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NÉSTOR GARCÍA CANCLINI

El malestar en los estudios culturales


No encuentro un término mejor para caracterizar la situación actual de los estudios culturales que la fórmula
inventada por los economistas para describir la crisis de los años ochenta: estanflación, o sea, estancamiento
con inflación. En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios
culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de
aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento
de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio.

La proliferación de pequeños debates amplificados por Internet puede dar la apariencia de dinamismo en los
estudios culturales, pero –como suele ocurrir en otros ámbitos con la oferta y la demanda– tanta abundancia,
circulando globalizadamente, tiende a extenuarse pronto; no deja tiempo para que los nuevos conceptos e
hipótesis se prueben en investigaciones de largo plazo, y pasamos corriendo a imaginar lo que se va a usar
en la próxima temporada, qué modelo nos vamos a poner en el siguiente congreso internacional.

Hay, sin embargo, algunos productos que escapan a ese mercado, a estos desfiles vertiginosos. Después de
veinte o treinta años de estudios culturales, es posible reconocer que esta corriente generó algunos resultados
mejores que la época de fast- thinkers en que le tocó desenvolverse.

Unas cuantas investigaciones han contribuido a pensar de otro modo los vínculos con la cultura y la sociedad
de los textos literarios, el folclor, las imágenes artísticas y los procesos comunicacionales. En algunos casos,
sobre todo en América Latina, al estudiarse conjuntamente la interacción de estos campos disciplinarios con
su contexto se viene produciendo una renovación de las humanidades y las ciencias sociales. En Estados
Unidos, los cultural studies han modificado significativamente el análisis de los discursos, dentro del
territorio humanístico, pero son escasas las investigaciones empíricas: en esa especie de enciclopedia de esta
corriente que es el libro coordinado por Lawrence Grossberg, Any Nelson y Pamela Treichler, no se
encuentra a lo largo de sus 800 páginas casi ningún dato duro, gráficas, muy pocos materiales empíricos,
pese a que varios textos hablan de la comunicación, el consumo y la mercantilización de la cultura. De sus
cuarenta artículos ni uno está dedicado a la economía de la cultura. Ante tales carencias es comprensible que
muchos científicos sociales desconfíen de este tipo de análisis.

El otro aspecto crítico que deseo destacar es que la enorme contribución realizada por los estudios culturales
para trabajar transdisciplinariamente y con procesos interculturales –dos rasgos de esta tendencia– no va
acompañada por una reflexión teórica y epistemológica. Sin esto último, puede ocurrir lo que tantas veces se
ha dicho de los estudios literarios, del folclor y de otros campos disciplinarios: que se estancan en la
aplicación rutinaria de una metodología poco dispuesta a cuestionar teóricamente su práctica.

Creo que los estudios culturales pueden librarse del riesgo de convertirse en una nueva ortodoxia fascinada
con su poder innovador y sus avances en muchas instituciones académicas, en la medida en que encaremos
los puntos teóricos ciegos, trabajemos las inconsistencias epistemológicas a las que nos llevó movernos en
las fronteras entre disciplinas y entre culturas, y evitemos "resolver" estas incertidumbres con los
eclecticismos apurados o el ensayismo de ocasión a que nos impulsan las condiciones actuales de la
producción "empresarial" de conocimiento y su difusión mercadotécnica. Lo digo así para insinuar que el
énfasis teórico epistemológico, al que me limitaré por restricciones de tiempo, no puede hacernos olvidar
que nuestras incertidumbres están relacionadas con la descomposición del orden social, económico y
universitario liberal, con la irrupción y las derrotas de movimientos sociales cuestionadores en las últimas
décadas y con el desmoronamiento de paradigmas pretendidamente científicos que guiaron la acción social y
política. Se verá al final que esta revisión teórica tiene consecuencias en uno de los territorios al que los
estudios culturales ha prestado más atención: la construcción del poder a partir de la cultura.

¿Cómo narramos los desencuentros?

Quiero situar estas preocupaciones en relación con procesos de fin de siglo que por el momento, para
entendernos, voy a sintetizar como las estrategias de construcción, circulación y consumo de estereotipos
interculturales. Llegué a este asunto luego de estudiar varios años las políticas culturales y su transformación
en el contexto de libre comercio e integración regional y global.

Desde que comenzó a gestionarse el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, así
como otros posteriores entre países latinoamericanos (Mercosur, Grupo de los Tres, etc.) y de éstos con
Estados Unidos, es evidente que estos acuerdos no sólo liberalizan el comercio, sino que conceden aunque
sea un pequeño lugar a cuestiones culturales, se acompañan con un incremento del intercambio sociocultural
multinacional y favorecen actividades que antes no existían o eran débiles. Se están haciendo nuevos
convenios entre empresas editoriales y de televisión, entre universidades y centros artísticos de varios países,
e innumerables reuniones sobre la articulación de programas educativos, científicos y artísticos de las
naciones involucradas. Están cambiando las imágenes que cada sociedad tiene de las otras y las influencias
recíprocas en los estilos de vida.

¿Con qué instrumentos intelectuales enfrentamos esta situación? En los últimos cinco años se han escrito
muchos artículos y desarrollado polémicas sobre los nuevos procesos culturales –sobre todo a nivel
periodístico– por parte de intelectuales, funcionarios públicos y empresarios. Pero pocos se preguntan si los
instrumentos y modelos conceptuales empleados en el pasado sirven para analizar la nueva etapa. En Estados
Unidos y en los países latinoamericanos se están revisando las políticas culturales, pero raras veces toman
como eje este novedoso proceso de integración; apenas reorganizan sus instituciones culturales de acuerdo
con el adelgazamiento de los presupuestos estatales y según criterios empresariales. De manera que los
análisis del intercambio cultural no se apoyan en un paradigma consistente, adecuado a la situación de fin de
siglo, sino sobre la función de la cultura en la interacción entre todas estas sociedades. Sin pretender ser
exhaustivo, voy a referirme a dos narrativas que quizá sean las más influyentes.

1. La inconmensurabilidad ideológica. Este primer relato aparece en debates sobre el libre comercio en
América del Norte que tienen en cuenta la cultura y las comunicaciones no sólo como parte de los
intercambios económicos sino también como claves para los logros o fracasos de tales interacciones. La
compatibilidad en los estilos culturales de desarrollo es considerada un ingrediente básico para realizar
cualquier integración multinacional y para que se desenvuelva con éxito. Algunos autores jerarquizan "la
similitud en las orientaciones hacia la democracia" y la coincidencia o convergencia de las modalidades de
desarrollo económico (R. Inglehart et al., Convergencia en Norteamérica, política y cultura, 1994). Pero
dudan acerca de la integración norteamericana, debido a que el predominio de la tradición protestante de
Estados Unidos y Canadá habría generado en esas sociedades ciertas virtudes ("trabajo, humildad,
frugalidad, servicio y honestidad") que contrastarían con las que la tradición católica habría promovido
preferentemente en México ("la recreación, la grandiosidad, la generosidad, la desigualdad y la hombría")
(R. Inglehart et al., op. cit.).

Los mismos autores sostienen que quizá tales divergencias históricas no sean tan importantes si pensamos
que el proceso de integración, iniciado a mediados de este siglo, favorece la apertura de las sociedades y
lleva a aceptar nuevos marcos conceptuales para transformarlas. En los países de Norteamérica la
convergencia se lograría al tener intereses compartidos por desarrollar economías de libre mercado y formas
políticas democráticas, y dar menor peso a las instituciones nacionales en beneficio de la globalización. Pero
sabemos que estos tres puntos supuestamente comunes motivan controversias en las tres naciones: su
cuestionamiento se acentuó durante los debates sobre si se firmaba o no el TLC, y en los tres primeros años
de su aplicación. Los autores citados, pese a su visión optimista de la liberación comercial, reconocen que
ésta "produce oposición política porque atrae claramente la atención hacia dilemas antiguos o de reciente
aparición". La agudización de conflictos fronterizos y migratorios en los años recientes pone en evidencia
los dilemas culturales irresueltos; por ejemplo, la integración multiétnica, la coexistencia de nuevos
migrantes con residentes antiguos, y el reconocimiento pleno de los derechos de las minorías y de las
regiones dentro de cada país. El aumento de las relaciones favorecido por la integración está revelando la
escasa pertinencia de la narrativa sobre la inconmensurabilidad ideológica.

2. La "americanización” de América Latina y la latinización de E.U. Algunas de estas cuestiones son más
consideradas en otra narrativa, con una extensa historia, que examina las relaciones entre estas sociedades
como si lo principal fuera la creciente "americanización" de la cultura en los países latinoamericanos y, en
sentido inverso, la latinización y mexicanización de algunas zonas de Estados Unidos. Carlos Monsiváis ha
escrito que tales preocupaciones son tardías, porque América Latina viene americanizándose desde hace
muchas décadas y esta americanización ha sido "las más de las veces fallida y epidérmica" (C. Monsiváis,
"De la cultura mexicana en vísperas del Tratado de Libre Comercio", en G. Guevara Niebla y N. García
Canclini (eds.), La educación y la cultura ante el Tratado de Libre Comercio, 1994). Admite este autor que
el proceso se ha acentuado con la dependencia económica y tecnológica, pero ello no elimina la
conservación de una lengua diferente en México –por más palabras inglesas que se incorporen–, ni la
fidelidad a tradiciones religiosas, gastronómicas, y formas de organización familiar diferentes de las de
Estados Unidos. Por otra parte, también toma en cuenta –como otros– las crecientes migraciones de
mexicanos hacia Estados Unidos, que influyen en la cultura política y jurídica, los hábitos de consumo y las
estrategias educativas, artísticas y comunicacionales de estados como California, Arizona y Texas. Sin
embargo, la discriminación, las deportaciones, la exclusión cada vez más severa de muchos migrantes latinos
de los beneficios del "american way of life" vuelven cada vez más conflictiva la presencia de "hispanos": al
menos, no permiten pronosticar un avance limitado y unidireccional de los grupos mexicanos y
latinoamericanos en Estados Unidos, ni permiten asegurar que la cultura latina vaya a trascender su lugar
periférico dentro de este país.

¿Proveen los estudios culturales un paradigma científicamente más válido para superar el carácter
insatisfactorio de estas narrativas? (Quiero aclarar que tomo en bloque, bajo la denominación de estudios
culturales, vastos conjuntos de trabajos que, si bien poseen los rasgos antes señalados, presentan diferencias
entre los practicantes estadounidenses y latinoamericanos, así como dentro de cada región. No tengo espacio
aquí más que para remitir a textos en que varios autores distinguimos tales variaciones: J. Beverley,
"Estudios culturales y vocación política" (Revista de crítica cultural, N. 12, 1996); N. García Canclini,
Culturas en globalización (1996); L. Grossberg et al, Cultural studies (1992); F. Jameson, "Conflictos
interdisciplinarios en la investigación sobre cultura" (Alteridades, N. 5, 1993); N. Richard, "Signos
culturales y mediaciones académicas" (B. González, Cultura y tercer mundo, 1996); G. Yúdice, "Tradiciones
comparativas de estudios culturales: América Latina y Estados Unidos" (Alteridades, N. 5, 1993).

Tanto la perspectiva transdisciplinaria de los estudios culturales como algunas investigaciones empíricas, y
por supuesto la intensificación de intercambios comunicacionales, económicos y migratorios entre Estados
Unidos y América Latina, han mejorado el conocimiento recíproco entre estas sociedades. Se diferencian
con más cuidado sus diversas regiones y sectores y, por lo tanto, se van superando las definiciones difusas de
las identidades nacionales, que las conciben como esencias atemporales y autocontenidas "amenazadas" por
el contacto con "los otros". Al ofrecer visiones más profundas de la multiculturalidad y sus diferencias, de la
desterritorialización y la reterritorialización, los estudios culturales permiten retrabajar la información sobre
la inconmensurabilidad ideológica entre las sociedades, y sobre la americanización y la latinización.
Pese a estos avances conceptuales y empíricos, no puede afirmarse que los estudios culturales constituyan ya
un paradigma coherente y consistente (L. Grossberg et al. op. cit.; F. Jameson, op. cit.). En cierto modo,
ofrecen también una narrativa, o varias en conflicto, con divergencias acerca del modo de estudiar la cultura
y su relación con los contextos sociales. De acuerdo con la afirmación de Frederic Jameson de que los
estudios culturales son menos "una disciplina novedosa" que el intento de "construir un bloque histórico",
pueden interpretarse las contribuciones de esta corriente al intercambio América Latina-EstadosUnidos
como la narrativa más avanzada, con mejor elaboración crítica, pero aún dependiente de los proyectos
socioculturales y políticos con que se tratan de encarar las contradicciones. Me refiero a las contradicciones
entre lo local, lo nacional y lo global, entre el multiculturalismo hegemónico y el de las minorías en Estados
Unidos, entre las concepciones oficiales de la pluriculturalidad en América Latina y las posiciones de los
sectores que no se sienten representados por ellas.

Como parte de este proceso, los estudios culturales configuran hoy un ámbito clave de interlocución entre
los especialistas de la cultura estadounidense y latinoamericana y, por tanto, pueden examinarse como un
espacio de elaboración intelectual de los intercambios entre ambas culturas. Pero para que esta elaboración
avance con rigor es necesario trabajar sobre las divergencias teóricas y las inconsistencias epistemológicas
responsables de que no pueda hablarse en los estudios culturales de paradigmas o modelos científicos sino
de narrativas. Cuando menciono paradigmas o modelos no estoy regresando al cientificismo que postulaba
un saber de validez universal, cuya formalización abstracta lo volvería aplicable a cualquier sociedad y
cultura. Pero tampoco me parece satisfactoria la complacencia posmoderna que acepta la reducción del saber
a narrativas múltiples. No veo por qué abandonar la aspiración de universalidad del conocimiento, la
búsqueda de una racionalidad interculturalmente compartida que dé coherencia a los enunciados básicos y
los contraste empíricamente. Ha sido este tipo de trabajo el que ha puesto de manifiesto que diferentes
culturas poseen lógicas y estrategias diferentes para acceder a lo real y validar sus conocimientos, más
intelectuales en algunos casos, más ligadas a la "sensibilidad" y a la "imaginación" en otros. Pero creo que el
relativismo antropológico que se queda en un simple reconocimiento desjerarquizado de estas diferencias ha
mostrado suficientes limitaciones como para que no nos instalemos en él. La necesidad de construir un saber
válido interculturalmente se vuelve más imperiosa en una época en que las culturas y las sociedades se
confrontan todo el tiempo en los intercambios económicos y comunicacionales, las migraciones y el turismo.
Precisamos desarrollar políticas ciudadanas que se basen en una ética transcultural, sostenida por un saber
que combine el reconocimiento de diferentes estilos sociales con reglas racionales de convivencia
multiétnica y supranacional.

Revisiones teóricas

a) Un primer requisito para trabajar en esta dirección es redefinir el objeto de los estudios culturales: de la
identidad a la heterogeneidad y la hibridación multiculturales. Ya no basta con decir que no hay identidades
caracterizables por esencias autocontenidas y ahistóricas, e intentar entenderlas como las maneras en que las
comunidades se imaginan y construyen historias sobre su origen y desarrollo. En un mundo tan
interconectado, las sedimentaciones identitarias (etnias, naciones, clases) se reestructuran en medio de
conjuntos interétnicos, transclasistas y transnacionales. Las maneras diversas en que los miembros de cada
etnia, clase y nación se apropian de los repertorios heterogéneos de bienes y mensajes disponibles en los
circuitos transnacionales genera nuevas formas de segmentación. Estudiar procesos culturales es, por esto,
más que afirmar una identidad autosuficiente, conocer formas de situarse en medio de la heterogeneidad y
entender cómo se producen las hibridaciones.

Si bien aquí me interesa destacar el argumento teórico, quiero recordar la tesis de David Theo Goldberg
acerca de que "la historia del monoculturalismo" muestra cómo los pensamientos centrados en la identidad y
la diferencia conducen a menudo a políticas de homogeneización fundamentalista. Por lo tanto, convertir en
concepto eje la heterogeneidad es no sólo un requisito de adecuación teórica al carácter multicultural de los
procesos contemporáneos, sino una operación necesaria para desarrollar políticas multiculturales
democráticas y plurales, capaces de reconocer la crítica, la polisemia y la heteroglosia.

b) En segundo lugar, pensar los vínculos entre cultura, sociedad y saber, no sólo en relación con las
diferencias sino con la desigualdad, requiere ocuparse de la totalidad social. No estoy hablando de las
nociones compactas de totalidad pseudouniversalistas y en realidad etnocéntricas, por ejemplo las hegelianas
o marxistas, sino de las modalidades abiertas de interacción transnacional que propicia la globalización
económica, política y cultural.

En este punto, cabe señalar una diferencia significativa entre los estudios culturales de Estados Unidos y los
de América Latina. Me parece que la discrepancia clave entre la multiculturalidad estadounidense y lo que
en América Latina más bien se ha llamado pluralismo o heterogeneidad cultural reside en que, como
explican varios autores, en Estados Unidos "multiculturalismo significa separatismo" (R. Hughes, Culture of
Complaint. The Fraying of America, 1993; Ch. Taylor, "The Politics of Recognition", en D. T. Goldberg
(ed.), Multiculturalism: A critical reader, 1994; M. Walzer, "Individus et communautés: les deux
pluralismes", en Esprit, junio, 1995). De acuerdo con Peter McLaren, conviene distinguir entre un
multiculturalismo conservador, otro liberal y otro liberal de izquierda. Para el primero, el separatismo entre
las etnias se halla subordinado a la hegemonía de los WASP y su canon que estipula lo que se debe leer y
aprender para ser culturalmente correcto. El multiculturalismo liberal postula la igualdad natural y la
equivalencia cognitiva entre razas, en tanto el de la izquierda explica las violaciones de esa igualdad por el
acceso inequitativo a los bienes. Pero sólo unos pocos autores, entre ellos McLaren, sostienen la necesidad
de "legitimar múltiples tradiciones de conocimiento" a la vez, y hacer predominar las construcciones
solidarias sobre las reivindicaciones de cada grupo. Por eso, pensadores como Michael Walzer expresan su
preocupación porque "el conflicto agudo hoy en la vida norteamericana no opone el multiculturalismo a
alguna hegemonía o singularidad", a "una identidad norteamericana vigorosa e independiente", sino "la
multitud de grupos a la multitud de individuos..." "Todas las voces son fuertes, las entonaciones son variadas
y el resultado no es una música armoniosa –contrariamente a la antigua imagen del pluralismo como sinfonía
en la cual cada grupo toca su parte (pero ¿quién escribió la música?)– sino una cacofonía" (M. Walzer, op.
cit.).

En América Latina, las relaciones entre cultura hegemónica y heterogeneidad se desenvolvieron de otro
modo. Lo que podría llamarse el canon en las culturas latinoamericanas debe históricamente más a Europa
que a Estados Unidos y a nuestras culturas autóctonas, pero a lo largo del siglo XX combina influencias de
diferentes países europeos y las vincula de un modo heterodoxo formando tradiciones nacionales. Autores
como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes dan cita en sus obras a las tradiciones de sus sociedades de origen
junto a expresionistas alemanes, surrealistas franceses, novelistas checos, italianos, irlandeses, autores que se
desconocen entre sí, pero que escritores de países periféricos, como decía Borges, exagerando, "podemos
manejar" "sin supersticiones", con "irreverencia". Si bien Borges y Fuentes podrían ser casos extremos,
encuentro en los especialistas en humanidades y ciencias sociales, y en general en la producción cultural de
nuestro continente, una apropiación híbrida de los cánones metropolitanos y una utilización crítica en
relación con variadas necesidades nacionales. De un modo análogo puede hablarse de la ductilidad
hibridadora de los migrantes, y en general de las culturas populares latinoamericanas. Además, las
sociedades de América Latina no se formaron con el modelo de las pertenencias étnico-comunitarias, porque
las voluminosas migraciones extranjeras en muchos países se fusionaron en las nuevas naciones. El
paradigma de estas integraciones fue la idea laica de república, con una apertura simultánea a las
modulaciones que ese modelo francés fue adquiriendo en otras culturas europeas y en la constitución
estadounidense.

Esta historia diferente y desigual de Estados Unidos y de América Latina hace que no predomine en los
países latinoamericanos la tendencia a resolver los conflictos multiculturales mediante políticas de acción
afirmativa. Las desigualdades en los procesos de integración nacional engendraron en América Latina
fundamentalismos nacionalistas y etnicistas, que también promueven autoafirmaciones excluyentes –
absolutizan un solo patrimonio cultural, que ilusamente se cree puro– para resistir la hibridación. Hay
analogías entre el énfasis separatista, basado en la autoestima como clave para la reivindicación de los
derechos de las minorías en Estados Unidos, y algunos movimientos indígenas y nacionalistas
latinoamericanos que interpretan maniqueamente la historia colocando todas las virtudes del lado propio y
atribuyendo la falta de desarrollo a los demás. Sin embargo, no fue la tendencia prevaleciente en nuestra
historia política. Menos aún en este tiempo de globalización que vuelve más evidente la constitución híbrida
de las identidades étnicas y nacionales, y la interdependencia asimétrica, desigual, pero insoslayable en
medio de la cual deben defenderse los derechos de cada grupo. Por eso, movimientos que surgen de
demandas étnicas y regionales, como el zapatismo de Chiapas, sitúan su problemática particular en un debate
sobre la nación y sobre cómo reubicarla en los conflictos internacionales. O sea, en una crítica general sobre
la modernidad (S. Zermeño, La sociedad derrotada. El desorden mexicano de fin de siglo, 1996). Difunden
sus reivindicaciones por los medios masivos de comunicación, por internet, y disputan así esos espacios en
vista de una inserción más justa en la sociedad civil.

Los estudios culturales latinoamericanos que me parecen más fecundos (por ejemplo R. Bartra, La jaula de
la melancolía, 1987; B. Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, 1994) analizan las injusticias en las políticas
de representación, pero en vez de enfrentarlas mediante el separatismo de la acción afirmativa, ubican las
demandas insatisfechas como parte de la necesaria reforma del Estado-nación. En tanto las reivindicaciones
de los ofendidos y los estudios que las interpretan se canalizan de este modo, muestran su propósito de hacer
conmensurable la heterogeneidad y volverla productiva.

¿Desde dónde hablan los estudios culturales?

Esta diferencia en los modos de concebir la multiculturalidad depende de los lugares de enunciación o los
puestos de observación de los investigadores. En el pensamiento norteamericano se hallan constantes
cuestionamientos a las concepciones universalistas que han contrabandeado, bajo apariencias de objetividad,
las perspectivas coloniales, occidentales, masculinas, blancas y de otros sectores. Algunas de estas críticas
desconstruccionistas han sido elaboradas también en las ciencias sociales y las humanidades
latinoamericanas: pensadores nacionalistas, marxistas y otros asociados a la teoría de la dependencia
plantearon objeciones semejantes a teorías sociales y culturales metropolitanas y utilizaron creativamente,
desde la década del sesenta, las obras de Gramsci y Fanon, que en los últimos años los cultural studies
estadounidenses –y algunos latinoamericanistas– proponen como novedades sin ninguna referencia a las
reelaboraciones hechas en América Latina de tales autores, con objetivos análogos. En otros aspectos, como
los aportes del pensamiento feminista a los estudios culturales, su desarrollo es débil en casi todos los
principales especialistas latinoamericanos, aunque el diálogo más fluido con la academia anglosajona está
reequilibrando un poco esta carencia (H. Buarque, "O estranho horizonte da crítica feminista no Brasil", en
C. Rincón, et al. Nuevo texto crítico, N. 14-15, 1995).

No puedo extenderme aquí en una cuestión polémica y compleja, pero su importancia me anima a concluir
señalándola. Después de haberse atribuido en los años sesenta y setenta poderes especiales para generar
conocimientos "más verdaderos" a ciertas posiciones sociales (colonizados, subalternos, obreros y
campesinos) ahora muchos pensamos que no existen tales poderes, que eran una ilusión que la historia se ha
encargado de desvanecer.

En concordancia con el desplazamiento teórico sugerido antes –de la identidad a la heterogeneidad y la


hibridación–, considero que el especialista en cultura gana poco estudiando el mundo desde identidades
parciales (metrópolis, naciones periféricas o poscoloniales, élites, grupos subalternos, disciplinas aisladas)
sino desde las intersecciones.
Adoptar el punto de vista de los oprimidos o excluidos puede servir, en la etapa de descubrimiento, para
generar hipótesis o contrahipótesis, para hacer visibles campos de lo real descuidados por el conocimiento
hegemónico. Pero en el momento de la justificación epistemológica conviene desplazarse entre las
intersecciones, en las zonas donde las narrativas se oponen y se cruzan. Sólo en esos escenarios de tensión,
encuentro y conflicto es posible pasar de las narraciones sectoriales (o francamente sectarias) a la
elaboración de conocimientos capaces de deconstruir y controlar los condicionamientos de cada enunciación.

Esto implica pasar también de concebir los estudios culturales sólo como un análisis hermenéutico a un
trabajo científico que combine la significación y los hechos, los discursos y sus arraigos empíricos. En suma,
se trata de construir una racionalidad que pueda entender las razones de cada uno y la estructura de los
conflictos y las negociaciones.

En la medida en que el especialista en estudios culturales quiere realizar un trabajo científico consistente, su
objetivo final no es representar la voz de los silenciados sino entender y nombrar los lugares donde sus
demandas o su vida cotidiana entran en conflicto con los otros. Las categorías de contradicción y conflicto
están, por lo tanto, en el centro de esta manera de concebir los estudios culturales. Pero no para ver el mundo
desde un solo lugar de la contradicción sino para comprender su estructura actual y su dinámica posible. Las
utopías de cambio y justicia, en este sentido, pueden articularse con el proyecto de los estudios culturales, no
como prescripción del modo en que deben seleccionarse y organizarse los datos sino como estímulo para
indagar bajo qué condiciones (reales) lo real pueda dejar de ser la repetición de la desigualdad y la
discriminación, para convertirse en escena del reconocimiento de los otros. Retomo aquí una propuesta de
Paul Ricoeur cuando, en su crítica al multiculturalismo norteamericano, sugiere pasar del énfasis sobre la
identidad a una política de reconocimiento. "En la noción de identidad hay solamente la idea de lo mismo, en
tanto reconocimiento es un concepto que integra directamente la alteridad, que permite una dialéctica de lo
mismo y de lo otro. La reivindicación de la identidad tiene siempre algo de violento respecto del otro. Al
contrario, la búsqueda del reconocimiento implica la reciprocidad" (P. Ricoeur, La critique et la conviction:
entretien avec F. Azouvi et M. Launay, 1995).

Aun para producir bloques históricos que promuevan políticas contrahegemónicas (J. Beverly, op. cit.) –
interés que comparto– es conveniente distinguir entre conocimiento, acción y actuación; o sea, entre ciencia,
política y teatro. Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las
posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede
ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura
intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, pueden ser ese modo de
renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción
política.

Néstor García Canclini,"El malestar en los estudios culturales", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2,
volumen II, pp. 45-60.

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