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Entre todas las enseñanzas interesantes que puede recibir un fotógrafo una de las más
trascendentes es la que obtiene de la observación de algunas pinturas de los grandes
maestros.
Rembrandt, Caravaggio, Brueghel, entre otros, pueden constituirse en ilimitadas fuentes
de sabiduría en la composición e iluminación de una imagen.
Podría pensarse, en primera instancia, en el abismo que separa el modo de realizar una
pintura con la instantaneidad de la imagen fotográfica, en la posibilidad para el pintor de
ensamblar imágenes provenientes de múltiples bocetos y de crear a voluntad una
iluminación adecuada a sus propósitos, frente a la limitación del fotógrafo que, salvo
por la utilización de recursos informáticos, se ve obligado a crear de una sola pieza, de
una sola vez, su imagen, o de la composición de una imagen en forma escenificada, con
todos los recursos bajo control.
¿De qué modo entonces puede transmitirnos un maestro de la pintura un conocimiento
aplicable al acto fotográfico de una centésima de segundo?
Parte de la riqueza que puede encontrarse en esta composición se halla en todos los
sitios, muchas veces al alcance del fotógrafo, así, mientras el pintor crea su obra, el
fotógrafo la encuentra, crea también en el instante de hacer clic el encuentro entre su
propio ser y el mundo que observa.