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Carlos Monsiváis

Escritoras con gato


La relación de los animales con la raza humana es muy propensa a conformar estereotipos: al
del viejo lobo de mar acompañado de su fiel perro, uno de los más comunes, tendríamos que
añadir uno que atañe a la literatura, el del escritor o escritora rodeado de gatos. Muchos han
sido, a lo largo de la historia de la literatura, los autores que han manifestado una adoración
manifiesta hacia los felinos domésticos; sin salir del siglo XX uno de los casos más claros fue
Ernest Hemingway. Y, curiosamente, fue uno de esos viejos lobos de mar el que ayudó a que se
iniciase en la religión gatuna, al regalarle a Snowball, un gato con una particularidad: sufría de
polidactilia, algo que tampoco es tan raro ni siquiera en seres humanos. Snowball procreó, y
sus descendientes, pese a haber sido concebidos por una madre “sana”, también heredaron la
curiosa particularidad de tener más dedos de lo normal en las extremidades. Hoy día la prole
iniciada por aquel primer gato de seis dedos sigue viviendo en la Casa Museo del escritor en
Florida, a cuerpo de rey ya que tienen vigilancia veterinaria constante y una conocida marca de
piensos animales les proporciona comida de origen orgánico. Hace unos años intentaron
echarlos de allí amparándose en olvidadas leyes estatales, pero finalmente se decidió que
permanecieran donde el autor de El viejo y el mar habría querido: dormitando en su hogar.
El recientemente fallecido Carlos Monsiváis era otro fanático de los gatos, llegando a convivir a
la vez con más de una docena a los que él llamaba por su nombre. Y vaya nombres: las
mascotas del autor mexicano respondían a apelativos como Fray Gatolomé de las Bardas,
Evasiva, Nana Nina Ricci, Chocorrol, Posmoderna, Fetiche de Peluche, Monja Desmatecada, Mito
genial, Ansia de Militancia, Miau Tse Tung, Miss Oginia, Miss Antropía, Caso omiso, Pio Nonoalco,
Carmelita Romero, Zulema Maraima, Voto de Castidad, Catzinger, Peligro para México, Copelas o
Maullas… el típico nombre para una mascota, vaya.
Al respecto de su pasión, Monsivaís dijo en una entrevista:
Sé que es una pasión que no puede transmitirse verbalmente, que quien la tiene, la expresa con
el fervor posible, pero que cuando se tiene es inútil querer erradicarla.
También, y en relación a la literatura y los gatos, manifestó que eran las dos únicas cosas de las
que no habría podido prescindir en toda su vida. Sus pasiones. Finalmente sí tuvo que
prescindir, por problemas de salud, de todos sus queridos compañeros de fatigas, quizás el
castigo más cruel para alguien que vivía su relación con los gatos de una forma tan extrema.
En España tenemos también a nuestro particular escritor fanático de la raza felina, Fernando
Sánchez Dragó. Soseki, su gato, fue una celebridad vivo y se convirtió, utilizando las palabras
del mismo Sánchez Dragó, en algo más que tigre y mortal cuando falleció. Protagonizó
apariciones estelares en la televisión, tuvo un panegírico fúnebre en el diario El Mundo que
para sí quisieran muchos finados y fue el protagonista de un libro, del que Dragó llegó a decir
que era “el mejor, o al menos el menos malo de los míos”. A muchos les pareció risible la
reacción pública del escritor tras la muerte de Soseki; a Hemingway seguramente no le habría
hecho ni pizca de gracia aun cuando, de haber coincidido en el tiempo y en el espacio, no es
muy probable que Dragó y él hubieran hecho buenas migas. Pero el amor por los gatos, como
el fútbol, una novela perfecta o una buena copa de vino, tienen el poder de unir voluntades, de
poner de acuerdo a enemigos acérrimos en lo político, lo intelectual y lo humano.

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