Todas las tardes me encuentro con ella. Inevitablemente, al subir la
escalera y dar vuelta rumbo a mi oficina, ella ahí está en la recepción con sus piernas firmes, su piel lisa. La miro, como la mira todo el que pasa, y se me olvida todo. Su pecho abierto es herido por mis ojos que desean llegar hasta la punta de cada una de sus delicias. Esos contornos curvos me envenenan. Suspiro, y ella indiferente, sin decir nada, me afecta toda el alma. Al llegar a mi escritorio y comenzar el turno vespertino en la oficina de la empresa, me descubro excitado, deseando tocarla, tomarla, hacerla mía. Una tarde feriada, cuando todo el piso de la oficina estaba cerrado por un evento municipal, nos encontramos a solas. Mi corazón se detuvo cuando nos miramos. La recepción estaba en penumbra. Fingí un sobresalto por encontrarla con el edificio vacío. –Disculpe usted, pensé que no había nadie. Ella, frente a mí, no se movió. Silencio. Mi corazón precipitó mis palabras: –Sabe, cada tarde la miro y me parece usted muy hermosa. Dejé mi portafolios en el sillón, como quien va a iniciar una pelea. También lo dejé como quien está dispuesto a sacar un arma. –Disculpe si la he interrumpido... pero debo confesarle que no dejo de pensar en usted. Su semblante firme me retaba, y a la vez me vencía. A pesar del día feriado, ambos vestíamos igual que todos los días. Yo debí usar corbata por unos negocios que arreglé esa mañana. Olvidé unos documentos en la oficina y por eso pasé. Ella vestía su negro uniforme de recepcionista. Su escote exponía las mismas delicias que siempre... y ésta vez no me demoré en mirarla de pies a cabeza. “Te estaba esperando” y su voz llenó la oficina de un perfume dulce, de mujer. La miré fijamente, y los círculos en donde sumergía mi alma corroída por el deseo me hicieron avanzar. Llegué hasta donde topé la nariz. Mis ojos siguieron firmes mirando esas ruedas desde donde ella me miraba y seducía. Mis manos fueron atraídas hasta tocar su pecho, su vientre, sus caderas, y una de ellas fue a mandar un dedo excursionista, que buscó y encontró los bordes y el ingreso al más allá. Mi respiración era un fluido de vapor. En la oscuridad, la luz de su belleza contrastaba con sus ropas negras. Y mi mano se perdía en el sur, en sus adentros, mientras ambos nos mirábamos atrapados: yo por su tacto, la promesa de su sabor... ella perdida y entregada. Miré ese valle donde quería entrar. Sentí una mordida en mi labio inferior. Mi mirada angustiante, deseosa. Su vestido negro. Su piel firme. Bajé las manos y levanté una capa de su vestido, y pude sentir la diferencia de temperatura entre adentro y afuera de ella, quien seguía firme, fuerte, con sus piernas ligeramente abiertas recibiendo la caricia de un dedo, luego una mano que entró, se estiró por completo, intentó penetrar firme hasta el fondo. –Te quiero robar –y parecía que mi voz lo decía todo. –Quiero todo de ti. Ella, abierta, penetrada, miraba al horizonte con unos ojos perdidos, entregados. Rápidamente palpé mi pantalón y encontré la tumescencia que necesitaba. La redondez me dio fuerzas. Hábilmente saqué, busqué su orificio y penetré. Ella respondió con un quejido que nació en el centro de sí misma. Ya penetrada, tembló. Su excitación era la mía. Con otros gemidos me urgía. Quería más. Mi dedo fue a buscarle un botón, donde le encendería un nuevo fuego. Tardé en encontrar el preciso, mientras ella, sudorosa, respiraba hacia adentro. Cuando presioné el punto exacto explotó. Y yo también me moría de una sed infinita. Hacía mucho tiempo que no me llenaba de ese placer dulce y fatal. Regocijado, con las manos mojadas y mirando sus piernas abiertas, abrí la lata de Coca-Cola. Como soy diabético, mi mujer me tiene prohibida esta bebida. Pero esta tarde no pude más y, seducido por la máquina dispensadora de refrescos, caí en la tentación. Me inyectarán insulina. Tal vez hasta termine internado en un hospital. ¿Soy culpable? La culpa es de esta débil carne que nos mueve. La culpa es de quien ordenó poner esta máquina dispensadora de refrescos en la recepción de la oficina.