La redundante soledad del desierto se vuelve compleja, por una casa
rodante. En ella est la sociedad. Que es un adicto a la herona. Desconfa de la humedad, y se siente rodeado por miles de hormigas alborotadas, que huelen al sudor de sus jornadas de adaptacin. Esta acostado sobre un colchn viejo, con una pistola en la mano derecha y una jeringa en la izquierda. Mientras el frio lo consume, el ardor de su existencia y las ambiciones de su personalidad, se derrumban por la torcedura del cimiento que las construy. Las mascaras en el suelo, demuestran que ya pas el carnaval. Cuando las horas dejan de marcar el pulso sobre las venas, la aguja parece tener la profundidad necesaria. Algo estalla, y la poltica se reinventa a s misma. Sin inyectarse, el adicto se pierde en la inmensidad, y se envuelve en los desolados aullidos. Luego prende un fuego, y pone a calentar una olla con agua. El mundo se hierve, pero el frio en la noche del desierto es helado. Un violn tremolo corta el viento y lo endurece. La msica suena, por el impulso de sus dedos sobre la cuchara sin filo que revuelve incansablemente, una y otra vez. Finalmente los disparos suenan como teclas de piano. Los cactus temen por sus espinas, y las estrellas sonren lo inevitable, el vicio lo congelo en su agona. Al otro da, las inquietas hormigas, se desayunan al humano que duerme tendido en la arena. Van y vienen del hormiguero a la comida, y llevan a la reina su porcin. La sociedad ha muerto. El hombre, al fin es libre.