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el perú

prehispánico

Luis Guillermo Lumbreras

Este catálogo de la exposición Perú indígena y virreinal, muestra una selecta colección de obras de arte peruano
antiguo. Los visitantes tendrán oportunidad de apreciar la belleza y los matices de un extenso recorrido por la
historia del arte peruano. Creemos, entonces, que es oportuno presentar el contexto histórico dentro del cual
se fraguaron estas artes, más bien que intentar inducir al visitante por las reflexiones que nacen de las obras
mismas.
En 1532, cuando los españoles llegaron al Perú, éste era un país de más de 5.000 km de longitud, lla-
mado Tawantinsuyo, que ocupaba casi dos tercios del borde occidental de la América del Sur. Estaba goberna-
do por los incas, naturales del Cusco, que a lo largo de siglo XV habían desarrollado un proyecto político expan-
sivo, que puso bajo su dominio viejos estados, señoríos y pueblos de disímil desarrollo.
El alto grado de prosperidad alcanzado por este país llamó mucho la atención de los europeos, quienes
desde la época misma del descubrimiento pugnaron por conocer los términos de sustento de esta civilización,
de su auge material y las características del Estado que lo conducía, con ciudades densamente pobladas y una
Fig. 1 Panorama de la ciudadela
producción agrícola y ganadera eficiente, que permitía el mantenimiento de una excelente manufactura y el
sagrada de Machu Picchu, período
incaico, siglos XIV-XV desarrollo de una vistosa y sólida arquitectura de elite.
Se organizó entonces un virreinato colonial español, que ocupó gran parte de su
territorio, rebautizando el país con el nombre de «Perú» o «Pirú», usado —con referen-
cia al puerto «Virú»— por los navegantes que llegaban a estas tierras. De este modo, el
nombre Tawantinsuyo («país de las cuatro regiones») fue abandonado, y las condiciones
políticas y económicas de su existencia ingresaron a la historia como parte del proyecto
de expansión española, que instaló virreinatos, gobernaciones y capitanías a lo largo del
inmenso territorio que ahora conocemos como Hispano o Latinoamérica.
La imagen del Perú anterior a 1532 quedó fijada por el «Imperio de los Incas»,
limitada a las noticias y especulaciones que se podían elaborar a partir de las descripcio-
nes e historias transmitidas por los cronistas que vieron u oyeron hablar de los incas. En
verdad, había una muy larga historia detrás de todo este exitoso y complejo panorama

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que se inició hace más de doce o tal vez quince mil años y continuó en los períodos que han registrado los
arqueólogos.

EL PERÍODO LÍTICO

Los arqueólogos han descubierto que el ser humano llegó al Perú hace más de doce mil años, en los últimos
milenios de la «edad de los hielos». El que llegara antes o después es poco importante frente a la constatación
del Estado de desarrollo en el que se hallaba. Venía del Viejo Mundo, antes de que se hubiera descubierto la
agricultura o el pastoreo y se limitaba a la apropiación de los recursos naturales enteramente formados, sin par-
ticipar en su producción. Su vida se sustentaba en la caza y la recolección, lo que permite presumir una orga-
nización social basada en grupos numéricamente reducidos —del tipo conocido como «banda»— que habita-
ban en aquellos lugares protegidos que la naturaleza podía brindar, tales como cuevas, abrigos rocosos,
ensenadas o en campamentos habilitados artificialmente según las condiciones del clima. Fig. 2 Palacio de Inka Roca, Cusco,
siglo XV
Muchos de estos primitivos habitantes debieron recurrir a un sistema de vida trashumante, seminóma-
da, cambiando de campamentos en las estaciones mayores de invierno o verano, aunque las condiciones del
clima no son tan rigurosamente diferenciadas como para exigir el nomadismo como condición de vida.
Se están encontrando muchos restos de estos primitivos habitantes, de forma que es posible recons-
truir cada vez mejor su vida y costumbres. Los cambios en la subsistencia, debidos a alteraciones en el clima
o a descubrimientos de nuevos recursos tecnológicos, se aprecian físicamente en cambios en el tipo de ins-
trumentos que poseían, pasando por diferentes fases que nos hablan también de cambios de población,
migraciones y otros eventos propios de la época, hasta etapas de especialización que se expresan en elabora-
dos instrumentos de piedra y hueso, como puntas de proyectil, raspadores, cuchillos y otros productos de
mayor especificidad. A base de ellos se ha establecido una secuencia que abarca desde los casi hipotéticos
doce mil años hasta el séptimo o sexto milenio antes de nuestra era, época en que la experiencia acumulada
en los Andes peruanos permitió descubrir progresivamente nuevos mecanismos de apropiación de los recur-
sos mediante la domesticación de plantas y animales y la tecnología de la pesca y la recolecta de mariscos.

LA ÉPOCA ARCAICA

Todavía no están bien definidos todos los pasos que permitieron el tránsito de una economía de caza y reco-
lección a otra basada en la producción de alimentos animales y vegetales. Pero hacia los años 6000 y 5000 a. C.,
casi todos los habitantes de los Andes tenían ya alguna forma de agricultura y muchos disponían de ganado
doméstico a su servicio. No eran, por cierto, los mismos cultivos o animales domésticos. De la meseta de Junín
hasta la del Titicaca era el dominio de un pastoreo de camélidos que luego se extendería por todo el territorio,
mientras que al norte eran los patos y los cuy (roedores comestibles) que se criaban cerca de las viviendas. Este
proceso fue el resultado del dominio obtenido sobre las condiciones ambientales.
Los efectos inmediatos de la domesticación de plantas y animales fueron sobrios: en primer lugar, una
tendencia definida al establecimiento de núcleos permanentes de población en todos los hábitats, con una ape-
nas perceptible reorganización del modo de vida; un incremento creciente de la población concentrada y una
opción mayor en el manejo de los recursos de vida. Los mayores logros tuvieron su expresión física en la pre-
sencia de caseríos y aldeas cuya medida de ascenso está en su proliferación y magnitud; pequeñas y aisladas
primero, se hicieron más grandes y numerosas después.

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Los avances más destacados fueron los de la construcción de viviendas y el tejido. Con la habilitación
artificial de viviendas se abandonaron los abrigos naturales, decidiendo la residencia en los lugares donde el
nuevo sistema productivo lo requería. El tejido proveía de protección para el cuerpo contra el viento, el sol, el frío
o la humedad, pero era sobre todo un nuevo instrumento de trabajo, que los pescadores usaban para obtener
un mayor número de peces mediante redes y cordeles para anzuelos y todos para hacer vestidos y también bol-
sas y cordeles de uso múltiple.
Desde entonces se fue configurando una sociedad compleja basada en la vida sedentaria y una econo-
mía, organizada a partir de la producción agropecuaria, con apoyo en la pesca y la recolección como formas
complementarias jamás abandonadas.
Los milenios cuarto y tercero anteriores a nuestra era fueron de una intensa actividad en el mundo andino,
ocupando todos los espacios habitables, interviniéndolos e iniciando su transformación. El Perú llegó al año 2000
a. C., increíblemente distinto del que conocieron los primeros habitantes del país, quince o doce mil años atrás;
pero igualmente distinto del que era sólo dos milenios antes, cuando comenzaron a cambiar las cosas. El tercer
milenio fue un período de grandes transformaciones. Especialmente en su segunda mitad, entre 2500 y 2000 a. C.,
cuando se inició el florecimiento de civilizaciones complejas en la costa y la cordillera, con la habilitación de cen-
tros urbanos asociados a espacios públicos ceremoniales.
El tamaño de los poblados era significativamente mayor, y varios de ellos, como Caral y Aspero, en Supe,
formaron núcleos de concentración de edificios con funciones ajenas a la vivienda, tales como plataformas o
recintos «sagrados». Eran «centros urbanos ceremoniales», asociados a una compleja red de instalaciones al
servicio de una agricultura que implicaba una actividad muy laboriosa y especializada.
En efecto, el simple dominio sobre los hábitos reproductivos de las plantas —que está en la base de la
domesticación— no fue suficiente para hacer de la agricultura una fuente de vida superior a la que se tenía con
la recolección de mariscos o plantas, la pesca y la caza. Si bien hubo algunas mejoras en el acceso a los bienes
de subsistencia, éstas no fueron suficientes como para seguir creciendo de manera sostenida y es así como el
«neolítico» andino, que se desarrolló durante los milenios VI, V y IV a. C., no impidió que las gentes siguieran
viviendo en cuevas o abrigos naturales o en aldeas o caseríos mal provistos, pero cambió durante el milenio III a. C.,
cuando se fueron consolidando la tecnología de la predicción del tiempo (astronomía) y los sistemas de mane-
jo del agua mediante el riego y el uso de los recursos hídricos del subsuelo.
Pero ni el riego ni la astronomía, que son estrategias que acompañan a todos los procesos de neoli-
tización, explican la singularidad del proceso que nos ocupa. Un reto particular es la singularidad de los even-
tos cósmicos que se asocian a las condiciones irregulares y desiguales, arrítmicas, de los ciclos de lluvia en
el Perú. Están asociados al fenómeno de «El Niño», que se deriva de variaciones térmicas que se dan en la
sección sur del océano Pacífico y que establece períodos alternos de grandes sequías o inundaciones en
períodos de duración desigual y en lapsos irregulares.
Sólo un refinado proceso de combinación de los períodos solares, lunares y estelares, con los de las
variaciones térmicas marinas, hace posible que el registro calendárico tenga utilidad en los Andes. Y ese es el
aporte del milenio III de la era pasada. Los centros urbanos concentraron, en sus templos a los especialistas en
la predicción del tiempo, creando «oráculos» de distinto grado de eficiencia, que fueron la base del desarrollo
agrícola que hizo posible convertir todos los conos de deyección de los ríos de la costa en valles y éstos en fuen-
tes de desarrollo social.

EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 21 ]
L A É P O C A F O R M AT I VA

En estas circunstancias, de apogeo agrícola y urbano, llegó al Perú la cerámica, hacia 1800 a. C. Se trata de un pro-
ceso de difusión de esta tecnología desde la región ecuatoriana y la selva amazónica, donde apareció en el milenio
anterior y tal vez antes. A esta etapa, que se define con la aparición de la cerámica, se identifica como «Formativa».
La cerámica se insertó en el proceso, aunque se debe reconocer que aun desde antes de su inserción, tanto en la
costa como en la sierra, ya se estaba experimentando con la plasticidad de las arcillas —sin cocerlas— con objeto
de modelar figuras humanas o reproducir formas de frutos que servían para guardar o consumir alimentos. Hay
ejemplos muy vistosos de ellos en Caral, Aspero, Ancón y Kotosh-Mito, en la costa de Lima y la sierra de Ancash.
La comunidad agrícola plenamente constituida alcanzó en el Perú niveles prominentes, lo que permitió
un rápido ascenso de la población, generando excedentes que posibilitaron la manutención, en número cre-
ciente, de una parte de la población dedicada a actividades diferentes a las específicamente agrícolas. Esto se
advierte claramente en la primera mitad del segundo milenio a. C., cuando emerge la civilización Chavín, luego
de un período de un denso proceso de desarrollo, conocido en la jerga arqueológica como «período cerámico
inicial» o también «Formativo inferior», cuando se fueron aglutinando todos los logros locales y regionales dife-
renciados, consolidando un proyecto urbano-teocrático que culminó con la formal instalación de los templos
de Chavín, en la sierra de Ancash.
Por lo que sabemos hasta hoy, Chavín representó la culminación de un proceso de intensa integración
entre los varios sistemas de la costa, la sierra y la amazonia, lo que repercutió en cada región de modo cierta-
mente revolucionario, no sólo por el intercambio de experiencias agrícolas y la adaptación de recursos agrope-
cuarios de diverso origen en todas partes, sino también porque existen indicaciones de un explosivo crecimiento
y enriquecimiento poblacional, de un ascenso notable de las técnicas artesanales y productivas en general, que
se da asociado a cambios en la organización social debido a la consolidación de los «centros ceremoniales»
que al concentrar transitoria o permanentemente a un sector «no agrícola» de la población, permiten definir el
carácter urbano del crecimiento en los Andes.
Con el nombre de Chavín se conoce, en el antiguo Perú, no solamente al sitio de ese nombre en Ancash,
sino a una suerte de ola que se expandió por casi todo el territorio peruano. Se designa así un estilo artístico muy
peculiar que, al margen de sus connotaciones estéticas, revela la existencia de un sistema religioso muy com-
plejo y poderoso, cuya función estuvo evidentemente ligada al montaje de un gran aparato represivo, que segu-
ramente servía para sustentar y legitimar el dominio del grupo de personas residentes en los centros ceremo-
niales. Las imágenes que aparecen en los grabados de estilo Chavín son draconianas, feroces, con atributos
terribles: los colmillos exageradamente prominentes del cocodrilo, el felino o la serpiente; las garras igualmente
exageradas del halcón y los felinos; las fauces siempre hambrientas de una serie de monstruos cuyos cabellos
son serpientes, con alas y garras nunca vistas. Todo esto, acompañado de imponentes edificios, celosos guar-
dianes y un evidente aparato de «dominio» sobre las fuerzas naturales (mediante la astronomía, la hidráulica o
la magia), debe quizá entenderse como el punto de partida de una superestructura política mayor: el Estado, y
una obvia diferencia entre los agricultores comunes y los especialistas. Esta es la época y este el marco dentro
del cual la sociedad puramente agraria y aldeana dejó de ser tal para transformarse en una sociedad urbana.
En la megalomanía de los templos chavinenses, esparcidos por todo el Perú, desde Cajamarca y Lambayeque
hasta Ayacucho e Ica, y detrás de los fantasmas grabados en las piedras o el barro se esconde seguramente el tránsi-
to de los curacas o «señores étnicos locales» a la condición de reyes o jefes territoriales que se conocen en el siglo XVI.

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Desde luego, debe saberse que los templos «chavinenses» no dependían política o ideológicamente de los de Cha-
vín, como se pensó hace años; más bien parece que eran desarrollos locales o regionales con un alto grado de auto-
nomía, aun cuando hay evidencia de una relación e interinfluencia constante entre ellos. Hay también evidencia que
Chavín de Huántar era una suerte de «meca» andina, adonde llegaban las gentes «de toda la tierra».

LOS DESARROLLOS REGIONALES

En este estadio del desarrollo histórico, el problema principal a ser resuelto se encontraba en el carácter uni-
forme del desarrollo tecnológico y las condiciones de diversidad que impone el medio ambiente. Con el descu-
brimiento de la tecnología hidráulica, el desarrollo progresivamente especializado del registro del clima y la
ascendente capacidad de regular y adaptar cultígenos de distinta procedencia a cualquier hábitat, la sociedad
andina estaba preparada para afrontar esta situación con cierta ventaja. Por eso, la declinación o descomposi-
ción de Chavín, o del estadio conocido como «Formativo», no viene a ser otra cosa que la confrontación entre
este nivel del desarrollo tecnológico y poblacional y las particulares condiciones de cada región del país. El resul-
tado fue una «regionalización» de los procesos; que adquirieron una suerte de identidad regional o local como
consecuencia de su pleno dominio sobre cada región en particular y la correspondiente utilización de los recur-
sos propios de cada una de ellas. Donde los recursos constructivos dominantes eran el barro o la piedra, los
edificios se hacían de barro o piedra, donde había pigmentos minerales policromos, la cerámica era policroma;
donde había lana, las telas se hacían de lana y donde había algodón, de algodón.
Pero la diversificación post-Chavín, la regionalización, es sólo la expresión externa de un proceso de cre-
cimiento generalizado, que era común a toda el área, pese a que los arqueólogos distingan estilos y formas dife-
renciadas de hacer las viviendas, la cerámica o los tejidos. La unidad del proceso estaba dada por el cumpli-
miento de metas comunes en la lucha por el dominio del medio. Es general, por ejemplo, el desarrollo de la
metalurgia, que implica no sólo un avance en el conocimiento de las posibilidades transformadoras de la acción
humana, sino la utilización de un recurso que muy pronto se convirtió en símbolo del poder.
La descomposición de Chavín se inició hacia el siglo V antes de nuestra era, y los desarrollos regionales
—luego de un tránsito conocido como «período experimental» o «Formativo Superior»— ingresaron a su plena
vigencia entre los siglos III a. C. y I de nuestra era. Los logros regionales más conocidos son los de los valles de la
costa norte (Moche o Mochica ), de la costa central (Lima) y de la costa sur (Nasca) y los de los valles interandi-
nos de Cajamarca, Callejón de Huaylas (Recuay), Ayacucho (Huarpa) y el altiplano del Titicaca (Tiwanaku). Hay
varios más, muchas variedades locales y pequeños logros intrarregionales.
Fue general también, y esto es muy importante, un proceso de crecimiento urbano. Desde los centros
ceremoniales con muy poca concentración poblacional, se avanzó hacia una formación compleja de los poblados.
Si bien la vida de la mayor parte de la gente siguió siendo aldeana y rural, los grupos teocráticos formaron núcle-
os de servicio público (centros ceremoniales) con centros residenciales mayores, formando la base de las ciuda-
des andinas. El centro urbano andino, la ciudad antigua peruana, no viene a ser otra cosa que una zona de resi-
dencia de los «señores» y sus asociados permanentes o temporales, todos ligados a la tarea productiva estatal.
Pero en el centro urbano hay algo más que templos y casas; está en él el factor fundamental de su exis-
tencia y sustento: el almacén de las reservas de alimentos y manufacturas. La riqueza del centro urbano está en
los depósitos; constituyen éstos su sistema de seguridad para fines de consumo y distribución; son la base de
sustento del Estado.

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Los centros urbanos así organizados competían en la tarea de producir mejores y más sofisticadas telas,
más y más bellos adornos o una vajilla selecta. Disponían de recursos suficientes para mantener extensas cua-
drillas de hábiles orfebres, tejedores o alfareros, que pudieran producir costosas telas como las de Paracas (en
los comienzos de Nasca), que de acuerdo a cálculos modernos debían demandar varios meses de hábiles
manos para la confección de cada pieza. Ni qué decir del esfuerzo y magnitud de la mano de obra necesaria
para la erección de los inmensos edificios que servían para el culto o la vivienda en lugares como Moche (Hua-
ca del Sol y de la Luna), Pacatnamú o Pañamarca en la costa norte, Pachacamac o Maranga en Lima, Kawachi
en Nasca y tantos otros dispersos en el Perú de aquel tiempo.
Comentario aparte merece el desarrollo del Titicaca. Esta región no tuvo el impacto de Chavín como las
otras, y sus fases formativas tuvieron otras fuentes, como aquella de Qaluyu y Marcavalle que abarcaba desde
el Cusco hasta el Desaguadero, desembocando en una fase que ahora se conoce con el nombre de Pucara, don-
de se instalaron enormes centros ceremoniales, tan importantes y complejos como los de Moche o Nasca.
Varios arqueólogos sugieren que tal proceso fue sustentado por un intenso tráfico de manufacturas altiplánicas,
en conexión con la costa. En realidad, esto sólo es parte de un notable dominio sobre el altiplano, tanto en el
campo agrícola como ganadero. La riqueza agropecuaria y lacustre de la zona —que aun hoy es una de las más
pobladas del Perú y Bolivia— y la especial riqueza de materias primas para la metalurgia, el tejido y la produc-
ción de objetos para el culto o el adorno (piedras semipreciosas especialmente), estuvo acompañada de un alto
nivel tecnológico ligado al riego, con múltiples estrategias productivas y la creación de una infraestructura agra-
ria muy variada, que incluye el uso de andenes, «camellones» y «cochas», aparte de diversos sistemas de rie-
go. Los camellones son una forma de riego por inundación y las «cochas» formas de protección de las heladas
de la altura. De allí surgió una potencia económica y social que se conoce con el nombre de Tiwanaku.
Ciertamente, las manifestaciones regionales tienen su expresión más definida en los estilos artísticos
que se expresan en todos los materiales. Se crearon obras de arte muy diferenciadas, que tuvieron su expresión
más conocida en la cerámica y los tejidos, con una iconografía propia aun cuando se aprecian temas comunes.
La cerámica moche es esencialmente escultórica aunque el diseño plano destaca por su sobriedad y naturalis-
mo; la de Nasca es pictórica y se favorece con el uso de muchos colores y una evolución que pasa del estilo
naturalista hacia uno explícitamente simbólico. Los estilos de Recuay y Lima tienen una condición intermedia,
aun cuando son claramente distinguibles por la preferencia del primero en el uso de la pintura «negativa» y el
otro policroma. Tiwanaku, de fuertes rasgos geometrizantes, es también policroma.
Todo indica que los centros urbanos, dominados por los templos y sus sacerdotes, establecieron for-
malmente Estados locales de diverso grado de extensión y poder. Progresivamente la tecnología de la guerra fue
desplazando a la parafernalia cultista en el trato y sustento del poder. Hacia los siglos III o IV de nuestra era había
Estados en pugna, unos centros urbanos contra otros y en la base los campesinos como botín de conquista.

EL IMPERIO WARI

Así las cosas, el siglo VI de nuestra era presentaba un cuadro bélico generalizado, en una suerte de pugna por la
adquisición de prestigio y poder por los centros urbanos. El desarrollo tecnológico había elevado la producción a
niveles jamás imaginados: los valles estaban cruzados por complejas redes de irrigación; las zonas que antes
eran desérticas fueron asimiladas a la agricultura mediante la utilización del riego artificial; se construyeron cana-
les que unían unos valles con otros, entre otros dominios. Se había, pues, sometido al duro territorio peruano a

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una condición humana, a tal grado que en regiones de gran aridez como Ayacucho, los huarpa habían converti-
do cerros inermes apenas humedecidos por la lluvia en verdaderos huertos colgantes, utilizando al máximo no
ya el agua de los ríos o los manantiales, sino la poca existente en los meses lluviosos de enero a marzo, con meca-
nismos de captación, represamiento y distribución si bien muy ingeniosos y útiles, onerosos, en términos de la
necesidad de fuerza de trabajo a ser invertida.
En estas condiciones, precisamente en Ayacucho, creció incontenible la ciudad de Wari. En pocos años,
entre los siglos IV y V formularon un esquema económico y político propio que se basó obviamente en la explo-
tación de las materias primas regionales (especialmente para la industria textil y la alfarería) y en la existencia
de un importante cordón agrícola de gran potencia productiva en los valles de Huanta, San Miguel y Pampas.
Los wari fueron poderosos señores que, con un ejército organizado, comenzaron a conquistar a los pueblos

Fig. 3 Vista general de la ciudad wari


vecinos y luego a otros, hasta conformar un gran Estado imperial que sometió a los habitantes del Perú desde
de Pikillaqta, al sur del Cusco Lambayeque y Cajamarca por el norte hasta Arequipa y Cusco por el sur. Los wari rompieron con cuanto obs-
táculo se opusiera a su demanda de poder, imprimiendo una imagen uniforme a los rasgos previamente regio-
nalizados. Sus dioses, de antiguo origen ayacuchano, nasquense y tiwanakense, ocuparon los altares de todo el
Perú y su imagen figuraba en tejidos muy finos y vajilla muy delicada, desplazando a los dioses locales o regio-
nales que les cedieron su lugar. El parecido de algunos de sus iconos con los de Tiwanaku, hizo pensar a algu-
nos arqueólogos que todo esto era producto de la expansión altiplánica, pero ahora se sabe que Wari y Tiwa-
naku, además de ser contemporáneos, constituyeron dos procesos de ámbito y condición diferente, con un
límite territorial muy preciso que casi no se atrevían a alterar. La frontera cruzaba por Sicuani, al sur del Cusco,
y el valle de Sihuas y el Colca al norte de Arequipa.
Wari no era un Estado que cumplía una función de desarrollo agrícola notable, aun cuando en todas par-
tes con su llegada se advierte un incremento de canales de riego y obras hidráulicas; Wari era un Estado con un
patrón urbano de vida, con énfasis en la producción manufacturera.
Los wari dispersaron e impusieron un patrón de vida urbana en su área de influencia, lo que permite
encontrar centros de vivienda y/o administración de tipo wari desde Cajamarca hasta el Cusco, además de sus-
tanciales modificaciones en la organización urbana de pueblos tan desarrollados como los de Moche, inclu-
yendo la producción masificada de los tejidos y la cerámica, además de una intensa actividad de intercambios
de larga distancia de bienes de lujo de pedrería, orfebrería, maderas finas y otros.
Todo indica que el carácter del proceso generado por Wari en el Perú era muy similar al que años des-
pués impusieron los incas. Inició la extensa red de caminos del Chinchaysuyo (desde Ayacucho hasta Cajamar-
ca), por el norte y Pachacamac y Nasca por el oeste, con extensión hacia el Cuntisuyo incaico (desde Ayacucho
hasta el Colca) y el Cusco (desde Ayacucho hasta Raqchi en el Vilcanota) al sur, con evidencia de su presencia
en el oriente, más allá del río Apurímac. Estableció un régimen de grandes conglomerados de depósitos en los
territorios dependientes (como las qollqas de Pikillaqta en el Cusco o las de Viracochapampa en Huamachuco).
Todo eso estuvo acompañado del uso de técnicas de producción en serie, de la implantación de artefactos de
arcilla y madera para uso doméstico y, de modo notable, el uso del sistema de registro que se conoce como qui-
pu o kipu, hecho con cuerdas y nudos, que más tarde desarrollaron también los incas del Cusco.
Wari sometió al Chinchaysuyo entre finales del siglo V y los albores del X, es decir durante casi cuatro
siglos. Ese fue tiempo suficiente para lograr una cierta homogeneización de los patrones de vida peruanos a
partir del modelo wari; por eso, desde entonces, se inició una nueva etapa en la historia peruana, dominada por

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varios elementos de origen ayacuchano, que duraron casi hasta el siglo XVI. Sin duda, muchas de las institucio-
nes, mitos y creencias incaicas nacieron en tiempos de Wari.
La presencia del arte wari, que tomó procesos y formas de Moche, Cajamarca, Nasca, Tiwanaku y otros,
replanteó los códigos del arte hasta entonces vigente en la mayor parte de las regiones. Sin uniformar los esti-
los locales o regionales, agregó procedimientos y cruzó experiencias. En los tiempos de Wari, se impuso el uso
de colores en la cerámica, en lugares como la costa norte, donde el arte moche no los usaba y se intensificó su
manejo en lugares como Lima, alterando los usos policromos de los nasquenses y creando nuevos estilos,
como el santa, basado en el estilo recuay, el huaura en la costa al norte de Lima y los muchos «epigonales» que
aparecieron en todos los lugares. El arte de tejer, convertido en industria, sufrió significativas alteraciones.
La declinación y caída del Estado imperial wari fue producto de sus propias fortalezas. Wari, en su con-
quista, estimuló el desarrollo urbano de sus colonias, algunas de ellas, como Pachacamac en Lima, crecieron
tan poderosas como la propia capital del imperio en Ayacucho. Pachacamac, en algún momento, se convirtió
en una gran potencia en la costa, con un peso religioso tan importante como el que mantuvo hasta la época
incaica. Tenía su propio rubro de manufacturas, con estilo particular y prestigio ascendente.
El crecimiento de las ciudades no es tanto un rasgo físico cuanto económico y social; requiere disponer de
excedentes alimentarios y acceso a fuerza de trabajo para mantener la producción urbana y los mecanismos de cir-
culación que le dan sustento. En el curso de los siglos VI al X muchas regiones se hicieron poderosas y pugnaron
por establecer su propio señorío; parece que la conquista demoró pocos años en más de una región y tampoco
todo el territorio estuvo sujeto de manera continua. Sin duda hubo una «pax Wari» que hizo posible la habilitación
de la red caminera y el tránsito de caravanas en trayectos de larga distancia.
En Ayacucho, de otro lado, había ocurrido un fenómeno de acromegalia urbana, con una fuerte concen-
tración de la gente en la producción de objetos y materias primas y una suerte de abandono de las tareas agrí-
colas. Durante el período huarpa se había trabajado severamente Ayacucho, pero todos los campos habilitados
muy trabajosamente por los huarpas fueron abandonados por los waris, que obviamente tenían un fácil acceso
a productos de origen colonial. Cuando cayó Wari, la zona quedó convertida virtualmente en un desierto; por
eso algunos arqueólogos piensan que la insurgencia y declinación de Wari se debió a cambios en el clima, que
nadie duda que pudo ser un detonante.

L O S E S TA D O S R E G I O N A L E S Y L O S C U R A C A Z G O S O B E H E T R Í A S

Desde la caída de Wari, hacia el siglo XI, se formaron pequeños reinos y señoríos a lo largo y ancho del Perú,
comprendidos en una especie de remedo formal del viejo imperio. Los estilos artísticos y los patrones de vivien-
da revelan un carácter epigonal, es decir copiado, inauténtico y declinante de las artes imperiales. Esto duró uno
o dos siglos, según el lugar, pues un retorno a la independencia regional permitió la revaloración de los domi-
nios previos a la conquista wari y originó un retorno a las nacionalidades regionales, aunque es indispensable
reconocer que en el ámbito popular, en ningún momento dichas nacionalidades dejaron de existir y no hay indi-
cios de una presión estatal en ese ámbito de los comportamientos. Al igual que con los incas, los wari sólo pre-
sionaron cambios en los sectores de poder.
Los nuevos Estados y curacazgos (behetrías les llamaban los españoles) crecieron de acuerdo a sus posi-
bilidades económicas. Pronto se hicieron más poderosos aquellos que disponían de recursos para el sustento de
ciudades y ejércitos más grandes. Por cierto, los grandes valles costeños y serranos fueron favorables para tal

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crecimiento: los valles de Trujillo, de Lima e Ica, en la costa; y los del Vilcanota, el Mantaro, el Pampas y Caja-
marca, en la sierra. En torno al Titicaca continuó la tradición Tiwanaku hasta bastante tarde, cuando se descom-
puso en varios pequeños señoríos como los de Omasuyos, Pacajes, Lupacas y Collas, de habla aymara. En Truji-
llo, donde antes estuvieron los mochenses, se consolidó el reino de Chimú; en Lima principalmente Chancay e
Ischma; en Ica, los señoríos de Chincha e Ica; en el Vilcanota el señorío del Cusco que luego dio origen al impe-
rio de los incas. En el Mantaro los wankas, en el Pampas los chancas.
Es la época de apogeo de las ciudades, tan notable que algunos arqueólogos sugirieron el nombre de «cons-
tructores de ciudades» para caracterizar la época. En los valles más ricos se desarrollaron incluso más de una ciu-
dad. Ciudades de piedra y barro cubrieron los Andes y la economía se hizo, en cierto modo, a partir de un modelo
urbano, de modo que aun las pequeñas aldeas se vieron afectadas por el tráfico de los productos urbanos y el dise-
ño de un régimen de beneficios claramente a favor de los «señores» de las ciudades.
Por cierto, el esquema no tiene nada de común con la imagen contemporánea de la ciudad, sus habitan-
tes y sus «señores». La base económica real se encontraba en el campo y la población —aun la que vivía en el cen-
tro urbano— era definidamente rural, con excepción de los «señores» y sus allegados más próximos. Quienes viví-
an en la ciudad eran campesinos trasladados temporal o permanentemente para cumplir algunas funciones
específicas de producción o servicio: construcción de edificios, artesanos especializados, soldados y sirvientes.
La población urbana no era numéricamente muy grande; en ciudades físicamente gigantescas como
Chan Chan, la capital del reino de Chimú, donde podían alojarse quizá hasta 50.000 habitantes, probablemen-
te éstos no pasaban de cinco mil. Es que la mayor parte de los recintos eran oficinas, almacenes, salones,
«audiencias», patios y centros públicos similares, incluyendo templos, tumbas y demás, y relativamente pocos
servían como viviendas y dormitorios. Chan Chan estaba formado por una serie de «ciudadelas», a modo de
inmensos palacios cercados por murallas, en cuyo interior hay un laberinto de cuartos, patios, terrazas y aun
montículos piramidales y reservorios de agua; plenamente habitada cada «ciudadela» podría contener quizá mil
habitantes, pero seguramente que en sus recintos apenas vivieron unas pocas decenas de personas; primero,
porque eran oficinas y depósitos la mayor parte de los cuartos y luego porque cada ciudadela era palacio de un
rey y cuando éste moría, se transformaba el palacio en su mausoleo, dedicado a su culto, sin otra función más.
De modo que se puede presumir que de aquellas ciudadelas sólo unas pocas funcionaban de modo activo,
mientras que las demás eran inmensos recintos funerarios con graneros y otros depósitos, con funcionarios y
allegados, todos al servicio del rey muerto. Las ciudadelas estaban jerarquizadas y habían unas de mayor rango
y otras menores, pero, además, en la misma ciudad había casas populares, ocupadas por artesanos y tal vez
mercaderes, que rodeaban los palacios. Ellos eran, sin duda, la masa principal urbana.
El rey, muy alejado ya de la vieja imagen del curaca, era reconocido como un dios y los sabios de aquel tiem-
po contaban largas y enredosas historias sobre el origen de la familia real y su misteriosa presencia en el poder. Los
señores de Lambayeque hacían contar la leyenda de que provenían de un héroe llamado Ñamlap que llegó a las tie-
rras áridas del norte desde un lugar ignoto jamás visto ni oído, precedido por una corte señorial digna de los cuen-
tos de la fantasía oriental; los chimúes contaban que procedían del señor llamado Taycanamu, de cuya larga y noble
descendencia procedían los ci-quic que gobernaban el reino; los incas del Cusco decían que cuatro misteriosos her-
manos, apellidados Ayar, estaban en el origen de su abolengo, cuyo fundador, hijo del dios Sol, había llegado al Cus-
co y establecido allí la ciudad por mandato de su divino padre; dicho héroe, Manko Qapaq, era reconocido pues
como el «primer Inca». Todos estos héroes de leyenda deben haber surgido en el seno mismo de la invasión wari,

EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 27 ]
allá por los siglos X a XI, como una forma de sustento del poder. En Conchopata (Ayacucho) se ha hallado hace poco,
los testimonios pictóricos de personajes similares a los que se describen en relación con los héroes legendarios
de los incas, que tienen, además, la particularidad de estar asociados a los «caballitos de totora», que son típicas
embarcaciones del lago Titicaca. Este lago estuvo muy ligado a los cuentos de origen de los incas.
Por supuesto no todos eran reinos poderosos, pues mientras unos tenían el control de varios valles,
otros eran apenas algo más que pequeños curacazgos, con el control de la población de un valle o parte de él.
Esto permitió la formación de fuertes desequilibrios en las relaciones entre Estados y la pugna permanente entre
regiones. Estas situaciones de lucha han confundido a muchos historiadores haciendo pensar que se trataba de
guerras interétnicas, cuando en realidad parece que ese no era el caso; las guerras las coordinaban, decidían y
definían los grupos de poder mediante alianzas, acuerdos, negociaciones o enfrentamiento armado. Los gue-
rreros se limitaban a participar en este juego en función de su rol específico dentro de la estructura vigente. En
la medida en que cada persona se debía a su comunidad o ayllu, una parte de sus obligaciones era la guerra.
No lo hacían los campesinos de buen grado, mucho menos si no había identidad étnica con el opresor; existen
muy buenas referencias acerca del rechazo de los trabajadores del campo para integrar tal servicio, lo que se
expresaba en huidas colectivas de la leva y otros sistemas de asimilación de recursos humanos para la guerra.
Entre los siglos XIII y XV, los Estados regionales estaban plenamente constituidos, con algunos suma-
mente extensos, como el de Chimú, que había conquistado o asimilado bajo su dominio a los pueblos com-
prendidos entre Zarumilla, al norte de Tumbes, y el Chillón, al norte de la actual ciudad de Lima.
Hubo logros importantes en la producción artesanal. Los arqueólogos en general advierten un fuerte
decaimiento en la singularidad y el detalle de las obras de arte. Sin duda, las cerámicas de la época moche eran
mejor elaboradas que las chimús, y los wakos nasca tenían una perfección no lograda en la fase ica o chincha.
Los tejidos paracas, con su virtuosismo, jamás fueron igualados. Estos cambios se debieron más que a un dete-
rioro de la voluntad artística, al desarrollo de técnicas en la producción artesanal que hacían posible la produc-
ción en serie de la alfarería, mediante el uso de moldes para todo tipo de cerámicas, o de los tejidos con el uso
extensivo de la pintura o de técnicas, como el tapiz, que logran bellos lienzos decorados dentro de un régimen
iconográfico modular. Este fenómeno se asocia al crecimiento de la población urbana y la extensión de la elite,
con la incorporación de grupos distintos al exclusivo estamento de los sacerdotes.
La metalurgia entró en su fase de pleno apogeo, tanto en la técnica como en la función. Ya desde antes
de la expansión wari se conocían todas las técnicas de trabajo en metal, pero en esta época se generalizaron y
perfeccionaron. De metal se hacían no solamente adornos y armas, sino también instrumentos de producción
tales como azadones para la agricultura, cuchillos (tumis), hachas, cinceles y punzones.
Eso no significa que no hubiera obras de tratamiento refinado. Por el contrario, su producción se ligó a
logros tecnológicos sofisticados. No hay duda del valor artístico de muchas piezas de los estilos alfareros o las
telas de Chimú, Chancay o Ica, aunque fueran reproducidas por centenares. Al lado, destacan las piezas de joye-
ría para el adorno personal y verdaderas exclusividades para el vestido o el ornato de recintos elegantes.

E L I M P E R I O TAW A N T I N S U Y O

En estas condiciones se formó el imperio de los incas. Una de las castas de curacas, con sede en el Cusco, logró
organizar ventajosamente su economía con una agricultura bien asentada en la cuenca del Vilcanota-Urubam-
ba y una rica ganadería y agricultura de altura en las cordilleras. Todo eso, combinado con un fácil acceso a las

[ 28 ] LUIS GUILLERMO LUMBRERAS


tierras amazónicas, hacia el norte y este, y al altiplano del Titicaca hacia el sur. La antigua área del imperio wari
era el Chinchaysuyo de los cusqueños, la selva oriental el Antisuyo, la región del Titicaca el Collasuyo y las tie-
rras áridas del sur el Contisuyo. Ellos conquistaron los cuatro suyos y por eso llamaban a su imperio el Tawan-
tinsuyo (la «tierra de las cuatro regiones»).
El Estado cusqueño, como los demás Estados andinos contemporáneos, se organizó como tal desde los
siglos XI al XII, luego de la dominación Wari. Fuertemente ligado al Titicaca, al igual que Wari y todo el sur andi-
no, con apoyo en la mitología fijó allí sus orígenes, incluyendo la legitimación mágica de su clase gobernante
—los incas—. El gran lago sagrado era la paq’arina (lugar de nacimiento) de sus fundadores y aun de sus dio-
ses. Manko Qhapaq y su esposa, Mama Oqllo, salieron de sus aguas para fundar el Cusco por orden del dios Sol
(Inti). En cambio, los wari, sus viejos opresores, identificados con los chancas, eran sus enemigos históricos.
Cuenta la historia que en un momento en que los reyes incas habían logrado consolidar un Estado de
potencia regional en torno al Vilcanota, siempre asediados por sus vecinos del Apurímac y Pampas —los lla-
mados chancas— hubieron de enfrentarlos en guerra definitiva que concluyó con la victoria final de los cus-
queños. Esa victoria sobre los chancas es considerada como el punto de partida del imperio, cuyo fundador fue
el noveno Inca, llamado Pachakuti. Pero el evento se pierde entre el mito y la leyenda, de modo que la historia
de los incas se puede dividir fácilmente en dos fases, una legendaria, que concluye con este episodio, y una pro-
piamente histórica, que se inicia con el reinado de Pachakuti, figura genial, cuasi mitológica, cuyo liderazgo
transformó el Estado cusqueño en imperio. No importa si fue un personaje real —cuya momia fue capturada
por los españoles en el siglo XVI— al que le cargaron una imagen mítica o es sólo el símbolo de una época. Su
acción dio inicio a la más poderosa organización económica y política del mundo americano precolombino.
Los cusqueños no habían organizado un Estado sobre la base de nada; sobre ellos pesaba una tradición
de siglos de orden urbano, de modo que adaptaron a las necesidades propias del nuevo imperio toda la expe-
riencia acumulada. Sus conquistas se iniciaban con el trato diplomático entre Estados o grupos de poder y con-
cluían con el sometimiento violento si los tratos no daban resultado. Con esta modalidad, desde el siglo XIV o
comienzos del XV, conquistaron los Andes desde los Pasto en Colombia hasta los Picunche en Chile (al sur de
Santiago) incorporando bajo su dominio las tierras que hoy ocupan Ecuador, Perú, Bolivia, el noroeste argenti-
no y el norte y centro de Chile.
Uno de los aspectos destacados de la política inca fue el montaje del Qhapaq-ñan, una compleja red de
Fig. 4 Ruinas de Qenko,
valle sagrado de los Incas caminos que conectaba todas las colonias del imperio con el Cusco, logrando una singular capacidad de circu-
lación de personas y productos y el manejo del tráfico desde el Cusco. Estos caminos reco-
rrían el territorio de norte a sur y de este a oeste, con muchas conexiones menores. Pusie-
ron especial cuidado en la red vial, tanto en su construcción como en su mantenimiento;
embaldosados o empedrados por extensos trayectos, con puentes, túneles, sistemas de
drenaje para la lluvia, rellenos para evitar los excesos del relieve, y, desde luego, la habili-
tación de servicios para los caminantes. Los caminos fueron una base fundamental para
la existencia de este imperio de algo más de 5.000 km de largo. Por ellos circulaban los
tesoros que consumía el Cusco imperial, desde productos exclusivos de lejanas tierras,
hasta el preciado oro y la mágica coca. El caminante, de trecho en trecho, disponía de
posadas, llamadas tambos, donde además de comida y descanso podía encontrar vesti-
dos, armas y vituallas.

EL PERÚ PREHISPÁNICO [ 29 ]
La tierra era la fuente principal de la riqueza, pero la riqueza no dependía de su posesión, sino de la capa-
cidad para hacerla productiva. Por eso pudo mantenerse el régimen de propiedad colectiva de la tierra, centra-
do en las comunidades rurales. De otro lado, el medio ambiente andino, sobre todo por el acceso al agua,
demanda, aun hoy, de relaciones colectivas de trabajo, favoreciendo esta forma de propiedad y organización.
El ayllu, el clan familiar, era el poseedor y propietario de la tierra. El Estado, al igual que los ayllus, dis-
ponía de las llamadas «tierras del Sol» y «tierras del Inca», que hacía producir mediante su acceso a la fuerza
de trabajo, a la que tenía derecho como forma de tributo. Los incas, de este modo, podían satisfacer plenamente
sus necesidades y acumular excedentes de magnitud mayor, dado que en cada conquista incorporaban nuevas
tierras estatales y mayor número de trabajadores. Así, era posible mantener paniaguados, en condición servil, y
funcionarios, allegados, soldados, etc. Su riqueza se guardaba en los depósitos estatales, plenamente a su dis-
posición, para su servicio y poder.
El Estado, de otro lado, se preocupaba de crear nuevas y mejores tierras en todas partes, permitiendo
una vida con un cierto grado de seguridad y equilibrio. Esta imagen del país incaico fue idealizada sobremane-
ra, llamando «socialista» al imperio Tawantinsuyo, llamándolo «comunista» o, en el otro extremo, consideran-
do que aún no había salido de la condición de la «comunidad primitiva».
El Estado inca se basaba en la propiedad sobre la fuerza de trabajo, al igual como ocurrió en todas las
formas tempranas del Estado en todo el mundo. De otro lado, la estructura ha hecho pensar a algunos histo-
riadores que el Estado era un fenómeno de reciente aparición en el Perú y que los incas eran los fundadores del
Estado peruano; que una comunidad —la de los incas— se superpuso a un mundo de bárbaros neolíticos. Esa
imagen es también errónea. El Estado andino, como vimos, era una vieja y madura estructura; no una forma
débil e incipiente. Los incas no sólo formaron su Estado sobre la base de una larga práctica local, sino que con-
quistaron y sometieron otros muchos Estados tanto o más asentados que el suyo propio.
Por su carácter colectivo, las relaciones de producción y de distribución se basaban en principios de
reciprocidad y ayuda mutua. Pero si bien tales relaciones permitían la reproducción del sistema a nivel del ayllu,
ellas servían también para trasladar los beneficios de la producción al Estado. Todo hombre y toda mujer, en el
imperio, «debían» al Estado (léase el Inca, su corte y allegados), una cantidad de su tiempo y trabajo, que entre-
gaban a éste según él se los demandara; a cambio de ello, el Estado «debía» —recíprocamente— a las comu-
Fig. 5 Aqllawasi, casa de las vírgenes
nidades, una serie de beneficios, que iban desde la protección divina hasta regalos o dones que les concedía
del sol o mujeres escogidas,
el lnca o sus representantes. Esta forma de reciprocidad asimétrica le permitió al Estado reproducir las rela- Pachacamac, período incaico, siglo XV

ciones básicas que manejaban la producción en el campo y trasladar sus beneficios a su


seno dando, en cambio, servicios. Al mismo tiempo, el uso de los recursos humanos,
era con destino a la producción agropecuaria, pero también al servicio directo de los cen-
tros urbanos y la producción de manufacturas, para apoyo en la producción de servicios,
para el ejército, las construcciones, etc. Para eso existían diversas instituciones. La mita
permitía utilizar a una parte importante de la población local campesina —los mitayoq—
para hacer trabajos de carácter público tales como templos, caminos o palacios; median-
te la minka se hacía trabajo colectivo en beneficio del Estado. Existía la posibilidad de
trasladar total o parcialmente poblaciones —los mitmaq— de un lugar a otro con fines
militares o de producción. El aqllawasi permitía contar con fuerza de trabajo femenina
—las aqllacuna y las mamacuna— especializada en la producción de telas y otros bie-

[ 30 ] LUIS GUILLERMO LUMBRERAS


nes suntuarios; los aqllawasi eran verdaderas fábricas o talleres organizados como conventos que a la vez que
proveían mano de obra especializada, proveían también de mujeres para el lnca y sus allegados.
Finalmente, los señores «curacas» cumplían sus deberes de reciprocidad mediante la redistribución de
los productos, realizando de este modo un proceso de circulación de la riqueza que, naturalmente, siempre les
era más beneficioso a ellos que a los campesinos. Un sistema así no requería de mercados, aunque funciona-
ba el intercambio y había mercados de diversos niveles; tampoco necesitaba de moneda.
Para sustentar el sistema, los incas recurrieron a mecanismos muy rigurosos de registro demográfico,
mediante censos y a partir de un control decimal de los pobladores: decenas, centenas, millares y decenas de
millares, con jefes responsables en cada uno; por ejemplo, Chunka camayoq o jefe de diez unidades producto-
ras; Pachaq camayoq o jefe de cien (normalmente un curaca); Waranqa camayoq o jefe de mil; Unu camayoq o
jefe de diez mil, equivalente a una «provincia». Todos estaban bajo la administración de otros camayoq o fun-
Fig. 6 Templo del Sol, Pachacamac,
costa central de Perú, período incaico, cionarios de más alto nivel, formando una pirámide de poder en cuya cúspide estaba el Inca.
ca. 1450
La base jurídica del sistema era muy eficiente, tanto como la administrativa. Tres principios básicos regí-
an las pautas de conducta social: ama sua, ama qella, ama llulla (no robar, no ser ocioso, no mentir). No eran
simples pautas morales, eran reglas aplicables específicamente en beneficio del régimen imperial, para preve-
nir la evasión de trabajo o el hurto, especialmente en contra de los bienes estatales.
Para todo esto fue indispensable establecer una red urbana muy poderosa y, claro, conectada mediante
el Qhapaq-ñan. En Quito se estableció un centro administrativo, en Cuenca la ciudad de Tomebamba, luego en
Cajamarca, más al sur en Huánuco Pampa, Pumpu en Junín, Vilcashuamán en Ayacucho, sólo para mencionar
las más grandes y poderosas del Chinchaysuyu, agregando quizá la de Incallaqta en Cochabamba, en el Colla-
suyu. Rodeaban pueblos a cada ciudad, y aldeas y caseríos a cada pueblo. Algunos centros ceremoniales como
el de Pachacamac, cerca de Lima, tuvieron una importancia muy grande, sólo comparable a los templos del Cus-
co. En la costa, cada valle tenía grandes centros urbanos, aun cuando todo indica que pervivieron varias de las
grandes ciudades preincaicas.
La manufactura se mantuvo en la línea de los grandes Estados regionales previos, con tendencia a la
producción masiva y, por tanto, modular. El estilo cusqueño se convirtió en paradigmático y sus formas y con-
tenidos fueron luego imitados localmente. Las formas de la cerámica inca, tanto en la alfarería como en las
demás artes, fueron copiadas con diversa fortuna de aproximación, desde las tierras de los pastos, en el sur de
Colombia, hasta las de los araucanos norteños, los picunches, de Chile central, y los diaguitas y huarpes argen-
tinos. Las telas corrientes eran de confección local, pero las finas de los incas fueron notables por sus materia-
les y cuidadosa elaboración. Los templos eran cubiertos con oro, plata y pedrerías, y circulaban aquí y acullá los
adornos y obras finas de elite, aunque lo dominante era aquello producido en cantidad para el consumo gene-
ral de las ciudades.
El imperio del Tawantinsuyo se inició en los siglos XIV o XV, después de Pachakuti. Durante su exis-
tencia hubo obviamente grandes cambios en el Perú; uno de ellos, quizá el más importante, fue la aparición
de la propiedad sobre la tierra como una forma de apropiación tan o más importante que aquella que exis-
tía sobre la fuerza de trabajo. Los incas del Cusco se distribuyeron el rico valle de Urubamba y también se
asignaron tierras en Cochabamba. Estaba en gestación una nueva era, cuando en el siglo XVI llegaron los
españoles. Acababa de dejar de existir el emperador Wayna Qapaq Inca y la sucesión estaba en pugna entre
sus hijos Waskar y Atawallpa.

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