Está en la página 1de 12

Movilidad y estancamiento en J.M.G.

Le Clézio

Sorprendentemente, la Academia Sueca atinó en su citación oficial de este año al describir la obra
del Premio Nobel de Literatura 2008, el francés Jean-Marie Gustave Le Clézio. Para mí, Le Clézio
no es ningún desconocido. Su obra ha sido ampliamente traducida pero desde hace mucho no se
reimprime (una injusticia), para ser un escritor tan profundo y visionario. El gran problema siempre
será la óptica “cuantitativa” del premio (mercado, editores, crítica, encuestas, etc.), frente a la más
“cualitativa”, y por ende, menos democrática. Un libro no busca cambiar el mundo, sino más bien,
abrir las enormes puertas donde comienza el Arte (eso que Platón llamó “Utopía”) para quien lo
lee; y no siempre, es esta la misma visión de un lector a otro y así sucesivamente. El gran
problema, diría yo, en los centros de discusión, es lo que algunos “buscan imponer” frente a lo que
verdaderamente termina “imponiéndose”, y los medios de información son siempre los mayores
tiranos, que se reflejan menormente en algunos lectores. Por ejemplo, abundan quienes pugnan
por el escritor de la novela que acabaron de leerse, o los fieles seguidores del escritor de novelas
de terror para quien no existe ni existirá Cervantes o un tal Faulkner que valga. Por ello esta breve
nota, y de paso mi elogio a la citación de la Academia Sueca, que subrayó, sobretodo, “la aventura
poética” de Le Clézio. Porque para quien esté iniciado en la obra de Le Clézio, es claro que, en sus
novelas principales, la aventura, el viaje individual y espiritual, está siempre presente. La obra de
Le Clézio es pues, un viaje (movilidad) a ese otro mundo dentro de éste (estancamiento) y del que
soñó su otro compatriota, Paul Eluard.

El siguiente ensayo fue publicado hace algún tiempo en la revista Academia Literaria, de
circulación odiosamente “erudita”. Creo que desde que apareció, la situación o perspectiva sobre
Le Clézio no ha variado en mí; la percepción de las novelas que allí estudié, sigue siendo la misma.
Y de este modo, de paso sea dicho, contribuyo para revestir la comprensión de J.M.G Le Clézio
con una mayor justeza en nuestra lengua y, en ese intento, el rescate del presente estudio literario
del olvido.

«Publicado originalmente en Academia Literaria» ~ ©Max Vergara Poeti, 2004. Todos los derechos
reservados sobre las traducciones de los apartes de las obras de Le Clézio en comento.
A menudo, quien lee la obra de Jean-Marie Gustav Le Clézio se embarca en un viaje o una
aventura. En sus novelas, el escritor francés ha guiado a sus lectores en un extenso y
culturalmente rico viaje por el planeta: desde las islas del Océano Índico en “Le chercheur d’or” y
“La quarantaine”, hasta el África Occidental en “Onitsha”; Europa, África meridional e incluso hasta
América en “Désert” y “Poison d’or” y el Medio Oriente en “Etoile Errante”. Los viajes frecuentes,
junto a Le Clézio por el mundo, sin duda han sido la compañía de muchos lectores en la
comodidad y el evocador silencio de sus casas. Los pasajes que el autor francés describe son
riquísimos en detalles y sensaciones. Y quizás, para el estudio de las novelas que me he propuesto
tratar, podría plantearse mejor el tema desde la perspectiva de los viajes, el movimiento, la
adaptación y el rechazo, deambular, vuelo, escape y, aún así, quedándose a la vez uno corto en
cuanto a la calidad literaria que precisamente me motiva a escribir. También, por otra parte, podría
haber abordado a Le Clézio desde la inmovilidad o el confinamiento, en términos igualmente
parecidos. Pero elegí el viaje y la inmovilidad por tres razones suficientemente específicas. Primero
que todo, se trata de dos palabras que frecuentemente usa el mismo Le Clézio en las dos novelas
que aquí consideraré: “Déserts” y “La quarantaine”. Segundo, ambas palabras poseen múltiples y
potencialmente contradictorias definiciones de las que me he servido en mi elucidación. Y tercero,
desde que el texto que precede es un análisis novelístico de obras escritas en francés, con ellas
haré que las interpretaciones no supongan problemas lingüísticos.

La obra de Le Clézio ha sido, en ciertos momentos, analizada con un énfasis particular en el tema
del viaje. Pero lo que ciertamente me ha interesado en mis propias lecturas es la compleja
interrelación del concepto de “viaje” con el de inmovilidad total, este último siendo, de una primera
ojeada, menos visible y aún así suficientemente prevalente. De manera que pueda establecer un
más preciso contexto para comprender la dicotomía creada por la presencia de estos conceptos en
“Désert” y “La quarantaine”, primero comenzaré con algunas definiciones de las dos palabras clave
aquí dichas.

Basándome en la variedad de definiciones en los diccionarios, uno podría resumir que ser inmóvil
significa ser incapaz de moverse o ser movido, literaria como figurativamente. Tal definición puede
aludir a la resistencia, la debilidad, la resignación o la terquedad. Al mismo tiempo, la inmovilidad
puede sugerir fijación o estabilidad en un lugar, una ausencia total de movimiento que puede ser
deseada o requerida, y que en casos puede ser permanente. De forma más simple puede significar
lo estacional, designando persona, cosa o condición temporal en descanso y así capaz de moverse
en cualquier momento.

Mientras que estas definiciones también suponen sorpresas, me sorprendí más en cuanto a las
connotaciones de viaje. En su definición más sencilla, una travesía significa meramente el acto
viajar, un recorrido en el cual uno va de un lugar a otro. Así, estas dos descripciones básicas
sugieren en realidad dos empresas radicalmente distintas. El acto de viajar no implica
necesariamente la existencia de un destino fijo, predeterminado. Y lo fijo, coincide, fue una de
nuestras definiciones antes de inmovilidad, al igual que la ausencia de destino determinado sugiere
un destino que, a su vez, se mueve, viaja, incursiona. En contraste, el recorrido que sí tiene un
destino predeterminado está, más claramente, delinead; hay un punto de partida y otro de arribo, y
el acto de viajar se hace el que meramente conecta a estos puntos y por ende, así, tiene menor
significado en sí.

Sin embargo, existen definiciones más restrictivas de viaje. Un viaje puede referirse más
específicamente a un recorrido por agua o tierra o aire, o un viaje que se lleva a cabo para, por
ejemplo, propósitos militares. Más interesante para esta discusión es la definición figurativa de viaje
como una empresa o aventura de carácter privado, o de viaje como el curso de la vida humana en
términos generales. Finalmente, un viaje puede escribirse como la narración de un recorrido. Son
estas últimas definiciones, sin duda, las que guardan particular y fortísimo significado a la luz del
debate de la obra de Le Clézio.

Dos factores me llevan a concentrarme en solo dos de las novelas de Le Clézio —“ Désert” y “La
quarantaine”. Primero, que estas dos obras comparten similaridades estructurales: cada una
alterna entre un torrente narrativo primario y uno secundario que es paralelo al principal. Ambas
son ricas en alusiones a las implicaciones de viajar, y al mismo tiempo apelan a las descripciones
de viaje o recorrido en muchas situaciones en la que la inmovilidad caracteriza a los personajes.
También, otro motivo, aquel del desierto, domina a ambas narraciones, aunque vale decir que de
formas bastante asímiles. El Desierto del Sahara en “Désert” es vasto, sin límites, mientras que el
desierto isleño de “La quarantaine” es claustrofóbico por su confinamiento. Pese a que los temas
en el foco de este análisis no son únicos a “Désert” y “La quarantaine”, las similitudes
fundamentales entre estas dos obras permiten pasar revista completamente a la obra entera de Le
Clézio.

Hay dos corrientes narrativas en “Désert”; primero, aparece la historia de Lalla, esta joven mujer
que vive en las chabolas de una ciudad del Norte de África, entre el desierto y el mar. La aventura
de Lalla la llevará de su “cité”, ese desierto en el cual ella nació y que ama, a huir para evitar un
matrimonio arreglado con un hombre mayor que casi no conoce. Su viaje la lleva a Francia, donde
Lalla explorará una Europa que solo ha escuchado casi en términos míticos por un viejo marino.
Vivirá y deambulará por Marsella experimentando una historia al estilo de pobre a rico a medida
que en París se convierte en modelo internacional. Y así, al mismo tiempo, “Désert” contienen la
historia de los nómadas del desierto, de quienes Lalla procede, mientras inician un ardoroso
recorrido en su intento de escapar y confrontar al ejército invasor francés —esta parte de la historia
basada en hechos reales. Al final, tanto Lalla como los nómadas regresan al desierto; Lalla regresa
a África para dar a luz al niño que ha concebido poco antes de abandonar Marsella, y los nómadas,
derrotados y masacrados en gran número por los franceses, desaparecerán a lo profundo del
desierto, donde pertenecen.

Las múltiples definiciones de “desierto”, como aquéllas de “inmovilidad” y “viaje”, revelan la


comprensión de los usos comunes de Le Clézio en su obra a la palabra. Los orígenes de la palabra
están en el “desertus” latino, que significa “abandonado o desierto”. También originalmente se
refiere menos a las características geográficas de una región que a una interrelación compleja de
esta región y sus habitantes: humanos, animales o vegetales. Desierto es un sustantivo que puede
definirse como una porción deshabitada o sin cultivar de un país, de nuevo subrayando la primacía
humana como presencia en la naturaleza, mientras que la connotación moderna es de región
baldía o yerma, sin agua y verdor. Aunque esta última definición ciertamente aplica al título de la
novela de Le Clézio y la región que que se describe allí (particularmente en la historia de los
nómadas), lo que resulta más revelador es la definición de desierto cuando se trata de una
adjetiva. El hecho de que el título elegido por Le Clézio carezca de artículo ciertamente permite la
posibilidad de que “Désert” no solamente se refiera a un lugar sino a una característica implícita del
texto mismo. Las muchas definiciones posibles de la forma adjetiva (abandonado, deshabitado, sin
gente, desolado, solitario, inproductivo, desprovisto, desperdiciado) asisten al lector en su viaje por
el texto, del modo que explican los conflictos internos de los nómadas y Lalla. El desierto físico, esa
región sin agua o plantas desprovista de todo valor, es su hogar, y dentro de los confines de este
hogar se sienten cómodos. Es sólo cuando entran en contacto con la civilización francesa, al Lalla
viajar y establecerse en Francia, y los nómadas al emprender su batalla contra la fuerza de
invasión que, juntos y a su manera, se enfrentan además a calidades como el abandono, la
desolación y el desperdicio. Y es tras dicho contacto que retornan al desierto, ese lugar inamovible,
incambiable y atemporal.

El mismo Le Clézio incluyó en “Désert” una descripción que complementa esta definición última:

«Allí, en el país del vasto desierto, el cielo es inmenso y el horizonte infinito, pues nada existe que
pueda interferir con la visión. El desierto es como el mar, con sus olas de viento sobre la dura
arena, con la espuma de la cabriola que se enrolla […] Allí, en el desierto, los hombres pueden
caminar por días sin toparse siquiera con una casa o ver un pozo, pues el desierto es tan grande
que nadie puede conocerlo en su vastedad. Los hombres penetran el desierto y son como
barcazas sobre el mar, ya que nadie sabe si regresarán[…] Todo es tan distinto en este país,
incluso el sol, que quema más a los hombres que regresan ciegos, con sus caras
abrasadas.»(Désert, p.180-1).
Para los nómadas en “Désert”, el desierto es tanto hogar como locación de viaje, de un recorrido
eterno que es tanto físico como espiritual; sus vidas están hechas de viajes constantes, sus vidas
no son otra cosa que viajes, sin destino u objetivo aparente: «Las rutas eran circulares,
inevitablemente llevaban al punto de partida, siguiendo crecientes círculos más estrechos
alrededor de Saguiet el Hamra. Pero era un camino que no tenía fin, ya que era más largo que la
vida humana». (p.24). El viaje que caracteriza sus vidas es perpetuo y supone también un destino
final, la muerte: «Los hombres y las mujeres vivían, pues, caminando, sin hallar en ello descanso
alguno. Murieron un día, sorprendidos por la luz del sol, golpeados por el fuego enemigo o
abusados por una fiebre […] Desde el momento en que nacieron, los hombres pertenecían a estas
prolongaciones infinitas de tierra, a la arena, a los cardos, a las serpientes, a las ratas, al viento
sobre todas las cosas, pues era éste su verdadera familia.» (p.25). El acto de viaje se convierte en
una forma indistinguible de vida misma, tan inherente como lo es en la existencia de estos seres de
carne y hueso hechos por su entorno.

Dentro del viaje también hay vacío, movimiento combinado con una mutabilidad estanca: «Nadie
había olvidado el sufrimiento, la sed, la terrible quemazón del sol en las rocas y la arena sin fin,
tampoco en el horizonte que siempre parecía batirse en retirada. Nadie había olvidado el hambre
que carcome, no solo el hambre de alimentos, pero todo el hambre, el hambre por esperanza y
liberación, hambre por todo, hambre de esperanza y liberación, hambre de todo de lo que se
carece y labra mareo en tierra, hambre que empuja hacia delante en la nube de polvo y en medio
de multitudes asustadas.» (p.56). Menos que un movimiento positivo avante, el viaje así parece
una fuente o causa de demacración completa o total; el robo de la vida.

De manera similar, para la joven Lalla, los caminos que toma al desierto llevan a ninguna parte,
carecen de destino o simplemente la regresan al punto de partida, haciendo así el prospecto de
cualquier viaje futil: «Lalla sabe todos los caminos, aquellos que llevan más allá de las dunas
largas y grises, por entre los matorrales, esos que se curvan y regresan, esos que nunca llevan a
ningún lado.» (p.76). Quizás no sea sorpresa que los animales que fascinan particularmente a Lalla
sean las moscas que abundan el lugar que habita. Ella admira la forma como se mueven en el aire,
en un plis plas zigzagueando, como si fueran a ninguna parte en particular y así de alguna forma
deteniéndose de repente en un punto, destino, pero sobreviviendo.

Cuando Lalla toma la decisión de dejar su “cité”, aterrorizada por la idea de casarse con un hombre
muy mayor a quien ella ni ama o respeta y desconfía, el único asunto relevante es que
simplemente emprende la marcha; su destino eventual es de menor importancia. El viaje se
convierte no en la búsqueda de un nuevo lugar sino en la necesidad de abandonar el sitio previo,
incluso a riesgo de desaparecer para siempre: «¿Hacia dónde va este camino? Lalla no sabe hacia
dónde va, está a la deriva, llevada apenas por el viento del desierto que sopla, algunas veces,
quemando sus labios y párpados, cegador y cruel, otras veces frío y lento, el viento que borra a los
hombres y hace que las piedras caigan al fondo de los precipicios.» (p. 204).

Es probable que el último viaje (el único verdaderamente posible) es aquél que lleva al olvido, a la
obliteración de este mundo de aquellos que se embarcan en tal viaje. Este viaje último
necesariamente no necesita resultar en la muerte, pero apenas en el desaparecimiento de los
viajeros de la faz de la tierra. El último pasaje de “Désert” sugiere tal viaje, a medida que los
nómadas derrotados retornan a la tierra en la que nadie sino ellos se atreverían a vivir: « Cada día,
al romper el alba, los hombres libres retornaban a sus casas, hacia el Sur, allí donde nadie más
sabía como vivir. Cada día, con los mismos gestos, borraban las marcas de sus fuegos, enterraban
sus excrementos. Vueltos hacia el desierto, oraban en silencio. Ellos partieron, como en un sueño,
y desaparecieron.» (p. 439). En el caso de Lalla, y a pesar de su deseo temprano de huir de su
hogar, ella se embarca en un viaje que es precisamente el retorno a sus orígenes, como el bebé
que fue concebido justo antes de que Lalla abandonara África y que nace poco después de su
regreso. Su viaje a Francia se convierte en una incongruidad temporal en su inextricable asociación
con el desierto del Norte de África, y todos los recuerdos de esta travesía y de su presencia en
Francia terminan anulándose, en la medida de que ha abandonado Europa para siempre.

En mayor parte, las travesías son una reacción directa al deseo de los personajes de escapar la
inmovilidad que domina sus vidas, evadir el estancamiento, o de llegar a un lugar donde la
inmovilidad sea tolerable. Tal y como se describen los viajes tanto como benéficos y perjudiciales
para las vidas de quienes los emprenden, la inmovilidad también se muestra en su luz positiva y
negativa. La palabra “immobile” por sí misma frecuentemente se usa en “Désert” para indicar un
estado recurrente que caracteriza la población de la novela a través de sus propios esfuerzos: en la
estabilidad o el estancamiento de sus vidas cotidianas, en el tiempo que emplean observando lo
que ocurre a su alrededor, incluso, irónicamente, mientras están en el proceso del mismo viaje.

En la “cité” natal de Lalla, la inmovilidad es endémica: «La gente espera. Aquí, en la cité, no se
hace cosa distinta. Parece que algo las detuviera, no muy lejos de la playa, en sus chozas hechas
de tablones y láminas de zinc, inmóviles, arrellanadas en la densa sombra… Hablan un poco, las
chicas van a la fuente, los chicos marchan a trabajar del otro lado del río o holgazanean en las
calles de la ciudad real, o ya se sientan al borde de la calle para mirar los camiones que pasan.»
(p.92). Y luego: «Los hombres a menudo permanecen sentados, sobre una piedra, bajo el sol, sus
cabezas cubiertas con sus abrigos o una toalla. Miran lo que está antes de ellos. ¿Qué es lo que
miran? El horizonte polvoriento, los caminos por los que ruedan los camiones… Eso es lo que
miran. No quieren hacer nada más que mirar.» (p.184). La ironía en estos dos apartes es clara:
cuando uno está inmóvil porque no tiene nada que hacer, la única actividad en la que uno “es” en
realidad capaz de involucrarse es mirar a los demás mientras ellos, ante nosotros, emprenden el
viaje.

La desolación de los apartes antes citados contrastan abruptamente con otras descripciones de la
inmovilidad en “Désert”, que retratan un estado humano que es comfortable, pacífico y de
aceptación genuina. Lalla y Le Hartani (el pastor mudo que apadrina al hijo de Lalla) a menudo se
involucran en actividad iguales —sentándose inmóviles o simplemente mirando alrededor de ellos
—lo que es una experiencia, en su caso, placentera: «A menudo, y porque no podían conversar,
permanecían inmóviles, sentados en las piedras por las colinas rocosas. Es difícil entender qué es
lo que en realidad hacen en momentos así. Quizás estén solo mirando más allá, como si pudieran
ver por entre las lomas y detrás del horizonte. Lalla no entiende cómo pasa, pues el tiempo parece
que deja de existir cuando ella se sienta junto a Hartani.» (p.112). Cuando no se opone a las
connotaciones agradables de viajar, la inmovilidad es un estado deseable, que da a quienes la
experimentan (incapaces de huir de donde están) una forma alternativa de escape.

Incluso en medio del viaje, los personajes llegan a hacerse inmóviles, del modo en que los dos
conceptos están lejos de ser mutuamente exclusivos en las obras de Le Clezió. Cuando Lalla se
embarca en un viaje lejos de la “cité” y el futuro vacío es su única guía, su progreso pronto se
interrumpe: «Ahora ella está inmóvil en el centro de una meseta llena de piedras. A su alrededor no
hay nada, solo masas de piedras, la luz polvorosa sin humedad.» (p. 201). No obstante, esta
inmovilidad ni marca el fin del viaje ni su abandono por parte del viajero. En su lugar, captura un
momento de anticipación intensa, como si el viaje, en el momento en que se hace irreversible,
debe contemplarse en todas sus implicaciones, de este modo incapacitando temporalmente al
viajero.

De manera parecida, el joven nómada Nour y su compañeros de viaje se inmovilizan cuando se


topan con la ciudad de Taroudant: «Inmóviles en la arena, en medio de los hombres del desierto y
en el silencio, Nour vio la mágica ciudad que despertaba. Los rastros de humo ascendían en el
aire, y uno podía escuchar, casi irreal, los sonidos familiares de la vida, las voces, las carcajadas
de los niños, los cantos de una joven… Todos los hombres estaban inmóviles, sus ojos muy
abiertos, observando sin parpadear, hasta que dolió, allí, la alta pared rojiza que protegía la
ciudad.» (p.254). La llegada al destino aparente es virtualmente increíble, un aparente espejismo
en el paisaje desértico del cual no confían. El fin del viaje así se marca no por la satisfacción, sino
por la transformación de los viajeros de nómadas deambulantes a estáticos, si no petrificados y
abrumados espectadores de una visión que fue siempre su objetivo pero que ahora parece irreal.
Probablemente la más intolerable forma de inmovilidad es aquella que parece inescapable, de la
que uno cree, así sea solo en vano, que hay escape, como en la descripción de Lalla mientras vive
en Marsella: «Son prisioneros del Panier. Quizás sea verdad que no lo saben. Quizás creen que
podrán escapar, algún día, irse a algún lugar, regresar a sus villorrios en las montañas y sus valles
fangosos, encontrar nuevamente a los suyos, que dejaron atrás, familia, hijos, amigos. Pero es
imposible… [todo] los retiene, los rodea, haciéndolos prisioneros, y por ello nunca podrán
liberarse.» (p.289). Aquí la inmovilidad permanece diametralmente opuesta al viaje; es
precisamente la imposibilidad de viajar en su peor manifestación.

Viaje e inmovilidad parecen unirse en “Désert” del modo más intricado y armónico cuando Lalla,
todavía en África, pregunta al viejo pescador Naman acerca de sus propios viajes por las ciudades
europeas. Lo que Naman solo puede hacer mientras está inmóvil, sentado desenredando sus
redes: «Algunos días, él se sienta frente al mar, a la sombra de su higo, a reparar sus redes. Es en
este momento en el que cuenta las historias más bellas, aquellas que tienen lugar en el mar, sobre
naves, tormentas, aquéllas en las que siempre hay naufragios y la gente llega siempre a islas
desconocidas.» (p.105). Y cuando está contando las historias, el tiempo parece que se congela;
sólo en su narración hay movimiento, viaje, del modo que Lalla desea que nunca los relatos
acaben.

Cuando Lalla finalmente llega a Europa para establecerse en Marsella, su vida será una constante
alternación entre movimiento e inmovilidad. Por un lado ella dedicará mucho de su tiempo libre a
deambular por las callejas de Marsella, sin pensar en los peligros que depara la ciudad a una chica
como ella. Y, al mismo tiempo, pasará muchas horas inmóvil, sentada mirando los eventos que
anónimamente ocurren a su alrededor, o meramente sentada sin hacer nada, o incluso soñando de
sus viajes aún no realizados e irrealizables: «Ella se torna como en pedazo de piedra, cubierta de
liquen y musgo, inmóvil y sin pensar, dilatada por el calor del sol. Algunas veces incluso se queda
dormida, recostada contra el lienzo azul del cielo, sus rodillas bajo su barbilla, y sueña así que flota
en una barcaza en el llano mar, tan lejos como el otro extremo del mundo.» (p.295-5).

Una de las actividades favoritas de Lalla en Marsella es sentarse frente a la estación de trenes,
contemplando a los viajeros que llegan y se van, en su camino de travesías que son la causa tanto
de su fascinación y envidia. No obstante, Lalla observa algo más sutil en ese ir y venir de los
viajantes. «Es como si la gran ciudad todavía no hubiera acabado de construirse. Como si todavía
hubiera un gran hoyo a través del cual la gente seguía llegando y yéndose. A menudo piensa que
le gustaría también marcharse, subirse a un tren que va hacia el Norte, con todos esos nombres
capaces de fascinar y aterrar,Irún, Burdeos, Amsterdam, Lyon, Dijón, París, Calais .» (p.272). Los
viajes no son solo empresas individuales sino que también están ligadas a sus actividades
personales; son un constante esfuerzo que se desenvuelve por parte de la humanidad para
contribuir a la sociedad, una civilización en proceso de crearse a sí misma. De este modo, Lalla se
excluye de esta actividad particular cuando, en un punto, se sube a un tren pero rápidamente salta
de nuevo a la plataforma justo antes de que el tren está a punto de partir. Ella se inmoviliza a sí
misma en su rechazo de viajar, nunca realmente decidida a emprenderlo (incluso ni siquiera
compra el boleto), quizás al saber por experienciala futilidad de tal viaje, un hecho que demuestra
la infelicidad como consecuencia que acarreó su propia viaje de África a Francia.

Cuando Lalla se embarca en su viaje de retorno a casa, la unión entre viaje e inmovilidad se retrata
sorprendentemente en la descripción de los pasajeros del autobús que lleva a Lalla en la última
etapa de su viaje en “Désert”. Mientras el autobús avanza por el sendero reseco y polvoriento hacia
las colinas, dentro «los pasajeros están inmóviles, pasivos. Los hombres se arrebujan en sus
gabanes de lana, las mujeres acuclilladas en el suelo, entre las sillas, cubiertas por sus velos
azules y negros. Solo el conductor se mueve, hace muecas, echa miradas por el espejo
retrovisor.» (p. 412). Quienes van el autobús están atrapados, inmovilizados como si fueran
compañeros reluctantes en un viaje sobre el que no tienen control. Incluso el conductor está
enfocado menos en el camino delante que en lo que a medida que avanza, atrás queda (da la
impresión que incluso, los pasajeros encudran así). El retorno de Lalla completa el ciclo que niega
el viaje. Nacida en el desierto, regresa donde nació; ha regresado físicamente, pero en términos
espirituales, jamás abandonó el lugar donde todo comenzó.

En “La quarantaine”, en cambio, Le Clézio concentra su interés personal en las diminutas colonias
francesas del Oceáno Índico, a medida que describa en gran detalle el destino de tres viajeros que
son forzados a la cuarentena, en los últimos años del siglo XIX, en una pequeña isla poco
seductora no lejos de su destino final, la I’lle Maurice (hoy Mauricio). La narrativa de esta aventura
en primera persona, narrada por un tal Léon Archambau, se enmarca por los esfuerzos de otro
narrador. Éste, que vive a fines del siglo XX, es el bisnieto de Léon y el nieto de Jacques y
Suzanne Archambau, el hermano y cuñada respectivamente de Léon, quienes conjuntamente son
abandonados en la estación de cuarentena I’lle Plate. La brevísima delineación de la narrativa
intenta recuperar y dar comprensión a la historia de Léon, Jacques y Suzanne en su aventura
tenebrosa.

La agonía e incertidumbre del confinamiento forzado en I’lle Plate dominan el texto, y la atención
que se da considerablemente al detalle sensual intoxica al lector, que no puede más sino
simpatizar con los protagonistas en su lucha contra la enfermedad, el calor crucificante, los
trabajadores nativos siempre hostiles —en suma, un aislamiento total mientras se esfuerzan por
sobrevivir en la isla. Quizás el aspecto más intrigante de la narrativa es la forma en la que la
situación caótica inicial se adapta a la conformación de una microsociedad por los pocos habitantes
de la isla. La sensación inicial de desorientación se reemplaza por la necesidad de aislar e
inmovilizar a los viajeros para dichos habitantes poderse alimentar y de paso mantenerse libres del
sarampión que los afecta. A medida que unos caen víctimas del mal, otros deben recurrir a
medidas desesperadas para proteger su salud y sanidad en esta suerte de “confinamiento natural
forzado”.

Léon buscara refugio en su fascinación y amor por Suryavati, una joven hindú que ha vivido en la
isla desde que nació y por quien él abandona finalmente todo. A través de Surya también
conocemos a su madre, Ananta, cuya propia historia de intriga se cuenta como aposición al hilo
narrativo central. La imaginación de Léon también se ve alimentada por el amor de su cuñada
Suzanne por la literatura, y así el texto de esta historia está plantado de abundantes referencias
literarias relevantes a la escenografía tropical y los personajes: Baudelaire, Longfellow, Bernardin
de Saint-Pierre, Defoe. Una de las anotaciones más impactantes es a Rimbaud, quien no solo es
citado pero también figura como personaje en dos momentos de la novela. Jacques Archambau
como niño ve a un Rimbaud ebrio en un café parisino, y el poeta famoso aparece de nuevo cuando
Léon y Jacques, ahora doctor, hacen una parada técnica en Aden durante su viaje a Mauricio.
Estos encuentros fascinan al autor de la narrativa marco, quien ve en la suerte del infortunado
Rimbaud mucho parecido con el de los suyos, especialmente Léon: «Creí que había sido ocultado,
perseguido, solo porque era un bruto, que se ha ido, abandonando a todos, como Léon.» (p. 463).
Para el narrador, la historia de Léon, quien parece que desapareció de la faz de la tierra con
Suryavati, no puede contarse con ninguna certidumbre, tal y como los detalles de la vida posterior
del mismo Rimbaud permanecen en el misterio. Al final, no se inmovilizan; en su lugar, se
embarcan en un viaje infinito cuyo resultado no se sabe cuál será. Así, el propio hecho de que la
verdad no puede saberse es motivación suficiente para contar esta historia: «Así que todo es
inventado, ilusorio como es, al igual que la vida sigue de manera distinta a como uno persigue un
sueño, noche tras noche.» (p.457).

Si uno puede ser indulgente en un destino final, podría considerar brevemente las connotaciones
de la palabra “cuarentena”. La francesa “quarantaine”, por supuesto, es ambigua, y para quienes
saben la lengua está claro que su traducción siempre dependerá del contexto. En su significado
original, “quarantaine” indica un número cerca al cuarenta. Pero es su segundo uso, pues, el que
se ha prestado a otros idiomas, y el que es de mayor importancia aquí. Una cuarentena es un
periodo (originalmente de cuarenta días) durante el cual las personas son potencialmente capaces
de contagiar enfermedades y por ello deben mantenerse aisladas del resto de la población. En
particular, esto aplica a viajeros o excursionistas antes de que se les permita entrar en un país o
ciudad y mezclarse así con los nativos, y aplica para un periodo durante el que un barco capaz de
contener un contagio se mantiene aislado antes de llegar a puerto. La palabra como tal también
puede significar el lugar donde la cuarentena se implementa, de modo que una cuarentena, como
es obvio, suspende o inmoviliza la acción de viajar. Irónicamente, el origen numerico de la palabra
francesa pierde todo su valor en la cuarentena a la que se someten los personajes en I’lle Plate, ya
que su confinamiento e inmovilidad hace los días indistinguibles de las semanas, y así, el tiempo
para ellos y para el lector, testigo de su estancamiento, pierde todo significado.

Como en “Désert”, el viaje puede tener efectos múltiples en los personajes. Temprano en las
páginas de “La quarantaine”, el joven Jacques es descrito, cuando parte de París hacia el Índico,
así: «En Francia todo parece magnificente y aterrorizador para él.» (p.16). El destino se ha
convertido, pues, en lo grandemente desconocido, un reto formidable para ser confrontado y
conquistado. El efecto liberador y excitante del viaje se atempera por los espacios de
confinamiento y claustrofobia de la ciudad europea, llena de callejuelas angostas, edificios
anónimos donde la gente se apiña dentro y transeúntes hostiles.

El contraste entre París e I’lle Plate en la que los personajes terminan enclaustrados se ejemplifica
con mayor tacto en los textos que hacen referencia a la abundante lírica francesa citada en la
ovela, especialmente a Baudelaire, cuyos poemas “Invitation au voyage” y “Parfum exotique” se
mencionan, y posteriormente se citan, en el texto (p.251):

“Quand, les deux yeux fermés, en un soir chaud d’automne, / Je respire l’odeur de ton sein
chaleureux, / Je vois se dérouler des rivages heureux / Qu’éblouissent les feux d’un soleil
monotone.”

[“Cuando, los ojos cerrados, en una cálida tarde de otoño, / respiro el olor de tu seno caluroso, /
veo extenderse las riberas / dichosas que deslumbran los fuegos de un sol monótono.”]

La sensación de inmovilidad y confinamiento que llegará a su culmen en el tiempo que transcurre


en cuarentena en I’lle Plate se anuncia mucho antes incluso en la descripción de los pasajeros a
bordo del barco que se dirige a Mauricio. La gente en la nave es descrita como «prisioneros
abordo» (p.33), llenos de aburrimiento e impaciencia. Su deseo intenso de llegar a su destino hará
que el tiempo que posteriormente se pase en cuarentena sea insoportable, las horas serán pues
largas y tensas. Exacerbando su situación incluso más allá está el hecho que serán confinados en
una isla desde la que verán a Mauricio, su destino final tras un viaje de cientos de kilómetros que,
después de todo, es frustrantemente truncado, como si acaso Mauricio, en la distancia, fuera
desde la cuarentena un espejismo del que dejan de creer tras un tiempo, tan remoto a ellos porque
ya no hay oportunidad de que lleguen a él.

La desesperación creada por su confinamiento en I’lle Plate demuestra que cualquier mención a su
eventual partida se antoja ridícula, tal y como Léon lo dice: «Escuché las palabras que Jack dijo a
Suzanne, tal y como uno le habla a un niño para que se duerma, palabras absurdas como “Mañana
verás que vendrán por nosotros, un bote nos llevará a Mauricio”.» (p.59). Sin embargo, la
posibilidad de partida, de finalmente culminar el viaje truncado por la cuarentena, es el único
pensamiento capaz de confortar a los inmovilizados, así cualquier vestigio de esperanza parezca
fútil, como en la descripción que hace Suzanne: «Ella no es distinta a Jacques, Bartoli o Véran, la
única cosa por la que espera es su regreso al barco, no puede dejar de pensar en ello, es lo único
que cuenta para ella, marcharse, salvarse. Es esto lo que brilla en sus ojos. Esta fiebre. Esta
locura.» (p. 215). La enfermedad que azota la población desconfiada de la isla engendra, de
repente, otra enfermedad, una mental, causada por un deseo vehemente de escapar la
enfermedad huyendo de la isla.

Así, un aislamiento y confinamiento mayor se hace posible. Aquellos que contraen la enfermedad y
atentan con infectar a los demás son enviados a la irónicamente llamada I’lle Gabriel, una isla aún
mucho más deshabitada visible desde la fatídica I’lle Plate de los personajes. En ambas, pues, las
opciones de retornar con vida a Mauricio son casi nulas (dos lugares de cuarentena, uno de muerte
mental, el otro de muerte física). Además, el contacto con otros habitantes de la isla, de quienes los
personajes han sido aislados, podría llevar al desencadenamiento de la enfermedad con
consecuencias incluso hasta violentas. De este modo, los barracones primitivos en los que los
viajeros pasan su cuarentena no solo se torna en una fuente de repulsa sino que, irónicamente, de
comfort, descritos por Léon en un punto como “[barracones] negros y hostiles”, y aún así son un
alivio pese a su tetricidad, ya que se trata de edificios que buscan transplantar una muestra de
sociedad Occidental (y a la que ellos están familiarizados) y no solo representar el lugar donde la
supervivencia es posible.

Para el narrador, Léon, su propio confinamiento permite la posible liberación de los dictados
sociales generales. Tiene éxito con esta sensaciín al no sentirse restringido por la cuarentena, y
subsecuentemente, por su propia identidad en la sociedad. En su lugar, en su inmovilización se
siente meramente aislado y anónimo, una condición que es para él sagrada, en compañía de
Suryavati: «Ella parece bailar en el arrecife, ella está intoxicada por el mar que se levanta y por el
viento, por toda esta luz dorada que nos envuelve. La laguna es tersa e impenetrable como un
espejo. Nunca me he sentido más libre. Ya no tengo más memoria, ya ni siquiera tengo un
nombre.» (p.398). Como Lalla en “Désert”, Léon encuentra reposo en las historias que escucha, en
este caso de Surya, y las historias que él le cuenta a ella de su Europa, pues son estas historias
las que borran la constante preocupación por el tiempo, que incluso suelen experimentar los
presos. Las historias de Léon dan momentos invaluables de placer entre aquella turbiedad y
muerte. Las historias de Suryavati hablan por los lugares exóticos; llevan así a Léon en viajes que
lo hacen olvidar de su propia inmovilidad, y al mismo tiempo le permiten comprender, penetrar la
mente y el alma de la mujer que ama. Su tiempo con Surya prescinde del escenario que los rodea
e incluso de todo lo que previamente ha experimentado:

«Sé que no puedo esperar nada allende de esta isla. Todo lo que tengo está aquí, en la línea curva
del arrecife, en la mágica sombra de Suryavati que camina sobre el agua, la luz de sus ojos, la
lozanía de su voz cuando me inquiere sobre Londres o París, la risa que surge cuando algo digo y
la sorprende. La necesito más que a nadie en el mundo […] Ella pertenece a la cuarentena, la roca
negra del volcán y la laguna del mar callado. Y ahora también he entrado en sus dominios.»
(p.124)
Por algún tiempo parece que Léon se debate entre abandonar la isla cuando la oportunidad
finalmente se le presenta, y que elige así perpetuar su inmovilidad en vez de culminar el viaje que
lo ha llevado a donde está. Cuando Jacques y Suzanne se suben a la barcaza que los llevará a
Mauricio, Léon permanece en la playa, observándolos por última vez. Él desaparecerá para
siempre de sus vidas, inmovilizado como un componente, una parte de su pasado. En la víspera de
su partida juntos de la isla, Léon y Surya yacen juntos en la playa, y él tiene una imagen del viaje,
una especie de visión, tanto física como espiritual, en el que están a punto de embarcarse: «Juntos
fluimos en el mar, hacia el fin del tiempo. Nunca he vivido una noche como esta, ha durado más
que mi propia vida y todo antes de esta noche no ha sido más que un sueño .» (p. 407). A pesar de
que Léon eventualmente abandona I’lle Plate, llevándose a Surya consigo, su destino ya no será la
isla de Mauricio, pero uno que de forma permanente erradicará su contacto con el pasado y
capturará para siempre la alegría que encuentra en su confinamiento estático con Surya.

Las últimas palabras de este ensayo, van al propio Le Clézio, citándolo no de alguna de sus obras,
sino de un breve comentario que apareció L’Express (“Eloge de la langue francaise”, 14 de octubre
de 1994, p.40-1) sobre la belleza del idioma francés. En este texto, Le Clézio intentó explicar su
relación personal con su lengua, y se describe a sí mismo en unas líneas sorprendentes que revela
muchísimo de su propia conexión individual con los conceptos de viaje e inmovilidad:

«Para mí, un isleño, descendiente de un inglés que emigró a I’lle Maurice, alguien quien es
del borde del mar, quien mira los buques mercantes pasar, quien deambula por puertos,
alguien que no tiene tierra propia y que en ninguna parte echa raíces, como un hombre que
camina solo por un bulevar y que no puede pertenecer a ningún barrio o ciudad sino que
pertenece a todos los barrios y ciudades del mundo, la lengua francesa es mi único país, el
único lugar que realmente habito.» (p.40)

Le Clézio, el gran viajero y narrador del viaje, el observador íntimo de las complejidades del mundo
en el que vive, se inmoviliza así en su idioma, eternalizándose en sus mundos de ficciones que
nosotros, sus lectores, exploramos y en los que también nos sumergimos.

Publicado por © La Redacción de Adentro y Afuera   

También podría gustarte