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LA GUERRA

Pablo Vargas Lugo

para Laureana Toledo

María Guerra vivía en el primer piso de un edifico de pasillos angostos y oscuros situado en la esquina
noroeste de Ámsterdam y Michoacán. Su ventana se abría casi directamente sobre el zaguán; uno tocaba
el timbre o gritaba su nombre, y ella asomaba su mano y dejaba caer las llaves. Al subir la puerta de su
departamento ya estaba abierta, y apenas uno cruzaba el umbral ella saludaba desde adentro con alguna
coquetería en francés. Desde ahí uno podía dar un par de pasos al frente e ingresar en la única habitación
o bien girar a la derecha para encontrarse con el pequeño gabinete comedor y la cocina. Al fondo de ese
apretado espacio recuerdo a María preparando algo, sirviendo un par de tequilas o poniendo la cafetera
sobre el fuego. Uno se sentaba a la mesa para conversar desde ahí, esperando a que ella tomara asiento
si es que íbamos a comer algo, o que lo invitara a pasar a la habitación para compartir un trago o un café.
Ahí -en un espacio que se recorría en no más de cinco pasos en cualquier dirección- la luz era abundante,
y el bullicio de la calle era menos notorio de lo que se esperaría. Al lado izquierdo de la ventana estaba su
cama, al lado derecho de la habitación recuerdo un sofá de dos plazas tapizado en amarillo, la puerta del
closet y del baño; en la pared colindante con la cocina y el comedor había una mesa de trabajo, libros, unas
docenas de casetes y una pequeña grabadora.

Había algo casi espartano en su modo de vida, lo cual parece contrastar con la leyenda de un carácter
intenso y excesivo. No se trataba de una pobreza bohemia -María tenía claros sus gustos y no escatimaba
en ellos- más bien prefería vivir dentro de un pequeño cerco doméstico y de amistades, aunque esa
impresión tal vez responde a que ella mantenía unos capítulos de su existencia apartados de otros,
y a duras penas respondía preguntas sobre su vida fuera del ámbito en el que uno la conocía. Era casi
imposible, por ejemplo, lograr averiguar algo sobre su actividad como artista. Ello podía resultar un tanto
exasperante: circulaba con libertad entre los estudios de los artistas, haciendo preguntas, lanzando críticas
e improperios y cultivando su amistad. ¿Por qué no responder a unas cuantas preguntas o mostrarnos
unas cuantas fotos y un video? Ahora pienso que lo que quería evitar era que sobredimensionáramos los
pasos que llegó a dar en esa dirección, y que al juzgarla como artista olvidáramos su papel de curadora, el
cual tomaba con gran seriedad y una dosis equivalente de humor.

La última vez que la vi fue en ese departamento. Su cama estaba colocada frente a la ventana, y las
persianas estaban cerradas, aunque un poco de la intensa luz de mediodía alcanzaba a filtrarse entre ellas.
Me acompañaba Laureana Toledo, y acudimos dolidos e intimidados ante ese adiós definitivo. Desde su
lecho, todavía regalándonos su amplia sonrisa, María nos pidió un favor al cual accedimos, y que a la fecha
nos atosiga: que lleváramos a término Unhoused, una exposición en la cual había trabajado durante más de
un año antes de enfermar, y que reunía a artistas cuya obra debía más a una cultura urbana globalizada que
a una identidad nacional o geográfica. María murió esa misma tarde, y unos días después nos reunimos
con los otros involucrados para trabajar en la que en ese momento hubiera sido la muestra de arte
contemporáneo internacional más ambiciosa producida en México. Bien pronto, sin embargo, nuestro
entusiasmo se vio enfrentado a la complejidad y escala de la tarea: la depuración de la lista de artistas, la
selección final de la obra, los presupuestos, seguros y fletes. Las instituciones vacilaban en su compromiso
y los recursos con que creíamos contar comenzaron a desvanecerse. Tras cada reunión la consecución
del último deseo de María se veía más lejana: nos quedábamos escrutando el texto de página y media
que nos debía servir de brújula y cada vez nos parecía más escueto y críptico, llegando inevitablemente a
preguntarnos si ella había sido consciente de la magnitud del favor que nos había pedido. Con el tiempo,
y a pesar de varios intentos de resucitar el proyecto, cada uno fue absorbido por sus asuntos; tácitamente
acordamos dejarlo en paz antes que seguir deshilachando lo que había comenzado a tejer María bajo el
nombre de Unhoused.

Los años siguientes vieron florecer la carrera de muchos artistas casi desconocidos que ella seleccionó
entonces, a la par de la presentación de exposiciones y bienales curadas bajo premisas semejantes a las de
su proyecto en las sedes de lo más reconocidas alrededor del mundo. Ello podía parecer una reivindicación
de la visión de María, pero también me hacía pensar en las diatribas que le hubieran merecido casi todas
ellas, por sentimentales, escleróticas o solemnes. Aun así su trabajo nunca llegó a contar con un foro de
esa relevancia, lo cual me hace preguntarme: ¿por qué eligió confiarle su proyecto más sustancial a unos
cuantos de sus amigos artistas?, ¿fue algo que reflexionó durante días o semanas?, ¿acaso al final de su
vida cedió finalmente ante un cliché, como quien deja a su hijo al cuidado de un amigo pobre y soltero?,
¿fue un gesto final de humor que no supimos interpretar?, ¿pensó que siendo artistas, como ella, seríamos
capaces de completar su trabajo? Nunca me pareció que su labor como curadora estuviera impregnada
de vanidad o narcisismo, y ello me lleva a pensar que hubiese preferido vernos concentrados en nuestra
propia obra antes que ocupados en descifrar sus intenciones.

En cualquier caso, más de diez años después de su muerte, lo que queda del trabajo de María se concentra
en unos cuantos textos, la documentación de una docena de exposiciones y un cuerpo de tradición oral
que podría llenar un salón de conversaciones durante días. Ello significa que para cada generación que
pase su figura será una nota cada vez más velada, incomparable con el vívido recuerdo que dejó entre
quienes la conocimos. Sin embargo no creo que este sea un asunto que sea del todo necesario remediar.
Hubo en María siempre el cultivo de algo huidizo: el recelo al equipaje y los lastres de todo tipo, la
insinuación de otra vida de la cual había tomado un respiro y a la cual siempre podría volver. Así, en las
semanas posteriores a su muerte, mientras debatíamos en torno al lugar más adecuado para dispersar sus
cenizas, éstas fueron contrabandeadas fuera del país en una cajita de Olinalá para reposar finalmente en
algún lago suizo. No en balde la cita que abría el statement curatorial de Unhoused -atribuida a St. Victor-
era un elogio a quienes son capaces de extinguir su apego a cualquier lugar.

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