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Atravieso la calle como un cuchillo.

Junto a mí un anciano paralítico con rasgos de padecer, además, párkinson. Bob, decía
que se llamaba. A veces lo gritaba, pero nunca perdía el ritmo, de modo que nunca se lo
pregunté y quedé con la duda de que si acaso él quería que yo lo supiera. El semáforo
dio rojo y me alertaba de la hora, de que mis padres se enojarían, de que me recordarían
lo que pasó la semana pasada en la fiesta de Charly. Espero que a mi llegada ambos
permanezcan drogados y en sinestesia; o que estén tan ocupados haciendo el amor que
entrar implique volver a salir donde Charly. Amo la casa de Charly, no sé porque y
nunca lo sabré. No volveré a poner un pie por allá… definitivamente no lo haré.

Seguí atravesándola.

Podría haber sido muy maduro a mi edad (33 años), puesto que cuando pequeño sí lo
era. Algo pasó. Quizás fue culpa de Charly… bueno; así dice mi madre, que me prohíbe
juntarme con él. Lo culpan de regalarme una fotografía anónima de una mujer posando
desnuda resaltando su sexo en blanco y negro, que encontraron un día domingo en el
comedor, tras el cuadro de Rembrandt. El club de pintores de mi barrio supo, entonces,
de dónde había sacado a tan guapa modelo, que quién se desnudaría sin cobrar ni un
solo peso, que cómo se llamaba… “Matilda”, respondía; y al mes siguiente me llegaba
una cachetada de mi tía de nombre homónimo a la de mi cuadro. Ni idea de cómo se
enteró… Quizás fue culpa de Charly, si bien él no tenía ni idea de que pintaba a mujeres
que posaban desnudas, que mi tía se llamaba Matilda… y puede que ni sepa que soy
pintor. Aún así, no creo que vuelva al club. Pintaré en casa cuando yo quiera, y hasta
puede que lo haga siempre.

Seguí atravesándola, rematando con mi lengua.

Mi madre, una canuta por rutina, obtuvo de mi abuela algo más que el metodismo, al ser
ésta última hija de una íntima amiga de Juan Canut, quien incluso lo acompañó a su
llegada a Chile por ahí en 1871, pasando antes por la Argentina y recibiendo, luego de
tomar un mate que cierto gaucho le había ofrecido después de hecho juntos el amor tres
veces, ese acento que tanta gracia le hacía- que, inexplicablemente, heredé. Mi abuela,
nacida a los 8 años después, se quedó en Chile mientras su madre partía a Valencia a
reclamar la herencia que su padre le había dejado: unas “moneditas de colección” que
habían sido parte del tesoro que, según mi tatarabuelo, los ingleses pretendían usar
provisionalmente durante la antiquísima guerra de Aquitania. Sin embargo, estas pocas
monedas, de copioso valor histórico según después mi bisabuela concluyó, habían sido
robadas con desesperación durante el terremoto que acaeció a Játiva en 1748. El
relicario que salvaguardaba las monedas, descubierto 5 días antes en el barrio Cabañal
por una tierna valenciana que lloraba la muerte de su enclenque bebé recién nacido,
sería la captación de numerosos clientes que enajenaban, en medio del mercado de
Ruzafa, al oír la historia de su milagroso origen. Según la malograda madre: recién
pasado los 5 minutos de la muerte de su apenas vástago, el terremoto del 16 de
septiembre, ayudado de la fragilidad de las casas de ese entonces, botaría parte de la
techumbre que servía de superficie al recipiente en donde guarecían las famosas
moneditas. La felicidad era tan grande que el hijo quedó eternamente canonizado para el
clan que se dejaba cobijar por los escombros de algo parecido a una casa. Mi tatarabuelo
increpó, mediante su testamento (casi como presintiendo el embrollo en el que había
metido a mi bisabuela) que ante el abandono cultural del castillo no quedó más que
tomar política, y que su padre, el sastre ladrón culpable de aquel desliz, así lo había
hecho. A pesar de esto, a los dos años de discordia las monedas son devueltas puesto
que la explicación póstuma iba dirigida al antiguo dueño del castillo: Gregorio Molina,
y de quien se tenía la más severa de las convicciones de que no le importaba nada más
que su industria papelera. Ahora los nuevos dueños, Caja de Ahorros Valencia,
mantenían una inclemencia desabrida ante la única fortuna que mi bisabuela podía haber
heredado. A pesar de haber escrito en sus inesperadas últimas cartas que “no importa,
eran sólo tres o cuatro monedas”, no volvió nunca más a Chile. De su final; sólo supe
que se “suicidó” un 3 de diciembre tirándose del puente Vizcaya. El periódico La
Vanguardia acertaba en formular la pregunta de cómo subió hasta allí y de cómo es que
pudo hacerlo todo con los ojos cerrados, porque así lo hizo. El trastorno se ocasionó
seguramente después de su viaje a San Sebastián, de dónde llegué hace tres semanas y
verifiqué, a parte de comprobar que la guerra en Aquitania sí había ocurrió, que,
además, las mismas monedas que le arrebataron del patrimonio a mi bisabuela se
remataban como si fuese cuestión de pepla. Fue un tal doctorcito quien informó por
carta de lo sucedido, de cómo la vio, de cómo no pudo detenerla, de lo que con tan poco
profesionalismo llamaba “talento” a eso de subir un puente colgante a ciegas, y de las
acciones legales que debíamos tomar- entonces, en dicho caso de retorcimiento mental,
es dudosa su condición de suicida, más bien, como se acordó en la familia, fue
asesinada por su otro yo. Vizcaya, evitándose problemas públicos o que se diera alguna
posibilidad de opinar con muestras de disensión al diario La Vanguardia, becó a nuestra
familia y sus progenitores para poder estudiar en la Universidad de Oñate pagando sólo
una parte del arancel anual. Feliz mi familia, en aquel entonces, agradeció la herencia
que dejó mi bisabuela construyendo una animita cerca de avenida España, pero desde
hace poco se tomó la costumbre de culpar a Charly de haberla hecho desaparecer y yo,
sinceramente, no sé porque.

En todo caso, no creo encontrar a mi madre en tal estado de sopor. Siendo desde joven
una mujer creyente en la santa Inés, su vida se vio truncada una vez que conoció a mi
padre, perdió la bendita virginidad y, más precisamente, se enamoró (en ese orden). Una
vez creí oír de Charly que lo único sincero de cualquier enamoramiento era el deseo de
sentirse amado y quizás por eso nunca van del todo bien. Probablemente esto empezó
mal desde el momento que mi madre empezó a sentir que la humanidad le estimulaba
las glándulas, precisaban los hombres ante asidua belleza e inyectaba la solución
glamorosa que retocaba sobre si misma, siempre mirándose ante un espejo. Un amor
narcisista de género diría Charly pero, para mal de mi madre, heredó también detalles de
su madrastra (una verruga que le impide la vista periférica). Lo increíbles es lo mal que
se llevaban antes de que yo asistiera al colegio. Mi madre al verse en las reuniones
escolares tan solitaria, se empeñó en clubs religiosos y al fracaso optó por reincorporar
su relación (no nata aún) con su madrastra. O puede que el problema haya empezado
debido a que la beca expiró una vez que la Universidad de Oñate mutara a la del País
Vasco. En ese entonces tuvimos que apelar, de lo que sacamos una miserable beca de
tránsito. Entre a estudiar Geografía y mi madre dejó de prestarme atención. Hace tres
semanas llegué de San Sebastián, transportándome con el resto de beca que me quedaba
y disfrutarla casi como vacacionando por España puesto que había sido expulsado de la
universidad.

Se entreven los resquicios de mi quebrantadora lengua y en un erótico movimiento me


ayudo con las manos.
La verdadera Matilda era la madre de un compañero universitario y tiene directa
relación con el incidente de la semana pasada. La fiesta de cumpleaños de Charly se
anunciaba en grande. Aparte de los perros, los vecinos molestos y la policía sobornable,
la fiesta fue un fracaso. Los amigos de Charly, con quienes no simpatizo ni converso,
invitaron a una bailarina venérea que, a mi sorpresa, coincidía con los exuberantes
rasgos faciales y físicos de Matilda. Nada explicaba su presencia allí, ni lo contrario,
para lo que tuve que asumir que era ella y que guardaría bien el secreto. Para peor, el
ginecólogo de la manga de borrachos ofreció un chequeo médico a Lucía, quien
fabricando un estruendo dio a entender que la “cosa” era seria. El ingeniero novio de
Lucía, recibido en la Complutense, inició la faena que el estudiante de primer año de
física en la Universidad Católica de Chile no pudo evadir; cada uno de los golpes dio
con ordinariez en su perfecta dentadura tratada por su amigo presente allí en la fiesta,
Gabriel el dentista, recibido en la Universidad de Buenos Aires. Gabriel, en medio de la
escaramuza disparaba de manera aleatoria a los invitados, hasta dar con la bailarina que,
sin dudarlo, escapó por la puerta fabricada por Roa, el estudiante de segundo año de
derecho en la Universidad de Chile, quien a cabezazos contra la pared, de la mano de
David, el arquitecto recibido en una conocida universidad mexicana, la “ablandó” hasta
desplomarla. Como si no fuese demasiado, junto al muro frontal de la casa sucumbió
también el labrador D'Artagnan.

Habría salido ileso de la calle Mastrique sino hubiese sido porque la bailarina, en su
paso presuroso en dirección al taxi que la esperaba, me confundió con alguna especie de
pervertido sexual. No dio muestras de haberle evocado algún recuerdo, o quizás el ojo
morado de la bofetada recién asestada me convertía en alguien irreconocible. Tuve que
enfrentar, lidiar y calmar a mi madre diciéndole que en la casa de Charly nunca pasaban
esas cosas; que fue cuestión de una noche; que Charly salió ileso y sobrio, casi igual que
yo; que esos amigos suyos no son los míos, por muy poco matemático que parezca. A
Charly, desde entonces, se le notaba el mal dormir y cuanta fue la sensibilidad con que
asumió aquel incidente del día de su cumpleaños. De modo que a los tres días todo
estaba tal cual lo habían dejado los estudiantes universitarios. El hedor del cadáver
“mosquetero” impide que me acerque lo suficiente hasta él, basándose nuestra relación
sólo en mi observación de su merengue ocular.

Noto que, mientras el cemento empezaba a ceder ante mi insistencia, el paralítico se


levanta de la silla de ruedas en la que se transportaba y se acerca a mi bolsillo, por el
cual sobresalía un billete de veinte mil pesos. Aquel, moviéndose con la parsimonia de
quien sufre párkinson, lo toma casi con caballerosidad y se aleja, dejando mi cuerpo
caer por el tajo abierto del cemento. Incubado en las fisuras, no reclamé ni pedí ayuda:
aquí no hay derecho.

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