Hill,
The University of North Carolina Press, 1970.
7
Baltasar Isaza Calderón, «Don Francisco de Quevedo y Villegas», Universidad, 24 (1946), p. 74.
contemporáneos, sino que echa mano de los escritores clásicos griegos y latinos, como
le recuerda a Gerardo Mercator: «No quiero competir con tu lengua propia, con la
griega y latina, en el propio idioma» (p. 577a). La situación geográfica, la historia, la
lengua primitiva, la literatura, el origen de sus habitantes constituyen pruebas de la
grandeza del país, y para apuntalar esta idea recurre a su erudición, citando cuando es
posible textos de autores no españoles para hacer ver su prurito de imparcialidad; el
caso más extenso y notorio es el de la descripción geográfica de la Península Ibérica,
en el que traduce las palabras de Pompeyo Trogo para terminar afirmando: «Esto dice
de España no español, hijo apasionado, sino Justino de Trogo Pompeo, y añade tantas
alabanzas de la paciencia, fortaleza, sufrimiento y magnanimidad de sus hijos, que, por
no hacer largo el capítulo, dejo de referirlas» (p. 552a).
La erudición humanística de Quevedo se convierte, pues, en un instrumento de su
patriotismo dirigido a exaltar las grandezas de la nación y demostrar que, frente a la
envidia de las demás naciones, España se halla en «soledad y contra todos», en pala-
bras de Claudio Guillen8. Eso sí se trata de un humanismo típico del siglo XVII que
critica los rigores filológicos de sus antepasados9, y en el caso de Quevedo de uno de
los enemigos de España, Scalígero: «Y, cuando más glorioso llega a ser un Duza y un
Scalígero, es para mirar si Plauto dijo oro porprecor, mudar una letra, alterar una voz»
(p. 579a). Para él estos estudios carecen de valor, aunque él mismo en determinado
momento haga obstentación de ellos al analizar un párrafo oscuro de una comedia de
Plauto, la sabiduría ha de indagar otros aspectos; el prurito filológico es algo del pasa-
do. La filología, utilizada por él en los capítulos segundo y tercero de su obra, le sirve
de arma política con la que derrotar a los enemigos de su país.
Otro rasgo de su patriotismo humanista aparece en la homologación de los poetas,
prosistas y dramaturgos españoles de los siglos XV y XVI con los poetas, prosistas y
dramaturgos clásicos, tanto latinos como griegos, incluso llegando a valorar a aquéllos
por encima de éstos, dentro de una concepción que ya había sido expuesta en 1581 por
Francisco Sánchez en su Quod nihil scitur10, autor y libro conocidos por Quevedo.
Su concepto del patriotismo le hace incurrir en una ligera contradicción, pues al
principio de la obra, cuando afirma la historicidad del Cid y de Bernardo del Carpió,
escribe que: «el hijo de la república, lo que le toca es ser propicio a su patria» (p. 550b).
Para él, la existencia de los dos héroes castellanos está fuera de toda duda y desecha
todos aquellos textos en los que se cuestiona la veracidad de alguno de estos dos perso-
najes, aunque la realidad histórica de algunos hechos a ellos atribuidos se hallaba en
entredicho, tal y como lo demuestran las palabras de Cervantes, en el Quijote (I, 49),
donde el protagonista afirma que: «En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos
8
Claudio Guillen, «Quevedo y los géneros literarios», en Quevedo inperspective, ed. de James Iffland,
Newark, Juan de la Cuesta, 1982, p.8.
9
Sobre este tema véase Francisco Rico, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Madrid,
Alianza, 1993, pp. 154-159.
10
«Nec a me postules multorum autoritates aut in autores reverentiam, quae potius servilis et indocti
animi est quam liberi et veritatem inquirentis. Autoritas credere iubet, ratio demonstrar»; citado por Fran-
cisco Rico, ibidem, p. 158.
Bernardo del Carpió; pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy
grande». Contra estas afirmaciones y otras más radicales, Quevedo enfrenta su orgullo
castellano que le impide rechazar como fábula la leyenda del primer héroe nacional.
Sin embargo, y curiosamente, su patriotismo no le impide destruir el fabuloso
entramado de los reyes inventados por Annio de Viterbo, separándose de esta manera
de la tradición de otros países europeos y de algunos historiadores españoles de crear
un pasado mitológico para su nación. En este caso, su sentido humanista de la Historia
rechaza estas invenciones basadas en los nombres de ciudades o ríos, fenómeno que
parodia al afirmar que el paraíso terrenal se podía localizar en una aldea próxima a
Madrid. Para Quevedo únicamente desde la llegada de los cartagineses era posible
verificar la realidad de los datos históricos, pero aún así pasa como sobre ascuas, sin
intentar profundizar en ellos, quizás porque tampoco existían demasiados documentos
en los que basar sus aseveraciones, ausencia que orgullosamente destaca Quevedo,
porque los españoles más se precian de actuar que de escribir: «y no tuvieran historias
copiosas y elegantes todos los reyes de España, era para nosotros gloriosa respuesta
que los españoles, más se precian de hacer cosas dignas de ser escritas, que no de
escribir sueños o lo que otros hicieron» (p. 580b). Esta misma idea será repetida en el
parlamento del renegado Sinán Bey enLa Hora de todos, donde se afirma que: «servíase
su valentía de ajenas plumas; tomaron para sí el obrar, dejaron a los Latinos el escribir;
en tanto que no supieron ser historiadores, supieron merecerlos»".
Ese mismo patriotismo produce una respuesta airada cuando defiende la venida del
apóstol Santiago a España negada, entre otros, por el cardenal César Baronio, como
recordará posteriormente en suMemorialpor el patronato de Santiago12. Para Quevedo,
Santiago constituía el símbolo de la España católica, el instrumento que Dios había
enviado para cuidar de la pureza religiosa del reino. Por todo ello el intento de refuta-
ción de su presencia en España provoca su enfado: «y no quiso que Santiago hubiese
sido patrón de España ni venido a ella. Y espero a cuando otro escribirá que para los
españoles no hay Dios» (p. 550a). Santiago representa a España, su lugar preferencial
en el podio de los países europeos, como más tarde afirmará en su citado Memorial por
el patronato de Santiago, en el que recuerda que el obispo de Burgos, Alonso de
Cartagena, había dado precedencia a la corona de Castilla frente a la de Inglaterra por
el patronazgo jacobeo13. Esta idea de la preferencia divina por España tiene una larga
tradición en nuestra literatura, pues ya aparece expresada en el Poema de Fernán
González, en el que se cita como muestra de esa predilección sobre Francia e Inglaterra
la estancia y sepultura del apóstol en España:
" F. de Q., La Hora de todos y la Fortuna con seso, ed. de Jean Bourg, Pierre Dupont y Pierre Geneste,
Madrid, Cátedra, 1987, p. 302. Sin embargo, el renegado había elogiado las universidades y estudios de
España, donde «florecen, a pesar de la muerte, sus hazañas y virtudes y nombres, rescatándose del olvido de
los sepulcros por el estudio que los enriqueció de noticias y sacó de bárbaras a sus gentes»; p. 297.
12
«¡Cuánto, señor, se ha sentido en España que el cardenal Baronio niegue la venida de Santiago a
ella»; p. 878a.
" Ed. cit., p. 859b.
Como Dios de los ejércitos, unas veces nos amparó, y éstas fueron muchas, con
nuestro patrón Santiago... Milicia fuimos suya en las Navas de Tolosa. La diestra de
Dios venció en el Cid, y la misma tomó a Gama y a Pacheco y a Alburquerque por
instrumento en las Indias orientales para quitar la paz a los ídolos. ¿Quién sino Dios,
cuya mano es miedo sobre todas las cosas, amparó a Cortés para que lograse dichosos
atrevimientos, cuyo premio fue todo un Nuevo Mundo? Voz fue de Dios, la cual halla
obediencia en todas las cosas, aquella con que Ximénez de Cisneros detuvo el día en la
batalla de Oran. (p. 587a-b)
14
Cito por Poema de Fernán González, ed. de Alonso Zamora Vicente, Madrid, Espasa-Calpe, 19704.
15
Memorial por el patronato de Santiago, ed. cit., p. 866a. Para este tema y otros relacionados con este
Memorial, véase Alfonso Rey, «Los memoriales de Quevedo a Felipe IV», Edad de Oro, XII (1993), pp.
258-262.
16
«Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas; lo que se
vio en dos fiestas de toros en la plaza, adonde, en la primera, quemándose una noche hasta los cimientos
una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiendo una madera, murieron miserable-
mente tantas personas. Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras
mercancías y las anclas de nuestros navios sus huracanes. Da a los rebeldes las plazas en Flandes»; cito por
F. de Q. Execración contra los judíos, ed. de Fernando Cabo Aseguinolaza y Santiago Fernández Mosquera,
Barcelona, Crítica, 1993, pp. 78-79.
intervención divina y sobre todo del apóstol Santiago redunda siempre en beneficio de
los católicos reyes españoles. Quevedo se hace eco de la importancia del apóstol en la
expulsión de los árabes. Para ello rememora la leyenda del Santiago Matamoros, el
apóstol que con la espada en la mano luchó al lado de los cristianos en la batalla de
Clavijo para derrotar a los infieles y expulsarlos de España; así en la Execración lee-
mos:
Los gloriosos antecesores de V.M. expelieron de todos sus reinos la nación pérfida
hebrea cuando se coronaban en pocos y pobres retazos de España, recobrados a la inun-
dación de los moros por el valor de las reliquias cristianas que, de aquella universal
ruina, quedaron parte despreciadas, parte defendidas, por la espada de Santiago, su úni-
co patrón17.
En este pasaje une Quevedo a los dos grandes enemigos infieles de España y, por lo
tanto, de la Cristiandad: árabes y hebreos. A estos últimos también les dedica algunos
párrafos en la España defendida. Ciertamente en esta obra no se da el ensañamiento de
textos posteriores, porque la intencionalidad primordial de Quevedo en este discurso
no es la de atacar a los enemigos, fieles o infieles, de España, pero sí hay indicios de ese
antisemitismo tan característico de don Francisco18. En la obra, no lo olvidemos, Quevedo
pretende demostrar que el antiguo español provenía directamente del hebreo, un ele-
mento más en su defensa del carácter de elegido del pueblo español, pero en un mo-
mento determinado reconoce que las palabras de origen hebreo que, según él, se con-
servan en nuestra lengua fueron introducidas por los judíos «que mancharon a España.
¡Maldita inundación! Estos borraron lengua, palabras y obras y nobleza en gran parte,
y tuvieron asistencia principal en Toledo» (p. 567b). La referencia a Toledo auna el
carácter de centro político que en su momento tuvo esa ciudad con su consideración
como modelo del buen hablar. Pero en estos textos relativos a la lengua hebrea y a su
relación con el castellano parece apreciarse una clara contradicción en el pensamiento
quevediano: por una parte, se muestra orgulloso de la herencia hebraica de nuestra
lengua primitiva: por otra, desprecia la influencia que los judíos, asentados en España
tras la llegada de los romanos, tuvieron sobre nuestra lengua. Sin embargo, Quevedo
diferencia claramente desde el punto de vista cristiano dos momentos en la historia del
pueblo hebreo: en el primero se presenta como el pueblo elegido por Dios, y en el
segundo como el asesino del hijo de Dios. Por tanto, Quevedo se enorgullece de este
origen hebraico que une directamente a los españoles y a su lengua con el pueblo
elegido, no con el desheredado.
El segundo texto en el que aparecen referencias a los judíos está también relaciona-
do con la historia de la lengua española; en este caso se trata de su intento de demostrar
que el español hablado en la época medieval estaba más próximo al latín que el español
de su época. Para esta demostración elige, curiosamente, un fragmento del capítulo 14
17
Ed. cit., p. 85.
18
Véanse especialmente los trabajos de Juventino Caminero, «Formas de antisemitismo en la obra de
Quevedo», Letras de Deusto, 20 (julio-diciembre, 1980), pp. 5-56 y Quevedo. Víctima o verdugo.
del libro XII del Fuero Juzgo: «Los siervos christianos no se lleguen de ninguna mane-
ra a los judíos, ni entren en sus casas» en el que, como queda aclarado por el encabeza-
miento, se prohiben los contactos entre los judíos y los cristianos. La elección de este
párrafo no ha sido casual, para su intención hubiera podido escoger cualquier otro
capítulo, pero en este caso le venía como anillo al dedo éste en el que se reflejaba cómo
las antiguas leyes españolas, incluidas las promulgadas en la época visigoda19, habían
instaurado la separación entre el pueblo cristiano y el hebreo, separación que los Reyes
Católicos intentaron imponer con la expulsión ordenada en 1492, y que Quevedo re-
cordará a Felipe IV y Olivares en la Execración contra los judíos, obra escrita, no lo
olvidemos, con motivo de la presencia de asentistas judíos portugueses en España,
llamados y protegidos por el Conde-duque en 1626 para intentar acabar con el mono-
polio de los banqueros genoveses20.
El odio antisemítico de Quevedo tiene sus raíces en su religiosidad; nuestro autor
era un «cristiano viejo, intransigente y batallador»21. Su doctrina política, como la de
muchos otros teóricos de su época, se hallaba subordinada a la religión, idea que es-
tructura su gran tratado político la Política de Dios, y que se halla claramente expresa-
da y resumida en la ya citada Execración, donde llega a anteponer la pureza espiritual
del país a los beneficios económicos que podría producir la colaboración con los
asentistas marranos portugueses, enemigos de la religión católica22. La España defen-
dida participa también de este espíritu religioso, en cuanto que Quevedo presenta una
España pura en la que los vicios y las herejías han sido importados de otros países
europeos:
¿Quién no nos dice que somos locos inorante y soberbios, no teniendo nosotros
vicio que no le debamos a su comunicación de ellos? ¿Supieran en España que ley había
para el que, lascivo, ofendía las leyes de la Naturaleza, si Italia no se lo hubiera enseña-
do? ¿Hubiera el brindis repetido aumento el gasto a las mesas castellanas, si los tudescos
no lo hubieran traído? Ociosa hubiera estado la Santa Inquisición si sus Melantones,
Calvinos, Luteros y Zuinglios y Besas no hubieran atrevídose a nuestra fe (pp. 550b-
551a)
La alusión a la herejía en este apartado constituye una clara evidencia del conserva-
durismo ideológico de Quevedo que, como afirmó Juventino Caminero, «se ve amena-
zado por el colosal fantasma de la herejía»23. Porque, y no lo olvidemos, moteja de
19
José Ángel García de Cortázar recuerda que a partir de «las disposiciones de Sisebuto de 613, los
judíos se convierten en perseguidos y excluidos del conjunto de la sociedad»; La época medieval, vol. 2 de
Historia de España, dir. por Miguel Artola, Madrid, Alianza ed., 1988, p. 36.
20
Véase la introducción de Cabo Aseguinolaza y Fernández Mosquera a su edición de la obra, pp. 28-43.
21
Marciano Martín Pérez, Quevedo. Aproximación a su religiosidad, Burgos, Ediciones Aldecoa,
1980, p. 130.
22
«Y porque este remedio puede parecer estorbo en las ocurrencias presentes el ser desta detestable,
pérfida, endurecida y maldita nación los más de los asentistas, digo que tuviera por más seguro el desampa-
ro ultimado de todos que el socorro destos»; ed. cit., p. 93.
23
Véase Quevedo..., pp. 32-33.
herejes a aquellos filólogos, como Scalígero, que se atreven a decir mal de los escrito-
res latinos nacidos en España; de la misma manera que se tilda de enemigos blasfemos
de la religión católica a los que atacan a la lengua española, «retrato de la lengua
hebrea» (p. 577a). La imagen que Quevedo pretende preservar es la de una España
aislada en su defensa de la auténtica fe mediante la identificación de la monarquía
española y religión católica, colocando «en la misma escala interpretativa la disensión
política y la discrepancia confesional»24. De esta forma herejes y blasfemos son todos
aquellos que atacan a España o a los españoles.
La pureza espiritual anhelada por Quevedo no se corresponde con la realidad en la que
vive, por tanto ha de buscar un momento en nuestra historia que se ajuste al patrón de
virtud y moderación predicadas por el Cristianismo. Para él esta sociedad ideal se dio en la
Edad Media, en «los buenos hombres de Castilla, de quinientos y de cuatrocientos años a
esta parte» (p. 586b), por lo que presenta en X&España defendida una imagen idealizada de
las costumbres medievales, imagen que repetirá en la Epístola censoria, donde recuerda
con nostalgia la sobriedad, la pobreza, la libertad y sobre todo el espíritu guerrero como
señas de identidad de esa Castilla ya perdida, pero añorada, en la que
Pudo sin miedo un español velloso
llamar a los tudescos bacchanales,
y al holandés, hereje y alevoso25.
También en el Sueño de la Muerte aparece la referencia a esta idealizada España me-
dieval, cuando Enrique de Villena destaca su época en la que «honrados eran los espa-
ñoles cuando podían decir deshonestos y borrachos a los extranjeros»26.
En la España defendida se ahonda más en esta visión de la Edad Media. La primera
característica que resalta es el amor y la obediencia ciega a sus reyes: «Es natural de
España la lealtad a los príncipes, y religiosa la obediencia a las leyes y el amor a los
generales y capitanes. Siempre en todos los reyes que han tenido, buenos u malos, han
sabido amar los unos y sufrir los otros» (p. 585a). La idea es coherente con la teoría del
origen divino del poder de los monarcas españoles que aparece largamente desarrollada
en la Política de Dios11, y volverá a formularse en el Marco Bruto cuando a propósito
del asesinato de Julio César afirme que: «el rey bueno se ha de amar; el malo se ha de
sufrir»28. Este concepto supone implícitamente que el monarca sólo es responsable de
sus actos ante Dios, y nadie más que el Juez supremo puede juzgar sus errores, sus
crímenes, como recordará, por ejemplo, en los Grandes anales de quince días29, con
24
Ibidem, p. 44.
25
Cito por F. de Q., Poesía original completa, ed. de José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1981, p. 144.
26
Cito por F. de Q., Los sueños, ed. de Ignacio Arellano, Madrid, Cátedra, 1991, p. 351.
27
Sobre este tema véanse, entre otros, José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social.
Siglos XVaXVII, 1.1, Madrid, Revista de Occidente, 1972, pp. 249-321, y Salvador Lissarrague, La teoría
del poder enxFrancisco de Vitoria, Madrid, 1947.
28
Ed. cit., p. 961b.
29
«Dignos son de todo castigo aquellos que con ánimo sacrilego se atreven a juzgar a los reyes»; ed.
cit.,p. 844b.
30
«Sólo se ha de advertir que es tal la tierra, fertilidad, sitio y clima de España, que tenemos en ella por
güespedes, olvidados de sus patrias, a todas las naciones, haciéndose en nuestra comunicación ricos y
dejándonos con la suya pobres y engañados» (p. 552b).
31
Ed. cit., p. 142.
32
Ed. cit., p. 650.
33
Prosas de Quevedo, p. 57.
i prudentes palabras, acreditadas no sólo con la ruina de Roma, sino también de otras
monarchías! ¡Summo misterio político!34
El mismo argumento lo hallamos repetido en el Marco Bruto, donde afirma que «ricos
fueron los romanos en tanto que supieron ser pobres»35, y en La Hora de todos%. Pero
es en la España defendida donde primero esboza la idea. Aquí recuerda la experiencia
romana de un pasado glorioso mientras tuvo enemigos a los que temer, pero como se
produjo el cambio en el momento en el que lograron el «ocio bestial con nombre de paz
santa» (p. 585b), que acabó con la degeneración de las costumbres y la destrucción del
poderío militar. La Historia le sirve a Quevedo de modelo, la concepción de la historia
como «magistra vitae» le lleva a comparar la situación vivida por la antigua Roma con
el presente de la monarquía española, inmersa en la denominada «pax hispánica», ase-
gurada por el duque de Lerma. Pero la situación, aunque alarmante, no es irreversible;
es por ello que en Quevedo todavía existe la esperanza, pues en su opinión, frente al
modelo romano «España nunca goza de paz: sólo descansa, como ahora, del peso de
las armas, para tornar a ellas con mayor fuerza y nuevo aliento» (p. 586a). Según esto
el panorama tan desolador que ha presentado de un Imperio dominado por los vicios no
es definitivo, puesto que los españoles han aprendido de los errores de los anteriores
imperios, y esta paz es momentánea, un descanso en la ardua tarea de la defensa de la
monarquía y la religión católica frente a los enemigos que las acechan en las riberas de
ambos mares; sin la presencia de las armas españolas «corriera sin límites la soberbia
de los turcos y la insolencia de los herejes, y gozaran en las Indias seguros los ídolos su
adoración» (p. 586a).
El motivo sirve de una forma implícita como aviso a los gobernantes de su época,
sobre todo al duque de Lerma; en este sentido la España defendida constituye un aviso
sobre las consecuencias que traería para la monarquía la política pacifista del valido.
España ha firmado paces o treguas con sus principales enemigos (con Francia e Inglaterra
antes y con Holanda en el mismo año en que está firmada la obra), y, por tanto, es vulnera-
ble a la degeneración que ha causado la ruina del mayor imperio de la antigüedad.
Por todo ello, la obra no fue concebida únicamente como una «laus Hispaniae»,
sino también, y es un motivo que nadie ha destacado, como una advertencia a Felipe III
y a Lerma frente a las consecuencias que su política exterior podrían acarrear al país.
Moral, religión y política se unen pues en esta obra, como en tantos otros textos de
nuestro autor, como elementos indivisibles en la más amplia tradición del sistema
tomista37.
Todos los temas hasta aquí tratados demuestran la homogeneidad del pensamiento
34
Ed. cit., p. 157.
35
Ed. cit., p. 922b.
36
«En tanto que fueron pobres (los romanos), conquistaron a los ricos, los cuales, haciéndolos ricos y
quedando pobres, con las mismas costumbres de la pobreza, pegándoles las del oro y las de los deleites, los
destruyeron y, con las riquezas que les dieron, tomaron de ellos venganza»; ed. cit, p. 258.
37
Véase Peter Frank de Andrea, «El sars gubernandi' de Quevedo», Cuadernos Americanos, XXIV
(1945), p. 165.
quevediano desde sus primeras obras como los Sueños o la España defendida hasta las
últimas, La Hora de todos o el Marco Bruto. La ideología quevedesca conservadora,
tradicional, del absolutismo cristiano, o como queramos llamarla, mantuvo sus funda-
mentos desde un principio; aquellos temas que le preocuparon y ocuparon en su juven-
tud siguieron preocupándole y ocupándole en su vejez. No hay, por tanto, cambios, ni
virajes fundamentales, sin querer entrar a juzgar lo positivo o negativo de este hecho.
Variaron sus opiniones sobre los artífices de la política española de su época; de la
alegría y esperanza pasó a la tristeza y desilusión como podemos apreciar en el caso de
Olivares. Pero Quevedo mantuvo siempre una lógica y coherencia en su pensamiento
político y la España defendida representa una muestra temprana de este hecho.