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Sin embargo, hasta el telespectador más adicto sabe bien que después de la
televisión le espera la vida real, y ése es su gran drama. Por eso al
consumismo televisivo no le reprochamos sólo su simpleza o su
superficialidad, sino sobre todo el incumplimiento de sus promesas, el no
hacerse cargo totalmente de nosotros, el dejarnos en la estacada en el
último momento.
Pero por muy errónea y decepcionante que resulte tantas veces, quizá
volvemos a ella como a la pendiente más fácil. A pesar del hastío, bien
conocido de otras veces, el adicto a la televisión vuelve a ella, incapaz de
desengancharse. Por eso, para algunos, ver la televisión sólo exige de él un
acto de valor –a veces sobrehumano–, que es apagarla; y para todos,
comprender que el mejor uso de la televisión es el autorracionamiento.
¿La solución? Mantener a raya esa avidez, proteger los espacios que veamos
que intenta acaparar en nuestra vida. Y en aquellos otros en que ya nos ha
ganado mucho terreno, pensar que nuestra cercanía al abismo de la adicción
–sea leve o grave– puede al menos habernos ayudado a advertir sus riesgos
y así comprender la necesidad de frenar esa carrera.