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Arte público y espacio político

Ana Aldaburu. Cursó la carrera de Filosofía, UBA.

Malvinas, islas de la memoria es un relato visual y sonoro construido con desechos de


la guerra. En las mesas azules que ofician de vitrinas distribuidas a la manera de islas,
descansan y proclaman su miseria los restos, fósiles de la guerra, las huellas,1
fragmentos de objetos como también son fragmentos los testimonios que se oyen
como murmullos a los que se suma una banda de sonido más potente que recrea el
clima de la contienda con tableteos de ametralladora, disparos, bombardeos. En el
espacio oscuro, luces focalizadas iluminan los sitios de exposición, las mesas, las
cartas, dos siluetas intervenidas por el público, una galería de retratos de
sobrevivientes y familiares, una larga mesa a la manera de altar que iluminada con
pequeñas lámparas recrea el modo en que los allegados mantienen el recuerdo de
sus muertos y finalmente, dos instalaciones suspendidas y enfrentadas diagonalmente
en dos ángulos de la sala.
Una de ellas a la manera de una cuádruple estela funeraria nombra en orden
alfabético a los seiscientos cuarenta y nueve muertos de la guerra en estrechas
bandas verticales blancas. En el otro extremo, una gran instalación de cruces
pendientes, blancas cruces móviles que en un total de doscientos treinta – los
soldados argentinos enterrados- y suspendidas desde el alto techo en hileras de
distintas alturas, se convierte en la alegoría de un desolado cementerio. La cruces nos
recuerdan con sus extremos inferiores oscurecidos por la tierra, que fueron removidas
del cementerio de Darwin después de años de negociaciones por los que se pudo
hacer al fin en el 2004, un monumento a los argentinos caídos en Malvinas. Estas
cruces originales no tienen nombre –los ingleses las acompañaban con la frase
“soldado conocido sólo por Dios”-; cargadas de flores de plástico de colores vivos y
rosarios se presentan tal como fueron entregadas, lo mismo que las placas que se
exhiben en la base. Placas que llevadas por lo familiares en un intento de dar
identificación a sus muertos, eran arrancadas por los kelpers y guardadas en un
depósito. Tal vez la gran carga dramática se deba a que esta instalación constituye
una alegoría a su vez integrada por símbolos: la cruces pendientes hablan de duelo.
Inquietud, desasosiego, ¿a qué idea recurrir sino a la de lo pavoroso?, ¿qué mejor
documento de los sufrimientos y la injusticia de la guerra?
Placas separadas de cruces colgadas por un lado, listados de muertos por otro.
Cruces sin nombres, muertos sin tumbas. La dificultad del duelo, la imposibilidad de
unir los nombres a las tumbas, al muerto con su nombre: se ha creado una zona con
un equilibrio perturbado, un espacio sin consuelo que parece poblado de seres
privados de la intimidad de definitiva desaparición. El contrapunto de las dos
instalaciones tensa un arco que, como una imagen en suspenso, se eleva ante el
visitante para rescatar del olvido la historia de los vencidos. Una historia que no ilustra
sino que se construye con un mundo de objetos mortificados; un relato que se impone
al que lo ve casi como un imperativo moral y no como un recurso estético.

El filósofo español Felix Duque2 advierte que quizás todo arte sea público y
correlativamente, todo espacio, político. Este logrado monumento funerario
contemporáneo confirma que el arte mantiene su reserva crítica, incluso en los
tiempos de la postmodernidad que atravesamos.

1
Walter Benjamin llama huellas, por oposición a la noción de aura, a aquellas manifestaciones
en que se hace presente una cercanía por distante que esté aquello que la provoque.
2
Duque Félix, Arte público y espacio político, Madrid, Akal ediciones, colección Arte y estética,
2001.

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