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Remembranza del pasado de las revoluciones. Las


anatomías de la melancolía de Chris Marker
Definir las cualidades del visionario periférico: oblicuidad, modestia, meditación, humor,
compromiso crítico, apreciación retrospectiva de la experiencia. Su mente peripatética, en
zig-zag viaja sobre (cómo no) los pies del gato, moviéndose furtivamente a través de
multitudes de imágenes como exiliados.

Por Blogs & Docs | 20 Dec 07


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Artículo de Howard Hampton*

Definir las cualidades del visionario periférico: oblicuidad, modestia, meditación, humor,
compromiso crítico, apreciación retrospectiva de la experiencia. Su mente peripatética, en
zig-zag viaja sobre (cómo no) los pies del gato, moviéndose furtivamente a través de
multitudes de imágenes como exiliados. Espectros acrisolados, entramados, surgen de
cualquier parte – Moscú, Tokio, París, La Habana, Cabo Verde, del San Francisco de
Vértigo, de Solaris de Tarkovsky, del ciberespacio, de tablas de Guija. (Sigo olvidando:La
Jetée ¿es la arcaica “precuela” de Doce monos o la secuela en forma de ciencia-ficción de
Laura?). Estos mensajeros fantasmas portan consigo geografías nómadas, impresas como
tatuajes: “el mapa deviene el territorio”, inscribiendo las latitudes precisas y las longitudes
de vidas tácitas, contradicciones ocultas, rastros reveladores. Una voz calmada, mesurada
se hace oír sobre los ruidos puros de las guerras, la violencia política, las revoluciones
implosionadas. Nos atrae con el tono confidencial, clandestino de un diminuto anuncio
deslizado entre los mensajes personales del Pravda: estado de alerta lúcido busca compañía
de similar inclinación, con miras a escapar de la pesadilla global de las ideologías
kamikaze, las utopías nacidas muertas, la dominación por el consumo.
A través de un recorrido serpenteante a través - y surgido – del pasado, Chris Marker ha
sido el más inclasificable de los directores: ¿unión caprichosa-mística-dialéctica entre Zen
y Marx? ¿Un poeta de la zona siguiendo los pasos de la vida interior de la historia?
¿Documentalista de naturaleza siguiendo el rastro a la más elusiva de las especies en
peligro – la subjetividad? Marker ¿es el más implacable forense del difunto y semiañorado
siglo XX o el último de sus propagandistas? El cuerpo de su obra nos llega en sus propios
términos heréticos, no tanto como una serie discreta de películas tanto como muchos
capítulos esbozados apasionadamente. Llamemos a cada uno una “Voluta”, utilizando la
nomenclatura de Walter Benjamin y la definición del Oxford English Dictionary:
“Enrollado longitudinalmente sobre sí mismo, como una hoja en el capullo”. Uno por uno,
pieza a pieza, sumándose a una única búsqueda perenne memorializando el sueño de una
época que se desvanece ante sus ojos. Los híbridos cinemáticos, conversacionales y
siempre en evolución de Marker (noticiarios, ficción, fotos-en-película de La Jetée, la
gradual adopción de la plasticidad informal del vídeo), siempre parecen moverse en varias
direcciones al mismo tiempo, dando vueltas una y otra vez sobre las mismas
preocupaciones – nuestra época conforme a ella, y nosotros, ha pasado al trastero de la
historia.

Une journée d’Andrei Arsenevich (2000), su tierno y elemental panegírico de Tarkovsky,


ofrece un esbozo de la propia estética de Marker: “Andrei creció en una casa imaginaria,
una casa única donde todas las habitaciones daban paso a unas otras y todas conducían al
mismo corredor…”. Su obra puede considerarse el equivalente cinematográfico a los
extensos, saturninos cuadernos de notas para el inacabado, literalmente, interminable Libro
de los pasajes de Benjamin – pero transpuestos a un mundo donde el pasaje del vídeo e
Internet han reemplazado a esas proto-galerías comerciales decimonónicas similares a
catedrales y guaridas de flaneurs (1). Así la peculiar sensación de impresionante y al mismo
tiempo agotada simultaneidad en La Jetée (1962), Sans soleil (1982) y Level Five (1997),
esa cualidad dual de mirar hacia delante y hacia atrás, lo anticipatorio y retrospectivo
revuelto junto en una forma superpuesta, de fronteras borrosas, y que se parece tanto a
aquello en lo que la realidad se ha convertido. Tan cuidadoso editor como autor (como si el
mundo fuera una biblioteca de descartes y negativos perdidos esperando a ser encontrados
y restituidos a la vida), hace que los narradores lean esos collages de citaciones disgresivas
y que saltan de un lado a otro intuitivamente, esas meditaciones, como si fueran cartas
leídas en voz alta a los amigos ausentes o muertos (Tarkovsky, Alexander Medvedkin, tú o
yo). Misivas compuestas por muchos tipos de fragmentos cinematográficos que son
después enviadas amablemente y dispersadas por el mundo, con un lenguaje que es tan
público como una manifestación política, tan recluso como una vida secreta y tan íntimo
como una canción de amor.

(1) El titulo original de la obra de Benjamin, Das Passagen-Werk, y su traducción inglesa


Arcades Project quizás remiten con menores ambigüedades que el término castellano
“pasajes” a esas galerías y soportales que albergaban cafés y restaurantes y que
transformaron la geografía urbana de París en el siglo XIX, a las que Benjamin se refería en
su obra como manifestaciones paradigmáticas de lo moderno. De ahí las comparaciones
que Howard Hampton establece (N. del T.)
Por ejemplo, “sólo el amor puede romper tu corazón” – excepto que Marker sustituye el
amor por la Historia como fuente de toda pasión condenada. Es la sofocante sirena de
alarma antiaérea seduciendo y abandonando generaciones de incautos y espontáneos: como
habría dicho Lenin, no puedes hacer una revolución sin romper corazones, y no digamos
voluntades. (Stalin aceleró el proceso: una bala en la cabeza era una forma más rápida de
telegrafiar el mensaje). Le fond de l’air est rouge / A Grin Without a Cat (1977) fue
posiblemente la más sistemática y completa exploración de “las malas pasadas” que la
historia nos juega, pero Le tombeau d’Alexandre (1993) transita por un paisaje de cenizas
desde un ángulo más escarpado, observado más de cerca. En lugar del arco en pendiente
descendiente de los sesenta marcado por el idealismo no contaminado y la solidaridad en la
revuelta del puño apretado, sigue las quebradas aspiraciones de una generación de
soñadores soviéticos, novios que se quedaron esperando en el altar de la revolución, o que
finalmente fueron sacrificados ante él. Si La Jetée aborda el “vértigo del tiempo”, evoca
además el espacio físico de la historia – sus brechas y aperturas – como una entidad que
puedes tocar, probar, perseguir, desear. Y sin embargo, donde existe el deseo, se produce
seguro la pérdida después: la memoria de la muerte inminente ya presente en el momento
de la más profunda felicidad.

En el caso de Le fond de l’air est rouge / A Grin Without a Cat (2) y sus compañeras, no es
la muerte del cuerpo físico lo que a Marker le interesa (aunque compone bellos cantos
fúnebres a Medvedkin, Tarkovsky, Che Guevara y tantos otros), sino la muerte de la
esperanza – esa quimera de la sonrisa del gato de Cheshire, mejor y más justa de un mundo
en la lontananza que será estrangulado por burócratas, fanáticos, conformistas intelectuales,
la sobrecarga mediática, el agotamiento espiritual, la vanalidad insensata y la apatía. Su
incansable recontextualización y reubicación de imágenes es una forma de leer – y escribir
– entre líneas: al reeditar un clip de un filme realizado por Tarkovsky en 1956 como
estudiante que adaptaba The Killers de Hemingway, Marker convierte a la pareja de
asesinos abrigados con cara de niño en los dobles de todos los policías secretos que podrían
servir como los exterminadores del siglo. Corte al mismo Andrei Arsenevich, componiendo
un retrato del artista adolescente con su cameo en este filme en blanco y negro. Silba una
canción incongruentemente vivaz, que el narrador de Marker, identifica como una ironía
fúnebre que trasciende a sí misma, como Lullaby of Birdland – es ese típico momento de
imagen congelada tan habitual en Marker, en donde un hecho/observación/chiste
perfectamente mundanos quedan sobrecargados de contracorrientes de “melancolía y
perplejidad”, creando un aparte extraño impregnado de conciencia trágica. He aquí el
inconfundible matiz eufórico-melancólico característico de la sensibilidad de Marker, esos
osados, táctiles acordes Django-Vertovianos de pensamiento, “cosas que estimulan el
corazón”, y al mismo tiempo lo parten.

Otras notas extraídas del mismo traste: “Fue una época de amargura y locura de la que
algunos nunca emergieron.” “La batalla estaba perdida antes de empezar. El propósito era
establecer las consecuencias.” “Abrieron la puerta y él desapareció.” “Zozobrar en un
mundo de signos.” “Mirar a quienes miran.” “El juego de Marienbad” “escoge la máscara.”
Se pueden trazar paralelismos con un Marker indeleble (3) con las lecciones de Histoire
maliciosamente aforísticas de Godard, así como las negaciones cinematográficas del
filósofo-cum-anticineasta Guy Debord: líneas de influencia, solapamientos, similitudes
que son o no coincidencias. Pero lo que Le Tombeau d’Alexandre demuestra a través de su
punzante agudeza es lo que se echa de menos de Godard y Debord – la compleja
integración de lo estético, lo histórico y lo personal. Godard entresaca lo estético por
encima de otras consideraciones, mientras Debord busca disolver el cine como si se tratara
de disipar humo y espejos sin valor (del mismo modo a como baña su propia leyenda en
una luz nihilista – romántica a lo Harry Lime). La forma en que Marker se borra a sí mismo
contrasta con el amor propio cósmico del primero (la singular devoción a propagar su aura
de significación – no es así, señor Godard?) y la misantropía autoritaria del segundo (el
presunto revolucionario con un complejo napoleónico del tamaño de Abel Gance, cuyo
movimiento Situacionista presume de tener más excomulgados que miembros en buena
posición). Le tombeau d’Alexandre confía tanto en la densidad alusiva como en el hablar
sencillo, en las capas múltiples, las diferentes caras y la polifonía, las superposiciones
dentro del cuadro y la simultaneidad abstracta de imágenes, ofreciendo a los testigos de la
historia el suficiente espacio vital para tener su opinión. Marker cree en escuchar, en mirar
de cerca (los rostros, los montajes, los conceptos), en vincular generalizaciones con las
paradojas de lo particular y en poner en cuestión la virginal certidumbre que se esconde tras
tantas presunciones de inocencia. (Una vez y otra, muestra los obstáculos más efectivos que
se han opuesto a las luchas por la liberación del último siglo desde dentro, en esos impulsos
autoritarios-totalitarios que amarraron su hambre de poder a las visiones utópicas). Debord
y Godard presentan frentes narcisistas unificados, una forma de interpelación más
didáctica: la voz solemne de la autoridad artística y teórica que arroja sus elegantes perlas a
los cerdos.

—-

(2) Indicamos el título original en francés y su forma inglesa, que se traduciría literalmente
por “una sonrisa sin gato” por el juego que Hampton realiza en este párrafo con la sonrisa
del gato de Cheshire en Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, icono
recurrente en la obra de Marker.

(3) Juego de palabras con el pseudónimo “Marker”, rotulador-marcador. (N. del T.)

Marker terminará su Le Tombeau d’Alexandre con un triste y chocante chiste que es un


non sequitur: “Sabes cómo llaman a esos hombres”, dice de los vestigios finales de esa
larga era heroica del cine soviético ya muerta – “Dinosaurios”. Una pausa que invita a sacar
el pañuelo. “Pero sabes lo que les pasa a los dinosaurios:” – y en lugar de un pozo de
alquitrán se nos muestra la imagen de una niña acunando un Godzilla inflable – “los niños
los quieren”. El espíritu absurdo, libre en arenas movedizas, de Le Bonheur de Medvedkin
regresa aquí como un extraño optimismo en el seno del colapso de la Unión Soviética: el
final de la línea férrea abandonada hace tiempo, las jugadas que gasta la historia regresan a
casa para pasar la noche. No hay en Marker palabras disyuntivas, no hay segregación entre
los niveles de lo sagrado y lo profano: incluso en el éxtasis de agonía de Tarkovsky,
descubre un regocijo latente, ironías existenciales que se encaraman sobre la zona más mate
que inexpresiva que se encuentra entre el todo y la nada.
Los animales poseen un lugar especial y contagiado de alegoría popular en su corazón: los
caballos reales y de pantomima sacados de Medvedkin, los lobos disparados desde el
helicóptero en los últimos planos de Le fond de l’air est rouge. Y por supuesto esos gatos
crípticos, el motivo favorito de Marker: el templo de los gatos en Sans soleil, las imágenes
de la parada misteriosamente dignificada de atuendos medievales, las máscaras de
hombres-gato que aparecen en Le fond (“El gato nunca está al lado del poder”). Emblemas
de vigilancia, paciencia, serenidad, son los amuletos de buena suerte de Marker, que
previenen de los instintos gregarios alimentados por el culto enmohecido a la personalidad,
los mártires en alquiler, los funcionarios de la información, la irrealidad televisada, los
juegos de Internet y otras distracciones apremiantes que surgen amenazadoramente en
nuestras mentes despiertas o dormidas como el estallido muñeco japonés, burlón y kitsch de
El grito de Munch que aparece frente a nosotros en Level Five.

Por supuesto tengo uno sentado en el rincón de mi cuarto de estar, también – un Grito que
alguien me regaló como símbolo de una historia compartida, aunque la gorra del Ejército
Rojo que ella compró en una tienda de recuerdos de la Plaza de Tianamen sigue cayéndose
de la cabeza del pobrecito. Es también una especie de dinosaurio, y como aquel que la niña
de Marker sostiene como un osito de peluche, si lo miras desde una cierta perspectiva,
puedes casi ver “el agujero negro” de la historia condensado en su boca de una banshee (4)
silenciosa. (Esa “O” es también la forma de un telescopio-catalejo que le gusta insertar en
el plano: apuntando, como si lo fuera). “Por tanto este es el resumen”, diría un narrador de
Marker: un artículo barato para mostrar cuánto significado puede restarse al mundo en una
racha de producción masiva indiferenciada. Sin embargo esa misma cosa inanimada puede
llenarse de significados personales, convertirse en un faro para el futuro, en un repositorio
de la memoria, o en una piñata cuyas ilusiones están listas para reventar. La conciencia no
es un tema ni un tropo en su obra – sus films respiran un aire no rarificado, incluso cuando
algunas veces deban ponerse una máscara de gas para abrirse paso entre el hedor de las
mentiras en descomposición.

Con Marker, el mismo movimiento que teje capas de evocación también las vuelve a
deshacer; dirigiéndose a la belleza de las imágenes, además las interroga sin fin. Suma otra
cualidad inefable a esa penumbra metafísica-materialista: el hecho de que sus films circulen
tan poco, sean tan difíciles de rastrear, siempre como si se tratara de un encuentro casual.
Entonces ¿es Marker el más grande de los directores vivos (aunque no haga “filmes”
exactamente, o los “dirija” realmente en el sentido tradicional del término)? Contestaría que
su obra, aunque irregular por su naturaleza exploratoria y de sentir su paso bajo la piel,
iguala a los objetos de su pasión: Vértigo, Le Bonheur de Medvedkin, El Espejo de
Tarkovsky. Pero no sucesivamente, sino todo a un tiempo, y algo más también. Hay una
consciente sobreabundancia de tangentes, impresiones, sensaciones e ideas que van en
contra de cualquier finura de envoltura estrecha, de la perfección encajonada, edificante. Es
la firma del cine del último disidente, como una cruz rugosa de Malevich encontrada en un
antiguo cuadro de Rublev, el futuro aún presente en el pasado y viceversa, la amarga y
dulce canción de “los signos negativos de la vida”.

En otras palabras, el toque Marker.

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*Remembrance of Revolutions Past. Chris Marker’s Anatomies of Melancholy.
Originalmente publicado en Film Comment, XXXIX/3, mayo/junio 2003, forma parte del
libro recopilatorio de textos de Howard Hampton Born in Flames: Termite Dreams,
Dialectical Fairy Tales, and Pop Apocalypses (Harvard University Press, 2007). Este
artículo fue traducido al castellano y publicado en el libro Mystère Marker, María Luisa
Ortega, Antonio Weinrichter (eds.) Festival de Cine de Las Palmas 2006, T&B Editores.

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(4) Espíritu del folklore irlandés que se aparece bajo forma de una mujer que gime como
presagio de que alguien va a morir. (N. del T.)

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