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HICIERON EL AMOR ETERNAMENTE

El adoquinado de la calle había huido de la horizontal. Salpicaron


el aire los cascabeles al otro lado del bosquecillo. Ya han dejado a Cenicienta,
pensé. Los corceles, a todo galope, tomaron la curva de Navas de Tolosa y a
punto estuvieron de hacer volcar la carroza, pero la vertiginosa carrera les
devolvió el equilibrio.

Los cisnes que divagaban por el estanque, al contemplar el


desenfrenado carruaje, espantados, dejaron caer con estrépito sus ojos al
agua. Contemplé por un momento a las ondas concéntricas arrugando el
estanque, pero las gigantescas ruedas del carruaje aplastaron mi visión.

Descubrí a Napoleón y Caravinagre que desde el pescante


restañaban sus látigos sobre los rocines. Pero... ¿dónde están los blancos
caballos con sus penachos de plumas? Son mulillas engalanadas en boutique
hortera: banderitas, cintas, bombillas y cascabeles.

¿Qué llevan? ¿Qué arrastran? Es Fermín, el negro. Pero, ¿por


qué? Intento gritar y no lo consigo. Lanzo una litrona que yace a mi lado y ésta
arrastra consigo mi brazo que, describiendo sucesivos óvalos va a estrellarse
sobre el tejadillo de una caseta gris de venta de ajos.

Ahí está Ella. Sí, es Ella. Se planta ante la carroza. Caravinagre


sujeta vigorosamente las riendas y echa el freno. Las llantas, restregando los
gastados adoquines, vomitan chispas en un chirrido. Napoleón se zambulle en la
espesura a la caza de un papelón con churros que los de Mañueta han lanzado
en paracaídas. Lo atrapa y hurga en él. Caravinagre desciende amenazador.

-¿Por qué os lleváis a Fermín? ¿Dónde lo lleváis? -preguntó ella


henchida de rabia.

-Si dudas de nosotros te descalificas a ti misma. Nosotros


tenemos la voz del pueblo y su mandato desde el año... Ja, Ja, ¡Qué más da!
Ella quiere correr hacia él para golpearle con sus puños, pero no
puede, sus piernas suben y bajan en el mismo lugar. Entre tanto Caravinagre,
encolerizado, escupe la orden:

-¡Napoleón!

Este, que habiendo devorado los churros restriega sus manos


grasientas en la guerrera, saca de su sobaco un estoque y apunta hacia Mari
Blanca. Un rayo secciona el cuello de ésta y una descomunal cabeza de astado, a
botes irregulares, desciende por la cuesta de la estación en dirección al río.

El agua se tiñe de rojo e inicia su ascenso. Las olas encarnadas van


a dar contra la muralla. En el mar picado Miuras descomunales saltan cual
delfines alegres y juguetones envolviendo el ambiente en un bramido
ensordecedor.

Quiero huir, no puedo arrastrarme. Las olas suben con rapidez, ya


han llegado a Recoletas y pronto estarán sobre mí. El agua llega acompañada de
una sarta de improperios:

-¡Fuera de aquí! ¡Marranos! ¡Sinvergüenzas!

-¿Qué pasa? ¿Dónde estoy?- balbuceo aturdido.

-¡Ya te voy a dar yo a ti! ¡Esto es un lugar sagrado! No es misión


del sacristán limpiar vuestros pises ni haceros levantar. ¡Degeneraus! ¡Esto lo
arreglaba yo...!

Tambaleándome cruzo a la Takonera en busca de olmos en los que


apoyarme y cuya sombra tamice la hiriente luz que taladra mi cabeza.

De pronto, ¡Ella de nuevo! ¡En el altozano! Parece venir de hacer la


compra que trae en la derecha mientras acaricia la cabeza del pequeño
Fermintxo, con la izquierda. Llego a su altura. Accedo hasta ella y le beso. A
través de los labios la frialdad se apodera de mi cuerpo que sale despedido por
el aire. Caigo en el portalón de Teresianas.

Ella canta en lo alto y, embelesado, subo las amplias escaleras.


Risas socarronas llegan desde la puerta grande. Son ellos, Caravinagre y
Napoleón. Asciende un tricornio por cada escalera con un rejón que apunta
hacia mis cervicales. El terror me escupe al vacío. Voy cayendo despacio...
despacio....

Sirenas... luces... colores verdes... voces lejanas. ¿Qué dicen?


"¿Este es del encierro?" "No, estaba con un ciego impresionante cortejando a
una estatua de la Takonera y se ha ido al suelo" "Un cosido artesanal y listo"

Soy una crisálida. ¡Qué ilusión! ¡Luego volaré! No volar no, voy en
coche. Sí, de excursión. ¡Y voy el primero! ¡Mis amigos detrás! ¡Coño, mira, y mis
enemigos! ¡Qué papo! ¡Que ascensor más mono! ¡Ale, al armario! ¡No salpiques,
jodé! ¡No me entero de nada! Voy a apacentar el ojo por ahí fuera. ¿Que tú
también? Vete, eres una oreja envidiosa.

-Descanse en paz

-Amén

-¿Es Ud. la viuda? Le acompaño en el sentimiento.

-¡No llores querida! Caravinagre y yo...

-¡Es tan fuerte!, Napoleón. Gracias a que estáis vosotros. Tú tan


delicado. Y tú, Caravinagre, tan... buenazo.

-¡So zorra! Y yo, guardándote fidelidad eterna. ¡Ahora verás! Clin,


clin clin clin clin clin, clin clin, clin clin, clin, clin clin clin clin clin clin clin clin clin
clin.

-¿Mari Blanca?

-Te has confundido, soy la de la teta rota.

-¿La que estaba en urgencias?

-No, la de junto al ambulatorio.

-¡Ah! Perdona, cariño, me confundí. Un besito en la buena. ¡Agur!

-Clin clin clin clin clin clin.... ¿Mari Blanca?

-¡Cariño! ¿Dónde estás, amor mío?


-Aquí en la finca.

-Dame la dirección. Voy rauda.

-Es junto a S. Jorge, pero al otro lado del río. Apunta, Avenida de
Berichitos, bloque 69, número 96 y cuarta altura, un ático. No traigas vela, el
ayunta nos ha puesto muchas bombillas.

Mari Blanca se viste de luna y, patinando por el río, baja hasta el


Camposanto. Da un brinco y se introduce en el nicho.

Se abrazan. Catorce millones de ojos de siete millones de gusanos


se contorsionan deleitándose en su contemplación.

¡Hicieron el amor eternamente!

JAVIER MINA, Julio de 1990

Publicado en Egin 7-92 y “Antojos de Luna” 12-1995

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