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Capítulos
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Capítulo I: Pienso, luego existo
Spatha dijo que conjuraría al aire, para que recorriera todo ese
campo. No había sentido la brisa rozar su piel hace seis años. Y
parecía que se había secado, pero no era posible de que ello hubiese
pasado.
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Ahora no quiero pensar en eso, me resulta tan inútil como lo
había anteriormente. Inútil y lleno de una extraña culpabilidad que no
era necesario hacerle un in crescendo.
—Cállate, Karla
—Cállate, puerco
Estallido.
Golpe.
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—Llorar se asemeja a lo que diría a un estado donde el cuerpo
quiere sentirse bien mientras sufre.
—Claro que eres una criatura. Estás por salir. Ves esa luz. Te
quieren jalar a la realidad.
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—Puja, puja, puja, Celestina. Tú puedes, hija. Puja.
—Aquí está.
— ¡Uahhhhh!
—Mamá, no entiendo.
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—Estoy en un mundo diferente y eso me hizo flaquear mis
creencias. No sé si existe el alma, el cielo o Dios, pero eso me indica
que no estás a mi lado.
Su piel fue tocada por el último soplido del aire. Y todo volvió
a la normalidad, a la cruda realidad de lo que uno sólo sirve para
engreírse con su propio dolor. Para La Tierra, no para mí.
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Capítulo II: Clímax en McSolancis
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—Bien —contestó Alexander. El valle había desaparecido, y
un vasto campo de arena rojiza reemplazaba el panorama. No era
Marte.
—No entiendo.
— ¿Estaba en lo cierto?
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Caminaron por un sendero solitario, rodeado por dunas
rojizas. A lo lejos, una ciudadela emergía sobre la cima de una duna.
Alexander asintió.
—No sé.
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Alexander se daba cuenta que el sentido de la vida era más
diversa. Había pasado cinco años, y no le había preguntado esto a Cor.
Sin embargo, le resultaba fascinante que ya lo había hecho.
—Muy iguales.
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—No es el aire de tu mundo. Es otra cosa que mueve la arena
de Duin y provoca una tormenta horrible. Vamos. Berenice te está
esperando con su comida italiana —explicó ella, sin mirar a
Alexander.
Caminaron por todo el sendero, que emergía como una meseta sobre
las dunas de Duin. Según el libro de McSolancis, Duin fue un gran
valle de tierra dura como la piedra, donde las grietas parecían telas de
arañas a sus anchas. Luego de una batalla con Diablo, donde uso sin la
voluntad de Guasón su poder para transformarse, había hecho aparecer
un gran lago de Inessentia. Había provocado cada desastre que Los
Naipes Arrugados tenía que proteger para que McSolancis no resultara
destruida. McSolancis es la única ciudad con vida en el planeta Rubín.
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Inessentia
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Y cómo Guasón es el único reconocido en todo la conocida
parte del Universo que tiene ese don, Diablo fue en su busca.
Alexander no entendió porque mencionan en plural a Guasón si el
único guasón es él.
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Quirát lo miro asustado.
—No podrá.
—Reviértelo, Mago.
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Spatha corrió al costado de Mago, agitó su espada fuertemente
y un chorro de aire salió disparado en dirección al distante Guasón.
Filamentos gruesos de aire artificial rodearon a Guasón y lo trajo
hacia Los Naipes Arrugados. Estaba durmiendo y con el cuerpo
enrojecido.
—No… No…
—Vamos, vamos.
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Sin esperarse, el chorro rebotó en un campo invisible. Mago
abrió los ojos sorprendidos, y luego se fijó, furioso, en Diablo. Éste le
devolvió una mirada de malicia.
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—Ij meneloo depri nieop jhui… —bramó Obscuras. Toda la
tierra de Rubín se remeció. Cor sonrió ante eso.
—Felicidades —repitió.
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La decoloración se convirtió en un vacío, haciendo desvanecer
a Diablo, perezosamente, del lugar. La cabeza cornuda quedo
flotando.
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traído a un irlandés de la Tierra en la Insignia de 1980, a los habitantes
le gustó su estilo. Con la ayuda de una foto de la casa de Leo
McSolancis, rediseñaron todas las casas con ayuda de Mago.
— ¿Qué?
Llamó a la puerta.
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La puerta se abrió de un tirón. El dúo se sobresaltó.
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—Sí. He llamado a Mago para que lo arregle. ¿No querrán
que acaben sin energía?
—Claro que no
—Gracias, Leo.
—Sí.
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Tía Nelly saludó desde una mecedora, con el mismo aspecto
de reina Isabel II, pero que iba desvaneciéndose cada día. Estaba más
viejita. Sus rulos rubios estaban volviéndose plateados, ya que no
había un estilista que le tiñera el cabello y eliminara las canas. Son
literalmente humanos. Junto a ella, las señoritas Humberta, Goya,
Juana y Maribel la acompañaban.
Pero… Pero
—Anda.
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Al mismo tiempo que Cor empujó a Alexander a través del
arco brillante, el joven sintió una extraña sensación en el cuerpo. El
aire entró a sus pulmones, sintió el olor de la comida y el clima
caliente de la cocina irlandesa. Volvió a ser humano completamente.
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En el mesón había más comida: italiana, peruana y unos dos
platos de comida china. Una selección olorosa y diversa.
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—Cómeme, Guasón. Cómeme.
—Eso. ¡Sí!
—Sí.
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—Estoy hablando con mi estómago. Dice que lo evacúe y lo
vuelva a comer…. —refirió Guasón
—No sé.
—Aquí están.
— ¿Qué sucedió?
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—Estaban en un trance. Tenemos que irnos, ahora. Está
pasando algo en Zoon-Diakos.
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—A resolver un problema —contestó Spatha con su voz
áspera—. En seguida regresamos, seño… Señoritas.
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Capítulo III: El nuevo portal
Corrieron por una calle, entre casas por donde se asomaban cabezas
humanas, con rostros perdidos. Unas cuantas casas estaban señaladas
con rótulos: “Habitante de la Insignia 1980”, “Habitante de la Insignia
de 1965”, todos descendiendo en 15 años. Alexander nunca pasó por
esa calle, y jamás vio a los foráneos de las Insignias anteriores: era un
chino, un negro afro, un hindú anciano. Los únicos foráneos de las
Insignias que conoció fueron Berenice y Leo McSolancis.
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Mago chasqueó sus dedos.
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—No sé, Mago —añadió Alexander—. Estaba suponiéndolo.
Nada más. Es que si quiere obtener varias reliquias para algo, debe ser
un arma.
—Eso sería usar las reliquias sin ningún fin malvado, ¿no,
crees, Spatha? —corroboró Alexander.
—Pasen. Pasen.
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(algo amorfo, como una bola de fuego amarillo, similar a la etapa
vejancona de Quirát, flotando y con unas líneas oscuras, como
estilizadas manchas solares, formando un rostro humano), La
Templanza (una mujer con un vestido blanco, más brillante que la de
Cor, con unas espectaculares alas rosadas y un aura rodeando su
cabeza), El Juicio (un hombre similar a La Templanza, pero con las
alas rojas, el cabello rubio brillando y llevando una trompeta de oro.
Tenía un rostro tan celestial), La Justicia (mujer con un largo vestido
suntuoso, una corona aparatosa y una espada. Una versión femenina
de Spatha); La Rueda de la Fortuna (algo tan simbólico. Era como
unos hermanos, una esfinge y un lobo erguido, volando en una rueda a
modo de platillo, a un metro del suelo), El Carro (el que más ocupaba
en el tremendo salón. Un hombre estaba saludando desde una enorme
y barroca carroza, tirada por dos hermosos caballos blancos).
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—Eres Alexander Pérez, ¿no?
—Sí.
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—Sólo guárdalo y llévalo contigo —empujó a Alexander al
Carro, donde se estaba formando un bullicio. Caminó lentamente,
observando el naipe en blanco. Lo guardo lentamente en el bolsillo de
su pantalón, cuando la mano de Cor le jaló de golpe y lo subió al
Carro.
—Ah, sí. Muchas veces. Una vez le regalé una nebulosa Ojo
de Gato a escala a Berenice. Lo tiene en su habitación. Siempre me
piden algo y les regalo.
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El Carro se despegó del suelo, lentamente, rotando hacia la
luz. Pequeños rayos salían de la luz, acariciando toda la cúpula. Los
caballos blancos resoplaban lentamente, mientras sus cascos se
separaban del suelo.
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—Te dije que no lo trajeras, Cor —gruñó Spatha—. Muévanse
por un lado.
— ¡Spatha!
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Alexander se arrastró, rígido, hecho un muñeco de
electricidad. Spatha corrió tras él, al mismo tiempo, que Alexander
salía de la carroza al vacío del portal.
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La hoja se irguió, apuntando a Alexander.
—De las espadas forjarán arados, como los aires mueven los
pasados.
—De las espadas forjarán arados, como los aires mueven los
pasados.
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— ¿Estás bien, muchacho?
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Capítulo IV: Facultad de herir
—Salimos.
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Al final del túnel ascendente se formó un agujero, revelando
un cielo cuajado de estrellas. Cuando parecía una salida normal, una
explosión azul iluminó en ese cielo.
Alexander asintió.
—Voltaire.
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—Sólo quédate aquí, Alexander —mandó Cor—. Vamos,
Spatha. Vamos, Chauffeur.
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—Eso no te interesa, Cor —espetó Diablo—. Quiero que me
entreguen lo que pedí. Ahora o si no destruyo Zoon-Diakos, hasta
conseguir las manoplas y el látigo.
—Jamás, Diablo.
—Bien.
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Siguió sacando más filamentos, mientras los arcanos y los
zodiacos le miraban escrutadores. Obtuvo más de doce bolitas. Lo
sostuvo en su mano, como millones de canicas brillantes…
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Diablo levantó el vellocino, que mansamente, se volvió de un
color dorado. Las manos oscuras del Diablo parecían ensuciarlo.
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trataba. Una segunda chispa apareció cerca a la oreja del muchacho.
Su vista comenzó a tornarse blanquecina.
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La luz que provenía de Circare se hizo más intensa, mientras
Cor se acercaba más. Juró escuchar un grito proveniente de ahí.
Chimú aceleró.
—Alexander, Alexander.
—Sí.
Cor no respondió.
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—Maldita sea, te odio, Cor. Eres estúpida. Débil y demasiado
tonta. ¿Quién es ese? ¿Diablo? ¿El idiota que siempre quiere taladrar
con sus ridiculeces de por medio?
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— ¿Por dónde comienzo, Diablo? ¿Por dónde comienzo?
—Mucho…
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—Demasiado.
—Desmesurado.
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Cuando Diablo ya no era problema, los ojos de todos los
presentes se dirigieron a Alexander, boquiabiertos.
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Capítulo V: Lo que guarda el bolsillo
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—Pasó algo cuando viajaron a Zoon-Diakos —indagó
Francisca, la Emperatriz.
—Vamos, Mago.
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—Haz lo que quieras, pero quiero ver un portal, ahora —
enfatizó ella.
—Ahí lo tienes.
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—Despierta…
Enana naranja
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—Tu hogar está bien, Alexander
—Estas en Rubín.
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Observando la carta, se deslizó por la cama y se bajó de ella.
Las zapatillas sonaron en el suelo losado.
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—Yo tampoco lo sé.
—Un portal.
—Lima.
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impactos de burbujas pintaron el cuadro, formando una pintura tan
familiar que le hizo sacar una lágrima. Necesidad de nostalgia.
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Capítulo VI: El regalo de las viejitas
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—Yo estoy bien, Mago —explicó la viejita, mientras salía de
la habitación con el arcano—. Es que el todavía es muy joven para que
le pase esas cosas. Para mí no hay problema. Ya voy a morir.
—Gracias, tía…
—Cuídate, tía…
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—Bueno, tía Nelly no está aquí. No creo que se fije que como
de la olla.
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—Un cartero de Serpost.
—No. No se encuentra.
—Gracias.
—Temblor.
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—“Recibido información” —desaprobó Alexander—. Todo
Lima lo ha sentido, mamita.
—Sí, te escuchamos.
— ¡Alexander!
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El joven parpadeó, con los ojos hinchados.
—Vamos.
—Ya verás.
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El cielo de Rubín estaba bien rosado. Hermoso. El primer sol
gobernaba el cielo, había otro sol de sobra. Las distantes dunas de
Duin se encontraban silenciosas, como un océano congelado. Era un
lindo día en un planeta raro.
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— ¡Mi casa! —gimió tía Nelly.
—Ven, Alexander.
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—No encontraré una mina de diamantes, ¿no? —bromeó
Alexander.
— ¿Es mi madre?
—Gracias.
—Sí.
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Los pasos más oscuros no se avecinaban nunca, aunque las
circunstancias eran tan obvias. La puerta de la casa se abrió
lentamente, como si un viento oscuro hiciera todo su trabajo. Lo había
estado vigilando.
Acercó a sus ojos esa luz que era un liso papel, resistente y
equivalía a un relicario. Encima había un dibujo. Los ojos rubines
escrutaron su superficie, describiendo a ese raro gráfico. Era la imagen
de un joven, con un aura brillante a su alrededor. Emergía entre unas
rocas filudas, mientras una lengua espumosa del mar golpeaba esa
estructura rocosa. Un número flotaba sobre el joven: XXII, y bajo las
rocas unas palabras rezaban: El Protector de Oro.
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Capítulo VII: El Protector de Oro
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océano se extendía frente a la visión de Alexander, mientras sol
resaltaba estrellitas marinas.
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—No, querido. Puedo bajar yo solita. Ya está. —Pisando tierra
estable—. Que muestra de caballerosidad tiene Mago al crearnos un
lugar así. Divino —mirando admirada a los yaguas de agua bailando
sobre el mar—. Un espectáculo natural —botó un gemido vejancón de
admiración.
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Alexander se alejó de ella, cogió la radio, y se sentó al costado
de tía Humberta. Ahora los yaguas desaparecieron, siendo
remplazados por un gran ópera, dirigida por Shostakovich. La séptima
sinfonía sonó, Leningrado, estruendosamente por la radio.
—Parasol.
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La luz del final del pasadizo cayó sobre ellos y el dúplex se
vio mejor como nunca sobre la colina.
—Si…
— ¡Suéltala! ¡SUÉLTALA!
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expresión tan fea en su dulce cara. Eso no es una muerte digna para
una viejita.
… Ese punto.
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