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CAPITULO PRIMERO

FREUDISMO Y SOCIOLOGÍA

PAEA JUZGAR adecuadamente las relaciones entre la doctri-


na de Freud y la sociología es menester remontarse a la
época en que Freud escribió sus primeras obras. El indi-
viduo y la sociedad, entonces, eran considerados como en-
tidades distintas y antagonistas. La psicología y la socio-
logía formaban dos mundos separados. Y muchos hombres
de ciencia se esforzaban por resolver un dilema planteado
en términos insolubles. Si Freud, en cierta medida, con-
tinúa el pensamiento de su época (y cosa que se le re-
prueba harto a menudo actualmente), no es menos cierto
que ha sido uno de los primeros en situar al individuo,
para conocerlo y comprenderlo mejor, en su medio social.
Sin duda, en él, la psicología social se confunde con la
psicología individual; sin embargo, el psicoanálisis muestra
la libido sometida a las experiencias infantiles, dependien-
do de la naturaleza de las relaciones de los niños con sus
padres. En consecuencia, Freud es incontestablemente un
precursor.
Pero si en este punto se oponía a la psicología indivi-
dualista de fines del siglo xix, por otra parte se oponía,
con idéntica fuerza, a la sociología objetivista, tal como
la defendía por entonces un Durkheim, por ejemplo. Los
hechos sociales, para este último, no pueden explicarse
sino por hechos sociales antecedentes, y nunca, ni siquiera
en último análisis, por hechos psíquicos. Pues la sociedad,
más que una simple suma de individuos, es una combina-
ción original; los hechos sociales no son simples extensio-
nes de fenómenos individuales; hay diferentes planos en
la realidad y cuando se pasa de un plano a otro, superior
a éste, nos hallamos en presencia de hechos originales
que exigen una interpretación propia. Los psicoanalistas

J5
reconocen que Durkheim tenía razón al rechazar la psico-
logía de su época aislándola de la sociología científica que
intentaba formular. Es evidente, para ellos, que la psico-
logía conocida por Durkheim era demasiado insuficiente
para ser útil a la sociología. Más aún: lejos de ser útil,
hubiera sido más bien una fuente de errores, como se
advierte en los intentos de los norteamericanos y en sus
deseos de querer explicar lo social fundándose en el ins-
tinto, en los sentimientos o en la razón. Pero —añaden—
el rechazo de Durkheim sólo tiene valor histórico; si
Durkheim hubiera conocido el psicoanálisis, no habría es-
crito las Regles tal como las escribió i. Y, en efecto, en
el Suicide hay un curioso texto que parece confirmar esta
opinión. Para justificar su rechazo de las explicaciones
de orden psicológico, Durkheim da como razón la insufi-
ciencia de nuestro conocimiento de los individuos: "Ac-
tualmente, se conviene en reconocer que la vida psíquica,
lejos de poder conocerse con una ojeada inmediata, tiene,
por el contrario, repliegues profundos que el sentido ínti-
mo no penetra y que nosotros no alcanzamos sino poco a
poco, con procedimientos sinuosos y complejos." Ahora
bien, Freud quería ofrecernos un conocimiento de ese in-
consciente que determina nuestros actos y en consecuen-
cia la nueva psicología, más justa y más real que la anti-
gua, muy bien puede explicar lo que, como bien lo había
visto Durkheim, la psicología clásica no podía esclarecer
con sus datos.
Así, las relaciones entre el psicoanálisis y la sociología
son dobles y hay reciprocidad, al menos aparente, de pun-
tos de vista. La sociología nos ayuda a comprender al
individuo, al colocarlo nuevamente en un medio familiar,
y la psicología, por su parte, da cuenta de los hechos
sociales al hacerlos brotar del juego de la libido.

Pero, en realidad, en el psicoanálisis esta primera apro-


ximación entre la sociología y la psicología es más apa-
rente que real. Se puede, en realidad, comparar la censura
social de Freud con la compulsión social de Durkheim o

1 JONES, Social Aspects of Psycho-analysis, Londres, 1923,


cap. I.

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con concepto de control social de los sociólogos norteame-
ricanos. En ambos casos se trata, en efecto, de una in-
fluencia de la sociedad sobre el individuo. Pero la com-
pulsión durkheimiana aparta al niño de la animalidad para
convertirlo en hombre: es esencialmente creadora. En
cambio, la censura social no crea nada, es puramente
inhibitoria: detiene en sus avances las tendencias asocia-
Íes, para arrojarlas al inconsciente, para reprimirlas. Con
todo, sería menester no exagerar esa oposición. Si bien
la censura, en sí misma, no crea nada, indirectamente al
menos, al forzar a la libido a disfrazarse para poder cru-
zar más impunemente el umbral de la conciencia desem-
peña una función positiva. Está en el origen del simbolis-
mo o de las derivaciones. El rechazo, por ejemplo, de las
tendencias edípicas obliga a la libido a buscar otras vías
de desahogo y hace posible el amor conyugal. Por su par-
te, la compulsión social de Durkheim y el control social
de los sociólogos norteamericanos no descuidan el aspecto
inhibitorio de la sociedad. Vayamos más lejos. Tanto en
el psicoanálisis como en la sociología, se halla el paso de
la compulsión dolorosa a la aceptación gozosa. Durkheim
parte de la dualidad existente entre nuestra naturaleza
sensible y nuestra naturaleza social, de la resistencia de
la primera a las obligaciones de la segunda, y tal conflicto
suele asumir a menudo proporciones dolorosas para la
vida moral. Pero la sociedad no significa sólo obligación;
es, también, valor, y objeto de deseo. Así, el padre que
es internalizado por el niño y que dirigirá en él la acción
de la censura, es a la vez odiado y querido. Dios y el Dia-
blo, reprobación e ideal libremente aceptado. El pequeño
se identifica con la imagen de doble aspecto que se forma
de los padres: negativo el uno —"No seas así, no hagas lo
que tu padre te prohibe"—; positivo el otro —"Sé así, co-
mo tu padre"—. De ese modo el superyó parental, al re-
primir los deseos peligrosos para la vida social, da al indi-
viduo, al mismo tiempo, la fuerza para superarlos. Tam-
bién todo cuanto hay de importante en el mundo, todo lo
que constituye nuestra civilización —la religión, la moral,
el sentimiento social— derivan indirectamente de la cen-
sura: "Esos tres elementos han sido adquiridos en virtud
del complejo paternal: la religión y las restricciones mo-
rales, a consecuencia de la victoria sobre el complejo de
Edipo; los sentimientos sociales, ante la necesidad de su-
perar los restos de rivalidad existentes entre los miembros

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de la nueva generación" i y Malinowski, más tarde, nos
demostrará que si en ciertas sociedades primitivas la cen-
sura es menos severa, el número de neurosis disminuye;
pero que al mismo tiempo la marcha de la sociedad se
ve afectada por una detención en el camino de la civi-
lización.
Sin embargo, en el momento en que los datos del psico-
análisis y de la sociología parecen más próximos, el abis-
mo se abre nuevamente. Pues la censura sólo indirecta-
mente es creadora, como ya dijimos, por las deformacio-
nes, las sublimaciones, los desplazamientos que exige a la
libido; pero sólo la libido continúa siendo esta fuerza diná-
mica, esa pulsión individual e instintiva surgida de las
profundidades del yo. Mas la compulsión de Durkheim
es creadora por excelencia, y el hombre social constituye
el conjunto de las representaciones colectivas que nos im-
pone el grupo. El alma, en lo que tiene de realmente
humano, es siempre hija de la ciudad.

Si bien la censura no se confunde con la compulsión


social o el control institucional, no deja de ser un hecho
social, y a título de tal merece un estudio algo más deta-
llado por nuestra parte. Se pueden distinguir tres perío-
dos en la vida de Freud. Al principio estudia, sobre todo,
los efectos de la censura sobre la vida psíquica; busca
después el origen y la evolución de esos fenómenos de
represión y por último, a partir de 1910, pasa de la psico-
logía a la sociología genética.
Ante todo, Freud se limita a clasificar los tipos de re-
presión y distingue una represión normal, una represión
insuficiente, y una represión exagerada. La represión es
normal y, en consecuencia, útil, cuando la libido reprimi-
da puede hallar fácilmente vías de canalización, que no
turben a la sociedad, o sublimarse, por ejemplo, mediante
el paso del erotismo al misticismo. El sueño nocturno, al
permitir a nuestros deseos más equívocos el logro de un
desahogo, facilita esa censura normal y constituye para
la máquina humana algo así como una válvula de segu-
ridad que deja escapar el vapor cuando aquélla alcanza
una presión excesiva. Pero hay gente en quien la repre-
sión es insuficiente —seres perversos, obscenos o liberti-
nos—, que forman la clase en la cual se recluían los cri-

1 J. M. LACAN, Encyclopédie frangaise, t. Viii 13-403.

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mínales; y hay personas en quienes la represión es exa-
gerada. Tal el punto de partida de las perturbaciones
neuropáticas. Cuando, por ejemplo, los padres castigan
con excesiva dureza a sus hijos durante el período de
exhibicionismo sexual por el que fatalmente pasan todos,
í'Btos se refugian en la falsa vergüenza, en el pudor en-
fermizo, la afición morbosa por la soledad, y tienden a
la esquizofrenia.
Al respecto, Freud no hace distinciones entre los dos
sexos. Para Jung, ya se sabe, la represión actúa en forma
antitética en el hombre y en la mujer. El ideal del hom-
bre es la virilidad, la posesión de virtudes tales como
coraje físico, energía, dominio de sí mismo, y la sociedad
ahoga en él los sentimientos más bien femeninos; ello
explica por qué todo hombre tiene, como contraste, un
alma femenina oculta. Las mujeres, en cambio, se ven
obligadas a rechazar la parte viril de su ser, y así se en-
tiende por qué poseen inconsciente masculino, y no ya
anima, sino animus. Y cuando este animus logra superar
la censura social se manifiesta por rasgos considerados
como característicos de la psicología masculina: gusto por
la argumentación lógica, deseo de pronunciar siempre la
última palabra, de tener permanentemente razón.
En una segunda etapa de su obra, Freud procura esta-
blecer la evolución que sigue la censura social en el curso
de la vida humana. El bebe pequeño se ve privado, por
sus padres, de sus más caros placeres: chuparse el pulgar,
meterse los dedos en la boca, tocarse las partes genitales.
Pero sobre todo en el momento de la masturbación, por
otra parte instintiva y espontánea, y no voluntaria y vi-
ciosa, la represión paterna o materna asume su forma más
terrible: la amenaza de castración; y aunque se trata de
una amenaza imaginaria, no por eso tiene influencia me-
nos considerable y suscita un traumatismo a menudo du-
radero. La censura social es, en primer lugar, pues, una
compulsión casi física, una amenaza material y brutal, y
cuando el niño llega a la etapa edípica, vincula la ame-
naza de castración con su rivalidad sexual con el Padre,
respecto del amor de la Madre.
Hasta aquí la represión es externa; ae internaliza más
tarde, en el momento de la formación del superyó. Pero
esa internalización no se realiza bruscamente. En el esta-
dio edípico, en el que acabamos de detenernos, el chiqui-
llo siente celos de su padre; pero le gustaría ocupar su

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lugar, reemplazarlo junto a la madre; el padre es ya un
modelo digno de imitación, lo que se desea ser o llegar a
ser; poco a poco, se pasa de los celos a la admiración y
ello representa el punto de partida de la asimilación. El
infante ha superado la tentación del incesto, pero es ne-
cesario que su libido fluya: "feminizará" entonces al padre,
que pasará a ser el nuevo objeto de su sexualidad y que
ahora representará lo que se desea tener, poseer. Es el
segundo momento de nuestra identificación. El apego del
muchacho al padre implica, pues, su introyección; el padre
internalizado se convierte en el ideal del yo, o superyó,
que en adelante criticará a la libido; en suma: se convierte
en el poder moral inhibidor y crítico, en la voz interior de
la conciencia.
En la niña, ni influye la amenaza de castración, ni la
etapa edípica tiene la misma importancia; y por ello "el
superyó tiene mucha más dificultad en formarse... La
educación, la intimidación, el temor de no ser amado ac-
túan más efectivamente sobre la niña que sobre el varón,
y a tales causas se deben las transformaciones producidas".
En el adulto, en fin, tenemos —al menos, según los psico-
analistas de la escuela francesa— el temor de la opinión
pública; las inhibiciones son de carácter social más que
familiar. Nos acercamos ya a la sociología. Pero aún así
no se trata de un orden de hechos nuevos: "La angustia
social o el temor de la opinión pública derivaría del temor
a la conciencia, el cual, a su vez, sería un sucedáneo del
temor que siente la criatura a perder el amor de sus pa-
dres, otro aspecto del temor a la castración" i.
Pero la historia del individuo no hace más que recapi-
tular la historia de la humanidad; en consecuencia, nos
es fácil comprender cómo apareció la censura en el mun-
do. Nació, también, del miedo a la castración: pero lo que
en el niño es sólo amenaza imaginaria ha sido otrora ame-
naza real. En la horda primitiva, el padre y los hijos se
baten en torno de la hembra; el primer hombre que, en
ese combate, arrancó los órganos genitales a su adversa-
rio advirtió que el castrado dejaba de ser un rival. El
padre habría, pues, castrado a sus hijos para reservarse
la posesión exclusiva de la madre. Por lo tanto, la pri-
mera represión no habría sido represión moral, sino re-
presión física y brutal; no la obra de la colectividad que
1 ODIER, Contribution á l'étude du Surtnoi (Rev. frang. Pay-
chan., 1927).

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Insta al individuo, sino la de un hombre que lucha contra
otros hombres. Wittels sitúa esta primera forma de cen-
sura en la época glacial K Será menester el parricidio ori-
(flnal, los remordimientos y el totemismo para que el Pa-
dre se internalice o más bien se exteriorice en forma de
un Dios, que ponga límites, que rodee al individuo de
tabúes y de prohibiciones, primera forma del superyó.
Pero éste es un superyó mítico o social.
Los sociólogos hablan, también, de una internalización
de las compulsiones colectivas; y según parece, a juicio
de Bovet o de Piaget, esta internalización se realiza pri-
meramente en el ámbito familiar. Pero al afirmar esto
¡qué lejos nos hallamos de Freud! Se niega la existen-
cia de una humanidad animal; los hombres han vivido
siempre en sociedades y, por lo tanto, las conciencias, al
interrelacionarse, dan nacimiento a un alma colectiva, di-
ferente y superior, ya que no exterior a los individuos.
Esta alma colectiva es la que impulsa, detiene u obliga.
En las multitudes es fácil apreciar su actividad; pero
cuando los hombres se dispersan, esa conciencia colectiva,
según Durkheim, no deja de existir en lo íntimo de cada
individuo y de dirigir la conducta del mismo. Así, mien-
tras los psicoanalistas hacen surgir la presión, en último
análisis, de las representaciones colectivas, en forma de
opinión pública, del miedo a la castración, los adherentes
de la escuela sociológica durkheimiana hacen surgir esas
mismas representaciones de la acumulación y de la mor-
fología social. En tanto que para Freud todo nace de la
lucha, para Durkheim todo procede de la cooperación y
de la comunión.
Por más que damos vueltas al problema en todos sus
aspectos, aún allí donde el antiguo psicoanálisis parecía
cercano a la sociología —respecto de la acción del grupo
social sobre el individuo—, aún allí, repetimos, la diferen-
cias son fundamentales, como se ve.
Pero no nos demos aún por vencidos. Y consideremos
una vez más el tema examinándolo desde otro punto de
vista. Durkheim y su escuela demostraron, al proclamar
que los hechos sociales debían ser tratados como cosas,
que existe una compulsión social, así como existe una
compulsión física. Tal como hay un mundo exterior so-
metido a un determinismo rígido y que se impone a nos-
1 F. WITTELS, Motifs tragiquea, Berlín, 1911.

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otros por la percepción, del mismo modo existe un mundo
social, igualmente sometido a leyes y cuyas normas o
valores debemos respetar forzosamente. Ahora bien, en-
contramos justamente en Freud y sus discípulos una idea
análoga: la del principio de realidad.
El principio del placer, o la libido, nos impulsa a evitar
el dolor, a satisfacer nuestros deseos; pero choca con las
duras realidades exteriores y debemos adaptarnos al me-
dio que nos rodea. El niño pequeño vive al principio en
un mundo puramente imaginario e ignora todo lo que
malogra sus deseos. Pero ese método alucinante luego
deberá ser abandonado y será menester tener en cuenta
los datos aportados por los sentidos. Mas esos sentidos
nos dan no sólo la imagen del mundo físico, sino tam-
bién la del mundo social. Vale decir que Freud postu-
la la existencia de una sociedad objetiva, exterior a los
individuos, de una sociedad con leyes y normas propias,
y a la que debemos adaptarnos so pena de convertirnos
en neuróticos. Una vez más nos acercamos a la sociolo-
gía, tal como se la define generalmente.
Pero Freud no acepta fácilmente el dualismo, aunque
a cada instante tropiece con él; trata siempre de superar-
lo; así la sublimación o la derivación —dos conceptos, di-
cho sea de paso, muy diferentes y que no deben ser con-
fundidos— nos permiten realizar la unificación entre el
principio de placer y el principio de realidad. La libido
choca con las compulsiones de la sociedad; es, pues, apar-
tada por la censura, inhibida, sumida en lo inconsciente;
"sin embargo, es posible obtener una solución del conflicto
entre las fuerzas represivas y las fuerzas reprimidas, des-
viando la energía de estas últimas hacia otros objetivos...;
cuando la transformación se efectúa de acuerdo con las
exigencias de la realidad exterior y de los ideales cons-
cientes representa un beneficio importante para los pro-
gresos de la civilización y de la cultura, ya que se traduce
por la liberación de cierta cantidad de energía utilizable
en el trabajo social y en la satisfacción de necesidades
de la sociedad!". Lo que equivale a decir no ya que la
sociedad no se limita a inhibir por medio de la censura,
sino que es también un mundo de valores, y que indica
las orientaciones a imprimir a nuestra fuerza psíquica.

1 JONES, Traite théorique et pratique de psychanalyse, Pa-


rís, 1935, p. 13.

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T.a sublimación constituye el aporte constructivo de la
sociedad, en el análisis freudiano.
Mas no sólo el principio del placer se encuentra así
completamente impregnado por el principio de realidad
(lue lo canaliza y lo dirige en sentidos determinados; tam-
bién, recíprocamente, el principio de realidad se mantiene
durante largo tiempo (si no siempre, para muchos indi-
viduos) totalmente matizado por el principio del placer.
Veámoslo, sucesivamente, en lo tocante al mundo físico
y al mundo social, pues hay paralelismo entre ambos. El
recién nacido comienza esforzándose por volver, mediante
sus lágrimas y sus gritos, a su situación primitiva de feli-
cidad en el vientre materno. Pero, naturalmente, se trata
de algo imposible; y entonces el niño está obligado a re-
presentarse los fines deseados en forma alucinatoria e
imaginaria. Utiliza para ello sus descargas motrices, sus
lágrimas y sus gritos, que modifican la situación en que
se encuentra en el sentido de sus deseos, ya que sus re-
clamos atraen inmediatamente a la madre o a la nodriza.
Y como no se da cuenta de cuanto lo rodea, es muy natu-
ral que en esta segunda fase imagine poseer un poder
mágico que le permite satisfacer sus deseos. El principio
de placer domina entonces al principio de realidad. Es
el estadio llamado de la omnipotencia mágica alucinatoria.
Pero como a medida que el niño crece sus deseos se com-
plican, se ve obligado a utilizar, para satisfacerlos, signos
cada vez más especializados; crea un lenguaje por medio
de ademanes y gestos y es la etapa de los gestos mágicos.
Sin embargo, no siempre son satisfechos sus deseos, y el
individuo que se creía todopoderoso, pues se sentía "uni-
ficado con el universo" que le obedecía, se ve frustrado
por el mundo que lo cerca. Comienza entonces a dis-
tinguir entre ciertas cosas periféricas que no le obede-
cen, tales como el mundo exterior, y su propio ego; pasa
de lo subjetivo a lo objetivo, aunque esta objetivación no
destruye inmediatamente los vínculos entre el yo y el
no-yo. Éste es el estadio animista. Los objetos se le pre-
sentan al niño como dotados de vida, de actividad; tiene
la sensación de que, alrededor de él, existen poderes divi-
nos distintos del suyo y de que la satisfacción de sus de-
seos no depende inmediatamente de sus ademanes mági-
cos. El reconocer este condicionamiento constituye el pro-
ceso de objetivación. El mundo exterior perderá poco a

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poco sus visos mágicos y la realidad se separará de la
libido 1.
Naturalmente, este proceso de desencantamiento es lar-
go y difícil. El niño, que choca con lo real, quiere prime-
ramente destruir este mundo nuevo desobediente, sobre
todo a partir del momento en que se ve destetado. En-
tonces arroja fuera de su cuna todo lo que toca. Cobra
así conciencia de la diferencia entre el yo y el no-yo. Con
el descubrimiento del espejo, el niño va aún más lejos: re-
corta en el marco espacial la imagen de su propio cuerpo,
que se torna algo así como un objeto exterior en relación
con su verdadero yo 2. El complejo de intrusión nos hace
pasar de la realidad psíquica a la realidad social. En ver-
dad, existían ya, anteriormente, el padre y la madre. Pero
como estaban pendientes del cuidado del niño, como res-
pondían a todos los gestos y a los mínimos llantos de éste,
se hallaban incluidos en la visión alucinatoria y mágica
que el niño se hacía del no-yo; pertenecían, en cierta me-
dida, al principio de placer y no constituían totalmente
una realidad objetiva, exterior e independiente. No ocu-
rre lo mismo con el hermanito menor. Hay, sin duda, un
momento en que el recién llegado no es todavía ideado
como "otro"; o más bien ese otro no es considerado sino
como un espejo, ante el cual es posible exhibirse, desfilar,
ejercer despotismo o poderes de seducción. Sólo que, aho-
ra, los padres dividen su afecto entre los dos pequeños, y
se interesan aún más por el menor, que requiere mayores
cuidados paternos. A través de estas nuevas frustracio-
nes, cóleras y celos, el niño aprende a distinguir su per-
sona de las demás personas.
El conocimiento de la realidad, tanto social como física,
se adquiere, pues, mediante toda una serie de desilusiones.
Pero todo esto sólo es comprensible merced a que el mun-
do exterior y el mundo social existen ya cuando el niño
nace, y a que chocará tanto contra uno como contra otro.
Ahora bien, allí se reconoce la necesidad de unir las socio-
logía con la psicología. Sin duda, el psicoanálisis recrea
los conceptos rectores de la sociología, tal como ésta exiá-
tía en su época; los elabora de manera nueva; la censura

1 FERENCZI, Sex in Payohanalysis, trad, ingl., Boston, 1916,


pp. 213-90.
2 J.-M. LACAN, Le etade du miroir, théorie d'un moment
structural et génétique dans la constitution de la realité (Con-
greso Internacional de Psicoa,nálisÍ5 de Marieband, 1935).

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social no es ni la compulsión durkheimiana ni el control
institucional; el papel de la sociedad se divide en dos par-
tes: por un lado, la censura inhibitoria; por el otro, la su-
blimación que canaliza las pulsiones del id según los va-
lores culturales del ambiente en que se vive. Pero el psi-
coanálisis también coloca, al comienzo de su psicología, el
principio de realidad junto al del placer. Y ello nos basta
por el momento para sentar las bases de una futura re-
conciliación.
Empero, una nueva dificultad nos detiene. Esa realidad
social, para el niño, es la familia. Más aún, los distintos
miembros de la familia. Las relaciones entre lo individual
y lo social se plantean en términos de interpsicología. La
sociología ¿puede aceptarlo? ¿Qué es lo más importante:
la familia o la sociedad? ¿La familia, acaso, no es una des-
agregación de una sociedad más vasta? ¿O la sociedad se
forma, por el contrario, a partir del núcleo famiUar? Una
nueva confrontación se torna necesaria.

II

¿Qué es una familia? En principio, es un grupo biológico


que continúa la vida animal, y cuyas principales funciones
son la procreación y la educación de los hijos. Pero es
también una institución social, que tiene una organización,
jurídica o consuetudinaria, variable según las épocas o los
lugares. Evidentemente, las tendencias sexuales son de-
masiado peligrosas, por las pasiones que excitan, y la
mujer, para el hombre primitivo, a consecuencia de la
sangre menstrual, tiene demasiadas impurezas como para
que las relaciones entre los sexos se puedan dejar libradas
a los caprichos individuales; así, pues, en todas partes
interviene la sociedad para ordenarlas y controlarlas. La
familia es, asimismo, el centro de toda una serie de inter-
relaciones, afectivas, económicas, culturales, entre los
sexos y las generaciones, relaciones que pueden ir del
conflicto a la interpenetración de conciencias. En estas
relaciones hallaríamos todos los niveles de lo social, que
fueron analizados por Gurvitch^.
Es posible, naturalmente, concentrar el interés en uno u
otro de estos distintos aspectos, según se los considere
1 E. R. MowREK, The Family, its organization and disorga-
nization, Chicago, 1932.

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más fundamentales. Partiendo de la consideración del
parentesco primitivo, que es místico más que consanguí-
neo, y del hecho de que en muchas sociedades arcaicas
no existe siquiera un término lingüístico para designar el
grupo formado por la mujer, el hombre y los hijos, Dur-
kheim definió la familia, ante todo, como una institución:
"Para que haya familia no es menester que haya convi-
vencia, no es suficiente que haya consanguinidad. Pero es
menester que haya derechos y deberes, sancionados por la
sociedad, y que éstos unan a los miembros de la familia.
En otras palabras, la familia sólo existe en la medida que
es institución social, a la vez jurídica y moral, y colocada
bajo la salvaguardia de la colectividad ambiente i. Pero,
¿se tiene derecho a descuidar los demás aspectos de la
familia? Y el psicoanálisis, al estudiar las relaciones, ya
que no económicas, de división del trabajo, por lo menos
afectivas, entre los sexos y las generaciones, ¿no completa
acaso útilmente la sociología dukheimiana? Muchos soció-
logos norteamericanos parecen pensar así: al estudiar la
bibliografía de la sociología doméstica de Estados Unidos
• sorprende el lugar que junto a las formas jurídicas ocupan
los datos del psicoanálisis freudiano 2.
Examinemos pues, rápidamente, esta microsociología
psicoanalítica para ver si puede o no concordar con la
sociología. La relación primaria es la del niño con la
madre. Físicamente, la criatura depende de su madre;
continúa siendo, muchos meses después de su nacimiento,
carne de su carne, sangre de su sangre; sólo vive de la
leche materna, de los reiterados cuidados de la madre.
Sociológicamente, la madre es la educadora de los instin-
tos y de los primeros reflejos condicionados; ella regula
el ritmo de la vida digestiva de la criatura, reprime los
ademanes inconvenientes, le da de mamar a horas esta-

1 DURKHEIM, La famille conjúgale (Rev. Philos., 1921).


2 PAFT, The effect of an Unsatisfactorij Mother-Daugther
(The Family, 1926); PLÜGKL, The Psycho-analytic Study of
the Family, Londres, 2» ed., 1926; K. YOUNG, Parent-Child
Relationship (The Family, 1927); H. GRIFFIN WOOLBERT, Type
of Social Philosophy as a Function of Father-Son Relation-
ship, Chicago, 1930; L. S. COTTRELL, Roles and Marital Ad-
jusment (Publ. of the Am. Soc, XXVII, 1933); H. E. JONES,
The influence of Family Constellation (Personality Develop-
ment in Childhood, I, 4, 1936); P. CARTER, The only Child in
the Family, Chicago, 1927, etcétera.

26
blecidas e impide que el niño juegue con sus propios excre-
mentos. Sin embargo, Flügel considera que se ha exage-
rado el papel de la madre; en muchos casos, la nodriza
puede ocupar el lugar de aquélla y las tendencias ambiva-
lentes de amor y de temor a la vez, que normalmente debe-
rían concentrarse en la madre, se dividen entonces entre
la madre y la nodriza. Otros autores piensan que la
influencia de la madre es nefasta, que su agobiante afecto
amenaza destruir el sentido de iniciativa del niño, conver-
tirlo en un introvertido y un soñador. Toda la tesis de
Jung se basa en la idea de que el progreso individual se
funda en el sacrificio de la madre, en que el hijo, llegado
el momento, la rechace; y Rank sostiene una idea análoga
para la historia de la humanidad i.
La segunda gran relación familiar es la del niño con el
padre. El chiquillo comienza por detestar al padre (que
constituye un elemento de perturbación en el vínculo de
amor que une a la madre con el niño), antes de conver-
tirse, en el estadio edípico, en su competidor celoso y
odiado. Además, el padre vive lejos de la familia, a menu-
do ocupado en menesteres de caza, pesca o guerra, en las
sociedades primitivas y, en nuesti as sociedades modernas,
por el trabajo que lo retiene, durante horas, lejos del
hogar; no es, pues, nada sorprendente el que sea consi-
derado un poco como el intruso, el extraño, cuya presen-
cia jamás es vista con buenos ojos, en el curso de los
primeros años. Pero el niño se verá llevado, a continua-
ción, a admirar la fuerza paternal, a idealizar, es decir, a
divinizar al padre; tratará de parecérsele y lo internali-
zará. Cierto es que esta introyección tiene su contraparte,
pues la autoridad paterna puede acarrear un complejo de
inferioridad en el niño, afición al sufrimiento y desarrollo
de tendencias sádico-masoquistas. En cuanto a la niña,
las cosas suceden de manera muy distinta. El afecto pri-
mario es, tanto en ella como en el niño, el amor materno;
pero como el complejo edípico no pasa de esbozarse y no
se cristaliza, su libido se orienta rápidamente hacia el
sexo masculino. El complejo de Edipo es reemplazado
por el de Electra, y hasta por el de Sara, hija de Raguel
(el demonio Asmodeo mata uno tras otro a todos los ma-
ridos de la joven, mientras el viejo Raguel va a cavar la

1 JüNG, Théorie psychanalystique, París, 1913; Transforma-


tions et symboles de la libido, París, 1912; O. EANK, Le trau-
matiame de la naissance, París, 1928.

27
tumba de sus yernos por adelantado, durante la noche).
La llegada de un hermano o de una hermana aporta el
complejo de Intrusión al que ya hemos aludido. Éste
cobra, por otra parte, diferentes aspectos según la dife-
rencia de edad existente entre ambos. Si la diferencia
es muy pequeña, el recién llegado se convierte en compa-
fiero de juegos. Si la diferencia es más grande, determina
en el mayor una afición por la vanagloria, la exhibición e
incluso por el despotismo, sevicias compensadoras de la
pérdida del afecto de la madre, y llega hasta la transfe-
rencia de la libido hacia el más pequeño, el juego de la
seducción. Encontramos así, en todas partes, la misma
ambivalencia en las relaciones familiares: el odio y el
amor. Aquí, odio hacia el recién llegado: tal el complejo
de Caín y Abel; el amor también: comunión de todos los
hermanos, en el estadio edípico, en la lucha contra el
padre, lucha en la que se adquieren nociones de solida-
ridad social, hasta de vida política: "La relación padres-
hijos es base y prototipo de toda aristocracia; la relación
hermanos-hermanas, la forma primitiva de la democra-
cia" 1.
Pero en el estadio edípico, el chiquillo no se conforma
con unirse a sus hermanos; todavía necesita una auto-
ridad, y como detesta al padre, soluciona sus sentimientos
contradictorios idealizando la figura del abuelo. Así se ex-
plica por qué, según la observación de Rank, muchos pue-
blos primitivos, como los estonios, los noruegos y ciertas
tribus indoamericanas, designan a sus dioses con el nom-
bre de "abuelo" y no con el de "padre"; y se explica tam-
bién por qué un número aún mayor de esos pueblos consi-
deran al niño que acaba de nacer como una reencarnación
del antepasado. Sin embargo, junto a estas relaciones de
identificación, existen también relaciones de hostilidad. En
efecto: la esposa no ama solamente a su marido; a menudo,
continúa apegada al padre, aunque sin darse cuenta. Suce-
de, entonces, que el rival, para el pequeñuelo, no es ya el
padre, sino el abuelo, el padre de la madre. Un símbolo
mítico de lo expuesto se encuentra en la historia de
Perseo, que logró unirse con la mujer amada, secuestrada
por un cruel tirano, y le dio un hijo; tiempo después, ese
hijo vengará a la madre al matar a su propio abuelo. Tam-
bién la niña puede desplazar su libido de la madre al

' 1 FLÜGEL, op. cit, p. 109.

28
abuelo, y para ciertos discípulos de Freud no se trata de
un hecho excepcional, sino de una futesa, que explica
claramente el porqué de ciertas prohibiciones arcaicas,
como aquella, consignada en la Biblia, que dice: "No casa-
rás con tu propio abuelo (o abuela)." Allí está el origen
de numerosos hechos psíquicos o sociológicos, de otra
manera muy difíciles de comprender, tales como la geron-
tofilia, la predilección de ciertas mujeres por los ancianos,
el culto de los antepasados, y la razón que torna al grupo
femenino, más que al grupo masculino, en grupo conser-
vador por excelencia, especialmente en el dominio del
folklore. Por otra parte, la personalidad del niño está
moldeada, atormentada por esfuerzos cuya finalidad con-
siste en hacerla semejante no sólo a la de sxis padres, sino
también al ideal de sus padres, ideal formado con harta
frecuencia por el abuelo del sexo correspondiente. Por
eso la familia es un grupo conservador, y no creador de
valores nuevos; los cambios sociales no surgen de ella,
sino de los otros grupos, económicos o religiosos. Recí-
procamente, si el marido o la mujer detestan a sus pro-
pios padres, acabarán por detestar a los niños que nazcan
de su unión, en la medida que representen reencarnacio-
nes del antepasado. La existencia, en ciertas familias, de
niños-mártires no tiene, casi nunca, otro origen K
La familia se extiende más allá de este círculo restrin-
gido y la libido puede desplazarse en otras direcciones.
Puede desplazarse, por ejemplo, sobre la tía, que no se
ha casado y que continúa viviendo con la familia, madraza
para con los niños y, al mismo tiempo, virgen; de allí,
según Jones, el cuito de la Virgen-madre en gran número
de religiones. O aun sobre los primos hermanos; por esto,
la opinión pública considera la unión entre primos her-
manos como una forma atenuada, y mal vista, del inces-
to 2. Puede también desplazarse, después del matrimonio,
sobre la suegra; ello explica el lugar de la suegra en la li-
teratura cómica actual. Es una reacción espontánea contra
la facilidad de ese traslado afectivo; se toma en solfa a la
suegra para luchar contra la tentación naciente, para cor-
tar todos los caminos al posible amor. Freud explica los

1 Las relaciones entre nietos y abuelos han sido especial-


mente estudiadas por JONES, Traite théorique et pratique de
psychanalyse, París, 1925, pp. 848-54.
2 ABRAHAM, Die Stellung der Verwandtenche in der Psy-
chologie der Neurosen {Jahrburch für Psychoanalyse, I ) .

29
tabúes de la suegra en los pueblos primitivos (el yerno
no puede ver a su suegra ni hablarle si no es a distancia)
por esas derivaciones incestuosas de la madre a la suegra,
pero añade la acción de otro factor: la mujer que envejece
se da cuenta muy claramente de que ya no es una joven
capaz de causar deseo y, cuando casa a su hija, se iden-
tifica entonces inconscientemente con ésta para continuar
siendo amada. Imagina compartir con ella el amor del
yerno y el tabú toma entonces una significación distinta:
impide a lo imaginario chocar con lo real estableciendo
entre el hombre y la mujer la prohibición sociológica del
contacto i.
En resumen, "todos los miembros del grupo familiar,
del hermano al abuelo, del sobrino a la tía vieja, son otras
tantas substituciones de la imagen de la trinidad original,
formada por padre, madre e hijoz.
Podemos ahora preguntarnos si este psicoanálisis de
las relaciones domésticas constituye efectivamente un
complemento de la sociología de la familia. En realidad,
hay oposición más que contacto. Al principio, la libido
del niño está dirigida hacia los parientes próximos y sólo
por una serie de desplazamientos se dirige hacia parientes
cada vez más alejados. Así, la solidaridad social se forma
sobre la base de la solidaridad doméstica, por ampliación
progresiva del instinto biológico. La psicología explica lo
social y hemos visto ya, en efecto, que los tabúes místicos,
la imagen de Dios, ciertas creencias primitivas como la
de la reencarnación, la estructura política de un país, aris-
tocracia o democracia, se basan en las metamorfosis de la
libido. No sólo lo psicológico explica lo social, sino que,
además, el paso de lo puramente psíquico a lo social se
efectúa según las leyes de la psicología, como por ejemplo
la asociación de semejanza que permite a la libido pasar
de la madre a la tía y la suegra, o la asociación de simili-
tud de situaciones, que hace que la transferencia pueda
ir de las personas a las instituciones, como en el caso de
la universidad (Alma mater), o la patria {Vater o Muter-
land).
La respuesta de un sociólogo de la escuela durkheimiana
sería fácil. Si los desplazamientos de la libido están pro-
vocados por el temor al incesto y son, en último análisis,

1 FREUD, Totem et tabou, Paría, 1»22, pp. 27-80.


2 JONES, op. cit., p. 854,

30
obra de los padres, ¿qué motiva la censura doméstica?
¿Acaso el padre siente celos de su hijo, o es el represen-
tante de las normas de la comunidad social que le estable-
ce los fines de la educación del niño? Lo social ¿es ante-
rior o posterior a la libido? El estudio de la forma en que
se efectúan los desplazamientos nos permite descubrir la
solución del problema. El desplazamiento no se efectúa
según las leyes de la asociación de ideas, sino que sigue
las reglas del parentesco. Supone, en consecuencia, un
cuadro institucional preexistente y que varía según los
países y las épocas. La libido interviene en un conjunto
de relaciones que están definidas jurídicamente o por la
costumbre, y que establecen relaciones de proximidad o
de alejamiento que acuerdan a esos traslados un orden
jerárquico que va, progresivamente, de los parientes más
próximos a los más lejanos. En suma, la libido puede
vigorizar las relaciones jurídicas o abstractas, pero esa
relación jurídica es vivificada sólo porque ya existe de
antemano. Al menos en la actualidad, lo social es anterior
a lo psicológico.
Así, la afirmación de Jones, citada al comienzo de este
capítulo, de que si Durkheim hubiera conocido la doctrina
de Freud seguramente no habría condenado la introduc-
ción de explicaciones psicológicas en la sociología, nos
parece harto discutible. Sin duda, el psicoanálisis cons-
tituye un progreso respecto de la vieja psicología indivi-
dualista pues nos muestra el lugar que ocupa el control
social en la vida del niño, pero no es posible insertarlo,
sin embargo, en el espíritu de una sociología objetivista.
Hay una oposición fundamental, entre ambas, muy difícil
de superar a primera vista. El freudismo parte del prima-
do de la libido, única fuerza creadora, en definitiva, y el
durkheimismo del primado de la institución. El reen-
cuentro sólo podrá efectuarse con una transformación
previa del psicoanálisis y de la sociología que permita
acercarlos, modificando tanto el uno como la otra.

Hasta ahora sólo nos hemos ocupado de la familia nor-


mal que, en la sociedad, tiene una función de las más
útiles. Flügel la considera el ambiente indispensable para
el desarrollo armonioso del niño; la Identificación del
hijo con el padre permite la trasmisión de valores morales,
tal como el desplazamiento de la libido censurada explica
la adaptación del individuo al medio social. De allí que

31
Flügel condene el sistema de educación comunista, que
separa a los niños de sus padres y confía su educación al
Estado, pues impide la formación de un superyó válido
en el plano afectivo. Hasta puede uno preguntarse, como
J. M. Lacan, si la crisis que atraviesa hoy la humanidad
no se debe a que la concentración urbana y las dificulta-
des de la vida económica actual separan cada vez más al
niño de la influencia predominante de la familia, en tanto
que el advenimiento de los regímenes totalitarios estata-
les dificulta la formación de la imagen paterna y la re-
emplaza por otro ideal. Pero, así como existe la familia
normal, existe también la familia patológica, y los psicoa-
nalistas, por ser médicos, han tenido que estudiarla con
sumo cuidado. El punto de partida en este terreno fue la
comprobación de que, generación tras generación, se re-
petía la misma neurosis, en un mismo grupo doméstico,
sin que se pudiera atribuir tal transmisión a la herencia,
ya que una vez curados los padres, los hijos se curaban
solos, sin necesidad de seguir un tratamiento médico. Su-
cede que el superyó resulta de la internalización de los
padres; si éstos son enfermos, el superyó de los hijos lo
será también, fatalmente. La neurosis se torna, entonces,
algo así como una tradición social. Pero, fundándose en
esa comprobación, los psicoanalistas terminaron por en-
contrar elementos patógenos en muchas familias. Uno de
esos estudiosos, el doctor Leuba, llega a poner como epí-
grafe de uno de sus artículos la siguiente frase de Foil de
Carotte ("Pelo de zanahoria"), de Jules Renard: "La fami-
lia es un grupo de personas que se detestan y que se ven
obligadas a vivir juntas", para arribar finalmente a esta
conclusión decididamente pesimista: "La familia neuró-
tica es, simplemente, la familia." ^
La inadaptación sexual entre marido y mujer los lleva
a poner entre sí una serie de barreras. Esas barreras pue-
den ser las disputas, el divorcio, el trabajo en el caso del
hombre y el fervor religioso en el de la mujer, la enfer-
medad, el tercero o la tercera en discordia. Los efectos
sociales de esta primera forma de familia patológica son
bastante contradictorios. Cuando el marido se refugia en
el trabajo intensivo y la mujer en la religión o en la fi-

1 R. LAFOHGÜE, LO névrose familiale (Rev. franc, de Psy-


chan., IX, 1936) ; J. LEUBA, La famule névrotique et les névro-
ses familiales (ídem); J. B. LAY, Eine Hypothese zur psycho-
logischen Bedentung der Verfolgungsidee, etcétera.

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lantropía, la inadaptación sexual puede traducirse en una
mejor adaptación social y convertirse en bien para la
colectividad. Pero, por otra parte, en esos matrimonios,
los hijos son mal vistos (porque impiden la solución que
ofrece el divorcio), y sufren; o bien son criados por los
abuelos, es decir, por las personas en quienes han comen-
zado los complejos neuropáticos. Esos niños serán con el
tiempo inadaptados sociales, que cultivarán la afición por
el fracaso, no soportarán el éxito ni la felicidad y al-
gunos de ellos terminarán inclusive en el suicidio. En
otros casos la madre, desdichada, volcará su amor sobre
el hijo; así tendremos el caso del niño excesivamente mi-
mado: también aquí el conflicto matrimonial tendrá con-
secuencias graves para la sociedad. El libido infantil es-
tará fijada sobre la madre y el padre será siempre un
enemigo; en consecuencia, el superyó paterno no podrá
formarse, y el complejo de Edipo no será fácilmente su-
perado.
El matrimonio por compensación representa otro tipo
de patología familiar: el hombre masoquista se casa con
una mujer sádica, para encontrar junto a su compañera
la voluptuosidad buscada; una neurótica afectada por el
sentimiento de la culpabilidad elegirá un marido-enemigo,
para castigarse por una falta imaginaria; este otro joven,
en el momento de casarse, temeroso de una decepción,
elige una mujer distinta de la que ama, para mantener
la pureza de su ideal. La compensación parece más fre-
cuente en segundas nupcias, cuando se elige en sentido
opuesto al de la primera elección. Tenemos aquí un caso
opuesto al que vimos al ocuparnos de la "barrera"; aquí,
la adaptación sexual existe en principio, ya que hay com-
pensación, pero concluye en inadaptación social para los
hijos. Muchas neurosis, en efecto, se originan en la ima-
gen del padre castrado, lo cual sucede en el caso de la
pareja sádico-masoquista; en tanto la hija se torna mascu-
lina, mujer-hombre.
Por último, citaremos al padre tirano. El niño, en tales
casos, aterrorizado, ve regresar su libido a los estadios
más arcaicos, el narcisista, o autístico, a menos que se
rebele; tal el origen de todos esos fenómenos, muy estu-
diados por cuantos se interesan por la patología familiar:
huida del hogar paterno, vagancia, delincuencia juvenil
en el caso del hijo varón, prostitución en el de las mujeres.
Podemos añadir a este cuadro clínico el caso de la familia

33
incompleta, pues la ausencia del padre representa, para
el niño, la dificultad de formarse un ideal internalizado;
la ausencia de hermanos —caso del hijo único— significa
tropiezos en el aprendizaje de la solidaridad social y es
fuente del egoísmo de muchos individuos.
Hay, en este descenso por los círculos concéntricos del
infierno doméstico, muchos rasgos verídicos, y los nove-
listas actuales confirman en gran parte estos datos def
psicoanálisis. Sin duda, la familia disimula odios y es-
conde, a menudo, desdichas trágicas, que a veces estallan
bruscamente, en crisis repentinas que sorprenden a todo
el mundo. Pero casi siempre los individuos nacen y mue-
ren sin que haya crisis aparente ni en las relaciones ma-
trimoniales, ni en la vida de los hijos. La familia ha cum-
plido su función normal, los cónyuges han tenido hijos,
los han criado, les han brindado todo el avío social
necesario para poder adaptarse sin mucho sufrimiento a
la sociedad circundante. Como la libido es inconsciente
puede ser que, urgidos por las compulsiones colectivas,
por las cargas de la educación en cuanto a la madre, por
el trabajo en la fábrica o en la oficina en cuanto al padre,
los cónyuges vivan y mueran sin darse cuenta de que se
detestan en vez de amarse "razonablemente", como todo
el mundo. Es posible, también, que el niño soporte in-
conscientemente las consecuencias de esos odios familia-
res, del amor exclusivo de la madre o del temor hacia un
padre tirano, y que en consecuencia esté menos preparado
para la vida. Pero la sociedad es exigente y, una vez
adulto, aquel hijo se verá obligado a someterse a sus nor-
mas. Quizá ello le cueste más trabajo, pero ayudado por
la imitación de los camaradas, por las facilidades de la
organización de los grupos a los que se incorpora, atra-
pado en el engranaje de su nuevo ambiente lo conseguirá,
de todos modos. A tal punto es cierto lo que acabamos
de decir que las crisis domésticas, tal como las hemos de-
finido y como lo muestra la novela contemporánea, apa-
recen sobre todo cuando las familias se ven reducidas a
vivir en esferas aisladas, especialmente en la burguesía;
el círculo familiar se convierte entonces en prisión. Pero,
en general, se vive no sólo en una familia, sino en toda
una red de interrelaciones, en centenas de células socia-
les, sumamente diversas, que impiden la manifestación de
los complejos inconscientes. Si se quisiera emplear un
lenguaje bergsoniano, se diría que la costra social del yo

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está tan fuerte, tan duramente cristalizada en hábitos,
que forma como una capa protectora para impedir el es-
tallido de las pulsiones libidinosas. Ello explica la vida
normal de los miembros de las familias anormales. Y sin
duda, desde el punto de vista humano, las situaciones que
hemos examinado son lamentables; pero desde el punto
de vista sociológico, de la continuación de la vida de la
sociedad, nada graves. Es decir, que lo social es más fuer-
te que lo psíquico, pues crea lo normal con lo patológico.
Somos superados, arrastrados por la corriente de las nece-
sidades de la vida...

Nuestra confrontación ha concluido. Puesto que Freud


reconocía el papel de la sociedad en la formación del yo,
hemos partido de la idea de que era posible establecer
una síntesis entre el psicoanálisis y la sociología, tal como
existía a comienzos del siglo xx, cuando Durkheim la
creó sotare base científica. La idea d^ censura social nos
parecía próxima a la compulsión colectiva y la psicología
freudiana era definida como una psicología social. Pro-
curamos, por lo tanto, ver si era posible una conciliación;
y lo intentamos donde tal conciliación podía realizarse; es
decir, precisamente en el punto donde lo social se inserta
en lo individual: en la familia, en el niño. Ahora bien, no
nos quedó más remedio que comprobar que, aun donde am-
bas doctrinas parecían vincularse más o complementarse
mejor, subsistía una oposición fundamental, bajo analogías
aparentes o contribuciones recíprocas. Si bien el psicoaná-
lisis tiene en cuenta lo social, no imagina lo social tal
como lo hace el durkheimismo. Lejos de incorporarse a
la sociología para completarla, la reemplaza, como el sa-
cerdote de Nemi, después de sacrificarla.

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