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Ayer, desde una ventana

[Martes] 20 de marzo

Los escaparates de la memoria tienen cajones sin orejas. Por arte de magia se abren, como entre
la maleza puede surgir para el ganado sediento un abrevadero. Por un instante he cerrado mis ojos
y de nuevo me he encontrado con dieciséis años mirando por la ventana, por la única ventana que
recuerdo que me ha gustado mirar. La ventana por la que solía aparecer mi cara hacia el mundo
tendría dos metros de largo por dos de ancho. Las persianas están subidas, el cristal está del lado
de afuera un poco sucio debido a las marcas de la última lluvia. Las persianas son de color
trigueño, y el cordel con que las subes y las bajas gira en el vacío, como una mosca cuya pata es
presa de alguna telaraña solamente. En la habitación de adolescencia, el claror del día es
sombreado, uno en el que al ojo se le facilita reconocer los contornos de las cosas. Afuera, la
sucesión de movimientos de cuerpo celeste, bajo un satín azulado, demasiado azul, en su
profundo sueño. Enciendes una linterna que solo trae a flote retazos del manto que dejan de ser
azules, y se blanquean, moteados a veces, finamente rizaditos como las olas que se ahogan en el
mangle espeso. Pero esto ocurre alto, muy alto, mientras aquí abajo, allá enfrente, el viento
hirviente destrenza la hierba y tú lo cabalgas hasta este instante, años después.

El sol en esta parte de la tierra pinta las casas blancas de canario, cae sobre las paredes del lado
opuesto donde termina la hierba y a la vez amenaza con lanzarse sobre el asfalto requemado.
Desde mi ventana, la franja de maleza se extiende más allá de sus posibilidades, primero, hasta
cuatro árboles añosos: robles, acacias y "bongas" (altas mozas), demasiado altas, con sus
cortezas casi grises ya, pero sus ramas combadas por el peso del verdor, que casi gotea, sobre el
charco verde en su sombra. Al pie de un roble quedan los restos de una cabaña que, con el canto
del gallo, apenas un año antes se henchía de luz, y las vacas mugían profundamente, y a veces
hasta entrada la noche las escuchabas navegar por la hierba. Detrás de la cabaña, veo un río
grueso por donde solían pasar en épocas pretéritas aborígenes en sus balsas, cuya corriente
achocolatada prosigue hoy hasta que los árboles inclinados en los bancos la ocultan; desde aquí,
apenas hay unos 70 kilómetros hasta el mar. En la otra orilla, se extienden hasta donde los límites
se hacen difusos los campos de algodón, a veces ves los tractores que se mueven como
escarabajos laboriosos, otras emprenden el vuelo las garzas ante la mínima insinuación, luego
cantan al unísono. En el frente opuesto, está la ciudad y sus edificios que me miran de soslayo.
Una camioneta Ford roja atraviesa la calle que tengo enfrente, donde la hierba parece bajar la
guardia (aunque es su treta). El aparato rojo se desliza rápidamente frente a las fachadas
embellecidas de las villas y las mansiones, una sombra se mueve detrás de las columnatas, el
tiempo de la camioneta parece quedarse atrás pero tú la sigues, de aquí en adelante va en tu
imaginación.

Y nuevamente prevalece el silencio, tú silencio que ni te das cuenta, y la hierba debajo de tu


mentón sisea y el sol rastrilla el cuero cabelludo de aquel monte, mientras los lagartos holgazanean
rápidos con su verde cauteloso, y más allá, a la izquierda, las iguanas de colores deslucidos y
crestas rotas que yacen plácidamente como bufandas sobre las ramas, a pesar del viento que no
se cansa de jugar a derribarlas, así fuere su sueño.
Entonces comprendes que los cerdos de Guínea se pacifican solo entre las hojas como el calamar
gigante que se retira al fondo de la fosa, y quieres huir hacia donde cada instante que pasa la vida
puede reiterarte que puedes ser parte de algo mucho más dinámico, pero hoy, frente a ti, al
poseerla, esa sensación se desvanece. Siempre miraba por la ventana. Ahora, mientras atravieso
en mi ruidoso coche este desierto de la enfermedad súbita que tengo, con los pulmones un poco
tocados de sangre, vivamente lo recuerdo. Uno comienza a recordar febrilmente cuando de frente
solo parece tener arenas movedizas sobre las que debe andar. Un día hubo incluso un poema, al
principio tristongo, luego luminoso, que me gustaba leer en silencio pero del que estaba seguro que
jamás se habría dejado recitar. No había nacido para ello. Una humedad podía apoderarse
entonces de cualquier parte de tu cuerpo, y tú no la controlabas, ni te percatabas de ella. ¿Desde
cuándo comenzó a importarme? ¿Cuándo apareció la preocupación?

Cómo me sentía de bien a veces con mis pies metidos en los zapatos grises de la escuela, que
eran blandos, demasiado generosos jornada tras jornada. También una vez, quizá con el mismo
par o uno viejo, una serpiente de mucho veneno se había deslizado sobre ellos, horizontal sobre
ambos empeines, recta a la vez. Yo la había contemplado, en sus pausas, en sus suaves avances,
desde arriba, sin moverme, como si la mirara desde mi ventana, pero en mis dedos la podía sentir,
y ahí estaba toda la diferencia. Estuve así hasta que su cola, tan sensual como su lengua,
abandonó mi zapato izquierdo para hacer temblar los tréboles que crecían aquí y allá en esa franja
húmeda y rocosa de tierra.

Y hoy, tanto tiempo después, que ironía que ni una lágrima toleras. Que nadie te tolera. Words with
which you try to illuminate your life in somebody's darkness, and all you do is to deluge yourself
overboard. How difficult is language and how unfair is speech. What you do then? Well, you give
out no words at all. A writer must only trust what he writes in his fiction, what belongs to his world.
That is the solid ground, his language's motherland.

Publicado por © La Redacción de Adentro y Afuera   

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