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La respuesta

Pasadas las seis de la tarde me llegó la noticia. Yo llevaba unos cinco minutos en la parada de
buses. El hombre que me la contó parecía muy consternado: sudaba intensamente, la voz le
temblaba, tenía los ojos líquidos, etc. Yo, inmediatamente enterado, salí disparado hacia la
universidad.

Cuando llegué, en medio del campo de fútbol yacía una niña; cinco hombres apiñados en
derredor suyo sollozaban reclamos a la vida. Ella tenía más o menos veintidós años; breve su
vida, eterno su recuerdo. Y cómo no recordar a aquella chica; estudiaba literatura, y la manera
en que escribía, ¡pero qué artista! Recuerdo que en una ocasión, cuando yo veía una clase con
ella, presentó un texto, que fue leído en la clase siguiente a la entrega, cuando el profesor ya lo
había juzgado digno de publicación, en el que su inmensa capacidad narrativa se hizo patente;
recuerdo esta hermosa frase: «Desnudo entre su ropa, lloraba de angustia porque nada había
ya que hacer; la verdad no miente».

Le pregunté a uno de aquellos hombres por la causa; su mirada reflejaba melancolía y desdén,
sorpresa y morbo. Me contó lo sucedido, con una seriedad y tribulación que estremecerían a
cualquiera. Me quedé atónito. Ya había yo escuchado algo parecido, pero siempre pensé que
no era más que una historia fantástica. Me acerqué a su cuerpo; tenía la cara como si fuera
una muñeca de porcelana, toda blanca y brillosa. Jamás había visto un muerto tan muerto; era
una estatua.

Todo comenzó cuando a la chica le vinieron con esa historia; ella nunca se había imaginado
nada por el estilo, pero como quería a toda costa publicar un libro que impactara al mundo,
cualquier idea que encontrara la explotaba hasta agotar sus posibilidades. La historia era
increíble. Supuestamente, el relato provenía de los tiempos en que la escritura apenas podía
llamarse así. Se trataba de una manera de crear cuentos; la idea es que lo que se narra ha de
ser vivido, no solo hecho, paso a paso por quien inventa la historia. Yo encontraba bastantes
inconsistencias en la posibilidad de hacer algo así; por ejemplo, ¿cómo podían ser posibles
otros personajes, además de uno mismo, en el relato, siendo que tendrían que acceder a hacer
lo que uno les pidiera, dándose como consecuencia, inevitablemente, infinidad de choques? La
respuesta de quien me contaba el relato fue que, si bien la historia debía desarrollarse al pie
de la letra, no por esto era necesaria la participación de otras personas reales; con el puro
narrador bastaría. ¿Cómo? Pues sí; resulta que haciéndolo todo como se debe, los personajes
debían de ir apareciendo, cual si fueran alucinaciones, a medida que se narraba.
Pero ¿cómo podía ser? «Puro misticismo», decía yo. Pues, para completar, el sujeto me dijo
que solo aquellos que son capaces de ser la historia que cuentan podían hacer realidad la
«narración real», como la llamaban. De lograrlo, la historia sería la mejor posible que esa
persona en toda su existencia podría llegar a crear. Había peligros, como que era posible
olvidarse del hecho de que se estaba en ese estado y, de esta manera, confundir el mundo
«real» con el mundo de la imaginación, terminando, pues, con consecuencias lamentables. Por
otro lado, era posible perder la autonomía de la narración; la historia podría seguir su rumbo
independientemente de la voluntad consciente del narrador, dejando libre la parte más oscura
de su mente, aquellas cosas que «desconocemos» de nosotros mismos.

Así pues, ella, según me enteré por boca de aquel hombre melancólico, que a su lado estaba,
se propuso lograr dicha empresa. Varias veces lo intento sin conseguir resultado. Un día,
cuando salía de una clase, un profesor la abordo; preguntó el porqué de su actitud, pues le
veía triste y estresada; ella le contó su propósito; la miró con espanto; le dijo que estaba mal
de la cabeza, que eso eran puras fantasías de algún loco. Con todas sus fuerzas, por más de un
año, después de clases, en su cuarto, trataba de lograrlo; y, finalmente... ¡victoria! No podré
saber nunca si todo lo que me dijo aquel señor pudo ser cierto; seguramente alguien se lo
habría contado, y este, a su vez, lo habría escuchado de alguien más y así sucesivamente. Pero
bueno, hay que dejar ser a una historia para comprenderla. La chica empezó su cuento, como
era de esperarse, en aquella habitación. La historia trataba de una mujer cuya vida era de lo
más miserable; pues su «maldición» consistía en que no podía ver su cara en un espejo, o en
cualquier tipo de reflejo; en vez de su rostro veía, como si fuera el de ella, el de la última
persona que había visto. La desesperación se apoderaba de ella, gritaba, se halaba los cabellos,
lloraba, rompía los espejos. Y, para rematar, la gente le decía que tenía el rostro más hermoso
que hubieran visto. Los médicos y terapeutas que había visto hicieron todo lo que podían:
formularon infinidad de medicinas, le dieron electrochoques, la hipnotizaron, etc.; pero nada
resultó.

¿Y qué era de la vida de la chica real en el transcurso de la historia?, pues ella misma era la
otra, y le sucedió lo peor, no se dio cuenta de que estaba dentro de su historia. Toda loca
llegaba al salón, con ojeras negras y con la vista perdida. Yo, por aquel entonces, estaba
ensimismado estudiando las obras de Borges y escribiendo mucho; además, como la
universidad es gigante, no tuve ocasión de enterarme del susodicho; yo me la pasaba en los
edificios del extremo norte y ella, que estaba en último semestre, debía de estar en los del
extremo sur.

En fin, no volvió a la universidad, pues su madre la cuidaba en casa por miedo de lo que
pudiera llegar a hacer, y sin embargo… Su madre salió una tarde, a lo de unos parientes;
entretanto ella estaba dentro del espejo de su baño mirando el rostro de su madre, el suyo.
Desesperada, decidió ir a la biblioteca de la universidad para buscar una solución en algún
libro. Llegó, saludó, la miraron raro, se sentó y buscó en un computador; encontró un libro que
tenía como título: El libro de las respuestas. Fue hasta el estante en el que estaba; tenía una
carátula toda negra, áspera como una piedra. Leyó, ya sentada de nuevo en el mismo sitio; se
levantó, empezó a correr, salió, doblo en la esquina… Corría y corría como si alguien le quisiese
matar. Se detuvo; cerró los ojos. Una mujer la veía con espanto y quiso gritar, pero se ahogó
de miedo. Abrió los ojos. Unas treinta personas la observaban ahora… Pero… ¡sus rostros!,
todos tenían el mismo, el de ella. El corazón le latía muy fuerte, tanto así que le lastimaba.
Empezó de nuevo a correr; subió las escaleras del gimnasio de la universidad; fue hasta la
azotea…; se lanzó. Al extremo izquierdo de la cancha de fútbol, su cuerpo inerte yacía.

Ya hace un año ocurrió aquello. Me vine a enterar hace dos semanas de lo que posiblemente
pudo haber leído la chica en aquel libro. Donde estuvo ella sentada, debajo de la silla, había un
papel rasgado —una página del libro— que decía lo siguiente: «Siempre que mires para atrás,
lo que está en frente yace a tus espaldas; cuando sabes qué responder, no tienes nada que
preguntar; si preguntas algo, preguntas tu respuesta…».

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