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Es necesario dedicar a alguien cuando no tienes ganas de hacerlo.

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Capítulos

I: Pienso, luego existo

II: Clímax en McSolancis

III: El nuevo portal

IV: Facultad de herir

V: Lo que guarda el bolsillo

VI: El regalo de las viejitas

VII: El Protector de Oro

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Capítulo I: Pienso, luego existo

Vivir en un mundo lejano es muy distinto. Existir cuando ha nacido y,


su mente sigue existiendo y observando lo que él llamaría una utopía.
¿Pero llamaría utopía a todo esto siendo algo verdadero?

Cuando llegué, me sentí tan raro, como si ese mundo azul,


Lazawárd no existiese, como si mi nostalgia me hubiese comido, y
luego me vomitase para volverme a comer.

Ellos me acompañaron para entender que este mundo era igual


que el mío. Sin embargo, decir “mío” a un lugar colosalmente distante
estremecía mi fuero interno.

Su fuero interno sabía qué hacer y si él decía que este lugar es


real, no debía negarlo. Es real.

Estaba sentado sobre una clase rara de silla, en medio de un


valle lleno de flores misteriosas, donde sus pétalos parecían estar
hecho de papel maché.

Spatha dijo que conjuraría al aire, para que recorriera todo ese
campo. No había sentido la brisa rozar su piel hace seis años. Y
parecía que se había secado, pero no era posible de que ello hubiese
pasado.

Una porción de aire removió su castaño cabello, y sonrió ante


eso. Era delicioso sentir esa debilidad humana. Depender de algo.

Trébol dijo que las flores desaparecerían en cualquier


momento.

Aprovechar de que todavía tenía el deseo de un humano, pero


no el cuerpo. Eso es lo raro de la mentalidad: siempre te hace sentir
tan bien como un inútil, en ciertas ocasiones.

Pero no se sintió un inútil en este momento. Para nada.

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Ahora no quiero pensar en eso, me resulta tan inútil como lo
había anteriormente. Inútil y lleno de una extraña culpabilidad que no
era necesario hacerle un in crescendo.

La necesidad sigue en él. Lo sabía.

Ahora necesito pensar en un enojo humano.

—Tu madre fue una idiota…

—Mi madre no fue una idiota, maldito machista.

—No le digas eso al muchacho

—Cállate, Karla

—Cállate, puerco

— ¿Quieres pegarme no, Alexander? Hijito, yo no maté a tu


madre.

—Pero la hiciste agonizar, maldito puerco. Ella te quería y


puso tu confianza en ti cuando te conoció. ¿Y qué le hiciste? Le
fregaste la vida.

—Encima te enojas. Mira como te corroe la rabia, Alexander.


¿Quieres pegarme?

—No lo pegues, Alexander. Te puede hacer daño.

— ¡Hazme daño, Humbertito!

—No me pongas tu nombre, bastardo.

Estallido.

Golpe.

Una flor de maché del campo se desvaneció en partículas,


semejante al soplido de un diente de león.

Alexander abrió los ojos.

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—Llorar se asemeja a lo que diría a un estado donde el cuerpo
quiere sentirse bien mientras sufre.

Cerró los ojos.

—No puedo llorar. No puedo botar lágrimas. Es imposible.


Quiero sentirme humano por un momento. Quiero sentir el dolor de
botar lágrimas de mis ojos. Quiero llorar. Siento la necesidad, y
también lo pienso.

Pienso, luego existo.

—Pensar que estoy llorando.

—No podemos contarle a Alexander.

—Él no entiende, Karla. Él no entiende. Es una criatura.

— ¿Qué quieres contarme, tía?

—Le ha pasado algo a tu…

— ¿Le paso algo a mi mamá? ¿Le pasó a mi mamá?

—Le atropelló un camión… Quedo toda destrozada…

—Atropellaron a mi madre… ¿Cómo puede haber pasado


eso? Mi mamá está muy bien. Estuvo sana.

—Ves, Karla… Ay, Alexander… Es una criatura…

—No soy una criatura.

—Claro que eres una criatura. Estás por salir. Ves esa luz. Te
quieren jalar a la realidad.

—No quiero separarme de mi mamá. Quiero estar con ella.

—Puja, puja, puja, Celestina.

—No, por favor. Déjenme un ratito más con ella. Necesito su


calentura. No me saquen, por favor.

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—Puja, puja, puja, Celestina. Tú puedes, hija. Puja.

Mis manos trataron de agarrarse de algo. Quería coger algo


de ella.

—Cógete de mi corazón, Alexander.

—No puedo mamá, está muy lejos.

— ¿Puedes escuchar mi corazón?

—Puedo oírla, mamá. Pero no puedo sostenerme de ella,


mamá. ¡No dejes que me separen de ti!

—Puja, puja… Estoy viendo la cabeza.

—No me toques. No me toques. ¡Uahhhhh!

—Aquí está.

—Estaré contigo, Alexander. No te preocupes.

— ¡Uahhhhh!

—Es un lindo varoncito.

—Me hubiese gustado que ese camión nos hubiese atropellado


a los dos, mamá.

—A mi también, hijito. A mí también.

—Ay, mamá. Te extraño tanto.

Una lágrima recorrió su mejilla, marcando una hilandera


empapada, donde la tristeza estaba reclamada.

—Mamá, no entiendo.

— ¿Qué no entiendes, hijo?

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—Estoy en un mundo diferente y eso me hizo flaquear mis
creencias. No sé si existe el alma, el cielo o Dios, pero eso me indica
que no estás a mi lado.

— ¿Cómo que no estoy a tu lado, hijo? Siempre estoy. Estoy en


tu corazón. De ahí me sostengo yo.

—De ahí te sostienes. Y puedes hacerlo, como yo no pude.

—Eras muy pequeño. Eso no tiene nada de malo.

Otra lágrima siguió el camino de su hermana.

—Ahora que soy adulto, mamá, ¿me sigues considerando tu


bebé?

—No me importa si eres un viejo con arrugas. Siempre serás


mi bebé. Siempre.

—Gracias. En verdad que soy un mimado.

—A mi no me interesa si eres un mimado. Todo ser humano,


necesita una madre, aunque sea un viejo más sabio que el diablo.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Alexander. Las flores del


campo se desvanecieron y la brisa comenzó a extinguirse.

—Recuerda, eres mi bebé.

Su piel fue tocada por el último soplido del aire. Y todo volvió
a la normalidad, a la cruda realidad de lo que uno sólo sirve para
engreírse con su propio dolor. Para La Tierra, no para mí.

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Capítulo II: Clímax en McSolancis

— ¿Y cómo la pasaste, Alexander? —apareció Cor a su costado.

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—Bien —contestó Alexander. El valle había desaparecido, y
un vasto campo de arena rojiza reemplazaba el panorama. No era
Marte.

—Vamos. Tenemos que regresar a McSolancis. Berenice,


preparó orata de finocchio. Se dio el lujo para hacerte sentir humano
por un día. No pruebas comidas desde hace mucho tiempo.

Alexander se levantó de la silla, y miró a Cor. Era de su


misma altura.

—No entiendo.

— ¿Qué no entiendes, Alexander? —dijo Cor, examinándolo


detalladamente.

—No soy humano, pero me sigue creciendo barba. ¿Por qué?


—expresó Alexander, tocándose la lijosa barbilla

—Guasón estaba en lo cierto —espetó ella.

— ¿Estaba en lo cierto?

—Agarra tu silla… Es que Guasón estaba seguro que ibas a


preguntar por eso. Berenice también hizo la misma pregunta hace años
de su menstruación —explicó ella, tocándose su vientre.

—Estás diciendo que seguimos siendo humanos.

—Son humanos, literalmente. Pero carecen de las debilidades


que los caracterizan. No puedes sentir hambre, pero puedes comer.
¿Entiendes? Lo raro que sigue siendo ahora son las emociones… He
viajado a los mundos más cercanos y todos tienen emociones…

— ¿Puedo comer? —dijo Alexander. El término era tan


extraño y distante. Estaba seguro que con un estómago vacío de media
década le daría un hambre atroz, pero no sentía apetito.

—Sí. Puedes comer. Hasta yo lo hago, en ocasiones que


equivaldrían a dos décadas por oportunidad. Pero jamás siento
hambre. Jamás —enfatizó.

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Caminaron por un sendero solitario, rodeado por dunas
rojizas. A lo lejos, una ciudadela emergía sobre la cima de una duna.

—De acuerdo, nada de hambre, ¿pero se siente el sabor de la


comida? —indagó Alexander, mientras agarraba la silla de otra
manera para no cansarse.

—No me di cuenta de eso. Cuando ayer comí lo que preparó


Berenice, sentí un cosquilleo muy raro en mi boca. Era como una
sensación inexistente, pero que estaba ahí.

Alexander sintió que sus sesos se enredaban con aquella


descripción.

—Muy bien, Cor. Pero la pregunta más importante es: ¿fuiste


humana?

Cor posó su mirada en Alexander.

— ¿Si fui humana? —dijo con tono embobado.

Alexander asintió.

—No sé.

—Pero tienes el mismo aspecto de una humana. Tienes ojos,


boca, todo eso que un humano tiene. ¿Debiste ser una humana?

—Es que me muestro así, Alexander. Para ti, Berenice y todas


tus tías. En realidad soy algo mucho más diferente que un ser humano,
con brazos. Desde que visitamos Lazawárd, hace muchos siglos
terrestres para ser exacta, nuestra apariencia fue algo que te
desconcertaría. Los examinamos a cada uno de ustedes y nos dimos
cuenta que viven felices con su aspecto.

Mientras caminaban, Cor dibujó en medio del aire a un ser


humano con trazos acuosos.

—Resulta que son muy sencillos en apariencia. Más bien no


equivale casi nada en aspecto, pero lo que me sorprendió muchísimo
son sus emociones. Es igual a todos los mundos que he visitado. Igual.

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Alexander se daba cuenta que el sentido de la vida era más
diversa. Había pasado cinco años, y no le había preguntado esto a Cor.
Sin embargo, le resultaba fascinante que ya lo había hecho.

—Muy iguales.

Se dibujaron nuevos personajes al costado del bosquejo del


humano. Era tan diferentes: uno parecía una ameba, un pedazo de
ladrillo, hasta una piedra pómez interestelar. Cor siguió dibujando
personajes que se hizo una fila que se perdía en la distancia de las
dunas rojizas. El primer sol del firmamento, hacía que las dunas
brillaran como montículos de sal en sangre.

—Somos muchos que tienen vida, como tú la describe. Pero


diferente.

El humano era uno de ellos. Nosotros somos alienígenos,


como ellos son para nosotros.

— ¿Puedes mostrarte como eres, Cor? —pidió Alexander.

La fila de personajes se esfumó. Cor miró al vacío, hecho una


piedra. Sus ojos estaban enfocados en un ritual de desconcierto. Volteó
lentamente para fijarse en Alexander. En sus ojos había un brillo raro,
que le incomodaba.

—No te gustaría verme, Alexander. Te desconcertaría. No,


Alexander. Vamos, sigamos caminando.

Ella reaccionó bruscamente. Se adelantó rápidamente, dejando


a Alexander, solo, sosteniendo la pesada silla y las zapatillas
ensuciándose con la arena.

—Vamos, Alexander, Duin podría tener una tormenta de arena


y no querrás quedarte aquí.

— ¿Tormenta de arena? ¿No me dijiste que no había aire


aquí? —indagó Alexander.

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—No es el aire de tu mundo. Es otra cosa que mueve la arena
de Duin y provoca una tormenta horrible. Vamos. Berenice te está
esperando con su comida italiana —explicó ella, sin mirar a
Alexander.

—Espera —contestó él, mientras la silla comenzaba a


lastimarlo.

Caminaron por todo el sendero, que emergía como una meseta sobre
las dunas de Duin. Según el libro de McSolancis, Duin fue un gran
valle de tierra dura como la piedra, donde las grietas parecían telas de
arañas a sus anchas. Luego de una batalla con Diablo, donde uso sin la
voluntad de Guasón su poder para transformarse, había hecho aparecer
un gran lago de Inessentia. Había provocado cada desastre que Los
Naipes Arrugados tenía que proteger para que McSolancis no resultara
destruida. McSolancis es la única ciudad con vida en el planeta Rubín.

Diccionario Universal de McSolancis.

Pág. 2501

Inessentia

Sustancia elaborada a partir del caldo primigenio de la oposición


(“antimateria” como lo conocen los de Lazawárd). Esta sustancia fue
obtenida a partir de un resultado complicado. Según los de Lazawárd
se obtiene a partir de un choque especial de poderes. Uno de los
métodos para su obtención. La Inessentia también se obtiene de la
reversión del tiempo. Pero como uno de los primeros habitantes del
Universo obtuvo la Inessentia en un proceso inexplicable, sólo existen
pocas probabilidades de su existencia. Datos recientes confirman que
los guasones son capaces de crear Inessentia, sin ningún ademán.

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Y cómo Guasón es el único reconocido en todo la conocida
parte del Universo que tiene ese don, Diablo fue en su busca.
Alexander no entendió porque mencionan en plural a Guasón si el
único guasón es él.

—Es para distraer a Diablo.

—Era mejor que no hayan puesto esa información —recalcó


Alexander.

El plan de Diablo estaba planificado. Se burló de la estúpida


estrategia de esquivez de McSolancis para tapar esa información.

Atacó a McSolancis sin vacilar.

Guasón acabo siendo transformado en un gran témpano de


hielo. Diablo con su semejante poder para crecer tremendamente,
agarró el témpano de hielo, que tenía forma de cuña, lo lanzó al lago
de Inessentia.

Muchos gritos se produjeron en McSolancis, cuando el


témpano salió, sobre ellos, volando directamente al lago de
Inessentia. Los Naipes Arrugados trataron de evitarlo, mientras el
Mago, un joven de cabellos dorados, trataba de desaparecer el lago de
Inessentia con su vara, antes que el témpano cayera.

—Apresúrate, Mago, apresúrate.

El lago de Inessentia se evaporaba lentamente al firmamento,


escapando al vacío del espacio. El témpano se acercaba como un
proyectil.

— ¡No, espera! ¡Llama a Quirát! ¡Llama a Quirát!

Quirát apareció en frente del Mago, rápidamente, ataviado con


una tenue vestimenta hecha de humo violáceo. Como un caballero de
la nebulosa de Orión.

— ¡Transfórmate en agujero negro y lleva esa idiotez a otra


parte! ¡Apresúrate! —dijo Mago imperativo.

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Quirát lo miro asustado.

—La Inessentia me puede lastimar.

—No podrá.

En un santiamén, Mago posó su vara sobre la cabeza


humeante de Quirát y una extraña fuerza dorada lo envolvió. Quirát
asintió rápidamente y se zambulló en el lago. Una gran salpicadura
ponzoñosa se levantó en el aire y golpeó la tierra seca, carcomiéndola
y transformándola en sal.

Quirát nadó, impulsándose en las profundidades del lago


como una bala. La sustancia golpeaba el escudo corpóreo y lo
desviaba como si se abriera entre una maraña de maleza. Dio un giro y
se colocó en el centro del lago.

Pateó la sustancia, y rotó, como si bailará un número de ballet.


Giró tan rápido que la sustancia se apartaba y formaba un remolino.
La tierra bajo la Inessentia estaba carcomida, llenas de rocas
desenterradas e hirviendo.

Quirát miró hacia arriba y abrió la boca. Un gran agujero


negro se formó desde ahí, abriéndose como una inflorescencia.
Rápidamente, la Inessentia entró por el agujero negro, como si tratase
de un colosal sifón.

El témpano comenzó a descender hacia el resto de la


Inessentia.

—Reviértelo, Mago.

Blandió su vara, y un chorro de luz salió disparado al


témpano. Una lluvia de colores lo envolvió, mientras empequeñecía y
se esculpía en una gran Guasón. Mago blandió más fuerte su vara y el
Guasón original apareció, cayendo hacia la Inessentia, directamente a
la boca de Quirát.

— ¡Spatha, tráelo! —dijo Cor imperativa.

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Spatha corrió al costado de Mago, agitó su espada fuertemente
y un chorro de aire salió disparado en dirección al distante Guasón.
Filamentos gruesos de aire artificial rodearon a Guasón y lo trajo
hacia Los Naipes Arrugados. Estaba durmiendo y con el cuerpo
enrojecido.

— ¡Manada de mansos! —gritó Diablo, a lo lejos, con las


piernas velludas surgiendo sobre las casitas de McSolancis. Se quedó
mirando a Quirát tragar toda la Inessentia. Los ojos de Diablo estaban
brillando de la furia. Despegó de McSolancis en un saltó, formando
una parabólica, cayó cerca a Quirát, que estaba con vaciar
completamente el lago.

Los Naipes Arrugados miraron sorprendidos y con


desconcierto de lo que iba a hacer con Quirát. Diablo se arrancó la
cadena de diablillos del cuello.

Los diablillos, que estaban soldados a los dos extremos de la


cadena, comenzaron a bailar, sin que la Inessentia casi inexistente les
hiciera daño. Diablo contempló con una furia mezclada con la euforia.

—No… No…

La cadena rodeó el cuello de Quirát. El agujero negro que


salía de su boca comenzó a vibrar y apaciguarse. Los diablillos giraron
alrededor de Quirát, en sentido contrario, y la cadena presionó más el
cuello.

Siguieron en su danza, dando saltitos lentos. La cadena se


tensó, y del agujero salió un sonido semejante a una persona
ahogándose.

—Vamos, vamos.

Cor bajaron la cuesta junto a los demás hacia el ritual. Mago


blandió su vara dorada, inmediatamente. La agitó y se disparó un
chorro de luz hacia uno de los diablillos.

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Sin esperarse, el chorro rebotó en un campo invisible. Mago
abrió los ojos sorprendidos, y luego se fijó, furioso, en Diablo. Éste le
devolvió una mirada de malicia.

—Ahora qué hacemos…

La cadena presionó más el cuello. Quirát no se dio por


vencido, mientras la poca Inessentia entraba dificultosamente en el
agujero negro.

Una extraña figura se dibujó en el cielo. Se distorsionó, como


si las estrellas que tachonaban el cielo se hubiesen vuelto sangre
brillante. Lentamente se formó un número: XIII.

—La Muerte… Quirát está agonizando, Mago —chilló Cor.

Diablo se guió del grito de Cor. Miró al cielo, y se fijó en el


XIII. La euforia en él aumentó. Perder a Quirát sería perder el
significado de la tierra y el todo. Además El Mundo carecería de
cimiento, como todos los arcanos.

— ¿Qué hacemos, Mago?

—Obscuras… —murmuró Mago.

Un tremendo brilló lleno el cielo, como una explosión de


miles de estrellas. Un gran gong remeció todo el lugar, cuando el XIII
desapareció en un hoyo gigante, que distorsionaba. Era como si el
firmamento fuera tragado por otro sifón, superior a Quirát.

Una nube en forma de mano descendió desde el hoyo, dando


una espiral. Diablo se conmocionó y trató de huir, pero el campo
protector lo encerraba. La mano de Obscuras atravesó el campo, y
cogió por el cuello a Diablo.

—Nieop tin pumelio… —dijo una voz potente.

Los diablillos siguieron dando la vuelta por el cuello de


Quirát, felices y maquiavélicos.

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—Ij meneloo depri nieop jhui… —bramó Obscuras. Toda la
tierra de Rubín se remeció. Cor sonrió ante eso.

Los diablillos dejaron de bailar. Se evaporaron en una


fumarola roja, donde volvieron a aparecer en el cuello de Diablo.
Quirát comenzó a absorber toda la Inessentia, hasta desaparecerla.
Con el cuello agarrándose, se fijo en el regaño de su padre.

—Ya está… —dijo Diablo, sonriendo forzadamente a


Obscuras.

—Keye —dijo Obscuras, con una voz firme—. No jueopio re


juio herete tin pumelio. Juytio-po.

Diablo asintió, sonriendo nerviosamente. Su expresión


maquiavélica parecía como si fuese tragada por el hoyo. Quirát no
mostró ninguna emoción ante eso.

Obscuras soltó a Diablo, lentamente. Cayó con sus garras en


el transformado valle de arena rojiza, levantando polvo. Disminuyó su
tamaño, con los ojos enfocados en el hoyo, hasta tener la misma altura
de Quirát.

Quirát retrocedió unos cuantos pasos, cuando Diablo hizo una


reverencia, donde sus cuernos rasparon el suelo arenoso. El resto de
Los Naipes Arrugados se fijó en esa extraña reacción con
desconcierto.

Diablo se irguió y ahora se enfocó en Quirát con unos ojos


penetrantes. Levantó su brazo velludo en un santiamén, Los Naipes
Arrugados hicieron un ademán de advertencia y Quirát entrecerró sus
ojos.

—Tienes suerte que tu padre está aquí, Quirát. Felicidades.

La punta de su dedo deforme de Diablo comenzó a


decolorarse, recorrió su brazo en filamentos como serpientes y se
abrió en un abanico por todo el torso peludo de su grisáceo cuerpo.

—Felicidades —repitió.

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La decoloración se convirtió en un vacío, haciendo desvanecer
a Diablo, perezosamente, del lugar. La cabeza cornuda quedo
flotando.

—Disculpe la molestia, Obscuras. No me atrevería a lastimar


a Quirát, pero las consecuencias mimadoras me hacen pensar otra cosa
—expresó fríamente.

Sus secos labios de cabra se desdibujaron, sus cuernos se


borraron de la existencia y sus ojos quedaron flotando como rubíes
vivientes. Pestañaron y se esfumaron completamente en un polvo
rubicundo y brillante.

—Esa desaparición me dio miedo —comentó Alexander, subiendo


escalerita y llegando a los confines de McSolancis—. No crees que
hubo algo intimidatorio en eso.

—No, para nada —respondió Cor. Entrar a ese tema,


esquivando la conversación anterior, la hizo olvidar y consiguiente,
terminar su rabia—. Diablo no puede actuar así en frente a Obscuras.

—Entonces, si Obscuras es tan poderoso, por qué no se


encarga en salvarlos de todas las maldades —discernió Alexander.

—Ahí está el problema, Alex —explicó ella. Alcanzó al


último escalón y esperó al joven desde ahí—. Obscuras solamente
ayuda cuando su hijo está en peligro.

— ¡Qué mezquino! —desaprobó Alexander.

— ¿Qué vamos a hacer? Es su complejo de padre —dijo Cor,


sonriendo.

Una envidia extraña recorrió por el cuerpo de Alexander.


Alcanzó a Cor, y estuvieron frente a frente a las curiosas casas de
McSolancis. Era unas casas simples y sencillas, con un estilo irlandés.
Algunas bien hechas, otras que estaban por caerse. Cor le contó que
antes el diseño de las casas y el nombre no eran así. Cuando habían

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traído a un irlandés de la Tierra en la Insignia de 1980, a los habitantes
le gustó su estilo. Con la ayuda de una foto de la casa de Leo
McSolancis, rediseñaron todas las casas con ayuda de Mago.

Pasaron dos años, cuando falleció Julio Cenefa, un humano de


la Insignia de 1905. Su posición fue reemplazada por Leo McSolancis,
cambiando el nombre de lugar con su apellido. El cambio de nombre
fue bien satisfactorio para la ciudad, porque anteriormente era una
hazaña pronunciarla: Kiuperkuilao.

Sin embargo, había poquísimas personas que se opusieron en


el cambio de nombre. Y por ese motivo, la ciudad tiene un segundo
nombre: McSolancis Kiuperkuilao. Oposición extinguida, felicidad
emprendida.

—Cor, una antena esta algo doblada —indicó el dispositivo,


que tenía una vara larguísima y delgada. Su receptor en la cima, casi
no se veía entre las nubes rosadas. Cada una de las casas tenía una
antena delgadita, pero larga y que rozaban el firmamento. Utilidad:
captar energía para el funcionamiento de las máquinas.

—Tienes razón. Si se malogra, mal día para nosotros. Avisare


a Mago para que venga a arreglarla. ¿Sabes una cosa, Alexander?

— ¿Qué?

—Influiste demasiado en nosotros… —admitió ella, mirando


directamente a los ojos de Alexander—. Tú y con la costumbre de
Perú, influiste en nosotros. Más en Guasón. Se volvió loco.

Eso hizo sacar a Alexander una sonrisa.

—Leo McSolancis dijo que vendrá a visitarnos —avisó Cor.


Llegaron frente a la puerta de la casa irlandesa. Cor estaba incómoda
con la antena doblada de la casa.

Llamó a la puerta.

Se escuchó un bullicio tras ella. Cor me miró de reojo, con


cara de “¿Qué miércoles están haciendo?”. Y yo sonreí ante ella.

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La puerta se abrió de un tirón. El dúo se sobresaltó.

— ¡Querida, Cor! —saludo un hombre maduro, abriendo los


brazos, ataviado con una indumentaria irlandesa. Luego se dirigió a
Alexander—. ¡Nuevo habitante! ¡Caidé mar tá tu!

—Ah —profirió Alexander, perdido.

— ¿Cómo estás, jovencito? —Dijo el hombre en español—.


Te entiendo que no hablas en irlandés. Encima que son dialectos
diferentes. Estaba relajándome después de tener por mucho tiempo mi
idioma nativo tan entumecido.

— ¡Qué gracioso eres, Leo! —sonrió Cor ante eso—. Seguro


estuviste contando de tu colección de tréboles a Trébol. ¿Dónde está el
leprechaun? Oh, ahí está.

Junto a Leo McSolancis apareció Chimú, el viringo peruano,


trayendo en su lomo a un hombrecillo en un traje verde, serio y con
una barba que parecía hecha de espuma de jugo de papaya. A
Alexander le hizo a acordar a los Dulcis.

— ¿Alguien llamó a Álainn?

— ¡Álainn! Sigues siendo hermoso y pomposo como tu


nombre —Cor tomó de los brazos a Álainn. Lo acercó a sus brazos y
lo acurrucó. El leprechaun siguió fumando su pipa, de donde salían
chispas. Claro. No hay aire normal.

Chimú se abalanzó sobre Alexander. Su lengua pasó sobre su


mano, causándole una fuerte sensación de calma.

—El amor brota por todas partes. Me siento en La Tierra —


comentó Leo McSolancis, con un tono meloso.

—Oh, ¿te fijaste de la antena de la casa, Leo? —dijo Cor.


Álainn seguía fumando de su pipa. Si fuera un humano, había acabado
con un terrible cáncer de pulmón.

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—Sí. He llamado a Mago para que lo arregle. ¿No querrán
que acaben sin energía?

—Claro que no

—Entonces ya me voy. Estaba entablando una conversación


con los Naipes. Y también con las viejitas. Son especiales —La
palabra “especiales” lo dijo como si estuviese estreñido.

Se movió entre el dúo. Álainn se bajo de los brazos de Cor y


siguió a Leo.

—Gracias, Leo.

—Tá fáilte romhat —respondió Leo.

—Maith go leor —expresó Cor.

Cuando Leo estaba lejos, levanto el dedo pulgar. Dobló una


esquina y desapareció.

—Vamos, Alexander. ¿Cómo estás, chiquito? —acarició el


copete rubio de Chimú.

Entraron a la casa. Alexander preguntó un poco curioso:

— ¿Él es el líder de todo McSolancis?

—Sí.

— ¿No tiene personas que lo cuide? ¿No le puede atacar


Diablo?

—Tiene poderes. Le dimos poderes cuando se convirtió en


líder de McSolancis. ¿No creerás que andará desprotegido por todo
McSolancis?

De eso hablaba, pensó Alexander.

—Alexander, aquí estas, hijo.

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Tía Nelly saludó desde una mecedora, con el mismo aspecto
de reina Isabel II, pero que iba desvaneciéndose cada día. Estaba más
viejita. Sus rulos rubios estaban volviéndose plateados, ya que no
había un estilista que le tiñera el cabello y eliminara las canas. Son
literalmente humanos. Junto a ella, las señoritas Humberta, Goya,
Juana y Maribel la acompañaban.

Alexander le dio un buz a cada una.

Un extraño efluvio golpeó las insensibles fosas nasales de


Alexander. Era como sentir al fuego acariciando sin quemarte. Era
tomar el agua heladita en un día acalorado sin sentir esa sensación.
Parecía como si el sentimiento surgiera desde el choque de dos
átomos.

Pero… Pero

—Cor —llamó Alexander a la chica que acababa de dar un


buz a cada viejita. Las viejitas siguieron charlando.

— ¿Qué sucede, Alexander?

—Puedes hacer que sienta el sabor por unas horas.

—No te preocupes, Alexander. Quería decirte que se nos


ocurrió una gran idea a Guasón, a Mago y a mí.

Dejaron la hermosa e iluminada estancia irlandesa, para


dirigirse hacia una puerta. Tenía una ventanilla por donde salía una luz
amarilla.

—Hemos creado una cápsula de aire por un día. Para que te


sea posible disfrutar lo que preparó Berenice.

Cor tomó el pomo de la puerta y tiró de ella, rápidamente. Un


arco brilló bajo el quicio. Tenía la misma contextura del portal de la
isla San Lorenzo: una mezcla de estrellas de oro y gotas de lluvia.

—Anda.

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Al mismo tiempo que Cor empujó a Alexander a través del
arco brillante, el joven sintió una extraña sensación en el cuerpo. El
aire entró a sus pulmones, sintió el olor de la comida y el clima
caliente de la cocina irlandesa. Volvió a ser humano completamente.

Cor traspasó el arco brillante y se dio un golpe en el


estómago. Se escuchó un “¡plin!” y ella se volvió de un tono rosa.

—Espectacular. Esto es lo que siente los humanos.

—Por Dios —exclamó Alexander—. Me siento demasiado


eufórico. Es el hambre.

Encontró un pan plano, similar a la empanada, con trocitos de


carne, tomate y mucho más, sobre la mesa de madera. Se sentó en la
silla y cogió el alimento. Lo metió a la boca y sintió la maravillosa
sensación de satisfacción y sabor. Tenía ganas de decir cuanta
palabrota para expresar el sabor tan rico de la comida.

Cor cogió otro pan y lo metió a la boca.

Chimú, probó un plato de comida, masticando con sabor.


Seguro Cor le dio la debilidad para probar la comida.

— ¡Por la pipa de Álainn, esto es maravilloso!

—Eso no es la mesa de comer, Alexander —dijo una voz.

Entre un humo, una chica guapa, con pelo castaño oscuro y


ojos cafés apareció con un sartén en la mano. Traía un delantal
floreado.

—Ahí no es la mesa —dijo ella en un español estropeado—.


Vengan aquí. Dejé ahí las piadinas porque… Mejor vengan.

Alexander con la piadina en la boca y Cor saboreando el


tomate, siguieron a Berenice. La cocina era inmensa, al doblar una
esquina, encontraron un tremendo mesón con un banquete de los
grandes cielos del sabor. Alexander estaba en el punto máximo del
placer saboreador.

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En el mesón había más comida: italiana, peruana y unos dos
platos de comida china. Una selección olorosa y diversa.

—No me dijiste que sólo iba a preparar el orata… —dijo


Alexander con la boca llena de piadina.

—Te mencioné eso porque quería aclararte de que iba a


cocinar. No quería decirte todos los nombres de las comidas que iba a
preparar.

Berenice puso el último plato en su lugar. Ella sonrió, cogió


un cebiche y comenzó a meterlo en la boca. Sus ojos se pusieron en
blanco cuando la comida pasó por su garganta.

Cor y Alexander atacaron al banquete. Pedazos de comida


salieron volando por los aires. No le interesaba la etiqueta. No estaban
en un mundo que regía la costumbre acomplejada de La Tierra. Un
cabeza de pescado, un pollo a la brasa, gambas, berenjenas, cebolla,
lechuga, todo entraba por sus bocas.

Guasón apareció en ¡plin!, sentado junto a Cor. Los


comensales hambrientos no reaccionaron ante su repentina presencia.

—Extraordinario. Debilidad humana —dijo Guasón en un


comentario serio.

Una pata de pollo voló a su cara. Un filamento de saliva se


desprendió de su mejilla y no sintió asco.

Cor alargó su grasiento brazo y golpeó el estómago de


Guasón. Una sensación recorrió desde ese punto y explotó en su boca.

Giró lentamente su cabeza. Sus ojos se posaron en una


deliciosa butifarra peruana.

—No me niegues. Cómeme. Cómeme.

La butifarra sonrió, mostrando todo el relleno. Saco unos


brazos de cebolla rebanada y llamó lentamente a Guasón, con una voz
aguda y melosa.

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—Cómeme, Guasón. Cómeme.

Las manos de Guasón tomaron la contextura crujiente de la


butifarra. La acercó a su boca, mientras los pequeños brazos de
cebolla acariciaban sus labios.

—Eso. ¡Sí!

El sabor lo llevo a su clímax.

—Bendito sea la comida. Me encantó. Tu preparaste todo eso,


Berenice —dijo Alexander, tomando el vigésimo vaso de cerveza.

Chimú meneaba la cabeza, mirando a todos desde una esquina,


feliz.

El mesón estaba vacío, sucio, con rastros de comida cayendo


de sus bordes. Guasón seguía hablando con su estómago, mientras Cor
le daba un vaso de cerveza más.

—Sí… —hipó Berenice—. No sé como conseguí los


ingredientes. ¡Pluf!, aparecieron como arte de magia.

—Eso fue una maravillosa sensación, Berenice —comentó


Cor, a punto de caerse de la silla—. Jamás he sentido una cosa así en
todos mis 850 años de vida.

— ¿Tienes 850 años? —preguntó Alexander, sorprendido. No


podía centrar bien su mirada en el rostro enrojecido de Cor.

—Sí.

—Chévere. Yo tengo 23 años. Imagínate. Es espectacular,


¿no?

—Sí —asintió Cor, riéndose. Se dirigió a Guasón—. Tómate


otro de esto, Guasón. ¿Qué…? ¡hip! ¿…Te pasa, amigo?

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—Estoy hablando con mi estómago. Dice que lo evacúe y lo
vuelva a comer…. —refirió Guasón

— ¿Cómo se hace eso?

—No sé.

Berenice y Alexander se desternillaron de la risa, ebrios.


Apoyándose tosieron y se doblaron del puro humor.

—Cómo vas a hacer eso, compadre —rió Alexander,


apuntando a Guasón con el vaso en la mano—. Eso sería asqueroso.
Ni yo puto haría eso.

—Dijiste “puto”. ¡Divertente! —carcajeó Berenice.

—… ¿Dónde están estos flojos?

Spatha, Quirát y Mago entraron a la cocina. Examinaron todo


y encontraron al cuarteto, carcajeando.

—Aquí están.

De pronto, Guasón vomitó. Berenice y Alexander rieron más


aún, apuntando el vómito extraño de Guasón. Cor miró los rostros del
dúo de la risa y le siguió la corriente, apuntando el vómito.

— ¡Ha vomitato! —gritó Berenice entre risas.

—Revierte todo este lugar —pidió Spatha a Mago.

Mago chasqueó sus dedos. El vómito desapareció; la mesa


quedó limpia; la humanidad literal volvió a Alexander y Berenice,
dejándolos laxos; Cor y Guasón parpadearon, y el aire se esfumó del
lugar. Chimú sacudió la cabeza canina.

— ¡Reaccionen, flojos! —gritó Spatha, aplaudiendo fuerte.

— ¿Qué sucedió?

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—Estaban en un trance. Tenemos que irnos, ahora. Está
pasando algo en Zoon-Diakos.

Cor abrió los ojos como platos.

— ¿Zoon-Diakos? ¿Qué pasa en Zoon-Diakos?

—Diablo mandó a un intruso, para así decirlo, para alterar con


todos los signos del zodiaco. Tú sabes que los signos influyen bastante
en Lazawárd y en otros mundos. Si algo se altera, se desmorona todo.

Tenemos que irnos. Apresúrate.

—Llevemos a Alexander. Quiero que conozca Zoon-Diakos.

— ¿Cuándo está siendo atacada?

—No creo que le hagan daño. Además, él estará


presenciándolo desde el mundo más cercano: Circare.

Alexander seguía laxo, con los ojos parpadeando lentamente.


Berenice reaccionó más pronto y miraba preocupada a los arcanos.

—Ya, ya, ya. Trae al muchacho —dijo Spatha malhumorado.

—Vamos, Alexander. Adiós, Berenice.

—Adiós. No se preocupen. Tengo que salir a relajarme yo


también.

—Bien. Hasta luego.

—Hasta luego, principessa —dijeron todos en unísono.

Cor alargó su brazo y jaló el brazo de Alexander. Este levantó


desparramado, con pasos cortos. Salieron de la cocina con premura.
Chimú los siguió, no era necesario que Cor lo llamara.

—En seguida volvemos, señoritas —dijo Mago a la viejitas.

— ¿Dónde van? —preguntó tía Nelly, con los ojos enfocados


en el chisme.

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—A resolver un problema —contestó Spatha con su voz
áspera—. En seguida regresamos, seño… Señoritas.

Salieron todos apretujados por la puerta. Las viejitas siguieron


cuchicheando, escuchando La Hora del Lonchecito, a través de la
radio mágica de Mago.

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33
Capítulo III: El nuevo portal

Corrieron por una calle, entre casas por donde se asomaban cabezas
humanas, con rostros perdidos. Unas cuantas casas estaban señaladas
con rótulos: “Habitante de la Insignia 1980”, “Habitante de la Insignia
de 1965”, todos descendiendo en 15 años. Alexander nunca pasó por
esa calle, y jamás vio a los foráneos de las Insignias anteriores: era un
chino, un negro afro, un hindú anciano. Los únicos foráneos de las
Insignias que conoció fueron Berenice y Leo McSolancis.

—Mago, quería decirte que arreglarás la antena de la casa —


dijo Cor, corriendo y jalando el brazo de Alexander.

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Mago chasqueó sus dedos.

—Listo. Ahora, vamos, vamos.

Siguieron corriendo a lo largo de la calle.

—Según me explicó, Leo, desde ayer estaba pasando algo raro


en Zoon-Diakos. Cuando llegó de visitar a ustedes, recibió una
llamada del Emperador y la Emperatriz, avisando que Zoon-Diakos
está siendo alterada por un intruso. Es posible que sea uno de los
aliados a Diablo, o él mismo.

—Diablos no se cansa, ¿no? —recalcó Cor, aún jalando del


brazo de Alexander. Su vestido blanco volaba por la brisa rara de
McSolancis.

—Diablo quiere conseguir algo. No sé a qué será —Mago


frunció el ceño dorado—. Primero, en Lazawárd trató de robar la
reliquia de Quirát. Pero, ¿para qué? No entiendo. Para qué quiere las
reliquias de los mundos más maravillosos.

Ahora doblaron una esquina, hacia la derecha. Una torre se


alzaba sobre las casitas, al final de la calle. Un gran rótulo sobre su
techumbre circular, en forma de corona, rezaba: La Torre.

— ¿Consiguió robar alguna reliquia? —dijo Alexander,


liberándose de los brazos de Cor y corrió por su cuenta.

—Sí. Robó los niños de El Sol —respondió Mago, contrariado


—. Estamos pendientes en hallarlos, pero nunca supimos la fortaleza
de Diablo. No sabemos dónde queda. Pero estamos sufriendo en
hallarlos.

— ¿No creen que estará construyendo algún arma? —supuso


Alexander.

Mago se detuvo, y los demás lo imitaron, igual que Chimú.


Alexander miró al grupo, circunspecto.

— ¿Construyendo un arma? ¿Para qué?

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—No sé, Mago —añadió Alexander—. Estaba suponiéndolo.
Nada más. Es que si quiere obtener varias reliquias para algo, debe ser
un arma.

—Y que pasa si lo quiere usar como una colección —intervino


Spatha, con su voz áspera y su gesto duro.

—Eso sería usar las reliquias sin ningún fin malvado, ¿no,
crees, Spatha? —corroboró Alexander.

— ¿Y cómo lo sabes, Alex? —preguntó Cor, aprensiva.

—Se debe pensar como el enemigo.

Mago escudriñó a Alexander, con sus ojos brillantes llenos de


inquisición. No estaba sonriendo, estaba completamente inmerso en sí
mismo, y trataba de entrar en el fuero interno de Alexander.

—Vamos —dijo Cor.

Comenzaron a correr. Mago dio media vuelta y comenzó a


correr él también. Alexander estaba seguro que Mago estaba
sospechando de él, o comprobando si la inteligencia de Alexander era
cierta.

Llegaron al portón de La Torre. Llamaron a la puerta


rápidamente. Varios sonidos ecoicos y gong sonaron en el interior de
La Torre. Trébol abrió la puerta, acompañado de Álainn, que seguía
fumando su pipa de chispas.

—Pasen. Pasen.

Entraron como una estampida histérica, casi pisoteando a


Álainn. En un gran salón circular, estaban esperando otros de los
Arcanos Mayores: La Fuerza (una mujer hermosa, con una corona de
laureles y un símbolo infinito a modo de sombrero, apoyándose en el
lomo de un gran león rubio y brillante), La Estrella (una mujer
completamente desnuda, inocente y brillante, con el tatuaje de una
estrella en su frente), El Ermitaño (un hombre con una capucha gris,
llevando un bastón de madera y un farol flotando a su costado), El Sol

36
(algo amorfo, como una bola de fuego amarillo, similar a la etapa
vejancona de Quirát, flotando y con unas líneas oscuras, como
estilizadas manchas solares, formando un rostro humano), La
Templanza (una mujer con un vestido blanco, más brillante que la de
Cor, con unas espectaculares alas rosadas y un aura rodeando su
cabeza), El Juicio (un hombre similar a La Templanza, pero con las
alas rojas, el cabello rubio brillando y llevando una trompeta de oro.
Tenía un rostro tan celestial), La Justicia (mujer con un largo vestido
suntuoso, una corona aparatosa y una espada. Una versión femenina
de Spatha); La Rueda de la Fortuna (algo tan simbólico. Era como
unos hermanos, una esfinge y un lobo erguido, volando en una rueda a
modo de platillo, a un metro del suelo), El Carro (el que más ocupaba
en el tremendo salón. Un hombre estaba saludando desde una enorme
y barroca carroza, tirada por dos hermosos caballos blancos).

Un hombre, con un pelo tan lacio y largo, con los ojos


crispados de alegría se acerco a Cor como un ligero viento. La agarró
de las manos y le dijo, suavemente:

—Amada, Cor. ¿Cómo estás?

En el dorso de su mano había un número en romanos: VI. Era


El Enamorado. Chimú expresaba unos celos en su carita canina,
cuando Enamorado le dio un buz en las manos de Cor.

El Papa y La Papisa, vestidos con mantos rojos y llevando


bastones dorados y coronas, surgieron entre los arcanos presentados.
El Emperador y la Emperatriz, como grandes personas, aparecieron
junto a los sumos pontífices y Leo McSolancis.

Un hombre colgado de cabeza, descendió frente a Alexander.


Sonriendo en un alegría paradójica por su posición.

—Entonces, tú eres el foráneo de la Insignia de 2010 —dijo El


Colgado, encantado.

Una bola, similar a una pelota cubierta de barro seco y gris,


descendió, deslizándose en el aire. Tenía las grietas secas formando un
rostro. Era La Luna.

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—Eres Alexander Pérez, ¿no?

—Un humano que simplemente cayó en la aventura de unos


grandes y complejos arcanos. ¿No, joven? —dijo, un hombre con una
expresión perdida, mirando el rostro de Alexander como un resto
arqueológico. Era El Loco. Tenía una estrafalaria vestimenta: una
camisa voluptuosa con complicadísimas figuras de flores y unos
pantalones ajustados.

Alexander asintió ante eso.

Los únicos arcanos que no estaban eran El Diablo y La


Muerte.

Leo McSolancis se acercó a los recién llegados.

—Recién acabo de recibir un mensaje de Zoon-Diakos, y dice


que Diablo está alterando la tierra de Géminis. Cástor y Pólux están
luchando para que no se desmorone su tierra. Lo bueno que Cástor no
es mortal, sino hubiese fallecido por segunda vez.

—Entonces, vámonos —alistó Mago—. Chauffeur, prepara El


Carro para irnos a Zoon-Diakos.

Todos los arcanos menores y mayores se movieron por aquí y


para allá. Los únicos humanos literales, Leo McSolancis y Alexander,
se quedaron mirando como los arcanos se preparaban y subían al
tremendo Carro.

—Ven, Alexander —llamó Leo McSolancis—. ¿Así te llamas,


no?

—Sí.

—Ven. Quiero que lleves esto contigo y lo guardes para ti.

Puso un naipe en blanco en las manos de Alexander. Brillaba


con un fulgor tan irisado, como si su superficie estuviese hecha de
nácar.

— ¿Para qué es eso?

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—Sólo guárdalo y llévalo contigo —empujó a Alexander al
Carro, donde se estaba formando un bullicio. Caminó lentamente,
observando el naipe en blanco. Lo guardo lentamente en el bolsillo de
su pantalón, cuando la mano de Cor le jaló de golpe y lo subió al
Carro.

Los únicos que no subieron eran El Papa, La Papisa, El


Emperador, La Emperatriz y El Colgado. Ellos estaban junto a Leo
McSolancis, contemplando el abarrotado Carro. McSolancis era el
único que despedía con el característico gesto humano.

—Yo pensé que iban a traer a otra mujer de Lazawárd, como


Berenice —contó El Enamorado—. Es una hermosa dama. Una
principessa.

Alexander preparó una bromita para El Enamorado.

— ¿Cuántas veces fuiste un “sacolargo”?

— ¿“Sacolargo”? ¿Qué significa eso?

—Un hombre que muy servicial a la mujer. Un caballero —


dijo Alexander, con sarcasmo.

—Ah, sí. Muchas veces. Una vez le regalé una nebulosa Ojo
de Gato a escala a Berenice. Lo tiene en su habitación. Siempre me
piden algo y les regalo.

Una compuerta se abrió en la alta cúpula de corona de La


Torre. La luz del cielo rosado de Rubín entró como una sustancia
brillante y espiral.

Se escuchó un estruendo, cuando una tremenda luz apareció


sobre la cúpula abierta. Se expandió como una bola de fuego artificial,
espeso y colorido. El centro incandescente creció y luego hizo
implosión, para luego aparecer, en un nuevo estruendo, como un
portal. Iluminó todo con sombras y luces, llenando con zumbido bajo,
remecedor.

—Ahí está el portal. Asciende el Carro, Chauffeur.

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El Carro se despegó del suelo, lentamente, rotando hacia la
luz. Pequeños rayos salían de la luz, acariciando toda la cúpula. Los
caballos blancos resoplaban lentamente, mientras sus cascos se
separaban del suelo.

Las personas de todas las casas de la calle salieron a ver el


espectáculo de luces, con admiración.

Un delgado rayo alcanzó el cabello dorado de Mago. No se


quemó, en cambio, brilló como si fuera miles de filamentos de
wolframio de un foco. Empañando los ojos de algunos.

Otro rayo delgadísimo cayó en el brazo de Alexander. Un


dolor similar a la presión de un dedo se impregnó en su piel. Sintió
que su visión se coloreaba de blanco.

—Bonito. Mira, Loco —comentó Luna.

Loco giró y miró entre la cabeza de Cor y Spatha a Alexander.


Los ojos de Alexander estaban brillando con una luz propia.
Lentamente volvió a la normalidad, parpadeando.

—Ahora, si, vámonos.

De pronto, una maraña de rayitos abrazó el Carro y jalaron en


un instante hacia el portal. Diferente al portal que le sacó de La Tierra.

Entraron a un túnel colorido, con espirales de colores. Unas


pelotas rebotaban por las superficies del portal, mientras el Carro
seguía adelante. Una pelota se convertía en varios rostros, cada vez
que un rayo le pegaba.

Otro rayo golpeó a Alexander, haciéndolo flaquear. Traspasó


su estómago. Un zumbido se acercó, y un rayo entro por el oído de
Alexander, haciéndolo dar espasmos. Otro se envolvió en su pierna.

— ¿Qué está pasando? —dijo Alexander, balbuceando al


ritmo del zumbido de los rayos.

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—Te dije que no lo trajeras, Cor —gruñó Spatha—. Muévanse
por un lado.

Toda la tripulación se movió por un lado en la ancha carroza.


Spatha se puso frente a Alexander. Un rayo surgió de la superficie del
portal, zigzagueó, directamente a Spatha. Trató de rebotarlo con su
espada, pero el rayo perezosamente lo esquivó y envolvió a Alexander.

—Ahí viene otro, Spatha —chilló Templanza.

El zumbido se incrementó cuando un rayo bajo lentamente en


espiral a la cabeza de Alexander. Spatha se movió con agilidad y trato
de atacar al rayo.

—No seas tonto, Spatha —dijo Guasón—. ¿Cómo vas a dar


estocadas al rayo?

Por hacerle caso a Guasón, el rayo esquivó la espada y


envolvió la cabeza de Alexander. El chico flaqueó y cayó de rodillas.
Los rayos se ciñeron a su cuerpo, electrificándolo.

Todos los arcanos se quedaron asombrados. Irónicamente, la


carroza seguía ascendiendo por el portal, tranquilamente. La entrada
se había cerrado y no podían regresar.

—Ya llegamos al punto de arranque —avisó Chauffeur.

No se veía rasgo de Alexander, en la indefinida silueta


electrizante. Una voz, como si fuera hecha por violines, dijo:

— ¡Nunca he sentido un dolor así!

— ¡Ya! —bramó Chauffeur. Una batahola y la carroza


ascendieron con un impulso endemoniado. Los rayos que sobresalían
de la superficie del portal se estiraron y amenazaban con sacar a
Alexander de la carroza.

— ¡Spatha!

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Alexander se arrastró, rígido, hecho un muñeco de
electricidad. Spatha corrió tras él, al mismo tiempo, que Alexander
salía de la carroza al vacío del portal.

Spatha saltó y agarró el brazo electrizado de Alexander, sin


hacerle daño. Guasón cogió del pie de Spatha, y así sucesivamente, en
una histeria por rescatarse entre ellos y a Alexander. La Fuerza, junto a
su león y al final de la cola, soportaba a todos.

Chimú ladró desde el costado de Chauffeur.

Más rayos se unieron a Alexander, envolviendo como un


capullo. Los brazos por donde cogía Spatha, amenazaba con
desaparecer en ese capullo.

—No te sueltes, muchacho. Eres valiente, acuérdate —susurró


Spatha, con la boca fruncida y la cara contrariada.

— ¡Alexander! —gritó una voz…

El capullo brillante se infló. La superficie cubrió el brazo,


lentamente. Subió hasta la muñeca, hasta que tragó los brazos de
Spatha.

El capullo infló e infló. La superficie engulló a Spatha y


Guasón, pero siguieron sosteniéndose en cola. La superficie se detuvo
en la pierna de Guasón, dejando a Cor sorprendida.

Spatha contempló a Alexander, siendo abrazado por mujeres


desnudas. Cada una le besaba en su rostro y en su cuello, mientras
Alexander estaba en una catatonia. El cabello de Alexander estaba
completamente rubio y sus ojos estaban grises.

—Espada —susurro Spatha.

La espada bastarda salió de la vaina, lentamente, deslizándose


por la vestimenta. Surgió entre los brazos, con la hoja brillando y la
empañadura sosteniéndose del apretado nudo de las manos de Spatha
y la mano de Alexander.

42
La hoja se irguió, apuntando a Alexander.

—De las espadas forjarán arados, como los aires mueven los
pasados.

La espada bastarda vibró y lanzó un chorro de aire. Se


dividieron en filamentos y golpearon a cada mujer, que acariciaba a
Alexander. Una mujer miró a Spatha, transformada en una rabia
infinita.

—De las espadas forjarán arados, como los aires mueven los
pasados.

Más chorros de aire golpearon a las mujeres y las revolcaba en


un torbellino. Alexander seguía en su catatonia.

—… como los aires mueven los pasados. ¡Tiren!

Chauffeur golpeó con su mano los traseros de los cabellos con


una fuerza tremenda. Lanzaron resuellos y se propulsaron más aún.

Y Alexander salió de la cápsula, como sacar una cuchara del


pegamento espeso. Cuando Alexander fue escupido por la cápsula,
esta hizo implosión.

La fila salió para atrás y cayeron como un acordeón en


comprensión en la carroza. Alexander cayó sentado, impertérrito y
perdido. Los tonos claros en su piel y cabello lentamente volvían a sus
nativos colores trigueños.

Spatha se levantó rápidamente y se colocó frente a Alexander.


Le agarró por los hombros y lo sacudió.

—Reacciona, muchacho —dijo Spatha, preocupado—. Sabía


que este portal le iba a hacer daño. No es igual al portal de Lazawárd.
¿Por qué le trajimos, Cor?

Todos se irguieron, mientras Alexander lentamente


reaccionaba. Parpadeo varias veces, saliendo de su estado laxo. Spatha
frunció el ceño al verle el rostro tan confuso.

43
— ¿Estás bien, muchacho?

—Sí —respondió Alexander, mirando a Spatha directamente a


los ojos, que adornaban su cuarteado y maduro rostro—. Me
encuentro bien.

Ayudó a erguir al muchacho, sin perder de vista el rostro


medio lánguido de Alexander. Spatha ahora podía darle una razón a su
estado tan pálido, que una náusea desconocida de un humano.

—Ascendemos —aviso Chauffeur.

44
Capítulo IV: Facultad de herir

—Nos acercamos —aviso nuevamente Chauffeur.

Alexander se encontraba al borde de la carroza. Todos los


arcanos le cuidaban con la mirada, con la visión impregnada en su
presencia de humano literal. Chimú le había lamido la mano para que
se calmara.

—Salimos.

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Al final del túnel ascendente se formó un agujero, revelando
un cielo cuajado de estrellas. Cuando parecía una salida normal, una
explosión azul iluminó en ese cielo.

Una lluvia de piedritas entro por el agujero y cayó sobre


todos, como innumerables monedas. Alexander cogió una piedrita, lo
acercó a su mirada y lo examinó. Era similar a conchitas fosilizadas.

Salieron de inmediato del portal, encontrándose con algo


extraordinario. Uno de los Géminis cabalgaba sobre un tremendo
caballo hecho de gas interestelar. Debía ser Cástor. El otro, Pólux,
tenía las manos cubiertas con manoplas gruesas, y haciendo ademanes
boxeadores. Los dos tenían la cara idéntica. Como eran
constelaciones, parecían como unos dibujos en el cielo, pero se les
notaba sólidos.

El Carro quedó flotando en el espacio, cuando cerca a ellos


unas tremendas bolas de fuego salieron disparadas en dirección a
Géminis. Pólux alistó sus manoplas, con la cara seria, golpeó cada
bola de fuego haciéndolo explotar.

— ¿Cómo van a ayudarlos si son pequeños…?

—Aquel que es demasiado pequeño tiene un orgullo grande


—dijo Spatha—. Lo dijo uno de Lazawárd, ¿no, muchacho?

Alexander asintió.

—Voltaire.

—Bien. Te dejaremos allí —apuntando un planeta en medio


del espacio. Solitaria, irisada y pequeña—. Se llama Circare.

El Carro se movió rápidamente, mientras los Géminis


golpeaban cada bola de fuego, que se hacían más grande.

—Alexander te quedas ahí. No hagas nada que presenciar todo


lo que hacemos… —dijo Spatha, que de pronto explotó en la
impaciencia—. ¡Qué innecesario es decirle esto al muchacho, Cor!
Para qué va a estar mirándonos como peleamos…

46
—Sólo quédate aquí, Alexander —mandó Cor—. Vamos,
Spatha. Vamos, Chauffeur.

Dejaron a Alexander parado sobre la arena irisada de Circare.


El Carro se alejó, mientras Aries (un carnero centelleante), Piscis
(unos peces hermosos, atados con una soga dorada por la colas,
nadaban entre las estrellas), Leo (un león majestuoso, parecido al león
de La Fuerza), Cáncer (un cangrejo tan rojo como la misma sangre) y
Escorpio (un tenebroso escorpión, con el telson alzado en modo de
ataque) se dibujaban en el cielo. ¿Dónde estaban los demás?

Un tremendo hombre pasó por encima del cielo de Circare.


Era tan viejo, llevaba solamente unos cuantas sábanas sobre su fornido
cuerpo y una serpiente envuelta en su cintura. Nunca había visto ese
signo del zodiaco.

La cola de la serpiente rozó la tierra de Circare, levantando un


cúmulo de arena irisada. Una cantidad de polvo tocó la piel de
Alexander, donde sus vellos se electrizaron para convertir ese polvo
en diminutos añicos de cristal. Inmediatamente, Alexander alejó su
brazo.

— ¡¿Qué quieres de los Zodiacos, Diablo?! —gritó Spatha.


Increíblemente, su voz se escuchaba hasta aquí.

En el mismo lugar donde había aparecido el portal, un


tremendo Diablo se encontraba contrastado en el fondo tachonado de
estrellas. En sus manos velludas llevaba unas esferas gaseosas: ¡eran
nebulosas! Uno parecía un colosal pompón espumoso de colores
fuertemente irisado, con protuberancias brillantes. Alexander estaba
seguro de haber visto ese astro en un libro.

—Quiero que me entreguen las manoplas de Pólux y el látigo


de Cástor.

— ¿Para qué lo quieres?

47
—Eso no te interesa, Cor —espetó Diablo—. Quiero que me
entreguen lo que pedí. Ahora o si no destruyo Zoon-Diakos, hasta
conseguir las manoplas y el látigo.

—Si fuéramos tan tontos en entregarte —dijo Mago


ásperamente.

—Son más tontos que la mismísima cucaracha, así que


cállense y ¡entréguenme lo que pedí! Voy a destruir todo Zoon-
Diakos si no lo hacen.

—De ninguna manera… —dijo Cor. De repente, su voz


cambió de tono—. Espera, Diablo. Existe un tratado donde explica
que no puedes acercarte a ningún lugar que no atente con el equilibrio
de las cosas al ser alterada. Si destruyes Zoon-Diakos, se vendrá abajo
todo. ¿Tenías que escoger este lugar?

—Cállate —raspó Diablo—. Me llega a los cuernos lo que


dice. Así que dejen de su drama y entréguenme lo que pedí… Oh,
trajeron al idiota humano de Lazawárd.

Los ojos rubines se fijaron en Alexander con una malicia


impresionante. No era igual al esbozo risible cuando atacó la casa de
Alexander. Era malvado. Su expresión, mezclada con cabra y humano
daba más miedo en esa magnitud.

—Qué valiente al venir. Presenciará como aniquilo a estos


arcanos baratos… Entonces, ¿me entregarán lo que pedí?

—Jamás, Diablo.

—Bien.

Metió su truculenta mano en la nebulosa colorida. Como


deshilachando un pedazo de tela, arrancó un poco y lo enrolló entre
sus deformes dedos. Formó una bolita de fuego, gigante arrasador ante
Alexander, un caramelo dulce para Diablo.

48
Siguió sacando más filamentos, mientras los arcanos y los
zodiacos le miraban escrutadores. Obtuvo más de doce bolitas. Lo
sostuvo en su mano, como millones de canicas brillantes…

Alexander se crispó cuando las bolas, de improviso, eran


lanzadas fuertemente hacia los arcanos y los zodiacos. Sintió que su
piel se electrizaba, mientras su visión se volvía blanquecina. ¿Qué
sucede?

Las bolas fueron esquivadas ágilmente por Pólux, lanzándolos


de vuelta. Aries resopló y surcó el cielo, enfurecido, en dirección a
Diablo. Sus cuernos chocaron con una pared invisible, que chispeaba.
Aries resopló aún más y es donde Diablo explotó en carcajadas.

— ¿Qué significa perder unos cuantos corderos, Aries?


¿Significa algo en tu trabajo como constelación?

El resoplido de Aries salió hecho una llamarada. La furia le


había llenado. La lana blanca que cubría su maravilloso cuerpo, se
encrespó. Los cuernos en espiral rozaban duramente la pared invisible
que protegía a Diablo.

— ¡Aries! ¡Aries! ¡ARIES!

Las manos de Diablo traspasaron la pared y cogieron


fuertemente de la lana de Aries. Diablo gritó y jaló fuertemente. Aries
chilló.

Los zodiacos y los arcanos se quedaron pasmados ante eso.


Diablo no estaba arrancando la lana, le estaba sacando el cuero. El
vellocino.

En un grito, similar a una explosión, el vellocino fue


arrancado del cuerpo de Aries. El cuerpo enclenque del zodiaco
desapareció en un torbellino de estrellas.

El cielo, el espacio y todo se estremeció. Parecía como si la


materia se iba a esfumar cuando se lo tocase.

49
Diablo levantó el vellocino, que mansamente, se volvió de un
color dorado. Las manos oscuras del Diablo parecían ensuciarlo.

—Al menos tengo algo para usar como reliquia —agitó el


vellocino, maliciosamente—. ¿Saben una cosa, arcanos y zodiacos?
Ese maldito tratado parece tener razón. Si altero algo de aquí,
desaparecerá y podré tomar las reliquias necesarias. Pero ustedes me
impiden que lo haga. ¿No pueden darme un sendero para poder
tomarlos?

— ¿Nos crees idiotas? —Bramó Spatha—. Jamás te daremos


lo que quieres, porque no te pertenece. ¡No te pertenece…!

—No entendí lo que dijiste, pequeño espadachín.

Un gran chorro de aire surcó el firmamento, acompañado del


grito enfurecido de Spatha. Impactó en la pared invisible de Diablo,
haciendo explotar en miles de estrellas blanquecinas. Diablo explotó
en carcajadas.

—No te enojes —dijo Diablo, llorando de la risa. Acarició el


vellocino de oro, con delicadeza, mientras sus brillantes ojos rojos
observaban a todos de reojo—. Es una hermosa piel. Me encanta.
Como hizo Aries para obtener tan suave vellocino. Miren, cómo brilla.
Es hermosa, ¿no? ¡Es hermosa, ¿no?!

Algo salió disparado de Diablo, como un arpón. Pasó por


encima de los arcanos, y se enredó en el lazo que unían a los Piscis. El
extremo, una argolla, con mucha rapidez comenzó a ser jalada por
Diablo. Los Piscis se desesperaron y trataron de huir.

Todos los zodiacos se aferraron de los Piscis, trayéndolos de


vuelta. La espada bastarda de Spatha creció demencialmente hasta que
la empuñadura sólo era sostenida por los pequeños brazos de él. La
hoja de la espada chocó en la cadena del arpón, echando chispas.

Alexander se sentía un imbécil. No hacía nada para ayudar.

Una chispa pequeñita, similar a un diminuto fuego artificial


explotó en la cara de Alexander. Con ojos bizcos se preguntó de qué se

50
trataba. Una segunda chispa apareció cerca a la oreja del muchacho.
Su vista comenzó a tornarse blanquecina.

— ¿Qué me está pasando?

Su vista se tornó tan blanquecina, como si tuviera catarata.


Comenzó a ver todo como si estuviese en blanco y negro. Su cuerpo
se calentó súbitamente. La visión blanquinegra se volvió en una
colección de objetos brillantes, similar a una película antigua. Las
chispas lo envolvieron más. Se miró el brazo, y en blanquinegro,
parecía una banda blanca. Estaba brillando.

— ¿Qué me pasa? —dijo agobiado.

—Miren —gritó Luna, indicando al planeta Circare. Una luz, similar a


una estrella, brillaba en la superficie del planeta.

Cor giró rápidamente y observó el lugar. La luz de la estrella


se reflejó en sus ojos.

— ¿Qué es eso? ¿Una estrella? —opinó Sol.

— ¿Uh? —dijo Estrella, con desdén.

—No —susurró Cor—. Es Alexander.

— ¿Alexander? —dijeron todos en unísono, mientras Spatha


seguía tratando de cortar la cadena.

—Vamos, Chimú —mandó Cor.

Chimú ladró, asintiendo. El viringo saltó fuera de la carroza y


quedó flotando en el vacío. En un “plop” se transformó en una
pequeña carroza personal, con la forma de una tremenda cerámica
mochica. Cor se subió y se dirigió hacia Alexander, rápidamente.

Diablo no se dio cuenta, ni los zodiacos ni Spatha, que seguía


tratando en cortar la cadena.

51
La luz que provenía de Circare se hizo más intensa, mientras
Cor se acercaba más. Juró escuchar un grito proveniente de ahí.

—Más rapidito, Chimú

Chimú aceleró.

La arena irisada irradiaba la luz brillante, lanzando tonos


coloridos. Pero era tan resplandeciente que era imposible ver a
Alexander. Las aristas se expandían a lo largo del espacio, formando
figuras caleidoscópicas.

Una chispita rozó la cara de Cor, como un pétalo


incandescente. Cogió una chispa con forma poliédrica y la observo,
pero en un instante se desvaneció en una pequeña fumarada matizada.

Aterrizaron en la arena de Circare, levantando un poco de


polvo. Chimú regreso a su forma perruna y Cor saltó al suelo.

Corrió hacia Alexander.

—Alexander, Alexander.

—Cor, ¿eres tú? —se escuchó la voz de Alexander, como el


sonido de un arroyo.

—Sí.

— ¿Qué me está pasando? —expresó agobiado.

Cor no respondió.

— ¿Qué me está pasando, Cor? ¿Cor? ¡COR!

Su brillo se acrecentó bruscamente, llegando al punto que la


luz te cegaba. Lo humano no estaba en Cor, pero su mano voló
automáticamente a su cara cuando la luz penetró sus ojos. Los ojitos
de Chimú se cerraron.

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—Maldita sea, te odio, Cor. Eres estúpida. Débil y demasiado
tonta. ¿Quién es ese? ¿Diablo? ¿El idiota que siempre quiere taladrar
con sus ridiculeces de por medio?

La voz de Alexander salió como un meteoro destruyendo un


planeta pequeño. Como una tremenda molestia de miles de años.

—Oe, maldito. Oe. ¿Qué te pasa, compadre? ¿Por qué tienes


el vellocino de oro te crees el rey de la supremacía?

No parecía Alexander. Era alguien más.

— ¿Por qué no vienes contra mí, semejante cosa de la nada?


Ven y no quiero que reniegues. Ven, maldito. Ven.

Diablo dejo de tirar de la cadena, causando que todos los que


jalaran se esparciera por el espacio. Los ojos rubíes se posaron en la
estrella. Un fulgor encarnado reflejó su brillo.

Con el vellocino sobre la espalda, vino volando por el espacio.


Su tremendo cuerpo, del tamaño de un planeta se detuvo frente a
Circare. Sus manos velludas trataron de coger a la estrella brillante.

La luz ascendió, lentamente.

—Maldito, maligno, protervo, malo, malicioso, mentiroso —


una voz se entremezclaba en el espacio—. Insignificante, malnacido,
indeseable, despreciable, desgraciado, sucio, tramposo…

El rostro carneruno de Diablo se mostró atónito, con cada


palabra de la luz brillante. La voz era de Alexander. Cor tenía la boca
en una perfecta o.

—Indigno, ruin, vil, pérfido, depravado, ladrón…

—Es claro que nadie puede igualarte, ¿no, Diablo? ¿Quieres


que te cuente tu historia, Diablo? ¿Quieres que te lo cuente en tu
propia cara?

—Réprobo, execrable, condenado, innoble…

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— ¿Por dónde comienzo, Diablo? ¿Por dónde comienzo?

—Abyecto, sinvergüenza, bajo, infame… Este es tu destino…


No colaboras…

— ¿Te acuerdas del hacha? “El enemigo bueno es el enemigo


muerto”.

Las manos de Diablo se entumecieron, y su cuerpo parecía


una masa en descomposición.

—“Tú no eras así, Diablo” “Jamás hacías eso” “Tú no


significas ‘maldad’”

—Pero te sigo, diciendo… Abyecto, sinvergüenza, bajo,


infame.

—El aspecto que pusiste cuando conociste el hacha.

Una risa estentórea lleno todo el universo. No era Alexander.


No era el Alexander que sacaron de Lazawárd.

La bola brillante se distorsionó, apaciguó y creció, hasta tomar


la forma gigante de Alexander, sentado en Circare. Era completamente
blanco. Su piel estaba formada de miles de perlas brillantes y emanaba
pequeñas chispas en forma de fuegos artificiales. Diablo quedó
mirando la pronta aparición del muchacho. Cor sacudió la cabeza,
confusa.

— ¿Qué… tiene… ver el… hacha, en esto, habitante de


Lazawárd?

El brazo brillante de Alexander rodeó el cuello de Diablo, y


acercó su boca a la oreja carneruna.

—Tiene que ver mucho, insignificante amigo. Tiene que ver


mucho, aunque no te lo imagines. Mucho.

—Mucho…

—Mucho —repitió Diablo.

54
—Demasiado.

—Desmesurado.

La mano de Alexander se aferró del borde del vellocino.


Diablo sólo contemplaba con unos ojos aterrados el rostro de
Alexander.

—A veces recordar algo muy remoto es de un placer intenso,


lleno de cabalgaduras repetitivas, donde el valle representa tu recuerdo
extendido a lo largo de tus anchas. Todo es recuerdo, nada es presente.
Crees que todo se renueva, pero al final de cuentas, sólo es el reflejo
del pasado. ¿Entendiste? Claro que entendiste. Eres un vil. Un
tremendo taimado. Claro que vas a entender.

—El entendimiento es una tabla lisa en la cual no hay nada


escrito.

—Entonces si no me entiendes, deberías convencerte a ti


mismo de que me entiendes. Haz el esfuerzo.

Alexander hablaba con una fluidez tan rara. El abrazo a


Diablo era una anomalía tan inmensa.

— ¿No puedes hacerlo, Diablo? ¿No? —su voz sonaba algo


molesta—. Déjame decirte una cosa. Nunca lo había admitido, pero
“propio es de todo hombre imbécil hacerse el astuto”.

El vellocino fue arrancado de la espalda de Diablo en un


golpe. Al mismo tiempo que Diablo se mostraba anonadado,
Alexander se apoyo en Circare para dar una patada con sus dos
piernas justo en la panza de Diablo.

— ¡Trébol! —bramó Alexander.

Trébol surgió de la carroza. Hizo un extraño gesto con los


brazos y lanzó una bola brillante hacia Diablo. Como un cometa,
impactó en Diablo y lo encerró en un remolino de fuego, que lo hizo
desaparecer al instante.

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Cuando Diablo ya no era problema, los ojos de todos los
presentes se dirigieron a Alexander, boquiabiertos.

De pronto, Alexander empequeñeció en un gran puñado de


chispas y quedó flotando en la deriva del espacio.

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Capítulo V: Lo que guarda el bolsillo

—Ya conversamos, bastante de eso, Spatha. ¿El chico se lastimó?

—No se lastimó, ni nada de eso. Te estoy diciendo que creció.


Adoptó un tamaño colosal. Del tamaño de Circare —repitió Cor,
farfullando.

— ¿Creció? ¿Pero cómo es posible? ¿Él no tiene poderes?

—El no tiene ningún poder, Francisca —respondió Cor,


tajante—. Fue un humano. Y todos sabemos que no le dimos otro don
más que el poder subsistir en este planeta y las circunstancias.

—Entonces, ¿qué le pasó al muchacho? —preguntó Spatha.

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—Pasó algo cuando viajaron a Zoon-Diakos —indagó
Francisca, la Emperatriz.

—El portal. Casi nos olvidamos de eso —balbuceó Mago.


Entonces contó lo que ocurrió en el portal con pie y cabeza, con una
fluidez controlada.

—El portal. Eso fue raro, pero los efectos en un portal


diferente surten, pero no queda impregnado. Pero me están diciendo,
que el espectáculo de Alexander es igual al del portal —dijo
Francisca, firmemente, pero de repente su voz sonó incisiva—. Pero
es imposible. El portal no puede dar poderes a un humano. Es
imposible.

—Pero tiene poderes —corroboró Cor.

—Está bien. Sin embargo, lo que quiero saber si hubo algo


para que le dé poderes. Un arranque —pensó Francisca.

La estancia irlandesa estaba un silencio. Todas las viejitas se


habían ido a pasear. Una debilidad que tenían todos. Todos los arcanos
estaban sentados, algunos flotando y El Colgado pendiendo del techo.

—Según, el libro de McSolancis —explicó Francisca—, que


se encargó de volver a editarla y poner a su nombre, dice que los
portales que Mago produce o la naturaleza lo hace, jamás emanan un
poder lastimero. Eso es lo que me intriga. Es muy raro que un poder
haya salido del portal.

—Entonces, Mago. Crea uno aquí, ahora —mandó Cor. Mago


se sobresaltó—. Quiero saber si es cierto.

Todos miraron a Cor, sobrecogidos. Algunos temían que diera


un bramido de costumbre. Ella miró tajante a Mago, decidida a saber
si era cierto.

—Vamos, Mago.

—Tendría que producir uno pequeño.

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—Haz lo que quieras, pero quiero ver un portal, ahora —
enfatizó ella.

Mago blandió su vara dorada, que tenía la superficie taraceada


de adornos. Mirando de reojos la expresión decidida de Cor, golpeó el
extremo del bastón en el suelo losado. Unas chispitas surgieron de ahí.
Retiró su vara y una gotita dorada levitó. Cuando llegó a un metro del
suelo, botó unas burbujas y creció hasta obtener el tamaño de una
pelota de playa. Unos ruiditos similares a lluvias de perlas de cristal
llenó la estancia.

—Ahí lo tienes.

Cor se levantó y tocó la superficie del portal con delicadeza,


dejando una estela centellante. Ninguna chispa eléctrica se levantó y
lastimó las yemas de sus dedos.

—No ocurre nada… —en un ataque de molestia, dio


manotazos al redondo portal, pero este solo se contrajo y regresaba su
forma esférica—. No ocurre nada. Desparécelo.

—Él solo se desaparece.

—Si se desaparece solo, eso significa que cuando regresamos


de Lazawárd se queda un rato existente —indicó Trébol preocupado.

—No. Cuando el portal es enorme, gasta demasiada magia y


en un instante que lo usas, desaparece. Pero este portal es pequeño y
no fue usado, entonces quedará flotando por un tiempo. No puedo
eliminarlo yo mismo —explicó Mago.

El portal quedó flotando en medio de la estancia, emitiendo su


ruidito extraño.

—Investigaremos —dijo Francisca cortante—. Vamos a La


Torre.

Los arcanos se retiraron en un alboroto. Era confirmado,


porque la casa era pequeña. Hablando y hablando, Spatha cerró la
puerta con estrépito.

60
—Despierta…

Los ojos de Alexander se abrieron. Una extraña luz rubescente


entraba por la ventana, anunciando la segunda tarde en Rubín.
Cayeron sobre los ojos cafés del chico, que contemplaban el techo.

¿Por qué me encuentro echado en la cama?, se preguntó.

Parpadeó unas cuantas veces, mientras la luz de la ventana


seguía cayendo sobre sus ojos. El segundo sol rosado, tan grande que
ocupaba el cielo, descendía lentamente en el horizonte de las dunas de
Duin.

En un libro, que encontró flotando en el espacio, cuando la


casa del condominio se despedazó, mientras Quirát calmaba a su
padre, un agujero negro, leyó tantas cosas que le sirvió traer a Rubín.

Enana naranja

Estrella de secuencia principal de tipo espectral K y


luminosidad clase V. Los posibles planetas que rodearían a
estas estrellas podrían albergar vida, porque durante un
período permanecen estables entre 15.000 y 30.000 millones de
años, mayor a los 10.000 millones años restantes de vida del
Sol.

Sol. Sol. La Tierra.

—Quisiera saber si La Tierra está bien. Pero nunca he


preguntado a cuantos años luz estamos de mi verdadero hogar.

61
—Tu hogar está bien, Alexander

Alexander se levantó de un tirón. La voz se esfumó como


llegó, como la voz de una hoja muriéndose en el hábitat hostil de
Rubín. Seguía con la misma ropa del enfrentamiento en Circare.
Encima, con las zapatillas ensuciadas de la arena irisada. Unos
diminutos cristales brillaron desde la superficie delicada de la sábana.

—Hablando de Circare, ¿qué pasó? ¿Ganamos? —se preguntó


Alexander.

Se quedó sentado en la cama, contemplando en la penumbra.


El sol ya estaba casi oculto. La ventana reveló un retazo del cielo
tachonado de estrellas. Los faroles de las calles se prendieron.
Ninguna polilla se acercó a sus luces. Claro, no estoy en La Tierra.

—Claro, no estoy en La Tierra.

—Estas en Rubín.

La voz sin cuerpo, le dio un flashback. Era como si los Dulcis


le estuviesen llamando. Aquí, Alexander. Aquí.

Buscó la procedencia de esa voz, pero no se la volvió a


escuchar.

Una calentura comenzó a invadirlo. Era como el toque


perfecto de calor. Algo tan cálido, en un ambiente donde el frío solo
trataba de contrarrestarlo.

El calor provenía de un lugar menos pensado. De su bolsillo.


Posó su mirada en el bolsillo derecho de su pantalón. Una luminosidad
tenue se impregnaba por la tela, como una silueta blanca.

Metió su mano a su bolsillo y sacó al naipe en blanco que le


dio Leo McSolancis. Su superficie nacarada brillaba intensamente y
transmitía un calor tan delicado. Lo volteó para ver la otra y el brillo
era una unidad.

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Observando la carta, se deslizó por la cama y se bajó de ella.
Las zapatillas sonaron en el suelo losado.

El naipe servía como una vela. Aunque la superficie era un


brillo único, dejaba en las paredes unos reflejos caleidoscópicos.

—Debería preguntarle a Leo qué significa. Y para qué me dio


este naipe —pensó.

Salió de la habitación, caminó por un pasillo tapizado


completamente de pinturas. Cor historió que esos cuadros pertenecían
a los antiguos líderes de McSolancis. El más antiguo se encontraba
escondido por ahí. Pertenecía a la Insignia de 1125, el año donde
murió el rey David IV de Georgia.

Emergió del pasadizo, encontrándose con el pequeño portal


flotando en medio de la estancia. No había nadie.

Volvió a entrar al pasadizo. Llegó a la puerta de la habitación


de las viejitas. Lo abrió lentamente, evitando no hacer ruido si estaban
ellas ahí. Encontró las cinco camitas con dosel completamente vacías.
No estaban ahí. Segurito fueron al único tragamonedas que Mago
había conjurado para saciar su ocio. Cerró la puerta.

¿Berenice? Oh, verdad. Ella había salido a relajarse. ¿Con qué


se relaja?

Salió nuevamente del pasadizo. El portal seguía flotando en la


estancia. Cruzó la estancia, pasando cerca del portal, y se posó en el
alféizar de la ventana. Noche completa por fin.

—Tuve la suerte de ver los dos atardeceres… Nadie, bien.

Regresó a la estancia. Se sentó en una de las mecedoras y se


quedó mirando el portal. No había nada de tecnología que la magia y
la alquimia.

—Cor tenía razón. Existe las emociones: ahora me siento


aburrido. Pero me pregunto como pasé los cinco años sin aburrirme y
recién me doy cuenta.

63
—Yo tampoco lo sé.

—De nuevo esa voz —dijo Alexander en su mente. Se movió


de un lado a otro, buscando la procedencia de la voz. La luz del portal
ganaba a las lucecillas de las lámparas. Era como un sol.

Un sol transparente, con burbujas doradas en su interior.


Similar al portal de la isla San Lorenzo. Un portal esplendoroso.

El cerebro de Alexander monitoreó rápido y provocó que sus


labios se muevan y digan, lentamente:

—Un portal.

Sus pies le levantaron lentamente de la mecedora. Acercó su


rostro al portal, donde el esplendor lo iluminó completamente. Sus
ojos cafés se transformaron en colores brillantes.

—Claro, un portal. A ver, a ver… Lima, Perú.

La superficie del portal brilló intensamente, emanando un


sonido silboso. Las burbujas doradas de su interior comenzaron a
moverse rápido y a chocarse entre sí. Comenzaron a formar figuras,
mientras a través de ellas, la ventana y la puerta de la estancia se
esfumaba como una acuarela estropeada por agua.

Unas burbujas excitadas dibujaron un horizonte, un litoral. Su


rostro tocó la superficie, y unas chispitas caminaron por su piel. El
naipe que sujetaba brilló intensamente, igualando al portal.

—Vamos, vamos —susurró Alexander, entre las burbujas. Una


de ellas impactó en su mejilla y reventó como unos fuegos artificiales.

Dos burbujas colisionaron y reventaron. Una gran mancha


celeste se esparció de su encuentro y pintó el cielo del horizonte. Otras
dos impactaron, y unos ruidos tan familiares llenaron sus oídos.

—Lima.

Levantó sus dos brazos, y el naipe rozó el portal, brillando


más aún. Otra colisión, y el viento helado danzaron en su piel. Varios

64
impactos de burbujas pintaron el cuadro, formando una pintura tan
familiar que le hizo sacar una lágrima. Necesidad de nostalgia.

Miró hacia abajo, y las calles de Lima le saludaron con sus


ajetreadas calles. Había cambiado, porque un tren serpenteaba entre
los edificios. Sonrió ante eso, mientras varias personas miraron
sorprendidas. Unos carros se detenían, y los pasajeros curioseaban
desde sus ventanillas.

Metió completamente sus brazos al portal. Sonó un gran


silbido, y su cabeza entró nuevamente, dejando esa realidad. No salió
de la burbuja que era el portal. Se quedó ahí. Sus brazos estaban
también enrevesados dentro de ella, con el naipe brillando frente a su
cara.

No podía salir. El portal parecía hecho de cemento, porque le


mantenía en esa posición. Las pequeñas burbujas dejaron de colisionar
entre sí, y chocaron en el rostro de Alexander.

Forcejeó y forcejeó. Una burbujita entró a su boca. Una onda


salió disparada del portal y desordenó todo, reventando los focos de
las lámparas.

— ¿Qué está pasando? —balbuceó Alexander, mientras más


burbujas entraba a su boca y chocaban en su rostro. El portal comenzó
a brillar intensamente, llenando su visión de un blanco puro.

Su voz salió entrecortada, como si estuviese gritando frente a


un ventilador. Un segunda onda desordenó todo más aún.

—El Protector… El Protector… ¡Eres El Protector!

Alexander prorrumpió fuera del portal, cruzó media estancia e


impactó en la pared. El naipe se escapó de su mano y cayó lentamente
al suelo, cubierto de un dibujo.

El portal desapareció y la estancia se quedó a oscuras.

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66
Capítulo VI: El regalo de las viejitas

—Pobre, ¿se va a encontrar bien? —se escuchó decir a tía Nelly.

—Sí —contestó Mago—. Parece que sufrió una


sobredimensión de lo que vio. Es demasiada complejidad para un ojo
humano.

— ¿Y él hizo ese desorden?

—Seguro estaba confuso y no supo a dónde ir. Lo


encontramos tirado en el suelo, cerca a la puerta de la cocina.

—Ay, pobre —Tía Nelly se llevo las manos a la boca.

—Tranquila, Nelly —dijo Mago, apacible—. Está bien. No le


pasó nada.

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—Yo estoy bien, Mago —explicó la viejita, mientras salía de
la habitación con el arcano—. Es que el todavía es muy joven para que
le pase esas cosas. Para mí no hay problema. Ya voy a morir.

—No digas eso, Nelly.

La puerta de la habitación se cerró.

— ¿A quién esperas, tía Nelly? —dijo Alexander, mientras bajaba por


la escalera y se detenía en el único descansillo.

Ella se quedó todavía mirando.

— ¡¿A quién esperas, tía?! —alzó un poco la voz.

—Uh… —volteó a ver al muchacho—. A las amigas para ir a


jugar al casino, ¿te dejé un poco de escabeche en la olla?

—Gracias, tía… —respondió—. Estaba yendo a comprar mi


comida al restaurante.

—Entonces no te preocupes, Alexander. He dejado bastante


escabeche, porque no como mucho…

—Gracias, tía…

El muchacho, vestido con un simple polo y unos shorts, bajó


la escalera. Cuando llegó al último tramo, tía Nelly dijo:

—Ahí están… Ya nos vemos, hijo. Ya regreso… —con sus


pasos lentos, cerró la puerta y la aseguró.

—Cuídate, tía…

Se dirigió a la cocina. Destapó la olla y se encontró con un


rico escabeche, humeando un sabor que solo él podía comerlo. Ya se
atrevía a comer directamente de la olla.

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—Bueno, tía Nelly no está aquí. No creo que se fije que como
de la olla.

Agarró la tremenda olla, una pequeña cuchara y sacó un yogur


de la refrigeradora. Se sentó en el comedor con gran estrépito. Caló la
montaña de escabeche con la cuchara y la contextura deliciosa de la
comida se esparció por todos los lados.

Hacia una calor horrible. No era de pensar que el fenómeno


del Niño llegara tan pronto y causará estragos en el clima. Se metió
otro puñado de escabeche a la boca. El sabor tenue sabor del vinagre
se sentía en la boca. Era un deleite.

Sus ojos se posaron en el periódico de hoy. La República


mostraba con tremendas letras: AÚN NO SE PLANTEA UN
MEJORAMIENTO NACIONAL. Arriba de ellas, pequeñas noticias
te rezaba: “Hombre enfermo viola a dos niñas”; “El sueldo mínimo
quedo arreglado”, y “Confiesa que tiene nuevo amor”.

— ¿A quién le interesa si tienen nuevo amor? —Balbuceó


Alexander con la boca llena—. Dándole publicidad a esos pituquitos.
Caracho…Déjenme comer mi escabeche.

Para calmar su rabia, se metió otra cuchara de escabeche a la


boca. Con las mejillas empapadas de grasa, destapó el yogur y se dio
un gran sorbo. El espeso yogur hacía sonar cada trago: gluglú, gluglú.

Despegó la botella de yogur de su boca. Profirió un tremendo


“ah”, aunque no era una gaseosa. Siguió comiendo, embarrándose la
boca de más escabeche.

Sonó el timbre. Furioso, se limpió la boca con una servilleta.

—Pucha, ¿quién molesta a la hora del almuerzo? Segurito


esos testigos de Jehová. Predicándome la palabra de Dios… “Cristo
es hijo de Dios. Su primera creación, su ayudante” ¿Mateo o Juan?

Tiró de la puerta. “Oh, sí”. Tía Nelly había cerrado la puerta


con seguro. Se fijo quién era por la tremenda ventana de cristal.

69
—Un cartero de Serpost.

Corrió a la cocina y cogió la llave alterna. Vuelta, trac. Vuelta,


trac. Abrió la puerta, con la lengua limpiando sus labios.

— ¿Sí? —entonó una voz firme, como rey de la casa.

— Buenas tardes, ¿se encuentra la señora Helga Bernal? —


dijo el cartero recurriendo a su bitácora.

—No. No se encuentra.

—Esto es para ella. —Entregó en las manos de Alexander


unas cartas envueltas en bolsitas—. ¿Puede firmar aquí?

Acercó la bitácora. Cogió el lapicero atado a la misma


bitácora y firmó con ella.

—Gracias.

El unísono “gracias” se transformó en un olvido, cuando el


suelo se remeció. Las plantitas del pequeñito jardín se sacudieron y el
farol que estaba al lado de la puerta vibró.

—Temblor.

El cartero no dijo hasta luego. Salió corriendo hacia la verja.


Alexander entre el asombro y la contenida risa de ese drama del
cartero, entró a la casa, lentamente. No cerró la puerta con llave.

Se dirigió a la cocina y encendió el televisor que colgaba en lo


alto del comedor. Cambió de canal, saliendo de ese cursi canal de
telenovelas. Se topó con una canal nacional transmitiendo algo. La
intriga era sabrosamente rara en ese momento. Siempre cuando
aproveches seguir comiendo el escabeche, lo que equivale a unas
canchitas blancas.

—… En estos momentos recibimos información de haberse


sentido un temblor algo fuerte.

70
—“Recibido información” —desaprobó Alexander—. Todo
Lima lo ha sentido, mamita.

—Estamos recibiendo un enlace vía celular con uno de


nuestros reporteros.

—Hola, Sandrita. Me escuchas…

—Sí, te escuchamos.

—En estos momentos estoy… en Cercado de Lima, por la


Iglesia de las Nazarenas… La gente está atónita con lo que está viendo.
Esto es fuera de lo normal, pero un enorme edificio está caminando por
todo la avenida Tacna.

— ¿Un edificio caminando por toda la avenida Tacna? Esto es


un chiste, seguro —comentó Alexander, con el brazo paralizado, sin
que la cuchara llena de escabeche llegue a su boca.

—Esto es un caos. Pero… No podemos explicar esto…. Esto es


fuera de lo normal…

Unos gritos distorsionados se escucharon. Los ojos de la


presentadora se pusieron vidriosos.

—Algo se está levantando del cimiento de donde salió el


edificio… Es grande… La calle… ¡Oh, por Dios…! ¡Está aplastando a
gente inocente…! Por Dios… Unas bolas… Unas bolas de fuego están
saliendo del edificio y…. e impactan en ese… ¡Es un demonio…!
Virgen Santísima…

— ¡Alexander!

— ¡Ah! —chilló Alexander, saltando de la cama.

Guasón se encontraba, berreando de la felicidad. Tenía una


sonrisa de oreja a oreja en su cara ensanchada.

—No, pues —se escuchó decir a Berenice con su dejo italiano


—. Cómo vas a despertar así a Alexander. Sal, pazzo. Buon giorno,
Alexander.

71
El joven parpadeó, con los ojos hinchados.

—Buenos días, Berenice.

—Hoy es un día de los dos nuevos en Rubín. Vamos.

Ayudó a levantar a Alexander de la cama, lentamente. Seguía


con su pantalón y sus zapatillas. Cuando pasaron por el encogido
Guasón, Berenice profirió un signo de desaprobación similar a la de
una abeja furiosa.

Llegaron a la sala irlandesa. Bien ordenadita, pero abarrotada


de arcanos. Las cincos viejitas se encontraban bien vestidas. Chimú se
encontraba echado en una de las mecedoras.

—Espera —dijo Alexander—. Debo cepillarme los dientes.

—Literalmente humano —comentó Spatha desde la puerta.

—El joven está sano —aprobó Mago.

Alexander regresó a la estancia con una expresión más


arreglada.

—El agua de Rubín es algo rara, recién me doy cuenta.

—Vamos.

Las viejitas salieron primero de la casa. Luego todos, en una


apretada salida, cerraron la puerta tras ella.

— ¿Por qué esta pronta salida? —preguntó Alexander.

—Le tenemos una sorpresa a tu tía y a sus amigas —


cuchicheó Cor.

— ¿Qué clase de sorpresa?

—Ya verás.

—Entonces la sorpresa va también para mí. Qué bien —sonrió


Alexander.

72
El cielo de Rubín estaba bien rosado. Hermoso. El primer sol
gobernaba el cielo, había otro sol de sobra. Las distantes dunas de
Duin se encontraban silenciosas, como un océano congelado. Era un
lindo día en un planeta raro.

El linde sur de Rubín se hallaba frente a ellos. Era como un


simple borde de una cancha de fútbol. Lo cruzaron y comenzaron a
caminar en la arena rojiza.

El tremendo grupo dejaba una maraña de huellas en la arena.


Subieron una colina, y en una curiosidad, Alexander volteó a ver
McSolancis. Era como gran colección de casitas irlandesas, con La
Torre surgiendo en el centro de ellas. Una gran fortaleza.

— ¿Qué bonitos caballos? Son bustos.

Alexander giró y se encontró con dos pilares, con forma de


bustos de caballos, unidos. Eran dos fichas enormes de ajedrez.

Se pararon frente a ellos.

—Cavalier, notre maison vous attend —recitó Mago.

Los caballos crujieron e hicieron un movimiento muy curioso.


Se movieron para atrás, juntos, y luego se separaron, en sentidos
opuestos y en línea recta. Formaron dos L: una normal y otra al revés,
marcando un camino en la arena.

—Primero, las damas.

Las viejitas caminaron por ese sendero, seguido de los demás.


Cuando cruzaron la línea de separación de los caballos,
desaparecieron. Alexander se sorprendió, igual que Berenice, pero
fueron empujados y cruzaron la línea.

El vasto horizonte fue coloreado. La arena se transformó en


un gran valle de plantas. El rosado se oscureció y luego se iluminó en
un celeste. Y un gran sendero, largo y amistoso llevaba a una colina,
donde una casa se reposaba.

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— ¡Mi casa! —gimió tía Nelly.

El dúplex se encontraba solitario, a la luz de un sol brillante y


contrastado por el cielo celeste. Era como un familiar saludándonos a
lo lejos.

Corrieron, felices, mientras los detalles del dúplex se ponían


nítidos. Estaba pintado con suave color melón. Sus ventanas y la
puerta estaban brillando como maderas de primerísima calidad. Y
sobre el techo de la casa, la bandera del Perú flameaba.

El típico dibujo de un niño.

Subieron la cuesta, con la felicidad en cuello, y la agitación


con menosprecio.

La puerta no estaba cerrada. Tía Nelly se abalanzó y entró.


Acto seguido, Alexander, Berenice y los arcanos menores entraron a la
casa.

Ahí se encontraba la escalera de madera, brillando más que


nunca. Los platos ornamentales colgaban en las paredes de una
manera hermosa. Las viejitas llegaron a la cocina, y saltaron en
regocijo. Todo se encontraba brillante. Era como si la casa hubiese
pasado por un gran limpiador.

—Ven, Alexander.

Cor le jaló del brazo y subieron las escaleras. Eran tan


extraños estar en un lugar así. Era como si recién estuviese
conociendo a Cor y a los demás arcanos.

Alcanzaron el segundo piso. Todo estaba brillante. Las puertas


de los otros inquilinos, era un espacio abierto. Una pequeña sala
donde reposaban mecedoras.

—Tu cuarto, Alexander.

Giraron y entraron en el acogedor y corto pasadizo, donde la


única puerta rogaba por ser abierta.

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—No encontraré una mina de diamantes, ¿no? —bromeó
Alexander.

Abrieron el cuarto, revelando cosas curiosas. Su polo tie-dye


se encontraba pegado a la pared, como un adorno. Se dio cuenta que
las manchas espirales eran las que se hizo con cada accidente. La
mancha rosada era el yogur que se había derramado encima.

—Mira —indicó Cor.

Alexander se preguntó cómo no se dio cuenta de eso. Pero


cuando lo vio, su alma se cayó a sus pies. Un enorme plato ornamental
colgaba de la pared, mostrando el rostro firme y dulce de una mujer.

—Encontré una foto entre los escombros del dúplex original,


flotando en el espacio. Lo cogí y lo agrandé.

— ¿Es mi madre?

—Detrás de la foto decía: “Para mi pequeño Alexandercito,


con mucho cariño desde Arequipa. Tu mami”.

Los ojos de Alexander se volvieron delicados, cuando un


horizonte de lágrimas llenó su visión. Corrió hacia Cor, como un
manganzón tan susceptible, y la estrujó en un abrazo. Necesidad de
llorar de alegría.

—Gracias.

—No hay de qué, chochera —dijo ella.

Alexander levantó su rostro empapado hacia la de ella. Estaba


muy cerca.

— ¿Me salió bien?

—Sí.

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Los pasos más oscuros no se avecinaban nunca, aunque las
circunstancias eran tan obvias. La puerta de la casa se abrió
lentamente, como si un viento oscuro hiciera todo su trabajo. Lo había
estado vigilando.

—No hay ningún impedimento.

Las garras pisaron el suelo losado, mientas una respiración


inquietante lleno la sala oscura. Se movió como un fantasma por toda
la casa, rozando las cosas como una sonda siniestra.

Un fulgor llamó su atención. Estaba ahí, como una estrella


perdida. Las garras se movieron apresuradas, moviendo todo el cuerpo
tenebroso hacia ese lugar.

El fulgor venía debajo del pequeño sofá. Se reflejó en los ojos


rubines de aquel hombre. Extendió su brazo y cogió aquella luz.
Iluminaba como una vela misteriosa.

Acercó a sus ojos esa luz que era un liso papel, resistente y
equivalía a un relicario. Encima había un dibujo. Los ojos rubines
escrutaron su superficie, describiendo a ese raro gráfico. Era la imagen
de un joven, con un aura brillante a su alrededor. Emergía entre unas
rocas filudas, mientras una lengua espumosa del mar golpeaba esa
estructura rocosa. Un número flotaba sobre el joven: XXII, y bajo las
rocas unas palabras rezaban: El Protector de Oro.

Una sonrisa se abrió en el rostro carneruno de Diablo,


mostrando unos dientes puntiagudos.

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Capítulo VII: El Protector de Oro

Un solo sol. Una playa al oeste del dúplex: excelente. Mago es un


excelente hacedor de paraísos. Aunque el resto de mi vida es
completamente una aventura rara. La arena es tan brillante. Un vasto

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océano se extendía frente a la visión de Alexander, mientras sol
resaltaba estrellitas marinas.

— ¿No entiendo cómo Mago logra hacer esto? —Opinó


Alexander, sentado en la arena—. Se siente tan real —cogió un
puñado de arena y lo hizo caer lentamente.

Una música comenzó a sonar. Alexander buscó con la mirada


y se encontró con algo tan festivo. Al costado del joven, emergió una
radio tan antigua, que comenzó a entonar La Trujillana. La pareja
marinera se movía como tenues aires, rozando sus pasos con la
superficie del agua. El hombre montado sobre un caballo de paso
giraba alrededor, marcando un gran torbellino en el mar. La dama
bailaba en el centro del torbellino como una flor brotando.

Un cachalote emergió del mar, impactó en la pareja y


transformó la marinera en una gran danza cusqueña: Cápac colla.

—Oh —exclamó. Cuando el cachalote desapareció en el mar,


la radio antigua, como si cambiara de dial, entonó una música
divertida al ritmo de Cápac Olla. Las monteras rectangulares bien
coloridas reinaban danzantes sobre las cabezas. Las máscaras blancas
parecían hechas de conchas, sobre los cuerpos corpóreos hecho de
agua. Cuando dieron un gran final, una muralla de agua se levantó y
cayó lentamente mostrando a yaguas, moviéndose sin cesar. El dial de
la radio cambió. Miles de gotas de agua empaparon a Alexander.

Dieron unos gritos, y siguieron bailando.

— ¡Qué bonito! —Apareció la señorita no tan señorita


Humberta, contemplando el baile—. ¡Qué maravilla!

Bajaba con cuidado la cuesta, hacia la playa con una redecilla


sobre la cabeza, cubriendo sus respetables canas de plata. Había
envejecido mucho los cincos años que estábamos en Rubín. Éramos
literalmente humanos. Mortales.

—Ay, ay. Qué cuesta.

Alexander se levantó para ayudarla.

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—No, querido. Puedo bajar yo solita. Ya está. —Pisando tierra
estable—. Que muestra de caballerosidad tiene Mago al crearnos un
lugar así. Divino —mirando admirada a los yaguas de agua bailando
sobre el mar—. Un espectáculo natural —botó un gemido vejancón de
admiración.

Se fijo en las piernas desnudas de Alexander.

—Ay, hijito. Tápate con algo —volvió a ver el espectáculo—.


Divino. Yo también quiero ver. Ay, no traje una silla.

Como un gran deseo, una silla emergió entre la arena.

—Divino. Las maravillas de Mago.

Con la ayuda de Alexander, se sentó en la silla.

—Nada tan apacible como un horizonte estupendo en los años


de vejez. No quiero doblar la servilleta rápidamente, yendo a esos
tragamonedas que le gusta a tu tía.

—Me sentaré a tu lado, señorita Humberta.

Con él ademán de recoger la radio, Humberta dijo en modo de


una ligera desaprobación.

—No me digas señorita, Alexander. Está bien que me quieres


rejuvenecer, pero a esta edad decirme eso es como tratar de sacar una
copia al óleo de La Gioconda como en sus años… Ay, Virgen
Santísima.

Con gran ímpetu, el cuadro de La Gioconda emergió de la


arena.

— ¿Qué tanto te ofrece esta playa?

—Muchas cosas —respondió Alexander—. Entonces te


llamare “tía”.

—Bien —expresó ella, encantada—. Muy bien, sobrinito.

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Alexander se alejó de ella, cogió la radio, y se sentó al costado
de tía Humberta. Ahora los yaguas desaparecieron, siendo
remplazados por un gran ópera, dirigida por Shostakovich. La séptima
sinfonía sonó, Leningrado, estruendosamente por la radio.

—Parasol.

Un parasol de tela con encajes brotó de la arena. Abrió y dio


su gran sombra a tía Humberta y a Alexander.

—Las maravillas de Mago —repitió—. Hubiese deseado tener


un jardín que te de cualquier cosa.

La ópera terminó en un gran espectáculo de chorros de agua.


Regresaron al dúplex, hablando, mientras tía Humberta seguía
criticando las piernas desnudas de Alexander.

Llegar a la casa era una proeza, tenías que cruzar aparatosos


arboles y un sendero algo accidentado. El dúplex se le podía ver entre
las hojas de los árboles, posado en la colina.

El pasadizo terminaba allí, con la luz del sol mostrando el pie


de la colina.

—Y cómo fue tu vida con tus sobrinos. ¿Divertida?

—Una fiesta con ellos. Son adorables. Pero pasando el tiempo


ya no me visitaban.

— ¿Por qué? —dijo Alexander.

—No viven en Perú. Viajaron a España. Y todavía no


acuerdan sus visitas. Pero, ahora no me preocupa. No estoy en Perú.

Un silencio, mientras caminaban. Pero quiso romperlo con


una pregunta divertida.

— ¿De verdad tu mamá conoció en persona a Miguel Grau?

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La luz del final del pasadizo cayó sobre ellos y el dúplex se
vio mejor como nunca sobre la colina.

—Si…

Sus voces se apagaron. Los ojos de Alexander estaban tan


fijos en esa escena. Tía Humberta se llevó las manos a la boca,
gimiendo en voz baja. El panorama hermoso del dúplex se tornó una
ironía macabra.

— ¡Suéltala! ¡SUÉLTALA!

Alexander corrió tan rápido como pudo, mientras la velluda


mano de Diablo apretaba el cuello de tía Nelly, levantándola un metro
del suelo.

— ¡Suéltala! ¡Suéltala, maldito!

Siguió apretándola más fuerte, haciendo que las tétricas venas


de su brazo resaltara. El rostro de tía Nelly se tornó completamente
rojo, con la lengua saliéndole de la boca.

— ¡Alexander! —Escuchó unos gritos—. ¡Alexander!

La mano libre de Diablo dio un ademán en el aire y lanzó algo


en dirección al joven. Explotó, y unas enormes cadenas lo
envolvieron, botándole al césped. Entre las cadenas, la piel de
Alexander comenzó a brillar, titilando como un foco malogrado.

—El Protector de Oro —dijo Diablo. Entre sus dedos, el naipe


nacarado brillaba como una fotografía de recuerdo.

Extendió unas alas renovadas. Unas alas de murciélago que


parecían manchar el panorama bonito de la colina. Se impulsó y
planeó hacia Alexander. Cogió rápidamente de una argolla y se
levantó en vuelo.

Tía Nelly colgaba de su mano derecha, con los ojos


desorbitados y con la cara contrariada. El brillo de Alexander titilaba,
cuando unas lágrimas de impotencia empaparon sus ojos al mirar esa

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expresión tan fea en su dulce cara. Eso no es una muerte digna para
una viejita.

—Botaré esta cosa.

El cuello se libró lentamente de la enorme mano de Diablo.


Como un pétalo marchito, el cuerpo de tía Nelly fue cayendo
mansamente. Y como un adiós, desapareció en el mar, donde había
estado la alegría.

—Bienvenido a la realidad, Alexander. Bienvenido —susurró


Diablo con una voz áspera.

Alexander se quedó mirando el lugar donde tía Nelly había


desaparecido. Aunque se empequeñecía cada vez que Diablo volaba
más alto, él se quedo mirando ese punto. Ese punto. Ese punto…

… Ese punto.

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