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Brevísima crónica de la historia de la iglesia cristiana (31 al 100 d. C.

Desde que Cristo ascendió al cielo en aproximadamente el año 31 d. C. la iglesia ha

dado pasos agigantados hasta su crecimiento actual. Pero el ser grande no necesariamente

significa ser un producto acabado.

Una vez que el Señor Jesús se perdió de vista, fueron los discípulos y quienes estaban

con ellos los que se quedaron mirando hacia el cielo. ¿Qué estaría pasando por sus mentes?

Quizás el deseo de seguir viendo a su amado maestro, buscarlo con la mirada, esforzando las

iris para poder ver solo un poco más.

Es entonces que se escuchó la dulce voz de dos varones: “Varones galileos, ¿por qué

estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá

como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11). El Señor, previendo el dolor de sus amigos les

dio la promesa y garantía de que volvería.

Los apóstoles se encontraban no tristes, sino con la esperanza del pronto retorno de su

maestro Jesús. Estaban todos unánimes juntos hasta que llegó el día de pentecostés y el

Espíritu Santo, el paracletos, el otro consolador vino sobre ellos con poder en forma de

lenguas de fuego y entonces aquellos hombres poco pulidos y toscos comenzaron a predicar

con poder de lo alto.

La argumentación de estos era tal que las personas fueron conmovidas con el poder

argumentativo de sus labios. Eran otros y hablaban en diversos idiomas, de tal modo que los

“Partos, medos, elamitas, y los que habitaban en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el

Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de
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Cirene, y romanos allí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oyeron

hablar en sus lenguas las maravillas de Dios”. (Hechos 2:9-11).

Los discípulos a partir de ese momento viajaron a diversas regiones del imperio

romano y esto gracias a que dos siglos antes los romanos habían iniciado el tendido de una red

fabulosa de caminos hacia todas las partes del imperio.

La tradición cristiana sugiere que los apóstoles llegaron a lugares tan lejanos como la

India y Persia, pero además a lugares como la Hispania (Actual España y Portugal) y Sajonia

(Actual Inglaterra) llevando el evangelio del Señor Jesucristo.

Era el poder del Señor que hizo con milagros sobrenaturales que la iglesia iniciara con

poder. Mientras los apostoles fueron los pastores, las iglesias fueron amonestadas con el poder

de lo alto.

Pronto la iglesia experimentaría la persecución, primero de parte de los judíos y luego

de parte del Imperio Romano. Fue Saulo de Tarso quien, con cartas del Sanedrín judío, inició

la persecución en Damasco. En el camino hacia aquel lugar se encontró con el Rey de Reyes
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quien con amor y cariño le preguntó: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién

eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el

aguijón” (Hechos 9:4-5). A partir de aquel momento, Saulo se convirtió al cristianismo para

ser Pablo, el apóstol de los gentiles.

El apóstol Pablo en uno de sus viajes misioneros llegó a Antioquía donde sostuvo una

discusión no pequeña con algunos hermanos que venían de Judea que enseñaban que si no

eran circuncidados como los judíos no podrían ser salvos. El asunto se llevó a Jerusalén donde
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luego de un largo debate el apóstol “Jacobo respondió diciendo: Varones hermanos, oídme.
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Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo
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para su nombre. Y con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito:

Después de esto volveré Y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; Y repararé sus
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ruinas, Y lo volveré a levantar, Para que el resto de los hombres busque al Señor, Y todos
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los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, Dice el Señor, que hace conocer todo
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esto desde tiempos antiguos. Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se
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convierten a Dios, sino que se les escriba que se aparten de las contaminaciones de los

ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre”. (Hechos 15:13-20 ).

Pero esto no fue bien tomado por los judíos quienes aunque hermanos, eran presa de un

nacionalismo mal llevado por lo que muchos consideraron este asunto como una traición a la

patria.

Pronto se tomaron medidas en contra de los cristianos. Los judíos pidieron la cabeza de

los cristianos al recientemente llegado Herodes Agripa I (44 d. C.) quien para congraciarse con

el pueblo les dio la sangre del primer mártir de los apóstoles, el mismo que junto con su

hermano Juan declararon poder beber del cáliz del Señor. Así Santiago se convirtió en el

primer apóstol en morir.

La obra de evangelización continuó hasta que alrededor del año 60, el apóstol Pablo

fue detenido y luego de algunos eventos fue llevado a comparecer ante el Cesar que a la sazón

resultó ser el desalmado Nerón. “Cuando Pablo recibió la orden de comparecer ante Nerón

para la vista de su causa, tenía ante sí la perspectiva de una muerte segura. . . Entre los

cristianos en Roma nadie se adelantó para apoyarle en esa hora de prueba. . . !Pablo ante

Nerón! !Qué notable contraste! . . . El nombre de Nerón hacía temblar al mundo. Caer en su
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desagrado significaba perder la propiedad, la libertad y la vida; y su enojo era más temible que

la peste…

Sin dinero, ni amigos, ni consejeros, el anciano apóstol compareció ante Nerón, cuyo

aspecto revelaba las vergonzosas pasiones que en su interior rebullían, mientras que el rostro

del acusado reflejaba un corazón en paz con Dios” (Los Hechos de los Apóstoles, págs. 392,

393). Pablo fue condenado a morir decapitado.

Por otro lado, en Roma, la primera persecución contra los cristianos comenzó el 64 y

duraría hasta el año 68, y esto debido a que antes las sospechas de culpa por la quema de

Roma rodeaban al emperador, este no encontró mejor salida que echarle la culpa de todo a una

secta para los romanos, los cristianos.

Es en este marco que la tradición narra la huida de Pedro de Roma quien al intentar

escapar se encontró con el Señor Jesús que iba camino hacia la ciudad perseguidora con una

cruz en su espalda. Atónito, Pedro alcanzó a preguntar: ¿Quo Vadi, Domini? (¿A dónde vas

Señor?) a lo que Cristo le respondió: “a Roma a morir nuevamente por mis hermanos” y al

instante desapareció. Esto le sirvió a Pedro de acicate para volver y cuidar del rebaño del

Señor. Pronto fue apresado y solicitó ser crucificado de cabeza por no ser digno de morir

como su Maestro.

Durante la segunda gran persecución de Domiciano (años 81 al 96) el apóstol Juan, de

avanzada edad, fue tomado prisionero y, según la tradición, echado en un perol de aceite

hirviendo, pero el Señor preservó su vida, por lo que fue desterrado a la isla de Patmos. Allí es

que el apóstol recibió la revelación, el apocalipsis, para ser comunicado a las siete iglesias del

Asia menor y a la postre para todo el pueblo cristiano.


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Hasta el año cien, el pueblo de Dios estuvo pastoreado por hombre convertidos y

celosos del Señor. Una iglesia gobernada por apóstoles, profetas y maestros (Hechos 15:32).

Una iglesia conservada doctrinalmente pura y sin mácula. Una iglesia blanca y sencilla en

amor, unida a través de los lazos de la bondad y la camaradería cimentada en la Palabra y la Fe

de Jesús.

Una iglesia que esperaba con entusiasmo la segunda venida del Mesías, su retorno para

rescatarlos de todo cuanto vivían.

La iglesia en estos primeros años no estuvo exenta de problemas tanto internos como

externos, pero jamás le faltó el liderazgo santificado y claro de los apóstoles y los profetas. Un

pueblo formado para llevar la gloria de dios a todo el mundo.

Bien está escrito en Apocalipsis 2:1-7: “El que tiene las siete estrellas en su diestra, el
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que anda en medio de los siete candeleros de oro, dice esto: Yo conozco tus obras, y tu

arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se
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dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos; y has sufrido, y has tenido
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paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado. Pero
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tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y

arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero de
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su lugar, si no te hubieres arrepentido. Pero tienes esto, que aborreces las obras de los
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nicolaítas, las cuales yo también aborrezco. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a

las iglesias. Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del

paraíso de Dios.”
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La herejía y la apostasía no tuvieron lugar en este pueblo, pero al final de este primer

siglo, la herejía se iría filtrando.

Elena de White escribió lo siguiente acerca de Pablo: “Mientras batallaba así contra la

oposición, impulsando con celo incansable la obra del Evangelio y velando por los intereses

de una iglesia todavía nueva en la fe, Pablo sentía en su alma una preocupación por todas las

iglesias.

Las noticias de que había apostasía en algunas de las iglesias levantadas por él, le

causaban profunda tristeza. Temía que sus esfuerzos en favor de ellas pudieran resultar

inútiles. Pasaba muchas noches de desvelo en oración y ferviente meditación al conocer los

métodos que se empleaban para contrarrestar su trabajo. Cuando tenía oportunidad y la

condición de ellas lo demandaba, escribía a las iglesias para reprenderlas, aconsejarlas,

amonestarlas y animarlas. En estas cartas, el apóstol no se explaya en sus propias pruebas; sin

embargo, ocasionalmente se vislumbran sus labores y sufrimientos en la causa de Cristo. Por

amor al Evangelio soportó azotes y prisiones, frío, hambre y sed, peligros en tierra y mar, en la

ciudad y en el desierto, de sus propios compatriotas y de los paganos y los falsos hermanos.

Fue difamado, maldecido, considerado como el desecho de todos, angustiado, perseguido,

atribulado en todo, estuvo en peligros a toda hora, siempre entregado a la muerte por causa de

Jesús”. (Hechos de los Apóstoles. Pág. 241).

Además la herejía se estaba introduciendo en la iglesia: “Al bajarse la norma moral de

los creyentes corintios, ciertas personas habían abandonado algunos de los rasgos

fundamentales de su fe. Algunos habían llegado hasta el punto de negar la doctrina de la

resurrección. Pablo afrontó esta herejía con un testimonio muy claro en cuanto a la evidencia
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inconfundible de la resurrección de Cristo. Declaró que Cristo, después de su muerte,

"resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras," después de lo cual "apareció a Cefas, y

después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos juntos; de los cuales

muchos viven aún; y otros son muertos. Después apareció a Jacobo; después a todos los

apóstoles. Y el postrero de todos, . . . me apareció a mí."

Con poder convincente el apóstol expuso la gran verdad de la resurrección.” (Hechos

de los Apóstoles. Pág. 258).

“MIENTRAS estaba en Corinto, Pablo tenía motivo de seria aprensión concerniente a

algunas de las iglesias ya establecidas. Por la influencia de falsos maestros que se habían

levantado entre los creyentes de Jerusalén, se estaban extendiendo rápidamente la división, la

herejía y el sensualismo entre los creyentes de Galacia. Esos falsos maestros mezclaban las

tradiciones judías con las verdades del Evangelio. Haciendo caso omiso de la decisión del

concilio general de Jerusalén, instaban a los conversos gentiles a observar la ley ceremonial.”

(Hechos de los Apóstoles. Pág. 308).

Pero con todo esto, gracias a la presencia de hombres como los apóstoles, en el siglo

primero, estos males no avanzaron, no siendo lo mismo después.

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