Está en la página 1de 3

Peripecias de un niño en Misa

Las peripecias que voy a contar son históricas, de pensamiento y actitudes. Advierto de
entrada que si el apreciado lector en su infancia no formó parte del 10% de católicos que
fue a misa obligado, quizás no entienda la importancia de este paseo por las andanzas y
travesuras de un niño en Misa.
Empieza faltando algo así como medio año para cumplir los siete con el anuncio de la
preparación para la Primera Comunión, el acto solemne importantísimo por el cual vamos a
recibir a Dios, el cuerpo de Jesús dentro de nosotros, sin preguntar cómo.
Como para las monjas, curas y preparadores  recibir a una persona dentro otra es algo
normal e innegable, al muchacho no le queda sino seguir la corriente, tratar de entender,
culpabilizarse lo suficiente para poder sentir alguna redención dentro de sí y aprenderse el
catecismo de memoria. 
En la ceremonia, todo es muy importante, salvo que en el fondo no tenemos ni idea de lo
que está pasando sino más bien de lo que pasará si no lo hacemos, ¡nos quemaremos en el
infierno!, así de simple. ¿Cuándo? Pues cuando Dios quiera y lo más probable es que él esté
de humor cuando no estemos confesados, pués si no, ¿qué sentido tendría llevarse a los
niños buenos?
A los siete años empieza la obligación de ir a misa, antes íbamos a misa porque no nos
podían dejar solo en casa, pero ahora no ir a misa es pecado mortal: al no ir a misa
pasábamos a ser mal hijo para dos padres: a papá lo van a regañar los curas por no llevar
los hijos a la iglesia y no ser consecuentes con la religión católica al no educarlos en las
verdades del magisterio y al Padre del cielo, porque no lo vamos a visitar los domingos y
sacarlo de su fastidio.
En misa los domingos, los viernes santos, los sábados santos y los días de fiesta, todo está
bien, todo es perfecto desde lo que lee el cura hasta el regaño que sale del púlpito. Nadie
cuestiona nada, el niño pequeño al oír las sandeces que dice el cura mira la cara de sus
padres y estos inmediatamente le exigen que mire al frente en silencio. Mirando al frente el
niño reconoce a un amigo de sus padres, lo mira como queriendo preguntarle algo pero
desiste: el amigo de su padre es Dr. Perico de  los Palotes gran investigador y soberano
intelectual universitario  que escuchas sandeces sin chistar.
Con movimientos leves, no sea que se den cuenta que no pone atención, recorre con su
mirada los demás bancos e intenta ver a los feligreses más allá del pasillo central. Unos se
dejan regañar y ponen cara de compungidos y otras ni escuchan porque llegaron a misa
llorando para que no las regañen más y para no tener que oír mas regaño-sandeces del
párroco recién graduado, del viejito mal humorado o del curita filósofo que habla con los
labios cerrados.
Con el paso de los años y apoyado en las reglas de educación que imponen ceder el asiento
a las damas, el muchacho consigue empezar a escuchar la misa de pie con un hombro
pegado a la pared y de preferencia un poco más atrás que sus padres para que cuando éstos
volteen la cara, todos los vean con cara inquisidora porque osaron negarle atención al cura
por fracciones de segundos.
Escuchando la misa de pie y detrás de los padres se han resuelto algunos problemas pero 
otro se acerca paso a paso a medida que avanza la misa, la comunión, el momento en que
todos pasan enfrente de todos, menos los pecadores y los descuidados que comieron un
pedacito papel antes de la hora de la comunión y por lo tanto no pueden comulgar. A esos
mejor no mirarlos pues el pecado es contagioso así que para no verlos, para no ver a los que
rezan arrodillados con los ojos torcidos y para no intercambiar sonrisas nerviosas con los
amigos, regresamos a nuestro puesto mirando fijamente  al piso tratando también que no
nos vean intercambiando sonrisas nerviosas cuando vemos a nuestros amigos arrodillados
tratándole de rezarle afuera al señor que se te metieron dentro en cuerpo y sangre o
haciendo muecas tratando de despegar la hostia del paladar. Menos mal que los muchachos
no se creen eso pero no se lo dicen a nadie y menos a los ilustres profesionales y
pensadores de oficio que escuchan sin conmoverse sea cual sea el tamaño de la burrada, el
regaño o la falta de tacto del cura.
Poder ira a comulgar es un alivio, demostramos que somos niños buenos, devotos de Dios y
la virgen y que en una semana no hemos dicho groserías, ni robado refrescos o vueltos.
Pero, llegar a misa sabiendo que no puedes comulgar merece trazar una estrategia digna del
Alejandro Magno, el General Patton o de Römmel.
El objetivo es confesarse con el cura que menos regaña y menos penitencia impone antes
del momento de la comunión. Para ello se cuentan los confesionarios activos, son como las
taquillas de banco, hay muchos pero se usan pocas. Luego se verifica que los curas estén en
sus puestos, en algunos lugares hay etiquetas pero uno no debe confiarse, a veces se
cambian o los usa un cura desconocido que viene del interior o acaba de llegar de España,
ninguno de esos conviene. Tampoco convienen los confesionarios con señoras mayores no
muy viejas que dicen a los cuatro vientos “esta vez sí pequé me confieso antes que termine
la misa o no podré más con mi vida hasta el próximo domingo”. Esas señoras acaparan al
cura y los demás pecadores se quedan sin el auxilio del Señor y peor aún, sin poder
mostrarse a los demás como seres libres de pecado al igual que todos los que fueron a
comulgar y todos los que se quedaron sentados porque se habían comido “un pancito” un
chicle o bebido un refresco antes de entrar a misa”.
Luego que escogemos nuestra cola del confesionario empieza la otra parte de la estrategia:
averiguar qué pecados tenemos, la lista del librito de oraciones es muy larga y “allí no se
salva nadie”, además hay pecados  allí “que como que son de niñita” y no se los vamos a
decir al cura. Hay pecados muy grandes, tampoco se los vamos a decir al cura, total que
después de reconocer que hemos dicho mentiras, groserías a mamá (suficientemente
penalizadas con jabón en la lengua) y pegado al hermano y la hermanita, el tiempo de
arrodillarnos se acerca; recordamos el ritual de entrada: “Ave María purísima …” pero,
¡cuidado! ¿cuándo fue la última confesión? ¡Importante! Si fue la semana pasada el cura
pensará que no tengo remedio, si fue hace dos semanas el cura me preguntará porque no me
confesé antes. Total, que tomando un  poco de amnesia, fijamos la fecha de la pasada
confesión según nuestra capacidad de soportar regaños ese día. Ya el muchacho tiene todo
listo, solo falta saber cómo le irá y se dispone al correr al salir del confesionario para
alcanzar la comunión como alma perdida que regresa de las oscuridades de sus pecados.
Todavía el muchacho no tiene amiguitas y novias, estamos en la etapa en que el mayor
pecado es jubilarse de la misa lo que es inconfesable pues nunca falta el curita metido que
le pregunte al papá del muchacho “Oye, ¿tu hijo está de campamento?  El papá responde:
“no, nos hemos tenido que quedar en casa estas vacaciones porque lo rasparon en tres
materias”.  Ah! Dice el cura, ¡como lo semana pasada no lo vi en misa…!
Por Oscar Andrés Aguilar Pardo
18 de septiembre 2010

También podría gustarte