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Carmen Arrufat Pujol. Historia del Arte II.

“Hammershoi i Dreyer” CCCB

Lo que más me ha sorprendido de las obras seleccionadas para esta


muestra es la coherencia, tanto temática como formal, de todas ellas.

La temática se reduce casi exclusivamente a interiores domésticos en los


que aparecen elementos tan recurrentes que rozan la obsesión: la luz
convertida muchas veces en protagonista, la mujer semioculta, las puertas
abiertas o cerradas, las ventanas que se ven o se adivinan y otros objetos
no tan repetitivos, pero sí muy frecuentes como el menaje, los espejos o los
cuadros.

Formalmente, el colorido también es muy limitado y se reduce a la gama de


los grises y los pardos, aunque con una asombrosa variedad de matices. La
pintura suele repartirse a pinceladas cortas y delicadas que cubren la
superficie con suavidad, sin grandes empastes, pero sin dejar de ser
pintura. Hay un equilibrio entre la pintura y el dibujo: no cae en el dibujo
coloreado ni perfectamente perfilado, pero aún menos en la mancha
informe. Dependiendo de las obras, unas son más pictóricas y otras más
dibujísticas, pero –como todo en él- muy mesurado. Sólo, en alguna de
ellas, la imagen parece desenfocarse y la pintura toma más relieve frente al
dibujo en un juego quizá deudor de la fotografía - aún muy novedosa- a la
que también se asemeja por el tipo de encuadres recortados (muebles,
cuadros partidos) y la escena “robada”, instantánea, sin pose pictórica de
sus personajes. Compositivamente dominan las líneas rectas, las verticales,
las paralelas que ayudan a dar una sensación de orden, de equilibrio y
mesura. Todos estos elementos (imaginario, colorido, pincelada,
composición) contribuyen a forjar un prototipo de interior como parado en el
tiempo, como en el cuento de la Bella Durmiente después del hechizo. Hay
una quietud, un silencio, una paz tan extremos que podría ser la paz de un
cementerio en una mañana soleada.

A mi no me provoca la sensación de miedo y angustia que los comisarios


de la muestra han querido poner en relieve al compararlo con Dreyer y
sobre todo con la peculiar puesta en escena –fascinante, pero bastante
tenebrosa- de la exposición. Ciertamente transmite inquietud, soledad, pero
también paz, recogimiento, interioridad, espiritualidad. Me fascina este juego
que no sabe cuándo el recogimiento se convierte en encierro, cuándo tanta
paz, tanto orden, tanta sobriedad es que estás muerto; pero en este juego
fronterizo no veo dramatismo, sino más bien incapacidad de entrar en su
mundo desde la agitación y dispersión en que nos movemos. Sus
personajes viven en este mundo íntimo, literalmente de espaldas a la
realidad exterior (nosotros). Su única relación con el exterior son las
ventanas que dejan pasar la luz (pero no muestran nada) y las puertas que
se abren a pasillos interiores, pero no afuera. Están encerradas, pero no
son conscientes de ello, no miran, nos dan la espalda, no oyen. No sé si en
esta representación hay una crítica al estilo de Ibsen en Casa de Muñecas,
cuando Nora despierta de su sueño feliz y se da cuenta de que está
encerrada y de que nunca ha decidido nada o bien es una invitación al
recogimiento, a la introspección por las “moradas del alma” que nos resulta
tan extraña, tan ajena, que nos perturba. Me parece que Hammershoi juega
con esta ambivalencia que quizá es la suya propia.(1)

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