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Azul

Maia entra en un cuarto vestida de blanco. La habitación está todo lo


bañada por la luz blanca que puede estarlo. Destaca como único
decorado, las paredes ocupadas por monitores apagados, cubiertos del
mismo "blanco" pero ausente, inerte, sin alguna similitud con la vida (un
blanco "negro"). La habitación da la impresión de que hace mucho tiempo
que no se entra en ella.

Pero Maia es sensible. La inmovilidad y el silencio del "gran blanco" la


agobia, la cega; se siente evidentemente impotente de transformar esa
realidad que la rodea. Se siente impulsada a actuar, a romper ese silencio
con el blanco. Se quita con violencia la túnica blanca que la cubre,
dejándose ver debajo una túnica igual, pero negra. Los monitores, que
parecen cobrar vida propia, responden al estímulo de Maia desvistiéndose
y encendiéndose caprichosa, caóticamente, uno después de otro y
simultaneados también. La inmaculada luz se convierte en un tablero de
restos de imágenes, desechos de información, fragmentos de tele-basura.
La conjunción de imágenes y sonidos empiezan a formar una secuencia,
primero lentamente, sorprendiendo un encendido aquí, otro más allá; la
velocidad se apodera el ciclo de secuencias hasta hacerlo enloquecedor,
agobiante, repitiéndose hasta el infinito. El crescendo de este remolino de
rayos catódicos es directamente proporcional a la impotencia,
transformada ya en furia, de Maia, que se desespera ante la invasión, la
manipulación, la avalancha de esas formas estúpidas que actúan sobre
ella.

Maia intenta apagar con su mano algunos de los televisores, pero éstos,
impasibles, se rebelan y siguen funcionando. Hasta que una de las
pantallas que inintecionadamente Maia toca devora literalmente su mano,
que "toca" la sangre con la que, en ese momento, el informativo se
recrea. La bronca se apodera de Maia que inmediatamente saca su mano
de adentro del aparato, indefectiblemente manchada de un rojo artificial,
casi fosforescente. Maia se limpia asqueada la mano en su vestido, pero
descubre que la tela se mantiene negra, impermeable al color. Maia
empieza a ser conciente de lo diferente, de lo distinto de su vestido y de
sus intenciones. Comienza a creer que es posible hacerle frente a la
avalancha de imágenes, anulándola con su misma "savia", como una sopa
de su propio chocolate.

Con timidez se acerca al monitor, vuelve a "integrar" su mano con la


imagen, haciéndose una dentro del vientre del aparato. El azul profundo
de un bravo mar se impregna en sus dedos; casi sin esfuerzo, Maia retira
su mano de la pantalla y embardurna el cristal con ese azul fuerte. Da dos
pasos hacia atrás; contempla; sonríe.

Pero de repente, todos los monitores empiezan a despedir la misma


imagen de la ola que Maia "inmortalizó" con su acción. El violento sonido

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del mar se hace ensordecedor. Maia, asombradísima de la "libertad" de los
aparatos, no reacciona. Los televisores empiezan a salpicarla con el agua
de la imagen, que es a la vez un azul que la tiñe entera, a ella y su
vestido.

Maia derrotada, sale de la habitación, al tiempo que todos los monitores


se apagan, dejando a oscuras el espacio.

Alejandro Feijóo

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