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ORAR ES AMAR

La eficacia de la oración no depende de la capacidad o del poder del hombre


para convencer a Dios de darle lo que le pide, sino que resulta únicamente
del inmenso amor que Dios tiene a los hombres. Esto lo explicó muy
claramente el Señor Jesús: “Cuando recéis, no seáis palabreros como los
paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán más caso” (Mt 6,
7). “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí;
el culto que me dan es inútil” (Is 29, 13; Mt 15, 8-9)

La oración es fundamentalmente relación afectiva con Dios y por eso las


advertencias del Señor nos muestran claramente que orar, más que nada, es
amar. Y el amor no se prueba con palabras sino con obras. Amar es buscar a
alguien. Es pensar en la persona querida. Pensar en Dios no es pensar en algo
de Él, sino simplemente pensar en Él. Pensar en Dios ya es oración, pues
equivale a buscarle. Por lo tanto, amor, rezar, dice Santa Teresa, no
consiste “en pensar mucho, sino en amar mucho”. Orar es, entonces, estar
con el Señor, permanecer en su compañía, conversar con Él, dialogar, con
palabras, con actitudes, con gestos, con sentimientos, con obras. Es, en fin,
estar ahí junto a Él, simplemente porque se le ama. “Hacer oración es
entrar en contacto con Dios, es expresarle nuestro amor con palabras o sin
ellas, con sentimientos amorosos o en estado de aridez, tal como Él mismo
nos inspira y nos ayuda, porque sin Él sería imposible orar”. El “sin Mí
nada podéis hacer” vale también para la oración. Oración es todo lo que el
hombre hace para mover al Señor a tener misericordia, a mirar hacia Él, a
socorrerle en su necesidad de amar, de crecer en el deseo de eternidad.
Quien ama reza espontáneamente: en pensamiento, con palabras, con
actitudes, en obras.
ORAR ES ESTAR UNIDO A DIOS

Mística, en su sentido original, significa unión con Dios. Las personas de


acentuada tendencia religiosa tienen generalmente avidez de profundizar en
Dios. Sienten el deseo y la necesidad de estar con Él, que nos conoce:
“Señor, Tú me sondeas y me conoces.... de lejos percibes mis pensamientos”
(Sal 139, 1-2). Si oro humildemente, si soy pequeño ante Dios, si siento
que lo necesito, si sé que tengo algo que recibir de Él y que no podría evitar
el pecado si no recibiese de Él la fuerza espiritual necesaria, ¡ahí está la
oración!. Si mantengo habitualmente la misma actitud de acogida a Dios y a
su gracia, estoy en estado de oración. Esto es lo que Jesús quería al decir
que es necesario orar siempre. Mística es la oración más íntima. Consiste en
sustraerse, la persona, totalmente del mundo exterior y penetrar en lo más
íntimo de sí misma para vivenciar o experimentar en vivo el inefable gozo de
la intimidad con Dios.

ORAR ES IMITAR A CRISTO

Cristo nos mostró con su vida lo que es orar. Narran los Evangelios que el
Señor madrugaba y se iba a un lugar solitario a orar. Muchas veces, durante
el día, se escabullía de la multitud que lo rodeaba y se iba a orar en algún
lugar oculto. También aprovechaba la soledad y el silencio de la noche para
orar. Es decir, que alimentaba su celo apostólico por medio de frecuentes
reencuentros con el Padre, quien era para Él, en fin de cuentas, la única
cosa importante. Los discípulos que observaban curiosos y algo intrigados las
costumbres del Maestro, comprendieron que se trataba de algo importante y
maravilloso, y se despertó en ellos el deseo de imitarle. Y fue entonces
cuando le pidieron con insistencia que les enseñase a orar. Así nació el
Padrenuestro. Pero que irrealidad tan grande la que vivimos la gran mayoría
de los católicos. Cualquier persona, orante o no, reza al día, como mínimo,
un Padrenuestro. Pero que poco ha comprendido lo que allí se dice. No ha
podido aceptar a Dios como el Padre Creador que está en los cielos, no
santifica con su vida su Santo Nombre; pide que el Reino de Dios venga a
nosotros, a su vida, desconociendo que Dios no puede morar donde está el
pecado y el mal, no puede morar en un corazón endurecido y envilecido por
la acción del mal; habla de que se haga la voluntad de Dios en el Cielo y en
la tierra, pero en lo más profundo de su ser está anhelando solamente que
se haga y se cumpla su propia voluntad, que se realicen sus deseos y sus
ilusiones, no importando a que lo conduzcan éstos, o maldiciendo su suerte y
no aceptando lo que Dios ha permitido en su vida; pide el pan de cada día,
pero no está de acuerdo con lo que come, todo lo cansa, desconociendo que
en el mundo hay miles de millares de hermanos que se mueren de hambre y
que se sentirían satisfechos con lo que yo rechazo; le pedimos que perdone
nuestras ofensas, nuestros pecados, nuestro mal, como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden, y sin embargo hay resentimientos, rencores, recelos,
envidias, odios en lo más profundo del corazón, porque no sabemos o no
hemos sabido perdonar a todos los que nos han ofendido o nos están
ofendiendo en la actualidad; le pedimos que no nos deje caer en tentación y
que nos libre del mal, y sin embargo hacemos todo lo contrario, ya que
producto de lo que tenemos sembrado en lo más profundo de nuestra alma,
en nuestro subconsciente o en nuestro inconsciente, buscamos por todas
partes encontrarnos con el mal, en la televisión, en el cine, en las revistas
pornográficas, en el licor, en el baile, en la droga, en la fornicación, en el
adulterio, en la ambición, en el libertinaje, en la violencia, etc.,
desconociendo que Dios nunca violentará nuestra voluntad, nuestro libre
albedrío. En verdad que farsantes y fariseos somos al rezar esta maravillosa
oración y que poco en verdad imitamos al Señor Jesús, porque no ponemos
en práctica lo que allí decimos. El hombre que ora no solo imita a Cristo, el
más perfecto de los adoradores, sino que también se une a Él y ora con Él,
incorporando sus propios balbuceos y superando la propia pobreza e
insuficiencia.

ORAR ES AGRADECER EL AMOR

Dándose cuenta del inmenso amor totalmente gratuito que el Señor le tiene,
el hombre prorrumpe espontáneamente en un canto de jubiloso entusiasmo.
La necesidad de sentirse amado es una característica del hombre, cuya vida -
en todas sus dimensiones: biológica, psicológica, espiritual - sin la satisfacción
de tal necesidad, se desequilibra. Tenemos en nuestra constitución, como una
serie de vasitos que deben ser llenados desde el mismo momento de nuestra
concepción, en nuestra gestación, en nuestro nacimiento y en casi todos los
momentos de nuestra vida, tales como el amor, el estímulo, la fortaleza,
etc. y que nada en la vida los puede llenar. En el caso del amor,
encontramos como muchos seres han sido concebidos sin amor, no han sido
deseados, han sido rechazados y ese desamor está arraigado en lo más
profundo de su ser, presentándose en estas personas una limitante inmensa,
al punto de que muchos seres humanos no son capaces de dar un abrazo o
no resisten que alguien se los de, se sienten incapacitados para amar y
dejarse amar, porque eso fue lo que recibieron, no pudiendo ser llenado este
vacío si no por Dios, que es nuestro Creador y que es el único que puede
hacer en cada uno de nosotros una nueva creación. En cambio, cuando el
hombre se siente amado, cuando se siente aceptado tal cual es, experimenta
en plenitud la alegría de vivir y tiende a permanecer en constante contacto
con la fuente de esta riqueza insustituible. Que importante que cada uno de
nosotros descubriera, que si falta amor en el mundo por parte de los seres
que están a nuestro alrededor, hay alguien que nos ama tal como somos, que
nos acepta con nuestros errores y nuestras falencias, que nos perdona
incondicionalmente, que quiere lo mejor para nosotros y que nos está
buscando cada día para que le abramos el corazón y nos dejemos inundar por
su infinito e inagotable amor. Ese ser maravilloso se llama Dios. Quien sabe y
siente que Dios le ama infinitamente, ora sin cesar, con un inmenso
sentimiento de gratitud por esta ventura sin par.

ORAR ES DEJARSE ARREBATAR POR DIOS

Desde toda la eternidad, Dios, que nos creo para tener a quien poder amar,
no cesa de implorarnos: “Dame, hijo mío, tu corazón, y que tus ojos hallen
deleite en mis caminos” (Prov. 23, 26). Hasta tal punto nos ama Dios que,
si se lo permitimos con nuestra disponibilidad y correspondemos a ese
inmenso amor, él nos aferra, nos asocia tan íntimamente a él, que llega a
hacernos una misma cosa con él: Ya no vivimos nosotros, sino que él vive en
lo más profundo de nuestro ser, vive en nosotros. Cuando en nuestro camino
de oración hablamos de dejarnos arrebatar, de dejarnos arrobar o extasiar por
Dios, estamos hablando de vida mística, que es, justo, el estremecimiento
unísono del alma perdida en Dios, que se ha posesionado de ella para un
abrazo inefable. Cuando se presenta esta situación, el hombre enmudece, su
oración se vuelve un silencioso balbuceo que lo lleva a decir: Abba, ba, ba, ba,
entrecortado por la elocuencia de Dios, como nos lo demuestra la maravillosa
experiencia mística que tuvo San Pablo y con él muchos santos y santas,
muchos hombres de Dios.

ORAR ES HACER APOSTOLADO

Esta afirmación no puede darse la vuelta. Hay quienes con mucha facilidad se
sienten inclinados a creer que lo más importante hoy es hacer apostolado, y
que por lo mismo la oración queda desplazada lo anterior es amoroso, por
eso no es un discurrir filosófico, ni un análisis científico, ni una prueba de
laboratorio, ni una elucubración. Todo ser personal nace invitado y capacitado
para el encuentro amoroso. Tú también, no puedes ni debes ser la excepción.
Orar no es pensar, es amar. El pensar te ayudará a amar más y mejor.
Encontramos en el libro “Cuando el hombre ora” de Pedro Finkler los
siguientes conceptos, que nos pueden ayudar a clarificar algunas dudas que
tenemos o que nos es apostólica no se confunde con la oración: aquélla
supone ésta; es una derivación. Apostolado es un desbordamiento de la unión
con Dios, y ésta solo puede realizarse por medio de la oración. La unión con
Dios, como cualquier otra entre seres vivos, es cuestión de amor, y quien
ama a Dios, Padre de todos, no puede dejar de amar a sus hermanos. El
que es verdadero Apóstol transmite “vida”. Y cómo podrá darla si él no la
tiene por ser un sarmiento separado de la cepa?. “Lo mismo que el
sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así
tampoco vosotros si no permanecéis en Mí” (Jn 15, 4).

ORAR ES REALIZAR UN PROGRAMA DE VIDA

El Señor nos aconseja orar siempre sin desfallecer (Lc 18, 1) y San Pablo nos
insiste en lo mismo: “Sirviendo al Señor, con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación; perseverantes en la oración” (Rom 12, 12).
Para entrar en la intimidad divina es necesario disponer con urgencia de
algunos tiempos tranquilos para “recoger” la propia vida y “acoger” al Verbo.
Esto nos indica que para poder tener una verdadera vida de oración se
requiere destinar un tiempo especial para ella. Sería ilusorio pensar que basta
el espíritu de oración para que ya todo se vuelva oración. “Cuanto más el
tiempo (destinado a la oración) es constante, vivo, pleno, profundamente
vivenciado, tanto más influye su resonancia en todo el resto del tiempo y
por tanto en la vida”. La oración no se reduce a episodios más o menos
frecuentes en la vida del cristiano, sino que debe ser una de las
características constantes de su vida. La verdadera oración se trueca en vida.
Todo se vuelve oración en la medida que todo se eleva hacia el interior del
alma y se le presenta al Señor en ella presente, y con él se trata todo. Lo
que se vive solo exteriormente, aunque sea la más excelente obra de
misericordia, no puede considerarse como oración; porque no alcanza la vida;
no modifica el comportamiento y la conducta de la persona. Se da la oración
sólo cuando ésta afecta en profundidad al ser y al obrar de la persona. El
ejercicio de la oración es el episodio de mayor intimidad con el Señor, y se
espera siempre con una impaciencia e interés tanto mayores cuanto mayor
sea el amor y la frecuencia con que se repite, dentro del marco equilibrado
que permitan el trabajo y la convivencia.

VIDA DE ORACIÓN

Vida de oración es un estado, un modo característico de ser de la persona: el


estado de aquel a quien el Señor se ha revelado en lo íntimo del corazón.
Para llegar a este estado o a una vida auténtica de oración, es
absolutamente indispensable pedir al Señor la inestimable gracia de que se
digne revelarnos su rostro: “Oh Dios, haznos volver, y que brille tu rostro,
para que seamos salvos” (Sal 80, 4). Pero aunque sea un don gratuito que
depende únicamente de la misericordia del Señor, la intensidad y el ardor de
nuestro deseo y de nuestro amor le estimulan a concedérnoslo. Deseo y amor
entrañan desapego y entrega. Desapegarse completamente de sí mismo y
entregarse enteramente a Dios es un acto que depende de nuestra decisión
final, lo cual se logra a menudo, tras una lucha terrible. Para un desenlace
favorable en este arduo combate, la primera condición es el deseo sincero de
pertenecer única y totalmente a Dios. La lucha por llegar a este punto es
por lo general ardua y larga. La persona que se encamina por este derrotero
tiene que sufrir y gemir por mucho tiempo antes de conseguir su intento.
Su oración se reduce prácticamente a un lacerante grito de socorro: “Les
das a comer un pan de llanto, les haces beber lágrimas el triple” (Sal 80,
6). La vida de estas personas, no raramente, se convierte en doloroso
destierro. Sueñan la unión perfecta y definitiva con aquel a quien aman
realmente por encima de todo, y la vida se les presenta como un obstáculo
para la concreción de su desgarrador deseo. De este modo la persona llega a
tener verdadera vida de oración; es decir, su vivir se transforma en oración
ininterrumpida. Quien no consigue dar este paso decisivo tendrá que
contentarse con la pobreza de periódicas zambullidas, más o menos
frecuentes, pero inevitablemente superficiales, en la oración. La auténtica
vida de oración exige radicalidad: “O somos personas totalmente impregnadas
de oración y lo obtenemos todo, o por nuestra pusilanimidad e incertidumbre
recibiremos lo poco o nada que en este momento estamos recibiendo”. Quien
consigue la costumbre de vivir la presencia de Dios, percibe cómo la oración
brota constante y espontáneamente de dentro del corazón. Es como un
alegre fuego que brilla, calienta y quema sin cesar; una energía divina que
anima y sustenta el amor, el deseo, la búsqueda de la visión de Dios. Cuanto
más intensamente se vive esta visión, que no es sino un vivísimo deseo de
unión siempre más íntima, tanto más crece el fascinador misterio de Dios.
Cuando el corazón de un hombre está lleno de Dios, en cierto modo ya no
distingue entre reflexionar, trabajar, jugar o rezar. Todo en él es como un
torrente límpido que mana de la misteriosa fuente de su interioridad
escondida en Dios. La propia vida se torna en oración, en un permanente
himno de alabanza a Dios. La oración es para él lo que la respiración o el
pulso cardíaco son para su vida física. Importante aclarar en este punto que
el estado de oración no puede producirse artificialmente. Es un don
absolutamente gratuito concedido a quien ora de todo corazón y con una
gran perseverancia. Quien entra una vez en este estado difícilmente
renunciará a él; no podrá dejar de orar, como quien amó una vez no puede
dejar de amar. Más exactamente, el Espíritu que se ha instalado en él no
dejará ya de orar en él. De tal modo, cualquier cosa cobra en él valor de
oración; de todo su ser se desprende la fragancia espiritual de su unión con
Dios. Como podemos observar a través de estos conceptos, cuando se trata
de oración, por parte de Dios no hay dificultad alguna, al contrario, él está
siempre a la espera, llamándonos suavemente, ofreciéndose a nuestra
libertad. La oración es un don de Dios, es un darse a Dios. Deberíamos
volver con mucha frecuencia a las palabras del Apocalipsis que nos dicen:
“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la
puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

Descubramos como Jesús, el divino Redentor, el Mesías, el Salvador, el


Señor de cielos y tierra, el Emmanuel, el Dios con nosotros, te busca a ti
que lees estas líneas, busca a todos los hombres que humilde y
confiadamente se acojan a él, ya que quiere entrar a compartir tu vida, a
llenarla de luz, a planificarla, a transformarla y a hacer que te conviertas en
un verdadero hijo de Dios que da testimonio de su fe.Pero debes recordar
siempre que para poder experimentar el amor de Cristo, primero debes creer
en Él, debes haberte encontrado personalmente con Él, debes haberle
entregado el señorío de tu vida y, básicamente, debes haber tomado la
determinación de que Jesús sea el Señor de toda tu existencia, de lo que
tienes, de lo que haces, de lo que piensas; de tu historia total, en la cual
están involucrados todos tus proyectos, tus éxitos, tus alegrías, tus
intenciones, tus posesiones, tus aspiraciones, tus necesidades, tus fracasos,
tus frustraciones, tus desengaños, tus enfermedades, en fin, todo lo que
encierra tu existencia. “En verdad que nadie tiene derecho a hablar de Dios,
si primero no habla con Dios”.¿Pero qué es lo que nos ocurre y por qué no
podemos hacerlo? Dios es silencio y necesita de hombres y mujeres capaces
de transmitir su Palabra y de vivirla, y para poder transmitir lo que el
Espíritu Santo ha hecho en mi vida, primero tengo que haberlo recibido,
tengo que haber experimentado su poder y su acción en mi propia existencia.
Muy pocas cosas nos ayudan tanto a conversar con Cristo, a tener un
encuentro personal con Él, como el silencio. No el silencio exterior, el de los
ruidos del mundo, el de la estridencia de las gentes, sino el silencio del
corazón, sin el cual, sencillamente, no es posible oír la voz de Cristo cuando
nos habla. Por eso Él nos recomienda siempre: “Oh, si escucharais hoy su
voz” (Sal 95, 7); “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu
aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo
secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 5-6).
Esto nos muestra que en el silencio del corazón debemos conversar con aquel
que nos ama y que quiere para nosotros lo mejor, con aquel que nos ha
dicho: “pide y se te dará, busca y encontrarás, toca y se te abrirá...(Mt
7,7 ss). “Son muchos los que andan buscando constantemente, pero solo
encuentran los que permanecen en constante silencio...”.El hombre que se
complace en la abundancia de las palabras, aunque diga cosas admirables, está
vacío por dentro. Si amas de verdad, sé amante del silencio.

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