Lo que más me ha sorprendido de las obras seleccionadas para esta
muestra es la coherencia, tanto temática como formal, de todas ellas.
La temática se reduce casi exclusivamente a interiores domésticos en los
que aparecen elementos tan recurrentes que rozan la obsesión: la luz convertida muchas veces en protagonista, la mujer semioculta, las puertas abiertas o cerradas, las ventanas que se ven o se adivinan y otros objetos no tan repetitivos, pero sí muy frecuentes como el menaje, los espejos o los cuadros.
Formalmente, el colorido también es muy limitado y se reduce a la gama de
los grises y los pardos, aunque con una asombrosa variedad de matices. La pintura suele repartirse a pinceladas cortas y delicadas que cubren la superficie con suavidad, sin grandes empastes, pero sin dejar de ser pintura. Hay un equilibrio entre la pintura y el dibujo: no cae en el dibujo coloreado ni perfectamente perfilado, pero aún menos en la mancha informe. Dependiendo de las obras, unas son más pictóricas y otras más dibujísticas, pero –como todo en él- muy mesurado. Sólo, en alguna de ellas, la imagen parece desenfocarse y la pintura toma más relieve frente al dibujo en un juego quizá deudor de la fotografía - aún muy novedosa- a la que también se asemeja por el tipo de encuadres recortados (muebles, cuadros partidos) y la escena “robada”, instantánea, sin pose pictórica de sus personajes. Compositivamente dominan las líneas rectas, las verticales, las paralelas que ayudan a dar una sensación de orden, de equilibrio y mesura. Todos estos elementos (imaginario, colorido, pincelada, composición) contribuyen a forjar un prototipo de interior como parado en el tiempo, como en el cuento de la Bella Durmiente después del hechizo. Hay una quietud, un silencio, una paz tan extremos que podría ser la paz de un cementerio en una mañana soleada.
A mi no me provoca la sensación de miedo y angustia que los comisarios
de la muestra han querido poner en relieve al compararlo con Dreyer y sobre todo con la peculiar puesta en escena –fascinante, pero bastante tenebrosa- de la exposición. Ciertamente transmite inquietud, soledad, pero también paz, recogimiento, interioridad, espiritualidad. Me fascina este juego que no sabe cuándo el recogimiento se convierte en encierro, cuándo tanta paz, tanto orden, tanta sobriedad es que estás muerto; pero en este juego fronterizo no veo dramatismo, sino más bien incapacidad de entrar en su mundo desde la agitación y dispersión en que nos movemos. Sus personajes viven en este mundo íntimo, literalmente de espaldas a la realidad exterior (nosotros). Su única relación con el exterior son las ventanas que dejan pasar la luz (pero no muestran nada) y las puertas que se abren a pasillos interiores, pero no afuera. Están encerradas, pero no son conscientes de ello, no miran, nos dan la espalda, no oyen. No sé si en esta representación hay una crítica al estilo de Ibsen en Casa de Muñecas, cuando Nora despierta de su sueño feliz y se da cuenta de que está encerrada y de que nunca ha decidido nada o bien es una invitación al recogimiento, a la introspección por las “moradas del alma” que nos resulta tan extraña, tan ajena, que nos perturba. Me parece que Hammershoi juega con esta ambivalencia que quizá es la suya propia.(1)