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ÁYAX EL GRANDE

C
ontemplaba con tristeza cómo un rey, que había
sido mi compañero de armas y mi amigo, lloraba.
Lloraba de pura rabia y odio causado por una
simple armadura, y todo ese odio, esa rabia y esa envidia estaban
dirigidos hacia mí, Ulises, rey de Ítaca. Yo no podía dar crédito a
lo que veía: Áyax, uno de los más grandes héroes de esta guerra
había enloquecido y huido en dirección a su tienda.
Decidí ir en su busca e intentar hacerle entrar en razón.
Me dirigí hacia su tienda y lo hice cautelosamente, ya que mi
antiguo amigo había jurado matarme a mí y también a
Agamenón. Cierto es que la prueba final no había sido justa para
Áyax, ya que se había tratado de una prueba de ingenio y todo el
mundo sabe que, en lo relacionado con el ingenio, no tengo rival.
Pero Agamenón había decidido esa clase de prueba y no se podía
discutir con el rey de todos los griegos.
No me dirigía en busca de Áyax para disculparme ni para
entregarle las armas de Aquiles, que yo merecía tanto como mi
compañero, sino para intentar hacerle entrar en razón.
Me estaba acercando a la zona del campamento donde se
encontraba la tienda de Áyax por lo que extremé la cautela.
De pronto, un ruido me hizo pararme en seco y contemplé
una enorme masacre, el ruido había sido producido por los
llantos de mi antiguo amigo, que yacía en el suelo, de rodillas,
rodeado de un rebaño entero de ovejas muertas y
ensangrentadas. Yo no podía dar crédito a lo que veía y entonces
se puso a gritar:

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- ¿Por que me has hecho esto Atenea? ¿Acaso no he sido un buen
soldado? ¿No he sido siempre fiel a los dioses? – Preguntaba al
cielo.
Aunque nadie parecía contestarle él siguió hablando:
-No te ha bastado con humillarme frente al ingenioso Ulises,
sino que además me has enloquecido, he matado a un rebaño de
ovejas… ¡Yo debía matar a Ulises! ¡Y también a Agamenón, y a
todo rey griego que hoy se ha reído de mí! – Se encontraba
totalmente fuera de sí. –Esta noche he perdido mi honor de una
forma patética y humillante, no viviré sin honor – dijo.
Acto seguido se levantó, espada en mano, y se dio la vuelta.
Nuestras miradas se cruzaron, yo acerqué la mano a mi espada
pero él no dijo nada, sino que colocó la espada en el suelo, sonrió
y se arrojó contra su arma. La espada le atravesó limpiamente y
Áyax el Grande cayó al suelo muerto. No se escuchó ni un solo
grito.
Un griego más que se unía a sus compañeros en el Hades,
una causa tan absurda como la envidia, unida al honor herido, le
costó la vida al más valeroso de los griegos.

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