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EL PINTOR CON LA PALABRA

Tomado de:
http://baudelaire.galeon.com/pintor.htm

Baudelaire es el descubridor de la modernidad. La usa en 1859,


excusándose de su novedad, pero la necesita para expresar lo que caracteriza
al artista moderno. En un verdadero ensayo precursor sobre el problema del
arte en la modernidad, Baudelaire diría en 1863 que "la modernidad es lo
transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que es la mitad del arte, cuya otra mitad
es lo inmutable". El arte también está escindido en alma y cuerpo. El alma es lo
eterno e inmutable de la belleza, mientras que el cuerpo es lo fugaz, lo
circunstancial. El componente eterno está presidido por los principios estéticos
de Aristóteles: armonía, orden, simetría, ritmo. Las formas, por su fugacidad,
son expresión del fondo espiritual del que derivan.

El problema se le presenta al pintor de la vida moderna cuando pretende captar


la efímera y contingente novedad del presente, que es la vida trivial, la
cotidiana metamorfosis de las cosas externas. Hay un rápido movimiento que
reclama una ejecución igualmente rápida por parte del artista. La dificultad no
se circunscribe a las artes plásticas, pues también el escritor lo afronta a fin de
reproducir la multiplicidad de la vida a cada instante, para presentarla y
describirla en imágenes tan vitales como la vida misma, la cual siempre es
inestable y fugitiva.

El escritor debe reproducir "la circunstancia en todo aquello que sugiera lo


eterno", pues su ocupación reclama la capacidad de "destilar lo eterno de lo
transitorio". No es el pintor de las cosas eternas, o por lo menos más
duraderas. Para destilar lo eterno desde lo transitorio, el escritor debe tener
una capacidad especial como espectador capaz de traducir la vida banal y
cotidiana para trasladarla al ámbito de lo válido supratemporalmente mediante
parábolas, metáforas y otras formas reflejadas de expresión.

La manera de extraer lo eterno de lo transitorio reside en el juego de imágenes,


en la parábola. En la última estrofa del "Coro místico "de la segunda parte del
Fausto de Goethe, aparece la frase "todo lo transitorio es sólo una parábola",
que da sentido, en cuanto lema de la modernidad, a lo fragmentario, transitorio
y fugaz del tiempo, captable únicamente en las imágenes metafóricas.

Lo efímero requiere brevedad en el poema, reducido a apenas un apunte, e


incluso en el relato, que se debe leer de un tirón, sin interrupciones que
distraigan la atención del lector y rompan su continuidad. Un poema largo es
una contradicción consigo mismo, debido a la fugacidad de los temas que
aborda. Aquí Baudelaire sigue a Poe, al impresionismo y a las exigencias del
periodismo.

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En el estilo baudeleriano tiene una extraordinaria importancia su reflexión sobre
la música y las artes plásticas. Un rasgo esencial de Baudelaire es su faceta
como crítico de arte. Él define un programa artístico, desarrollados a base del
estudio de obras contemporáneas, no sólo literarias, sino también pictóricas y
musicales. Al iniciar un modo de pensar sobre poesía recurre a las demás
artes. Pero estos estudios se van ampliando hasta, analizar la conciencia del
tiempo, es decir, la modernidad en sí, porque Baudelaire entiende la poesía y el
arte como plasmación del destino temporal. Empieza a dibujarse el paso que
habrá de dar Mallarmé, el paso hacia una poesía ontológica y hacia una teoría
poética basada en la ontología.

Baudelaire fue, además de poeta, extraordinario crítico de arte. Como crítico de


arte, Baudelaire es el mejor testigo de la obra plástica de su tiempo. Vidente del
arte moderno y maestro de la crítica de arte, Baudelaire reclama
incesantemente, en 1859, la aplicación de la imaginación y la introducción de la
poesía en todas las funciones del arte. En un artículo titulado Pintura sin
mancha, el poeta demuestra y destaca los vínculos analógicos existentes entre
la poesía y la pintura, las sutiles afinidades estéticas que, invisibles, se trazan
entre un lenguaje y otro, pero, también, los menos invisibles vínculos de la
forma, de la construcción que concierne a ambos lenguajes. La poesía también
es una arquitectura, un objeto sobre el mundo.

Sin embargo, el poeta es consciente de los distintos territorios donde pisa: si la


poesía y la pintura -más allá de sus propias estructuras y materiales- conectan
con la transparencia de lo invisible -y con sus implícitas emociones-, el discurso
crítico se encuentra supeditado al corsé de la razón: "Sería necio que yo
aspirara a haceros ver lo invisible, por medio de un discurso lógico. Al artista le
toca hacerlo. La lectura de un poema o la contemplación de un cuadro vivientes
os darán, mejor que nada, esa consciencia de lo impensable que el
razonamiento no alcanza a producir, mucho menos a entregar". El poeta, el
artista sale en defensa de lo impensable y de lo invisible propios de la creación
y, siempre, intocables por el bisturí de la crítica. El objeto de la música es hacer
oír lo inaudito, expresando cuanto hay de significativo en el ruido y en el ruido
que hace el silencio, y que si el fin de la poesía es hacer pensar en lo
impensable, acaso el objeto de la pintura no sea otro que hacer ver lo invisible.

Como el poeta sus palabras, el pintor tiene sus útiles predilectos. El poeta sale
a la calle y anota una frase trunca, un equívoco, un juego de palabras, un
fragmento de letrero que es casi un poema. La poética de la modernidad es la
del fragmento, donde se impone el descuartizamiento de lo real para erigir, acto
seguido, otra realidad con los pedazos encontrados. Del cubismo al cine de
Eisenstein al surrealismo, esa fue la gramática más utilizada por los artistas del
siglo XX.

Es también la técnica dominante en la pintura francesa de la época, en los


impresionistas, en las litografías de Daumier o en los retratistas del siglo XIX.

La forma le obsesionaba y por eso Baudelaire introduce el tema de la moda. En


su "Elogio del maquillaje", alaba el talento de la mujer para maquillarse y
perfumarse. Sin embargo, en general las mujeres son lo contrario del dandy y

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provocan horror porque no disimulan sus instintos primarios: "La mujer tiene
hambre y quiere comer. Tiene sed y quiere beber. Está en celo y quiere
copular. Vaya mérito! La mujer es natural, es decir, abominable. También esto
es siempre vulgar, es decir, lo contrario del Dandy". Pero así como la mujer
representa la naturalidad, el dandy representa todo lo contrario, la artificiosidad.

La moda impone un estilo nuevo que rompe siempre con el anterior, del que no
puede ser nunca una evolución sin arriesgarse a convertirse en clásico.

Es imposible acumular experiencia. La moda -como las drogas- crea estados


intermitentes que devuelven siempre a la posición de salida, al sofocante
estado pretérito colmado de spleen con una huella (remordimiento, resaca,
castigo).

La moda contiene lo poético y eterno en lo transitorio, y no duda en afirmar que


la moda representa para el artista moderno, o lo que es lo mismo, el dandy, lo
que la religión para el artista hierático de la Edad Media: la belleza eterna sólo
podrá manifestarse bajo el permiso y las reglas de la moda.

El criterio de artificiosidad le sirve a Baudelaire para condenar la fotografía,


disciplina de invención reciente, que reduce drásticamente el ámbito de la
fantasía, elimina la fugacidad intrínseca de la belleza ofreciendo de forma
inmediata y plana, aquello que el artificio de la memoria involuntaria nos
devolvería enriquecido con todas las representaciones subjetivas (experiencia)
que "tienden a agruparse en torno "al objeto. Baudelaire prefiere el objeto
artificial, es decir, modificado por "el velo delicado que el amor y la devoción
"de los admiradores que han posado sus miradas sobre él y de las que el
objeto, sin duda, algo conserva; la fotografía, en cambio, recupera un objeto
natural, que no ha sido moldeado por la artificiosidad subjetiva.

El poeta de Las flores del mal, le insuflará a la crítica de arte un nuevo aire vital
nacido de la conjunción de reflexión e imaginación. Esta feliz hibridez tiene sus
inicios con el nacimiento de la fotografía - técnica que permitió reproducir los
cuadros y evitar, así, las detalladas y objetivas descripciones de la obra por
parte del crítico.

El punto culminante de lo aristocrático son las drogas, cenit de los paraísos


artificiales, de la inutilidad.

El dandy, que rechaza cualquier actividad y en especial las que implican cierto
progreso productivo, se aferra a la moda y las drogas como estados en esencia
transitorios y forzosamente reversibles que obligan a comenzar siempre de
nuevo, como el juego.

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