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Confesión »

Gemelos
diciembre 7, 2009 por chrieseli

En el año del Señor de mil setecientos diecinueve escribo estas


líneas, con un pedazo de carbón aguzado que estaba debajo del
jergón, cubriendo el camastro. Estoy preso. Me conocen
como Joaquín Ruiz de Santa Cruz, pero nací con otro nombre. Mi
madre me abandonó en los barcos cuando tenía apenas ocho años y
aprendí demasiadas cosas entre tantos viajes. La noticia de los
tesoros de América hizo perder la razón a varios, desde el comienzo y
bajamos por los caminos olvidados de los indios amazonas hasta
llegar a este reino, que aún es oro y riquezas por doquier. Un favor
bien hecho, traducido en el cuerpo muerto de un pobre diablo, me
hizo tener mi nuevo nombre. Aún recuerdo al fraile loco que viajó con
nosotros, arrastrando un arcón oxidado, cargado de quién sabe qué
cosas. Se abrazaba a la pieza con devoción, mientras sus ojos se
tornaban en blanco por alucinaciones de mapas de tesoros y visiones
demoníacas. Le abandonamos en el primer puerto que vimos, pero su
imagen me persigue hasta hoy, en esta celda lóbrega, donde espero
para ser colgado.

Las calles de Cuzco me atrajeron apenas las vi, como los ojos
marrones de Aurelia, sus caderas redondeadas y sus manos de
terciopelo. Poco me importó que estuviera casada. Su voz me
martillaba en las noches y luego de maquinaciones y jugarretas, logré
hacerme de una fortuna como la que jamás hubiera visto nadie en el
lugar donde nací. Piezas de ocho colgaban de mi cuello y mis zapatos
eran del cuero más fino, amansado con los dientes de varios indios
que estaban a mi servicio, por encargo y gracia de su Majestad, quien
es ahora el que me envía a la horca. Cierro los ojos y recuerdo
claramente los olores de la cocinerías, las calles empedradas y las
rocas cuadradas de los callejones donde, por las noches, ataqué
mozas a mansalva y les hice chillar de placer, mientras mis rodillas se
volvían de algodón y un líquido caliente me recorría la espalda.
Aurelia me recibió en su cama varias veces y varias tantas me colé de
sorpresa, escapando como un chico por los balcones llenos de flores,
a la vista de sus sirvientes, que existían en un trance infinito, sin
emitir jamás un sonido, ni siquiera cuando su amo dejó de respirar
por el filo de mi acero. Pero esa no es la razón por la que estoy aquí.
Esto es una total injusticia.

Acabo de levantar la roca. El olor a encierro se me cuela por los


poros. Busco el último vestigio de Joaquín Ruiz de Santa Cruz, señor
de la hacienda La Magdalena de Cuzco. Cometió diversos crímenes y
los registros de la historia lo indican como bandido, asesino y
bastardo. Apareció, por primera vez, en el manifiesto de un barco
que tuve la suerte de leer, antes de que el tiempo hiciera presa de
sus hojas y las convirtiera en un polvillo irrespirable. Entonces,
asesinó al capitán y tomó su nombre y su cargo. Producto de los
amores prohibidos con doña Aurelia de Rivera y Godoy estuvo al
borde de la horca, pero misteriosamente el marido agraviado
apareció en un estanque, con marcas de una espada toledana que
nadie se atrevió a identificar.
Su Majestad premió a don Joaquín en variadas ocasiones,
aumentando su fortuna a niveles nunca vistos en hidalgos de poca
monta. Estuvo en la Corte varias veces, tuvo su propia flotilla de
barcos que comerciaban sólo con el puerto de Cartagena, amén de
las maquinaciones oscuras y sangrientas que efectuó para quedarse
con la ruta y había terminado sus días por un edicto real que lo
declaraba impostor del nombre que creó como suyo. Su fin llegó un
día de mayo, al amanecer, cuando el verdugo, convenientemente
pagado por la víctima, hizo un lazo apretado que le llevó la
respiración y la vida en pocos minutos, quitándole a la turba el placer
de verle balancearse por horas. Cuentan que doña Aurelia estuvo allí,
como estuve yo hace poco, admirando el viejo árbol de huayruro que
soportó el peso de tantos hombres colgados. Vi su rostro como vi el
mío, en el espejo, esta mañana y terminé de creer que somos muy
parecidos. El único retrato de don Joaquín colgó gracioso en la casa
de doña Aurelia, como la afrenta última al marido agraviado y la
prueba irrefutable de la conducta licenciosa que les hundió a ambos y
que llegó a mi conocimiento por azar y una sola vez. Levanto la
piedra nuevamente y veo con claridad el pedazo de carbón que usó
en su última misiva. En un segundo único, escucho su respiración
entrecortada por la humedad del cuarto y me doy cuenta que es él
quien me ha guiado. He seguido su camino no para reivindicarle, sino
sólo para conocerle y darme cuenta, en este viaje, que hemos sido
como hermanos…

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