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Cuando caminaba por la calle, tan poco convencida de cada paso que daba, me

tropezaba con toda la incertidumbre de verme ahogada por la marea de personas, por el
ejército de colores indistinguibles, infinito. Quería creer en mis propios pies, en mi
propio cuerpo bailando en mi vestido, en las flores, en que abrir la boca implicaría tener
un eco. Caminaba tambaleándome más bien, sintiéndome azotada por esos ojos (que, a
diferencia de los míos, no querían creer en mis pies) y creía únicamente en mi miseria,
mi silencio, en la masividad que me dejaba sola. Sola, sola. Creía (mas bien
desesperada, como mi paso) en que algo me iba a salvar, en que no creería en nada para
ser más yo que otros.

Me miraba los pies, los adoquines que desaparecían en cada paso. Entre tanto, me
olvidaba de todos los ojos que revoloteaban entorno a mi cabeza, a mis zapatos, a mi
pelo y el color de mis uñas, me olvidaba un poco también de los labios semi-fruncidos,
las sonrisas que se ubicaban asimétricamente en las caras (y se combinaban
inevitablemente con cabezas que se sacudían, izquierdaderecha, izquierdaderecha).
En el mareo dejaba de sentir las manos que me tironeaban (y la desmedida capacidad de
ejercer presión), dejaba de sentir lo inextricable de las vidrieras y los vestidos, dejaba de
creer en el tamaño, en la ingesta y los órganos. Y es que cada bloque de cemento bajo
mis pies me hacía enloquecer, me hacía perderme en la idea de que no creía en nada.

Y es que si no creyera en nada caminaría por la calle, miraría el cielo (azul, azul cielo) y
me enamoraría del aire, del calor que siento en la cara. Sin mirar el cemento sentiría
todo pasto, todas las flores, todas las pieles y los olores que no me rodean. En la
libertad de esta despresurización atraparía dos latidos por un chico, por una lágrima
(mía, tuya), me dejaría llevar por la canela y el chocolate, y el desamor de un perro
rengo. Atraparía todo, sin limitaciones. Emprendería un viaje de descreimiento con el
mundo, sin parámetros, condiciones para el que me quiera acompañar. Abrazar. Volaría
en mi vestido, con mis sandalias, sin collares (o con), volaría en zapatos, en traje, en una
nave de progesterona, con todo puesto (todo junto) y volaría sin nada.
(miro el barro en mis zapatos y trato de no creer en el frío)

Si no creyera en nada no sentiría culpa. No creería en amar mi cuerpo o a otro, un sexo,


dos, me enredaría con todos juntos. No creería en ninguna palabra que no sea mía
(ninguna palabra que no haya latido, que no me haya hecho vivir), no necesitaría ningún
eco, ni abrir la boca, ni mi vestido donde bailar (es más, ni verte para amarte, ni tocarte
para sentirte, ni creerme para creerme, ser, amar) para saber donde terminan mis pies y
donde dominan los faunos. En mi incredulidad, desconocería las condenas y podría
nadar sola, amorfa, enucleando todo el mundo, envolviéndolo en mí.

Cuando no creo en nada trato de aterrizar todo lo que haría si no creyera en nada. Y
caigo en cuenta de que tampoco siento las manos que me sostienen, ni las voces que me
consuelan ni el olor a hogar. Me olvidé de lo incondicional, y el sabor de una naranja
con buena compañía. Cuando no creo en nada, siento más que nunca, veo más que
nunca, todo tan lejos. Y quiero sentir todo acá, quiero chocarme con la vereda, que me
duelan los pies, creo que no puedo seguir sin estar, sin querer, sin creer.

Y hoy empiezo de nuevo.


Quiero-creo que todavía, con el frío, estoy acá.

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