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Hoy en día, los estudiantes universitarios intentan desesperadamente

cambiar al mundo y buena parte de ellos cree que tener una vida exitosa
significa hacer algo extraordinario y que llame la atención, como
convertirse en una celebridad en Instagram, crear una empresa
exitosísima o acabar con la crisis humanitaria.

Por supuesto que tener aspiraciones idealistas es parte de ser joven pero,
gracias a las redes sociales, el propósito y el significado se han fusionado
con el glamur: tener una vida extraordinaria parece ser la norma en
internet. Además, la idea de que el significado de la vida debe ser
excepcional, o parecerlo, no solo es elitista sino que también está
equivocada.

Durante los últimos cinco años he entrevistado a decenas de personas en


todo el país acerca de lo que le da significado a su vida y he leído miles
de páginas de libros de psicología, filosofía y neurociencia para poder
comprender qué es lo que le proporciona satisfacción a las personas.

He aprendido que las vidas con más significado no siempre son las más
extraordinarias; lo son las vidas normales que se viven con dignidad.

Quizá no haya una mejor descripción de esta sabiduría que la que


aparece en Middlemarch: un estudio de la vida en provincias, de
George Eliot, un libro que considero que todo universitario debería leer.
Las setecientas y tantas páginas de la obra requieren de devoción y
disciplina, y básicamente de eso se trata. Terminar este libro es difícil y
exige esfuerzo, al igual que tener una vida plena. La heroína de la novela
es Dorothea Brooke, una dama joven y adinerada que vive en un pueblo
inglés.

Dorothea tiene un temperamento vehemente y ansía lograr un cambio


en el mundo con su actividad filantrópica. El héroe de la historia, Tertius
Lydgate, es un joven médico ambicioso que desea realizar importantes
descubrimientos científicos. Ambos anhelan tener vidas gloriosas.

Sin embargo, Dorothea y Tertius terminan en matrimonios desastrosos:


ella se casa con el vicario Casaubon y él con la belleza del pueblo,
Rosamond. Los sueños de ambos se desvanecen lentamente.

Rosamond, quien resulta ser vana y superficial, quiere que Tertius se


dedique a tener una carrera lo suficientemente lucrativa para cumplir
sus gustos sibaritas y, al final de la novela, él accede y abandona su
misión científica para convertirse en el médico de los ricos. Aunque en
términos convencionales tuvo una vida “exitosa”, muere a los 50 años
considerándose un fracasado por no haber seguido su plan de vida
original.

En cuanto a Dorothea, luego de la muerte del reverendo Casaubon, se


casa con su amor verdadero, Will Ladislaw, pero sigue sin cumplir sus
más grandes ambiciones. En primera instancia parece que ella también
ha desperdiciado su potencial. La tragedia de Tertius es que jamás
concilia su tediosa realidad consigo mismo. El triunfo de Dorothea es
que ella sí lo hace. Hacia el final de la obra se adapta a la vida de madre y
esposa para convertirse, en palabras de Eliot, en la “fundadora de la
nada”.

El lector podría considerar que es una decepción pero para ella no lo es.
Dorothea se vuelca en su papel de madre y esposa con una “actitud
caritativa que no dudó en descubrir y adoptar para su vida”.

Un día, al mirar por la ventana, observa a una familia andando camino


abajo y se da cuenta de que ella también es “parte de aquella vida
involuntaria, palpitante, y que no podía contemplarla desde su lujoso
refugio como una simple espectadora ni ocultar la mirada en sus egoístas
lamentos”. En otras palabras, comienza a vivir el momento. En lugar de
abandonarse al dolor de los sueños incumplidos, acepta su nueva vida y
ayuda a los demás en la medida de sus posibilidades.

Lo último que Eliot escribe sobre Dorothea es: “Su naturaleza entera,
como el río que Ciro domó, se consumió en canales con nombres
sencillos en este mundo. Pero el efecto que tenía sobre quienes la
rodeaban se propagaba de forma incalculable pues la creciente bondad
en el mundo depende, en parte, de hechos no históricos; y las cosas no
están tan mal contigo ni conmigo como pudieron haberlo estado, y eso
se debe en parte a las personas que vivieron fielmente una vida
reservada, y que hoy descansan en tumbas que nadie visita”.

Este es uno de los pasajes más bellos de la literatura y encierra el


concepto de lo que es una vida con significado: conectarse y contribuir
con algo más allá de uno mismo sin importar la forma que esto adopte.

Muchos jóvenes adultos no alcanzarán las metas idealistas que se


proponen. No se convertirán en el próximo Mark Zuckerberg. Su
obituario no aparecerá en diarios como este, pero eso no significa que su
vida carecerá de propósito y valor. Todos tenemos un círculo de
personas en cuyas vidas podemos influir y ayudar a mejorar, y es ahí
donde podemos encontrar nuestro propósito.

El reciente campo de la psicología dedicado a la investigación y el


estudio del “significado de la vida” confirma la sabiduría presente en la
novela de Eliot: el sentido de la existencia no se encuentra en el éxito y el
glamur, sino en lo mundano. Una investigación demostró que los
adolescentes que ayudaban con los quehaceres del hogar tenían un
sentido del propósito más fuerte. Los investigadores creen que se debe a
que los jóvenes sienten que así contribuyen con algo más grande que es
su familia.
Otro estudio demostró que animar a un amigo creaba cierto significado
en la vida de un adulto joven. Quienes ven sus ocupaciones como una
oportunidad de servir a su comunidad más cercana tienen la percepción
de que su trabajo es más significativo, sin importar que se trate de un
contador que ayuda a su cliente o del trabajador de una fábrica que
alimenta a su familia con su salario.

Ahora que los estudiantes vuelven a la escuela deberían reflexionar


sobre lo siguiente: no es necesario que cambies al mundo ni que
descubras un propósito único para tener una vida con significado. Una
buena vida es una existencia llena de bondad y eso es algo a lo que todos
podemos aspirar, independientemente de nuestros sueños o
circunstancias.

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