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TERNURA ESPIRITUAL

Miguel Grinberg

He llegado a comprender lo que motivaba a los grandes místicos del


pasado y a tantos otros, era algo así como una parte de la gran visión que
procede de más allá de la personalidad. Cada uno de nosotros, de una u otra
forma, se está sintiendo arrastrado por esa misma visión superior. Se trata de
algo más que una visión. Es una potencialidad emergente. Se trata del
siguiente eslabón en la cadena de nuestro proceso evolutivo. La humanidad, la
especie humana, se halla ahora deseosa de tocar esa fuerza, de eliminar todo
aquello que interfiere para llegar a un contacto total. Gran parte de la dificultad
para conseguirlo reside en el hecho de que aún no ha nacido el vocabulario
con el que podamos referirnos a esta potencialidad, que no es otra cosa que la
potencia eterna
Gary Zukav

Vamos recorriendo la vida como peregrinos por tierras desconocidas.


Medimos algunas de esas trayectorias con un símbolo llamado “años”, y a
medida que éstos pasan también disminuyen los seres de referencia. Los
primordiales, nuestros padres, un día parten así como se fueron nuestros
abuelos. Hacia atrás se empequeñece la familia, que de alguna manera –
aunque no siempre– fructifica hacia delante en hijos y nietos, que por supuesto
acuden a nosotros por un asunto u otro. Un día, surge cualquier motivo crítico y
miramos a nuestras espaldas, allí donde antes había auxilio o reposo, y
descubrimos que no queda nadie. Salvo recuerdos, fotografías. Es una extraña
forma de “soledad” que nos induce a encontrar nuevos sentidos en los rostros y
las cosas. Es el tiempo desnudo, el existir inmanente, lo implícito en algún ser
antiguo, presente o futuro, lo unido de manera inseparable a su esencia. Sin
pesos ni medidas. Por eso dijo Chuang Tse: “Ante una mente tranquila, todo el
universo se rinde”.
Aquí estamos a medio camino entre el infinito y la eternidad, puro latido
de nuestro ángel secreto, disponibilidad de plena entrega a la chispa divina
que lo impregna todo en el universo. Sucede constantemente, lo sepamos o no.
Y no habrá paz en la Tierra mientras no haya paz en el seno de las almas.
Cada uno de nosotros es un potencial artesano o “artífice” de esa
consumación. Cada uno de nosotros puede ser un “pontífice” entre el
microcosmos y el macrocosmos. Por consiguiente, la Creación universal no
tiene dueños, solo admite celebrantes.
Para saber lo que es el lenguaje, es imprescindible, ante todo, hablar.
Para saber lo que es la visión, es fundamental, sobre todo, ver. Para saber lo
que es el espíritu, es elemental soltar todos los lastres. Para saber lo que es la
ternura, es inevitable entregarse a ella: no apenas como un ejercicio carnal,
sino como una ceremonia cósmica.
Sabios de todas las épocas y de múltiples culturas han sostenido de
modo unánime que los seres humanos no somos criaturas físicas que
ocasionalmente atraviesan experiencias espirituales, sino entidades
espirituales con atributos para desplegarse en el mundo físico. En la confusión
de estos parámetros residen los desaciertos de nuestras experiencias
terrestres dominadas por la conquista de poder, gloria o dinero, por la
búsqueda de un hipotético regreso al Edén bíblico, por alguna realización
“suprema” en algún lugar de los cielos después de esta vida, o por el ansia de
mejor suerte en alguna futura encarnación. Casi todo en retrospectiva o
perspectiva, raras veces en el presente absoluto. Pero en verdad, el cielo está
en el aquí y ahora, en las hebras de cada instante.
Uno de los grandes dramas de la humanidad durante los últimos tres
siglos de positivismo y materialismo –a la par del “instinto de conquista” – fue
causado por un divorcio entre la ciencia y la religión, entre el saber “empírico” y
el saber “metafísico”, entre el conocer y el ser. Fue tanto la tendencia al
monopolio de los frutos del reino material cuantificable (medible y pesable) en
nombre de leyes demostrables en un laboratorio, como la reclusión en el
intento de monopolizar los “dones del mundo de Dios” en nombre de credos y
doctrinas distanciadas de la esencia del milagro inabarcable (o Divinidad, con
todo tipo de nomenclaturas conexas).
La gran “noticia” de esta primera década del siglo XXI es la progresiva
confluencia de muchos científicos y religiosos en una comprobación
imponderable: todo consiste en expresiones diversas de una única energía
suprema. Así como en el inicio de todas las cosas (materiales o inmateriales)
no había átomos, moléculas u organismos, sino un puro plasma de electrones,
llegó ahora el momento único anunciado por el psico explorador Terence Mc
Kenna: Nuestro privilegio y nuestro destino consiste en que somos la
generación final de gente con un pie en el reino material del primate apaleado y
otro pie en la ladera que aproxima a lo que hemos llamado Deidad”.
La clave reveladora consiste en asumir que cuando alzamos la mirada
hacia las galaxias, solamente estamos observando un mundo que existió hace
millones de años y que la luz –generosamente– conservó para que podamos
desentrañar el génesis de las constelaciones actuales en la intimidad de
nuestras células y en la comunión con todo lo que existe.
En gran medida, nuestra cultura deriva materialmente de la tradición
grecorromana. Recordemos que oikos es un término griego que significa
“hogar” o “morada” y que es la raíz de los términos Ecología y Economía, el
estudio y la administración de nuestro hábitat. Pero que hasta aquí han sido
ciencias materialistas ajustadas solamente a la identificación de lo sólido,
desechando lo inmaterial, lo inefable. Aunque paulatinamente va enhebrándose
(gracias a la tarea infatigable de hombres y mujeres esclarecidos) con otras
denominaciones del mismo idioma: holos (que significa “entero” y orienta la
ciencia Holista o “integradora”) y nous (que se refiere a la mente o Razón divina
y propone a la Noética como ciencia del espíritu o la conciencia). Asimismo,
oikos es la raíz del concepto Ecumenismo (universal) en torno al cual se está
construyendo paso a paso el diálogo entre las religiones existentes.
En el esfuerzo por desentrañar los significados supremos de nuestra
condición humana, algunos filósofos griegos clásicos nos remitían al reino de
Eidos, que otros pensadores occidentales asumieron ulteriormente como el de
los Arquetipos. El sustantivo griego eidos indicaría la naturaleza constitutiva de
algo, su especie o esencia, e inclusive la idea trascendente que expresa.
Comparativamente se afirma que, con una perspectiva por completo
racionalista, en la tradición indoeuropea prevaleció la forma del conocimiento y
del saber mediante el órgano de la vista o de la visión interna: la “idea” fue así
sinónimo de “visión”. Para el poeta Homero, eidos era “aquello que se ve” o la
“apariencia”, específicamente del cuerpo, pero en los tiempos de Heródoto ello
fue ampliado y abstraído en el sentido de “propiedad característica”. Ramón
Marques afirma que los poetas que vivencian con fuerza las emociones tienen
una sensibilidad especial para los arquetipos, o sea para hacer contacto con el
reino de Eidos: “La poesía siempre ha sido la voluntad de llegar no se sabe
dónde, el impulso a unas metas desconocidas, con frecuencia lejanas y
misteriosas, quizá en este nuevo milenio que comienza ya no corresponde ya
nos corresponde que seamos más conscientes de saber a qué objetivos
apuntamos”.
Es posible sostener que la meditación o la contemplación forman parte
de un mismo proceso: “se trata de la conexión con lo que entiendo como el
Arquetipo Número Uno, la conexión con el Amor y la Inteligencia del Cosmos.
¿De qué otra fuente mana la iluminación de los místicos? Es sorprendente que
algunos pretendan ver ateísmo en la doctrina de Buda, el gran maestro de la
iluminación”.
Vivimos entonces en un momento singular de la existencia humana en el
planeta Tierra. Ello se advierte en la búsqueda espiritual que singulariza a
muchas personas, con tonos de religiosidad en algunos casos. En la antigua
Roma, Cicerón sostenía que en latín el término religiosus significaba
meramente “escrupulosidad” opuesto a negligens, raíz etimológica de lo que
denominamos “negligente”. Se trataba de algo más vinculado a la ética
elemental que los credos y las instituciones dogmáticas emanadas de nuestras
fuentes morales históricas, las judeocristianas.
Si bien el fenómeno que durante el siglo XX se denominó Nueva Era o
“New Age” fue distorsionado por mercantilismos esotéricos, ocultismos mal
asumidos y espejismos de omnipotencia, los denominados Nuevos
Movimientos Religiosos de hoy (algunos con raíces muy antiguas), indican un
obvio y sincero afán expansivo, de trascendencia, superación y fraternidad. La
“eco-ternura espiritual” inherente propone fusionar la visión del “entorno” y el
“interno” del individuo, en pos de realizaciones comunitarias transformadoras.:
una genuina celebración de la vida intensa. Hasta no hace mucho, esas
perspectivas estuvieron divorciadas. O se luchaba exclusivamente por
preservar el medio ambiente (un camino externo) o se cortaban los nexos con
el mundo y se cultivaba solamente el sendero introspectivo. Ambos rumbos
están confluyendo y fecundándose entre sí.
Un ser humano carente de espíritu es como un navegante sin brújula.
A medida que avance este siglo, más y más personas advertirán que sin
vivencias espirituales, la vida es algo incompleto. Pondrán a un lado su
“máscara” y revelarán su espléndido rostro original. Muchos ya se dieron
cuenta de ello y buscan, independiente de cualquier dogma autoritario, un
camino para recuperar tal espléndida latitud. Es esa trascendencia la que nos
hace diferentes de la piedra, el vegetal o el animal, que por su parte juegan un
papel crucial en los rituales dinámicos de la existencia.
Durante muchísimos años se asumió a la cultura y a la religión como
sinónimo de erudición, autoridad, complejidad intelectual o dominio
enciclopédico o doctrinario. El hombre y la mujer contemporáneos dieron
prioridad al raciocinio (o al cuerpo personal) según su idiosincrasia, pero
pasaron por alto algo fundamental. Lo “espiritual” es para el alma y la
imaginación lo mismo que el sol para el suelo y los vegetales. Nutre, vivifica,
inspira, exalta…sustenta y expande sin fronteras el hecho espléndido de haber
nacido.
Es preciso asumir que todas las formas existentes del discernimiento, la
cultura (que etimológicamente significa “cultivo”) y la espiritualidad (que
equivale a la “esencia” de todo lo que existe) son parte de una ecuaci´n
indisoluble, independientemente de que el individuo o no a una religión
instituida. Por eso puede advertirse con regocijo que sin cesar se expande la
tendencia de prestar atención a temas y enseñanzas sutiles antes inadvertidas
o intencionadamente soslayadas.
Somos criaturas evolutivas por naturaleza. Y cada cual tiene fluidamente
disponibles al frente, en su corazón, en los demás y en el universo –siempre–
infinitas ceremonias de descubrimiento.
El fenomenólogo Edmundo Husserl manifestó drásticamente “Yo no soy
un ser viviente, ni siquiera un hombre o una consciencia, con todos los
caracteres que la zoología, la anatomía social o la psicología inductiva perciben
en estos productos de la naturaleza o de la historia: yo soy la fuente absoluta,
mi existencia no procede de mis antecedentes, de mi medio físico y social, es
ella la que va hacia estos y los sostiene”.
Por eso, toda obra de contenido espiritual (libro, música, danza, pintura,
escultura, teatro, cine, meditación, devoción, solidaridad comunitaria
y…ternura) es un pasaporte, una llave misteriosa, un acta fundacional, un
emblema que al desplegarse en nuestro ser nos ilumina. Para que seamos
mejores y evolucionemos artesanalmente. Y para que encontremos nuestro
lugar entre todo lo creado y ante el Creador, si lo admitimos como tal. Como
co-creadores del mundo venidero o como seres de integración lúcida en el aquí
y ahora eterno e infinito.
El eidos, como significado trascendental, remite a las características
propias, universales, permanentes y abstractas de los elementos universales
percibidos o intuidos y nos permite que podamos identificarlas. La reducción o
transcripción eidética que experimentan los místicos y los poetas, es el paso de
lo explícito a lo implícito o esencial. Sucede espontáneamente con los ojos
cerrados, sin que la voluntad participe directamente.
Toda descripción eidética surge de los rasgos esenciales de lo que se
describe, no de su interpretación ideológica o científica. Es en gran medida
intuitiva, inapelable. No se trata de lo que frecuentemente se denomina “poseer
un sexto sentido”, sino de tener “todos los sentidos abiertos”, abrir todas las
puertas de la percepción. Derivado del latín intuitus (imagen, mirada),
“intuición” es el término con el que habitualmente se designa la percepción
directa e inmediata de un objeto y de sus vínculos –o de una situación
trascendental– por parte del individuo que la encarna. En dicha percepción no
puede haber ningún elemento intermedio, como podría ser el conocimiento
discursivo o el razonamiento, en el cual la intuición no podría alojarse. Abundan
las interpretaciones al respecto, según tal experiencia podría ser por un lado
sensorial y por otro intelectual. Esto ha sido motivo de álgidos debates desde la
filosofía antigua y medieval hasta la moderna, ante el desafío de tratar de
conocer lo que está más allá de una experiencia imposible de ser relatada.
Henri Bergson, por su parte, la definió como una forma de conocimiento
inmediato y desprendido del ejercicio racional, y finalmente Husserl sostuvo
que la intuición eidética permite el conocimiento de las esencias de situaciones
específicas.
Aporta también Marques: “Entiendo que el gran descubrimiento de este
milenio va a ser precisamente el Vacío, que ya pongo con mayúscula, un Vacío
que es la base y la esencia de cuanto existe. Ahora se está intentando develar
el enigma de la materia oscura. Resulta que, al observar los movimientos de
las galaxias, los cálculos no salen y se llega a la conclusión de que existe en el
Universo más del 90 por cien de materia que no se ve, la enigmática materia
oscura. Quizá tirando de este hilo se llegue a descubrir un Vacío muy lleno”.
Por lo tanto, la ternura espiritual, intuitiva, ecológica y cósmica, es el arte
de la consciencia infinita y de la resonancia eterna. Para la cual hemos nacido
y estamos vivos, con el mandato de proteger y multiplicar la vida en todas sus
formas. En la profundidad de cada latido, que es el umbral del esplendor al que
se refirieron todos los profetas.
Una vez que entramos en contacto con los ritmos fundamentales de
nuestra vida física, emocional y espiritual, vamos expandiendo paulatinamente
nuestra capacidad de percepción y de expresión. El drama de gran parte de la
humanidad consiste en millones de seres que no logran realizar los dones
únicos con los que llegaron a nacer en este planeta. Meditar, intuir, imaginar e
inspirarse son travesías elementales a partir de las cuales descubrimos el
significado de los “actos sagrados”. Allí Peter Gabriel, basado en las
arquetípicas aventuras africanas de Carl G. Jung, canta. “El ritmo me envuelve,
el ritmo toma el control, el ritmo me invade, el ritmo posee mi alma”. Un
murmullo distante se convierte en un coro íntimo, y una sinfonía universal se
extiende por nuestras células como la luz de un sol que nunca vimos antes.

Bibliografía:

BERGSON, Henri: La evolución creadora, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985.

GABRIEL, Peter: The rhythm of the heat, Primer Álbum solista, 1982.

HUSSERL, Edmund: La posibilidad de la fenomenología, Complutense,


Madrid, 1968.

JUNG, Carl G.: Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Trotta, Madrid,


2002.

MARQUES SALA, Ramón: Psicología perenne, Índigo, Barcelona, 1997.

MERTON, Thomas: El camino de Chuang Tse, Lumen, Buenos Aires, 1996.

RILKE, Rainier María: Antología poética, Espasa Calpe, Madrid, 1968.

SALOMON, Jacques: Como atraer la ternura, Obelisco, Barcelona, 1993.

ZUKAV, Gary: El lugar del alma, América Ibérica, Madrid, 1994.

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Texto publicado originalmente en Revista Uno Mismo Nº 224, agosto de 2008. Páginas 18-23

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