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Había malamanecido.

Varado en una atmósfera grismetálica, el día no transcurría para la


ciudad portuaria. Cielo y mar y tierra se reflejaban recíprocamente su amarga tristeza,
intercambiaban pena por pena. El éter era ocupado por una opresiva techumbre de
nubarrones polvoplomizos que pesaba, lloraba abajo sobre una tierra exagüe plagada de
edificios y cajones de naves industriales, sobre el enturbiado espejo de la bahía y, fuera
del abasto del cepo del apéndice protésico del puerto, sobre el denso y encrespado estrato
de un mar de mercurio. Lamientes olas crecían más y más en libertad absoluta,
engarfiábanse nítidas y espantosas y rompían en borbotones de espumas blanquísimas
como leche de almendras. A pesar de la tumultuosa urbanización que se apoderaba de
todo el municipio, despuntaba sobre su imperio un vestigio de la virginal naturaleza: una
verdosa peña como corazón de un barrio de las afueras. No ilesa, ni ajena a la acción
humana: rodeada de calles como de cadenas, era herida por surcos de caminos y otras
construcciones; mas el estigma por excelencia lo constituía la Iglesia. Se alzaba al borde
de la escarpada ladera, dándole la espalda a la peña y al sol. Orientada así hacia el
poniente, le llegaba un interminable vial que le permitía ser divisada ya de lejos y a ras de
suelo por quien quiera que en ese sentido circulase, al tiempo que aumentaba
imponentemente de tamaño toda flagrante intento de impactar para causar conmoción.
Dicho vial se bifurcaba en dos carreteras previsiblemente rectas por haber rodear tal
monumento viviente. La del norte delimitaba al otro lado un polígono industrial en el que
no faltaban viviendas familiares. Ni a derecha ni a izquierda de hasta donde la vista
alcanzase ni fuese hasta en las remotas ondulaciones del fondo, podía verse en toda
aquella extensión un sólo paso de peatones, o un badén, o un semáforo, o un radar, o una
señal reguladora de velocidad que no pareciese un chiste macabro. Sólo un seto bajo que
se extendía dividiendo carriles de sentidos. Suspendida en este punto de la brecha y
abismo estaba Musith; y al otro lado estaba todo.
Su familia había cruzado, esperaba del otro lado, y nada peor podía sentir que el
suplicio de quedarse atrás, sola, de perderse. Las negras sombras de la familia no
parecían deparar en ella, se iban; no parecían acordarse de ella, se iban. Se imaginaba
sola, perderse. Cada vez más lejos las sombras, ajenas, más prontas a desaparecer. Y la
tensión se hacía más fuerte y la angustia..., insufribles. Nada peor que imaginarse sola y
perderse. Se agita con inquietud al borde del filo. Y entonces una voz infantil le gritó, le
previno: «¡No! ¡No cruces!» Y fue como si sólo hubiese hecho falta esa negativa o el
recuerdo de cruzar para activar en su cabeza un resorte que la hiciese hacer todo lo
contrario y, con toda la ceguera propia de la niñez, ya estaba corriendo para cruzar la
carretera... Un asteroide de diseño enguantado la usurpó fugaz, arramblándola, dándole la
apariencia toda de una muñeca de trapo. En impacto brutal la dobló. Desapareció. Cayó
en la nada... Teniéndola aprisionada bajo sus fauces no cesaba de devorar el espacio
mientras emitía un penetrante y demencial chirrido. Mas no despertó al pueblo, que ni
siquiera se inmutó..., sólo parpadeó. Dejó de oírse el grito infrahumano, pero el vehículo
seguía perdiéndose en la lejanía: los frenos habían dejado de responder totalmente.
Transcurrió una eternidad antes de que se detuviera... Allí en lo remoto terminó por
hacerlo, dejando una acre pestilencia de neumáticos quemados. Por lo que tardó en
inmovilizarse podía deducirse que triplicaba el límite de velocidad máxima permitida. En
ese momento comenzaron a salir las casas y negocios adyacentes como de hormigueros
aturdidos gentes que acudieron al lugar en...
El embrujo de la iglesia se desvaneció e hizo que la relación con la peña se revelara
muy otra: terminó sumida en un ridículo desamparado. Apareció pues el pedazo de piedra
con fatua altivez, parasitaria de aquella potencia geológica de la que trataba de
aprovecharse, semejante a un bufón enano de corte que brazos en cruz y pisando la capa
del rey trata de eclipsarlo. Adiós al falso dios. Era el templo de Moloc.
Todo aparecía descarnado. Alguien desclavó de la calzada a la otra niña..., catatónica
como si el impacto de un bate de aluminio le hubiese emblanquecido el cristal de los
ojos. Un anciano masculló con la cara desencajada «Otro chiquillo más... ¿Será
bastante?». Postrábase a los pies del cuerpo de la pequeña una mujer, meciéndose hacia
atrás y hacia adelante en desesperada plegaria, liberando un potente y creciente gemido
que aterrorizaba, sirena de horror de la fatalidad. Se retorcía las manos de una forma....
En crispada madeja estrujaba dedos, con pura desquicia, temblando toda, pura
desquicia... Era como si intentase molerlos tanto como los huesos de la niña que yacía
abultada, monstruosamente deforme sobre la calzada. Y es que en aquel cuerpo tan
pequeño y delicado como no puede ser ni triste sombra todo el arte del mundo, en aquel
cuerpo cuyas facciones y formas guardaban, manifestaban lo único que tiene sentido en la
vida y con lo que nada se puede pagar a ningún precio... En aquel cuerpo... ¡Se habrían
heridas tales que uno abominaría de ver incluso en un elefante! Seguía el alma en el
cuerpo (¡viva aun, sería posible!) anormalmente contorsionado que convulsionaba entre
la piedra y el hierro, sobre un rudo, estático lecho de grano grueso asfáltico; tan
infinitamente vulnerable lo orgánico de esa niña sobre la materia muerta del mineral
artificial... La radical incompatibilidad de estos elementos entre sí se reveló en aquel
instante con una evidencia absoluta. Nada sentido, todo desgarradora, aplastante
demostración de imposibilidad de coexistencia de tales contrarios sin el brote
incontenible de esa hemorragia sacrificial de vidas; que la nieve y el fuego no pueden ser
a la vez, ni estar en paz el león y el cordero...; que la cuchilla de una guillotina al caer
describe una linea roja; que no puede haber coches donde hay niños, ni niños donde haya
esa nefasta artillería.
Y las pequeñas ventanas del lucerito de la Astrea se cerraron y Musith murió. Mas el
pueblo no despertó, ni siquiera se inmutó..., sólo parpadeó. El pueblo no despertó, ni
siquiera se inmutó... Sólo parpadeó para quitarse esa mota de polvo del ojo. No movió
uno solo de sus manchados dedos

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