Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
prehispánico
Este catálogo de la exposición Perú indígena y virreinal, muestra una selecta colección de obras de arte peruano
antiguo. Los visitantes tendrán oportunidad de apreciar la belleza y los matices de un extenso recorrido por la
historia del arte peruano. Creemos, entonces, que es oportuno presentar el contexto histórico dentro del cual
se fraguaron estas artes, más bien que intentar inducir al visitante por las reflexiones que nacen de las obras
mismas.
En 1532, cuando los españoles llegaron al Perú, éste era un país de más de 5.000 km de longitud, lla-
mado Tawantinsuyo, que ocupaba casi dos tercios del borde occidental de la América del Sur. Estaba goberna-
do por los incas, naturales del Cusco, que a lo largo de siglo XV habían desarrollado un proyecto político expan-
sivo, que puso bajo su dominio viejos estados, señoríos y pueblos de disímil desarrollo.
El alto grado de prosperidad alcanzado por este país llamó mucho la atención de los europeos, quienes
desde la época misma del descubrimiento pugnaron por conocer los términos de sustento de esta civilización,
de su auge material y las características del Estado que lo conducía, con ciudades densamente pobladas y una
Fig. 1 Panorama de la ciudadela
producción agrícola y ganadera eficiente, que permitía el mantenimiento de una excelente manufactura y el
sagrada de Machu Picchu, período
incaico, siglos XIV-XV desarrollo de una vistosa y sólida arquitectura de elite.
Se organizó entonces un virreinato colonial español, que ocupó gran parte de su
territorio, rebautizando el país con el nombre de «Perú» o «Pirú», usado —con referen-
cia al puerto «Virú»— por los navegantes que llegaban a estas tierras. De este modo, el
nombre Tawantinsuyo («país de las cuatro regiones») fue abandonado, y las condiciones
políticas y económicas de su existencia ingresaron a la historia como parte del proyecto
de expansión española, que instaló virreinatos, gobernaciones y capitanías a lo largo del
inmenso territorio que ahora conocemos como Hispano o Latinoamérica.
La imagen del Perú anterior a 1532 quedó fijada por el «Imperio de los Incas»,
limitada a las noticias y especulaciones que se podían elaborar a partir de las descripcio-
nes e historias transmitidas por los cronistas que vieron u oyeron hablar de los incas. En
verdad, había una muy larga historia detrás de todo este exitoso y complejo panorama
[ 19 ]
que se inició hace más de doce o tal vez quince mil años y continuó en los períodos que han registrado los
arqueólogos.
EL PERÍODO LÍTICO
Los arqueólogos han descubierto que el ser humano llegó al Perú hace más de doce mil años, en los últimos
milenios de la «edad de los hielos». El que llegara antes o después es poco importante frente a la constatación
del Estado de desarrollo en el que se hallaba. Venía del Viejo Mundo, antes de que se hubiera descubierto la
agricultura o el pastoreo y se limitaba a la apropiación de los recursos naturales enteramente formados, sin par-
ticipar en su producción. Su vida se sustentaba en la caza y la recolección, lo que permite presumir una orga-
nización social basada en grupos numéricamente reducidos —del tipo conocido como «banda»— que habita-
ban en aquellos lugares protegidos que la naturaleza podía brindar, tales como cuevas, abrigos rocosos,
ensenadas o en campamentos habilitados artificialmente según las condiciones del clima. Fig. 2 Palacio de Inka Roca, Cusco,
siglo XV
Muchos de estos primitivos habitantes debieron recurrir a un sistema de vida trashumante, seminóma-
da, cambiando de campamentos en las estaciones mayores de invierno o verano, aunque las condiciones del
clima no son tan rigurosamente diferenciadas como para exigir el nomadismo como condición de vida.
Se están encontrando muchos restos de estos primitivos habitantes, de forma que es posible recons-
truir cada vez mejor su vida y costumbres. Los cambios en la subsistencia, debidos a alteraciones en el clima
o a descubrimientos de nuevos recursos tecnológicos, se aprecian físicamente en cambios en el tipo de ins-
trumentos que poseían, pasando por diferentes fases que nos hablan también de cambios de población,
migraciones y otros eventos propios de la época, hasta etapas de especialización que se expresan en elabora-
dos instrumentos de piedra y hueso, como puntas de proyectil, raspadores, cuchillos y otros productos de
mayor especificidad. A base de ellos se ha establecido una secuencia que abarca desde los casi hipotéticos
doce mil años hasta el séptimo o sexto milenio antes de nuestra era, época en que la experiencia acumulada
en los Andes peruanos permitió descubrir progresivamente nuevos mecanismos de apropiación de los recur-
sos mediante la domesticación de plantas y animales y la tecnología de la pesca y la recolecta de mariscos.
LA ÉPOCA ARCAICA
Todavía no están bien definidos todos los pasos que permitieron el tránsito de una economía de caza y reco-
lección a otra basada en la producción de alimentos animales y vegetales. Pero hacia los años 6000 y 5000 a. C.,
casi todos los habitantes de los Andes tenían ya alguna forma de agricultura y muchos disponían de ganado
doméstico a su servicio. No eran, por cierto, los mismos cultivos o animales domésticos. De la meseta de Junín
hasta la del Titicaca era el dominio de un pastoreo de camélidos que luego se extendería por todo el territorio,
mientras que al norte eran los patos y los cuy (roedores comestibles) que se criaban cerca de las viviendas. Este
proceso fue el resultado del dominio obtenido sobre las condiciones ambientales.
Los efectos inmediatos de la domesticación de plantas y animales fueron sobrios: en primer lugar, una
tendencia definida al establecimiento de núcleos permanentes de población en todos los hábitats, con una ape-
nas perceptible reorganización del modo de vida; un incremento creciente de la población concentrada y una
opción mayor en el manejo de los recursos de vida. Los mayores logros tuvieron su expresión física en la pre-
sencia de caseríos y aldeas cuya medida de ascenso está en su proliferación y magnitud; pequeñas y aisladas
primero, se hicieron más grandes y numerosas después.
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 21 ]
L A É P O C A F O R M AT I VA
En estas circunstancias, de apogeo agrícola y urbano, llegó al Perú la cerámica, hacia 1800 a. C. Se trata de un pro-
ceso de difusión de esta tecnología desde la región ecuatoriana y la selva amazónica, donde apareció en el milenio
anterior y tal vez antes. A esta etapa, que se define con la aparición de la cerámica, se identifica como «Formativa».
La cerámica se insertó en el proceso, aunque se debe reconocer que aun desde antes de su inserción, tanto en la
costa como en la sierra, ya se estaba experimentando con la plasticidad de las arcillas —sin cocerlas— con objeto
de modelar figuras humanas o reproducir formas de frutos que servían para guardar o consumir alimentos. Hay
ejemplos muy vistosos de ellos en Caral, Aspero, Ancón y Kotosh-Mito, en la costa de Lima y la sierra de Ancash.
La comunidad agrícola plenamente constituida alcanzó en el Perú niveles prominentes, lo que permitió
un rápido ascenso de la población, generando excedentes que posibilitaron la manutención, en número cre-
ciente, de una parte de la población dedicada a actividades diferentes a las específicamente agrícolas. Esto se
advierte claramente en la primera mitad del segundo milenio a. C., cuando emerge la civilización Chavín, luego
de un período de un denso proceso de desarrollo, conocido en la jerga arqueológica como «período cerámico
inicial» o también «Formativo inferior», cuando se fueron aglutinando todos los logros locales y regionales dife-
renciados, consolidando un proyecto urbano-teocrático que culminó con la formal instalación de los templos
de Chavín, en la sierra de Ancash.
Por lo que sabemos hasta hoy, Chavín representó la culminación de un proceso de intensa integración
entre los varios sistemas de la costa, la sierra y la amazonia, lo que repercutió en cada región de modo cierta-
mente revolucionario, no sólo por el intercambio de experiencias agrícolas y la adaptación de recursos agrope-
cuarios de diverso origen en todas partes, sino también porque existen indicaciones de un explosivo crecimiento
y enriquecimiento poblacional, de un ascenso notable de las técnicas artesanales y productivas en general, que
se da asociado a cambios en la organización social debido a la consolidación de los «centros ceremoniales»
que al concentrar transitoria o permanentemente a un sector «no agrícola» de la población, permiten definir el
carácter urbano del crecimiento en los Andes.
Con el nombre de Chavín se conoce, en el antiguo Perú, no solamente al sitio de ese nombre en Ancash,
sino a una suerte de ola que se expandió por casi todo el territorio peruano. Se designa así un estilo artístico muy
peculiar que, al margen de sus connotaciones estéticas, revela la existencia de un sistema religioso muy com-
plejo y poderoso, cuya función estuvo evidentemente ligada al montaje de un gran aparato represivo, que segu-
ramente servía para sustentar y legitimar el dominio del grupo de personas residentes en los centros ceremo-
niales. Las imágenes que aparecen en los grabados de estilo Chavín son draconianas, feroces, con atributos
terribles: los colmillos exageradamente prominentes del cocodrilo, el felino o la serpiente; las garras igualmente
exageradas del halcón y los felinos; las fauces siempre hambrientas de una serie de monstruos cuyos cabellos
son serpientes, con alas y garras nunca vistas. Todo esto, acompañado de imponentes edificios, celosos guar-
dianes y un evidente aparato de «dominio» sobre las fuerzas naturales (mediante la astronomía, la hidráulica o
la magia), debe quizá entenderse como el punto de partida de una superestructura política mayor: el Estado, y
una obvia diferencia entre los agricultores comunes y los especialistas. Esta es la época y este el marco dentro
del cual la sociedad puramente agraria y aldeana dejó de ser tal para transformarse en una sociedad urbana.
En la megalomanía de los templos chavinenses, esparcidos por todo el Perú, desde Cajamarca y Lambayeque
hasta Ayacucho e Ica, y detrás de los fantasmas grabados en las piedras o el barro se esconde seguramente el tránsi-
to de los curacas o «señores étnicos locales» a la condición de reyes o jefes territoriales que se conocen en el siglo XVI.
En este estadio del desarrollo histórico, el problema principal a ser resuelto se encontraba en el carácter uni-
forme del desarrollo tecnológico y las condiciones de diversidad que impone el medio ambiente. Con el descu-
brimiento de la tecnología hidráulica, el desarrollo progresivamente especializado del registro del clima y la
ascendente capacidad de regular y adaptar cultígenos de distinta procedencia a cualquier hábitat, la sociedad
andina estaba preparada para afrontar esta situación con cierta ventaja. Por eso, la declinación o descomposi-
ción de Chavín, o del estadio conocido como «Formativo», no viene a ser otra cosa que la confrontación entre
este nivel del desarrollo tecnológico y poblacional y las particulares condiciones de cada región del país. El resul-
tado fue una «regionalización» de los procesos; que adquirieron una suerte de identidad regional o local como
consecuencia de su pleno dominio sobre cada región en particular y la correspondiente utilización de los recur-
sos propios de cada una de ellas. Donde los recursos constructivos dominantes eran el barro o la piedra, los
edificios se hacían de barro o piedra, donde había pigmentos minerales policromos, la cerámica era policroma;
donde había lana, las telas se hacían de lana y donde había algodón, de algodón.
Pero la diversificación post-Chavín, la regionalización, es sólo la expresión externa de un proceso de cre-
cimiento generalizado, que era común a toda el área, pese a que los arqueólogos distingan estilos y formas dife-
renciadas de hacer las viviendas, la cerámica o los tejidos. La unidad del proceso estaba dada por el cumpli-
miento de metas comunes en la lucha por el dominio del medio. Es general, por ejemplo, el desarrollo de la
metalurgia, que implica no sólo un avance en el conocimiento de las posibilidades transformadoras de la acción
humana, sino la utilización de un recurso que muy pronto se convirtió en símbolo del poder.
La descomposición de Chavín se inició hacia el siglo V antes de nuestra era, y los desarrollos regionales
—luego de un tránsito conocido como «período experimental» o «Formativo Superior»— ingresaron a su plena
vigencia entre los siglos III a. C. y I de nuestra era. Los logros regionales más conocidos son los de los valles de la
costa norte (Moche o Mochica ), de la costa central (Lima) y de la costa sur (Nasca) y los de los valles interandi-
nos de Cajamarca, Callejón de Huaylas (Recuay), Ayacucho (Huarpa) y el altiplano del Titicaca (Tiwanaku). Hay
varios más, muchas variedades locales y pequeños logros intrarregionales.
Fue general también, y esto es muy importante, un proceso de crecimiento urbano. Desde los centros
ceremoniales con muy poca concentración poblacional, se avanzó hacia una formación compleja de los poblados.
Si bien la vida de la mayor parte de la gente siguió siendo aldeana y rural, los grupos teocráticos formaron núcle-
os de servicio público (centros ceremoniales) con centros residenciales mayores, formando la base de las ciuda-
des andinas. El centro urbano andino, la ciudad antigua peruana, no viene a ser otra cosa que una zona de resi-
dencia de los «señores» y sus asociados permanentes o temporales, todos ligados a la tarea productiva estatal.
Pero en el centro urbano hay algo más que templos y casas; está en él el factor fundamental de su exis-
tencia y sustento: el almacén de las reservas de alimentos y manufacturas. La riqueza del centro urbano está en
los depósitos; constituyen éstos su sistema de seguridad para fines de consumo y distribución; son la base de
sustento del Estado.
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 23 ]
Los centros urbanos así organizados competían en la tarea de producir mejores y más sofisticadas telas,
más y más bellos adornos o una vajilla selecta. Disponían de recursos suficientes para mantener extensas cua-
drillas de hábiles orfebres, tejedores o alfareros, que pudieran producir costosas telas como las de Paracas (en
los comienzos de Nasca), que de acuerdo a cálculos modernos debían demandar varios meses de hábiles
manos para la confección de cada pieza. Ni qué decir del esfuerzo y magnitud de la mano de obra necesaria
para la erección de los inmensos edificios que servían para el culto o la vivienda en lugares como Moche (Hua-
ca del Sol y de la Luna), Pacatnamú o Pañamarca en la costa norte, Pachacamac o Maranga en Lima, Kawachi
en Nasca y tantos otros dispersos en el Perú de aquel tiempo.
Comentario aparte merece el desarrollo del Titicaca. Esta región no tuvo el impacto de Chavín como las
otras, y sus fases formativas tuvieron otras fuentes, como aquella de Qaluyu y Marcavalle que abarcaba desde
el Cusco hasta el Desaguadero, desembocando en una fase que ahora se conoce con el nombre de Pucara, don-
de se instalaron enormes centros ceremoniales, tan importantes y complejos como los de Moche o Nasca.
Varios arqueólogos sugieren que tal proceso fue sustentado por un intenso tráfico de manufacturas altiplánicas,
en conexión con la costa. En realidad, esto sólo es parte de un notable dominio sobre el altiplano, tanto en el
campo agrícola como ganadero. La riqueza agropecuaria y lacustre de la zona —que aun hoy es una de las más
pobladas del Perú y Bolivia— y la especial riqueza de materias primas para la metalurgia, el tejido y la produc-
ción de objetos para el culto o el adorno (piedras semipreciosas especialmente), estuvo acompañada de un alto
nivel tecnológico ligado al riego, con múltiples estrategias productivas y la creación de una infraestructura agra-
ria muy variada, que incluye el uso de andenes, «camellones» y «cochas», aparte de diversos sistemas de rie-
go. Los camellones son una forma de riego por inundación y las «cochas» formas de protección de las heladas
de la altura. De allí surgió una potencia económica y social que se conoce con el nombre de Tiwanaku.
Ciertamente, las manifestaciones regionales tienen su expresión más definida en los estilos artísticos
que se expresan en todos los materiales. Se crearon obras de arte muy diferenciadas, que tuvieron su expresión
más conocida en la cerámica y los tejidos, con una iconografía propia aun cuando se aprecian temas comunes.
La cerámica moche es esencialmente escultórica aunque el diseño plano destaca por su sobriedad y naturalis-
mo; la de Nasca es pictórica y se favorece con el uso de muchos colores y una evolución que pasa del estilo
naturalista hacia uno explícitamente simbólico. Los estilos de Recuay y Lima tienen una condición intermedia,
aun cuando son claramente distinguibles por la preferencia del primero en el uso de la pintura «negativa» y el
otro policroma. Tiwanaku, de fuertes rasgos geometrizantes, es también policroma.
Todo indica que los centros urbanos, dominados por los templos y sus sacerdotes, establecieron for-
malmente Estados locales de diverso grado de extensión y poder. Progresivamente la tecnología de la guerra fue
desplazando a la parafernalia cultista en el trato y sustento del poder. Hacia los siglos III o IV de nuestra era había
Estados en pugna, unos centros urbanos contra otros y en la base los campesinos como botín de conquista.
EL IMPERIO WARI
Así las cosas, el siglo VI de nuestra era presentaba un cuadro bélico generalizado, en una suerte de pugna por la
adquisición de prestigio y poder por los centros urbanos. El desarrollo tecnológico había elevado la producción a
niveles jamás imaginados: los valles estaban cruzados por complejas redes de irrigación; las zonas que antes
eran desérticas fueron asimiladas a la agricultura mediante la utilización del riego artificial; se construyeron cana-
les que unían unos valles con otros, entre otros dominios. Se había, pues, sometido al duro territorio peruano a
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 25 ]
varios elementos de origen ayacuchano, que duraron casi hasta el siglo XVI. Sin duda, muchas de las institucio-
nes, mitos y creencias incaicas nacieron en tiempos de Wari.
La presencia del arte wari, que tomó procesos y formas de Moche, Cajamarca, Nasca, Tiwanaku y otros,
replanteó los códigos del arte hasta entonces vigente en la mayor parte de las regiones. Sin uniformar los esti-
los locales o regionales, agregó procedimientos y cruzó experiencias. En los tiempos de Wari, se impuso el uso
de colores en la cerámica, en lugares como la costa norte, donde el arte moche no los usaba y se intensificó su
manejo en lugares como Lima, alterando los usos policromos de los nasquenses y creando nuevos estilos,
como el santa, basado en el estilo recuay, el huaura en la costa al norte de Lima y los muchos «epigonales» que
aparecieron en todos los lugares. El arte de tejer, convertido en industria, sufrió significativas alteraciones.
La declinación y caída del Estado imperial wari fue producto de sus propias fortalezas. Wari, en su con-
quista, estimuló el desarrollo urbano de sus colonias, algunas de ellas, como Pachacamac en Lima, crecieron
tan poderosas como la propia capital del imperio en Ayacucho. Pachacamac, en algún momento, se convirtió
en una gran potencia en la costa, con un peso religioso tan importante como el que mantuvo hasta la época
incaica. Tenía su propio rubro de manufacturas, con estilo particular y prestigio ascendente.
El crecimiento de las ciudades no es tanto un rasgo físico cuanto económico y social; requiere disponer de
excedentes alimentarios y acceso a fuerza de trabajo para mantener la producción urbana y los mecanismos de cir-
culación que le dan sustento. En el curso de los siglos VI al X muchas regiones se hicieron poderosas y pugnaron
por establecer su propio señorío; parece que la conquista demoró pocos años en más de una región y tampoco
todo el territorio estuvo sujeto de manera continua. Sin duda hubo una «pax Wari» que hizo posible la habilitación
de la red caminera y el tránsito de caravanas en trayectos de larga distancia.
En Ayacucho, de otro lado, había ocurrido un fenómeno de acromegalia urbana, con una fuerte concen-
tración de la gente en la producción de objetos y materias primas y una suerte de abandono de las tareas agrí-
colas. Durante el período huarpa se había trabajado severamente Ayacucho, pero todos los campos habilitados
muy trabajosamente por los huarpas fueron abandonados por los waris, que obviamente tenían un fácil acceso
a productos de origen colonial. Cuando cayó Wari, la zona quedó convertida virtualmente en un desierto; por
eso algunos arqueólogos piensan que la insurgencia y declinación de Wari se debió a cambios en el clima, que
nadie duda que pudo ser un detonante.
L O S E S TA D O S R E G I O N A L E S Y L O S C U R A C A Z G O S O B E H E T R Í A S
Desde la caída de Wari, hacia el siglo XI, se formaron pequeños reinos y señoríos a lo largo y ancho del Perú,
comprendidos en una especie de remedo formal del viejo imperio. Los estilos artísticos y los patrones de vivien-
da revelan un carácter epigonal, es decir copiado, inauténtico y declinante de las artes imperiales. Esto duró uno
o dos siglos, según el lugar, pues un retorno a la independencia regional permitió la revaloración de los domi-
nios previos a la conquista wari y originó un retorno a las nacionalidades regionales, aunque es indispensable
reconocer que en el ámbito popular, en ningún momento dichas nacionalidades dejaron de existir y no hay indi-
cios de una presión estatal en ese ámbito de los comportamientos. Al igual que con los incas, los wari sólo pre-
sionaron cambios en los sectores de poder.
Los nuevos Estados y curacazgos (behetrías les llamaban los españoles) crecieron de acuerdo a sus posi-
bilidades económicas. Pronto se hicieron más poderosos aquellos que disponían de recursos para el sustento de
ciudades y ejércitos más grandes. Por cierto, los grandes valles costeños y serranos fueron favorables para tal
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 27 ]
allá por los siglos X a XI, como una forma de sustento del poder. En Conchopata (Ayacucho) se ha hallado hace poco,
los testimonios pictóricos de personajes similares a los que se describen en relación con los héroes legendarios
de los incas, que tienen, además, la particularidad de estar asociados a los «caballitos de totora», que son típicas
embarcaciones del lago Titicaca. Este lago estuvo muy ligado a los cuentos de origen de los incas.
Por supuesto no todos eran reinos poderosos, pues mientras unos tenían el control de varios valles,
otros eran apenas algo más que pequeños curacazgos, con el control de la población de un valle o parte de él.
Esto permitió la formación de fuertes desequilibrios en las relaciones entre Estados y la pugna permanente entre
regiones. Estas situaciones de lucha han confundido a muchos historiadores haciendo pensar que se trataba de
guerras interétnicas, cuando en realidad parece que ese no era el caso; las guerras las coordinaban, decidían y
definían los grupos de poder mediante alianzas, acuerdos, negociaciones o enfrentamiento armado. Los gue-
rreros se limitaban a participar en este juego en función de su rol específico dentro de la estructura vigente. En
la medida en que cada persona se debía a su comunidad o ayllu, una parte de sus obligaciones era la guerra.
No lo hacían los campesinos de buen grado, mucho menos si no había identidad étnica con el opresor; existen
muy buenas referencias acerca del rechazo de los trabajadores del campo para integrar tal servicio, lo que se
expresaba en huidas colectivas de la leva y otros sistemas de asimilación de recursos humanos para la guerra.
Entre los siglos XIII y XV, los Estados regionales estaban plenamente constituidos, con algunos suma-
mente extensos, como el de Chimú, que había conquistado o asimilado bajo su dominio a los pueblos com-
prendidos entre Zarumilla, al norte de Tumbes, y el Chillón, al norte de la actual ciudad de Lima.
Hubo logros importantes en la producción artesanal. Los arqueólogos en general advierten un fuerte
decaimiento en la singularidad y el detalle de las obras de arte. Sin duda, las cerámicas de la época moche eran
mejor elaboradas que las chimús, y los wakos nasca tenían una perfección no lograda en la fase ica o chincha.
Los tejidos paracas, con su virtuosismo, jamás fueron igualados. Estos cambios se debieron más que a un dete-
rioro de la voluntad artística, al desarrollo de técnicas en la producción artesanal que hacían posible la produc-
ción en serie de la alfarería, mediante el uso de moldes para todo tipo de cerámicas, o de los tejidos con el uso
extensivo de la pintura o de técnicas, como el tapiz, que logran bellos lienzos decorados dentro de un régimen
iconográfico modular. Este fenómeno se asocia al crecimiento de la población urbana y la extensión de la elite,
con la incorporación de grupos distintos al exclusivo estamento de los sacerdotes.
La metalurgia entró en su fase de pleno apogeo, tanto en la técnica como en la función. Ya desde antes
de la expansión wari se conocían todas las técnicas de trabajo en metal, pero en esta época se generalizaron y
perfeccionaron. De metal se hacían no solamente adornos y armas, sino también instrumentos de producción
tales como azadones para la agricultura, cuchillos (tumis), hachas, cinceles y punzones.
Eso no significa que no hubiera obras de tratamiento refinado. Por el contrario, su producción se ligó a
logros tecnológicos sofisticados. No hay duda del valor artístico de muchas piezas de los estilos alfareros o las
telas de Chimú, Chancay o Ica, aunque fueran reproducidas por centenares. Al lado, destacan las piezas de joye-
ría para el adorno personal y verdaderas exclusividades para el vestido o el ornato de recintos elegantes.
E L I M P E R I O TAW A N T I N S U Y O
En estas condiciones se formó el imperio de los incas. Una de las castas de curacas, con sede en el Cusco, logró
organizar ventajosamente su economía con una agricultura bien asentada en la cuenca del Vilcanota-Urubam-
ba y una rica ganadería y agricultura de altura en las cordilleras. Todo eso, combinado con un fácil acceso a las
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 29 ]
La tierra era la fuente principal de la riqueza, pero la riqueza no dependía de su posesión, sino de la capa-
cidad para hacerla productiva. Por eso pudo mantenerse el régimen de propiedad colectiva de la tierra, centra-
do en las comunidades rurales. De otro lado, el medio ambiente andino, sobre todo por el acceso al agua,
demanda, aun hoy, de relaciones colectivas de trabajo, favoreciendo esta forma de propiedad y organización.
El ayllu, el clan familiar, era el poseedor y propietario de la tierra. El Estado, al igual que los ayllus, dis-
ponía de las llamadas «tierras del Sol» y «tierras del Inca», que hacía producir mediante su acceso a la fuerza
de trabajo, a la que tenía derecho como forma de tributo. Los incas, de este modo, podían satisfacer plenamente
sus necesidades y acumular excedentes de magnitud mayor, dado que en cada conquista incorporaban nuevas
tierras estatales y mayor número de trabajadores. Así, era posible mantener paniaguados, en condición servil, y
funcionarios, allegados, soldados, etc. Su riqueza se guardaba en los depósitos estatales, plenamente a su dis-
posición, para su servicio y poder.
El Estado, de otro lado, se preocupaba de crear nuevas y mejores tierras en todas partes, permitiendo
una vida con un cierto grado de seguridad y equilibrio. Esta imagen del país incaico fue idealizada sobremane-
ra, llamando «socialista» al imperio Tawantinsuyo, llamándolo «comunista» o, en el otro extremo, consideran-
do que aún no había salido de la condición de la «comunidad primitiva».
El Estado inca se basaba en la propiedad sobre la fuerza de trabajo, al igual como ocurrió en todas las
formas tempranas del Estado en todo el mundo. De otro lado, la estructura ha hecho pensar a algunos histo-
riadores que el Estado era un fenómeno de reciente aparición en el Perú y que los incas eran los fundadores del
Estado peruano; que una comunidad —la de los incas— se superpuso a un mundo de bárbaros neolíticos. Esa
imagen es también errónea. El Estado andino, como vimos, era una vieja y madura estructura; no una forma
débil e incipiente. Los incas no sólo formaron su Estado sobre la base de una larga práctica local, sino que con-
quistaron y sometieron otros muchos Estados tanto o más asentados que el suyo propio.
Por su carácter colectivo, las relaciones de producción y de distribución se basaban en principios de
reciprocidad y ayuda mutua. Pero si bien tales relaciones permitían la reproducción del sistema a nivel del ayllu,
ellas servían también para trasladar los beneficios de la producción al Estado. Todo hombre y toda mujer, en el
imperio, «debían» al Estado (léase el Inca, su corte y allegados), una cantidad de su tiempo y trabajo, que entre-
gaban a éste según él se los demandara; a cambio de ello, el Estado «debía» —recíprocamente— a las comu-
Fig. 5 Aqllawasi, casa de las vírgenes
nidades, una serie de beneficios, que iban desde la protección divina hasta regalos o dones que les concedía
del sol o mujeres escogidas,
el lnca o sus representantes. Esta forma de reciprocidad asimétrica le permitió al Estado reproducir las rela- Pachacamac, período incaico, siglo XV
EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 31 ]