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La taberna tomada.

Había una vez en un país muy lejano, en un tiempo más bien cercano, una
antiquísima y famosa taberna que se preciaba de servir el whisky más exquisito del
planeta. Oficiaba de tabernero un anciano de rostro amable, más cuyos ojos eran la
fuente de una mirada severa. Su remota ascendencia se perdía en la huella de los
siglos, habiendo su estirpe regenteado el establecimiento contra viento y marea,
pocas veces en calma, sorteando revoluciones, guerras y catástrofes, sin cerrar
sus puertas un solo día y brindando siempre a sus parroquianos la bebida más noble
que hubieren probado labios humanos.

En la fachada del edificio, sobre la puerta principal, podía leerse, aunque con
dificultad por lo antiguo de la escritura, harto castigada por las inclemencias
climáticas, “Solo se sirve whisky, y el mejor”.

La fama y renombre del lugar atraían gente de todas partes del mundo, deseosos de
probar las virtudes del dorado elixir que allí se despachaba. Los iniciados que
habían tenido la fortuna de degustarlo, indefectiblemente exclamaban.

-¡verdaderamente es ésta la mejor bebida espirituosa que existe!- Y coronaban esta


y otro tipo de frases por el estilo con loas y exclamaciones de admiración.

El viejo barman asentía con la cabeza complacido cada vez que presenciaba una de
estas experiencias y cuando estaba de buen humor, ordenaba una ronda para todos
por cuenta de la casa a modo de bienvenida a aquél que, con certeza, se
convertiría en parroquiano habitual a partir de ese día.

Era común asimismo, que a los que llegaban por primera vez, habiendo saciado la
curiosidad etílica, les llamara la atención una enorme barrica que pendía de los
travesaños del techo del local, a una considerable altura. E inquirido el
tabernero al respecto, respondía invariablemente:

-Este whisky que has probado, caminante, no es sino cicuta comparado con las
bondades del whisky que allí almaceno y que reservo para “el gran día”-

Pero todo esto ocurría antes del advenimiento del tiempo cercano al que se alude
al inicio de esta historia. El mundo fue transformándose en ancas del caballo del
tiempo, cuyo sobrepaso se había tornado en galope desbocado, perdiendo de sus
alforjas poco a poco la mayoría de la gente el gusto por la buena bebida. Los
incidentes que a continuación relataré y comenzaron a ocurrir en esta perenne
institución darán una idea aproximada de lo que ocurrió.

Cierto anochecer se le antojó a un antiguo parroquiano pedir al dueño que le


sirviera vodka, manifestando estar cansado de tomar siempre el líquido ambarino,
al cual, insistía, le había perdido el gusto.

Contestóle el anciano al cliente diciéndole era víctima de un engaño, y que no era


cierto que le hubiera perdido el gusto a su bebida sino con seguridad se trataba
de las consecuencias de un cambio de alimentación del hombre, por otra parte
conocido por todos en la taberna ya que él mismo había comentado su giro del
paladar por las comidas exóticas. Pacientemente le explicó el tabernero que los
nuevos sabores adquiridos permanecían adheridos a sus papilas gustativas, lo que
ocasionaba fuera incapaz de apreciar como antes el líquido amarillo.

-Cómo sea- remató el viejo –acá no se sirve vodka sino solo whisky, y agua, porque
es sabido que un vaso de agua no se le niega a nadie. Si quiere tomar vodka, vaya
Ud. a cualquiera de los cientos de fondas que pululan en la ciudad-.

El resto de la concurrencia hizo ademanes de asentimiento, y el disidente,


despechado, se marchó dando un portazo para no volver.

Ojalá la cosa hubiera terminado allí, pero aconteció que esta clase de rebeliones
comenzaron a producirse con mayor frecuencia, reclamando buena parte de los
parroquianos que se le sirvieran también otras bebidas y tragos mixtos, llegándose
al colmo cuando un cliente del lugar exigió a viva voz se le sirviera un daikiri
de frutilla, con ron, trago deleznable si los hay. De nada le sirvieron sus
protestas, recibiendo el mismo trato y destino que el amante del aguardiente
incoloro.

Pero el despecho engendra rencor, y el rencor es cosa seria. Fueron poco a poco
juntándose en grupos los exiliados, a mascullar su derrota y a planear una
venganza contra el soberbio “bartender” y contra los pocos fieles parroquianos que
le quedaban a la taberna. Se lanzaron mil ideas venenosas y se desparramaron al
viento las más pérfidas calumnias con la solapada intención de denostar aquél
intolerante tugurio, como le llamaban.

Pero de entre ese nido de víboras descolló vivamente una conspiración elucubrada
por el afecto a la bebida rosa, quién propuso lanzar una campaña difamatoria del
establecimiento, basada en pruebas científicas irrefutables –o al menos, que
aparentaran ser empíricamente comprobables-. Y no tuvo más infeliz idea que
inventar una historia sobre un hombre que solía beber whisky en el viejo bar, que
había fallecido una noche tras beber él solo doce botellas de whisky, sin hielo.
Para rematarla consiguió que un médico amigo dictaminara como pernicioso para la
salud el monopolio etílico del whisky, aseverando que el mismo producía la muerte
en el mediano plazo. No faltaron los testigos falsos de ocasión que refrendaran
como cierto el cuento, y lo echaron a rodar por las calles de la ciudad, llegando
a ser comentado incluso en susurros en la mismísima casa que era blanco de la
conspiración.

El murmullo se transformó en discusión acalorada, riñendo a grito pelado la


totalidad de los bebedores de la taberna, quedando finalmente solo un puñado de
fieles al establecimiento que sostenían la postura de siempre, comunicada por toda
la sucesión de taberneros a lo largo de las centurias. Inútil fue decir que era
fácticamente imposible que un hombre ingiriera doce litros de whisky, pues habría
caído desmayado a la tercer botella, como igualmente infructuoso fue demostrar con
la opinión de un médico imparcial que la bebida no era perniciosa sino más bien lo
contrario. De nada sirvió desenmascarar la mentira, poniendo en evidencia la
falsedad de los testigos y desarrollado argumentos de todo tipo en contra de la
conspiración.

La “mentira rosa”, como le dieron en llamar este puñado de intransigentes, pronto


se desperdigó como un reguero de pólvora por la ciudad y por el mundo, ascendiendo
los peldaños de su inicial estado de “rumor”, al de “versión histórica oficial”
irrefutable e indiscutible.

Envalentonados, los partidarios de la diversidad alcohólica recurrieron al Juez


civil de la ciudad, exigiendo se obligara al establecimiento a servir todo tipo de
licores y otras minucias, como bebidas sin alcohol coloreadas y con gas. Pocas
veces se vio en ese prestigioso país un juicio tan arbitrario y expeditivo. La
sentencia final inconmovible dispuso, bajo amenaza de castigo ejemplar, que el
antiquísimo bar expendiera toda una serie de bebidas y tragos enumeradas en un
extenso catálogo de más de cien hojas. A fin de hacer expedita la orden, instruyó
el magistrado también que la taberna tomase ayudantes y mozos de inconfundible
afición a la tolerancia tragueril.
Y la taberna se transformó en una fiesta de dudosa reputación, en la que
proliferaban tragos azules, violetas y rosas, por mencionar únicamente los colores
más fuertes. El viejo tabernero ya poco podía hacer, debiendo resignarse a
soportar la orgía en que se había convertido su bar. A gatas pudo continuar
despachando el whisky al que debía su fama y permanencia en el tiempo, aunque a
condición de no pregonar del mismo que fuera la mejor bebida del mundo. A mayores
males, cada vez que servía un vaso, tendero y parroquiano eran objeto de miradas
torvas, cargadas de desdén. De manera que lo que antes era la bebida de la casa,
pronto pasó a ser algo rayano en lo clandestino. Y si a algún loco recalcitrante
se le ocurría alzar la voz para elogiar el whisky, o a fin de poner en duda la
historia del pobre hombre de las doce botellas, inmediatamente era invitado a
retirarse del lugar, siendo molido a palos sino se retractaba ante todos antes.

Todavía subsiste en la taberna una minoría silenciosa y retirada en el rincón más


oscuro del local, que insiste en permanecer allí, un tanto debido al whisky que
les sigue sirviendo el viejo, pero más que nada por la barrica del techo, que un
día beberán a sus anchas según la promesa que les hicieran.

El único punto de la demanda judicial que no prosperó tuvo que ver con esta
barrica. Habían solicitado los demandantes que fuera descolgada del techo y puesta
con las demás bebidas en el depósito, pero por alguna misteriosa razón el Juez no
hizo caso y la rechazó.

Casi lo olvidaba, el cartel de la puerta fue descolgado y en su reemplazo se


colocó una leyenda en luces de neón que reza: “Aquí se sirve lo que Ud. quiera”.

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