Morfeo me había propiciado un sueño agitado. Había contemplado
cómo la muralla se plegaba hasta formar una estrella que luego se había rodeado de un manto verde cuajado de ojos rutilantes encarados a un cielo azulado, casi negro. Luego yo misma había jugueteando con chisporroteos de cometas argentadas, había recorrido ramos de flores rojas y verdes, me había balanceado colgada de gusanos de colores y había danzando entre palmeras de oro. Con la pretensión de eludir nuevos sueños, eché a andar por la vieja ciudad. La elegancia del movimiento de una africana vestida de colores me condujo de la casa de baños a un zoco inmenso que reunía todas las bagatelas de la redonda geografía que me sirvieron de excusa para atrapar semblantes de otras latitudes. Una chiquita que no tenía diez años, pero sí unos ojos extremadamente rasgados, me vendió un clavel. Una aimara de negrísima melena y expresión impenetrable que alimentaba con una teta redonda una cara completamente redonda también me regaló una tenue sonrisa. Un anciano senegalés, gigantesco y elegante, enfiló su faz azabache en dirección a mí y me hincó su mirada sabia y paciente, una mirada del Sur. Bajé los ojos. Imaginé a mi padre en un mercado de Senegal... espárragos, alcachofas, pimientos... nadie compraba... nadie le miraba. Iba sumergido en mi pensamiento cuando me envolvieron. Descomunales y rodeados de niños giraban enloquecidos al son de las gaitas. Eran reyes y representaban también la redonda geografía, pero éstos recogían todas las miradas. Los primeros, de ojos claros, evocaban a mercaderes bárbaros y me dirigí hacia los mediterráneos. ¡Que bigote! el del turco de alfanje y casaca granate. Me sentí mujer. Baile una pieza a su lado, ¡cómo estaba...! Pero recibí una aviesa mirada de la princesa otomana y me bajé al moro. El moro tenía un morrazo... y no bailaba mal, aunque nada que ver con el enloquecedor meneo de su reina, la reina de la morería. Los últimos eran negros, como Fermín, y ¡qué ojos! No pude aguantar y empecé a acariciar al negrote descomunal, pero llegaron los papás con sus niños para hacerse la foto y fichar. Me llamaron desvergonzada y me tuve que alejar. Huí hacia adelante y me vi envuelta por la turbamulta inocente que corría chillando a unos seres horribles. No eran gigantes, tenían una enorme cabezota. Sus rostros, sus ademanes y su tricornio me habían aterrorizado cuando, para mi sorpresa, uno de aquellos estremecedores cabezudos de verruga imponente en la nariz desenfundó una manita pequeña e inocente para acariciar con delicada ternura a un niño deficiente. No entendía nada. Me acerqué. Sentí miedo de nuevo. Pretendí pasar desapercibida, pero un segundo kiliki con nariz ganchuda y cara de vinagre, enfiló en dirección a mí su mirada diamantina y, volteando su verga en el aire, golpeó mi culo con sucio coraje. Huí despavorida entre niños exaltados que gritaban: !Aquí, aquí, Kilikiki! Unos centauros achaparrados me cortaron el paso. Pretendí volar, no pude y retrocedí en busca de una salida. En un costado de aquella calle sin fin surgió una hermosa fachada que mostraba una puerta que gané velozmente. Una vez dentro, se irguió una lóbrega estancia de la que partían dos escalinatas laterales que se fundían en lo alto. Tomé la de la derecha y ascendí entre niños chillando enloquecidos: ¡Napoleón! ¡Caravinagre! Aquellos gritos fueron acrecentando mi turbación. Cuando la silueta de ambos cabezudos se recortó en negro ante la puerta, comprendí que era una trampa. Estaba pillada. El terror se apoderó de mí. Uno por cada escalera y lentamente para dar tiempo a degustar el terror, ascendieron haciendo girar amenazadoramente sus vergas en el aire. Los chavales gritaban enloquecidos. El miedo atenazaba mi corazón y anudaba mi garganta. Finalmente la cosa funcionó y la brujita salió al aire para entre dos murallas de balcones elevarse con suavidad junto a un globo de gas. En la acera un niño que lloraba desconsolado mirando alternativamente el globo ascendente y su mano gordita de la que incompresiblemente había escapado. Le devolví su globo y despegué nuevamente.